domingo, 10 de julio de 2016

“La crítica abierta” de José Gorostiza

Julio/2016
Confabulario
Sergio Téllez-Pon

La crítica fue uno de los rasgos que caracterizaron la actitud y la obra de la generación de Contemporáneos, pues como escribió Jorge Cuesta, si bien no todos fueron críticos sí, al menos, “adoptaron una actitud crítica” y tuvieron “la voluntad de mirar las cosas con incredulidad y desconfianza”: todo lo pusieron en duda, con ellos todo entró en crisis. Y muchas de esas cosas las cimbraron antes de cumplir los treinta años pues, al decir de José Joaquín Blanco, “la precocidad de los Contemporáneos es más que un episodio biográfico; surge, naturalmente, de la particular disposición intelectual y anímica de cada escritor, pero al convertirse en una precocidad colectiva excede las historias personales y exige otro tipo de explicación” (en Crónica literaria, Cal y Arena, 1996, p. 160).

Esa precocidad fue un efecto natural pues desde 1914 el apogeo de la Revolución ciertamente había dispersado al Ateneo de la Juventud: Alfonso Reyes se va a España; Pedro Henríquez Ureña y José Vasconcelos a Estados Unidos; José Juan Tablada a Venezuela y Colombia… Sólo se quedaron aquí Antonio Caso, cuyos libros de filosofía no le gustaron a Cuesta y a quien Samuel Ramos criticó con vehemencia; Ramón López Velarde, con quien convivieron muy poco por su muerte prematura y Enrique González Martínez, el único bajo cuya ala los jóvenes pudieron cobijarse. Xavier Villaurrutia le dijo a José Luis Martínez en una entrevista para la revista Tierra nueva: “en los primeros años de nuestra actuación los maestros mexicanos se encontraban fuera de la capital: Alfonso Reyes y José Vasconcelos… eso nos llevó a trabajar solos y a buscar en las lecturas al maestro”. La falta de un ambiente intelectual dinámico, evitó que hubiera una crítica sistemática a las manifestaciones culturales: todo estaba como anestesiado. Y todos se conformaban, nadie ponía en tela de juicio lo que se hacía. Era, agregó Cuesta, un medio “cuya cualidad esencial ha sido una absoluta falta de crítica”.

Gilberto Owen recordaba que “hacia 1921, año en que empezamos a medir nuestro México, no había en todo el país un solo viejo, ni un solo brazo cansado, ni una sola voz roída de toses. Nos habían dejado solos, como a los buenos toreros, ante una larga faena, ante una tarea que iba a ocupar ya todos los minutos de nuestra vida”. Y Cuesta rememora que un rasgo en común fue “no tener cerca de ellos, sino muy pocos ejemplos brillantes, aislados, confusos y discutibles; carecer de estas compañías mayores que decidan desde la más temprana juventud un destino”. Es por eso que José Gorostiza, al igual que Cuesta, Owen y Villaurrutia reivindicó la obra de esa nueva generación que “se formó por sí sola, sin anuencia de ellos, esta literatura incompleta, pero innegable de la juventud” y reclamó a los viejos intelectuales que cuando colaboraron “en los gobiernos de entonces no procuraron legar a la juventud un ambiente propicio” (en “Juventud contra Molinos de viento”, La antorcha, 24 de enero de 1925; todas las citas provienen de Prosa, edición de Miguel Capistrán, Conaculta, 1995, pero citaré la edición original para atenerme al orden cronológico). Gorostiza parece decir: “Lo que hicimos, bueno o malo, lo hicimos sin figuras tutelares, guiados sólo por nuestro impulso juvenil”. Así, pues, a la nueva generación, la de Contemporáneos le tocó hacer, incluso volver a hacer muchas cosas, por eso escriben y participan de todas las manifestaciones culturales que se les ponen en el camino (teatro, revistas, cine, crítica de artes plásticas, de política y hasta de deportes).

En su mayoría, los temas que pusieron en crisis fueron del ámbito público y por tanto esa crítica tuvo bastante difusión y resonancia. Sin embargo, también al interior del grupo hubo algunos puntos en los que no coincidían y, creo, esto se ajustó mejor al carácter reservado pero lúcido de Gorostiza. Torres Bodet confesó que leían los mismos libros pero rara vez subrayaban los mismos párrafos: en esos años, por ejemplo, Torres Bodet y Villaurrutia leen con avidez a André Gide pero las obras que les interesan del francés son muy distintas: el primero prefería los ensayos y al segundo le gustaban más las novelas comoLos alimentos terrestres, Los monederos falsos o el relato El regreso del hijo pródigo que el propio Villaurrutia tradujo. Cuando varios de ellos se llaman “grupo sin grupo”, “archipiélago de soledades” o “grupo de forajidos”, lo que quieren dejar claro son los puntos en común pero sobre todo las discrepancias pues aunque los unían algunas ideas sobre el arte incluso en ellas tenían puntos de vista distintos y en su crítica Gorostiza dejó claras sus posturas.

Unas semanas antes de morir, Ramón López Velarde le entregó al joven poeta que entonces era Gorostiza el manuscrito de su poema más conocido, “La suave patria”. Gorostiza era el editor de El maestro (la revista que editaba la Secretaría de Educación Pública de Vasconcelos) y pensaba publicarlo en el número de septiembre para conmemorar el centenario de la consumación de la Independencia pero ante la sorpresiva muerte del jerezano tuvo que publicarlo con premura en el número de junio (núm., 3, 1 de junio de 1921). Me parece que el gesto tiene un enorme valor simbólico: el maestro le pasa la estafeta de la poesía moderna al alumno, un notable integrante de la siguiente generación literaria. Desde luego, el jerezano estaría muy orgulloso al saber que, al igual que él, su discípulo es uno de los mayores poetas de la literatura mexicana y de la lengua española. Sin embargo, el altísimo poeta opaca al buen lector y puntual crítico que también fue Gorostiza. La crítica literaria que escribió Gorostiza es casi tan magra como su poesía, pero si se ubica en su contexto es fácil darse cuenta que estuvo muy atento a los temas que interesaron y polarizaron a sus compañeros de generación. Las reseñas de libros son el medio idóneo que encuentra Gorostiza para entrar con extrema discreción en esos debates pues en esas reseñas expresa sus ideas entorno a los temas estéticos que les interesaban.

Fue justamente la generación de Gorostiza a la que le tocó señalar, desde temprano, el lugar preponderante de López Velarde en las letras mexicanas. Primero Gorostiza, y por esos días Villaurrutia y años después Cuesta, escribieron ensayos puntuales para acentar la obra poética de López Velarde pero a la vez para unirse volutariamente a esa estirpe: ya que “la juventud” (o sea, ellos, los Contemporáneos) reclamaban para sí la obra de López Velarde pues si de una poesía querían sentirse deudores era de ésta. En “Ramón López Velarde y su obra” (Revista de Revistas, 29 de junio de 1924), lo ve como un payo, es decir, un provinciano que llega a la ciudad y la observa con sus cinco sentidos. Con tino y buen ojo crítico Gorostiza afianza la obra del zacatecano a tan sólo tres años de su muerte, pues en su poesía descubre “una nueva armonía de las palabras” gracias a la cual le descubrió cualidades ocultas a los objetos. Sin embargo, asegura, “la patria fue, sin duda, el descubrimiento más plausible de López Velarde, porque, teniéndola al alcance de la mano, nadie antes de él quiso enterarse de su existencia. Repetíase indefinidamente la primavera o el otoño de los poetas franceses junto a la oda a Morelos, cuando Ramón descubre la patria suave. Le dijo sus mejores versos como para reafirmar las alusiones y alabanzas de su obra entera.” Si a los Contemporáneos se les acusó tantas veces de extranjerismo, de afrancesamiento, fue porque no les interesaba el patriotismo sino la patria íntima, el México más auténtico y no el folclórico, y sin duda eso lo supieron ver en la poesía de López Velarde y en la narrativa de Mariano Azuela.

