lunes, 9 de noviembre de 2009

Muerte

09 de noviembre de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

La muerte es la única certeza a la que se puede realmente aspirar, un horizonte real y también una morada. Es un alivio pensar que en esa morada nadie intentará cobrarme la renta, pues para entonces seré un montón de huesos, o cenizas que nadie jamás volverá a reunir o simplemente no seré nunca más. Varias personas que conozco se debaten entre elegir una fosa y ser enterrados o ser metidos al horno. No es nada más un asunto económico o de espacio, sino que quienes confían en el progreso de las ciencias físicas creen que en un futuro tendrán la posibilidad de ser resucitados o reparados y puestos en pie nuevamente. Congelar el cuerpo, el cerebro o al menos conservar los huesos da materia al científico para que trabaje en nuestra resurrección, en cambio ¿qué se puede hacer con un montón de cenizas dispersas en la tierra? Las personas que tienen esas preocupaciones son curiosas, pues ¿qué les hace pensar que serán ellas las beneficiadas por la ciencia y no un músico del siglo XVIII de quien es posible esperar aún cosas buenas?: los vanidosos han comenzado a poblar la eternidad.

Conforme pasan los años uno se cansa de vivir, las escaleras se vuelven interminables y el entusiasmo se desvanece. Es entonces que la muerte comienza a hacerse necesaria e incluso deseada como en el pasado se deseó la misma vida. Es la muerte como descanso de uno mismo y como un medio para olvidarse de los problemas mundanos. Es también liberación y huida hacia la nada. La mala suerte está metida hasta las narices en el misterio de la longevidad porque se lleva muy pronto a las personas que deberían vivir siempre. Nada tan desconcertante como saber que las personas honradas y buenas dejan de existir. En cambio, los antipáticos andan por allí rebosantes de vida y bien dispuestos a seguir aumentando toneladas de maldad a esta tierra. Cada año que el azar regala a una mala persona, se vuelve una década para quienes tenemos que soportarlo y, sin embargo, su presencia es necesaria porque hace patente el guión de nuestra historia como seres humanos: nacemos, sufrimos y después morimos.

El primer paso en el camino que lleva a la muerte es el hartazgo de lo humano. Las personas nos comienzan a aburrir profundamente, sus predecibles placeres, la constante necesidad de imponerse o expresarse, la obscena repetición de las costumbres. Se pierde el entusiasmo y la sorpresa, pero a cambio se obtiene un bien invaluable: la sensación de que los demás son prescindibles y de que la muerte nos devolverá a la soledad primera. En un libro que he leído en más de una ocasión, Carta breve para un largo adiós, de Peter Handke, me he encontrado con un párrafo que describe bien este aburrimiento al que hago alusión: “Estar con una mujer se me antoja a veces, aún ahora, una situación artificial y ridícula, como una novela llevada a la pantalla. Me parece exagerado pedir algo para ella en un restaurante. Cuando camino a su lado siento como si representara una pantomima o sólo estuviera presumiendo”. Lo que me dicen estas palabras es que llegado cierto momento incluso el vivir es exagerado y es entonces cuando se llega a ese límite que es renuncia y antesala del adiós definitivo.

Cierta tarde de hace no sé cuántos años mi madre me pidió ser incinerada y añadió que le gustaría también que lanzara sus cenizas al mar. Tomé sus palabras más como una conversación casual que como una formal demanda. Cuando ella murió mis hermanos decidieron inhumarla y no opuse ninguna resistencia. Es verdad que soy un pusilánime, pero en ese entonces el dolor no me permitía pensar con claridad. Conforme los años avanzan me pesa tanto no haber cumplido su deseo y ese desasosiego me perseguirá hasta el final. He llegado al punto en que mis compromisos más importantes son con los muertos y es con ellos con quienes me entiendo de una manera más razonable.

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