El Cultural
Gabriel Bernal Granados
En 1966, después de haber entregado el original a la imprenta universitaria y tenido que esperar cuatro años, aparece con el sello de la UNAM Cada cosa es Babel, el libro de poemas con el cual empieza, por decirlo así, la andadura bibliográfica de Eduardo Lizalde en la historia de nuestra poesía. Se trata de un poema largo (67 páginas en su primera edición) que el poeta comenzó a escribir a finales de la década de 1950. Como el propio Lizalde lo ha reconocido varias veces, el poema era una respuesta a Muerte sin fin de Gorostiza; una respuesta contaminada de lecturas de Mallarmé, Valéry, Eliot y Saint-John Perse; es decir, poetas simbolistas por un lado y, por el otro, autores de poemas largos y devastadores, como La tierra baldía y Anábasis.
Decir que Lizalde tenía presente el poema de Gorostiza cuando comenzó a escribir Cada cosa es Babel es hablar, en primer término, de una ruptura con el periodo poeticista que marcó la juventud de su obra, y de la construcción, apresurada o precoz para algunos críticos, de un poema definitivo. El poema, en todo caso, señala un antes y un después en la obra de Lizalde. En sus versos —“Intenté también al principio que hubiera todas las formas y todos los metros clásicos (…)”—1 es posible rastrear, sin embargo, resabios del periodo poeticista y desde luego, formas, dicciones y dones en general que florecerían en la obra posterior de un Lizalde cada vez más dueño de sí. Cada cosa es Babel, a diferencia de El tigre en la casa (1970), considerado por la crítica como su obra maestra, es todavía un laboratorio, una fragua donde se cocina en peroles la sangre de un poeta en constante observación de sí mismo. Aquí, sin embargo, sangre debe leerse como lenguaje. A lo largo de sus cuatro secciones —un poema largo está hecho de incisiones que particularizan necesariamente su longitud—, Lizalde presta una atención minuciosa al comportamiento del lenguaje.
Si en Gorostiza existe la certidumbre y el aval de la forma en su sentido clásico —“En el rigor del vaso que la aclara, / el agua toma forma”—, en Lizalde esto se resuelve en un cuestionamiento. Porque en la poesía de Lizalde el lenguaje y la palabra son más que un motivo de sospecha o desencanto: son mutaciones, difíciles de aprehender en un sentido histórico concreto. La palabra es lo contrario de la quietud, y el vaso que la contiene debe estar preparado para la recepción de un continuo y ebullente géiser. Ése es el tema medular de su libro: las palabras cambian con el tiempo, se vuelven otras. Bañada por el cauce de un poema, una roca puede nombrar una cosa distinta de la roca sin perder su eficacia, su color, su dureza y en suma, su condición de roca. “El vaso y sus prejuicios de geómetra o frontera”, dice Lizalde en abierta alusión a su maestro, Gorostiza, “se caen como la sopa en su trayecto, / porque la cosa ilímite no es cosa terminada / sino chorro perpetuo sobre el vaso”. 2
La ruptura con la estética de Muerte sin fin también supuso una ruptura con los rigores heredados del poeticismo, a nivel de composición y forma; y a nivel temático inclusive (los temas de los poeticistas tendían a una megalomanía intelectual deformante). Lizalde rompe, a través de un poema extenso y ambicioso, con la tradición de la que provenía: el modernismo finisecular mexicano, y en el centro de sus preocupaciones coloca un hambre: hambre de encontrar en la palabra el sedimiento último de humanidad en el poema.
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“El hombre es lo que llena cada vaso. / Lo que colma”, escribe Lizalde en el tercer inciso de la primera parte de su poema; y después, como si estuviera acumulando las notas de una poética personal y apasionada, escribe:
El hombre es todo bordes sobre
[bordes.
El vino y el cristal.
Pura impureza purificadora,
impureza perfecta,
pura imperfección.
Al “cristal” de Gorostiza añade el vino, la nota procaz y turbadora que acompañará toda su poesía desde entonces.
En Cada cosa es Babel, Lizalde comienza a poner en práctica un procedimiento que habría de observar en poemas posteriores: rebajar la estructura impoluta y estéril del poema bien medido y bien rimado al reservorio democrático de “trastos, armatostes, triques y trebejos”: “los detritus, los trastos, pobres cosas / que sólo son materia degradada…”.
