lunes, 5 de abril de 2010

Ir y venir

5/Abril/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

La vagancia no sólo es un sabio modo de habitar el mundo, sino que posiblemente se trate de la única manera de obtener conocimiento sin desperdiciar verdaderamente el tiempo. Yo la practico no sólo a través del movimiento físico, sino también desde la observación (“El pensamiento como forma de locomoción”, dice el poeta Luigi Amara en su libro A pie). Es comprensible que sea vago porque soy escritor y no podría jamás hacer nada en serio. Proponerme una meta y en seguida vivir como una hormiga para cumplirla no forma parte de mis planes. Me avergonzaría vivir para “cumplir metas”. Yo viví un tiempo en Berlín, ciudad en que caminaba aproximadamente diez kilómetros diarios (en México camino mucho, pero tengo miedo, sobre todo de la policía). Vi muchos garabatos (o grafitis) en las paredes. No solamente los restos del muro que dividió la ciudad se convirtieron en superficie ideal para la pintura o el estarcido, sino que barrios como Kreuzberg o Prenslauerberg tomaron parte de su sangre de las imágenes anónimas que tapizan sus paredes. El impulso primitivo más la necesidad de colmar el vacío de una ciudad que fue arrasada por las bombas y dividida durante casi tres décadas por un muro absurdo, han dado a Berlín un aire de ciudad nueva y sabia al mismo tiempo (incluso dos de las construcciones que más sufrieron estragos durante la guerra, el Reichstag y la Iglesia del Kaiser Guillermo, se mantienen en su sitio como metáforas de una vida que continúa sobre las ruinas y no se detiene). Las ruinas son en realidad la única metáfora de la vida que continúa en pie. Yo amo, por ejemplo, la mirada de una mujer vieja que ha perdido su belleza física pues en esa mirada anida de alguna manera la verdad, la realidad y el espejo del mundo.

Las noches de noviembre en Berlín son extensas y negras como una cueva de montaña (o como la axila de un simio) y la melancolía o los sueños suicidas aparecieron por primera vez durante mi estancia en el barrio de Schöneberg. La verdad es que varias veces tuve ganas de colgarme (aunque el alcohol ayudó mucho a alimentar tales deseos). El cielo toma una coloración extraña durante esos días y el frío comienza a volver inhóspita una ciudad que normalmente es gentil y hospitalaria. Justo en un noviembre de hace casi dos siglos se suicidaba en Potsdam un escritor extraordinario y poco conocido, Heinrich Von Kleist cuyos relatos me acompañaron durante un periodo de mi estancia en Berlín (el azar provocó que un amigo me obsequiara el libro Narraciones justo el día en que muchos años atrás Kleist eligiera para suicidarse junto con su amada Henriette). Aludo a este pasaje sólo con el fin de acentuar que en situaciones extremas el invierno hace que las razones se conviertan en sospechas tenebrosas, sospechas que en mi caso logré paliar sólo a través de la escritura o con una buena garrafa de Jägermeister (ese vino de yerbas tan amargo y cálido con el que los alemanes se entretienen).

En el vagar nocturno me encontré con tantos lugares donde perder el tiempo de una manera digna, desde sótanos hasta bares luminosos en los que un pinchadiscos ensimismado, pálido y escondido tras una barra apenas si levanta la mirada para echar un ojo a la clientela. Ejemplos vivos son el Ball Haus, en Mitte, el CCCP en Torstrasse o el White Trash, en Schönhauser Alle. Aunque a tantos cueste reconocerlo el DF es una fidedigna y legítima (aunque siempre parcial) representación de lo que es México, en cambio Berlín no es precisamente Alemania y podría ser perfectamente otro país. Durante una visita que en 1950 hizo Hannah Arendt a esta ciudad remarcó el hecho de que la población berlinesa odiaba profundamente a Hitler (casi tanto como nosotros, los mexicanos, odiamos a los diputados y demás calaña) y que una vez derrotado el ejército alemán esta población no hizo más que respirar aliviada y comenzar la construcción de su ciudad en escombros. Todavía hoy se pueden advertir aquí las consecuencias de ese desahogo histórico del que nos habla Arendt, además de que el placer que causa haber echado a tierra un muro dota a la ciudad de un humanismo mundano, saludable en una época en la que domina la barbarie tecnológica y las ciudades occidentales comienzan a parecerse cada vez más unas a otras. El libro de Arendt al que me refiero es una colección de ensayos que se titula Tiempos presentes. Es un libro sabio, aunque a veces tedioso.


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