miércoles, 8 de octubre de 2014

¿Qué hacen los relojes en su tiempo libre?

5/Octubre/214
Confabulario
Paula Abramo

Me resulta difícil hablar de aquellos a los que más admiro. La elegancia y el buen gusto exigirían mesura en el elogio, pero admito que siento pocas ganas de hacerles caso.

Conocí a Gerardo Deniz hace casi dos años, gracias a David Huerta y Verónica Murguía, y tuve el inmenso privilegio de leer con él Erdera, de cabo a rabo con el fin de localizar ciertas erratas (pocas) que le preocupaban al autor. El proceso de lectura duró nueve meses.

Conforme pasaron las páginas y el tiempo, leíamos cada vez menos y platicábamos y nos reíamos cada vez más. Y luego, cuando terminamos el libro, seguimos platicando. Nunca he sabido cómo agradecerle a Deniz su amistad y su tiempo. Todavía me acuerdo de la primera conversación con él y Verónica: salieron a relucir las civetas. Él aclaró que, aunque se les llame gatos, las civetas son vivérridos, que comparten ciertas partes de Asia con otro congénere. Este último, explicó, produce enzimas semejantes a las que hacen que los granos de café excretados por esas criaturas sean tan apreciados, pero con una diferencia en el número de átomos de carbono. Enseguida me preguntó que a qué me dedicaba. Le hablé un poco de mi tesis, y entonces él se embreñó en cuestiones de una especificidad pasmosa y estrictamente vinculadas con mi trabajo. Por ejemplo: que la lambda intrusa en el topónimo Troglodítica es una corruptela, porque la raíz de la palabra es trogos (cueva). Ningún investigador del Instituto de Filológicas había dedicado tiempo a estos detalles: cuevas donde vive el diablo. Al final creo que acabamos hablando de los pelos de los gastrotricos y de la bizquera de los platelmintos. Todo para mí era deslumbrante. Y sigue siéndolo, porque no hay manera de acostumbrarse a Gerardo Deniz.

No quiero que parezca que voy a hablar del autor y no de sus textos. Fue mi intención al principio, pero la deseché por imposible, aunque tampoco me siento muy calificada para lo segundo. Me atrevo a decir que Deniz y sus textos son casi una misma cosa. Hablan parecido. Están hechos de los mismos ingredientes, como él mismo ha aclarado alguna vez: “Así como afortunadamente todo el mundo lleva en la cabeza la rosa y el ruiseñor, yo —aparte de rosas y ruiseñores que me gustan mucho— llevo también uno que otro polipéptido”, dice Deniz en una entrevista concedida a Sisi Rodríguez para la revista Vice. Uno que otro polipéptido es una forma modesta de confesar que su mundo es mucho más vasto, que su abanico de referentes es mucho más complejo que el de cualquier intelectual de este país. Y por estar así constituido, es a la vez universal y personalísimo: irreproducible. Sorprende en Deniz la forma en que esos referentes se trenzan, se organizan haciéndose eco unos a los otros, poniéndose en jaque o reforzándose en dobles y triples piruetas mortales. Sorprende, además, que todo el asunto sea tan gozoso. Se ve que fue gozoso para él escribirlo. Sin duda lo es para nosotros, cuando lo leemos. Y creo poder afirmar que años después de escribir esos textos, que en gran parte recuerda palabra por palabra, también a él siguen divirtiéndolo cuando los relee.

Seguido me pregunto cómo es posible que una mente pueda procesar tal cantidad de conocimientos. Con una buena dosis de memoria, sin duda, y Deniz la tiene: no hace mucho nos mostró un álbum de su primera infancia del que recuerda cada detalle, la disposición de cada foto, la expresión de los personajes y el contexto en el que se sacó. Con atención, también. Deniz observa, escucha, palpa, huele, y su poesía es, quizá por eso, tan carnal aún cuando no siempre hable de la carne: tan sugerente a los sentidos. Con algo de método también: a menudo el inicio del año fue punto de partida para grandes empresas de lectura y estudio. Y, sin embargo, la palabra erudito no parece describirlo con justicia. Aunque lo es, con creces, Deniz es algo más. Porque eso que ha aprendido (y todos sabemos que ha aprendido un mundo), no parece haberse ido acumulando en polvosos sustratos geológicos superpuestos y estancos para conformar el pedestal de un sabio que aspira a grandes cosas. No. Sino que Deniz, él, su obra, parece haber encarnado todo aquello, como si lo hubiera digerido en un banquete en el que todo se probara por gusto; nada por obligación (salvo, tal vez, algunos cuantos potajes feos, ingeridos a fuerza de traducciones y revisiones penosas). Y así, esa cultura diversa está mezclada con la experiencia (el autor con frecuencia recuerda dónde leyó tal o cual libro, en qué restaurante o parque, acompañándolo con qué bebidas o platillos, con qué pláticas, con qué personas, combinándolo con qué otras lecturas). Esa cultura es casi, en sí misma, experiencia. Y por eso está tan orgánicamente incorporada al discurso deniziano. Tanto en sus charlas, como en sus textos. Sólo así me explico que sean tan naturales en él, tan poco forzados, esos saltos del chiste a la fórmula química y de ésta a la alusión a Góngora y de las Soledades a los sopes del desayuno. Tal vez de ahí viene la sorpresa que espera al lector en cada poema suyo, cada vez de una nueva manera, cada vez con matices distintos, surgidos de la densidad de su lenguaje, variado, cuidado y osadísimo.

