El Cultural
Carlos Velázquez
Veo en Facebook una foto que subió Jesús Ramírez Bermúdez de su padre, el escritor José Agustín (Acapulco, 1944), y me es imposible no relacionarlo con la figura de Johnny Cash en el video de la canción “Hurt”.
En la imagen aparece el maestro Agustín disfrutando de una Bohemia. La duplicación no es gratuita. En el video aparecen Cash con la salud bastante mermada y June Carter velando por su esposo. Lo primero que piensa uno es en Margarita, la esposa del escritor, quien lo custodia amorosamente desde que en 2009 sufriera una caída que lo alejó para siempre de la escritura.
Los últimos años de Johnny Cash se parecen mucho a lo que vive José Agustín en la actualidad, en cuanto a su estado de salud. Pasar de ser un actor a un simple espectador del mundo. Dedicarse por entero a la contemplación.
En el tintero, como suele decirse, quedó la inacabada novela La locura de Dios. Una trama que toma como modelo la historia de Job. No deja de resultar cabalístico que un simpatizante del diablo no haya podido concluir su obra sobre Dios. Pero más allá de este tipo de interpretaciones, la circunstancia por la que atraviesa el maestro no es otra que la misma balada que tocarán para cualquiera de nosotros en algún momento: la fragilidad de la existencia es una de las pocas certezas comprobables.
A diez años del accidente, su legado permanece como uno de los corpus más sólidos. Cronista, columnista, guionista, dramaturgo, novelista, cuentista e historiador, su obra introdujo una nueva manera de abordar la literatura en nuestro país y el continente. Fue uno de los primeros autores, al menos uno de los más visibles, en intentar darle carpetazo a la literatura del boom latinoamericano. Una apuesta bastante osada, tomando en cuenta el caudillismo que el boom representaba. Con todo el aparato editorial barcelonés como respaldo.
Como en el continente las corrientes marginales eran nulas, inexistentes o sucedían en un underground inaccesible, José Agustín no dudó en tender un puente con una tradición foránea. En este caso la gringa. A través de la literatura beat, de Salinger y Nabokov. Pero sobre todo del rock. En particular de Elvis Presley, Bob Dylan y los Rolling Stones. De una canción de Black Flag o una de los Beatles. La diferencia de Agustín con sus antecesores fue que en su obra había una impronta distinta, un ingrediente que no provenía de los clásicos ni de extemporáneo alguno, que no estaba en los libros, salió de la música: era la actitud.
EN UNA ÉPOCA en que la literatura se parecía demasiado entre sí (como ocurre en el presente), José Agustín se plantó en el panorama literario con actitud. Que no es otra cosa que una personalidad propia. Y el derecho a hacer de esa personalidad un rasgo de identidad intransferible. Y con este gesto se consolidó como un escritor incómodo para una tradición que no entendía lo que estaba ocurriendo en el mundo en cuanto a cambios sociales.
Y con su arrojo, Agustín fue más allá. Abrió la puerta para que varias generaciones de escritores marginales vinieran detrás de él a sumarse a su proyecto, al margen de la visión literaria que promovía el boom: el exotismo como una manera de ocultar la descomposición social y el resquebrajamiento de las instituciones. Fue el primero en llevar al gran público el uso de sustancias en la literatura. Algo que era impensable para la generación anterior. A partir de los ochenta las drogas y la sordidez penetraron con fuerza en la literatura mexicana porque la literatura ha estado siempre obligada a reflejar lo que ocurre en las calles. José Agustín dio el banderazo de salida.
En la actualidad nadie cuestiona la narco-novela, hemos dado por sentada la violencia, pero a finales de los sesenta en México, cuando irrumpió De perfil, la inclusión de drogas en una obra literaria la etiquetaba como no-literatura. Pero era la única forma de oponerse al boom. Un animal que se resiste a morir. Que tuvo su última encarnación en Roberto Bolaño. Casi nadie señala que Bolaño le robó a los libros de José Agustín el espíritu para crear su propia obra.
