sábado, 13 de julio de 2019

Eduardo Lizalde en la Babel derruida

13/Julio/2019
El Cultural
Gabriel Bernal Granados

En 1966, después de haber entregado el original a la imprenta universitaria y tenido que esperar cuatro años, aparece con el sello de la UNAM Cada cosa es Babel, el libro de poemas con el cual empieza, por decirlo así, la andadura bibliográfica de Eduardo Lizalde en la historia de nuestra poesía. Se trata de un poema largo (67 páginas en su primera edición) que el poeta comenzó a escribir a finales de la década de 1950. Como el propio Lizalde lo ha reconocido varias veces, el poema era una respuesta a Muerte sin fin de Gorostiza; una respuesta contaminada de lecturas de Mallarmé, Valéry, Eliot y Saint-John Perse; es decir, poetas simbolistas por un lado y, por el otro, autores de poemas largos y devastadores, como La tierra baldía y Anábasis.
Decir que Lizalde tenía presente el poema de Gorostiza cuando comenzó a escribir Cada cosa es Babel es hablar, en primer término, de una ruptura con el periodo poeticista que marcó la juventud de su obra, y de la construcción, apresurada o precoz para algunos críticos, de un poema definitivo. El poema, en todo caso, señala un antes y un después en la obra de Lizalde. En sus versos —“Intenté también al principio que hubiera todas las formas y todos los metros clásicos (…)”—1 es posible rastrear, sin embargo, resabios del periodo poeticista y desde luego, formas, dicciones y dones en general que florecerían en la obra posterior de un Lizalde cada vez más dueño de sí. Cada cosa es Babel, a diferencia de El tigre en la casa (1970), considerado por la crítica como su obra maestra, es todavía un laboratorio, una fragua donde se cocina en peroles la sangre de un poeta en constante observación de sí mismo. Aquí, sin embargo, sangre debe leerse como lenguaje. A lo largo de sus cuatro secciones —un poema largo está hecho de incisiones que particularizan necesariamente su longitud—, Lizalde presta una atención minuciosa al comportamiento del lenguaje.
Si en Gorostiza existe la certidumbre y el aval de la forma en su sentido clásico —“En el rigor del vaso que la aclara, / el agua toma forma”—, en Lizalde esto se resuelve en un cuestionamiento. Porque en la poesía de Lizalde el lenguaje y la palabra son más que un motivo de sospecha o desencanto: son mutaciones, difíciles de aprehender en un sentido histórico concreto. La palabra es lo contrario de la quietud, y el vaso que la contiene debe estar preparado para la recepción de un continuo y ebullente géiser. Ése es el tema medular de su libro: las palabras cambian con el tiempo, se vuelven otras. Bañada por el cauce de un poema, una roca puede nombrar una cosa distinta de la roca sin perder su eficacia, su color, su dureza y en suma, su condición de roca. “El vaso y sus prejuicios de geómetra o frontera”, dice Lizalde en abierta alusión a su maestro, Gorostiza, “se caen como la sopa en su trayecto, / porque la cosa ilímite no es cosa terminada / sino chorro perpetuo sobre el vaso”. 2
La ruptura con la estética de Muerte sin fin también supuso una ruptura con los rigores heredados del poeticismo, a nivel de composición y forma; y a nivel temático inclusive (los temas de los poeticistas tendían a una megalomanía intelectual deformante). Lizalde rompe, a través de un poema extenso y ambicioso, con la tradición de la que provenía: el modernismo finisecular mexicano, y en el centro de sus preocupaciones coloca un hambre: hambre de encontrar en la palabra el sedimiento último de humanidad en el poema.

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“El hombre es lo que llena cada vaso. / Lo que colma”, escribe Lizalde en el tercer inciso de la primera parte de su poema; y después, como si estuviera acumulando las notas de una poética personal y apasionada, escribe:
El hombre es todo bordes sobre
[bordes.
El vino y el cristal.
Pura impureza purificadora,
impureza perfecta,
pura imperfección.
Al “cristal” de Gorostiza añade el vino, la nota procaz y turbadora que acompañará toda su poesía desde entonces.
En Cada cosa es Babel, Lizalde comienza a poner en práctica un procedimiento que habría de observar en poemas posteriores: rebajar la estructura impoluta y estéril del poema bien medido y bien rimado al reservorio democrático de “trastos, armatostes, triques y trebejos”: “los detritus, los trastos, pobres cosas / que sólo son materia degradada…”.
Lizalde, y esto es algo que lo aparta de los modernistas y en cierta medida lo aísla en el panorama de la poesía mexicana, explora desde entonces potencias del idioma que no se encuentran ni en Gorostiza ni en Cuesta y que aparecen a cuentagotas en Paz (la relación de Lizalde con Paz es distante, en el sentido de la prosodia, el lenguaje y el gusto en general). No me refiero solamente al uso de la procacidad o de la ofensa en el poema, sino a ese registro violento, a esa feralidad contenida que se encuentra en sus poemas más significativos. Él mismo acepta esto que podría pasar por una sensualidad degradada y exquisita: “La manzana procaz se paladea; / con nuevas lenguas lame / sus paraísos entrañables”. De los poetas del siglo XX mexicano, Lizalde es quien más recuerda a Baudelaire, por el poema consciente de sí mismo (“y por el lince, vitral, a contralince, / el propio espía se espía”) y por la estética de la inmundicia, elevada a la dimensión de lo sublime.

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En su Autobiografía de un fracaso (1982), un libro concebido para desmarcarse de su formación poeticista, Lizalde reunió una antología de sus poemas juveniles. Lo hizo, según confesión propia, como una forma de autoflagelación: una manera de reconocer públicamente el error de haber participado en el movimiento poeticista. Sin embargo, se antoja significativo el hecho de llamar la atención sobre un rastro de lo producido en aquel periodo.
Desde cierto ángulo, la autobiografía de Lizalde da la impresión de haber sido concebida como un pretexto para vestir de blanco estos poemas. Después de la publicación de Caza mayor en 1979, era indudable el hecho de que en la obra lizaldeana se encontraba una de las voces más significativas de la poesía mexicana de la segunda mitad del siglo XX, de modo que era quizás necesario, para el autor ya maduro y plenamente seguro de sí mismo, hacer un ajuste de cuentas con la prehistoria de su obra. Releyendo esos poemas, ahora que Lizalde se ha convertido en uno de los poetas vivos más importantes en español, sorprende caer en la cuenta de que esos poemas no eran tan malos como quiere hacernos creer, no sin malicia, el mismo Lizalde:
¿Tiene sentido publicar ahora —escribe en 1982—, como mero antecedente artístico personal, una magra recopilación de poemas gestados durante aquellas desesperadas faenas? No lo sé. Pero acaso me sirva, o sirva a otros, para dejar pista de las obsesiones descartadas por un grave enfermo de la literatura en un crítico periodo de formación juvenil.
Lizalde incluyó esos poemas en su Autobiografía de un fracaso porque se arrepentía de facto de su periodo poeticista, pero los poemas no dejaban de gustarle o parecerle al menos significativos, es decir, parte sustancial e irrenunciable de la génesis de sus empresas poéticas mayores. Evodio Escalante, autor de un libro sobre el poeticismo (La vanguardia extraviadaUNAM, 2003), no deja de considerar ese periodo en la obra de Lizalde, González Rojo y Montes de Oca, como un capricho intelectual muy depurado, que habría de derivar en obras de solidez incuestionable, como Cada cosa es Babel, de Lizalde, y en los libros de madurez de los otros dos poetas que conformaron esta célula poético-retórica casi clandestina. Sin embargo, y de forma paradójica, Escalante escribe sobre el poeticismo para la historia, ya que considera que ninguno de esos poemas podría sobrevivir a una criba rigurosa.
Caso por caso, sin embargo, y desoyendo las opiniones de sus futuros críticos, Lizalde consigna minuciosamente la fecha de publicación y la procedencia de cada poema poeticista que le parece indigno del olvido. La intención es evidente: el poeta se vuelve crítico e historiador de su  propia obra y rescata, a los ojos de una posteridad que desconoce por fuerza, puntos nodales, de factura o de concepto, en sus ejercicios de juventud que habrían de repercutir en sus poemas posteriores. Hay momentos sumamente débiles y groseros en los poemas juveniles de Lizalde, pero hay mometos espléndidos, que crean constraste con aquellos y prefiguran al gran poeta de la Babel derruida del lenguaje. Por ejemplo, este poema sin título (76-77), consignado entonces como inédito:
Tu forma no guardaba la hondura
[de las cosas
[…] o el estruendo de filos
de la vitrina alcanzada que
[se desmorona,
rota caída de agua que cesa
[de pronto
y se apiña en escombros
[geométricos de hielo,
o pesados, repentinos fósiles
[de agua.
(El tropo del agua, recurrente en Gorostiza y los demás miembros de Contemporáneos). El mejor Lizalde ya se encuentra contenido en esos tres últimos versos, aquel capaz de decir, por ejemplo: “Rosa, tema difícil / tema de la perfección redonda / de la belleza laminada” (Babel, 104).