La exactitud es otro de los rasgos que admiro en mi muy personal apreciación de Deniz. Qué bien armados están sus poemas. Nada allí parece ser gratuito, o vago, o flojo. Si la estructura es admirable, también el manejo de sus léxicos (así, en plural, pues no se limita al frondoso álamo indoeuropeo). Deniz es un lector de diccionarios. De diccionarios serios y de otros diccionarios que parecen casas de locos y por ello le dan solaz. Pone en la página palabras precisas, así tenga que sacarlas de los fondos lodosos del desuso. También es científico. Y esto último no hay que olvidarlo, porque quizá por eso Deniz lee desde un lugar distinto, mucho más racional que el que se acostumbra entre los llamados humanistas, en el que la fanfarronería, la hipocresía y la pedantería hueca merecen un fulminante achicharramiento ceráunico. Iba a decir que creo que tiene un compromiso con la verdad (casi todo lo que escribo es rigurosamente cierto, me dijo una vez), pero hay que tener cuidado con las palabras. Tal vez Deniz no tiene compromisos. Tal vez es más exacto suponer que goza con el descubrimiento de verdades. Y hay que ver su sonrisa cuando aprende algo nuevo.

Escrupuloso e implacable, Deniz es capaz, como pocos, de estudiar los fondos abisales de la estupidez humana: no de la estupidez en abstracto, sino de ciertas estupideces particulares y desternillantes, como lo demuestran sus extensos hallazgos en terreno de la balcarzología, por no hablar de sus lecturas críticas de ciertos poetas y eruditos, mismas que son un ejemplo de rigor sin más compromiso que el placer, sádico a veces, de poner unos cuantos puntos sobre las íes. Parodia, ironía y sarcasmo, son también formas de ese pasatiempo profano que es investigar el mundo. No deja de ser revelador que su poesía se lea como el colmo de la artificiosidad literaria, cuando lo que la distingue es el goce plebeyo y honesto del aprendizaje.

En la repisa de mis predilecciones, Deniz ocupa un lugar contiguo al de Luciano de Samosata, otro crítico feroz, racionalista implacable, que, por eso mismo, fue capaz de inventarse mundos descabellados y magníficos, y de publicarlos bajo el título de Relatos verídicos. Inteligencia e imaginación son la misma cosa, me dijo Deniz un día, cuando le confesé que admiraba mucho la inteligencia de su imaginación. Tal vez sólo quien escudriña el mundo con tanta atención es capaz de ironías tan elevadas (por no decir voladas. Por los aires. En globos aerostáticos que suben a la velocidad del vértigo). En sus largas series de poemas agrupados bajo los títulos “20 mil lugares bajo las madres”, “Noche política”, “Fosfenos”, y la que encabeza el libro Amor y Oxidente, marcadas por un tono narrativo, es común el elemento del viaje (como en Luciano): son casi Odiseas, recorridos por los confines de lo concebible, o mejor: de lo concebido. Porque Deniz construye en los huecos que otros dejan: en los puntos ciegos, de los que nadie siquiera ha cobrado conciencia. Borda sobre los temas acerca de los cuales nadie nunca se ha preguntado. ¿Qué hacen los relojes en su tiempo libre? ¿Y los tripulantes del Nautilus? ¿Cómo es la mierda de la Quimera? ¿Cómo será el señor Fandelli, del anuncio de lijas de enfrente? Y mientras juguetea, ahí, aun sin salir del registro de la ironía (pero también cuando sale), es capaz de las corrosiones más ácidas y de entrañables ternuras: de versos escatológicos y de otros, también (¿por qué no?) sublimes. A fin de cuentas, es más o menos un romántico. O eso dice él, más o menos irónicamente.

El pasado 14 de agosto fue el cumpleaños de Deniz. Se me ocurren muchas cosas que podrían alegrarlo, pues entre más vastos los intereses, mayores las fuentes de goce. Tal vez eso también explique un poco el fenómeno que es Deniz. Lo alegrarían, por ejemplo: años de salud y luz, la cruz del sur, una piara de capibaras (¿o sería un rebaño?), un paseo por Natercia (Minas Gerais), un tamanduá bandeira, un rato de calidez con el gato arquetípico. Pero no puedo dárselos. Entonces, brindo por su corazón quinceañero sobre el trípode (de tres) de sus bebidas preferidas, y agradezco a las leyes de la termodinámica el que lo hayan forjado con tanta creatividad. A él, por su parte, le agradezco que me haya presentado a la única persona que lo supera en todo, y que se llama Juan Almela.