Lizalde, y esto es algo que lo aparta de los modernistas y en cierta medida lo aísla en el panorama de la poesía mexicana, explora desde entonces potencias del idioma que no se encuentran ni en Gorostiza ni en Cuesta y que aparecen a cuentagotas en Paz (la relación de Lizalde con Paz es distante, en el sentido de la prosodia, el lenguaje y el gusto en general). No me refiero solamente al uso de la procacidad o de la ofensa en el poema, sino a ese registro violento, a esa feralidad contenida que se encuentra en sus poemas más significativos. Él mismo acepta esto que podría pasar por una sensualidad degradada y exquisita: “La manzana procaz se paladea; / con nuevas lenguas lame / sus paraísos entrañables”. De los poetas del siglo XX mexicano, Lizalde es quien más recuerda a Baudelaire, por el poema consciente de sí mismo (“y por el lince, vitral, a contralince, / el propio espía se espía”) y por la estética de la inmundicia, elevada a la dimensión de lo sublime.
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En su Autobiografía de un fracaso (1982), un libro concebido para desmarcarse de su formación poeticista, Lizalde reunió una antología de sus poemas juveniles. Lo hizo, según confesión propia, como una forma de autoflagelación: una manera de reconocer públicamente el error de haber participado en el movimiento poeticista. Sin embargo, se antoja significativo el hecho de llamar la atención sobre un rastro de lo producido en aquel periodo.
Desde cierto ángulo, la autobiografía de Lizalde da la impresión de haber sido concebida como un pretexto para vestir de blanco estos poemas. Después de la publicación de Caza mayor en 1979, era indudable el hecho de que en la obra lizaldeana se encontraba una de las voces más significativas de la poesía mexicana de la segunda mitad del siglo XX, de modo que era quizás necesario, para el autor ya maduro y plenamente seguro de sí mismo, hacer un ajuste de cuentas con la prehistoria de su obra. Releyendo esos poemas, ahora que Lizalde se ha convertido en uno de los poetas vivos más importantes en español, sorprende caer en la cuenta de que esos poemas no eran tan malos como quiere hacernos creer, no sin malicia, el mismo Lizalde:
¿Tiene sentido publicar ahora —escribe en 1982—, como mero antecedente artístico personal, una magra recopilación de poemas gestados durante aquellas desesperadas faenas? No lo sé. Pero acaso me sirva, o sirva a otros, para dejar pista de las obsesiones descartadas por un grave enfermo de la literatura en un crítico periodo de formación juvenil.
Lizalde incluyó esos poemas en su Autobiografía de un fracaso porque se arrepentía de facto de su periodo poeticista, pero los poemas no dejaban de gustarle o parecerle al menos significativos, es decir, parte sustancial e irrenunciable de la génesis de sus empresas poéticas mayores. Evodio Escalante, autor de un libro sobre el poeticismo (La vanguardia extraviada, UNAM, 2003), no deja de considerar ese periodo en la obra de Lizalde, González Rojo y Montes de Oca, como un capricho intelectual muy depurado, que habría de derivar en obras de solidez incuestionable, como Cada cosa es Babel, de Lizalde, y en los libros de madurez de los otros dos poetas que conformaron esta célula poético-retórica casi clandestina. Sin embargo, y de forma paradójica, Escalante escribe sobre el poeticismo para la historia, ya que considera que ninguno de esos poemas podría sobrevivir a una criba rigurosa.
Caso por caso, sin embargo, y desoyendo las opiniones de sus futuros críticos, Lizalde consigna minuciosamente la fecha de publicación y la procedencia de cada poema poeticista que le parece indigno del olvido. La intención es evidente: el poeta se vuelve crítico e historiador de su propia obra y rescata, a los ojos de una posteridad que desconoce por fuerza, puntos nodales, de factura o de concepto, en sus ejercicios de juventud que habrían de repercutir en sus poemas posteriores. Hay momentos sumamente débiles y groseros en los poemas juveniles de Lizalde, pero hay mometos espléndidos, que crean constraste con aquellos y prefiguran al gran poeta de la Babel derruida del lenguaje. Por ejemplo, este poema sin título (76-77), consignado entonces como inédito:
Tu forma no guardaba la hondura
[de las cosas
[…] o el estruendo de filos
de la vitrina alcanzada que
[se desmorona,
rota caída de agua que cesa
[de pronto
y se apiña en escombros
[geométricos de hielo,
o pesados, repentinos fósiles
[de agua.
