lunes, 7 de febrero de 2011

El ruido

7/Febrero/2011
El Universal
Guillermo Fadanelli

Cuando el diablo tiene descendientes los tiene en masa, reza un dicho eslavo. Es una manera de decir que cuando la desgracia toca a tu puerta viene siempre acompañada. Y además se quedará a cenar (si no es que se instala cómodamente en el sillón de tu sala). Existe un momento preciso en que la desgracia se anuncia por primera vez y uno debe ser sensible a sus pisadas. Cuando por un motivo cualquiera debo conversar o cruzar palabras con un desconocido me pregunto qué clase de vida llevará o si su sonrisa no estará sostenida por un infame cúmulo de pesares. Me gustaría pensar que todos mienten y que son amables actores que no desean darnos más problemas de los que ya uno afronta personalmente. Apenas el jueves pasado un hombre tocó el timbre de mi casa para preguntar si podía darle dinero porque según sus palabras había aseado la coladera de la esquina. Le respondí de la manera más amable posible que si finalmente la coladera estaba limpia por qué motivo no regresaba a vivir en ella. En seguida me arrepentí porque pese a que el hombre era un truhán mi sarcasmo resultaba innecesario.

Dos semanas atrás abrió sus puertas una escuela de baile flamenco justo en la planta baja del departamento en que habito. Así las cosas y pasadas las nueve de la noche se escucha un ruido desquiciante de seres humanos que golpean las suelas de sus zapatos contra el piso. ¿Qué extraño entusiasmo llevará a estas personas a arremeter de tal manera contra una duela recién formada? Es probable que la ausencia de sexo lleve a todos estos bailadores a inventarse un arte que debe parecerles por lo menos exótico. El ruido no es expresión de la libertad. Creo que una tristeza profunda se respira en el alma de estas almas danzantes. Esto me ha llevado a recordar que en Parque de ciervos, la novela de Norma Mailer, un joven emprendedor funda una escuela de toreo en el piso veinte de un edificio de Nueva York. Lo más extraño es que varias personas se inscriben a la escuela para aprender el arte taurino mientras miran las nubes desplazarse entre los rascacielos. La ciudad en que vivo es una de las más ruidosas de cuantas he conocido. En el DF todos se expresan contra la salud de los oídos ajenos. Los “ciudadanos” son carne parlante y adonde marchan llevan consigo una bocina que tortura el silencio. La sordera es una epidemia en todos los ámbitos sociales y eso es notorio cuando intentamos realmente escuchar o conversar con los otros.

El placer no conoce el ruido. Y yo no haré nada para acallar las voces que todos los días me llevan a la horca. Cada vez que deseo que se cumplan las mínimas normas de la convivencia la bestia anarquista que me habita abre un ojo y me sonríe socarrona. No soy bueno para prohibir ni para decir a las personas lo que deben hacer (prefiero odiar a prohibir). Toda historia puede ser comprendida como un alud de desgracias y buena parte de los individuos sobreviven sin encontrar ningún sentido a su estancia en el mundo, las acciones buenas o justas no inciden en el entorno, los intelectuales (o aquellos que podrían dar buenos consejos) son despreciados y confinados en universidades o centros que funcionan como castillos medievales donde sus habitantes se resguardan de la barbarie que asuela más allá de sus murallas. La hipótesis desgraciada, es decir la conciencia de que el mal se impone sobre el bien nos hace vivir en melancolía y parece dotarnos de una paciencia resignada ante la muerte. Yo creo que el diablo existe porque el ruido lo anuncia todo el tiempo. Y cuando el diablo tiene descendientes, como cité en un principio, los tiene en masa.

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