IV

Ni siquiera los críticos más generosos de Lizalde se han atrevido a situar Cada cosa es Babel en la órbita de los mejores poemas largos que se han escrito en la tradición de la poesía mexicana moderna. Por una razón o por otra, lo colocan en una liga inferior a la que ocupan Gorostiza, Cuesta y Paz con Muerte sin finCanto a un dios mineral Piedra de sol. Marco Antonio Campos, por ejemplo, escribe en un ensayo de 1984 (“La flexibilidad del tigre”) que el poema le pareció, en una segunda lectura, “correcto y ambicioso”, pero fruto aún lastrado por la aventura poeticista de sus años de juventud; es decir, buen fruto pero deleznable al fin. Evodio Escalante comparte esa opinión cuando afirma, en su ensayo sobre Cada cosa es Babel (La vanguardia extraviadaop. cit., p. 62) que éste le parece el mejor de los poemas poeticistas, es decir, uno de talla menor, aún anclado a la época de formación en las obras de Lizalde, González Rojo y Montes de Oca.3
Es verdad que el poema señala el fin de un periodo y el comienzo de otro en la poesía de Lizalde, y acaso, asimismo, el fin de un periodo y el comienzo de otro en la historia de nuestra poesía. Pero ¿por qué es tan bueno y aun así no ocupa el mismo plano que los grandes poemas de Sor Juana, Gorostiza, Cuesta y Paz? Es verdad que el poema de Lizalde obedece a una estructura fragmentaria y que, cotejados por separado, cada uno de sus fragmentos le resta unidad al conjunto; también es innegable su dispersión, misma que abona contra la unidad identitaria del poema. Pero en su descargo podríamos decir que Cada cosa es Babel trata de la imperfección y el quebrantamiento de una fe que apuntaba a la equivalencia entre la cosa y la palabra. Palabra y cosa, dice Lizalde, están en movimiento constante, unas y otras incluso desaparecen con el paso del tiempo. En este mundo no hay fijeza ni certidumbre, sino desolación y tránsito. Lo que en su periodo poeticista llegó a constituirse en una fe casi religiosa o, si se quiere, una confianza ciega en la ideología política de izquierda, en Cada cosa es Babel esto mismo se resuelve en una pluralidad de significados y en un poema extenso de numerosas compuertas. Nadie nunca había filosofado con tanta visceralidad o tanta sangre; nadie nunca había dicho las cosas con tanta rabia o amargura. El poema de Lizalde no es perfecto como el de Gorostiza porque su tema es precisamente la imperfección, la lenta furia que anticipa al hecho de decir las cosas por su nombre, y la desolación que viene después de haber conseguido solamente avivar el rescoldo de una hoguera.


Notas
Marco Antonio Campos, La poesía de Eduardo Lizalde, Gobierno del Estado
de Puebla / Educación y Cultura, 2012, México, pp. 66-67.
2 Nueva memoria del tigreFCE, México, 1995, p. 89.
3 Cada cosa es Babel dialoga sin complejos con los poemas fundacionales de Sor Juana, Gorostiza, Cuesta y Paz; los apostrofa, los contradice, los interviene y constituye una plataforma que aprovecha Lizalde para deshacerse de su dogmatismo político de izquierda, liberando así la sustancia de su voz personal. Me cuesta ver en este poema una parte integrante aún del poeticismo, cuando lo que significa es una ruptura necesaria con él, envenenado de locura creativa y militancia política. Pero coincido con Escalante cuando observa en él una inflexión anterior a El tigre en la casa, que haría de Cada cosa es Babelparte de esa antología —no confeccionada aún— del poema extenso en la historia de la literatura mexicana contemporánea.

