lunes, 13 de agosto de 2018

La poesía de Margarita Villaseñor

12/Agosto/2018
La Jornada Semanal
José María Espinasa

Como ya he dicho en anteriores ocasiones, el éxito de la antología Poesía en movimiento, con más de cincuenta años de haber sido publicada, hizo que ante el lector cada vez más minoritario del género una buena parte de la lírica que se escribía quedara en el olvido: no era moderna. Es evidente que en ese juicio hay 
no poca justicia. Pero también lo es que, en su nom­bre, se ningunearon obras con más valores de los que se cree y, sobre todo, la modernidad, después de un efímero boom, alejó a los lectores de la poesía. Esto sucedió de manera subrayada con las dos últimas generaciones de la antología citada, es decir las entonces más jóvenes. No estuvieron en la selección ni Eduardo Lizalde ni Gerardo Deniz: su movimiento no era el que la antología tenía presente, pero la lectura que hoy hacemos de ambos está claramente en la figura trazada por ella. En cambio, hay una poesía más tradicional, que no inmóvil, de características muy distintas que valdría la pena recuperar en su justa medida. Y en parte eso está ocurriendo.
La poesía de Dolores Castro está ya disponible en el Fondo de Cultura Económica desde hace varios años para el lector interesado. En esa misma editorial lo estuvo hace ya tiempo la de Roberto Cabral del Hoyo. Cuando escuche al poeta zacatecano leer su poesía por los primeros ochenta me resulto emocionante ver ese acento convencional y pueblerino, que yo creía ya olvidado, convertido en buena poesía. Hace unas semanas se celebró un homenaje a Dolores Castro por sus noventa y cinco años. Fue también emocionante oírla leer sus poemas, con su voz apenas en un hilo ante los atentos escuchas. No es que la edad les dé una calidad que no tienen, ya la tenían antes, pero nuestra obsesión por la modernidad nos impide verla, oírla, sobre todo. Los acentos tradicionales se dan en varios registros: la forma métrica y la actitud personal ante 
el yo lírico.
Con la generación de nacidos en los treinta, la más marcada y la más protagónica de Poesía en movimiento, las cosas también tienen su miga. 
Y la nómina de poetas se reorganiza con base en el gusto del lector y en la aparición de nuevos nombres que no estaban allí por razones previsibles. Justo en estos días circula un libro llamativo en esta corriente de revisión de los escritores de esa época. La Universidad y el Gobierno de Guanajuato han publicado la Poesía reunida, de Margarita Villaseñor (1932-2011), en una cuidada edición a cargo de Carlos Ulises Mata. Ella es un caso extraño. Tuvo protagonismo público en cierto momento e incluso recibió el Premio Xavier Villaurrutia, por su poemario El rito cotidiano. Gozó también de cierto éxito como guionista para culebrones televisivos (a ella se debe El extraño retorno de Diana Salazar). Por edad pertenece a la generación de escritores guanajuatenses que va de Jorge Ibargüengoitia a María Luisa Mendoza.
La edición viene precedida por un breve pero muy buen prólogo del narrador Enrique Serna, quien la trató y fue su amigo. Serna, con gracia y desenfado, traza el retrato de una poetisa –la palabra está en desuso, pero a ella le cuadra muy bien– con fuerza vital, alegría de vivir en medio de los dramas personales y amplio conocimiento literario. Si bien el nombre de Margarita Villaseñor no me era del todo desconocido, nunca había leído su poesía. Atraído por el dibujo que de ella hace Serna me puse a leerla y realmente fue una sorpresa. Me esperaba la típica escritora de provincia, de pasiones arrebatadas resueltas en lugares comunes de una cursilería que no se atreve a decir su nombre, pero me encontré con una poesía rigurosa, trabajada en términos que hoy consideraríamos clásicos, muy influida por la estética de Juan Ramón Jiménez, tono del que se fue liberando con los años. Su lírica no es abundante y como cuenta en su introducción Carlos Ulises Mata, fue escrita de manera espaciada a lo largo de los años y muchas veces en respuesta a sinsabores personales, crisis y desamores, con la voluntad catártica tan usual en una época.
Otra sorpresa. El primer libro de esta autora, fruto del duelo ante la muerte en un accidente de motocicleta de su novio adolescente, lleva como entrada unos breves e inspirados versos que el poeta Pedro Garfias, amigo de su familia, le escribió al conocer el poemario: “Si se apaga este amor ¿seapagará esta voz?/ ¿Entornarán sus párpados, de vena roja, el sol?/ ¿Se hará la luz escombros, ceniza el corazón?/ ¿Se apagará esta voz, si se apaga el amor?” Curioso tino del gran escritor español para definir el tono que ella tendría toda su vida. En alguna ocasión, hablando también de Poesía en movimiento, señalé que esa idea de modernidad en realidad seguía siendo modernista, en la cauda del Darío de Cantos de vida y esperanza, y eso pensé al leer el epígrafe de Garfias y la poesía de Villaseñor. La rápida primera y sorprendida lectura de esta poesía tiene que llevar después a una más cuidadosa revisión de sus valores, pero esta primera impresión me llevó a pensar en esa cruel condición del olvido que reviste ahora la llamada “fama literaria”.
Crecí con la idea de que la poesía era una condición de excepción, que no se leían, y desde luego, no se escribían poemas como se escriben novelas policíacas. Pero esa idea es también en parte la culpable de que la poesía no se lea, no forme parte de nuestro entorno y ni su lectura ni su escritura sea un hecho común, suponiendo que lo haya sido algún día. Pero tal vez lo más excepcional de la poesía sea que pueda volverse una práctica, como ocurre en la adolescencia, de carácter cotidiano y natural y que su condición de excepción ocurra en esa atmósfera en que más que leerla se la respira. Por eso es tan importante la labor de recuperación y rescate de esos escritores olvidados que son legión. La labor de la crítica es leer sin prejuicios, revisar nuestro árbol genealógico literario. Si no había leído antes a Margarita Villaseñor fue probablemente por prejuicio. Ahora, gracias a esta edición puedo subsanar mi error. Ojalá a más lectores les ocurra lo que a mí y se sientan sorprendidos por la poesía de esta autora