Qué otra cosa es Los detectives salvajes sino una versión fresa de Se está haciendo tarde. Ambas tramas están originadas en el viaje: el motor de On the Road de Jack Kerouac. La diferencia es que la novela de José Agustín posee una originalidad salida de la mente de su autor mientras que Los detectives salvajes es una copia mal hecha, por qué, porque Bolaño le extirpa a Agustín hasta a sus antagonistas. Es en los libros de Agustín donde se cuenta el odio de Parménides García Saldaña hacia Paz. Bolaño se basó en José Agustín y en Kerouac, pero nunca lo mencionó. En México Bolaño no tenía nada contra qué rebelarse.
La subversión alimenta toda la obra de José Agustín. Y es uno de los principios que ha regido su vida todos estos años. Es junto a Guillermo Fadanelli el último escritor maldito mexicano.
EL ESCRITOR FRENTE AL ESTADO
Durante años, el escritor tijuanense Heriberto Yépez, desde su columna en el suplemento Laberinto, se dedicó a atacar a la literatura mexicana y sus actores. De beneficiario del sistema que criticaba pasó a convertirse en un terrorista que declaraba que las letras nacionales hacía tiempo habían muerto. Según su opinión los programas de becas, los premios, los apoyos a la creación, las editoriales independientes y transnacionales, estaban empapados de corrupción. Una descomposición que se desprendía del PRI. Para Yépez, las prácticas del partido político que han regido el país durante más de setenta años eran las mismas con las que se dirigía (o se dirige) la clase literaria.
Su postura consiguió crear dos bandos. Unos fueron aquellos que lo secundaron. Y otros que simplemente lo tildaron de loco. Y aunque algunos de sus argumentos eran válidos (el escándalo por los millones que ha recibido Letras Libres por publicidad gubernamental es una prueba de que no estaba por completo chiflado) y otros francos disparates, puso sobre la mesa una cuestión crucial: ¿puede el escritor sobrevivir fuera del Estado?
Semana a semana, desde su espacio en Milenio (del que sería despedido) y después desde su blog y su cuenta de Twitter, se dedicó incansablemente a despotricar en contra de todo el aparato literario mexicano. Casi nadie salió ileso.
La inmolación del tijuanense ganó adeptos. Pero mientras el militante ganaba fuerza el escritor comenzó a morir. Además otra cosa sucedía por debajo del agua. La prosa de Yépez, que nunca fue una de sus distinciones, comenzó a desdibujarse. A tal grado que existen diferencias de sintaxis abrumadoras entre sus textos. Lo cual introduce la teoría de una segunda pluma. Sí, un segundo asesino, como en el caso Colosio, al que le dedicó una novela: Aburto. Uno como lector no puede sino pensar que hay un segundo autor. Que muchos de los últimos textos están firmados por otra persona. De aquel Yépez taquigráfico (que a veces sabe usar los puntos y las comas y a veces no) al que le escribe cartas sentimentales a Domínguez Michael media un abismo.
Pero justo cuando Yépez está en su momento más alto como kamikaze de la resistencia le da un giro radical a su discurso. Vuelve al redil. Pide la beca del Sistema Nacional de Creadores y corta todo contacto con internet. Que un autor reciba apoyo institucional no le exime de criticar al gobierno. De acuerdo. Pero esa no era la tesis de Yépez. Su reingreso al mundo de los muertos le demostró a sí mismo lo que tanto ansiaba demostrar: que el escritor puede vivir fuera del Estado. No, no se puede. Yépez no lo consiguió.
PERO EXISTEN AUTORES que sí lograron lo que Yépez tanto soñaba. Y uno de ellos fue (es) José Agustín, que a los veintiséis años fue detenido con una lata con mariguana y llevado a la cárcel de Lecumberri. El episodio está consignado en El rock de la cárcel, uno de los antecedentes más importantes de lo que después sería la no-ficción en México. En aquella época bastaba abrir cualquier camión de tomates para toparte con pacas y pacas de mota. Lo que ocurrió con el encierro de Agustín hoy resulta impensable: muestra cómo el Estado vuelca todo su poder sobre un escritor.