domingo, 16 de junio de 2019

José Agustín el eterno subversivo

15/Junio/2019
El Cultural
Carlos Velázquez

Veo en Facebook una foto que subió Jesús Ramírez Bermúdez de su padre, el escritor José Agustín (Acapulco, 1944), y me es imposible no relacionarlo con la figura de Johnny Cash en el video de la canción “Hurt”.
En la imagen aparece el maestro Agustín disfrutando de una Bohemia. La duplicación no es gratuita. En el video aparecen Cash con la salud bastante mermada y June Carter velando por su esposo. Lo primero que piensa uno es en Margarita, la esposa del escritor, quien lo custodia amorosamente desde que en 2009 sufriera una caída que lo alejó para siempre de la escritura.
Los últimos años de Johnny Cash se parecen mucho a lo que vive José Agustín en la actualidad, en cuanto a su estado de salud. Pasar de ser un actor a un simple espectador del mundo. Dedicarse por entero a la contemplación.
En el tintero, como suele decirse, quedó la inacabada novela La locura de Dios. Una trama que toma como modelo la historia de Job. No deja de resultar cabalístico que un simpatizante del diablo no haya podido concluir su obra sobre Dios. Pero más allá de este tipo de interpretaciones, la circunstancia por la que atraviesa el maestro no es otra que la misma balada que tocarán para cualquiera de nosotros en algún momento: la fragilidad de la existencia es una de las pocas certezas comprobables.
A diez años del accidente, su legado permanece como uno de los corpus más sólidos. Cronista, columnista, guionista, dramaturgo, novelista, cuentista e historiador, su obra introdujo una nueva manera de abordar la literatura en nuestro país y el continente. Fue uno de los primeros autores, al menos uno de los más visibles, en intentar darle carpetazo a la literatura del boom latinoamericano. Una apuesta bastante osada, tomando en cuenta el caudillismo que el boom representaba. Con todo el aparato editorial barcelonés como respaldo.
Como en el continente las corrientes marginales eran nulas, inexistentes o sucedían en un underground inaccesible, José Agustín no dudó en tender un puente con una tradición foránea. En este caso la gringa. A través de la literatura beat, de Salinger y Nabokov. Pero sobre todo del rock. En particular de Elvis Presley, Bob Dylan y los Rolling Stones. De una canción de Black Flag o una de los Beatles. La diferencia de Agustín con sus antecesores fue que en su obra había una impronta distinta, un ingrediente que no provenía de los clásicos ni de extemporáneo alguno, que no estaba en los libros, salió de la música: era la actitud.
EN UNA ÉPOCA en que la literatura se parecía demasiado entre sí (como ocurre en el presente), José Agustín se plantó en el panorama literario con actitud. Que no es otra cosa que una personalidad propia. Y el derecho a hacer de esa personalidad un rasgo de identidad intransferible. Y con este gesto se consolidó como un escritor incómodo para una tradición que no entendía lo que estaba ocurriendo en el mundo en cuanto a cambios sociales.
Y con su arrojo, Agustín fue más allá. Abrió la puerta para que varias generaciones de escritores marginales vinieran detrás de él a sumarse a su proyecto, al margen de la visión literaria que promovía el boom: el exotismo como una manera de ocultar la descomposición social y el resquebrajamiento de las instituciones. Fue el primero en llevar al gran público el uso de sustancias en la literatura. Algo que era impensable para la generación anterior. A partir de los ochenta las drogas y la sordidez penetraron con fuerza en la literatura mexicana porque la literatura ha estado siempre obligada a reflejar lo que ocurre en las calles. José Agustín dio el banderazo de salida.
En la actualidad nadie cuestiona la narco-novela, hemos dado por sentada la violencia, pero a finales de los sesenta en México, cuando irrumpió De perfil, la inclusión de drogas en una obra literaria la etiquetaba como no-literatura. Pero era la única forma de oponerse al boom. Un animal que se resiste a morir. Que tuvo su última encarnación en Roberto Bolaño. Casi nadie señala que Bolaño le robó a los libros de José Agustín el espíritu para crear su propia obra.
Qué otra cosa es Los detectives salvajes sino una versión fresa de Se está haciendo tarde. Ambas tramas están originadas en el viaje: el motor de On the Road de Jack Kerouac. La diferencia es que la novela de José Agustín posee una originalidad salida de la mente de su autor mientras que Los detectives salvajes es una copia mal hecha, por qué, porque Bolaño le extirpa a Agustín hasta a sus antagonistas. Es en los libros de Agustín donde se cuenta el odio de Parménides García Saldaña hacia Paz. Bolaño se basó en José Agustín y en Kerouac, pero nunca lo mencionó. En México Bolaño no tenía nada contra qué rebelarse.
La subversión alimenta toda la obra de José Agustín. Y es uno de los principios que ha regido su vida todos estos años. Es junto a Guillermo Fadanelli el último escritor maldito mexicano.

EL ESCRITOR FRENTE AL ESTADO

Durante años, el escritor tijuanense Heriberto Yépez, desde su columna en el suplemento Laberinto, se dedicó a atacar a la literatura mexicana y sus actores. De beneficiario del sistema que criticaba pasó a convertirse en un terrorista que declaraba que las letras nacionales hacía tiempo habían muerto. Según su opinión los programas de becas, los premios, los apoyos a la creación, las editoriales independientes y transnacionales, estaban empapados de corrupción. Una descomposición que se desprendía del PRI. Para Yépez, las prácticas del partido político que han regido el país durante más de setenta años eran las mismas con las que se dirigía (o se dirige) la clase literaria.
Su postura consiguió crear dos bandos. Unos fueron aquellos que lo secundaron. Y otros que simplemente lo tildaron de loco. Y aunque algunos de sus argumentos eran válidos (el escándalo por los millones que ha recibido Letras Libres por publicidad gubernamental es una prueba de que no estaba por completo chiflado) y otros francos disparates, puso sobre la mesa una cuestión crucial: ¿puede el escritor sobrevivir fuera del Estado?
Semana a semana, desde su espacio en Milenio (del que sería despedido) y después desde su blog y su cuenta de Twitter, se dedicó incansablemente a despotricar en contra de todo el aparato literario mexicano. Casi nadie salió ileso.
La inmolación del tijuanense ganó adeptos. Pero mientras el militante ganaba fuerza el escritor comenzó a morir. Además otra cosa sucedía por debajo del agua. La prosa de Yépez, que nunca fue una de sus distinciones, comenzó a desdibujarse. A tal grado que existen diferencias de sintaxis abrumadoras entre sus textos. Lo cual introduce la teoría de una segunda pluma. Sí, un segundo asesino, como en el caso Colosio, al que le dedicó una novela: Aburto. Uno como lector no puede sino pensar que hay un segundo autor. Que muchos de los últimos textos están firmados por otra persona. De aquel Yépez taquigráfico (que a veces sabe usar los puntos y las comas y a veces no) al que le escribe cartas sentimentales a Domínguez Michael media un abismo.
Pero justo cuando Yépez está en su momento más alto como kamikaze de la resistencia le da un giro radical a su discurso. Vuelve al redil. Pide la beca del Sistema Nacional de Creadores y corta todo contacto con internet. Que un autor reciba apoyo institucional no le exime de criticar al gobierno. De acuerdo. Pero esa no era la tesis de Yépez. Su reingreso al mundo de los muertos le demostró a sí mismo lo que tanto ansiaba demostrar: que el escritor puede vivir fuera del Estado. No, no se puede. Yépez no lo consiguió.
PERO EXISTEN AUTORES que sí lograron lo que Yépez tanto soñaba. Y uno de ellos fue (es) José Agustín, que a los veintiséis años fue detenido con una lata con mariguana y llevado a la cárcel de Lecumberri. El episodio está consignado en El rock de la cárcel, uno de los antecedentes más importantes de lo que después sería la no-ficción en México. En aquella época bastaba abrir cualquier camión de tomates para toparte con pacas y pacas de mota. Lo que ocurrió con el encierro de Agustín hoy resulta impensable: muestra cómo el Estado vuelca todo su poder sobre un escritor.
Han pasado más de treinta años desde aquel episodio. Fue liberado en 1971. Y en estos días en que la legalización de la mariguana es inminente, incluso en nuestro país, es hora que el Estado no ofrece una disculpa por el atropello que le infligió a uno de nuestros mejores escritores. Quien tampoco la va a pedir, por supuesto. Pero en un país donde todos los días la ley pasa por encima de sus ciudadanos me parece que al menos debería haber una deferencia, una reparación simbólica, aunque no sirva de nada, por el trago amargo que le hicieron pasar.
Desde el incidente con la ley José Agustín tuvo la certeza incontestable de que el Estado era su enemigo. Que lo mejor era mantenerse alejado de las instituciones. Y consiguió lo que parece imposible en el presente: consagrar una carrera literaria lejos del influjo del poder. Y por supuesto sin renunciar a la crítica. Ejercida ésta en su obra. En Cerca del fuego, en Dos horas de sol, etcétera. Pero sin caer nunca en la militancia al estilo Yépez. Y sin hacer concesiones ni cometer errores. A José Agustín no lo veremos en fotos con personajes políticos de la época. No aparece en esa famosa postal en la que comparten cámara Poniatowska, Monsiváis, García Márquez y compañía con Carlos Salinas de Gortari. José Agustín se mantuvo al margen. Mientras dejaba el proselitismo de lado se dedicó a crear una obra sólida. Que reflejaba el verdadero México, ese que no aparece en las fotos de los famosos.
Ninguno de los libros de Agustín contiene la leyenda de que ha sido escrito con el apoyo del Estado. Lo que seguro lo hace sentir orgulloso. Mantuvo la congruencia pese a percatarse de la tajada que se llevaba tal o cual autor, el puesto de éste o del otro. Con su ingreso en Lecumberri sufrió la expulsión del Estado. No iba a aparecer en un programa de Televisa junto a Paz. Y aceptó su destino. Se quedó con su aura de marginado, que no de marginal, y sacó adelante a su familia sin practicar el deporte nacional por excelencia: la transa. No te vas a sentar a la mesa con tu verdugo. No vas a pedirle un favor a tu victimario. En su lugar José Agustín se dedicó a su hedonismo. Para ser honesto hay que vivir fuera de la ley, dijo  Bob Dylan. Para escribir su obra José Agustín tuvo que darle la espalda al Estado que lo enjauló por considerarlo peligroso debido a su manera de pensar. A diferencia del militante actual que actúa desde la trinchera del wifi, él se fue en 1961 a Cuba a alfabetizar. Eso a los ojos del Estado lo convertía en subversivo.
José Agustín es la prueba viviente de que se puede existir sin depender del Estado. Algo que las nuevas generaciones de escritores no hemos logrado.