sábado, 11 de agosto de 2018

Cinismo, literatura y pensamiento

11/Agosto/2018
El Cultural
Carlos Velázquez

La literatura mexicana atraviesa por una fase peculiar. Por un lado se produce el efecto de que se encuentra en decadencia y al mismo tiempo se presume de una vitalidad sin cortapisas. Se cuestiona su calidad, pero contamos con escritores como Antonio Ortuño o Yuri Herrera que le garantizan una salud envidiable. Se publica demasiado y sin embargo pocos son los libros realmente significativos. Vivimos un momento editorial boyante y sin embargo las mesas de novedades siguen esclavizadas por las enésimas rediciones de clásicos latinoamericanos, Fuentes, Vargas Llosa, etcétera. Se establecen listados de autores como México 20 y se publican antologías como no ocurría en el pasado inmediato.
Para arribar a este peculiar momento la literatura tuvo que experimentar un hueco.
Un vacío que va de Cerca del fuego (1986) a Un asesino solitario (1998). Casi diez años en los que el desarrollo de las literaturas regionales y la literatura del Centro entró en periodo de incubación. La década perdida tuvo en el núcleo de sí misma a una figura: Guillermo Fadanelli. Quien no sólo sostuvo la narrativa del Centro, antes de la irrupción de Enrigue, sino que mantuvo vigente la literatura mexicana en uno de sus momentos de mayor transición. Una proeza que cristalizaría con la publicación de Lodo (2002), uno de los clásicos modernos de nuestras letras.
¿CRISIS? ¿CUÁL CRISIS?
La literatura mexicana ha vivido en constante crisis desde los sesenta. Una vez agotado el modelo pseudocosmopolita y posrevolucionario, la literatura mexicana se vio en la encrucijada de continuar narrando el paraíso exótico de Macondo o responder a la exigencia de contar la realidad de un continente que se caía en pedazos. Y a esa demanda respondieron varios productos literarios. Entre ellos Cerca del fuegoEl asesino solitario y Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1998). La realidad de este país se mide en sexenios.
El continente necesitaba voces radicales que describieran la realidad aplastante que se vivía en parte gracias al resquebrajamiento de las instituciones. De Cuba, Pedro Juan Gutiérrez, de Colombia, Fernando Vallejo, de Chile, Pedro Lemebel y de México, Guillermo Fadanelli, comenzaron a desenmascarar el embuste del bienestar promovido por la América Latina del realismo mágico. Existe un punto de encuentro entre la narrativa de Fadanelli y Sam Shepard. En ParísTexas, hay una escena en la que Harry Dean Stanton se cruza en un puente con un homelessque a grito pelado clama el final de los tiempos. Es el comienzo de Clarisa ya tiene un muerto (1999). Con la aparición del predicador, Fadanelli se desmarcaría del resto de sus contemporáneos. Daba reporte de una Ciudad de México ajena a la literatura. Y no era otra sino la misma de todos los días. Pero desprovista de romanticismo. Observada con los mismos ojos que la observaban día a día millones de personas. Reflejo a la vez de un país desolado.
En la actualidad la literatura mexicana reflexiona demasiado sobre sí misma. Más que nunca en su historia. Es interesante que estas preocupaciones no se presentaran cuando fueron las corrientes marginales las que alimentaron la transformación del panorama. La inquietud presente por contar con una literatura salubre ha modificado la producción literaria en el país. La academia gana terreno y lo que se escribe ahora en México carece del arrojo que hubo en el pasado. Fadanelli es un producto proveniente de corrientes marginales. Su adhesión a la filosofía dejó constancia desde el principio. Fuera de unos pocos autores, como Fadanelli o García Ponce, en nuestro país la filosofía no arraigó en el pensamiento del literato. La República de las Letras optó por la metaliteratura. Aquella que no habla de la vida o las tribulaciones del hombre o la condición humana. La literatura que sólo tiene como tema la literatura misma.
La literatura del Centro está en deuda con Fadanelli más de lo que cree. Alzó la mano por la narrativa capitalina mientras la literatura norteña clavaba la bandera de un estilo y una moda; dotó a las letras del Centro de un lenguaje auténticamente loco, como correspondía; y mientras la ciudad perdía protagonismo en las letras nacionales, él continuó situándola en el centro de su ficción. Primero como cuentista, después como novelista y luego como pensador. Sin su presencia la narrativa del Centro habría demorado más tiempo en recobrarse de la deforestación ideológica y estilística inaugurada con La región más transparente.
Antes que la clase media chilanga volviera a ocupar un espacio en la literatura mexicana, Fadanelli la mantuvo viva. Fadanelli tuvo que esperar a la clase media para que lo acompañara en el campo literario. Dicha clase está en deuda con él. Pero no se trata de un héroe. Se trata solamente de un escritor que se dedicó a hacer su trabajo. Ajeno por completo a cualquier generación. 

Fadanelli ha cultivado un aislamiento a prueba de balas y prebendas. A diferencia de Monsiváis o Poniatowska, jamás ha aparecido en fotos con políticos. Es un espécimen en extinción dentro de las letras nacionales.

LA CONSTRUCCIÓN DEL MITO
En la edición de Debate de Lodo la foto de solapa muestra a un Fadanelli sentado, calvo y con unos lentes de sol casi de diadema. A sus 39 años ha escrito una novela que en 2003 sería finalista del Premio Rómulo Gallegos. Perdería con la obra de otro loco, Desbarrancadero de Fernando Vallejo. Pero bien pudieron haberse declarado ganadoras a ambas novelas, como ocurre con frecuencia en otros certámenes. En la lista de ganadores del prestigioso concurso aparecen cuatro mexicanos. Fuentes, Del Paso, Poniatowska y Mastretta.
Guillermo Fadanelli nació en la Ciudad de México en 1963. En 1989 fundó junto a sus compinches la revista Moho, que encarnaría después en editorial. Y debutaría autores como Wenceslao Bruciaga. La vida de Fadanelli no es muy distinta de la de cualquier mexicano. Parte de su biografía se puede rastrear en sus libros. Como a los autores valiosos, la vocación lo pescó a él y no al revés, como sucede ahora con la gente que decide dedicarse a la escritura. Es difícil imaginarse a Fadanelli en un máster de literatura. Sea en la Pompeu Fabra o Cornell.
En sus inicios como cuentista, Fadanelli describía su realidad circundante. Poco a poco fue incorporando a su obra fragmentos de su biografía, sin pisar de lleno la no-ficción. Y con el paso de los años se ha convertido más en un pensador que en literato. Su producción novelística no se ha detenido, pero ha dejado bien claro que sus preocupaciones se centran en otro lugar. Un sitio que ha desgranado en sus textos ensayísticos. El idealista y el perro, Insolencia y Meditaciones desde el subsuelo es una suerte de trilogía que ha mantenido al autor ocupado poco más de un lustro.
Fadanelli no es un hombre de escándalos. Pero es imposible no recordar aquel en el que fue metido involuntariamente una tarde cuando la conductora de espectáculos Paty
Chapoy ocupó unos segundos del programa Ventaneando para despotricar en contra de La otra cara de Rock Hudson. Es la mejor clase de publicidad que alguien puede recibir. No sólo es una anécdota chistosa. El trabajo de Fadanelli logra su cometido, es decir, sus aspiraciones. Incomodar a través de una historia que reflejara la realidad nacional. No importa que fuera un malentendido. Que la conductora comprara el libro por equivocación. Por pensar que era una biografía del autor. Este episodio dice mucho del poder de Fadanelli. Que su libro cayera en manos de gente que en su vida ha leído es sobre todo un triunfo de su literatura.
Pocos escritores tienen el don de la palabra como Guillermo Fadanelli. Su solvencia para expresar ideas sólo es comparable a la de Juan Villoro. Un hombre puede ser sabio en dos ocasiones. Cuando habla desde la cima de su experiencia. Y cuando habla desde la cima del lenguaje. Fadanelli es de los últimos. Su facilidad de palabra la ha puesto siempre al servicio de las ideas. Lo que lo ha convertido en un excelente conversador. Pese a estos atributos, es especialista en el arte de quedarse solo. Fadanelli ha cultivado un aislamiento a prueba de balas y prebendas. A diferencia de Monsiváis o Poniatowska, jamás ha aparecido en fotos con políticos. Es un espécimen en extinción dentro de las letras nacionales.
Una literatura que lo llevó a ser fichado por la editorial Anagrama con una antología de relatos. En 2004, cuando apareció Compraré un rifle, era impensable que un autor ingresara a una editorial como esa con un libro de relatos. Y menos con una antología. Y aunque los relatos no eran inéditos, eran desconocidos para el público español. Lo que habla de la acuciosa imperiosidad con la que era requerida la presencia editorial de Fadanelli en España. Si bien la editorial catalana tenía entre sus publicaciones a unos cuantos outsiders, era necesario detentar una calidad muy alta para pertenecer a ese club hasta entonces selecto. La calidad de Fadanelli nunca fue moneda de cambio trasatlántico. No porque no la tuviera, al contrario. Sino por su cualidad trashy. Fadanelli hacía videos, apadrinaba grupos de rock, fanzines, etcétera, pero debajo de toda esa fascinación por el underground habitaba un autor con grandes ambiciones. Que se consolidarían con el paso del tiempo y de los libros. Y que hoy lo mantienen como una de las figuras más insobornables del panorama.
Las solapas de sus libros presumen que desertó de la universidad, que es un boxeador fallido y que fue arriero, vendedor de árboles de navidad en Nueva York y dependiente de mostrador de una pastelería en Madrid. Cuesta menos imaginarlo así, con las manos embarradas de betún de chocolate que en un programa de escritura creativa. Es autodidacta. Y pese a que ha tenido muchos golpes de suerte continúa siendo un descreído. Su cinismo lo mantiene ajeno a las fruslerías del medio literario. Afirma que los premios que ha ganado son producto de un equívoco. Y de los apoyos gazmoños (becas) de parte del Estado tiene una opinión bastante relajada. Los considera limosnas. Y nunca va a estar en contra de formarse en la fila para recibir unas migajas. Ese es Fadanelli. Un autor que lo fagocita todo, incluso a sus colegas, con tal de mantenerse en el camino de la escritura.

