domingo, 15 de septiembre de 2019

Ramón López Velarde: del terruño a la patria

15/Septiembre/2019
Confabulario
Eduardo Langagne

A septiembre le ha correspondido la denominación de mes patrio. Patria es una palabra conmovedora, profunda, verdadera. Matria es el terruño, tu lugar de nacimiento, el entrañable territorio de tus padres o abuelos, la matria es el lugar donde vives, donde comen tus hijos, tierra del sentimiento ―desde la antigüedad―. Para la inmensa tarea de construcción del país, luego de la Independencia, Ignacio Manuel Altamirano pensaba que la literatura ayudaría a consolidar el concepto de nación a través de la novela pero también por medio de la canción, género de mayor alcance y cercanía al sentir popular. Uno de los anhelos sociales contemporáneos sigue siendo construir un lugar de equilibrio y paz, un sitio fraternal, equitativo. José Luis Martínez califica a Altamirano como “impulsor de una auténtica empresa nacional de integración cultural”.

Los primeros años de Ramón López Velarde transcurren en el pueblo de Jerez, Zacatecas, en el último decenio decimonónico. Prácticamente todos los países de Iberoamérica habían conseguido su independencia y el paso consecuente era levantar una nación. Desde el comienzo se advertía la dificultad del propósito, se vislumbraba que no podría darse de manera pacífica. Entre los muchos elementos que entraron en juego, la literatura tuvo una especial y muy relevante participación.

El joven abuelo, santo laico o padre soltero de la poesía mexicana, en su reconocido texto “Obra maestra”, escribió: El soltero es el tigre que escribe ochos en el piso de la soledad. No retrocede ni avanza. Para avanzar, necesita ser padre. Y la paternidad asusta porque sus responsabilidades son eternas. Con un hijo, yo perdería la paz para siempre.

[…] El hijo que no he tenido es mi verdadera obra maestra.
Hay algo más de maestría y habilidad en su obra, la construcción de un poema como

“La suave Patria” es un resumen de vida.

La literatura de cada período puede observarse dentro de un contexto histórico determinado, lo que nos lleva a reconocer al mismo tiempo la función extraliteraria que pudo cumplir este oficio de la escritura que asumieron las generaciones precedentes, cuando la creación artística desempeñó un papel significativo en la composición de las identidades nacionales. De ahí viene este poema. La primera publicación de “La suave Patria” se dio en el número 3 de El Maestro, Revista de Cultura Nacional, que tuvo como lugar y fecha de impresión, “México, 1° de junio de 1921”. Su tiraje era de sesenta mil ejemplares y se distribuía de manera eficaz. Ramón López Velarde ya había publicado “Novedad de la Patria” en el número 1 de la publicación, texto que puede encontrarse en la compilación póstuma titulada El minutero. Las reflexiones del poeta expresadas en esa colaboración se habrán de distinguir en el poema escrito apenas pocas semanas después. Es probable que la intención de hacer de El Maestro una revista coleccionable llevara a este tercer número a comenzar en la página 211 y concluir en la 320. “La suave Patria” ocupa solamente cuatro páginas, donde caben sus 153 endecasílabos. Inicia en la página 311 y termina en la 314. Está fechado por el autor el 24 de abril de 1921. El poeta tuvo la oportunidad de revisar personalmente las pruebas, que pasaron casi de inmediato a las prensas. López Velarde falleció el 19 de junio. Si los poemas, en general, no son el género predilecto de los lectores, es habitual que en nuestros días los poemas patrióticos obtengan un rechazo inmediato acompañado de ironías y parodias. Con todo, nuestro siglo xix continental colaboró en la edificación de las naciones con poemas a los héroes, a la bandera, a los lugares simbólicos, a las patrias.

López Velarde sintetiza en su poema de 1921 la búsqueda de la identidad de México en el íntimo decoro de su lírica personal. Las emblemáticas metáforas de su poema contienen significados que pueden ensancharse con las nuevas lecturas. Para trazar los sonidos, los colores y los aromas de su poema prefiere los endecasílabos, tal vez por la posibilidad rítmica, de la que no se excluyen las acentuaciones características de los modelos latinos. Esos cambios de acentuación permiten comparar al poema con ciertas formas musicales que por su complejidad demandan una diestra interpretación. Leer el poema en voz alta requiere desentrañar con cuidado sus estrofas, que presentan versos encabalgados y combinaciones de hiatos y sinalefas con congruencia musical y rítmica.

El propósito de estas palabras no es analizar el poema en su estructura formal, así que dejo hasta aquí los conceptos afines a la hechura del poema, pues pudieran requerir mayores explicaciones para un público no necesariamente adiestrado en leer poesía. Para el lector de López Velarde que escribe estas frases será preferible resaltar y apenas comentar algunas de las imágenes del poema. Para quienes deseen recordar su inicio con el ritmo que propone su autor, lo transcribo sin marcar con diagonales el corte del verso, como haré con los ejemplos de más adelante: Yo que sólo canté de la exquisita partitura del íntimo decoro, alzo hoy la voz a la mitad del foro a la manera del tenor que imita la gutural modulación del bajo. En esta selección de términos podemos encontrar una secuencia de voces latinas que mantienen afinidad fonética con nuestro castellano. Tarsicio Herrera Zapién tradujo al latín “La suave Patria” en una emocionante y lograda imitación rítmica.

El poema de López Velarde nos lleva a caminar por el mutilado territorio o a navegar por las olas civiles, y después de haber recorrido la región por la que no obstante el tren va por la vía/ como aguinaldo de juguetería, nos permite confirmar que cada nueva lectura de Ramón López Velarde hace resaltar los méritos de una de las voces más importantes de la poesía mexicana ―y de la lengua española― del siglo xx. Repito un dato de utilidad para los lectores, inmensos poetas como T.S. Eliot, Fernando Pessoa, Ramón López Velarde, Ungaretti, nacieron en 1888.

Ramón advierte en “La suave Patria”: Navegaré por las olas civiles/con remos que no pesan, porque van/como los brazos del correo chuan/que remaba la Mancha con fusiles. Los autores franceses eran lectura habitual del poeta. La referencia del correo chuan se encuentra en la novela “El caballero Destouches”, de Barbey d’Aurevilly, vuelta a editar en 1982 por Margo Glantz y Sergio Pitol en una colección de la SEP y la editorial Siglo xxi.

“La suave Patria” es una síntesis de los poemas patrióticos que participaron de los dos siglos anteriores. En el momento de su escritura estamos dejando atrás la primera veintena del siglo xx, digamos que para entonces ya concluyó el período más sangriento de la Revolución mexicana. Aunque la época es todavía convulsa ―tal vez todas lo son― continúa la deliberación en el conjunto de la sociedad para edificar un país que —aun ahora— no ha terminado de ser del tamaño y esplendor de sus anhelos. Diré con una épica sordina: / la Patria es impecable y diamantina […] La épica matizada con el lirismo personal.

En el poema aparece otra reflexión que al mismo tiempo vaticina y resuelve, palabras donde se juntan su vocación católica y su reflexión política: El Niño Dios te escrituró un establo/ y los veneros del petróleo el diablo. En el momento de la redacción del poema falta poco, menos de dos décadas, para que Lázaro Cárdenas decrete la expropiación petrolera.