Los trazos de la infancia

5/Octubre/3014
Confabulario
Fernando Fernández

Las conversaciones grabadas de los miércoles se caracterizan por su espontaneidad: no hay temas preestablecidos ni nada que se parezca a un cuestionario. Es notable la disposición de Almela para abordar sin prejuicios cualquier asunto que se me ocurra proponerle, venga a cuento o no, sea de su interés particular o no tanto, sobre los libros que ha leído o las personas que ha tratado de cerca o lejos… y de contestar a cuanto le pregunte, por comprometido o peliagudo que en principio pueda a mí mismo parecerme. Si consigo interesarlo, monologa largamente y casi todas las veces con su característica erudición, tomándose los minutos que juzgue necesarios.

Lo que no quiere decir que no conduzca él mismo la conversación a los temas que le interesan, que elige con cuidado semana a semana, saca a cuento con naturalidad en cuanto le parece oportuno y va desgranando sin la más mínima noción de prisa, como si el tiempo estuviera siempre de su lado. Es verdad que ya desde que llego, si me fijo bien, puedo tener pistas de los lugares por donde andará la cosa: papeles o libros dejados a propósito en el brazo del sillón del lado en el que yo me siento; un pequeño montón de sobres manila puestos entre él y yo; una caja a sus pies, en la que apoya el bastón de proporciones fabulosas que le regaló el poeta Julio Hubard…

Es sabido que los viajes son una de sus especialidades más preciadas, él que ha sido casi toda su vida un sedentario: si el destino es el Tíbet, por ejemplo, se rodea de los libros que tiene sobre el tema, entre ellos una guía en inglés tan traída y llevada que se diría que cruzó el mundo y ascendió de su mano hasta el Potala; si en cambio se trata de Venecia, ediciones especializadas, guías de museos y edificios profusas de datos históricos, biografías e imágenes; o si Ginebra, como sucede con recurrencia relativa, una serie de mapas viejos cada uno más destartalado que el otro en los que me hace buscar los rincones de la ciudad en los que vivió con sus padres entre 1936 y 1942, es decir de los dos años a los siete de su edad. (A últimas fechas le he prestado un par de biografías ilustradas de Borges en las que suele haber fotos de los tiempos del poeta argentino en la ciudad helvética.)

Pero las ciudades extranjeras, con ser una de sus especialidades, son apenas una vertiente de su interés. En una ocasión pasamos parte del miércoles hablando de una bellísima colección de libros de arte japonés (Hokusai, Utamaro, Hiroshige…), impresos en Japón y solicitados en la Librería Británica en 1958, que acabó regalándome. Otra tarde escuchamos en un pequeño aparato, en el que fue poniendo cintas grabadas veinte años atrás, algunas piezas para Ondas Martenot, ese instrumento musical poco menos que indescifrable que tanto le simpatiza. Aunque, por supuesto, el asunto puede carecer completamente de referencias físicas como sucede la gran mayoría de las veces, pongamos por caso con Dante, al que vuelve una y otra vez: por ejemplo hace poco me explicó su lectura personal, que por cierto se opone a todas las que él conoce, de cierto verso del Canto Primero del Infierno —y por ningún lugar apareció siquiera rastro de alguno de los volúmenes anotados por su admirada Dorothy Sayers.

Desde luego, la cosa se agrava si el tema es la historia de su vida: los papeles y los libros que tienen que ver con ella brotan como hongos mágicos. Hace poco dejó de mi lado del sillón un ejemplar del segundo tomo de la obra en cuyas galeras, ayudando a su padre como atendedor en 1945, se inició en el oficio de lector de pruebas. Se trata de Productos químicos y farmacéuticos, de Francisco Giral-Rojahn, y fue el título crucial para que “coagulara” —así dijo— su entusiasmo por la química.

Hace no mucho, el tema fue la infancia. Los lectores de Deniz saben que el texto fundamental sobre su llegada a México y sus primeras impresiones del país es “Verano del 42”, publicado originalmente en 1991 por El Tucán de Virginia y la revista Milenio, un poema extenso en ocho partes cuyos versos finales resumen su postura respecto a esa edad: “Mi infancia, como la mayoría, no fue feliz. / Interesante sí lo era”.

En esa ocasión, en cuanto me senté a su lado, me señaló un par de cajas casi cuadradas, no muy grandes ni muy profundas, que estaban colocadas —una encima de la otra— en el sillón a mi derecha. Durante una hora larga fui sacando de una de ellas toda suerte de documentos escolares, ginebrinos y defeños: calificaciones, retratos, fólders… Sobre todo, cuadernos: primero los de la etapa suiza, hechos a mano por su padre aprovechando materiales diversos, que acusan lo complicado de la situación económica de la familia una vez perdida la Guerra Civil en abril de 1939.