Es autodidacta. Y pese a que ha tenido muchos golpes de suerte continúa siendo un descreído. Su cinismo lo mantiene ajeno a las fruslerías del medio literario. Afirma que los premios que ha ganado son producto de un equívoco.

LA DESTRUCCIÓN DEL HOMBRE
Fadanelli considera que la autodestrucción es una herramienta útil para el conocimiento de uno mismo. Partidario de los excesos, es un dipsómano congraciado, a sus 55 años conserva un buen estado de salud. Resultado de su faceta de basquetbolista de ocasión. Deporte al cual profesa cariño y ha tratado en su novela El hombre nacido en Danzing.
Pero también, y sobre todo, de su afición por el trote. En El billar de los suizosMemorias atendidas, declara que su salud es la enfermedad bien llevada. En ocasiones ha manifestado que trota tres veces a la semana. Cuesta imaginarlo, pero no porque esté reñido con el deporte. Porque sus cavilaciones parecen de otro orden. Y sin embargo es imposible que un pensador no sea un adicto a la caminata. En todo caso, Fadanelli ha sabido pregonar la destrucción y ha conseguido hacer lo necesario para mantenerse en forma. Y su condición escritural también se encuentra activa. Así lo demuestra su columna de los lunes en El Universal.
Fadanelli ha llevado la destrucción hasta sus últimas consecuencias. Su obra, a menudo asociada con el realismo sucio, demostró ser algo más con la publicación de Lodo. Metafóricamente, Fadanelli se anuló a sí mismo para tomar una nueva dirección. Esto es imposible no relacionarlo con la vida de Dennis Rodman. Existe una cinta casera que cuenta la vida del basquetbolista. Una noche, cansado de tantos problemas de armas y drogas, Rodman se encerró en su coche con una pistola. Y llevó a cabo una muerte simbólica. Salió de ahí convertido en otro para ser campeón de la NBA.
Sin el dramatismo del defensivo del año en 1990 y 1991, Fadanelli le ha impreso a su trabajo giros radicales. Primero con Lodo y después con su obra ensayística. Lo que lo ha exonerado de ser un autor complaciente consigo mismo, con los lectores y con los editores. Y ha mancillado esa imagen indolora que tiene el mundo editorial de convertir al escritor en una máquina productora de novelas. Una al año si es posible. En resumen, Fadanelli ha hecho lo que se le antoja. Y ese es un lujo que no todo mundo puede darse.

Lodo trajo un respiro a lo que ofrecía la literatura mexicana. Lo que no sabíamos es si queríamos ese respiro.

UN ANIMAL MORAL
La literatura mexicana reciente tiene muchas obras pero carece de personajes entrañables. Quizá el mejor personaje que haya producido en los últimos años sea Benito Torrentera. El protagonista de Lodo no es un alter ego de Fadanelli. Pero bien podría ser el autor de Meditaciones desde el subsuelo.
Habría que preguntarle a Fadanelli si se siente más a gusto ahora en el ensayo que en cualquier otro género, arriesgándonos a suponer que se sienta a gusto con algo. Su trasbordo a lo ensayístico lo ha metamorfoseado de raro en más raro. Y no por otra cosa sino porque el moralista que habita en él siente más deseos de pronunciarse que nunca. Si en el futuro la humanidad toca fondo no quepa duda que Dostoievski se convertirá en el escritor más popular. Fadanelli lo sabe. Él es también un moralista. Y como tal ha decidido llevar hasta sus últimas aspiraciones las tribulaciones de Torrentera.
Al momento de su publicación, Lodo trajo un respiro a lo que ofrecía la literatura mexicana. Lo que no sabíamos es si queríamos ese respiro. De lo que no había duda era de que lo necesitábamos. Era una moneda al aire con todas las de la ley. Un profesor de filosofía decide visitar Tiripetío, Michoacán, porque fue ahí donde cinco siglos antes se impartió la primera cátedra de filosofía en México. Una chica, Eduarda, asalta un Oxxo y busca refugio en el departamento del catedrático y después él convierte su expedición en una huida.
El argumento de la que por muchos ha sido nominada como la novela de la década, es la antítesis de lo que la narrativa de Fadanelli promovía hasta el momento. Decía Bukowski que el escritor tenía que arriesgar. Y Fadanelli atendió bien a sus palabras. Qué tremenda conversión moral tuvo que pasar para idear esta trama. No es complicado imaginar a Fadanelli arrastrarse de un lado a otro con el argumento metido en la cabeza. Si en su momento Rayuela funcionó como una guía jazzística, Lodo se ha convertido en un referente de lecturas filosóficas.
Torrentera es un sibarita que se regodea con añejas ediciones de libros y vino tinto. Y mientras conduce su coche desgrana su conocimiento. Pero es ante todo un mortal al servicio de sus debilidades. Las mujeres. Flor Eduarda para ser precisos. Y como si se tratara de una novela de forajidos en un giro inesperado, Lodo termina con un profesor de filosofía en la cárcel. Que no es otra cosa que la metáfora del pensamiento. La mente, de la cual no podemos escapar por más Cioran que consumamos en el desayuno.
En estos momentos Fadanelli se encuentra más cercano del Bukowski de El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco que del autor de El día que la vea la voy a matar.
COMPRARÉ UN RIFLE Y LOS MATARÉ POR CABRONES
Si un día se instaura el Salón de la Fama de la Literatura Mexicana al primero que tendríamos que ingresar es a Fadanelli.

martes, 24 de julio de 2018

La China Mendoza, María Luisa: La O por lo redondo

22/Julio/2018
Jornada Semanal
Elena Poniatowska

Con él, conmigo, con nosotros tres es el inicio de la literatura de 1968. María Luisa Mendoza fue la primera en hablar de la masacre del 2 de octubre en esa excelente novela y nadie parece recordarlo. Marcela del Río, sobrina de don Alfonso Reyes, es otra autora del ’68 que hemos olvidado. Los líderes estudiantiles escogieron el periódico El Día para publicar sus manifiestos y María Luisa Mendoza habló incontables veces del Movimiento en su columna “La O por lo redondo”. Fundadora y gran colaboradora del periódico El Día, en un momento dado dirigió al suplemento cultural El Gallo Ilustrado e hizo una columna muy celebrada: “El buen llantar”.
Quise mucho a la China Mendoza. Se parecía a Jesusa Rodríguez en sus reivindicaciones, sus gritos, su inventiva y su capacidad de imponerse con su ingenio y su seducción. La conocí en un departamento pequeño con vista al Paseo de la Reforma, casada con Eduardo Deschamps, de Excélsior. El lujo de la pareja era un sillón rojo de alto respaldo: “Ahí hacemos el amor”, me lo señaló la China. Alberto Gironella y “Bambi” (Ana Cecilia Treviño) la festejaban y la China empezó a vestirse con trajes Chanel que cortaba y cosía “Bambi” con muchos botones y galones de general. Monsiváis y Sergio Pitol visitaban a “la Mendoza”. Crítica de teatro, la China Mendoza cubrió toda una época con su ingenio, su barroquismo y su creatividad. Su columna “La O por lo redondo” era lo primero que leíamos en El Día en aquel ’68 y sus editoriales al lado de los de José Alvarado y Francisco Martínez de la Vega fueron el sostén del Movimiento Estudiantil.
Enamorada del presidente chileno Salvador Allende, lo siguió durante todo su periplo en México al lado del entonces presidente Luis Echeverría Álvarez. También viajó a Chile, invitada por Salvador Allende, e hizo sobre él un documental: Compañero presidente.
Enamorada de su lugar de nacimiento, Guanajuato, le fue leal a su barroquismo, a sus calles empinadas, a la Presa de la Bulla, la casa de Diego Rivera y la iglesia de Nuestra Señora de Guanajuato. Nunca dejó de ponderar a su estado, por el cual resultó diputada a mucha honra, porque su padre también lo había sido.
Joaquín Mortiz publicó sus tres novelas: Con él, conmigo, con nosotros tres, De Ausencia El perro de la escribana, que innovaron con su peculiar talento una forma del lenguaje que le surgía de las entrañas. Con su voz reclamadora y sonora, solía gritarle desde la calle a Joaquín Diez Canedo, antes de subir la escalera de la editorial Joaquín Mortiz: “¡Joaquín, te amoooooo!”, los vecinos salían a ver qué diablos podía estar pasando y Joaquín se escondía tras su sillón catedralicio para luego advertirle con su pipa todavía en la boca: “China, por favor no hagas eso. ¿No te has dado cuenta de que soy tímido?”
La China se quejaba con él: “Nadie me quiere, nadie me publica, nadie me paga, nadie me pela. Nadie me mira, le hacen caso a Zutanita que es una tarada, imbécil. Ayer, en la exposición de Cuevas, Fulanito se hizo el que no me conocía… ¿Tú crees? Todos me olvidan. No me mencionan, no me invitan, no me incluyen en las antologías, no existo… Me va tan mal como a Elena Garro. Oye Joaquín, vamos a tomarnos un tequilita…”
-China, son las once de la mañana…
Gran compañera de viaje, de conferencias y exposiciones de Sergio Pitol y de Carlos Monsiváis, se separó de ellos al acercarse al entonces presidente de la República Luis Echeverría Álvarez.
Héctor Azar, Gabriel García Márquez y el arquitecto Manolo Larrosa, a quienes ella consideraba sus hermanos, murieron antes que ella no sin reconocer su talento, su ingenio, su originalidad, su capacidad amatoria y su Volkswagen. Inventó palabras como “gentedad” y otras muchas memorables. Escucharla fue un privilegio, el estallido de infinitas luces de Bengala, ocurrencias que enriquecían el lenguaje y hacían felices a sus oyentes. Alberto Gironella y Carmen Parra la adoraron y la Chinaconservó en los muros de su casa en la calle de Sabino obras de Pedro y Rafael Coronel, Cuevas, Corzas y Parra, así como iconos y santos traídos de París, Varsovia, Barcelona, Madrid, porque hasta San Petersburgo conoció, siempre a la búsqueda del tiempo perdido de Proust. Su casa revelaba su personalidad avasalladora, sus conocimientos de pintura y literatura, sin olvidar el teatro del que fue crítica y puntal en un momento de su vida. Las dos amamos a los perros y ella me llevó a un psicoanálisis de grupo con un médico que usaba un horrible traje rojo vino, Jaime Cardeña (a mí el que me gustaba era Ramón Parres), quien me corrió porque yo no soltaba la sopa y sólo recortaba al prójimo y de paso también a él.
Ahora ya todo eso se lo llevó el viento y pienso en la China volando en el cielo, cometa de papel de china, a quién pronto iré a alcanzar para planear las dos envueltas en periódicos invisibles, acompañadas por el sonido hoy también inaudible de un batallón de aguerridas máquinas Remington de las que ya nadie tiene el menor recuerdo.