“La suave Patria” se extiende en las divisiones poéticas de la antigüedad clásica, alude a la épica, se expresa líricamente y propone una estructura cercana a la poesía dramática: un proemio, seguido de un primer acto, un intermedio y un segundo acto. El intermedio canta a Cuauhtémoc, el joven abuelo, único héroe a la altura del arte, a quien agrega otras cualidades: al idioma del blanco, tú lo imantas […] La diversidad de lenguas que se hablan en nuestro país ha sido cada vez más objeto de un respetuoso reconocimiento colectivo. El propio Altamirano reflexionaba sobre la lengua náhuatl y su presencia en el Valle de México y en las regiones cercanas, con alcance hasta Guatemala y otros países de Centroamérica, donde las voces nahuas continúan siendo utilizadas en la comunicación cotidiana. Es sorprendente constatar que ríos, montañas, numerosos lugares, pueblos y ciudades conservan el nombre con el que desde los tiempos anteriores al poeta Netzahualcóyotl se les denominaba. Numerosos barrios de la Ciudad de México conservan también sus nombres originales en náhuatl seguido del santo asimilado. Un fenómeno simultáneo de “resistencia y rendición.”

Comparando la biografía del poema (sí, la biografía del poema) con autores cronológicamente cercanos; cotejando las cercanías expresivas que pueden hallarse en un autor tan íntimamente provinciano como Francisco González León y otro dilatadamente universal como José Juan Tablada, se pueden localizar también sincronías con nuestro poeta; contrastes y paradojas del provincianismo de la gran urbe y la vocación cosmopolita del aldeano. Suave Patria: te amo no cual mito/, sino por tu verdad de pan bendito/ como a niña que asoma tras la reja/ con la blusa corrida hasta la oreja/ y la falda bajada hasta el huesito.

En el poema “El sueño de la inocencia”, recogido póstumamente en el Son del corazón, el poeta refiere un sueño vinculado a la ceremonia de comunión del catolicismo y dice: […] Tanto lloré, que al fin mi llanto rodó afuera/e hizo crecer las calles como en un temporal; / y los niños echaban sus barcos papeleros, / y mis paisanas, con la falda hasta el huesito, / según se dice en la moda de la provincia, / cruzaban por mi llanto con vuelos insensibles […] Esa falda hasta el huesito persistirá en “La suave Patria” para mostrar el recato de la provincia en el sentir de López Velarde.

En otros poemas del jerezano pueden destacarse tres puntos cardinales de esa geografía poética: el terruño [Mejor será no regresar al pueblo, /al edén subvertido que se calla/en la mutilación de la metralla.], la provincia [Si yo jamás hubiera salido de mi villa,/ con una santa esposa tendría el refrigerio/ de conocer el mundo por un solo hemisferio], y tierra adentro [Yo tuve en tierra adentro una novia muy pobre/ ojos inusitados de sulfato de cobre], así podríamos circular en el edén subvertido sobre la carreta alegórica de paja.

López Velarde es un poeta modernista. La búsqueda del concepto de nación en la creación literaria de nuestros pueblos independientes consiguió una propuesta creativa en el mismo idioma heredado de la dominación, enriquecido por las voces indígenas originales y hecho propio como lengua materna rica y expresiva. A los intelectuales de nuestra América les corresponde reflexionar sobre su circunstancia continental. Así, con un notable fervor interrogan la tradición poética. El modernismo fue una forma eficiente y puntual de articular sus recursos literarios y revalorizar el idioma. La lengua como patria es un concepto que podríamos reconocer como propio.

Suave Patriavendedora de chíaquiero raptarte en la cuaresma opaca, / sobre un garañón, y con matraca, / y entre los tiros de la policía. En los altares de la época de cuaresma la chía era indispensable y se vendía en los mercados. En un conocido diálogo entre Borges y Octavio Paz, el inmenso argentino recuerda el poema y pregunta qué es la chía. Nuestro Nobel responde “una semilla” y Borges pregunta de nuevo: “¿y a qué sabe?” Paz dice: “a tierra.” Los sabores de la patria aparecen en el poema; los colores también: el relámpago verde de los loros. Por mi parte, los versos de Ramón me llegan a la memoria siempre que respiro el santo olor de la panadería.

Ramón López Velarde se hace poeta en sus años juveniles, y en esa hiperbólica ruta ―del categórico terruño hasta la suave Patria― recorre la tradición para alcanzar la modernidad. Su tránsito poético tomó la huella de las polvorientas rutas y caminos que conducen el centro norte del país a la capital de la república, en un andar que propone la lectura de su poliedro creativo atendiendo los itinerarios trazados por el para siempre joven Ramón en su acotado trayecto por la topografía nacional, hasta su destino final en la Ciudad de México, a la que llegó en 1914 y que lo vio morir en 1921. “La suave Patria” es uno de sus últimos poemas. Es el último que el poeta dejó en su versión final; en el bolsillo de su traje se encontraron todavía algunos poemas en proceso de trabajo. Pero “La suave Patria” merece siempre una lectura.

En el centenario de Zozobra (1919)

15/Septiembre/2019
Confabulario
Ernesto Lumbreras

Después de los multitudinarios funerales del poeta Amado Nervo, inhumado el 14 de noviembre de 1919 en la Rotonda de los Hombres Ilustres, ceremonia presidida por Manuel Aguirre Berlanga, Ministro de Gobernación, Ramón López Velarde toma un libre a las afueras del Panteón de Dolores y se dirige a una imprenta por el rumbo de La Lagunilla. Al llegar al taller, el olor renacentista de la tinta despierta a su corazón, lo pone en estado de alerta. De pronto, se siente un personaje de una novela de Balzac, entre monos tipógrafos y osos prensistas. Camina con pasos de detective entre los corredores que forman las grandes máquinas observado por los obreros que bromean a sus costillas: “Oye mano, y este lagartijo ¿de dónde salió?” “Tiene facha de chafirete de carroza muertera.” “Buenos días licenciado, recomiéndeme a su sastre.” El poeta apenas si se inmuta, a todos les sonríe, incluso, saluda a algunos operarios con un fuerte apretón de mano. En el área de encuadernación están ordenadas en pilas las capillas de su libro en espera del pegado y del cocido. Con curiosidad infantil y cierta timidez, López Velarde toma un ejemplar; antes de hojearlo, se lo lleva a la nariz y lo huele con los ojos cerrados. Aunque el libro está intonso puede leer el poema pórtico que Rafael López escribió en su honor. Repasa la primera cuarteta y cavila un pensamiento: “Mmm, con que he burlado al solemne dios, el lugar común. Veremos Rafail, veremos qué dice la canalla.”

El encargado del local, lo baja de su nube platónica, meciéndole el hombro al tiempo que le entrega, en vuelto en papel estraza un paquete con los primeros 10 ejemplares de Zozobra. El abogado consultor sale de la imprenta como si cargada un pastel con las velas encendidas o llevara en una bandeja de plata la cabeza cercenada de Tórtola Valencia. Está eufórico de felicidad y preocupación. En realidad, en sus manos de pianista, lleva una bomba poderosa y destructora.