GIMME DANGER, LITTLE STRANGER

En 2012 gané el concurso de testimonio Carlos Montemayor y viajé a la Ciudad de México para la premiación en el mismísimo Palacio de Bellas Artes. Pero el verdadero premio fue saludar al maestro José Agustín. Yo ignoraba que se encontraba en el recinto. El INBAhabía decidido premiarlo en reconocimiento a su obra. Trayectoria que pese a ser galardonada con el Premio Nacional de Ciencias y Artes todavía no ha sido lo suficientemente reconocida por las razones de eterna subversión que la permean.
Los ganadores pasamos al escenario de uno en uno y al final se anunció al maestro Agustín que subió  a recibir la deferencia. Al parecer la ceremonia había durado demasiado poco y se decidió que los ganadores teníamos que dar unas breves palabras, por lo que volvimos a ascender las escaleras. Cuando me tocó mi turno la única persona con la que me sentía en deuda era con el autor de De perfil. Mis palabras más o menos textuales fueron: Dedico este premio al maestro José Agustín porque gracias a sus libros estoy aquí. Y luego fui a darle un abrazo. La ceremonia terminó pero no me quedé al brindis. Salí a la noche chilanga a ver quién me cambiaba el cheque para comprar cocaína.
Encontrarme con el maestro me produjo una regresión. A partir de esa noche y hasta el momento en que escribo este texto no existe un solo día que no haya pensado en José Agustín. Cada vez que publico un libro, en la ronda de entrevistas (o uno de mis lectores se acerca de vez en cuando) me preguntan cómo es que comencé a escribir. Y he dado respuestas de todo tipo. Desde glamurosas hasta francamente pendejas. Honestamente no lo sé. Pero esa noche en Bellas Artes me hizo recordar el fuego primigenio que sentí cuando leí por primera vez a José Agustín. Y cada vez crece más en mí la sensación de que aquel día que cayó en mis manos la máquina de escribir que un amigo me regaló, comencé a escribir cuentos no porque quisiera ser escritor sino con el único objetivo de dialogar con La tumba y con De perfil.