La China Mendoza: Ausencia Bautista soy yo

22/Julio/2018
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Hacia fines de la década del ochenta y hasta mediados de los noventa, busqué y entrevisté a los escritores mexicanos cuya literatura me interesaba o había despertado en mí alguna seducción. Fue así como conversé con varios de ellos, y este fue el caso de María Luisa la China Mendoza, cuya novela De ausencia (1974) me parece notable. No la traté muchas veces, pero coincidimos en varias actividades literarias. En una de las últimas compartimos mesa, en la Sala Manuel m. Ponce del Palacio de Bellas Artes, en julio de 2012, durante la presentación del libro Nahui Ollin: Sin principio ni fin, de Patricia Rosas Lopátegui, con la autora y con Beatriz Espejo, Silvia Molina y Nadia Ugalde. María Luisa Mendoza murió el 29 de junio de 2018. Rescato esta entrevista que realizamos en mayo de 1990, con motivo de sus sesenta años de edad.

Al recordar su infancia, se define como voraz devoradora de libros, en lo cual mucho tuvo que ver la debilidad de su organismo. “Fui una niña enfermiza –dice–, siempre estuve en cama, tuve todo el inventario de las enfermedades infantiles y ello provocó en mí a la ávida lectora, lo mismo que debió provocar a la escritora. En mi infancia, mientras mis primos jugaban al sol y se metían al mar o al lago, yo leía; porque estaba encerrada, maniatada por alguna enfermedad que podía ser tos ferina, rubeola, anginas, tifoidea, eczema nervioso, reuma, en fin una de tantas enfermedades que hicieron nacer en mí la vocación de lectora y escritora”.
Es María Luisa Mendoza, a quien sus amigos del medio literario conocen como la China; autora de tres novelas significativas en nuestras letras, la segunda de las cuales es, sin duda alguna, su obra más destacada: Con él, conmigo, con nosotros tres (1971), De ausencia (1974) y El perro de la escribana(1980). Ha publicado también un libro de cuentos: Ojos de papel volando (1985) y dos volúmenes de ensayos: La O por lo redondo (1971) y Las cosas (1976). En 1989 apareció un tomo que recoge una parte sustancial de su obra periodística: Trompo a la uña.
Guanajuatense (nacida el 17 de mayo de 1930), María Luisa Mendoza ejerció el periodismo muchos años, sin descuidar su vocación de narradora. Con un estilo inconfundible paladea las palabras, las arracima y luego las va desgranando en la página para llegar a donde desea. Huye de la línea recta; prefiere el camino oblicuo. A propósito de esta actitud, el crítico estadunidense John s. Brushwood ha escrito: “El lenguaje de María Luisa Mendoza trastoca la realidad con sus largas oraciones, con varias reflexiones intercaladas, con sus juegos de palabras y su ritmo coloquial que genera un efecto de canto sin fin, su proustianismo popularizado”.
Con voz segura y por momentos enfáticamente disgustada por el trato que, a decir de ella, le han dado los grupos intelectuales de México, María Luisa Mendoza les reclama y les advierte: “Es increíble la misoginia que hay en México. A las escritoras nos ningunean; desde luego ya no nos pueden evadir o ignorar, pero sí ningunear. Yo soy una gran ninguneada de la literatura de mi patria y a veces mis más íntimos amigos me ningunean. Pero no me importa, porque no soy monedita de oro, pero sí voy a ser muertita de oro, porque cuando yo me pele, mi obra será validada cuando toda la runfla de mafiosos desaparezca de la faz de mi tierra, de la faz de mi país.”

La pasión por escribir

¿Cómo se inició en la literatura?
–Escribiendo mis diarios; los prodigiosos, llevados y traídos, cursilones, diarios. Un diario es siempre cursi, pero escrito por una mujer es aún más cursi. Sin embargo, cuando releo esos diarios, avergonzadísima de la cursilería espeluznante de toda mi adolescencia, veo que hay en lo profundo de toda aquella hojarasca la pasión por escribir. Los diarios son deleznables, nada de ellos es recuperable, salvo el ejercicio mismo de la escritura. Por otra parte, yo aprendí a escribir leyendo. Si no se lee no se puede escribir, es inútil.
¿Qué es para usted la literatura?
–Es mi geografía real, el mapa de mi destino, donde me desenvuelvo mejor que en otro lugar; porque allí no envejezco, no carezco de belleza, soy un ser feliz. La literatura es el universo de la imaginación. A mí no me importa estar sola, no ir a un viaje o no recibir una presea, pero sí me importa carecer de un libro o perder la vista. Dejar de ver es terrible, pero dejar de leer es peor; mejor es morirse. (Hace cinco años yo estuve a punto de perder la vista y fue algo realmente angustiante.)
¿Dentro de qué generación literaria se inscribe?
–Formo parte de la generación del ’30. Y tengo tanta importancia como escritora en esta generación, como las moneditas de oro que se echan los críticos al aire para ver si sale águila o sol. Yo soy un águila o un sol y les aseguro que siempre estaré presente aunque los críticos no me nombren.
¿De qué escritores se siente deudora?
–De Alejo Carpentier, Juan Rulfo, Julio Cortázar y Carlos Fuentes, que fue la gran revelación de mi vida literaria urbana. De Marcel Proust, quien junto con Carpentier es mi punto de apoyo literario, y de muchos otros aventadores de oro, del oro de las palabras perfectas: Virginia Woolf, Thomas Mann, Henry James, Scott Fitzgerald, Simone de Beauvoir, Georges Simenon y, desde luego, Cervantes y Pérez Galdós. También del teatro de O’Neill y García Larca. Y entre mis preferencias poéticas están Gorostiza y Sabines.
¿Qué tanto cree en la disciplina y qué tanto en la inspiración?
–Creo que son más importantes el método y la disciplina que la inspiración, aunque la pobre inspiración está tan desprestigiada que hay que defenderla de nuestros antirrománticos y cursilones contemporáneos que la consideran como una tomadura de pelo. La inspiración existe, no es un acto de fe, existe, pero no puede llegar al escritor que no está ejercitándose en una técnica y en un plan preconcebido. Sin esto último sencillamente no se puede hacer literatura. Hay que tener entrega y escribir todos los días. Los escritores de fines de semana no existen. Yo he mermado mi literatura pretendiendo escribir nada más los fines de semana. El sueño de mi vida sería dejar todo y nada más escribir. Admiro mucho a los escritores como Gabriel García Márquez que escriben a diario. En una ocasión él me dijo: “Si no sientes la necesidad de escribir todos los días, no eres escritor.”
¿Cuál es su relación con las palabras?
–En mi literatura jamás voy directamente a las cosas, voy bogando en un mar revuelto para poder llegar al punto. Esto también lo he tenido que domar. A veces no quisiera barroquear tanto. En mi literatura las palabras pesan y cuelgan mucho de las ramas. En mis últimos libros me he exigido no ser tan glotona y atascada en el paladeo de las palabras. Me he puesto a dieta de palabras. Con todo, este paladeo refleja la recuperación de una sensualidad que en mí es evidente. Lo que nunca podré es escribir como Voltaire o como Ramón Xirau, que es mi ideal en severidad.