(El tropo del agua, recurrente en Gorostiza y los demás miembros de Contemporáneos). El mejor Lizalde ya se encuentra contenido en esos tres últimos versos, aquel capaz de decir, por ejemplo: “Rosa, tema difícil / tema de la perfección redonda / de la belleza laminada” (Babel, 104).
IV
Ni siquiera los críticos más generosos de Lizalde se han atrevido a situar Cada cosa es Babel en la órbita de los mejores poemas largos que se han escrito en la tradición de la poesía mexicana moderna. Por una razón o por otra, lo colocan en una liga inferior a la que ocupan Gorostiza, Cuesta y Paz con Muerte sin fin, Canto a un dios mineral y Piedra de sol. Marco Antonio Campos, por ejemplo, escribe en un ensayo de 1984 (“La flexibilidad del tigre”) que el poema le pareció, en una segunda lectura, “correcto y ambicioso”, pero fruto aún lastrado por la aventura poeticista de sus años de juventud; es decir, buen fruto pero deleznable al fin. Evodio Escalante comparte esa opinión cuando afirma, en su ensayo sobre Cada cosa es Babel (La vanguardia extraviada, op. cit., p. 62) que éste le parece el mejor de los poemas poeticistas, es decir, uno de talla menor, aún anclado a la época de formación en las obras de Lizalde, González Rojo y Montes de Oca.3
Es verdad que el poema señala el fin de un periodo y el comienzo de otro en la poesía de Lizalde, y acaso, asimismo, el fin de un periodo y el comienzo de otro en la historia de nuestra poesía. Pero ¿por qué es tan bueno y aun así no ocupa el mismo plano que los grandes poemas de Sor Juana, Gorostiza, Cuesta y Paz? Es verdad que el poema de Lizalde obedece a una estructura fragmentaria y que, cotejados por separado, cada uno de sus fragmentos le resta unidad al conjunto; también es innegable su dispersión, misma que abona contra la unidad identitaria del poema. Pero en su descargo podríamos decir que Cada cosa es Babel trata de la imperfección y el quebrantamiento de una fe que apuntaba a la equivalencia entre la cosa y la palabra. Palabra y cosa, dice Lizalde, están en movimiento constante, unas y otras incluso desaparecen con el paso del tiempo. En este mundo no hay fijeza ni certidumbre, sino desolación y tránsito. Lo que en su periodo poeticista llegó a constituirse en una fe casi religiosa o, si se quiere, una confianza ciega en la ideología política de izquierda, en Cada cosa es Babel esto mismo se resuelve en una pluralidad de significados y en un poema extenso de numerosas compuertas. Nadie nunca había filosofado con tanta visceralidad o tanta sangre; nadie nunca había dicho las cosas con tanta rabia o amargura. El poema de Lizalde no es perfecto como el de Gorostiza porque su tema es precisamente la imperfección, la lenta furia que anticipa al hecho de decir las cosas por su nombre, y la desolación que viene después de haber conseguido solamente avivar el rescoldo de una hoguera.
Notas
1 Marco Antonio Campos, La poesía de Eduardo Lizalde, Gobierno del Estado
de Puebla / Educación y Cultura, 2012, México, pp. 66-67.
de Puebla / Educación y Cultura, 2012, México, pp. 66-67.
2 Nueva memoria del tigre, FCE, México, 1995, p. 89.
3 Cada cosa es Babel dialoga sin complejos con los poemas fundacionales de Sor Juana, Gorostiza, Cuesta y Paz; los apostrofa, los contradice, los interviene y constituye una plataforma que aprovecha Lizalde para deshacerse de su dogmatismo político de izquierda, liberando así la sustancia de su voz personal. Me cuesta ver en este poema una parte integrante aún del poeticismo, cuando lo que significa es una ruptura necesaria con él, envenenado de locura creativa y militancia política. Pero coincido con Escalante cuando observa en él una inflexión anterior a El tigre en la casa, que haría de Cada cosa es Babelparte de esa antología —no confeccionada aún— del poema extenso en la historia de la literatura mexicana contemporánea.
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