La circunstancia del padre, Juan Almela Meliá, empleado del gobierno de la República en un organismo internacional con sede en Ginebra, estaba ya seriamente comprometida cuando a partir del 1 de septiembre de ese mismo año —fecha de inicio de la Segunda Guerra Mundial— empeoró con la disolución de la Sociedad de Naciones, para la que trabajaba, lo que lo obligó a incorporar todo género de economías y ahorros, a inventarse un nuevo oficio y hasta a cultivar un huerto doméstico. Almela hijo recuerda a Almela padre volviendo de la biblioteca pública donde acababa de consultar cómo construir una conejera o sembrar unas zanahorias… La tapa de uno de los cuadernos, por ejemplo, en la que puede leerse “Almela y Castell, Juan. Français” y en cuyas páginas el niño Deniz hace ejercicios en esa lengua, está forrado con una bolsa de papel de estraza.

Es mucho el contraste entre los ejercicios de escritura suizos, de fines de los años treinta, y los mexicanos, de sólo dos o tres años más tarde. Desde hace mucho tiempo oigo a Almela referirse a su “letra ginebrina” y ahora entiendo lo que quiere decir. La letra que se enseñaba hacia 1939 en Suiza es la que (me consta) la Secretaría de Educación Pública introdujo en las escuelas mexicanas hacia 1973, y que me parece que aquí se llamaba script: son casi cuarenta años de distancia que dan idea de nuestro atraso educativo —que me temo que hoy se ha triplicado y debe ya andar más allá de la centuria…

Al llegar a México, el niño Almela fue obligado a olvidar la letra nítida, perfectamente legible, aprendida en Ginebra, para adoptar las escritura que entonces se hacía en el país… Según él, y a las pruebas es justo remitirnos, su caligrafía entró en crisis. Con los años, sin embargo, la letra ginebrina fue reapareciendo hasta resplandecer en la escritura almeliana de los días actuales.

Los cuadernos de este lado del océano parecen lujosos comparados con los europeos de la inmediata preguerra: son de la marca Primavera, anuncian que tienen 120 páginas y muestran en la tapa, como aprovechando cada resquicio para extremar sus fines pedagógicos, una especie animal (por ejemplo, el halcón común) con un texto explicativo que continúa en la contratapa, en la que aparece la “tabla de dividir”. Con sentido del humor, a la preposición “De:”, el niño Deniz, de nueve años, escribe en uno de ellos: “Juan Almela Castell y Cía.”

Para otra ocasión dejo un asunto que me interesa en particular: los poemas transcritos por su mano que confirman, de manera anecdótica si se quiere, la pertenencia de su poesía al tronco más firme de la tradición hispánica, del Marqués de Santillana a Góngora. El hecho de que haya ente ellos un Machado o hasta una anónima “Oda al Obrero”, delatan que el niño Deniz ya está inscrito en el Colegio Luis Vives, fundado por refugiados españoles —ingreso que sucedió a partir de 1945, cuando tenía 11 años, después de que desapareciera el Colegio de los Insurgentes donde hizo los dos primeros cursos en la capital mexicana y fue vacunado desde el principio, afirma, contra los “excesos” (se refiere a las posturas forzadas, los énfasis y las retóricas) del exilio político español.

La mayoría de los dibujos infantiles está en una carpeta aparte, hecha por su padre, quien escribió con pulso firme: “Dibujos de BOTÁNICA y GEOGRAFÍA. Juan Almela Castell.” Pero a ellos se han añadido otros: una interesante mayoría de tema egipcio, y dibujos de anatomía humana, de plantas y animales, muchos de ellos calcados.

De común acuerdo con el poeta, que me ha regalado la carpeta, y que primero me expresó sus dudas respecto de que alguien pudiera interesarse en su contenido pero luego me manifestó suavemente su curiosidad por todo el asunto, he decidido publicar el puñado de ellos que ilustra este artículo. Quizás sólo deba añadir que ninguno es posterior a 1946, es decir que todos fueron hechos antes de los doce años del poeta, y que anuncian desde muy pronto los intereses que conocemos del futuro Deniz.

martes, 7 de octubre de 2014

¿Quiénes necesitan antologías?