La literatura femenina no existe

¿Cuál es su libro más satisfactorio?
–De ausencia. Ese es mi amor. Es la novela que escribí con más gusto y con más plenitud. Puse en la protagonista todo cuanto yo hubiese querido ser. Ausencia vivió un tiempo que a mí me hubiera gustado vivir: el final del siglo pasado y el principio de este.
¿De dónde tomó las características de Ausencia Bautista?
–Todos los escritores tomamos a nuestros personajes de nosotros mismos: de lo que quisimos ser o de lo que quisiéramos llegar a ser. Desde luego, también de la observación de personajes reales. Yo no me juzgo Proust ni mucho menos, pero en mi pequeñísima circunstancia hay una recuperación de la historia. Ausencia Bautista surge de la recreación, de un caso real de una mujer que, junto con su amante, mata a un inglés. Esta crónica se halla en un libro del padre Marmolejo y corresponde a un hecho de fines del siglo pasado. En un principio, la idea fundamental era el crimen, el hecho de sangre, pero al final de mi novela quedó tan sólo como un episodio más. En De ausencia ni siquiera se sabe a ciencia cierta si ese crimen se realiza, y esa es la duda que yo quise dejar en el lector. Desde luego, y parafraseando a Flaubert, Ausencia Bautista soy yo. Claro que sí.
¿Existe la literatura femenina?
–No, existe la literatura escrita por mujeres, que es distinto. Y es muy buena literatura. En el medio literario mexicano hay graves omisiones. Por ejemplo, dos mujeres de las que nunca se habla son Martha Robles, muy buena novelista e investigadora universitaria, y Marcela del Río, que es una dramaturga muy respetable y una novelista de muy buena factura. Jamás se habla de ellas. Se empieza a hablar de Ethel Krauze, que también solía omitirse. Desde luego, estas omisiones no son privativas para con las mujeres. Ahí está el caso de ese grandísimo escritor que es Ricardo Garibay, del que muy poco se habla. En los resúmenes de fin de año, que sin falta se hacen en las páginas culturales de los diarios, se omite. ¿Cómo es posible? Entre estas omisiones agrégueme a mí, porque mi precioso nombre, castellanísimo, no lo registran por lo visto.
¿A qué escritores mexicanos admira?
–A Octavio Paz, Carlos Fuentes, Jaime Sabines, José Gorostiza, Miguel Guardia y su poesía íntima y cerrada y de la que tampoco nadie habla, Margarita Michelena, Vicente Leñero y Ricardo Garibay que, como ya dije, me deslumbra.
¿Qué es lo que más admira en un escritor?
–En primer lugar el hecho de que pueda dejar la pompa y la carne de este mundo para escribir con asiduidad. Desde luego, la palabra y el estilo. Por eso adoro a Sabines, porque me devuelve una palabra prístina, tremendamente sensual y con una alegría y una libertad extraordinarias, además de una formidable carencia de esnobismo. Creo que lo que más admiro en un escritor es la vocación, la disciplina y el estilo, junto con la palabra. Por eso sor Juana Inés de la Cruz es otro de los personajes de mi vida; adoro a sor Juana, porque también fue una escritora con las palabras preñadas: todos los hijos que no tuvo están en cada una de las sus palabras. Además, vamos a ver quién duda de su inteligencia.
¿Y qué me dice de Rosario Castellanos?
Ella tuvo todo eso de lo que le estoy hablando: vocación, fidelidad a la escritura, disciplina. Ahí está su gran obra. Como poeta me parece formidable y me gusta mucho como novelista. Hay quienes la ven como perdonándole la vida por sus novelas. Pero Balún Canán es una gran novela. En general, toda la obra de Rosario Castellanos es magnífica, como lo es también la de Elena Garro, en quien igualmente hay una espléndida vocación.

La ingratitud de la crítica en México

¿Cuál es su relación con el poder?
–Muy cercana, muy plena. Yo vengo de una familia política. Mi padre era un político bastante sobresaliente, y me refiero a su brillantez y a su honradez, a su honestidad intachable. Yo crecí entre políticos, y cuando tuve la posibilidad de una actividad política protagónica la ejercí. Me gusta mucho la política en sí. Lo que me cansa es la batalla dentro de la política, ese intríngulis en el cual yo no entro y que tiene que ver con la adulación y el sobajamiento de dignidades.
¿Cuál es su opinión de la crítica literaria mexicana?
–La crítica literaria en México es muy ingrata, muy poco generosa, muy atada a las convenciones de los papados ya sea del Kremlin o del Vaticano o, en fin, de los símbolos que usted quiera de un poder circular. Los críticos mexicanos están metidos en su propia y pequeña visión y no quieren salir de ella porque les da miedo estar fuera del rebaño. Cometen adulación o estragos en el honor de los escritores. A los que no formamos parte de ese cogollo poderoso sencillamente nos silencian. Como verá, no tengo buena opinión de la crítica literaria mexicana, si es que se le puede llamar así.
¿El problema, entonces, son los grupos literarios?
–Es lo mismo. Los grupos literarios son pedantes, racistas, interesados. No es un edén tratarlos. A mí, quizás, lo que me falta es pedantería y vanidad.
¿Le preocupa la vejez?
–Sí, profundamente. La rechazo, me asusta mucho lo que habrá de ser esa carencia de eficacia, de cuerpo rápido, de movimientos inmediatos, de pensamientos ágiles, de posibilidades amorosas, en fin, de futuro. Lo contrario, precisamente, que mueve a la juventud: tener un futuro, saber que mañana todavía hay tiempo. La carencia de tiempo es lo que más me asusta de la vejez. Claro que es preferible llegar primero a la vejez que a la muerte.
De no ser escritora, ¿qué le hubiese gustado ser?
–Escritora, nada más. O sí, tal vez me hubiese gustado ser guapa. No es cierto, es mentira; sólo escritora. Eso sí, me hubiera gustado ser escritora de éxito