Baja al centro de la ciudad, rumbo al Zócalo, caminando por la calle Jesús Carranza, el hermano del Presidente, personaje de infausta memoria. Avanza y medita. Medita y avanza. ¿A quién dedicará el primer ejemplar de su segundo libro? ¿A Margarita Quijano? ¿A Manuel Aguirre Berlanga? ¿Al Dr. González Martínez? Marcha sin prisa por la acera sombreada hasta llegar a la esquina de la Escuela Nacional Preparatoria. Ha quedado de encontrarse en el Salón Rojo con los antiguos bohemios, Pedro de Alba y Enrique Fernández Ledesma, pero todavía es temprano para la cita prevista a las 3 de la tarde. Desciende entonces por la calle de Donceles hasta llegar a San Juan de Letrán y se detiene en la puerta de una casona que tiene un balcón con geranios y agapandos. Como si fuera un santo y seña en clave Morse, toca la aldaba tres veces. Mientras abren el portón, baja el ala de su sombrero para cubrirse el rostro y no ser descubierto infraganti por un conocido al momento de entrar a una casa de mujeres en kimono. Una muchacha recién bañada, con una toalla a modo de turbante, enfundada en una bata azul de oriental zafiro abre la puerta y lo invita a pasar tomándolo de su mano izquierda. El salón de sillones solferinos vacíos, huele a sándalo y anís. Antes de ponerse cómodo, el poeta coloca su paquete en la mesa de centro. Su anfitriona imagina que el Licenciado López Velarde ha traído un regalo para todas las muchachas y se abalanza sobre el envoltorio y lo abre rasgando con sus manitas el papel de estraza. Justo, en ese momento, han bajado por una escalera de mármol y ónix, otras nueve chicas más, vestidas a la moda romana del periodo de la decadencia. Cada una, entre bulla de fiesta, coge su ejemplar de Zozobra y agradece el obsequio plantándole un beso de carmín en la mejilla. Sin reclamos ni objeciones, el poeta recibe en su carne morena esos labios de tulipán y seda para luego, con la estilográfica de firmar acuerdos en el Ministerio, estampar cariñosa dedicatorias a Marlene, Rubí, Sisi, Lola…


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Con un diseño exclusivamente tipográfico, letras rojas y negras sobre un forro en la gama del rosa coral, la portada de Zozobra luce elegante y sobria. Con número romanos se indica, abajo y en el centro de la caja del libro, el año de la edición: MCMXIX. El segundo libro de Ramón López Velarde comenzaría a circular a finales de noviembre y formaba parte del catálogo de México Moderno perteneciente a la colección de la Biblioteca de Autores Mexicanos Modernos; en esa joven colección aparecieron, ese mismo año de 1919, La existencia como Economía, como Desinterés y como Caridad de Antonio Caso, La fuga de la quimera de Carlos González Peña y Con la sed en los labios de Enrique Fernández Ledesma. Ahora sí, con el libro en las librerías y en las redacciones de los periódicos hay mucha tela de donde cortar. En pocas semanas, la segunda obra velardiana formó grupos antagónicos, simpatizantes de las nuevas audacias líricas y nostálgicos que reclaman la repetición de un bucolismo ingrávido y de balbuceante sensualidad.

En los diálogos imaginarios de Un corazón adicto. La vida de Ramón López Velarde, Guillermo Sheridan pone en boca de Enrique Ledesma estas palabras como para complementar la tesis de Rafael López sobre la búsqueda fúnebre de Fuensanta tras las rupturas con Margarita Quijano y Fe Hermosillo: “Puede ser. Zozobra, que estuvo listo para la imprenta en febrero de 1919, es un libro que da indicios para suponer que así sucedió.” 1 Para remarcar algunos puntos, López agrega: “Zozobra apareció a finales de abril de 1919, si mal no recuerdo. La mayoría de los comentaristas elogiaron los poemas que, a su entender, continuaban la línea provinciana y cargaron la mano sobre los que les parecían impenetrables.”2 Concuerdo con las dos reflexiones de Sheridan, pero insisto, el segundo libro del jerezano salió de imprenta a principios de diciembre y comenzó a circular en librerías y mesas de redacción en el último bimestre del año.3 Las primeras reseñas del libro coinciden con tal cronología: el comentario escéptico y puntilloso de González Martínez apareció el 28 de diciembre en El Heraldo de México y el favorable y consanguíneo de Genaro Fernández MacGregor se publica en El Universal el 1 de enero de 1920. Para añadir un punto más a mi aseveración cronológica, leo el artículo “Poeta en zozobra” de Alan-Paul Mallard sobre un ejemplar autógrafo de la primera edición del libro. La dedicatoria es la siguiente: “A mi querida amiga Luz Pruneda, cariñosamente, Ramón López Velarde, México (sic), 8 de enero 1920.” Nos informa Mallard que esa amiga especial del escritor fue su tía abuela, por el lado materno, y se desempeñaba como su secretaria donde el autor de La sangre devota colaboraba desde 1917. Para multiplicar los bonos de ojo alegre del poeta, recuerda el articulista, que la tía contaba a la familia el cortejo que padecía, entre burlas y veras, de parte de su inspirado y tenaz jefe: “El poeta cortejaba a su agraciada y joven secretaria. Una y otra vez la requería de amores, siempre en vano: ella oía y desoía su pregón embustero. Una vez el poeta, ya desesperado, la tomó por ambas manos y le dijo:


—Bueno, Lucita, ¿cómo vamos a hacer? Me gusta TODA Usted. Me gustan sus ojos, me gusta su boca, me gusta su frente, me gustan sus manos, me gustan sus pies.
Ella se soltó, algo avergonzada. El poeta en zozobra, jugándoselo todo, arriesgó:
—¿Qué de veras no le gusta NADA mío?
Lucita se lo pensó un poco y, esquiva, le respondió:
—Sus manos no están tan mal…4


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Con la objetividad concedida por el tiempo, varias décadas después de publicado este libro, la visión crítica de Saúl Yurkievich puede describir y valorar el tránsito de la lírica verlardeana:

“Desde el sentimentalismo candoroso de La sangre devota a la agudeza psicológica, a la perspicaz mirada interior de la agudeza Zozobra, López Velarde se especializa en la captación del discorde, disconforme polimorfo que su conciencia desgarrada aloja, se aplica a representar vívidamente su plurivalencia díscola y su dispar movilidad.”5

Aunque esto último es confuso y hasta enigmático, la lectura de Yurkievich subraya el salto cualitativo entre el primero y el segundo libro del poeta, torna más comprensible su poética personalísima y entrañable que el crítico uruguayo identifica en estos términos: “Morada del ser íntimo, la poesía es el espacio de la revelación de sí mismo.”6 En este territorio de la autoexploración, los poemas de Zozobra son exámenes sin reservas, un buceo a las aguas profundas de la conciencia y del deseo, de la ensoñación y de la realidad, del amor y de la muerte. Los paisajes descritos, las escenas relatadas, nos proyectan una representación externa con varios trasfondos y veladuras; la trama y la secuencia de imágenes de estos poemas surgen del interior del lenguaje, desplazamientos de las conciencia en una afán de reordenar provisionalmente, de adentro y hacia afuera, el caos del mundo. El primero que colocó la obra de López Velarde en un lugar de excepción, en un orbe fundacional, fue Xavier Villaurrutia: “En la poesía mexicana, la obra de Ramón López Velarde es, hasta ahora, la más intensa, la más atrevida tentativa de revelar el alma oculta del hombre; de poner a flote las más sumergidas e inasibles angustias; de expresar los más vivos tormentos y las recónditas zozobras del espíritu ante los llamados del erotismo, de la religión y de la muerte.”7

Para un posible cotejo de las consignadas excentricidades y hermetismos del segundo libro de López Velarde, unos pocos lectores mexicanos de la época se toparon con las novedades de José Juan Tablada publicadas en Venezuela: Un día… Poemas sintéticos (1919) y Li-Po y otros poemas (1920). Algunos críticos han abordado la paulatina asimilación del jerezano en torno a la concreción visual de los haikus de Tablada, trasladada por ejemplo en algunos endecasílabos de “La suave Patria”. En ese año de reformulaciones estéticas, el de 1919, el joven Gerardo Diego bautizado ya en las espumas del Ultraísmo, impartió la conferencia “La nueva poesía” en Santander y Bilbao; ciertamente no conocía ni Zozobra como tampoco los dos mencionados títulos, no obstante, en su alegato por una estética novedosa y de avanzada, remarcó elementos de la poesía emergente que también distinguían la obra de este par de mexicanos —lo enigmático, lo simultáneo, lo irónico arbitrario, por ejemplo—, mecanismos de expresión que marcarían un golpe de timón en la poesía mexicana.