Dos temas hicieron que se polarizaran los ánimos al interior de los Contemporáneos: la “poesía pura” y las noveletas poéticas que publicaron. Gorostiza no era nada adepto a la poesía pura, como Cuesta, Owen y Villaurrutia, y aunque en su momento había reseñado Biombo (1925), un libro de poemas de Torres Bodet, dejó más claras sus hipótesis al comentar la publicación de Cripta (1937) en una larga reseña titulada “La poesía actual de México. Torres Bodet: Cripta” (El Nacional, 20 y 27 de junio y 4 de julio de 1937). La teoría de la poesía pura estipulaba que la poesía no debía contaminarse de sentimientos o vivencias personales, debía ser más intelectual que emocional; era una teoría que venía desde Baudelaire y Mallarmé, pasando por Edgar Allan Poe y Paul Valéry, pero Owen la llama “la ley Cuesta” según la cual les exigía “ordenar la emoción, reprimirla hasta el grado en que parezca haber sido suprimida, simular que no existe, disimular su presencia inevitable, para que el ejercicio poético parezca un mero juego de sombras”.

Al comentar Cripta, Gorostiza ve que con ese libro Torres Bodet “no exalta, ni define, ni demuestra, como es hoy costumbre en México, ningún programa de poesía”. Sin mencionarlos, se refiere a la definición y exaltación de la poesía pura que hicieron Cuesta y Owen, y a la demostración de ese tipo de poesía que fue Reflejos, de Villaurrutia. Si Gorostiza elogia ese libro, es porque no hay poesía pura “sino poesía fundada en las raíces mismas del sentimiento o ‘contaminada’ –si así lo quieren algunos– de una sencilla humanidad”. Reseñar el libro de Torres Bodet es sólo un pretexto para que Gorostiza pueda hacer patente su crítica contra la poesía pura, pues él piensa que la poesía siempre va a nacer “en las zonas más vivas del ser: el deseo, el miedo, la angustia, el gozo… en todo lo que hace, en fin, hombre a un hombre”. Todos esos sentimientos que ennumera Gorostiza, Valéry los llamaba “elementos no poéticos”.

En 1927 empezaron a publicar las novelas poéticas que habían escrito bajo la influencia, sobre todo, de Proust y James Joyce, pero también de los franceses Paul Morand y Jean Giraudoux: la primera en aparecer fue Novela como nube, de Gilberto Owen, a la que le siguieron Margarita de niebla, de Jaime Torres Bodet, Dama de corazones, de Xavier Villaurrutia y Return ticket, de Salvador Novo (aunque esta última más bien habría que considerarla como una de sus primeras crónicas). Gorostiza no escribió un relato poético pero supo observar con detenimiento las características de este impulso y, así, en “Alrededor del Return Ticket” (Mexican Folkways, 4 de diciembre de 1928) empieza a ver ese proceso que luego seguirá rastreando al reseñar las novelas poéticas de dos escritores españoles cercanos a la Revista de Occidente: “De Paula y Paulita” (Contemporáneos, agosto de 1929), de Benjamín Jarnés, y “Luna de copas” (Contemporáneos, septiembre de 1929), de Antonio Espina. La narrativa del grupo, surguida como respuesta a la novela realista de la Revolución, fue un ejercicio narrativo que emprendieron de la misma forma en que lo hicieron varios escritores alrededor del mundo.

Sin embargo, para Gorostiza no ve en ninguna de las noveletas de sus amigos la culminación del experimento. Él está convencido de que las auténticas novelas de vanguardia eran La rueca de aire (1930) de José Martínez Sotomayor y La señorita etcétera de Arqueles Vela. A Martínez Sotomayor comienza por considerarlo el “hermano menor” de “los espíritus más avanzados de la joven generación” (“Morfología de La rueca de aire”, Contemporáneos, junio de 1930). Gorostiza cree que La rueca de aire “no pretende ser la resolución de un problema estético de carácter general, sino la narración de una experiencia íntima de José Martínez Sotomayor. Es una obra de arte, no un manifiesto”. Es decir, es un ensayo, un experimento, porque la idea en común de todos ellos era que novela en lengua española pasaba por una etapa de transformación. Por eso en esas obras sólo podían ser tanteos pero acometidos con arrojo, arriesgando para después, cuando el fruto haya madurado, participar de la literatura futura. Y esa literatura futura será la que escriban Juan Rulfo y luego Carlos Fuentes.

En los anales de la literatura mexicana se ha consensuado que Cuesta fue un puntual crítico de las circunstancias sociales y políticas del México de los años treinta, pero como se ha visto a lo largo de estas líneas, Gorostiza fue, junto con Villaurrutia, el mejor crítico literario de la obra de sus propios compañeros.

domingo, 3 de julio de 2016

¿Tradición, vanguardia?

3/Julio/2016
Confabulario
Jorge Fernández Granados

1

No busco el camino de los antiguos: busco lo que ellos buscaron nos dice el poeta japonés Matsuo Basho. He aquí una elegante observación de lo que significa esencialmente el concepto de tradición. Solemos confundir tradición con acervo. Nada más opuesto. La tradición nos remite a un sentido ancestral de la cultura y no a un mero acumulamiento de obras. Lo que conserva una tradición no son sólo las obras en sí —manufacturas, costumbres, ideas—, sino algo que esas manifestaciones han querido representar, aquello que les dio origen dentro de la relación del hombre con el mundo. En otras palabras, la tradición más que el reconocimiento y el cuidado de ciertas realizaciones es la necesidad de que esas realizaciones existan.

Volviendo a Basho, es claro que una cosa es el camino y otra el lugar a donde el camino va. Todo camino sería una forma con la que se ha resuelto la necesidad de dirigirse a un determinado lugar. Pero el lugar a donde el camino va, el sentido o la dirección que lo conduce no es el camino y, de hecho, pueden existir varios caminos para llegar a un mismo lugar. El lugar a donde los caminos van sería, en este sentido, la tradición y los caminos, las realizaciones surgidas de la necesidad de dirigirse a dicho lugar. Por eso una tradición no es cuantificable; si acaso, calificable y reconocible. Se trata de una calidad alcanzada, de la particular eficacia con la que ciertos caminos se han aproximado a lo buscado. Consecuentemente, lo que unifica a una tradición no son sus caminos, sino el destino que los dirige.

El buscador escoge un camino pero ese camino de alguna manera también lo elige a él. Quien busca no elige un camino tanto como un sentido, y es este sentido el que lo hará hallar tarde o temprano el camino más adecuado. Encontrar ese camino es sólo una forma de resolver el viaje. No obstante, el camino es sencillamente el medio (la obra), mientras que el sentido es lo que la obra alcanza y revela. De esta manera lo que llega, por cualquier camino, al lugar buscado pasa a pertenecer a la tradición.

La tradición no necesariamente se destruye por un cambio. La mayoría de las veces el cambio es un reacomodo, una manera más o menos evidente de sustituir la ruta pero no de abandonar el destino. Se trata de movimientos necesarios de adaptación al tiempo. Las formas caducan en la medida en que el entorno y las circunstancias van cambiando. Una forma a fin de cuentas es una costumbre, un modo, un camino que ha sido probado y funciona. En tanto que el orden que les dio origen permanezca, las costumbres son vigentes. Pero, ¿qué sucede si las circunstancias cambian? La forma o camino ha de adaptarse de igual manera. Vemos así a lo largo de la historia numerosas renovaciones, rupturas, modas y estilos que son el movimiento mismo de reacomodo o reinterpretación del camino frente a su fin, de la herramienta frente a su materia. Para mí es particularmente emocionante ver la vitalidad con que una cultura desconoce y deshecha formas que ya no le sirven, caminos que ya no la llevan a donde quiere ir. En esa movilidad hay una inteligencia intuitiva entre los lenguajes y sus códigos que siempre tienden a moverse hacia la mayor eficacia expresiva o comunicativa de su momento y parecen sólo obedecer, como el fluir del agua, a una ley dinámica y reintegrativa. Como en la naturaleza, vivir significa adaptarse.

Tal vez el hecho más asombroso de la vida de una tradición lo constituye este reacomodo interminable, verdadera metamorfosis de los medios para perseverar en los fines. Una cultura, como un gran organismo, está generando todo el tiempo sus propias mutaciones y cambios. Sin embargo, bajo una especie de mecánica darwiniana, son sólo los cambios exitosos los que sobreviven. El éxito en este caso es una combinación del cambio adecuado en el momento oportuno. En cualquier época ha habido artistas originales y propositivos; pero su originalidad no tenía mucho sentido en ese momento; de manera que fueron olvidados. Siglos después, otros artistas igual de originales y propositivos aparecen y son reconocidos como genios. ¿Contradicción? No. simplemente que lo que en un lugar y un momento determinados resulta eficaz en otros no.