María Luisa La China Mendoza (1930-2018): historias de liberación y desencanto

22/Julio/2018
Jornada Semanal
José María Espinasa

En los primeros años setenta del siglo pasado, una periodista de talento, que había llamado la atención, irrumpe en el panorama de la novela con una sensibilidad a flor de piel, más cercana a la poesía que a la narrativa, y con un lirismo menos asfixiado que el que habían puesto sobre la mesa Guadalupe Dueñas, Amparo Dávila e Inés Arredondo. Si las mencionadas habían abrevado ampliamente en la veta abierta por Katherine Mansfield en el cuento, Mendoza ha leído con atención a Marcel Proust y a Virginia Woolf, y toma de los poetas sus claves para encontrar el tono –Gorostiza, Sabines, sor Juana– y además desplaza el peso del entorno familiar y lo centra en sus protagonistas femeninas, claramente trasuntos de un yo personal, y en su relación con la familia y el terruño, de una manera muy distinta de la de Jorge Ibargüengoitia, ambos oriundos de Guanajuato.
Su primera novela, Con él, conmigo, con nosotros tres (1972), tomado de José Gorostiza, plantea de otra manera una idea de la convivencia en esa santísima trinidad con algo de profano, y como había hecho Elena Poniatowska con Lilus Kikus y Hasta no verte Jesús mío, abre el cerrado y enrarecido universo que parecía ser el ámbito femenino, y como en ella, aunque de manera muy distinta, Mendoza se interesa en el contexto político. Y en la novela, la matanza del 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas se volverá una especie de leitmotiv de la narración, una especie de monólogo interior en el que se avanza y se avanza sin aparentemente moverse del lugar o, mejor dicho, del momento pesadillesco en que se desata la represión, pero todo interiorizado, sin ninguna intención épica o heroica.
Así, esta autora despliega los temas y registros que narradoras como Arredondo y Dávila plantean, pero les da un ritmo diferente, heredero de algunos pasajes de Los recuerdos del porvenir, de Elena Garro, y emparentado con el tono vertiginoso de Andamos huyendo Lola. Se trata, el conjunto de los tres libros –Con él, conmigo, con nosotros tres, De ausencia, El perro de la escribana– de una extraordinaria trilogía en la que el sentimiento femenino asfixiado en la mojigatería y los sobreentendidos de la provincia respetable, las convenciones de una burguesía que le confiere un lugar más que secundario extraño a la mujer y a su sexualidad. La más lograda –De ausencia– se centra en un solo personaje que está poseída más que por el amor por el deseo sexual y en el que la muerte irrumpe como un elemento que cierra el dilema. En realidad el tema, en cierta manera, de las tres novelas, es el envejecimiento de la mujer como un infierno al que la condena ese deseo, porque no se trata de la irrupción de la enfermedad sino del deterioro de la belleza, como si la ventaja que tuviera una mujer fea o envejecida fuera no sentir de la misma manera ese paso del tiempo.
La narradora usa la atmósfera acumulada en la ciudad de su infancia y juventud, los rumores, los dimes y diretes, las leyendas, la relación con los objetos –telas, muebles, casas– y las costumbres casi vueltas liturgia de la vida diaria. Pero así como el cuerpo se vacía de sentido al envejecer, esa misma sociedad pierde su estructura interna y se derrumba. El contexto es el mismo, por ejemplo, de las novelas de Ibargüengoitia, la mirada está teñida de un cínico escepticismo que les da su tono de aguafuerte. En cambio, en María Luisa Mendoza hay, sin duda, un cariño y una ternura por ese “terruño”, pero eso no hace menos cruel la mirada. La diferencia estriba en que se trata de una mirada femenina asumida por ella y no del humor quirúrgico del autor de Las muertas. Por eso también los estilos son tan distintos –la frase corta y sintética en él, la de ella sinuosa y proliferante, como si nunca fuera a acabar, con una libertada rítmica asombrosa y con una arquitectura casi imperceptible, frente a la muy evidente de su coterráneo.
Hay que aclarar que las novelas son claramente diferentes en su tramado anecdótico, pero que su tono y ritmo es muy similar. En Con él, conmigo, con nosotros tres el disparador es la matanza en Tlatelolco, pero de allí se proyectan vectores al pasado dejando el hecho histórico como un horizonte o como un ancla que impide que se pierda el contacto con la realidad. O como un lastre para el zepelín que sirve de disparador para su segunda novela, De ausencia, en la que el cambio más importante es la acentuación del desencanto en el destino prometido. La muchacha de provincia adquiere un cinismo que era hasta hace poco imaginable que no fuera constitutivo al medio y a ella misma en su origen.
La narrativa escrita por mujeres se construyó en esas anécdotas tópicas que encontraron su verdadera dimensión en el tratamiento literario. Mendoza le otorga un cierto lirismo y digamos que sitúa el punto de vista narrativo y el tono que de él se desprende un poco antes, en el tránsito de la niñez a la juventud. La ronda de amigas, la familia, el impulso amoroso, están menos construidos y eso le permite desatar su lirismo. Otra vez el ’68 es visto como un juego de niños, una travesura, que es castigada de manera excesiva por el padre autoritario. Por eso la prosa toma a veces un tono de canción infantil en la repetición de palabras, tiene el juego como horizonte, la seguridad de un mundo intocable por el mal que, sin embargo, es el blanco de esa oscuridad que lo hace posible: lo crea para malversarlo. La ausencia de hijos en la vida de la autora se refleja en una angustia central en sus novelas.
De hecho, las dos últimas –De ausencia y El perro de la escribana– serán como una variación de esta primera formando una trilogía realmente fascinante de una de las apuestas más personales de nuestra narrativa. A pesar de que fueron bien recibidas por los lectores, en la obra de esta escritora perjudicó su militancia política en el pri –fue diputada federal por Guanajuato en la liii legislatura, 1985-1988– y poco a poco fue dejando de escribir (o al menos de publicar sus textos), limitándose a algunos cuentos y a antologías diversas de sus escritos.
La lucha contra el tiempo es una guerra perdida como lo es contra la muerte –y hay que diferenciar una de otra, son dos luchas distintas–, pero la manera en que se manifiesta –la vejez– la hace terrible y desoladora. Los personajes de sus novelas parecen empezar a ser viejas apenas acaban de ser niñas. La juventud ya es un proceso de deterioro. Por eso De ausencia puede tener mil historias que se reducen a una: envejecer. Y sus amantes –el árabe, el minero– son excusas en que se manifiesta ese envejecimiento. Y todo envejecimiento es tan doloroso porque tiene sobre todo futuro: siempre se puede envejecer más. Por eso, la muerte en todo caso resulta un alivio. Y si llevamos esto hasta el extremo: las mujeres nacen viejas por esa misma condición social que les impone la extrañeza. Por eso la literatura mexicana, que había reconocido en años anteriores la condición de otredad del indio, del rebelde, del revolucionario, del religioso incluso, se encuentra con una otredad doble: la de la mujer, más radical y en cierta manera inexpresable en el lenguaje de los hombres. De allí la distancia que tienen no sólo con la narrativa anterior sino incluso con la de sus propios contemporáneos (pongo un ejemplo: en Juan García Ponce, la mujer es siempre joven, incluso cuando envejece).
En Mendoza, la familia, por ejemplo, es contexto y horizonte, pero pasa a segundo plano, no es un asunto central, mientras que el deseo sí. En eso se diferencia de Luisa Josefina Hernández. Incluso no representa algo que hay que proteger, la considera ya perdida, incluso aunque sus personajes hablen o añoren los hijos, la descendencia. La institución social, religiosa, moral e ideológica que representa la familia en sus novelas ya no tiene una presencia conflictiva y no adquiere su destrucción o derrumbe ningún rasgo trágico.
Mendoza abre una vía que después tendrá sus secuelas en narraciones tan distintas como Arráncame la vida Como agua para chocolate al dar carta de identidad a ese monólogo de conciencia que, sin embargo, suma muchas voces diferentes gracias a la identificación con lo femenino arquetípico, y que tampoco tiene conciencia de sí mismo sino que es un torrente aleatorio, a veces casi surrealista, y con dejos psicoanalíticos, dispuesto al arrebato. De allí que pueda pasar de la ronda infantil al bolero y de allí a la poesía de sor Juana, sin miedo a las cursilerías.
En sus narraciones se ve claramente el dilema entre el arrebato de la intensidad y el dolor del silenciamiento de los impulsos. En esa encrucijada conquista su tono y a la vez accede a la novela (los cuentos de esta autora son piezas bastante menores) y a la mudez. Después de El perro de la escribana, Mendoza guarda un silencio que ha sido poco atendido. ¿Percibió que su tono se agotaba en la repetición de claves nostálgicas y recursos líricos o la angustia la enmudeció? Es probable que el mismo ejercicio de liberación que significó su uso del monólogo interior le limitara los registros. El paso, entre las escritoras mujeres, del cuento, que les cuadró también en un período –Guadalupe Dueñas, Amparo Dávila, Elena Garro, Inés Arredondo–, a la novela no fue fácil: el dique lo rompe Los recuerdos del porvenir por su calidad, pero ya antes Luisa Josefina Hernández, y una autora de la generación anterior (Ana Mairena) habían propuesto una nueva sensibilidad narrativa. Mientras la novela de la Revolución desemboca en una dirección en la novela urbana –La región más transparente(Fuentes), Los errores (Revueltas), José Trigo (Del Paso)– en otra lo hace en Los recuerdos del porvenirBalún Canán.
Mendoza se sitúa equidistante de esas corrientes apelando únicamente al universo interior femenino que se manifiesta, sí, en un contexto, pero que va más allá. En palabras de Guadalupe Dueñas, algunas de estas escritoras configuran lo que ella llamó “las viudas de López Velarde”. Y en efecto, Mendoza pertenece a esa línea: la mirada sobre Genoveva o sobre Fuensanta ya no es la de sus admiradores sino que son ellas mismas las que se describen. Ausencia es un personaje arquetípico y su vivencia más que descrita es encarnada en palabras y ritmos. Como el zacatecano, la China presta oído al habla de la calle, a las consejas del vecindario, a los tiempos de las casas señoriales de esos pueblos mineros –San Luis Potosí, Zacatecas, Guanajuato– que conforman un microcosmos diferenciado.
Lo que en los cuentos es veladura, en estas novelas es ya puesto a la luz. Insisto en que esto provoca a la vez una liberación y una angustia, sentimientos simultáneos en que al menos en Mendoza provocan un silencio posterior (ella dijo en diversas ocasiones que se encontraba trabajando sobre otras novelas, incluso señaló que una de ellas es sobre el exilio español en nuestro país, pero es probable que se tratara de otra manifestación de lo que se podría llamar el síndrome de Rulfo con “La cordillera”). Así, Mendoza es heredera más bien de La suave patria que de los poemas de Zozobra. De hecho, hay una voluntad paródica en su retrato social que recuerda el tono de la “gota categórica” o de las “campanadas como centavos”. Incluso en cierto momento su manera de adjetivar y su sintaxis se vuelcan sobre una libertad que resulta más precisa e intensa que el vocablo aceptado