5/Octubre/3014
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

La aparición del segundo volumen de la Antología general de la poesía mexicana (Océano/Sanborns, 2014), con el cual concluyo la muestra que inicié en 2012 con el primer tomo, y que comenzó como un proyecto de investigación y selección en 2008, me lleva a plantear la pregunta con la que encabezo estas líneas: ¿Quiénes necesitan antologías?
En todo momento, desde que fue un proyecto, hace ocho años, la idea de una Antología general de la poesía mexicana surgió de la necesidad de que los lectores contaran con un panorama amplio (tan amplio que fuera general y plural) de nuestra lírica, desde la época prehispánica hasta nuestros días. Y se denomina “antología general” (como las hay de la poesía española, de la inglesa, de la francesa, etcétera) porque existen muchas que, pese a su importancia, son muestras parciales, es decir fragmentarias: de la poesía prehispánica, de la poesía virreinal, de la neoclásica, de la poesía insurgente, de la romántica, de la modernista, del siglo XIX, del siglo XX, de la generación del cuarenta, de la generación del cincuenta, de los más jóvenes, etcétera. No hay, por cierto, contradicción alguna entre los términos “antología” y “general”: existen antologías generales de las poesías catalana, peruana, nicaragüense, puertorriqueña, etcétera, y antologías generales de diversas literaturas nacionales.
Necesitábamos la mexicana.
Desde el primer acuerdo con mis editores de Océano (Rogelio Villarreal Cueva y Guadalupe Ordaz), el planteamiento fue una antología de la poesía mexicana realmente incluyente: un panorama general en cuyas páginas los lectores comunes y los interesados en la poesía pudieran saber y apreciar el pasado y el presente de la lírica mexicana: desde las obras y los nombres más preclaros hasta las obras y los nombres de los más jóvenes. El propósito principal al llevar a cabo esta empresa que absorbió gratamente mi tiempo y mis afanes fue que la poesía mexicana regresara a los lectores comunes, ya que en las aulas, es decir en la escuela, se le ha expulsado groseramente.
¿Quiénes necesitan antologías? Quizá no los poetas o no tanto los poetas, que tienen los libros de poesía al alcance en sus libreros, incluso dedicados por sus autores, es decir por sus colegas a los cuales leen y releen o bien al menos conocen (sea que les gusten, les disgusten o les apasionen), pero sí los lectores comunes, el lector en general que no tiene fácil acceso a los libros de poesía que no se consiguen en el circuito comercial de librerías. Desde hace décadas, los lectores comunes no tienen un buen acceso a la poesía mexicana. El Fondo de Cultura Económica, el Conaculta, Era, Almadía, Ediciones sin Nombre y otras editoriales independientes publican poesía, pero los sellos editoriales más ubicuos únicamente publican novelas y libros coyunturales de no ficción.
Por ello, el propósito de la Antología general de la poesía mexicana fue reencontrar a los lectores perdidos. Recuerdo que en la casa paterna había antologías de poesía española e hispanoamericana. Ahí leí mis primeros poemas. Hoy las antologías de poesía prácticamente no existen en los hogares mexicanos. Desde el punto de vista de la divulgación y la distribución, fue afortunado que Sanborns participara en el proyecto y ello, además, contribuyera a disminuir el precio de venta al público. Muchos lectores estarán, quizá, leyendo por primera vez poesía contemporánea mexicana.
Lo importante es darle visibilidad a nuestra poesía. Si publicamos es porque queremos público, y el público que hasta ahora hemos tenido es, especialmente, el de los propios colegas. Pero el lector en general, el lector común, no debe quedar marginado del gozo de este género que ha producido obras tan extraordinarias en la literatura mexicana. Leernos entre nosotros ha hecho que la poesía perviva independientemente de que los tiempos no sean buenos para las ediciones de poesía. Pero esto no es suficiente. Debemos conseguir que la poesía regrese a la gente común y retorne a las aulas, de donde fue expulsada por la burocracia educativa. Un dato: el año pasado, de los 270 títulos del programa de adquisición para las Bibliotecas Escolares y de Aula, únicamente se seleccionaron dieciocho de poesía, la mayoría de ellos didácticos y no para todos los grados escolares de primaria y secundaria. Es como si se ignorara que la poesía es el género por excelencia de la concentración del idioma.
Ante este panorama, que existan dos grandes tomos de poesía mexicana para el lector común, tal vez permita que alguien quede atrapado, para siempre, entre sus páginas. ¿Quiénes necesitan antologías? Tal vez no los poetas, pero sin duda, sí, los lectores comunes.

sábado, 4 de octubre de 2014

ESTABILIZAR A ULISES CARRIÓN

4/Octubre/2014
Laberinto
Heriberto Yépez

 En el número 195 de Tierra Adentro —que alguna vez pensó impulsar la descentralización y hoy premia el re–centralismo entre los escritores de todo el país se publica “El proceso Carrión”, una reseña de Roberto Cruz Arzabal sobre los tres volúmenes del Archivo Ulises Carrión.

Cruz Arzabal dice: “se hubiera agradecido un plan editorial más claro”. Los responsables, sin embargo, compartimos el gusto de Carrión por el suspenso. El plan completo es un secreto.

Al igual que otra reseña en Letras Libres, Cruz Arzabal dice que la serie “debió contar con mejores apoyos institucionales. Esto generaría una lectura distinta de la figura de Carrión en relación con el medio artístico actual, más estable pero también más clara”.