Las expresiones, lo sabemos, son dinámicas y siempre interdependientes del resto de la cultura en general. Estrictamente hablando, ninguna realización artística contiene o posee por sí misma a la tradición, puesto que ella se comporta como una ecuación compleja entre los individuos, sus lenguajes y las cambiantes circunstancias del entorno. La tradición en todo momento se presenta más bien como una lectura desde el presente de una necesidad de continuidad, de cierto orden evolutivo y, sobre todo, de un sentido en el tiempo de determinadas obras, a las que les atribuimos un significado vertebral, precursor y afirmativo de nuestra identidad, pero a las que sólo podemos atribuírselos desde el presente. Usando nuevamente nuestra figura de Basho y el camino podemos decir que para afirmar cuál camino ha sido verdadero y cuál no hay que haber elegido primero un punto de llegada, una meta desde donde sea posible trazar una perspectiva y juzgar el recorrido de cada ruta. Ese punto de llegada es el presente.

¿Y cuál sería entonces la razón de ser de una tradición? Si la cultura es esencialmente cambiante, si las realizaciones del arte son tentativas de sentido cuyo éxito o fracaso depende de incontables factores que son asimismo impredecibles, y si además todo depende de la perspectiva del presente desde donde juzgamos, ¿qué es lo que conservamos y por qué?

Lo único que podría afirmar a este respecto es que bajo el nombre de tradición lo que guardamos es una gran pregunta sobre nosotros mismos. Como señalé antes, la tradición más que el reconocimiento y el cuidado de ciertas realizaciones humanas es la necesidad de que esas realizaciones existan. Lo verdaderamente nuevo trabaja en última instancia para lo ancestral.
2

Un lector atento de poesía contemporánea se verá enfrentado a una recurrente singularidad: cuando busque lo nuevo, no necesariamente lo encontrará en las generaciones más jóvenes. Novedad y juventud pueden coincidir, pero no son una misma cosa. La juventud, en la literatura, no existe. Existe la originalidad, y a veces cierto espíritu de renovación o cuestionamiento; pero estas cualidades no tienen por qué coincidir con la juventud, que es, en todo caso, una etapa biológica del autor —quien no puede elegirla ni evitarla— mientras que la originalidad, como atributo alcanzado por una obra, suele ser el resultado de una madurez creativa. Esto no es tan raro si se tiene en cuenta que, en lo concerniente al uso de los recursos del oficio, el joven está descubriendo mientras que el maestro está eligiendo. La originalidad del joven no pocas veces es resultado del mero hallazgo, mientras que la del artista maduro conlleva el pleno voto de su voluntad. Cuando un artista en su madurez nos propone algo significativamente original podemos estar seguros de que esa originalidad es genuina y está ahí por una convencida necesidad. No es un punto de partida, sino el de llegada.

Por otro lado, es evidente que no habrían poemas nuevos de no haber poemas antiguos y seguramente los que hoy se escriban afectarán a los que mañana estén por escribirse. La poesía es un oficio milenario al tiempo que un puro gusto que se retoma de una generación a otra por quienes encuentran en ella un valor o alguna razón para que siga existiendo. Por eso, como los caminos de Basho, tiene que cambiar: para seguir siendo lo que ha sido. El día que deje de transformarse ese día estará muerta.

Un lastrante malentendido de cierta idea elemental de tradición radica en que la obra de arte no es un monumento de la “creación” individual sino un espacio problemático de la cultura. Un gran poema —pongamos por caso las Soledades de Luis de Góngora o Trilce de César Vallejo— fue en su tiempo un experimento arriesgado que tenía buena parte de las apuestas en su contra. No podía ser de otro modo. El ámbito natural del poema es colonizar un territorio que aún no ha sido explorado. Hablamos, ni más ni menos, que del lugar donde la disputa por la transparencia, la trascendencia y la eficacia del idioma miden sus límites y alcances. No hay que olvidar, sin embargo, que el idioma es también una historia colectiva.

Contrariamente a lo que se cree, una de las propiedades más orgánicas de la tradición es que esinteractiva, o —para usar términos más tradicionales— es un espacio de interacciones constantes y dinámicas, como un ecosistema donde un mínimo elemento introducido puede desencadenar consecuencias insospechadas. El terreno de las influencias es por lo mismo impredecible y recíproco. Escribir requiere ser permeable a todo lo escrito, hoy y hace mil años, así como participar si no del futuro a largo plazo por lo menos de la transmisión hacia el futuro inmediato de lo recibido. Aquí, como en ninguna otra parte, nadie sabe para quién trabaja. Del mismo modo que en el mencionado ecosistema, todo lo que existe incide, tarde o temprano, en el conjunto. Así, el conocido “efecto mariposa” ocurre también en la literatura.

No está de más insistir en que hay (fatalmente) generaciones porque hay (fatalmente) experiencias distintas de lo circundante. Uno no elige una: se percata algún día de la suya no por las preconizadas poéticas, preceptivas o manifiestos ni en general esos casi universales programas para habitar el mundo que a veces la animan, sino por los detalles. En los detalles se percibe la firma y la frontera de una generación frente a otra; porque allí, y no en las teorías, se leen las verdaderas mutaciones de la escritura, las huellas digitales de las nuevas fórmulas que están puestas en juego para comunicarse.

Deteniéndonos un poco en esta cuestión, y para ser justos, el estilo no es simplemente el modo de decir las cosas, sino la original eficacia con la cual vuelven a ser claras para un nuevo público. A este respecto, suele discutirse a la forma como el paradigma de las desavenencias generacionales. Algo hay de bizantino en este asunto. Todo: tiene forma; y es ingenuo suponer que se la ha superado sólo por no manipularla conscientemente. Lo más que se logra con la improvisación nunca es la plena libertad, ni siquiera unverdadero caos, sino un desorden cándido que, rigurosamente examinado, suele ser elemental y reiterativo. La espontaneidad, como las acrobacias, sólo les sale bien a quienes tienen práctica.

Por cierto, una generación no tiene por qué romper con la anterior a menos que haya algo que decisivamente las separe. Lo curioso es que en la mayor parte de los casos la supuesta diferencia no es realmente una diferencia sino un ajuste: el pertinente ajuste para que la literatura siga siendo vigente en aquello que el paso del tiempo ha deteriorado y urge remozar. El deber de la nueva generación es entonces reconocer esa grieta y, por un lado, evidenciarla, hacerla un hito, poner ahí el alma en guerra si se quiere; pero, por otro, hallar los nuevos caminos para mantener precisamente la continuidad del arte escrito. De alguna manera es un juego dialéctico: la diferencia otorga la identidad pero esa diferencia sólo es un ajuste ya necesario entre los fines y los medios de la literatura.

Ahora que, vale la pena preguntarse, las cosas que discute una generación con otra, ¿son de fondo o de procedimiento? En México la mayoría de los movimientos literarios no han pasado de ser reyertas de procedimientos. Los cambios más perdurables y significativos los han realizado autores en solitario (desde Sor Juana hasta Coral Bracho). Las polémicas generacionales en nuestro país son más políticas que estéticas. Anunciar una nueva generación tiene para mí algo de campaña publicitaria. Inventar familias ahí donde sólo hay individuos es propio más bien de los programas poblacionales del conapo. Cada lector sabrá, en su personal bestiario, a qué criaturas literarias elige y decide frecuentar, de hoy y de cualquier época.