Han pasado más de treinta años desde aquel episodio. Fue liberado en 1971. Y en estos días en que la legalización de la mariguana es inminente, incluso en nuestro país, es hora que el Estado no ofrece una disculpa por el atropello que le infligió a uno de nuestros mejores escritores. Quien tampoco la va a pedir, por supuesto. Pero en un país donde todos los días la ley pasa por encima de sus ciudadanos me parece que al menos debería haber una deferencia, una reparación simbólica, aunque no sirva de nada, por el trago amargo que le hicieron pasar.
Desde el incidente con la ley José Agustín tuvo la certeza incontestable de que el Estado era su enemigo. Que lo mejor era mantenerse alejado de las instituciones. Y consiguió lo que parece imposible en el presente: consagrar una carrera literaria lejos del influjo del poder. Y por supuesto sin renunciar a la crítica. Ejercida ésta en su obra. En Cerca del fuego, en Dos horas de sol, etcétera. Pero sin caer nunca en la militancia al estilo Yépez. Y sin hacer concesiones ni cometer errores. A José Agustín no lo veremos en fotos con personajes políticos de la época. No aparece en esa famosa postal en la que comparten cámara Poniatowska, Monsiváis, García Márquez y compañía con Carlos Salinas de Gortari. José Agustín se mantuvo al margen. Mientras dejaba el proselitismo de lado se dedicó a crear una obra sólida. Que reflejaba el verdadero México, ese que no aparece en las fotos de los famosos.
Ninguno de los libros de Agustín contiene la leyenda de que ha sido escrito con el apoyo del Estado. Lo que seguro lo hace sentir orgulloso. Mantuvo la congruencia pese a percatarse de la tajada que se llevaba tal o cual autor, el puesto de éste o del otro. Con su ingreso en Lecumberri sufrió la expulsión del Estado. No iba a aparecer en un programa de Televisa junto a Paz. Y aceptó su destino. Se quedó con su aura de marginado, que no de marginal, y sacó adelante a su familia sin practicar el deporte nacional por excelencia: la transa. No te vas a sentar a la mesa con tu verdugo. No vas a pedirle un favor a tu victimario. En su lugar José Agustín se dedicó a su hedonismo. Para ser honesto hay que vivir fuera de la ley, dijo Bob Dylan. Para escribir su obra José Agustín tuvo que darle la espalda al Estado que lo enjauló por considerarlo peligroso debido a su manera de pensar. A diferencia del militante actual que actúa desde la trinchera del wifi, él se fue en 1961 a Cuba a alfabetizar. Eso a los ojos del Estado lo convertía en subversivo.
José Agustín es la prueba viviente de que se puede existir sin depender del Estado. Algo que las nuevas generaciones de escritores no hemos logrado.
GIMME DANGER, LITTLE STRANGER
En 2012 gané el concurso de testimonio Carlos Montemayor y viajé a la Ciudad de México para la premiación en el mismísimo Palacio de Bellas Artes. Pero el verdadero premio fue saludar al maestro José Agustín. Yo ignoraba que se encontraba en el recinto. El INBAhabía decidido premiarlo en reconocimiento a su obra. Trayectoria que pese a ser galardonada con el Premio Nacional de Ciencias y Artes todavía no ha sido lo suficientemente reconocida por las razones de eterna subversión que la permean.
Los ganadores pasamos al escenario de uno en uno y al final se anunció al maestro Agustín que subió a recibir la deferencia. Al parecer la ceremonia había durado demasiado poco y se decidió que los ganadores teníamos que dar unas breves palabras, por lo que volvimos a ascender las escaleras. Cuando me tocó mi turno la única persona con la que me sentía en deuda era con el autor de De perfil. Mis palabras más o menos textuales fueron: Dedico este premio al maestro José Agustín porque gracias a sus libros estoy aquí. Y luego fui a darle un abrazo. La ceremonia terminó pero no me quedé al brindis. Salí a la noche chilanga a ver quién me cambiaba el cheque para comprar cocaína.