¿Carrión vuelto coffee table book? ¿Obras Completas en el FCE? (ahora más oficialista que nunca).

No, Carrión no necesita Canon.

Es muy probable que Tumbona se encargue de publicar al menos tres volúmenes más del Archivo Carrión. Pero el concepto será visible al mismo tiempo que el proceso.

En general, Cruz Arzabal cuestiona la estructura y orden de los libros para luego, en contradicción (inadvertida), apoyarse en esa estructura y orden.

Lo mismo ha ocurrido, por cierto, con otros reseñistas.

En el primer volumen agregué una introducción general (y breve) sobre todos los periodos literarios y visuales de Carrión; en el segundo, preparé un largo estudio especializado sobre su posición en el arte correo de los años setenta; y en el tercero, un estudio de mediana extensión de su relación con otras estéticas concepto–contextuales.

Con estos tres primeros y heterogéneos estudios he querido darle al lector tres opciones para entender a Carrión respetando su maravillosa complejidad.

Cruz Arzabal es un crítico inteligente, mejor informado que otros. Pero sigue siendo presa de las inercias de la poética y crítica mexicanas; sus paráfrasis y omisiones, sus gustos y metáforas (querer que Carrión, por ejemplo, sirva para volvernos el “Gran Monstruo del Gran Monstruo”) delatan la pervivencia del tradicionalismo tras la nueva prosodia académico–irónica, situación característica de la nueva crítica mexicana, de la que —si lo pide el diablo— escribiré en otra oportunidad.

De la nacional a la virtual, Ulises Carrión desestabiliza el consenso estético actual; por ende, se desea estabilizar a Carrión. Reseñas, redesocialitis y academia–estándar generalmente son parte de un intento multilateral de neutralizar todo aquello que produce inestabilidad.

Casi toda crítica procura un relativo control de daños. El campo pide al comentarista–“crítico” purgar de elementos indeseables (enunciados, personas, relaciones) a la forma inquietante.

Carrión produce ya un corto circuito. El corto circuito está siendo más o menos administrado y, ciertamente, se intentará repararlo. Pero Carrión va a ganar; tomará cierto tiempo y nada será igual.

De culto: Kennedy Toole La inmortalidad del absurdo

4/Octubre/2014
Laberinto
Paulina del Collado

Al escribir sobre Kennedy Toole uno no puede evitar cuestionarse qué significa ser un escritor de culto. Vienen a la mente muchas pautas aparentes: un escritor de culto debe colocarse al margen de las modas editoriales y estéticas, sus fanáticos deben creer que son los únicos que lo han leído, debe ser adorado con vehemencia, y un gran etcétera.

En el caso de autores como J. D. Salinger, Jack Kerouac o Roberto Bolaño la afición a sus textos corre paralela a la afición por su vida; hay algo en su historia individual que los hace únicos, disidentes de un determinado modo de vivir y de crear literatura. También porque han colocado en el día a día de sus lectores a personajes tan inscritos en el imaginario colectivo como Holden Caulfield, Sal Paradise o Arturo Belano y Ulises Lima.

En este sentido, vale la pena detenerse en la figura de John Kennedy Toole, originario de Nueva Orleans, quien el 26 de marzo de 1969 —a los 31 años— decidió acabar con su vida. Sin conocer la magnitud que alcanzaría su legado literario y abrumado por el fracaso, dejó la asfixiante rutina de la casa de sus padres. Doce años después de su muerte, La conjura de los necios, su primera novela publicada, fue acreedora al Premio Pulitzer y desató un fanatismo profundo entre sus lectores, tanto que perdura hasta el día de hoy. A raíz del éxito obtenido, también fue publicada La Biblia de neón (1986) novela de iniciación que Toole escribió a los dieciséis años.

La historia detrás de la publicación de La conjura de los necios también añade peso a esta suerte de misticismo biográfico alrededor del culto literario. Fue la madre de Toole, la sobreprotectora Thelma Toole, quien después de haber enterrado a su hijo se dedicó por más de una década a tocar las puertas de una infinidad de editoriales hasta que el manuscrito cayó en las manos de Walker Percy, quien además prologa la novela; estaba seguro de que el amor de una madre era suficiente para nublar la objetividad literaria y que se enfrentaría a una novela mediocre. Tenía poca fe en el texto y terminó amándolo.