José Rubén Romero y el exquisito grotesco

3/Julio/2016
Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer

Dentro de la amplia obra de José Rubén Romero (México, 1890-1952) tanto como escritor, activista y embajador, destaca en la búsqueda del humor La vida inútil de Pito Pérez (1938), no sólo por apartarse de los escritos sobre la Revolución del propio autor, sino por contener una visión diversa a la usada por sus contemporáneos para hablar de esa Revolución que marcó a una generación de escritores.
La vida inútil... fue un éxito y ello se ha reflejado, además de los enormes tirajes agotados, en las tres adaptaciones cinematográficas que, sin embargo, pierden la gracia de la narrativa de Romero, quien para 1938 ya tenía mucho camino recorrido como escritor.
A partir de la propia biografía, contada por Pito Pérez a cambio de botellas y copas, no sólo nos enteramos de la sociedad rural de Michoacán (el autor nació en Jiquilpan, tierra del Lázaro Cárdenas), donde lo mismo aparecen los abusivos comerciantes, que los vagos borrachos como el personaje central. No por ello será una obra moralista: la madre era tan buena que prefería cuidar a otros niños en lugar de los propios. Sus hermanos son educados uno para sacerdote y otro para abogado: así el primero los cuidaría “de tejas arriba” y el otro los defendería “de tejas abajo”. A Pito Pérez, para tener ambos mundos al alcance, lo hacen acólito: ni echa chile al incensario, para hacer llorar a los devotos y al sacerdote, ni se orina en la sacristía, ni se roba el dinero. Bueno, al principio. Pito usa la sotana todo el tiempo, no para mostrar su devoción, sino por falta de pantalones. Pronto se lleva las limosnas, casi obligado por otro acólito de más edad, a quien obedece, entre otras razones, por carecer de “personalidad legal reconocida para acusar a los hombres ante los tribunales del fuero común”. Al ser sorprendido, prefiere irse a conocer mundo, donde pronto hará su “entrada triunfal al país de los borrachos. Desde entonces, por mi boca habla el espíritu… del vino y, como los profetas de la antigüedad, paso la vida iluminado”.
Los diversos trabajos se suceden, pues Pérez no logra conservarlos. Ya sea por encamarse con la esposa del patrón (uno tan gordo que lleva años sin ver a su “Jesusito ni retratado en un espejo”) o beberse los preparados con alcohol o tomar adelantos de pago.
La narración se vuelve descriptiva de la vida rural michoacana, pero también sirve para criticar la estratificación social, los abusos eclesiásticos (el cura con el que trabaja Pérez pide dinero e insulta a los feligreses, incluso en latín para hacerse el sabio aunque no entienda las frases que se aprende de memoria) y, vaya casualidad, la pésima administración de justicia, con jueces corruptos y necios, y ayudantes peores: Pérez aconseja a los pobres (pues los ricos todo logran con su dinero) que cumplan la ley, “pero que se orinen en sus representantes”. De lo local pasamos a lo nacional y, así, a la visión de una universalidad donde se padecen los mismos problemas en muchos lugares, además de los tocados por el narrador.
Pérez dedica un capítulo a sus transitares carcelarios, donde le toca interpretar a Jesús en Semana Santa y, al ser crucificado, altera todos los diálogos, empezando por el “Padre, castígalos; se hacen que no saben lo que hacen”.
Romero sorprende por incluir en esta obra casi pedestre, su versión de los cielos. Un San Agustín a la mexicana, mezclado con Jiménez, el de Picardía mexicana. Reclama a sus interlocutores: “¿Puede usted decirme cuál es mi realidad y cuál mi ficción?” Rasga el cielo y se asoma a la gloria: los árboles son de verde artificial; el prado, un tapete estilo Luis xv; ve a los Santos discutir; advierte en el rebaño de ovejas blancas a los distintos tipos de personas: si son esposos engañados, tienen cuernos; si son adúlteras, tienen la sonrisa; hay carneros lanudos, son los ricos que donaron a la iglesia; carneros con charreteras por haber muerto después de combatir a los enemigos de los cristianos; carneros con los genitales dorados y corona de mártir, son los casados con ricas que fornicaban por obligación; las vírgenes virtuosas son ovejillas que se refregaban contra los árboles. Al preguntar por las ovejas negras, un cura le contesta que esas son los pobres de la Tierra y que están en el Purgatorio o en el Infierno, pues los pobres “lo merecen todo” y si se rebelaran, terminarían en el Infierno, así que más les vale estarse quietos.
La vida inútil de Pito Pérez es una obra sobre lo grotesco, pero con peculiaridades delicadas que muestran a Romero como un escritor vigente 

domingo, 26 de junio de 2016

Efrén Hernández, el gran cuentista mexicano

26/Junio/2016
La Jornada
Elena Poniatowska

A la mitad de una clase, un estudiante soñador y distraído se quedó colgado para siempre de una palabra que le reveló el mundo de la literatura: Tachas. Dos pajaritos revoloteaban en los alambres del telégrafo y la voz del maestro seguía monótona llamándolo al mundo de la razón: ¿Qué son tachas? La voz suena en el vacío, insiste en una de las tantas cosas que a nadie interesan porque para nada sirven: ¿Qué son tachas? A usted es a quien se lo pregunto, señor Juárez.

Juárez estaba muy lejos del salón porque se había convertido en Efrén Hernández, como esos místicos a quienes la gracia asalta en una mañana cualquiera cuando las cosas tienen el mismo aspecto de siempre y el sol de pronto transfigura la realidad con la varita de un rayo milagroso.

Efrén Hernández (nacido en 1904, en Guanajuato) entró para siempre en su mundo de fantasía y empezó a contarnos el gran cuento de su alma sencilla, ingenua y llena de sabiduría. Salvador Novo fue el primero en saludar la aparición del escritor que a México le hace falta; después de él, la crítica lo consagró como el mejor cuentista mexicano, verdadero maestro y guía de narradores de la talla de Juan Rulfo, quien reconoce que de no haber sido por Efrén todo El llano en llamas hubiera ido a dar a un bote de basura, ya que en sus años de burócrata tuvo la fortuna “de que en Migración trabajara también Efrén Hernández, quien se enteró, no sé cómo, de que me gustaba escribir en secreto y me animó a enseñarle mis páginas. Se las llevé, las leyó –lápiz en mano– y me dijo: ‘Mire usted, aquí hay algunos detallitos’, y le debo mi primera publicación: La vida no es muy seria en sus cosas”.

El autor de Tachas colaboraba en la revista América, en cuyas páginas aparecieron los primeros cuentos de Rulfo al lado de José Gorostiza, Carlos Pellicer, Jaime Torres Bodet, Rosario Castellanos, Jaime Sabines y Emilio Carballido, entre otros.

Para Efrén Hernández todo lo que ha sucedido y lo que ha de suceder es cuento. Desde el momento en que nacemos empieza el cuento y dura mientras vivimos. El cuento está en todas partes y en ninguna, porque contar un cuento es presentar con vida –y ante testigos– lo que es y lo que no es, lo que se ve o se oye, lo que se inventa o sucede. Preguntar cómo se hace un cuento es tarea vana. Nunca sabremos nada. La vida es una fábula, un cambiante fructificar de sueños.

Para Efrén Hernández es más lo que hay de cuento que lo que hay de vida, porque el mundo de los cuentos es mayor que todo lo que abarca el universo. El cuento se escribe con una tinta que no se daña ni muere, puede estar en la voz, en el silencio, en las tinieblas, en la mente, en el libro, en el recuerdo y en las posibilidades del olvido. No es mortal, porque puede tener mil, 2 mil o 10 mil años. Puede estar al mismo tiempo en 100 mil mentes y volver a encenderse en otras 100 mil y así por los siglos de los siglos. No tiene edad porque en el principio era la fábula que unida al verbo y al logos nos regaló la más bella historia de la creación: el hombre surgido de un soplo sobre un puñado de barro.

Para Efrén Hernández, el cuento era su vida y dicen que una vez abrió una librería que fracasó porque se la pasaba leyendo y ni siquiera se daba cuenta cuando un posible comprador hacía su entrada. A los que sí atendía los regabañaba si pedían un libro que a él le desagradaba.

Lo buscaron otros escritores, Rosario Castellanos y Dolores Castro que se comunicaron con él por medio de cartas. Le pedían que las ayudara y él respondió el 28 de septiembre de 1950: No comprendo mis merecimientos. Yo de mí más bien percibo las dificultades que tengo a hacer de mi una cosa, al menos, no reprobable. Rosario viajó a Madrid y le escribió un mes después: Tal vez la única parte nuestra que podemos dar a los demás, tal vez el sitio que los demás llaman corazón, no sea más que la memoria y acaso es sólo ahí donde los demás pueden convivir con nosotros, el único lugar donde no estamos solos.

También como Efrén Hernández Rosario quería hacer de sí misma una cosa no reprobable. En aquellos años, los escritores escribían con vergüenza, como si escribir no fuera una profesión. Hasta a Alfonso Reyes le parecía milagroso llegar a vender en un año mil ejemplares de Homero en Cuernavaca.

Lo entrevisté hace mil años en su casa de Tacubaya. Era una casa triste que parecía abandonada en la calle de gobernador Luis G. Vieyra. En un rincón de una ventana un letrero con grandes letras anunciaba: Se vende huevo. Me recibió delgado y más bien pequeño, triste como su casa, cubierto con un abrigo largo que no tenía razón de ser porque hacía calor. A través de su anteojos me examinó desencantado. Otra que no sabe nada de nada, pensó, pero me pidió con su voz cascada que tomara asiento frente a él. En algún momento reuní suficiente valor para preguntarle:

–Efrén Hernández, ¿qué opina usted de su propia obra?

