lunes, 2 de noviembre de 2009

San Genaro

2009-11-02
El Universal
Guillermo Fadanelli

En una novelita de John Fante, el padre de una familia de inmigrantes italianos le aconseja a su esposa que no rece más a los mismos santos de siempre, le aconseja que busque a un viejo santo olvidado que no se halle tan ocupado haciendo milagros a las multitudes, uno que se dé el tiempo suficiente para componer la vida de unos cuantos. El esposo no duda de que se debe acudir a los rezos para resolver problemas, lo que duda es que uno tan famoso como San Genaro se digne a poner atención en tantos pobres desgraciados que le suplican auxilio. El pasaje me ha parecido tan cercano a mi propia vida pues, según recuerdo, mi madre nunca puso en duda los poderes de sus santos preferidos y en respuesta a mis sarcasmos o recriminaciones me decía que siguiera yo confiando en la justicia de nuestro país y en sus políticos porque eso sí le parecía a ella un acto estúpido e inconsciente. Yo tenía en ese entonces 20 años y no imaginé que tanto tiempo después sus palabras recobrarían su profundo sentido y su enorme sabiduría. He estado a punto en varias ocasiones de ir a su casa y buscar en sus muebles de difunta la imagen polvosa de un viejo santo y ponerlo para trabajar en pos de la familia.

Es hasta cierto punto cómico escuchar el cúmulo de opiniones o argumentaciones acerca de cómo deben cobrarse los impuestos o sobre las estrategias a seguir en estos asuntos de recolección monetaria. Los políticos simulan preocuparse y practican el espectáculo intentando vestirse de héroes. Todos opinan, se recriminan y una manada de especialistas llena los espacios para darnos cátedra sobre cuestiones económicas.

Los tecnicismos nos sepultan y cualquier personaje menor nos regaña o nos pone al tanto de cómo debemos comprender las cosas del dinero. Así que, siendo un ciudadano común que no desea enterarse de tantas tonterías, quiero expresarles mi indiferencia afirmando que no me importan sus groseras peripecias, pues es evidente que las injusticias continuarán y que, si en realidad los políticos y especialistas hicieran lo debido, para remediarlas no tendríamos que escucharlos: serían discretos, honrados y sobre todas las cosas efectivos. La enorme cantidad de personas comunes que no comprende minucias técnicas, sí comprende que sus esfuerzos cotidianos no obtienen recompensa, que entre más duro trabajan menos cuentan con las mínimas condiciones de bienestar social y que están abandonados a su suerte por sus representantes públicos. Es más sencillo comprobar que pese a la rutina honrada a la que nos sometemos diariamente sólo unos cuantos progresan. Es hora de desempolvar los santos que, pese a su constante descrédito, son los únicos en quien se puede confiar en la actualidad. Y si no nos hacen el milagro los perdonamos aludiendo a que están muy ocupados o que sólo los buscamos cuando nos conviene.

Me puedo ufanar de que conozco las calles de mi ciudad porque soy un caminante compulsivo y creo ser un buen observador. Me he defendido de ataques físicos varias veces y he salido airoso, aunque una vez me descuidé y el ladrón sacó un arma antes de que lo descubriera. Y nunca en varias décadas había advertido tanto resentimiento y odio en las relaciones urbanas. Hace unos días fui testigo de cómo un grupo de personas increpaba a dos ladrones de uniforme montados en una grúa. Los criminales solapados por un gobierno de la ciudad absolutamente indiferente a los reclamos de los ciudadanos se hallan más que acostumbrados a escuchar mentadas o a recibir incluso empujones. En esa ocasión respiré como nunca antes una densa atmósfera de violencia, consecuencia de la indefensión y la vejación constante. Se lo comentaba el jueves por la tarde a mi hermano que trabaja en el Sistema de Aguas de la ciudad de México desde hace diez años y no ha logrado juntar los miles y miles de pesos necesarios que requiere para que el sindicato lo acepte entre sus filas. Confía en que la honradez y el trabajo constante tendrán algún día su recompensa. Sus esperanzas son totalmente ingenuas. Lo he tratado de convencer de que le rece a un santo que no sea célebre, pues sólo de ese modo existe la posibilidad de que tal vez durante unos días llegue a conocer el milagro de la justicia. Hace apenas unos años lo habría incitado a la rebelión, hoy le sugiero que le rece a San Artemio quien en estos momentos debe de estar dormido, pues no es un santo devoto de los mexicanos o que comience a escarbar en los cajones de los pocos muebles que nos legó mi madre.

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