Mi paso por la lectura era incipiente. Había leído volúmenes considerados obras maestras que no conseguían producir efecto alguno en mí. Pero cuando cayó en mis manos el primer libro de José Agustín sentí que estaba delinquiendo. Me resultaba un acto peligroso adentrarme en aquellas páginas. Y eso me sedujo como me imagino seduce un arma larga a un aprendiz de sicario. Y fue por eso mismo que no me involucré en el crimen organizado. Yo ya había encontrado mi arma.
Sus libros me inyectaron ese mismo sentimiento que comparten las clases oprimidas por el Estado. Si el sicario admira al capo porque es el único que puede burlar la ley, yo apreciaba a José Agustín por razones parecidas. Porque era muy fácil aspirar a ser un miembro más de la República de las Letras. Lo difícil era ser uno mismo. Abrazar la música y las drogas a partir de la literatura.
No recuerdo quién puso el primer libro de Agustín en mis manos. Pudo ser cualquiera. Estaba destinado. Todos los que formamos parte de la generación de los años setenta lo tenemos en nuestro horizonte literario. Algunos más que otros. Y los escritores que más me interesan, de mi generación o de otra cercana, han estado influenciados directa o indirectamente por José Agustín.
MÁS DE VEINTE AÑOS después de mi primer acercamiento sentí la necesidad de retomar el diálogo. Una idea que nunca ha abandonado mi cabeza es qué ocurre después de la frase con que José Agustín cierra una de sus novelas más emblemáticas: “Yo creo que mejor nos regresamos. Se está haciendo tarde”. Encuentro en esta frase un reto. Y la necesidad de retomarla para darle continuidad a una tradición que la literatura mexicana no considera por completo suya. Al tender puentes con otras tradiciones José Agustín no resultó un autor tan canónico como Fuentes, por ejemplo.
Desde hace unos años estoy metido en una bronca con una novela sobre el desierto y recién me doy cuenta de que ese texto no es otra cosa que mi intento por saber qué ocurre después de Se está haciendo tarde (final en laguna). Esa historia que tengo en una edición de Joaquín Mortiz que cuando me la robé de la Librería de Cristal me pareció la cosa más extraña del universo. Una trama que estaba lo más alejada de mí como habitante del desierto. Pero apenas abrí sus páginas fue como un viaje de LSD. Yo estaba acostumbrado a que la literatura se apoyara sólo en referentes bibliográficos. Pero que este libro tuviera un epígrafe de una banda de rock fue lisérgico.
Hace unos días circuló en redes la noticia de que José Agustín sufrió otra caída y que por el momento no podía caminar. Creo que el enigma de qué ocurre después de Se está haciendo tarde permanecerá indescifrado. A lo mejor la respuesta estaba en La locura de Dios. O no.
En mi librero descansa un tríptico de fotografías firmado por el maestro. Dice: “Para mi cuate Carlos con el cariño de su cuate José Agustín Ramírez”. Las fotos son de Sergio Toledano. Y en una de ellas aparece pintando güevos. Y es así como lo voy a recordar siempre. Pintándole güevos a todo, al poder del Estado y al lenguaje.
CUENTOS COMPLETOS (1968-2002)
El nombre de José Agustín no es de los primeros que sale a relucir cuando se hace el inventario de los cuentistas mexicanos. Los éxitos de sus novelas sitúan a sus relatos en un segundo plano. Sin embargo es un cuentista de primer orden. Uno de los mejores de nuestro panorama. Y como cuentista choncho, en 2002 decidió reunir todas sus historias cortas en un solo volumen.
El grueso de su obra cuentística, casi cuatrocientas páginas, se concentra en tres libros. El más importante es Inventando que sueño (1968), texto experimental donde el autor juega con la forma de modo apantallante. Se reveló como un renovador. No por nada fue alumno de Juan José Arreola, el maestro jalisciense del género. En este volumen se incluye “Cuál es la onda”. La historia de una pareja de chavos que transitan de motel en motel de la Ciudad de México.
Literatura de la Onda fue el epítome con el que Margo Glanz etiquetó a un grupo de escritores del que José Agustín era un protagonista. Siempre rechazó la categoría, y como una burla (está implícita en el título) escribió este relato por cómo era percibido por la crítica. Y aunque este cuento es considerado por muchos su cumbre como cuentista, tiene otra joya.
Compactado en dos páginas y media, “Me encanta el infierno” es una pieza maestra de la narrativa breve. Cuenta el intento de seducción del Pellejo, un personaje srnoso, hacia el licenciado en una diminuta prisión. Una caricaturización del sistema político mexicano.
CERCA DEL FUEGO (1986)
Tengo una imagen fija en la memoria que recuerdo cada tanto. Era una tarde de 1996 y yo estaba trepado en un camión. La ruta se detuvo en el semáforo de Cuauhtémoc y Calle 13 en Torreón. Levanté la vista del libro que estaba leyendo y sufrí una revelación. Lo que le ocurría al personaje bien podría sucederle en aquella misma esquina. El libro era Cerca del fuego. En la edición de Joaquín Mortíz, con la ilustración de Augusto Ramírez en la portada, una especie de venus con un aro de fuego.
Todavía faltaba un año para que Radiohead sacara el OK Computer. Todavía faltaban ocho años para que publicara mi primer libro. Y desde entonces no he vuelto a experimentar la misma sensación con otro libro o autor, sin importar qué tanto me haya influenciado. Cerca del fuego fue importante para mí porque me ayudó a conocer ese México que había empezado a mutar desde el año crucial de 1994.
La trama de la novela trata precisamente de eso. De cómo este país sufre una amnesia sexenal y de cómo cada seis años comete los mismos errores que lo tienen sumido en la precariedad. Un efecto que no se ha revertido, que sigue ocurriendo en el presente, no importa el partido que nos gobierne.
DE PERFIL (1966)
Si bien con La tumba José Agustín y hizo su ingreso por la puerta grande a la literatura mexicana, con De perfil consiguió la pronta consagración. Hoy en día es bastante sencillo que un joven escritor sea publicado y leído. Pero en 1966 José Agustín fue visto como un intruso que no había sido invitado a la fiesta. Para estar en ese lugar era necesario un talento de otro planeta y José Agustín lo tenía.
De perfil es la novela iniciática mexicana por excelencia. En La tumba el autor había usado algunos pasajes de su vida como materia literaria, pero con su segunda novela se entregó a la ficción sin reservas. De perfil es una catedral narrativa perfecta. Nadie puede escribir una obra de esas dimensiones a los veinte años a menos que sea un genio. Y José Agustín lo era.
Para muchos De perfil se convirtió en nuestro libro de texto. Era en la literatura de Agustín donde el lenguaje se estaba transformando. Aprendía uno más en sus páginas que en la escuela. Y cuál era la enseñanza: una nueva manera de esgrimir la lengua. Algo que no conseguía Carlos Fuentes. El canon literario no conectaba más con los lectores jóvenes. Tuvo que venir un rockero a marcar el ritmo de los acontecimientos.
SE ESTÁ HACIENDO TARDE (1973)
Para algunos la última gran novela mexicana del siglo XXSe está haciendo tarde es un salto al vacío. Una introspección a la tan herida psique nacional. Un texto que las nuevas generaciones de escritores no hemos conseguido superar. Cuya trascendencia nos sigue rebasando.
Ese mismo salto lo hemos dado todos sus lectores durante varias décadas. Años que hemos festejado con júbilo el placer y la compañía de su obra. Y lo seguiremos haciendo por mucho tiempo. Gracias, maestro, ha sido un gran viaje.


jueves, 30 de mayo de 2019

Misterio de una obra por descubrir

25/Mayo/2019
El Cultural
Adolfo Castañon

El 19 de julio de 1902, al oír “La raza de bronce”, el extenso poema compuesto y recitado por Amado Nervo en honor a Benito Juárez en la Cámara de Diputados, el general Porfirio Díaz reconoció que tiene musiquita:

Señor, deja que diga la gloria de tu raza,

la gloria de los hombres de bronce, cuya

[maza

melló de tantos yelmos y escudos

[la osadía:

¡oh caballeros tigres!, ¡oh caballeros

[leones!,

¡oh caballeros águilas!, os traigo

[mis canciones;

¡oh enorme raza muerta!, te traigo

[mi elegía.

No sería la primera vez de Nervo en un escenario o en un teatro. En 1903 recitó su poema “Los niños mártires de Chapultepec” en honor de los Niños Héroes en el monumento de Chapultepec. Era una figura pública. Había salido del cuarto de estudio para estar presente en distintos foros llevando la voz de la poesía que dominaba y lo dominaba.

Las numerosas referencias a Amado Nervo en la Reseña histórica del teatro en México de Enrique Olavarría y Ferrari hacen ver que el poeta y narrador frecuentó los foros teatrales durante muchos años, leyendo poemas suyos, improvisando, estrenando piezas propias, saludando el paso de actores y hasta de toreros y brindando recitales junto con otros talentos.

El otro lado de Nervo era misterioso y secreto. A los ojos de Rubén Darío era “celeste anacoreta”. Ese lado secreto tenía que ver con su atormentada vida amorosa y en última instancia trágica. Pero con Nervo la poesía no se encontraba arrinconada en la alcoba, ni en las bibliotecas o mesas de café. Era dicha y recitada en salones y parques, amenizaba las fiestas. A fines del siglo XIX, el teatro era una plataforma desde la cual la sociedad y el poder se ponían en escena a sí mismos a través del estandarte de la poesía. En las crónicas citadas por Olavarría se alude con adjetivos afectuosos a este escritor que, desde la co-dirección de la Revista Moderna con Jesús E. Valenzuela en 1903, fue conquistando los espacios de la cultura y el arte. Al igual que su admirado Manuel Gutiérrez Nájera —como él, poeta y periodista enamorado del teatro de las artes—, Nervo supo fraguar una alianza sutil pero firme entre el verso, la prosa, el periodismo, la escena, la edición, la fiesta y el convivio. Poco a poco, sin darse cuenta, se fue transformando en su propia estatua y cuando despertó ya era una leyenda.

PERIODISMO Y POESÍA
Su intensa actividad periodística corría paralela a su acción editorial y a sus intervenciones como poeta. Era un virtuoso del verso y de la métrica: endecasílabos, estribillos, sonetos, décimas, versos aconsonantados, de arte mayor y de arte menor, letanías, quintillas, canciones, versos para zarzuelas, composiciones improvisadas en corridas de toros según advirtieron Juan Ramón Jiménez, Federico de Onís y Tomás Navarro Tomás. Como Lope de Vega, era un virtuoso sensible a su público, a sus públicos: lo mismo habla En voz baja (1909) que sabe reunir a su alrededor la atención de la tribu a la que se dirige en actos luctuosos o con sonoros versos como los de “La raza de bronce”. Nervo era un personaje doble: el mundano y el secreto, el paseante y el político, el chispeante conversador y el melancólico imitador de Cristo, el cosmopolita y el aprendiz de fraile atormentado por la vida espiritual. Amado Nervo: uno de los nombres tensos con los que se llamaba la cultura de finales de siglo XIX en México.