No es para nada extraño que las mejores muestras de humor vengan de las plumas más desesperanzadas. La conjura de los necios fue una novela incómoda en su momento porque visibilizaba la hipocresía, la desigualdad, el estado de corrupción y el absurdo que encontraban cabida en la Nueva Orleans de los años cincuenta. Todo a través de los ojos de Ignatius O’Reilly, un inadaptado social que padece sobrepeso, tiene un doctorado en Filología, una insana dependencia materna y vive bajo la convicción de estar rodeado de mentes inferiores. La novela narra los fallidos intentos de Ignatius por entrar a la vida laboral.
No puedo esculpir el nombre de Kennedy Toole en el mausoleo de la literatura de culto porque esta categoría tan extraña y multiforme la construyen los lectores. También, de alguna forma más velada, el mercado. Lo que sí puede hacerse es celebrar su vida, por trágica que haya sido. También cuidar de Ignatius, y comprender que, como reza el epígrafe de Jonathan Swift que inaugura la novela: “Cuando en el mundo aparece un verdadero genio puede reconocérsele por este signo: todos los necios se conjuran contra él”.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Nicanor Parra: el poeta de la demolición

1/Octubre/2014
La Jornada
Javier Aranda Luna

Dicen que Nicanor Parra es el poeta de la incertidumbre, de la demolición. Del ya no más, del se acabó, de los tres amargos puntos suspensivos que nos hacen ver la inutilidad de toda empresa y que pese a todo también son puente de esperanza. Para él también existen las buenas noticias: “La tierra –escribe el poeta– se recupera en un millón/ de años/ Somos nosotros los que desaparecemos”.
Físico matemático de profesión Nicanor Parra ha renovado como pocos la forma de acercarse a la poesía. Notoriamente desde Poemas y antipoemas y no me refiero a la mera cuestión formal, que cuenta, claro, sino a los temas y sus conclusiones.
En Manifiesto, un poema verdaderamente memorable –y memorable es lo que se puede memorizar– Nicanor Parra nos dice que los poetas bajaron del Olimpo. Que la poesía para sus mayores era un objeto de lujo pero para él y los suyos, un artículo de primera necesidad: nosotros no podemos vivir sin poesía.
Para Parra el poeta no es un alquimista sino un hombre como todos: un albañil que construye su muro/ Un constructor de puertas y ventanas. Él, apunta más adelante, conversa con el lenguaje de todos los días y es cierto. Lejos de la tradicional retórica poética, el lenguaje de Nicanor Parra rehúye de la sofisticación solipsista, del onanismo literario. Quiere que lo escuchen en la plaza pública, en las calles donde fluye la vida.
Por eso repudia la poesía de gafas obscuras de capa y espada, de sombrero alón. Descree de los signos cabalísticos, de las ninfas y tritones para su quehacer poético. No sólo eso: sostiene que los poetas de la retórica vacua deben ser procesados por construir castillos en el aire, malgastar el espacio y el tiempo redactando sonetos a la luna o por agrupar palabras al azar a la última moda de París.
Sería un error considerar a Parra un iconoclasta improvisado, un destripado de la literatura. Su formación literaria, por el contrario, esta hecha a la antigüita, leyendo a los grandes autores, conversando con los clásicos e intercambiando con sus contemporáneos. Nicanor Parra diálogó largamente con sus poemas con uno de sus más distinguidos contemporáneos. Con Pablo Neruda compartió la indignación por la injusticia pero sus poemas no fueron de la militancia de Neruda.
Para el autor de El hombre imaginario el pensamiento no nace en la boca sino en el corazón del corazón. Por eso denuncia al poeta demiurgo, al poeta barato, al poeta ratón de biblioteca que practica un surrealismo de segunda mano, un decadentismo de tercera, para ofrecer al lector una Poesía adjetiva/ Poesía nasal y gutural/ Poesía arbitraria/ Poesía copiada de los libros.
Poesía, en fin, de círculo vicioso. Conversar con el lenguaje de todos los días para hablar de las cosas de todos los días es lo realmente importante para este escritor chileno a quien Harold Bloom considera uno de los mejores poetas de Occidente y Roberto Bolaño un verdadero desafío:
“El que sea valiente que siga a Parra. Sólo los jóvenes son valientes, sólo los jóvenes tienen el espíritu puro entre los puros. Pero Parra no escribe una poesía juvenil. Parra no escribe sobre la pureza (…) Parra escribe como si al día siguiente fuera a ser electrocutado.”
Este poeta iconoclasta cumplió el pasado 5 de septiembre cien años y según testimonios periodísticos aún conduce un Volkswagen sedán.
Recuerda Phillip Ward que un antipoeta es para Parra, una persona non grata que se reserva el derecho de decir lo que se le antoje.
Parra publicó Cancionero sin nombre en 1937. Tenía entonces 23 años y no fue sino hasta 1954 que dio a conocer el célebre Poemas y antipoemas.
Temporal es su libro más reciente. Aunque el libro cuenta el desbordamiento del río Mapocho también es una denuncia de la dictadura. Un río de voces que transcurren y se desbordan de su cauce.
Al poeta mismo le debemos su mejor autorretrato. Escribe en Epitafio:
De estatura mediana,/ Con una voz ni delgada ni gruesa,/ Hijo mayor de profesor primario/ Y de una modista de trastienda;/ Flaco de nacimiento/ Aunque devoto de la buena mesa. Y apunta más adelante:
Ni muy listo ni tonto de remate
Fui lo que fui: una mezcla
De vinagre y aceite de comer
¡Un embutido de ángel y bestia!
Patti Smith le compuso una canción a este traductor del Rey Lear al español, a este escritor centenario que quiere vivir 116 años y que tal vez por pura rebeldía lo cumpla.