–Mire, mi amigo Eleazar Noriega me dijo precisamente hace unos días lo que ahora creo adivinar en el pensamiento del lector. “Tú –me dijo– disertas con muy buena ilación, pero de repente sales con grandísimas distancias y lo dejas a uno hecho un tonto”. Creo que Noriega no deja de tener razón; pero sólo dentro de él; dentro de mí, yo también la tengo. Dentro de mí, el pensamiento obedece a una estricta concatenación, nada más que a veces el pensamiento es extraordinariamente rápido y las palabras que lo vierten no alcanzan a seguirlo y sólo expresan los nudos más salientes.

Y esos nudos fueron los que Efrén Hernández desató en las páginas de Unos cuantos tomates en una repisa, de Tachas, de su novela La paloma, el sótano y la torre y los aprovechó, así como los ebanistas aprovechan las vetas de la madera para dar el toque distinto a su arte. Y por eso es un escritor para escritores, porque practicó de manera impecable un género que –según Cortázar– debe ganar por knock out. Efrén Hernández supo mandar a la lona a varios de los cuentistas de su tiempo y orientar a sus compañeros. Juan Rulfo le debe mucho y lo ha reconocido.

Hoy, a casi 60 años de su fallecimiento, vale la pena recordar al iniciador del gran cuento mexicano, amigo y maestro de Juan Rulfo y a quien debemos ese libro maravilloso El llano en llamas, que permanece entre nosotros ahora y siempre, por los siglos de los siglos, gozando de la larga vida que Efrén Hernández le auguraba a los cuentos verdaderos.

Ahora que Geney Beltrán ha iniciado una serie de presentaciones en la librería Elena Garro de Coyoacán, en la que se hablará de cuentos y cuentistas, es indispensable recordar a Efrén Hernández. Fabio Morábito, Cristina Rivera Garza, Eduardo Antonio Parra, Héctor Manjarrez, Juan Villoro, Verónica Murguía y Enrique Serna serán entrevistados cada miércoles por Geney Beltrán hasta finales de julio, en una serie de la que saldrán nuevos cuentistas ilusionados por hacerle al cuento en un país al que mucho le hace falta la fantasía de los grandes cuentistas que hoy preceden y presiden nuestra literatura.

domingo, 12 de junio de 2016

Marguerite Duras: palabras de música e imagenx

12/Junio/2016
Jornada Semanal
Xabier F. Coronado

No se puede escribir sin la fuerza del cuerpo. Escribir es lo único que llenaba mi vida y que la hechizaba. Lo he hecho. La escritura nunca me ha abandonado.
Marguerite Duras, Écrire

Cada escritor tiene una manera propia de entender su trabajo. Hay quienes llegan a la literatura para contar historias repetidas a las que trasmiten un estilo más o menos personal. Se conforman con seguir las rutas trazadas que recorren el mundo literario, autopistas de peaje donde el autor deja parte de sus ideas y proyectos originales en la caseta de cobro. Estos escritores se convierten en asalariados de la literatura, escriben para vivir, realizan un trabajo que sigue patrones establecidos con el objetivo de venderlo a editoriales comerciales que rara vez se arriesgan con planteamientos literarios que no aseguren beneficios.
Por otro lado, están los autores que no se conforman con recorrer carreteras transitadas, creadores inquietos que abren brechas hacia territorios desconocidos. Apuestan por la literatura de exploración, de riesgo, y asumen el rechazo editorial o la incomprensión del público. Son pocos los escritores que viven para escribir, entregándose incondicionalmente a su trabajo; entre ellos están, sin duda, los que contribuyen al desarrollo de la literatura.
En la segunda mitad del pasado siglo, Marguerite Duras recorrió casi todos los caminos literarios. Se dejó poseer por la escritura, dedicándose a ella sin reservas. El resultado fue una obra que desbordó los cauces literarios habituales. En uno de sus últimos libros, que recopila textos y entrevistas, reflexiona sobre el oficio de escribir y afirma que muchos libros que se publican no son libres ni originales, “son libros cautivos, estandarizados, ordenados, una alegoría que recuerda al amo bienpensante, recto, convencional y acartonado.” (Escribir, 1993.)
Marguerite Duras comentaba lo fácil que sería para ella escribir con el estilo de sus primeros libros y contar historias que se entiendan sin esfuerzo. Pero la autora decidió tomar el camino difícil, aventurarse con sus propios personajes por territorios desconocidos, estableciendo una nueva ruta en el mapa literario. A pesar de que alcanzó el éxito con una de sus novelas, el conjunto de su obra, una propuesta multidisciplinar donde se fusiona la palabra escrita con la imagen y el so-nido, aún no ha sido comprendida ni valorada en toda su dimensión.

Vivir para escribir

Toda mi vida he escrito./ Como una imbécil, lo he hecho/. No está mal que haya sido así./ Nunca fui pretenciosa./ Escribir toda la vida, enseña a escribir. Aunque eso no salva de nada.
Marguerite Duras, C’est tout

Marguerite Donnadieu Legrand nació en 1914 en Gia Dinh, pueblo cercano a Saigón, capital de la antigua colonia francesa de Indochina, hoy Vietnam. Fue la tercera hija de un matrimonio de profesores, antes habían nacido Pierre, en 1909 y Paul, en 1912. Su padre murió cuando ella tenía siete años. A partir de 1925, su madre dirige una escuela en Sa Déc, una pequeña ciudad en el delta del río Mekong, donde Marguerite recibe educación escolar elemental hasta la preparatoria que cursa interna en un colegio de Saigón. En 1932 viaja a Francia para poder acceder a una enseñanza universitaria.

En la Sorbona estudió Matemáticas, Derecho y Ciencias Políticas; trabajó como secretaria en el Ministerio de Colonias de 1935 a 1941. Su primer libro fue escrito en ese período, un volumen de propaganda oficial,L’Empire Français (1940), realizado en colaboración con Philippe Roques. Ambos trabajaban en la Agencia General de Colonias y la obra fue encargada por el ministerio con el propósito esencial de “enseñar a los franceses que poseen en ultramar un inmenso dominio”. Es el único libro que Marguerite Donnadieu firmó con su nombre auténtico y se ha convertido en una obra oculta que no se incluye en su bibliografía. Se trata de un texto de difícil justificación que sólo puede explicarse en términos de inmadurez y sentido del deber profesional mal entendido.
Poco después escribe sus primeras novelas: Los impudentes (1943), La vida tranquila (1944) y Un dique en el Pacífico (1950), esta última es lectura obligada para quien quiera estudiar su evolución como escritora. Es un texto donde ya aparecen explícitos los ejes temáticos que desarrollará a lo largo de su carrera literaria, casi todos derivados de las propias vivencias de la autora: relaciones familiares y amorosas, conciencia de la feminidad, la pasión y el placer.
Duras participa en la Resistencia francesa, responsabilidad que le crea una conciencia política. Al final de la guerra escribe un intenso diario, El dolor, que estuvo perdido durante años y será publicado hasta 1985; “el dolor ha sido una de las cosas más importantes de mi vida”. Sus siguientes novelas: El marinero de Gibraltar (1952); Los caballitos de Tarquinia (1953) y El Square (1955), se centran en las relaciones de pareja. Con la publicación de Moderato cantabile (1958) emprende un camino literario muy personal que evoluciona hacia el teatro y el cine.
A partir de entonces se suceden interesantes novelas –La tarde de M. Andesmas (1960), El arrebato de LolV. Stein (1964), El vicecónsul (1966–; obras de teatro –L’ Eden cinéma (1977), Savannah Bay (1984–; guiones cinematográficos y adaptaciones dramáticas o fílmicas de sus textos. Entre ellos destaca India Song, publicado en 1973 con el subtítulo, “Texto/Teatro/Film”; un experimento literario concebido como teatro que llevó al cine en 1975: “Primero vi el teatro de India Song y después escribí el libro. Luego la visión fue remplazada por las páginas enfrentadas de la escritura misma, y después, cuando hice la película, todo fue barrido.” Un trabajo intergenérico que su autora comparaba con una composición musical en tres tiempos: “Es un moderato cantabile al comienzo, sin juegos de palabras, luego un vivaceen el medio y al final un andante interminable.”
La obra literaria de Marguerite Duras reúne casi treinta novelas, una docena de textos teatrales –su trayectoria dramática fue premiada en 1983 por L’ Academie Française–, libros de relatos y ensayos diversos. Sus trabajos cinematográficos son una faceta importante de su obra: escribió y publicó numerosos guiones, entre ellos Hiroshima, mon amour (1958), película realizada por Alain Resnais, y dirigió una veintena de cintas de largo y cortometraje. Entre ellas: La música (1967); Nathalie Granger(1972), que fue el debut de Gerard Depardieu en el cine; El camión (1977), que protagonizan Depardieu y la propia M. Duras; y Los niños (1985), su última película.
La biografía más completa sobre la autora es de Laure Adler (Marguerite Duras, 1998), que recopila datos aparecidos en estudios anteriores y aporta documentación inédita, una buena guía para conocer su trabajo creativo. Aunque a nivel literario es ubicada dentro del nouveau roman y en cine incluida en laNouvelle vague, la obra de Marguerite Duras es muy personal, independiente de estos movimientos a pesar de haber trabajado con escritores y realizadores cinematográficos de su época. Tampoco se posicionó en la línea del feminismo militante del Mouvement de Libération des Femmes (MLF), liderado por Simone de Beauvoir, pero fue asidua colaboradora de la revista femenina de vanguardia Sorcières y amiga de Xavière Gauthier y Michelle Porte, que publicaron interesantes libros de conversaciones con ella (Les parleuses, 1974; Les lieux de Marguerite Duras, 1977).
Duras se sintió atraída por el periodismo, que para ella significaba “escribir en el acto. No esperar”. Publicó numerosos artículos y reportajes en periódicos y revistas (France-ObservateurVogueLibération,Cahiers du Cinéma, etcétera), que reflejan su pensamiento progresista y solidario. Algunos fueron recopilados en varios volúmenes: L’ eté 80 (1980), Outside (1984) y Le monde extérieur (1993).
En 1988 se publica El amante, novela donde la autora retoma sus vivencias en Indochina, un libro que la hace mundialmente conocida: se vendieron millones de ejemplares en cuarenta idiomas diferentes. Marguerite Duras vivió para entregarse con pasión a la escritura y dejó una obra amplia y diversa de interés indiscutible: fue la escritora más leída, traducida y comentada de la segunda mitad del pasado siglo.

