domingo, 18 de abril de 2010

De premios y desengaños

18/Abril/2010
La Jornada Semanal
Luis Rafael Sánchez

Amediados de los años noventa José Donoso volvió a Puerto Rico con motivo de la proyección en el San Juan Cinema Fest de la Luna en el espejo, película de la cual es guionista. Nos juntamos a comer, junto a su mujer María Pilar y mi amiga Carmenchu Vázquez, en un restaurante acabado de inaugurar, el Amadeus. Las novedades del menú y la diligencia de un personal capitaneado por el dueño, el arquitecto Cheo Ramírez, lo hicieron exitoso. Abono al éxito la coincidencia de su apertura y la entrega del Oscar a F. Abraham Murray por interpretar al compositor Antonio Salieri, quien desperdició parte de su vida en envidiar a Wolfgang Amadeus Mozart.

Nunca antes en la envidia, ese ataque de desazón ante el bien ajeno, consiguió tan desgarrado retrato. Nunca antes un actor elaboró, tan a plenitud, el helamiento del envidioso cuando atestigua la superioridad del envidiado: helamiento de una sobriedad equívoca bajo la cual trasiega la amargura.

Conocí a José Donoso en Washington, durante un congreso de escritores. Nos reencontramos en mi apartamento de Río Piedras, cuando la Facultad de Humanidades lo trajo acá por vez primera. Volvimos a encontrarnos en la feria del libro de Buenos Aires y en Nueva York mientras acordaba la venta de sus manuscritos a la Universidad de Princeton. Finalmente, cuando volvió para asistir al pase de La luna en el espejo, película en sintonía con el resto de su obra, próspera en encierros y tenebruras, apegamientos fatales al pasado y renegaciones cobardes de la sexualidad ajena a la normal.

Ojo: no obstante los encuentros y reencuentros afables, no obstante conservar cartas suyas y un ejemplar dedicado de sus relatos Taratuta y Naturaleza muerta con cachimba, jamás lo llamé Pepe, como jamás llamaría Gabo a García Márquez. Ser confianzú o agentao no engorda la nómina de mis defectos. Peor, según pasan los días se me exacerba la personalidad evitativa: dos o tres personas me bastan para socializar si median la inteligencia congruente, el humor guerrillero y el temperamento lúdico.

Cuadré cuenta y propina y sugerí apropiarnos de la noche sanjuanera al son del palique. Por la calle de Cristo llegamos a la Catedral, enfilamos hacia el Paseo de la Princesa e irrumpimos en la calle Recinto Sur, a cuya mitad hoy radica la librería La Tertulia, paréntesis donde oxigenar la sensibilidad y desoxidar la inteligencia.

María Pilar y Carmenchu se mutuo alimentaban la pasión por Barcelona y Donoso elogiaba a la novelista alemana Crista Wolf. La alusión oblicua a Alemania me acordó el regio poemario Las hermosas, de Gonzalo Rojas, a quien conocí en Berlín, donde fui bienaventurado hasta la terquedad.

La fresca amenizaba el palique. Recalamos en el vecindario del teatro Tapia, subimos hacia la calle de San Francisco y nos sentamos en un banco de la Plaza de Armas, de cara al reloj de la casa alcaldía. De buenas a primeras José Donoso preguntó: �Luis Rafael, ¿qué opinas de mi obra?�

Todavía me sorprende la pregunta. El excelso narrador chileno dudaba sobre la valía de su obra cuando más se la publicaba y traducía. Y cundía la admiración a su voluntad de sondear las zonas abismales de la persona, sondeo que alcanza la excepcionalidad en El lugar sin límites y El obsceno pájaro de la noche: un crítico plantado en el rigor como Juan Guillermo Gelpí, cuya lucidez ha extraído insospechados signos a la cronística del México urbano en el libro Ejercer la ciudad, distingue El obsceno pájaro de la noche como la novela cumbre del Boom, ese río de epifanías narrativas.