Aunque con fecha de 1918, comenzó a circular en Lima a partir de julio de 1919 Los heraldos negros de César Vallejo, un libro que también como el López Velarde despide la estética modernista y anuncia otra. Cuatro años menor que el mexicano, el poeta peruano en su obra inicial recrea aires de familia en común con el mexicano, en particular con La sangre devota. La sintonía espiritual y de paisaje provinciano, entre el Santiago de Chuco y el Jerez velardeano, no obstante sus marcadas diferencias, coincide en varios poemas de los dos autores. Dice Vallejo en “Aldeana” a propósito de las esquilas del campanario: “en el aire derrama / la fragancia rural de sus angustias.” En otros textos, por ejemplo, “Dios”, aparece un afán sacrílego que debe mucho a la moda impuesta por Baudelaire: “hoy / que en la falsa balanza de unos senos / mido y lloro una frágil creación.” El joven López Velarde gustó de estos rituales heresiarcas donde espíritu y carne se reconcilian al llamado de Eros. Asimismo, una lectura atenta nos puede llevar al reconocimiento de cierto gusto por la adjetivación osada e infrecuente, tan cara al mexicano. El autor de Trilce, trama estas asociaciones en su primer libro: “la humana ecuación”, “la gema tempestuosa y zaina”, “el suicidio monótono de Dios”, “la lira enlutada”, “la silueta calmosa”, “panes tantálicos” y otras más. Descarto que el escritor peruano conociera la obra del autor de Zozobra, al menos, antes de 1921. Todavía es más improbable que López Velarde haya conocido Los heraldos negros. Sin embargo, considero necesario y atractivo vincular la literatura lópezvelardeana con la de otros autores coetáneos con los cuales compartió las filias y las fobias de la época, las inercias impuestas por el canon y la estrategias para librarse del pernicioso gusto literario impuesto por el mismo. En esa misma perspectiva, las correspondencias de nuestro poeta con los libros, la vida y la leyenda del venezolano José Antonio Ramos Sucre avivan la curiosidad para llevar un careo, no sólo desde la superficie histórica y de la vida privada de estos dos escritores hispanoamericanos. Desde hace poco más de dos décadas, la obra del nacido en Cumaná en 1890, resultó todo un descubrimiento para los lectores no familiarizados con la literatura de la nación del Orinoco. En las dos orillas del castellano, el autor de Las formas del fuego es ahora una referencia capital para entender una aventura personalísima y solitaria que ya es “otra cosa”, muy distinta de la que los manuales denominan posmodernismo. Como López Velarde, el de Venezuela también nació bajo el signo de Géminis, estudio Leyes, trabajó como empleado público y se mantuvo soltero. Después de la publicación de Zozobra, el mexicano tuvo la perspectiva reunir una colección de prosas, incluso manifestó el título para ese volumen: El minutero. Si la obra del jerezano ha sido leída desde equívocos y limitaciones —poeta católico, vate nacional o canto de la provincia—, el cumanés también ha padecido lecturas reduccionistas. Anota Guillermo Sucre al respecto: “No deja de asombrar que sus textos hayan sido considerados simplemente como prosa.”8

Como en los textos prosísticos del mexicano, en los textos del venezolano hay también una exigencia de la escritura donde ritmo, sentido y visión forman una misma trama, urdida en un sistema de composición muy parecido al de la escritura poética. Pervive en ambos casos, para decirlo con palabras del crítico Sucre, “un tratamiento intenso del lenguaje”, más allá de que las piezas literarias en cuestión tengan una inclinación hacia el relato, el ensayo o la crónica. Me parece que sobre este punto, la crítica velardeana ha separado no sólo con una intención genérica su prosa y su poesía. Prueba de lo anterior es que ninguna antología de la poesía mexicana ha antologado, en la muestra de López Velarde, sus poema en prosa en compañía de sus poemas en verso.


Notas:
1. Sheridan, Un corazón adicto, 196.
2. Ibid., 197.
3. El colofón de Zozobra consigna que el libro se imprimió el 6 de diciembre de 1919 en la Imprenta Murguía.
4. Mallard, Alan-Paul, Letras Libres, 15 de junio de 2010. Artículo en la red: https://www.letraslibres.com/mexico-espana/poeta-en-zozobra (Revisado el 16 de enero de 2019).
5. Poesía de Ramón López Velarde, edición de Saúl Yurkievich, 1992, p. 28.
6. Ibid., 27.
7. Poemas escogidos de Ramón López Velarde, Estudio de Xavier Villaurrutia, Cvltura, México, 1935, p. 32. Esta misma introducción se repitió en el volumen antológico, El león y la virgen, que la Imprenta Universitaria publicaría en 1942 incorporando nuevas piezas líricas a la muestra.
8. Ramos Sucre, Obra poética, 11.


Adelanto del libro Un acueducto infinitesimal. Ramón López Velarde en la Ciudad de México 1912-1921 de próxima publicación bajo el sello de Calygramma, con el apoyo del apoyo del FONCA en su convocatoria 2018.

sábado, 13 de julio de 2019

Eduardo Lizalde en la Babel derruida

13/Julio/2019
El Cultural
Gabriel Bernal Granados

En 1966, después de haber entregado el original a la imprenta universitaria y tenido que esperar cuatro años, aparece con el sello de la UNAM Cada cosa es Babel, el libro de poemas con el cual empieza, por decirlo así, la andadura bibliográfica de Eduardo Lizalde en la historia de nuestra poesía. Se trata de un poema largo (67 páginas en su primera edición) que el poeta comenzó a escribir a finales de la década de 1950. Como el propio Lizalde lo ha reconocido varias veces, el poema era una respuesta a Muerte sin fin de Gorostiza; una respuesta contaminada de lecturas de Mallarmé, Valéry, Eliot y Saint-John Perse; es decir, poetas simbolistas por un lado y, por el otro, autores de poemas largos y devastadores, como La tierra baldía y Anábasis.
Decir que Lizalde tenía presente el poema de Gorostiza cuando comenzó a escribir Cada cosa es Babel es hablar, en primer término, de una ruptura con el periodo poeticista que marcó la juventud de su obra, y de la construcción, apresurada o precoz para algunos críticos, de un poema definitivo. El poema, en todo caso, señala un antes y un después en la obra de Lizalde. En sus versos —“Intenté también al principio que hubiera todas las formas y todos los metros clásicos (…)”—1 es posible rastrear, sin embargo, resabios del periodo poeticista y desde luego, formas, dicciones y dones en general que florecerían en la obra posterior de un Lizalde cada vez más dueño de sí. Cada cosa es Babel, a diferencia de El tigre en la casa (1970), considerado por la crítica como su obra maestra, es todavía un laboratorio, una fragua donde se cocina en peroles la sangre de un poeta en constante observación de sí mismo. Aquí, sin embargo, sangre debe leerse como lenguaje. A lo largo de sus cuatro secciones —un poema largo está hecho de incisiones que particularizan necesariamente su longitud—, Lizalde presta una atención minuciosa al comportamiento del lenguaje.
Si en Gorostiza existe la certidumbre y el aval de la forma en su sentido clásico —“En el rigor del vaso que la aclara, / el agua toma forma”—, en Lizalde esto se resuelve en un cuestionamiento. Porque en la poesía de Lizalde el lenguaje y la palabra son más que un motivo de sospecha o desencanto: son mutaciones, difíciles de aprehender en un sentido histórico concreto. La palabra es lo contrario de la quietud, y el vaso que la contiene debe estar preparado para la recepción de un continuo y ebullente géiser. Ése es el tema medular de su libro: las palabras cambian con el tiempo, se vuelven otras. Bañada por el cauce de un poema, una roca puede nombrar una cosa distinta de la roca sin perder su eficacia, su color, su dureza y en suma, su condición de roca. “El vaso y sus prejuicios de geómetra o frontera”, dice Lizalde en abierta alusión a su maestro, Gorostiza, “se caen como la sopa en su trayecto, / porque la cosa ilímite no es cosa terminada / sino chorro perpetuo sobre el vaso”. 2
La ruptura con la estética de Muerte sin fin también supuso una ruptura con los rigores heredados del poeticismo, a nivel de composición y forma; y a nivel temático inclusive (los temas de los poeticistas tendían a una megalomanía intelectual deformante). Lizalde rompe, a través de un poema extenso y ambicioso, con la tradición de la que provenía: el modernismo finisecular mexicano, y en el centro de sus preocupaciones coloca un hambre: hambre de encontrar en la palabra el sedimiento último de humanidad en el poema.