Literatura y cine

Es un libro./ Es una película./ Es la noche./ La voz que aquí habla es, escrita, la del libro./ Voz ciega. Sin rostro./ Silenciosa.
Marguerite Duras, El amante de la China del Norte

No es sencillo escribir sobre la obra de Marguerite Duras debido a la complejidad formal de una labor creativa que asocia géneros y artes. En sus libros, novela, poesía y teatro se funden para hibridarse con el guión cinematográfico, un tipo de textos que en Francia fue denominado, ciné-roman.

Aunque nunca regresó a Indochina, la antigua colonia francesa está presente en su obra como espacio habitual donde se desarrollan las historias que escribe. En ellas, personajes atípicos se relacionan en ambientes donde confluyen el exotismo profundo y la angustiosa inquietud existencial en lucha con la muerte, la memoria y el olvido. Sus libros tratan a veces sobre los mismos personajes y relatan la historia desde varios puntos de vista. Las novelas de tintes autobiográficos derivan unas de otras y los miembros de su familia son encarnados por diferentes protagonistas.
El amor y las maneras de entregarse, mental y físicamente, a la persona amada es su principal obsesión. En sus textos invierte los roles de la relación hombre/mujer; rompe con el concepto tradicional de pareja y trata abiertamente temas como la homosexualidad, el incesto o la infidelidad; también subraya la influencia posterior que las relaciones familiares ejercen en la vida de las personas. La raíz que nutre y mueve sus historias es la pasión. Duras sintió desde muy joven el deseo de vivir con libertad su feminidad: “Morales de orden diverso llenaban ya mi espíritu de confusión.” La condición femenina fue el fundamento de una obra donde las mujeres tienen el protagonismo y la palabra para manifestar sus sentimientos y frustraciones.
En sus historias la naturaleza, en especial el agua, crea atmósferas donde los personajes viven bajo esa constante influencia. En los títulos y páginas de sus libros se repiten nombres de mares y ríos: Pacífico, Atlántico, Ganges, Mekong, Loira: “Miro el río y no consigo apartar los ojos del agua. No pienso en nada, en nada. Qué orden.”
Margarite Duras poseía un corazón inquieto, ávido por experimentar, que necesitaba entender la razón de sus latidos y sólo se calmaba al realizar el acto genuino de crear. Escribir fue la solución para comprender lo que sentía; para ella no hay vida sin escritura porque la escritura es la vida. Sobre las relaciones entre su obra y su experiencia vital se han escrito muchos trabajos. También hay análisis psicológicos de su escritura realizados por Julia Kristeva y Jacques Lacan.
Los textos de m. Duras se liberan de lo racional o normativo y renuncian a la construcción gramatical obligada. La puntuación es libre; el fraseo, corto y sencillo, reiterado, aislado por comas o unido por nexos copulativos. La repetición de palabras crea esquemas rítmicos que producen efectos sonoros y en muchos libros el discurso narrativo se integra en forma de versos.
Una característica de su estilo es la preponderancia del diálogo. Sus obras se fueron acercando al género dramático y al guión cinematográfico, una transformación que dio lugar a un tipo de textos que no encajaban en la clasificación literaria acostumbrada y fueron llevados a la escena teatral o al cine. La propuesta fílmica de Marguerite Duras, como realizadora y guionista, es una manera particular de vincular imagen, palabra y concepción espaciotemporal, consecuencia de la búsqueda de nuevas formas de expresión y estructura.
A pesar de los diálogos continuos, sus obras se nutren de silencios que marcan la angustia de los personajes ante la imposibilidad de transmitir con palabras lo que sienten. Los textos se van haciendo más enigmáticos y ambiguos, más líricos, con voces múltiples y finales abiertos, particularidades que obligan al lector a reflexionar para poder entender las historias y los personajes creados por ella.
La obra de Marguerite Duras es controvertida, provoca interrogantes y suscita debates en críticos y lectores. Para penetrar la complejidad formal de sus creaciones es necesario enfocar el mundo emocional que las envuelve, pues la autora somete la palabra dentro de esquemas creados para expresar la complejidad de los sentimientos. La aportación de Marguerite Duras a la literatura contemporánea es una obra original, libre y progresiva, que trasciende el concepto formal de género e impregna la escritura de imágenes y música 

Dramatis personae

12/Junio/2016
Confabulario
Christian Peña

En grado de tentativaPoesía reunida de Francisco Hernández

En un ensayo dedicado a su compatriota W. B. Yeats, el poeta irlandés Seamus Heaney señala: “Al leer a Yeats, nos encontramos bajo el influjo de una voz que ofrece simultáneamente expansión y contención […] La expansión obedece a la confianza de que la mente ocupa el lugar que le corresponde y dentro de ella cabe imaginar grandes distancias y recorrerlas a voluntad. La contención está presente por la sensación de que una fuerte presión emocional e intelectual topa contra límites formales y hace fuerza dentro de ellos”. Creo que la expansión y la contención son características primordiales en la poesía de Francisco Hernández. La expansión es el viaje al centro de sí mismo que deriva no en la autentificación de la voz, sino en el andar interminable y colmado de preguntas, propio de la extranjería. Durante ese viaje, Hernández ha descrito con señas particulares y ficticias al sinfín de personajes que forman parte de su drama y que, más allá de ser una galería de retratos, son las notas de una bitácora hallada en el corazón de las tinieblas, el álbum de lo familiar puesto en negativos, el dramatis personae de su memoria. El poeta emprende este peregrinar, pidiendo referencias, preguntando direcciones, calles y nombres en diferentes lenguas, quizás para encontrar el camino de vuelta a su eje, aunque, lo sabe de antemano, eso no sucederá: es el precio de errar en busca de la palabra. La contención, por otra parte, está presente en la manera en que ahonda en la lengua hasta encontrar “la sonora oscuridad del hueso”, hasta dar con las heridas profundas de la superficie, el escalofrío de lo cotidiano. En la presión “emocional e intelectual” que la mirada de Hernández ejerce sobre las cosas más a mano, se concentra el asombro y lo terrible en contadas palabras, se realiza un ajuste de cuentas con lo que creemos conocido.