Encontrarme con el maestro me produjo una regresión. A partir de esa noche y hasta el momento en que escribo este texto no existe un solo día que no haya pensado en José Agustín. Cada vez que publico un libro, en la ronda de entrevistas (o uno de mis lectores se acerca de vez en cuando) me preguntan cómo es que comencé a escribir. Y he dado respuestas de todo tipo. Desde glamurosas hasta francamente pendejas. Honestamente no lo sé. Pero esa noche en Bellas Artes me hizo recordar el fuego primigenio que sentí cuando leí por primera vez a José Agustín. Y cada vez crece más en mí la sensación de que aquel día que cayó en mis manos la máquina de escribir que un amigo me regaló, comencé a escribir cuentos no porque quisiera ser escritor sino con el único objetivo de dialogar con La tumba y con De perfil.
Mi paso por la lectura era incipiente. Había leído volúmenes considerados obras maestras que no conseguían producir efecto alguno en mí. Pero cuando cayó en mis manos el primer libro de José Agustín sentí que estaba delinquiendo. Me resultaba un acto peligroso adentrarme en aquellas páginas. Y eso me sedujo como me imagino seduce un arma larga a un aprendiz de sicario. Y fue por eso mismo que no me involucré en el crimen organizado. Yo ya había encontrado mi arma.
Sus libros me inyectaron ese mismo sentimiento que comparten las clases oprimidas por el Estado. Si el sicario admira al capo porque es el único que puede burlar la ley, yo apreciaba a José Agustín por razones parecidas. Porque era muy fácil aspirar a ser un miembro más de la República de las Letras. Lo difícil era ser uno mismo. Abrazar la música y las drogas a partir de la literatura.
No recuerdo quién puso el primer libro de Agustín en mis manos. Pudo ser cualquiera. Estaba destinado. Todos los que formamos parte de la generación de los años setenta lo tenemos en nuestro horizonte literario. Algunos más que otros. Y los escritores que más me interesan, de mi generación o de otra cercana, han estado influenciados directa o indirectamente por José Agustín.
MÁS DE VEINTE AÑOS después de mi primer acercamiento sentí la necesidad de retomar el diálogo. Una idea que nunca ha abandonado mi cabeza es qué ocurre después de la frase con que José Agustín cierra una de sus novelas más emblemáticas: “Yo creo que mejor nos regresamos. Se está haciendo tarde”. Encuentro en esta frase un reto. Y la necesidad de retomarla para darle continuidad a una tradición que la literatura mexicana no considera por completo suya. Al tender puentes con otras tradiciones José Agustín no resultó un autor tan canónico como Fuentes, por ejemplo.
Desde hace unos años estoy metido en una bronca con una novela sobre el desierto y recién me doy cuenta de que ese texto no es otra cosa que mi intento por saber qué ocurre después de Se está haciendo tarde (final en laguna). Esa historia que tengo en una edición de Joaquín Mortiz que cuando me la robé de la Librería de Cristal me pareció la cosa más extraña del universo. Una trama que estaba lo más alejada de mí como habitante del desierto. Pero apenas abrí sus páginas fue como un viaje de LSD. Yo estaba acostumbrado a que la literatura se apoyara sólo en referentes bibliográficos. Pero que este libro tuviera un epígrafe de una banda de rock fue lisérgico.
Hace unos días circuló en redes la noticia de que José Agustín sufrió otra caída y que por el momento no podía caminar. Creo que el enigma de qué ocurre después de Se está haciendo tarde permanecerá indescifrado. A lo mejor la respuesta estaba en La locura de Dios. O no.
En mi librero descansa un tríptico de fotografías firmado por el maestro. Dice: “Para mi cuate Carlos con el cariño de su cuate José Agustín Ramírez”. Las fotos son de Sergio Toledano. Y en una de ellas aparece pintando güevos. Y es así como lo voy a recordar siempre. Pintándole güevos a todo, al poder del Estado y al lenguaje.
CUENTOS COMPLETOS (1968-2002)
El nombre de José Agustín no es de los primeros que sale a relucir cuando se hace el inventario de los cuentistas mexicanos. Los éxitos de sus novelas sitúan a sus relatos en un segundo plano. Sin embargo es un cuentista de primer orden. Uno de los mejores de nuestro panorama. Y como cuentista choncho, en 2002 decidió reunir todas sus historias cortas en un solo volumen.