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“El hombre es lo que llena cada vaso. / Lo que colma”, escribe Lizalde en el tercer inciso de la primera parte de su poema; y después, como si estuviera acumulando las notas de una poética personal y apasionada, escribe:
El hombre es todo bordes sobre
[bordes.
El vino y el cristal.
Pura impureza purificadora,
impureza perfecta,
pura imperfección.
Al “cristal” de Gorostiza añade el vino, la nota procaz y turbadora que acompañará toda su poesía desde entonces.
En Cada cosa es Babel, Lizalde comienza a poner en práctica un procedimiento que habría de observar en poemas posteriores: rebajar la estructura impoluta y estéril del poema bien medido y bien rimado al reservorio democrático de “trastos, armatostes, triques y trebejos”: “los detritus, los trastos, pobres cosas / que sólo son materia degradada…”.
Lizalde, y esto es algo que lo aparta de los modernistas y en cierta medida lo aísla en el panorama de la poesía mexicana, explora desde entonces potencias del idioma que no se encuentran ni en Gorostiza ni en Cuesta y que aparecen a cuentagotas en Paz (la relación de Lizalde con Paz es distante, en el sentido de la prosodia, el lenguaje y el gusto en general). No me refiero solamente al uso de la procacidad o de la ofensa en el poema, sino a ese registro violento, a esa feralidad contenida que se encuentra en sus poemas más significativos. Él mismo acepta esto que podría pasar por una sensualidad degradada y exquisita: “La manzana procaz se paladea; / con nuevas lenguas lame / sus paraísos entrañables”. De los poetas del siglo XX mexicano, Lizalde es quien más recuerda a Baudelaire, por el poema consciente de sí mismo (“y por el lince, vitral, a contralince, / el propio espía se espía”) y por la estética de la inmundicia, elevada a la dimensión de lo sublime.

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En su Autobiografía de un fracaso (1982), un libro concebido para desmarcarse de su formación poeticista, Lizalde reunió una antología de sus poemas juveniles. Lo hizo, según confesión propia, como una forma de autoflagelación: una manera de reconocer públicamente el error de haber participado en el movimiento poeticista. Sin embargo, se antoja significativo el hecho de llamar la atención sobre un rastro de lo producido en aquel periodo.
Desde cierto ángulo, la autobiografía de Lizalde da la impresión de haber sido concebida como un pretexto para vestir de blanco estos poemas. Después de la publicación de Caza mayor en 1979, era indudable el hecho de que en la obra lizaldeana se encontraba una de las voces más significativas de la poesía mexicana de la segunda mitad del siglo XX, de modo que era quizás necesario, para el autor ya maduro y plenamente seguro de sí mismo, hacer un ajuste de cuentas con la prehistoria de su obra. Releyendo esos poemas, ahora que Lizalde se ha convertido en uno de los poetas vivos más importantes en español, sorprende caer en la cuenta de que esos poemas no eran tan malos como quiere hacernos creer, no sin malicia, el mismo Lizalde:
¿Tiene sentido publicar ahora —escribe en 1982—, como mero antecedente artístico personal, una magra recopilación de poemas gestados durante aquellas desesperadas faenas? No lo sé. Pero acaso me sirva, o sirva a otros, para dejar pista de las obsesiones descartadas por un grave enfermo de la literatura en un crítico periodo de formación juvenil.
Lizalde incluyó esos poemas en su Autobiografía de un fracaso porque se arrepentía de facto de su periodo poeticista, pero los poemas no dejaban de gustarle o parecerle al menos significativos, es decir, parte sustancial e irrenunciable de la génesis de sus empresas poéticas mayores. Evodio Escalante, autor de un libro sobre el poeticismo (La vanguardia extraviadaUNAM, 2003), no deja de considerar ese periodo en la obra de Lizalde, González Rojo y Montes de Oca, como un capricho intelectual muy depurado, que habría de derivar en obras de solidez incuestionable, como Cada cosa es Babel, de Lizalde, y en los libros de madurez de los otros dos poetas que conformaron esta célula poético-retórica casi clandestina. Sin embargo, y de forma paradójica, Escalante escribe sobre el poeticismo para la historia, ya que considera que ninguno de esos poemas podría sobrevivir a una criba rigurosa.
Caso por caso, sin embargo, y desoyendo las opiniones de sus futuros críticos, Lizalde consigna minuciosamente la fecha de publicación y la procedencia de cada poema poeticista que le parece indigno del olvido. La intención es evidente: el poeta se vuelve crítico e historiador de su  propia obra y rescata, a los ojos de una posteridad que desconoce por fuerza, puntos nodales, de factura o de concepto, en sus ejercicios de juventud que habrían de repercutir en sus poemas posteriores. Hay momentos sumamente débiles y groseros en los poemas juveniles de Lizalde, pero hay mometos espléndidos, que crean constraste con aquellos y prefiguran al gran poeta de la Babel derruida del lenguaje. Por ejemplo, este poema sin título (76-77), consignado entonces como inédito:
Tu forma no guardaba la hondura
[de las cosas
[…] o el estruendo de filos
de la vitrina alcanzada que
[se desmorona,
rota caída de agua que cesa
[de pronto
y se apiña en escombros
[geométricos de hielo,
o pesados, repentinos fósiles
[de agua.
(El tropo del agua, recurrente en Gorostiza y los demás miembros de Contemporáneos). El mejor Lizalde ya se encuentra contenido en esos tres últimos versos, aquel capaz de decir, por ejemplo: “Rosa, tema difícil / tema de la perfección redonda / de la belleza laminada” (Babel, 104).