domingo, 8 de julio de 2018

Alí Chumacero: la construcción de un monumento

8/Julio/2018
Confabulario
José Homero

Para Dionicio Morales los contrarios son preponderantes en la poesía de Alí Chumacero. La pareja que destaca es la del mar y el desierto, además del amor y la ruina, o del monumento que crea el amor y la ruina que impone el tiempo. En el estudio introductorio a la antología Amor entre ruinas1, que efectúa un corte a partir de la temática amorosa, amén de fechar poemas, procedencias y procedimientos, explora la semántica del concepto y postula una posible lectura de esta poesía tan elusiva y en sus resonancias compleja. El linaje bíblico sería una de sus peculiaridades. Quien ha nutrido su voz con las melifluas carnes del dátil sabe que arena y agua son tan consustanciales como instante y eternidad, como fertilidad y esterilidad. Aunque ciertamente en este cuerpo textual abundan las menciones a los orbes inversos del océano y el desierto, a la espuma y al polvo, no lo es menos que dicha correspondencia propone una concepción que acaso podríamos ceñir enunciados como fertilidad y esterilidad.


Una criba de estos poemas, distribuidos en tres escuetos volúmenes: Páramo de sueños, 1944; Imágenes desterradas, 1948; y Palabras en reposo, 1956, ofrecería un abanico de imágenes signadas por la oposición. Los amantes y el amor conocen una ensoñación marítima; el amor es espuma y del encuentro amoroso surge una floración. Poeta de símbolos e imágenes arraigadas en la tradición, cuyo uso en varios momentos recuerda al utensilio del epíteto, Chumacero vincula al erotismo con la fecundación. El atributo acuático prohija vergeles, los cuales cifra la rosa, símbolo decisivo dentro de este sistema textual. Lo contrario, el tiempo del presente en que se remonta el cauce del tiempo, entendido como una dimensión, es desierto, páramo, naufragio. Y acaso por ello, si bien uno de los poemas más celebrados, “Amor entre ruinas”, precisa los derroteros del amor en nuestra cotidianidad, no menos cierto es que el romántico –en el sentido del término oriundo: trascendentalismo a partir del amor– “Poema de amorosa raíz” se antoja insoslayable complemento. Reminiscente de la filosofía de Empédocles, enfatiza el amor como fuerza genésica confrontada con la esterilidad y la no-creación; un fundamento que antecede al origen del cosmos mismo.


Cuando aún no nacía la esperanza
ni vagaban los ángeles en su firme blancura;
cuando el agua no estaba ni en la ciencia de Dios;
antes, antes, muy antes.


Ecos del páramo

Un verso resume con precisión los polos entre los que se desarrolla la poesía de Chumacero; “Igual que rosa o roca”, del poema “Vencidos”. Sería oportuno asentar la importancia de la rosa y la roca para comprender las dualidades que urden este imaginario. Para Ramón Xirau, roca y rosa revisten la discrepancia entre instante y eternidad, entre fluidez y petrificación temporal; un aspecto que consiento existe aunque no constituye, desde mi perspectiva, la oposición fundamental. Rosa y roca entrañan a la vida y la muerte. El parentesco fónico entre esos dos símbolos privilegiados, la flor (rosa), la terrenidad (roca), nos guía precisamente al jardín central de esta construcción. Jacobo Sefamí, que la ha estudiado con prolija inteligencia, ha dicho: “la dualidad muerte fugaz-muerte perenne rige casi toda la obra poética de Chumacero. De la rosa o de la roca parte toda recreación del mundo.”


Amor y desamor se revisten con los atributos agrarios de la fertilidad y la esterilidad que encarnan en rosa y roca, mar y desierto. Otro duplo atendería las oposiciones verbales y sobre todo la dinámica del ascenso-descenso, observada por Evelyn Picón-Garfield. Aunque de acuerdo a José María Espinasa, dicha pareja también sustentaría una pesquisa fenomenológica sobre el acto de ver y la ceguera. La pertinencia de estos análisis, me parece, radica en que además de corroborar la impresión de que todo asedio a la obra Chumacero precisa de un diseño binario, encausa nuestra atención hacia los acontecimientos, los actos que ocurren entre ese limbo que configuran los opuestos.


Marco Antonio Campos, recurriendo a una equivalencia del gusto popular, llama a la poesía de Chumacero “crepuscular”. Calificativo justo con la condición de que recuperemos la noción de crepúsculo. ¿Entre qué momentos sucede?, ¿cuáles son los periodos que separa? Si he apuntado que más que los límites importa la superficie que estos delimitan, cabría entonces recorrer esta configuración para señalar los cauces. Cabe sorprendernos de que una escritura tan declaradamente terrena, consciente de que todo conocimiento procede de los sentidos, parezca escenificarse en un escenario abstracto que no vacilo en comparar con el espacio analítico de la imaginación ilustrada. Esa suerte de campana neumática, que a decir de Vicente Quirarte preside la obra de Contemporáneos, determina no pocos de los poemas de Chumacero. Sea el espacio donde cae la rosa aporística o donde se erige la estatua, sean esos sitios aislados de la ciudad que son los jardines o las ínsulas del deseo que constituyen hoteles, posadas y mesones, esta virtualidad acontece entre dos periodos y por ello pareciera escrita desde un altozano o bien desde el limbo; siempre desde una ausencia. Una cesura que permite observar el tiempo pasado y columbrar el venidero. Sólo que en una visión tan desolada, el día por venir ya está aquí: es la caída y por ende su correspondiente campo es desértico. El páramo, eco de la tierra baldía: “un alto simulacro de ruinas”.



Comarca ficticia que permite confrontar tiempos y territorios distintos, la poesía de Alí admite una interpretación sustenta en la dualidad, cara a las lucubraciones mitologizantes de Roger Callois y Mircea Eliade. Una primera y no infiel lectura argüiría que el poeta es un expulsado de la esfera sacra, con la cláusula de que no olvidemos que para este poeta el único dominio consagrado es el cuerpo femenino. Indicada esta particularidad, la rosa del sentido se abre y podemos advertir que en realidad el territorio cargado de significación negativa es la vida entera del hombre nacido de mujer, corto de días y harto de sinsabores. También que será en este ámbito, el lugar de los sentidos, donde se encuentra un sucedáneo, el “mentido paraíso” que la mujer ofrece; ese “simulacro de ruinas”, que ya citamos.