El grueso de su obra cuentística, casi cuatrocientas páginas, se concentra en tres libros. El más importante es Inventando que sueño (1968), texto experimental donde el autor juega con la forma de modo apantallante. Se reveló como un renovador. No por nada fue alumno de Juan José Arreola, el maestro jalisciense del género. En este volumen se incluye “Cuál es la onda”. La historia de una pareja de chavos que transitan de motel en motel de la Ciudad de México.
Literatura de la Onda fue el epítome con el que Margo Glanz etiquetó a un grupo de escritores del que José Agustín era un protagonista. Siempre rechazó la categoría, y como una burla (está implícita en el título) escribió este relato por cómo era percibido por la crítica. Y aunque este cuento es considerado por muchos su cumbre como cuentista, tiene otra joya.
Compactado en dos páginas y media, “Me encanta el infierno” es una pieza maestra de la narrativa breve. Cuenta el intento de seducción del Pellejo, un personaje srnoso, hacia el licenciado en una diminuta prisión. Una caricaturización del sistema político mexicano.
CERCA DEL FUEGO (1986)
Tengo una imagen fija en la memoria que recuerdo cada tanto. Era una tarde de 1996 y yo estaba trepado en un camión. La ruta se detuvo en el semáforo de Cuauhtémoc y Calle 13 en Torreón. Levanté la vista del libro que estaba leyendo y sufrí una revelación. Lo que le ocurría al personaje bien podría sucederle en aquella misma esquina. El libro era Cerca del fuego. En la edición de Joaquín Mortíz, con la ilustración de Augusto Ramírez en la portada, una especie de venus con un aro de fuego.
Todavía faltaba un año para que Radiohead sacara el OK Computer. Todavía faltaban ocho años para que publicara mi primer libro. Y desde entonces no he vuelto a experimentar la misma sensación con otro libro o autor, sin importar qué tanto me haya influenciado. Cerca del fuego fue importante para mí porque me ayudó a conocer ese México que había empezado a mutar desde el año crucial de 1994.
La trama de la novela trata precisamente de eso. De cómo este país sufre una amnesia sexenal y de cómo cada seis años comete los mismos errores que lo tienen sumido en la precariedad. Un efecto que no se ha revertido, que sigue ocurriendo en el presente, no importa el partido que nos gobierne.
DE PERFIL (1966)
Si bien con La tumba José Agustín y hizo su ingreso por la puerta grande a la literatura mexicana, con De perfil consiguió la pronta consagración. Hoy en día es bastante sencillo que un joven escritor sea publicado y leído. Pero en 1966 José Agustín fue visto como un intruso que no había sido invitado a la fiesta. Para estar en ese lugar era necesario un talento de otro planeta y José Agustín lo tenía.
De perfil es la novela iniciática mexicana por excelencia. En La tumba el autor había usado algunos pasajes de su vida como materia literaria, pero con su segunda novela se entregó a la ficción sin reservas. De perfil es una catedral narrativa perfecta. Nadie puede escribir una obra de esas dimensiones a los veinte años a menos que sea un genio. Y José Agustín lo era.
Para muchos De perfil se convirtió en nuestro libro de texto. Era en la literatura de Agustín donde el lenguaje se estaba transformando. Aprendía uno más en sus páginas que en la escuela. Y cuál era la enseñanza: una nueva manera de esgrimir la lengua. Algo que no conseguía Carlos Fuentes. El canon literario no conectaba más con los lectores jóvenes. Tuvo que venir un rockero a marcar el ritmo de los acontecimientos.
SE ESTÁ HACIENDO TARDE (1973)
Para algunos la última gran novela mexicana del siglo XX, Se está haciendo tarde es un salto al vacío. Una introspección a la tan herida psique nacional. Un texto que las nuevas generaciones de escritores no hemos conseguido superar. Cuya trascendencia nos sigue rebasando.
Ese mismo salto lo hemos dado todos sus lectores durante varias décadas. Años que hemos festejado con júbilo el placer y la compañía de su obra. Y lo seguiremos haciendo por mucho tiempo. Gracias, maestro, ha sido un gran viaje.
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