Si la estrella del nayarita subió en la estima de Justo Sierra y de la alta sociedad porfirista (Joaquín de Casasús contaba sílabas y billetes: era Secretario de Hacienda y traductor de autores latinos), esto no sólo se debe a su poesía cristalina. Era un forzado, un obrero de la pluma y un artesano impecable. Sus crónicas, cuentos, ensayos no sólo contribuyeron a sembrar los vientos de la inspiración modernista por todo el orbe, también lograron renovar esos géneros a través de una narrativa nunca desdeñosa de la magia de lo sobrenatural y lo fantástico, y nunca olvidadiza tampoco de lo que podría llamarse cierto color local o aun costumbrista: arraigado Nervo en su solar tradicional y legendario, memorioso de su patria chica. No se ha estudiado hasta ahora en forma organizada el sistema de vasos comunicantes que fluye entre los dos cuerpos de la obra: la prosa y el verso; tampoco se ha detenido la atención lo suficiente en la inteligencia capaz de armonizar lo mundano y callejero, lo social y lo secreto, la tormenta mística que rayaba en el silencio y acaso en el nihilismo.

“En 1895, su novela corta El Bachilller despierta el interés y su fama inicia con la polémica por la forma en que el autor teatraliza la vocación poética definida por las sombras de la educación religiosa”.
DEL PRINCIPIO AL PURGATORIO
Nació en Tepic el 27 de agosto de 1870. En el horóscopo chino le tocó el signo de la libertad: Caballo blanco de metal; en el horóscopo europeo: el signo de Virgo, emblema de los meditativos como Jorge Luis Borges. Huérfano a los trece años, fue enviado por su madre a Jacona, pequeña ciudad cercana a Zamora donde había un colegio conocido y prestigioso y donde hubo ferrocarril antes que en otras ciudades. Ahí inicia sus estudios formales y empieza a frecuentar a los clásicos españoles y franceses —el Romancero, los autores del Siglo de Oro, Cervantes, Corneille—, latinos —Horacio, Virgilio—  y la lengua y las obras de Shakespeare. La familia se traslada a Zamora, otra ciudad ilustrada; de 1886 a 1888, en el seminario, se consagra al estudio de las Ciencias y de la Filosofía; en 1889 sale para estudiar Leyes, pero vuelve al seminario en 1891 donde, atraído por la religión, la liturgia y los misterios de la teología, compone sus primeros poemas, canciones y textos en prosa. Quedará marcado por esos años de aprendizaje. De esa prehistoria le vienen a Nervo sus orientaciones hacia la religión y la mística, tanto como el impulso que lo lleva a cristalizar sus meditaciones en el cauce de Horacio y sus odas filosóficas.

A fines de 1891, apremiado por la situación económica de su madre y de la familia sale a Mazatlán. En esa ciudad desarrolla una intensa actividad periodística que aún desafía a los investigadores. En 1895, su novela corta El Bachilller despierta el interés y su fama inicia con la polémica por la forma en que el autor teatraliza la vocación poética definida por las sombras de la educación religiosa. El artista como sacerdote expoliado. Ese mismo año, al morir Manuel Gutiérrez Nájera, recita un poema que pone su nombre en boca de muchos. De ahí en adelante, el poeta y el periodista, el cronista y el artista,  el editor y el conversador chispeante ganarán creciente admiración. A cien años de su muerte, hoy leemos a Amado Nervo, por así decir, en frío. No logramos escucharlo como ese actor de sus emociones y las de su público que lo hizo célebre en virtud de su gracia y conversación.

Después de su apogeo, Nervo cayó en un purgatorio, como se puede desprender de las palabras de José Luis Martínez:

Seguirá nuestro Amado Nervo en las bibliotecas rosas por sus incapacidades insuperables; por su deplorable inclinación a la chabacanería, por su gusto dudoso, por su carencia de profundidad y de misterio, por su falta de poder para desvelarnos radicalmente […] y sobre todo, porque no tiene una dimensión más allá de su eficacia comunicativa.

Nervo decía estar más orgulloso de su prosa que de su poesía. Pocos se han detenido en esto. Por ejemplo en “Las ideas de Tello Téllez”, escritas al final de su vida, se pueden leer páginas donde aparece un “maestro apócrifo” que luego veremos en Antonio Machado.

Sin embargo, el aliento que mueve sus composiciones ha sido capaz de atravesar las décadas y todavía un adolescente en 1962 —el suscrito— recitaba de memoria los versos de “La raza de bronce” que le hicieron notar a Porfirio Díaz que tenían musiquita. De hecho, esta facilidad armónica le costaría a Nervo el desdén de los escritores que vendrían después de él, más atentos a otros valores de la palabra poética.

EL MODERNISMO Y DARÍO
De Tepic a Jacona, Zamora, Mazatlán, México, Madrid, París, Uruguay. Los lugares por donde anduvo y residió Amado Nervo deslindan también un espacio cultural y una órbita de la letra escrita y hablada en español.

En París se hizo muy amigo de Rubén Darío, con quien compartió no sólo el domicilio sino también las tareas en la redacción de periódicos y revistas. Iban juntos a cafés, restaurantes y teatros, frecuentaban a los mismos amigos, como se desprende de la correspondencia de Nervo con su amigo Luis Quintanilla. La amistad entre Nervo y Darío se tradujo no sólo en colaboraciones puntuales sino en el tejido de una red. Nervo hacía publicar en México las colaboraciones de Darío y los autores promovidos por él. Juntos armaron una máquina de guerra llamada modernismo. Su fraternidad tenía también un lado humano. Nervo se había hecho amigo de Darío y de su pareja sentimental a la que había conocido en Madrid, Francisca Sánchez, la hija del jardinero de Alfonso XIII. Entre los tres se estableció una complicidad, convivían en el mismo espacio y esa alianza fue más allá de la muerte. Nervo visitaba a Francisca luego de la muerte del nicaragüense. Al morir Darío, Nervo escribió:

… Ha muerto Rubén Darío:

¡el de las piedras preciosas!

¡Cuántos años intensos junto

[al Sena vivimos,

engarzando en el oro de

[un común ideal

los versos juveniles que, a veces,

[brotar vimos

como brotan dos rosas a un tiempo

[en un rosal!

Hoy, ya tu vida, inquieta cual

[torrente bravío

en el Piélago arcano desembocó;

[ya posas

las plantas errabundas en

[el islote frío

que pintó Böcklin… ¡ya sabes

[todas las cosas!

Ha muerto Rubén Darío:

¡el de las piedras preciosas!