IV

Ni siquiera los críticos más generosos de Lizalde se han atrevido a situar Cada cosa es Babel en la órbita de los mejores poemas largos que se han escrito en la tradición de la poesía mexicana moderna. Por una razón o por otra, lo colocan en una liga inferior a la que ocupan Gorostiza, Cuesta y Paz con Muerte sin finCanto a un dios mineral Piedra de sol. Marco Antonio Campos, por ejemplo, escribe en un ensayo de 1984 (“La flexibilidad del tigre”) que el poema le pareció, en una segunda lectura, “correcto y ambicioso”, pero fruto aún lastrado por la aventura poeticista de sus años de juventud; es decir, buen fruto pero deleznable al fin. Evodio Escalante comparte esa opinión cuando afirma, en su ensayo sobre Cada cosa es Babel (La vanguardia extraviadaop. cit., p. 62) que éste le parece el mejor de los poemas poeticistas, es decir, uno de talla menor, aún anclado a la época de formación en las obras de Lizalde, González Rojo y Montes de Oca.3
Es verdad que el poema señala el fin de un periodo y el comienzo de otro en la poesía de Lizalde, y acaso, asimismo, el fin de un periodo y el comienzo de otro en la historia de nuestra poesía. Pero ¿por qué es tan bueno y aun así no ocupa el mismo plano que los grandes poemas de Sor Juana, Gorostiza, Cuesta y Paz? Es verdad que el poema de Lizalde obedece a una estructura fragmentaria y que, cotejados por separado, cada uno de sus fragmentos le resta unidad al conjunto; también es innegable su dispersión, misma que abona contra la unidad identitaria del poema. Pero en su descargo podríamos decir que Cada cosa es Babel trata de la imperfección y el quebrantamiento de una fe que apuntaba a la equivalencia entre la cosa y la palabra. Palabra y cosa, dice Lizalde, están en movimiento constante, unas y otras incluso desaparecen con el paso del tiempo. En este mundo no hay fijeza ni certidumbre, sino desolación y tránsito. Lo que en su periodo poeticista llegó a constituirse en una fe casi religiosa o, si se quiere, una confianza ciega en la ideología política de izquierda, en Cada cosa es Babel esto mismo se resuelve en una pluralidad de significados y en un poema extenso de numerosas compuertas. Nadie nunca había filosofado con tanta visceralidad o tanta sangre; nadie nunca había dicho las cosas con tanta rabia o amargura. El poema de Lizalde no es perfecto como el de Gorostiza porque su tema es precisamente la imperfección, la lenta furia que anticipa al hecho de decir las cosas por su nombre, y la desolación que viene después de haber conseguido solamente avivar el rescoldo de una hoguera.


Notas
Marco Antonio Campos, La poesía de Eduardo Lizalde, Gobierno del Estado
de Puebla / Educación y Cultura, 2012, México, pp. 66-67.
2 Nueva memoria del tigreFCE, México, 1995, p. 89.
3 Cada cosa es Babel dialoga sin complejos con los poemas fundacionales de Sor Juana, Gorostiza, Cuesta y Paz; los apostrofa, los contradice, los interviene y constituye una plataforma que aprovecha Lizalde para deshacerse de su dogmatismo político de izquierda, liberando así la sustancia de su voz personal. Me cuesta ver en este poema una parte integrante aún del poeticismo, cuando lo que significa es una ruptura necesaria con él, envenenado de locura creativa y militancia política. Pero coincido con Escalante cuando observa en él una inflexión anterior a El tigre en la casa, que haría de Cada cosa es Babelparte de esa antología —no confeccionada aún— del poema extenso en la historia de la literatura mexicana contemporánea.

domingo, 16 de junio de 2019

José Agustín el eterno subversivo

15/Junio/2019
El Cultural
Carlos Velázquez

Veo en Facebook una foto que subió Jesús Ramírez Bermúdez de su padre, el escritor José Agustín (Acapulco, 1944), y me es imposible no relacionarlo con la figura de Johnny Cash en el video de la canción “Hurt”.
En la imagen aparece el maestro Agustín disfrutando de una Bohemia. La duplicación no es gratuita. En el video aparecen Cash con la salud bastante mermada y June Carter velando por su esposo. Lo primero que piensa uno es en Margarita, la esposa del escritor, quien lo custodia amorosamente desde que en 2009 sufriera una caída que lo alejó para siempre de la escritura.
Los últimos años de Johnny Cash se parecen mucho a lo que vive José Agustín en la actualidad, en cuanto a su estado de salud. Pasar de ser un actor a un simple espectador del mundo. Dedicarse por entero a la contemplación.
En el tintero, como suele decirse, quedó la inacabada novela La locura de Dios. Una trama que toma como modelo la historia de Job. No deja de resultar cabalístico que un simpatizante del diablo no haya podido concluir su obra sobre Dios. Pero más allá de este tipo de interpretaciones, la circunstancia por la que atraviesa el maestro no es otra que la misma balada que tocarán para cualquiera de nosotros en algún momento: la fragilidad de la existencia es una de las pocas certezas comprobables.
A diez años del accidente, su legado permanece como uno de los corpus más sólidos. Cronista, columnista, guionista, dramaturgo, novelista, cuentista e historiador, su obra introdujo una nueva manera de abordar la literatura en nuestro país y el continente. Fue uno de los primeros autores, al menos uno de los más visibles, en intentar darle carpetazo a la literatura del boom latinoamericano. Una apuesta bastante osada, tomando en cuenta el caudillismo que el boom representaba. Con todo el aparato editorial barcelonés como respaldo.
Como en el continente las corrientes marginales eran nulas, inexistentes o sucedían en un underground inaccesible, José Agustín no dudó en tender un puente con una tradición foránea. En este caso la gringa. A través de la literatura beat, de Salinger y Nabokov. Pero sobre todo del rock. En particular de Elvis Presley, Bob Dylan y los Rolling Stones. De una canción de Black Flag o una de los Beatles. La diferencia de Agustín con sus antecesores fue que en su obra había una impronta distinta, un ingrediente que no provenía de los clásicos ni de extemporáneo alguno, que no estaba en los libros, salió de la música: era la actitud.
EN UNA ÉPOCA en que la literatura se parecía demasiado entre sí (como ocurre en el presente), José Agustín se plantó en el panorama literario con actitud. Que no es otra cosa que una personalidad propia. Y el derecho a hacer de esa personalidad un rasgo de identidad intransferible. Y con este gesto se consolidó como un escritor incómodo para una tradición que no entendía lo que estaba ocurriendo en el mundo en cuanto a cambios sociales.
Y con su arrojo, Agustín fue más allá. Abrió la puerta para que varias generaciones de escritores marginales vinieran detrás de él a sumarse a su proyecto, al margen de la visión literaria que promovía el boom: el exotismo como una manera de ocultar la descomposición social y el resquebrajamiento de las instituciones. Fue el primero en llevar al gran público el uso de sustancias en la literatura. Algo que era impensable para la generación anterior. A partir de los ochenta las drogas y la sordidez penetraron con fuerza en la literatura mexicana porque la literatura ha estado siempre obligada a reflejar lo que ocurre en las calles. José Agustín dio el banderazo de salida.
En la actualidad nadie cuestiona la narco-novela, hemos dado por sentada la violencia, pero a finales de los sesenta en México, cuando irrumpió De perfil, la inclusión de drogas en una obra literaria la etiquetaba como no-literatura. Pero era la única forma de oponerse al boom. Un animal que se resiste a morir. Que tuvo su última encarnación en Roberto Bolaño. Casi nadie señala que Bolaño le robó a los libros de José Agustín el espíritu para crear su propia obra.
Qué otra cosa es Los detectives salvajes sino una versión fresa de Se está haciendo tarde. Ambas tramas están originadas en el viaje: el motor de On the Road de Jack Kerouac. La diferencia es que la novela de José Agustín posee una originalidad salida de la mente de su autor mientras que Los detectives salvajes es una copia mal hecha, por qué, porque Bolaño le extirpa a Agustín hasta a sus antagonistas. Es en los libros de Agustín donde se cuenta el odio de Parménides García Saldaña hacia Paz. Bolaño se basó en José Agustín y en Kerouac, pero nunca lo mencionó. En México Bolaño no tenía nada contra qué rebelarse.
La subversión alimenta toda la obra de José Agustín. Y es uno de los principios que ha regido su vida todos estos años. Es junto a Guillermo Fadanelli el último escritor maldito mexicano.