La poesía de Francisco Hernández ocupa desde hace tiempo un lugar insustituible en nuestra tradición. Desde los comienzos de su obra —que, por ahora y En grado de tentativa, suma más de una veintena de libros— podemos atisbar obsesiones que serán exploraciones a fondo a través de los años y las páginas. Elaborar un registro detallado de dichas obsesiones supone una tarea interminable; sin embargo, quisiera detenerme en algunas que considero esenciales. La enfermedad, por ejemplo, ha acompañado a Hernández desde sus primeros poemas y alcanza una temperatura altísima en el libro Mar de fondo, publicado en 1982, abriendo paso a la fiebre y al delirio. Mar de fondo cuenta la historia de un hombre postrado en la cama como en una balsa a la deriva, mientras atestigua cómo el río y el tiempo crecen y ahogan el recuerdo de un pueblo a su paso (“La cama es un esquife que flota sin gobierno, un féretro que chocará en segundos contra un iceberg”). Debido al tono y ritmo de la prosa, esa cama nos recuerda por instantes la cama donde Juan Carlos Onetti escribió su relato El pozo, postrado y afiebrado en un cuarto de dos por dos. En el cuarto donde Hernández padece las dimensiones del infierno, el poeta plantea la atmósfera de sed y terrible belleza que estará presente en gran parte de su obra:

Cierro los ojos. Me arrastra el sopor hacia los territorios de la fiebre y, mecánicamente, limpio mis dedos pegajosos de semen en la trama del mosquitero.
Oigo a lo lejos el mundo de mi madre, su andar entre las brasas, su diálogo con el rencor que le acompaña: hablan de mi padre, de la mujer que tiene, de su risa, que suena como tromba de flores pisoteadas.
Con el silencio fijo en el vacío pienso en los tigres de Mompracem, en las redondeces de Paura, en un jonrón con tres hombres en base.
Afuera está la herida pero no quiero salir a su encuentro: debo continuar enfermo siempre, sin tener que bajar a tierra, sin enfrentarme a nada ni a nadie, ni siquiera a las piernas de Paura ni a un campo de béisbol ni a la luna llena del espejo.
Hoy, apunto en el cuaderno de bitácora, empieza el fasto de los grandes viajes.
Y el ave Roc emerge a los pies de mi lecho.

Francisco Hernández encarna en varios de sus libros, ya sea en pequeñas o grandes dosis, la figura no del “poeta maldito”, sino del hombre enfermo. El poeta maldito abraza —y en ocasiones propicia— escenas de una vida extrema donde cada caída tiene dimensiones épicas, donde cada derrota es un himno de gloria entonado a coro por todo un estadio. El hombre enfermo, en cambio, sobrelleva su condición y busca discretamente un alivio sin testigos ni ovaciones, un malestar puesto sobre la página como un testimonio, y no como bandera. La fiebre y el delirio padecidos en Mar de fondo son los primeros síntomas en la poesía de Hernández; más adelante, la depresión y la epilepsia (Mi vida con la perra y La isla de las breves ausencias) serán el mal de raíz. La memoria es también un padecimiento en sus versos. Dicho por él mismo: “Sólo con medio cerebro se recuerda. La otra mitad no duele”. No es una casualidad que Hernández lleve tatuada en el antebrazo izquierdo la inscripción “Poesía: lo cura”. La poesía como enfermedad y sanación. Pienso en una frase atribuida a Sir William Osler, la cual pone el acento sobre el tatuaje que suele asomarse sutilmente bajo la manga de la camisa de Hernández: “No preguntes qué enfermedad tiene una persona, sino a qué persona elige una enfermedad”. “Poesía: lo cura”, la tinta sobre la piel, el grabado en la piedra, el juego de palabras que va en serio, el slogan aforístico; la poética, vamos. Así de puntual. Así de firmado con sangre:

HASTA QUE EL VERSO QUEDE

Quitar la carne, toda
hasta que el verso quede
con la sonora oscuridad del hueso.
Y al hueso desbastarlo, pulirlo, aguzarlo
hasta que se convierta en aguja tan fina,
que atraviese la lengua sin dolencia
aunque la sangre obstruya la garganta.

El origen, el pueblo natal y la muerte son también obsesiones que llevan al poeta a transitar por el desvelo y su respectiva carga de somníferos. Pero hay una figura que se relaciona con todos estos temas y que, al tocarlos, hecha sombra y luz sobre ellos; una presencia que atraviesa de polo a polo el cerebro del poeta y a la que intenta descifrar, retratar, dibujar con los ojos cerrados en el muro de sus lamentaciones. Me refiero al padre. El padre es la primera cara en la moneda poética de Francisco Hernández. El padre: el cazador y la sombra, el fantasma con bifocales y el caballo odioso. El padre: los errores y la negación como herencia.

EL CAZADOR

Ibas a la montaña en busca de jaguares,
tapires o faisanes.
Siempre te acompañaba la mujer de otro.
En mis sueños te veía raudo por la playa,
eludiendo tenazas de cangrejos azules.
Ahora caminarás desnudo por la noche sin término.
Ojalá te encuentres con los ojos
de todos los animales que mataste.

Faustino Hernández Valencia, el padre, nació en 1911 y murió en el 1984. Fue dentista y quien lo acercó a los libros. Tal vez, cuando Francisco era niño, contemplaba con asombro y miedo los instrumentos dispuestos sobre la mesa: el espejo bucal, el taladro, el eyector de saliva; el material quirúrgico con el que su padre aliviaba y causaba el dolor. El trabajo del dentista era procurar una sonrisa saludable a sus pacientes. El trabajo del padre era ahogar los gritos. La carcajada oscura; el humor negro también característico del poeta. ¿Sabemos nosotros algo de extraer muelas sin anestesia? ¿Sabemos algo de esos oficios —escribir y tapar caries— que se aprenden sin ir a la escuela, así, por la mera observación, hasta llevarlos a la maestría? ¿Sabemos algo de empezar imitando a García Lorca y a Neruda o limpiando la vasija de los escupitajos? ¿Sabemos algo sobre dejar durante la noche un diente bajo la almohada y encontrar a la mañana siguiente la foto de un muerto? ¿Sabemos qué se hace con un padre que eclipsa el mundo con su sombra? ¿Sabemos qué se hace con un padre que se pone bata blanca para ir de cacería?, ¿sabemos cómo se quita esa sangre?, ¿cómo no parecernos a él?, ¿sabemos qué se hace con su ropa cuando ha muerto? En Odioso caballo, el libro más reciente de Hernández, se lee:

La dentadura de mi padre
avanza hasta donde duermo.
Sube a mi cuello de postura infantil,
para después morderlo sin hacer caso
de mi grito.
Manchada por gotas de sangre,
la cuna es una paila hirviendo.
Mi madre regresa y la dentadura
se sumerge otra vez en su vaso de agua.
Fragmentos de Bartók, tocados
por Keith Jarret,
salen de una cajita de música.
Mi madre se despide. Primero me persigna.
Después acaricia mi calvicie prematura.

En las pupilas del que regresa —preámbulo fundamental para la escritura de Moneda de tres caras— es un poemario donde se desarrolla con precisión y terror el tema del padre descrito anteriormente, además de ser el lugar de los primeros avistamientos de retratos literarios escritos por Francisco Hernández. Allí, Silvia Plath mete la cabeza en el horno para huir del invierno, Roberto Juarroz camina por la playa de la mano de Roberto Juarroz, y Ramón López Velarde, de pie y en sueños frente al océano, “Vive otra vez la angustia que sintiera en la pila bautismal”. Allí también aparece otro personaje de su drama, un lugar que tiene nombre y rostro, San Andrés, Tuxtla; obsesión descrita desde sus primeros versos (“Por el ombligo transparente”) y personaje principal en más de uno de sus poemas (“Cuaderno de un retorno al pueblo natal”, al interior de Imán para fantasmas). Hernández siempre volverá a ese lugar que lo vio morir; siempre vivirá una suerte de “Retorno maléfico” para reencontrarse con la casa derruida donde pasó la infancia, con el río que ahoga los sueños de las mujeres, con el jardín de su madre: “¿Quién regresa ahora que vuelvo retornado? / ¿A dónde regreso?  ¿No es cada vuelta al punto de partida / una isla  rodeada de redundancias por todas partes? […] Descubro a mi madre con su piel ya enferma / y una sola palabra suya pone en movimiento / aquel lenguaje repleto de cáscaras jugosas / y de ceremonias donde el descorazonado era el viento. / Pero ni ella puede ayudarme a reconocer / el miedo de quien vuelve.” Faustino Hernández Valencia, San Andrés, la enfermedad…, así, pues, antes incluso de decirnos que su libro capital era una moneda de tres caras, en la obra poética de Hernández ya había otras tantas girando en el aire.