No es extraño que la estafeta del modernismo haya pasado naturalmente a manos de Amado Nervo. Muchas cosas tenían en común, además de las lecturas y del espíritu de su poética de la sinceridad y la naturalidad. Ambos eran capaces de imantar a las muchedumbres. La llegada tumultuosa de Darío a Veracruz en 1910 rima, en cierto modo, con el llanto de las multitudes a lo largo del continente durante el último viaje en barco de Amado Nervo en 1919, que las hacía salir a las calles para saludarlo. Darío llegando a Veracruz en 1910, Nervo llorado por multitudes en 1919. Cuando Ramón López Velarde se enteró de la desaparición del poeta, escribió:

Un periodista me dijo… murió Amado Nervo… Quedé impasible. En ello reconocí la eternidad del muerto, porque vivir o morir es secundario para él, en presencia de la perpetuidad de su obra. Para mí, él es el poeta máximo nuestro… El Nervo encantador que me sé de memoria, pleno, sobresaltado, místico, abundante de gracia, fiel a sí mismo, de urbanas y ágiles maneras, amartelado con cada creatura… Una sola cosa sabemos: que el mundo es mágico… Vamos de la vigilia al sueño como del deleite de un rubí al encantamiento de una perla…

MISTICISMO Y BOHEMIA
“¿Era Amado Nervo un místico?”, se preguntaba Max Henríquez Ureña en su Breve historia del modernismo (1954). Había materia documental para esa cuestión delicada, a la vez íntima y pública. Nervo tuvo la tentación de entrar por la puerta estrecha del sacerdocio al que renunció. Muchos entendían que era una especie de sacerdote expoliado, un defroqué. Títulos como Místicas (1898), Los jardines interiores (1905), En voz baja (1909), Serenidad (1914), Renunciación (1914), Elevación (1917), El estanque de los lotos (1919) y El arquero divino (1922, póstumo) denunciaban o sugerían esa vacilación. Por eso mismo, Nervo puede hablar de Hamlet en su poema “La raza de bronce” como de un “doliente hermano”.

Es cierto que Nervo leyó a Tomás de Kempis, quien urgía a sus lectores a la Imitación de Cristo: no a leer los Evangelios sino a ser Cristo. Es cierto también que por un momento, como queda claro en su poema, intentó esa terrible aventura. También es cierto que su frágil condición humana lo llevó a buscar el mundo, el amor y la felicidad profanas, y que el duelo por la amada perdida (La amada inmóvil) lo devolvería a ese camino de la desnudez y la búsqueda interior.

Falta estudiar con cuidado la evolución religiosa de este poeta de cuya sinceridad no se puede dudar. Y precisamente la sinceridad es, como apunta Carlos Monsiváis, una brújula de su actitud ética. Tal vez percibiendo esto sus lectores lo siguieron en sus libros, en vida y póstumamente. La historia editorial de Amado Nervo no puede desprenderse de esta recapitulación. No sólo eso. Habría que añadir a esa historia editorial oficial la caudalosa de las ediciones piratas. Nervo es en ese sentido un clásico. Pero sigue siendo un misterio. Un fantasma que recorre la historia de la poesía mexicana con su cauda anacrónica pero decididamente carismática, con su vidriosa fama, tan peligrosa para él como para sus lectores.

Los críticos y lectores de Amado Nervo, como la puertorriqueña Concha Meléndez, el hispanista norteamericano Alfred Coester, hasta Luis Leal y Manuel Durán, coinciden en dar cuenta de ese proceso por el cual Nervo deja atrás el cortejo afectivo del carnaval bohemio para adentrarse en las austeridades de una poesía a la par edificante y pedagógica. Este proceso pudo ser seguido abiertamente por el público que lo leía. Nervo se hizo un estandarte de la poesía entre las multitudes, pero al mismo tiempo fue perdiendo lectores entre los poetas más exigentes y comprometidos con los procesos de la vanguardia.

“Crea el mito del poeta que sabe templar no sólo las cuerdas íntimas sino la lira heroica.   La raza de bronce condensa un abanico de las posibilidades éticas y estéticas del mundo indígena y mestizo mexicano”.
VIGENCIA Y CELEBRIDAD
Un año después de su muerte, en 1920, la colección Cvltvra publica Los cien mejores poemas de Amado Nervo, escogidos y prologados por Enrique González Martínez —poeta que, con Alfonso Reyes, podría decirse su heredero—. Luego, en la Biblioteca Nueva en Madrid, con ilustraciones de Marco, se publican entre 1920 y 1928 los 29 volúmenes de las Obras completas al cuidado de Reyes. En 1943, el sello Espasa Calpe de Argentina edita sus Poesías completas, y en 1944 la Editorial Nueva España de México. En 1945, el sello argentino Calomino lanza treinta tomos de las Obras completas previamente editadas por Reyes. Casi tres décadas después, la editorial Aguilar publica en Madrid, en papel Biblia, dos volúmenes empastados con edición, estudios y notas de Francisco González Guerrero para los escritos en prosa: volumen I (1,454 pp.) y una parte del II (1,889 pp.). En ese tomo, las Poesías completas, abarcan más de 600 páginas; su edición estuvo a cargo de Alfonso Méndez Plancarte. No hay queja de su actualidad editorial. Si en el pasado fue objeto de numerosas ediciones, incluidas las piratas, actualmente la UNAM cuenta con la página “Amado Nervo: lectura de una obra en el tiempo” (http://www.amadonervo.net), dirigida por Gustavo Jiménez Aguirre.

Escribió cuentos, novelas cortas, historias varias, cuadros costumbris-tas, crónicas urbanas, literarias y teatrales, piezas de “teatro mínimo”, conferencias, discursos, libros, crónicas de viaje, cartas, textos autobiográficos, apuntes, ideas, aforismos. La vertiente poética no es menos caudalosa: las más de 600 páginas del tomo II impresas a doble columna abarcan Mañana del poeta (1886-1891), Místicas, Poemas (1894-1900), Cantos escolares, El éxodo y las flores del camino, Los jardines interiores, En voz baja, Serenidad, La amada inmóvil, Elevación, El estanque de los lotos, El arquero divino, La última luna (abril-mayo de 1919).

El pacto que sella la vocación poética de Amado Nervo es a la vez artístico y civil, poético y político, literario y religioso. Al redactar cada una de sus estampas líricas, al fraguar sus poemas y dejarse hablar por los espíritus de la letra que lo convocan y apremian, al reiterar en cada signo su apuesta espiritual y ética, interroga al mito y paralelamente crea el mito del poeta que sabe templar no sólo las cuerdas íntimas sino la lira heroica. En particular, “La raza de bronce” cifra y condensa un abanico de las posibilidades éticas y estéticas del mundo indígena y mestizo mexicano.

Al morir en Uruguay, Nervo es declarado “Príncipe de los poetas continentales” y “el más grande lírico de América”. El buque en que viaja rumbo a México el cadáver embalsamado del poeta es escoltado por naves de Argentina y de Cuba; llega cubierto por los pabellones de otros países  —como Venezuela y Brasil— que se han unido a Uruguay en el duelo. Un vistoso sarcófago diseñado y esculpido por el artista uruguayo José Zorrilla de San Martín arropa los despojos del poeta, que yace en la Rotonda de las Personas Ilustres.

Lo veneran las multitudes que lo han leído y lo siguen en procesión a lo largo de ese viaje póstumo que trae sus restos desde Banda Oriental hasta México, en un barco de guerra escoltado por una comisión de intelectuales, un  trayecto que dura casi medio año. Desembarca el 11 de noviembre en Veracruz. Ese día se declara luto nacional. El 14 de noviembre es inhumado en la Rotonda del Panteón de Dolores. El cortejo convoca a cerca de 200 mil personas.