Claro que arte y duda se complementan. Ningún artista, fuera del que padece delirio de grandeza, escapa a la duda periódica sobre la valía de su creación. En casos extremos la duda triunfa y el artista se consagra a malquerer el propio talento. De la duda a la profesión de votos de silencio apenas hay medio paso.

Pero nada de lo anterior remitía a mi interlocutor, puntual en sus comparecencias editoriales. Calculo que mi detallada opinión admirativa lo autorizó a formular una segunda pregunta: �Entonces ¿por qué no me han otorgado uno de los premios importantes?: el Cervantes, el Rómulo Gallegos, el Príncipe de Asturias, el Juan Rulfo?

María Pilar lo recriminó, amorosamente: en Chile acababan de otorgarle el Premio Nacional de Literatura, a la par que otorgaban a José Edwards, su mejor amigo, el Municipal de Literatura. De poco valió la recriminación amorosa. Como desengañado, José Donoso envió la mirada al reloj de la alcaldía. Hice lo mismo por una razón distinta: ampararme en la imparcialidad del tiempo.

Describí los premios literarios como accidentes gratos. Añadí una nota irónica a la descripción: si los enaltece el cochino dinero el grado aumenta. Donoso sonrió. María Pilar y Carmenchu rieron. La sonrisa y la risa me autorizaron a proseguir.

Recuerdo haber dicho que cualquier �premio importante� se honraría en honrar a un escritor como él, matriculado en los riesgos que supone reinventar la lengua y adecuarla a la incisión de la mirada acabada de reinventar también. Dije, asimismo, que el otorgamiento de los �premios importantes� atina la mayoría de las ocasiones. Pero objeté los acordados por deferencias extraliterarias. La aureola moral que distingue a un candidato, dada su insobornabilidad cuando la Historia lo contrarió, o la utilidad de halagar el país del cual procede, logran aupar su candidatura: abundan los escritos premiables a quienes se evade premiar porque la realización de su obra no la enmarcan circunstancias trágicas: lástima que los empedernidos demonios interiores no den la talla de circunstancias trágicas.

El silencio se tragó a José Donoso. Resolví ir a por el nocaut. Me lo emprestó la décima de La vida es sueño que recita Rosaura tras el hipogrifo violento derribarla frente a la cueva donde yace Segismundo: �Cuentan de un sabio que un día,/ tan pobre y mísero estaba,/ que sólo se sustentaba,/ de unas yerbas que cogía,/ ¿habrá otro, entre sí decía,/ más pobre y triste que yo?/ Y cuando el rostro volvió,/ halló la respuesta viendo,/ que iba otro sabio cogiendo,/ las hojas que él arrojó.�

La décima calderoniana me avivó la impaciencia.

�Podrías ser un gran poeta haitiano, carcomido por la desesperanza endémica de Puerto Príncipe, autor de poemarios que obligarían a replantear la reciedumbre y la luminosidad poética si llegaran a publicarse. Lo que no ocurrirá, desde luego. En homenaje a ese gran poeta haitiano, venerable como el soldado desconocido ante cuya tumba nunca falta una ofrenda floral, alégrate de recibir otro �premio importante�, muy digno de aprecio: lo otorga cada lector que selecciona tus libros de entre los miles estibados en las librerías y anaquelados en las bibliotecas.

La noche se dio prisa. En la calle de San José giramos hacia la de San Sebastián. José Donoso me impidió abrir el Lumina Chevrolet, estacionado frente al Amadeus. Invitaba a café, té, coñac. Lo atajé: �Invitas en Chile, en Puerto Rico invito yo.�

María Pilar y Carmenchu prosiguieron hacia el Patio de Sam, histórico bar junto al Amadeus. Todavía en la acera Donoso me abrazó cual sin aliento. La piel grabó en su disco duro aquel abrazo. Que el virus del olvido estraga más que los virus cibernéticos.

Borrachos de amistad ingresamos al Patio de Sam.


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