EL ESCRITOR FRENTE AL ESTADO

Durante años, el escritor tijuanense Heriberto Yépez, desde su columna en el suplemento Laberinto, se dedicó a atacar a la literatura mexicana y sus actores. De beneficiario del sistema que criticaba pasó a convertirse en un terrorista que declaraba que las letras nacionales hacía tiempo habían muerto. Según su opinión los programas de becas, los premios, los apoyos a la creación, las editoriales independientes y transnacionales, estaban empapados de corrupción. Una descomposición que se desprendía del PRI. Para Yépez, las prácticas del partido político que han regido el país durante más de setenta años eran las mismas con las que se dirigía (o se dirige) la clase literaria.
Su postura consiguió crear dos bandos. Unos fueron aquellos que lo secundaron. Y otros que simplemente lo tildaron de loco. Y aunque algunos de sus argumentos eran válidos (el escándalo por los millones que ha recibido Letras Libres por publicidad gubernamental es una prueba de que no estaba por completo chiflado) y otros francos disparates, puso sobre la mesa una cuestión crucial: ¿puede el escritor sobrevivir fuera del Estado?
Semana a semana, desde su espacio en Milenio (del que sería despedido) y después desde su blog y su cuenta de Twitter, se dedicó incansablemente a despotricar en contra de todo el aparato literario mexicano. Casi nadie salió ileso.
La inmolación del tijuanense ganó adeptos. Pero mientras el militante ganaba fuerza el escritor comenzó a morir. Además otra cosa sucedía por debajo del agua. La prosa de Yépez, que nunca fue una de sus distinciones, comenzó a desdibujarse. A tal grado que existen diferencias de sintaxis abrumadoras entre sus textos. Lo cual introduce la teoría de una segunda pluma. Sí, un segundo asesino, como en el caso Colosio, al que le dedicó una novela: Aburto. Uno como lector no puede sino pensar que hay un segundo autor. Que muchos de los últimos textos están firmados por otra persona. De aquel Yépez taquigráfico (que a veces sabe usar los puntos y las comas y a veces no) al que le escribe cartas sentimentales a Domínguez Michael media un abismo.
Pero justo cuando Yépez está en su momento más alto como kamikaze de la resistencia le da un giro radical a su discurso. Vuelve al redil. Pide la beca del Sistema Nacional de Creadores y corta todo contacto con internet. Que un autor reciba apoyo institucional no le exime de criticar al gobierno. De acuerdo. Pero esa no era la tesis de Yépez. Su reingreso al mundo de los muertos le demostró a sí mismo lo que tanto ansiaba demostrar: que el escritor puede vivir fuera del Estado. No, no se puede. Yépez no lo consiguió.
PERO EXISTEN AUTORES que sí lograron lo que Yépez tanto soñaba. Y uno de ellos fue (es) José Agustín, que a los veintiséis años fue detenido con una lata con mariguana y llevado a la cárcel de Lecumberri. El episodio está consignado en El rock de la cárcel, uno de los antecedentes más importantes de lo que después sería la no-ficción en México. En aquella época bastaba abrir cualquier camión de tomates para toparte con pacas y pacas de mota. Lo que ocurrió con el encierro de Agustín hoy resulta impensable: muestra cómo el Estado vuelca todo su poder sobre un escritor.
Han pasado más de treinta años desde aquel episodio. Fue liberado en 1971. Y en estos días en que la legalización de la mariguana es inminente, incluso en nuestro país, es hora que el Estado no ofrece una disculpa por el atropello que le infligió a uno de nuestros mejores escritores. Quien tampoco la va a pedir, por supuesto. Pero en un país donde todos los días la ley pasa por encima de sus ciudadanos me parece que al menos debería haber una deferencia, una reparación simbólica, aunque no sirva de nada, por el trago amargo que le hicieron pasar.
Desde el incidente con la ley José Agustín tuvo la certeza incontestable de que el Estado era su enemigo. Que lo mejor era mantenerse alejado de las instituciones. Y consiguió lo que parece imposible en el presente: consagrar una carrera literaria lejos del influjo del poder. Y por supuesto sin renunciar a la crítica. Ejercida ésta en su obra. En Cerca del fuego, en Dos horas de sol, etcétera. Pero sin caer nunca en la militancia al estilo Yépez. Y sin hacer concesiones ni cometer errores. A José Agustín no lo veremos en fotos con personajes políticos de la época. No aparece en esa famosa postal en la que comparten cámara Poniatowska, Monsiváis, García Márquez y compañía con Carlos Salinas de Gortari. José Agustín se mantuvo al margen. Mientras dejaba el proselitismo de lado se dedicó a crear una obra sólida. Que reflejaba el verdadero México, ese que no aparece en las fotos de los famosos.
Ninguno de los libros de Agustín contiene la leyenda de que ha sido escrito con el apoyo del Estado. Lo que seguro lo hace sentir orgulloso. Mantuvo la congruencia pese a percatarse de la tajada que se llevaba tal o cual autor, el puesto de éste o del otro. Con su ingreso en Lecumberri sufrió la expulsión del Estado. No iba a aparecer en un programa de Televisa junto a Paz. Y aceptó su destino. Se quedó con su aura de marginado, que no de marginal, y sacó adelante a su familia sin practicar el deporte nacional por excelencia: la transa. No te vas a sentar a la mesa con tu verdugo. No vas a pedirle un favor a tu victimario. En su lugar José Agustín se dedicó a su hedonismo. Para ser honesto hay que vivir fuera de la ley, dijo  Bob Dylan. Para escribir su obra José Agustín tuvo que darle la espalda al Estado que lo enjauló por considerarlo peligroso debido a su manera de pensar. A diferencia del militante actual que actúa desde la trinchera del wifi, él se fue en 1961 a Cuba a alfabetizar. Eso a los ojos del Estado lo convertía en subversivo.
José Agustín es la prueba viviente de que se puede existir sin depender del Estado. Algo que las nuevas generaciones de escritores no hemos logrado.

GIMME DANGER, LITTLE STRANGER

En 2012 gané el concurso de testimonio Carlos Montemayor y viajé a la Ciudad de México para la premiación en el mismísimo Palacio de Bellas Artes. Pero el verdadero premio fue saludar al maestro José Agustín. Yo ignoraba que se encontraba en el recinto. El INBAhabía decidido premiarlo en reconocimiento a su obra. Trayectoria que pese a ser galardonada con el Premio Nacional de Ciencias y Artes todavía no ha sido lo suficientemente reconocida por las razones de eterna subversión que la permean.
Los ganadores pasamos al escenario de uno en uno y al final se anunció al maestro Agustín que subió  a recibir la deferencia. Al parecer la ceremonia había durado demasiado poco y se decidió que los ganadores teníamos que dar unas breves palabras, por lo que volvimos a ascender las escaleras. Cuando me tocó mi turno la única persona con la que me sentía en deuda era con el autor de De perfil. Mis palabras más o menos textuales fueron: Dedico este premio al maestro José Agustín porque gracias a sus libros estoy aquí. Y luego fui a darle un abrazo. La ceremonia terminó pero no me quedé al brindis. Salí a la noche chilanga a ver quién me cambiaba el cheque para comprar cocaína.
Encontrarme con el maestro me produjo una regresión. A partir de esa noche y hasta el momento en que escribo este texto no existe un solo día que no haya pensado en José Agustín. Cada vez que publico un libro, en la ronda de entrevistas (o uno de mis lectores se acerca de vez en cuando) me preguntan cómo es que comencé a escribir. Y he dado respuestas de todo tipo. Desde glamurosas hasta francamente pendejas. Honestamente no lo sé. Pero esa noche en Bellas Artes me hizo recordar el fuego primigenio que sentí cuando leí por primera vez a José Agustín. Y cada vez crece más en mí la sensación de que aquel día que cayó en mis manos la máquina de escribir que un amigo me regaló, comencé a escribir cuentos no porque quisiera ser escritor sino con el único objetivo de dialogar con La tumba y con De perfil.