De este modo, los poemas de Alí antes que privilegiar el amor terrenal, recuerdan su imbricación. Sustentan que sólo el erotismo, esa isla que engendran los amantes y que los une con todas las parejas de amantes que la historia registra, nos permite acercarnos a la esencia vital. Durante la regencia del Amor surgen las flores, el mar se agita, las manos ven, los ojos tocan. Fuera de ello, sólo el poema, la recuperación así sea mediante el recuerdo, permite remontarse a ese lugar cargado de valencia positiva donde prevalece sin embargo la convicción de que se trata de un pálido trasunto del paraíso primordial:


Vuela el amor sobre la orilla, salva
tribus, memorias, abre eternidades
para que en ellas el engaño triunfe
y luego, cuando baja la marea
pierde su furia contra airada zona
y la caricia es triste duración.


Relámpago entre eternidades

“Regresaré así a mi origen, descansado ya del viaje, a cumplir la antigua idea de que el hombre es sólo un relámpago entre dos eternidades”. Tales palabras, pronunciadas por Chumacero, durante el homenaje que le rindió la ciudad de Acaponeta el 23 de abril de 1987, remiten curiosamente al verso último de “Cuerpo entre sombras”, uno de los poemas postreros del poeta; y a decir de Morales, una transformación del verso de Carlos Pellicer “en el tiempo entre dos eternidades”. Lo que me interesa aquí es la concepción de la vida, ese “periodo de tiempo durante el cual estamos vivos”, más que como un relámpago, como una ocurrencia. Si he apuntado que los contrarios delimitan un territorio, el cual puede manifestarse como espacial o temporal, nada mejor que la imagen del relámpago para representar la vida.


Una figura vecina con sus rasgos semejantes, como son la brevedad y el aislamiento, es la isla, que en “Responso del peregrino” se convierte en la Isla de Pathmos, metonimia que representa la vida misma, según explicación del propio Chumacero. Si la vida es precisamente un breve lapso, también lo es que se trata de un “valle de lágrimas”, como gusta repetir este escritor magistral, que a decir de Jaime Ramírez Garrido aconseja no rehuir el lugar común. Analizando la imagen de Pathmos, Alí menciona que se trata de la vida plena de infortunio. Para entender cabalmente la alusión deberíamos remitirnos a las explicaciones consecuentes. La tempestad, más que el amor, como quiere Dionicio Morales en su lectura del magistral responso, se transforma en la propia vida. Nada más preciso entonces que relatar isla, tempestad y relámpago. Si la vida permite esta comparación es precisamente por su brevedad y su dureza. De ahí a tejer un admirable tapiz con una historia de tempestad y naufragio apenas si hay un paso. No deberíamos dudar en convertir la crítica en una suerte de narrativa, siguiendo los derroteros por los que se internan los amantes, las huellas de la estatua y completar nuestras observaciones con estampas coloridas.

/Lector instruido en la filosofía moderna, singularmente en las obras de Martin Heidegger, Jean-Paul Sartre y Albert Camus, para Chumacero la existencia acontece entre dos tiempos:


…el denodado/alucinar de quien anhela y sabe
que entre el ardid de la sonrisa todo
sueña y descansa en el navío fúnebre.


Habría que reparar en esta acotación y en las correspondencias que entabla con otro cantor del cuerpo femenino y de la poética del intersticio: Octavio Paz. Si no pocos poemas pacianos postulan la experiencia estética como un suceso entre dos realidades y permiten una lectura a raíz de El ser y el tiempo, las imágenes, más herméticas, menos notorias de Chumacero, coinciden en mostrar no sólo al existir como una ocurrencia sino a todo lo verdaderamente memorable como una germinación entre lindes opuestos. El “Amor entre ruinas” de Chumacero, tan comentado y notorio, verdadera imagen que declara y enuncia el sentido de esta obra, del mismo modo que el relámpago o la isla, sugiere al “Himno entre ruinas” de Paz.


En tanto vivimos en el dominio de la caída, antes que postular una estética metafísica deberíamos fincar una terrena. En apariencia, Chumacero, con su melodía sutil, que él ha explicado en términos musicales remitiendo al impresionismo de Claude Debussy, con su ausencia de color, con sus símbolos y metonimias de sello culterano, es curiosamente uno de nuestros poetas más vivos y sensuales. No sorprende entonces esa aparente paradoja que ha motivado el reparo de críticos y comentaristas: la vida del poeta. No se trata de oponer la jovialidad de su talante a la seriedad de su obra, un truco para el infantil asombro del lector, sino de indicar la secreta coherencia que une al autor con su producción: ambas coinciden en configurar a la existencia como desdichada con efímeros momentos de gracia. Beber, bailar, amar, la alegría preconizada por el Eclesiastés, constituyen esos momentos que Alí encuentra en la vida y asienta en su poesía.


La evocación remite a un acto pasado. Si la existencia está regida por el infortunio y los únicos momentos felices se vinculan al amor, el papel de la memoria es recuperar sensaciones. Doble infortunio, en tanto la dicha ha huido y la evocación altera los sucesos. Si la poesía condensa la temporalidad –en la interpretación de Xirau–, o bien vuelve a ésta cristalización, según Morales, también es cierto que el procedimiento resulta indisociable no sólo de una concepción del arte sino ante todo del mundo. De idéntica manera en que se desdeña la correspondencia entre biografía y obra que proclaman la terrenidad y la fiesta, así tampoco se advierte que esa consagración del momento que propone es intrínseca a un programa estético de raigambre romántica, a condición que entendamos dicha índole en su dimensión original y no en la versión sentimental. En diversas entrevistas el poeta ha enfatizado su noción del poema como un producto destinado a durar. Si rastreamos sus opiniones críticas encontraremos ese eje, no sólo en sus reflexiones sobre el trabajo poético sino también con relación a otras disciplinas estéticas: danza, pintura, música o escultura. Mientras la vida transcurre y las cosas suceden, el arte se ocupa de la detención del devenir. No habría que olvidar las resonancias heraclíteas de sus principios, como él mismo se ha encargado de indicar. “Responso del peregrino” es para el caso ilustrativo, con su imagen de la alondra pero también palpitan las ideas de Empédocles de Agrigento, quien postulaba un incesante fluir del universo, una alternancia entre Amor y Odio. Tal es la tesis del Responso…: nosotros moriremos pero nuestros hijos, las generaciones siguientes, continuarán el ciclo, esa alternancia entre infortunio y dicha, entre Amor y Odio.

Cristalización, detención del fluir, ¿a dónde nos conduce esto? Espinasa, en su juiciosa y bella exploración de “Los ojos de la estatua”, explica que la estatua es la petrificación de una mirada viva. Por su parte, Xirau advierte la cualidad temporal y el aspecto petrificante (“estructural, arquitectónico, escultórico”, lo llama). Cierto, los poemas remiten a un periodo feliz pero sobre todo convierten en perdurable, en posible de reiterarse, así sea en las distintas voces de los lectores, un momento de otro modo perdido. Y es por ello que surge la posibilidad del amor en un cuerpo distinto.


Lector de Heidegger, a Chumacero no debió escapársele, por un lado, la visión de la poesía como un suceso en el tiempo de los dioses desterrados; por el otro, que el arte, enfrentado a una existencia desprovista de sentido, yergue su solitaria llama como un monumento. Es en este sentido que pienso debe leerse la obra entera de Chumacero: como un monumento, detención de la cualidad temporal de la existencia, memoria y elogio de esa condición mortal; y a la vez, manifestación que nos permite revelarnos como seres verdaderos.


Amor detiene al tiempo
y el tiempo se detiene en su carrera,
convertido en el témpano que al agua inmoviliza


 

Nota: 1. Amor entre ruinas, prólogo y selección de Dionicio Morales, colección Ars Amandi, CNCA/Centro Cultural Tijuana, Gobierno del Estado de Nayarit, 109 pp. México, 1999.