EN LA CIUDAD LITERARIA
El nombre de Amado Nervo llegó a ser ejemplo del escritor despierto en las orillas del poema y en las de la prosa. También sinónimo del poeta a la vez oficial y popular. Tal vez no es extraño que Ramón López Velarde lo haya considerado como un ascendiente decisivo de su proyecto poético, ni que Octavio Paz lo lea a la luz de esa “religión del amor” que practicó López Velarde y desde luego él mismo, autor de La llama doble. Tampoco es casual que Reyes lo cite copiosa y naturalmente a lo largo de su obra, ni que le haya dedicado al menos su Tránsito de Amado Nervo, ni que la primera edición de sus Obras completas las editara el mismo Alfonso Reyes para la Biblioteca Nueva con elegantes ilustraciones en las portadas, estilo art déco, ni que la segunda edición, para el sello de Aguilar, se deba a los buenos oficios de Alfonso Méndez Plancarte. Amado Nervo ronda las calles de la ciudad literaria mexicana e hispanoamericana como una sombra fiel a su propia hora.

Fue un poeta religioso. Buscó el fantasma o la presencia de lo sagrado no sólo en el ámbito litúrgico sino aun y sobre todo en el amor o en los amores imposibles. Octavio Paz, Alí Chumacero, José Luis Martínez, Juan José Arreola —me consta— se sabían de memoria poemas y versos de Nervo. Tampoco es casual que Carlos Monsiváis le haya dedicado su libro Yo te bendigo, vida. Amado Nervo: Crónica de vida y obra: su memoria pagaba así una deuda con el autor de tantos poemas citados y re-citados por él mismo.

Quizás sólo los estudiosos están conscientes de que la obra de Amado Nervo permanece aún por descubrir. Un ejercicio que puede distraer de la lectura gastada de la poesía cívica o de las efusiones sentimentales es el de espigar en los versos y la prosa de Amado Nervo las composiciones que le dedicó desde su juventud hasta su edad madura a Siddhartha Gautama, Buda, de las cuales hay ejemplos en la antología de Jorge Cuesta y en el Ómnibus de poesía mexicana de Gabriel Zaid, otro lector suyo. Nervo fue un hombre de su tiempo, es decir, es uno de nuestros soterrados contemporáneos. Pero su escritura poética se sobrepone a la silueta del hombre de letras que, a pesar de la admiración oficial, aún no ha merecido una biografía digna de ese nombre, ni una nueva, rigurosa y actualizada versión de sus Obras completas.

Debo reconocer que me admira el entusiasmo —cívico o religioso, sentimental o pánico— que estremece algunos poemas suyos y esa peculiar, inconfundible musicalidad de su escritura poética que el lector encuentra en antologías, libros de texto y, desde luego, en los versos de otros poetas que a veces lo re-escriben sin atreverse a citarlo.

“No es extraño que Ramón López Velarde lo haya considerado ascendiente decisivo de su proyecto poético, ni que Octavio Paz lo lea a la luz de esa ‘religión del amor’ que [él mismo] practicó”.
OTRAS LECTURAS
Octavio Paz afirma en su ensayo sobre Amado Nervo de 1950: “Después decide desnudarse. En realidad se trata de un cambio de ropajes. El traje simbolista, que le iba bien, es sustituido por el gabán del pensador religioso. La poesía perdió con el cambio sin que ganara la religión o la moral”. Y Eduardo Lizalde recuerda, en su ensayo sobre Manuel Gutiérrez Nájera:

del Nervo brillante, lírico, enamorado, romántico-modernista de la primera etapa, todo el mundo habló bien; en cuanto entró al misticismo y a los sermones del género catequista, todos odiaron discretamente la poesía de Nervo, incluidos sus discípulos y admiradores.0

A su vez, Salvador Elizondo precisa: “Según muchos, Amado Nervo (1870-1919) es el más grande poeta modernista mexicano, pero su condición más exacta es la de ser el más modernista de los poetas mexicanos de su época”.11 Es, en cualquier caso, un poeta que suscitó en vida y todavía sigue despertando fervores y distancias. Entusiasmos y reticencias, precisamente por esa lealtad a su camino interior, a su vocación artística, poética o religiosa.

Es cierto, como recuerda Carlos Monsiváis, que Amado Nervo fue quizá uno de los últimos avatares del poeta inspirados por “una fe religiosa, la mística del verbo”.12 Ese fervor se daba tanto en el ámbito privado como en el espacio público. Según lo señala Monsiváis: “De entre los modernistas, Nervo es el más abiertamente religioso a la antigua usanza, y anhela la transfiguración, el acto mediante el cual el escritor deviene sucesión de formas diáfanas”.13 Monsiváis pone como ejemplo un poema de este proceso:

TODO YO
Todo yo soy un acto de fe.

Todo yo soy un fuego de amor.

En mi frente espaciosa lee,

mira bien en mis ojos de azor:

¡hallarás las dos letras de FE,

y las cuatro, radiantes, de AMOR!

Si vacilas, si deja un porqué

en tu boca su acerbo amargor,

¡ven a mí, yo comienzo, yo sé!

Mi vida es mi argumento mejor.

Todo yo soy un acto de FE.

Todo yo soy un fuego de AMOR.

Febrero 9, 191514 


Notas
1 Amado Nervo, Obras completas, tomo II, “Prosas-Poesías”, edición, estudios y no-
tas de Francisco González Guerrero (prosa), introducción y noticia biográfica de Alfonso Méndez Plancarte (poesías), Aguilar, Madrid, 1952, p. 1216.
2 Enrique de Olavarría y Ferrari, Reseña Histórica del Teatro en México, 1538-1911, prólogo de Salvador Novo, Editorial Porrúa, México, 1961.
3 José Luis Martínez, Literatura mexicana siglo XX, 1910-1949, Antigua Librería Robredo, México, 1949, p. 153.
4 En Obras completasop. cit., pp. 993-994.
5 Amado Nervo, Un epistolario inédito. XLIII Cartas a don Luis Quintanilla, prólogo y notas de Ermilo Abreu Gómez, México, Imprenta Universitaria, 1951.
6 Ramón López Velarde, “La magia de Nervo”, en Obras, edición de José Luis Martínez, Fondo de Cultura Económica, México, 1971, pp. 502-503.
7 Véase Concha Meléndez, Amado Nervo, Instituto de las Españas en los Estados Unidos, Nueva York, 1926, y Manuel Durán, Genio y figura de Amado NervoEUDEBA, Buenos Aires, segunda edición, 1969, 223 pp.
8 Amado Nervo, Obras completasop. cit.
9 Carlos Monsiváis, Yo te bendigo, vida. Amado Nervo: crónica de vida y obra, Gobierno del Estado de Nayarit, Hoja Casa editorial, México, 2002, 120 pp.
10 Eduardo Lizalde, Tablero de divagaciones, tomo IFCE, México, 1999, pp. 19-20.
11 Salvador Elizondo, Museo poético, segunda edición, Aldus, México, 2002, p. 27.
12 Carlos Monsiváis, op. cit., p. 41.
13 Ibid., p. 44.


14 Ibid., pp. 41-44.