Mi paso por la lectura era incipiente. Había leído volúmenes considerados obras maestras que no conseguían producir efecto alguno en mí. Pero cuando cayó en mis manos el primer libro de José Agustín sentí que estaba delinquiendo. Me resultaba un acto peligroso adentrarme en aquellas páginas. Y eso me sedujo como me imagino seduce un arma larga a un aprendiz de sicario. Y fue por eso mismo que no me involucré en el crimen organizado. Yo ya había encontrado mi arma.
Sus libros me inyectaron ese mismo sentimiento que comparten las clases oprimidas por el Estado. Si el sicario admira al capo porque es el único que puede burlar la ley, yo apreciaba a José Agustín por razones parecidas. Porque era muy fácil aspirar a ser un miembro más de la República de las Letras. Lo difícil era ser uno mismo. Abrazar la música y las drogas a partir de la literatura.
No recuerdo quién puso el primer libro de Agustín en mis manos. Pudo ser cualquiera. Estaba destinado. Todos los que formamos parte de la generación de los años setenta lo tenemos en nuestro horizonte literario. Algunos más que otros. Y los escritores que más me interesan, de mi generación o de otra cercana, han estado influenciados directa o indirectamente por José Agustín.
MÁS DE VEINTE AÑOS después de mi primer acercamiento sentí la necesidad de retomar el diálogo. Una idea que nunca ha abandonado mi cabeza es qué ocurre después de la frase con que José Agustín cierra una de sus novelas más emblemáticas: “Yo creo que mejor nos regresamos. Se está haciendo tarde”. Encuentro en esta frase un reto. Y la necesidad de retomarla para darle continuidad a una tradición que la literatura mexicana no considera por completo suya. Al tender puentes con otras tradiciones José Agustín no resultó un autor tan canónico como Fuentes, por ejemplo.
Desde hace unos años estoy metido en una bronca con una novela sobre el desierto y recién me doy cuenta de que ese texto no es otra cosa que mi intento por saber qué ocurre después de Se está haciendo tarde (final en laguna). Esa historia que tengo en una edición de Joaquín Mortiz que cuando me la robé de la Librería de Cristal me pareció la cosa más extraña del universo. Una trama que estaba lo más alejada de mí como habitante del desierto. Pero apenas abrí sus páginas fue como un viaje de LSD. Yo estaba acostumbrado a que la literatura se apoyara sólo en referentes bibliográficos. Pero que este libro tuviera un epígrafe de una banda de rock fue lisérgico.
Hace unos días circuló en redes la noticia de que José Agustín sufrió otra caída y que por el momento no podía caminar. Creo que el enigma de qué ocurre después de Se está haciendo tarde permanecerá indescifrado. A lo mejor la respuesta estaba en La locura de Dios. O no.
En mi librero descansa un tríptico de fotografías firmado por el maestro. Dice: “Para mi cuate Carlos con el cariño de su cuate José Agustín Ramírez”. Las fotos son de Sergio Toledano. Y en una de ellas aparece pintando güevos. Y es así como lo voy a recordar siempre. Pintándole güevos a todo, al poder del Estado y al lenguaje.
CUENTOS COMPLETOS (1968-2002)
El nombre de José Agustín no es de los primeros que sale a relucir cuando se hace el inventario de los cuentistas mexicanos. Los éxitos de sus novelas sitúan a sus relatos en un segundo plano. Sin embargo es un cuentista de primer orden. Uno de los mejores de nuestro panorama. Y como cuentista choncho, en 2002 decidió reunir todas sus historias cortas en un solo volumen.
El grueso de su obra cuentística, casi cuatrocientas páginas, se concentra en tres libros. El más importante es Inventando que sueño (1968), texto experimental donde el autor juega con la forma de modo apantallante. Se reveló como un renovador. No por nada fue alumno de Juan José Arreola, el maestro jalisciense del género. En este volumen se incluye “Cuál es la onda”. La historia de una pareja de chavos que transitan de motel en motel de la Ciudad de México.
Literatura de la Onda fue el epítome con el que Margo Glanz etiquetó a un grupo de escritores del que José Agustín era un protagonista. Siempre rechazó la categoría, y como una burla (está implícita en el título) escribió este relato por cómo era percibido por la crítica. Y aunque este cuento es considerado por muchos su cumbre como cuentista, tiene otra joya.
Compactado en dos páginas y media, “Me encanta el infierno” es una pieza maestra de la narrativa breve. Cuenta el intento de seducción del Pellejo, un personaje srnoso, hacia el licenciado en una diminuta prisión. Una caricaturización del sistema político mexicano.
CERCA DEL FUEGO (1986)
Tengo una imagen fija en la memoria que recuerdo cada tanto. Era una tarde de 1996 y yo estaba trepado en un camión. La ruta se detuvo en el semáforo de Cuauhtémoc y Calle 13 en Torreón. Levanté la vista del libro que estaba leyendo y sufrí una revelación. Lo que le ocurría al personaje bien podría sucederle en aquella misma esquina. El libro era Cerca del fuego. En la edición de Joaquín Mortíz, con la ilustración de Augusto Ramírez en la portada, una especie de venus con un aro de fuego.
Todavía faltaba un año para que Radiohead sacara el OK Computer. Todavía faltaban ocho años para que publicara mi primer libro. Y desde entonces no he vuelto a experimentar la misma sensación con otro libro o autor, sin importar qué tanto me haya influenciado. Cerca del fuego fue importante para mí porque me ayudó a conocer ese México que había empezado a mutar desde el año crucial de 1994.
La trama de la novela trata precisamente de eso. De cómo este país sufre una amnesia sexenal y de cómo cada seis años comete los mismos errores que lo tienen sumido en la precariedad. Un efecto que no se ha revertido, que sigue ocurriendo en el presente, no importa el partido que nos gobierne.
DE PERFIL (1966)
Si bien con La tumba José Agustín y hizo su ingreso por la puerta grande a la literatura mexicana, con De perfil consiguió la pronta consagración. Hoy en día es bastante sencillo que un joven escritor sea publicado y leído. Pero en 1966 José Agustín fue visto como un intruso que no había sido invitado a la fiesta. Para estar en ese lugar era necesario un talento de otro planeta y José Agustín lo tenía.
De perfil es la novela iniciática mexicana por excelencia. En La tumba el autor había usado algunos pasajes de su vida como materia literaria, pero con su segunda novela se entregó a la ficción sin reservas. De perfil es una catedral narrativa perfecta. Nadie puede escribir una obra de esas dimensiones a los veinte años a menos que sea un genio. Y José Agustín lo era.
Para muchos De perfil se convirtió en nuestro libro de texto. Era en la literatura de Agustín donde el lenguaje se estaba transformando. Aprendía uno más en sus páginas que en la escuela. Y cuál era la enseñanza: una nueva manera de esgrimir la lengua. Algo que no conseguía Carlos Fuentes. El canon literario no conectaba más con los lectores jóvenes. Tuvo que venir un rockero a marcar el ritmo de los acontecimientos.
SE ESTÁ HACIENDO TARDE (1973)
Para algunos la última gran novela mexicana del siglo XXSe está haciendo tarde es un salto al vacío. Una introspección a la tan herida psique nacional. Un texto que las nuevas generaciones de escritores no hemos conseguido superar. Cuya trascendencia nos sigue rebasando.
Ese mismo salto lo hemos dado todos sus lectores durante varias décadas. Años que hemos festejado con júbilo el placer y la compañía de su obra. Y lo seguiremos haciendo por mucho tiempo. Gracias, maestro, ha sido un gran viaje.