La “trilogía germánica” que conforma Moneda de tres caras exhibe una propuesta estilística donde el poema largo de corte narrativo desencadena un orbe de seres reales y ficticios para dar pie a la poesía que experimenta con la experiencia. Lo sabemos: en De cómo Robert Schumann fue vencido por los demoniosHabla Scardanelli y Cuaderno de Borneo están delineados a carbón algunos de los momentos de la vida de Robert Schumann, Friedrich Hölderlin y George Trakl, está retratada la historia de su genio; sin embargo, debo decirlo, cada una de estas caras es también una cruz: la música y la melancolía, el tormento amoroso del alter ego, el hambre de una isla más allá del destierro. Moneda de tres caras es también las tres cruces que Francisco Hernández acuñó a conciencia. La cruz en el sentido más coloquial de la palabra; el muerto que se nos sube, el costal de heridas y huesos que acarreamos de una página a otra; el odioso caballo que cargamos, tal y como el guerrero Hatakeyama Shigetada, dibujado por Hokusai. “¿Nacimos para echarnos caballos a la espalda?”, sigue preguntándose el poeta casi veinte años después de la publicación del libro. El dramatis personae que Hernández evidencia en Moneda de tres caras no es un listado de personajes con biografías extremas, sino la afinidad azarosa —fáustica en varios casos— entre el poeta y ellos. No se trata aquí del retrato o la biografía, no se trata de los acentos sobre la tragedia ni del apunte culterano: se trata de ser afectado e infectado por la palabra, la música o el trazo de alguien más, se trata de tatuarse la obra de alguien más en los huesos y, entonces sí, aceptada la afrenta, aceptado el duelo, tomárselo personal y escribir. Se trata de personajes personales, por llamarlos de algún modo. Guillermo Rousset Banda apunta en el prólogo a Personae de Ezra Pound: “Las paráfrasis y versiones, que no traducciones, de Pound son personas, poesía de caracteres: mediante la auténtica fusión con el personaje, recreación de cierta situación o cierto estado de ánimo, adopción intencionada de cierta perspectiva peculiar para exponer un carácter.” La traducción de un sufrimiento parecido al suyo, la adopción de un temperamento y la aproximación a una obra puesta sobre el microscopio (“La poesía es un método de análisis, un instrumento de investigación”, apuntó Jorge Cuesta) son algunas de las herramientas con las que Hernández acuña su moneda.

ESCRIBE SCARDANELLI

Prohíbe al llanto diluir la fuerza de los deseos más íntimos. Trae contigo tijeras para cortar de raíz hasta el otoño si es preciso.
Le he ordenado a mi lengua convertirse en río para que en sus hondas sumerjas tu cabello. Le he dicho transfórmate en montaña para subir a ella y en esquila, con el fin de escucharla antes de los sermones.
Si una serpiente te rodea los tobillos, no imagines el vértigo de la caída: es mi lengua.
Cuando el banquero Gontard te dé un lienzo que se anude a tu cuello, no creas en la liberación por asfixia: es mi lengua.
Impide la presencia de la duda. Corta esa prolongación rosada si te oprime también el pensamiento.
Córtala, písala, muérdela. Arrójala sin miedo a la gavilla de poetas callejeros.
No importa. Porque a mi voz, al no ser músculo de agradable temperatura, no podrás silenciarla ni en la más jubilosa de tus ensoñaciones. ¿Por qué habrías de privarme de alabanzas?
Deja a Scardanelli lo único sagrado que los dioses le dieron.
Mi lengua tiene vida propia.
Después de muerto he de seguir cantando.

La presente recopilación de la obra de Francisco Hernández, En grado de tentativa, permite comprobar que la moneda que el poeta lanzó hace ya más de veinte años tiene una sola cara y una sola cruz: Hernández mismo. Dicho de otro modo, cada vez que el poeta arroja la moneda al aire, ésta cae de canto. Francisco Hernández no es sus personajes, pero sus personajes sí son él. Ésa es su cara, la real e imaginaria. Como en “El hacedor”, de Borges, el poeta “se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincia, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”.

Francisco Hernández sabe que la voz es una vieja promesa de la poesía. La voz como la verdad del poeta, como esa olla de oro encontrada bajo un puente, esa moneda de cambio para entrar al Olimpo, ésa voz, esa manera de contar el mundo anteponiendo al yo sobre todas las cosas es una broma gastada. No, en poesía no hay voz, sólo ecos; resonancias de una lengua amada o repudiada hasta el cansancio. No hay voz, no hay yo; apenas las facciones imprecisas de hombres que se sobreponen al silencio y, en ocasiones, lo atenúan con un balbuceo hermoso aprendido en el insomnio y la desesperación, rumiado en la ansiedad de nombrar lo irreconocible e irreconciliable. “Balbucear”, que no “decir”; interrogar, que no afirmar; “tendencia a enmudecer”, como lo definió Celan. La poesía de Hernández es un eco en las generaciones de poetas que le preceden. Su estilo es cercano al de un altoparlante con distintas salidas de audio, cada una con un filtro distinto. Octavio Paz dijo alguna vez sobre Jaime Sabines que solía tocar dos o tres cuerdas de una manera extraordinaria. Tratándose de Francisco Hernández, pienso que no sólo toca más de una cuerda, sino más de un instrumento; ocupa más de un lugar y se mete en la piel de más de un individuo al momento de escribir sus poemas, de hacer su música. En palabras de Bernardo Soares: “Mi alma es una orquesta oculta: no sé qué instrumento tañe o rechina, cuerdas y harpas, timbales y tambores, dentro de mí. Sólo me reconozco como sinfonía”.

Establecer un presunto dramatis personae que delinee los múltiples personajes que aparecen y reaparecen en la obra de Francisco Hernández es una idea a la que no puedo resistirme. Estoy seguro que cada lector encontrará los que le sean más afines o inesperados durante el viaje a través de sus páginas. Sirva, pues, este pequeño ejercicio como la introducción antes de que el telón suba y comience la obra:

DRAMATIS PERSONAE

Faustino Hernández Valencia: Padre, fantasma y dentista
San Andrés: Pueblo natal
Paura: Mujer de mar abierto
New York Yankees: Equipo de beisbol de las grandes ligas
Robert Schumann: Músico vencido por la melancolía
Scardanelli: Poeta aprendiz de carpintero
George Trakl: Poeta y farmacéutico incestuoso
Miguel Kolteniuk: Psicoanalista
Doña Raquel: Madre
Francisco Toledo: Pintor y escultor
Fosca: Mujer de fealdad insólita
Depresión: Perra de raza indefinida
Epilepsia: Isla fuera de radar
Charles B. Waite: Fotógrafo viajero
Leticia: Mujer que se peina con sus recuerdos
Mardonio Sinta: Coplero veracruzano
Emily Dickinson: Poeta vestida casi siempre de blanco
Dios: Caballo odioso

Estos personajes personales, entre otros, son los que se dan cita en la obra del poeta; Vidas imaginarias, las nombró Marcel Schowb; Vidas minúsculas, las llamó Pierre Michon; monedas de la cara, les dice Francisco Hernández. En la autobiografía de Yeats, en los papeles dispersos que decidió reunir y publicar, precisamente, bajo el título de Dramatis Personae, el poeta irlandés escribió: “Toda mi vida he estado obsesionado con la idea de que el poeta debe conocer todas las clases de hombres como si fueran él mismo, que debe conjugar la mayor realización personal posible con el mayor conocimiento posible de la palabra y circunstancias del mundo.” Francisco Hernández encarna la idea que obsesionaba a Yeats. Su poesía es también la autobiografía de un hombre habitado por muchos otros hombres; no exalta una voz, sino que traza sutilmente la infinidad de ecos que conforman su existencia: la memorable puesta en escena que lleva por nombre Francisco Hernández.

Ciudad de México, 30 de marzo de 2016