martes, 30 de septiembre de 2014

José Revueltas: el redentor escéptico

29/Septiembre/2014
Crítica
Enrique Serna

En mate­ria de con­vic­ciones políti­cas, José Revueltas se dis­tingue de otras grandes fig­uras lit­er­arias mex­i­canas del siglo XX porque man­tuvo toda la vida una oposi­ción frontal con­tra el rég­i­men pos­rev­olu­cionario. La con­gru­en­cia entre la vida y la obra, entre los prin­ci­p­ios y la con­ducta pública, eran y siguen siendo vir­tudes raras en un medio int­elec­tual corte­sano, envile­cido por el trá­fico de favores, en donde muchos escritores medioc­res, pero tam­bién algunos de nue­stros may­ores tal­en­tos, aca­ban someti­dos par­cial o total­mente a la maquinaria de cooptación, después de haberla com­bat­ido en la juven­tud. En buena medida, la rebeldía crónica de Revueltas le granjeó la cele­bri­dad que goza desde 1968, cuando adquirió una aure­ola de líder moral por su estrecha vin­cu­lación con el movimiento estu­di­antil, y sobre todo, por la con­dena que purgó junto con los líderes del Con­sejo Nacional de Huelga. Si en la trage­dia del 68, el pres­i­dente Díaz Ordaz fue Sat­urno devo­rando a sus hijos, a Revueltas le tocó desem­peñar el papel de Sócrates. A par­tir de entonces, la juven­tud insur­recta des­cubrió su tal­ento nar­ra­tivo. Ese vuelco de la suerte fue una justa rec­om­pensa para un escritor mar­ginal, ninguneado en los cenácu­los int­elec­tuales, que había sufrido penas carce­lar­ias, penurias económi­cas, una mezquina acogida por parte de la crítica y la repulsa del polit­buró mex­i­cano.
Pero eti­que­tar a Revueltas como escritor mil­i­tante lo dis­min­uye a los ojos del público y falsea su enfoque de la exis­ten­cia, porque si bien creyó durante mucho tiempo que la lit­er­atura sólo cumple una fun­ción social cuando se adhiere a un proyecto político, de pref­er­en­cia en el seno de un par­tido, nunca se sujetó a los rígi­dos esque­mas del real­ismo social­ista. Desde la ado­les­cen­cia hizo grandes sac­ri­fi­cios por la causa del social­ismo, pero al mismo tiempo escu­d­riñó el alma de sus cama­radas y sus propias con­tradic­ciones con una lucidez insoborn­able. Como Ole­gario Chávez, el pro­tag­o­nista de Los errores, Revueltas ante­puso “el poder de la ver­dad a la ver­dad del poder”, una mis­ión sui­cida en una época donde los escritores com­pro­meti­dos tenían pro­hibido ejercer la duda. Su búsqueda filosó­fica y lit­er­aria enfurecía a los jer­ar­cas del par­tido comu­nista (nom­bra­dos por dedazo desde Moscú) y descon­certaba a muchos cama­radas hon­estos pero obtu­sos, a los que él definía como “máquinas de creer”.
A menudo, el celo par­tidista de la izquierda crea una con­fusión entre el mérito cívico y el mérito lit­er­ario que ha ben­e­fi­ci­ado a muchos escritores de segunda fila, inca­paces, ellos sí, de arries­garse a blas­fe­mar con­tra los pon­tí­fices de su igle­sia (Fidel Cas­tro, Hugo Chávez, Mar­cos, AMLO) por el temor de “darle armas al ene­migo”, o sim­ple­mente por miedo a perder lec­tores. Ya nadie lee a Benedetti con el fer­vor que des­pertaba en los años setenta, y cuando las ban­deras que han enar­bo­lado la Poni­a­towska o Galeano caigan en el olvido o en el descrédito, prob­a­ble­mente cor­rerán la misma suerte. Pero la vigen­cia de Revueltas no depende tanto de la fidel­i­dad a una causa: su obra tiene un valor inde­pen­di­ente de la cir­cun­stan­cia histórico-social que le tocó vivir y puede cau­ti­var incluso a lec­tores con una ide­ología opuesta a la suya. Revueltas no fue un gran escritor por la firmeza de sus con­vic­ciones, ni por haber pur­gado con­de­nas en las maz­mor­ras de la dic­tadura per­fecta: merece per­du­rar porque extrajo de esas expe­ri­en­cias una visión orig­i­nal, con­move­dora y alu­ci­nada de la exis­ten­cia.
DEL CATECISMO ROJO AL REALISMO CRÍTICO
Aunque las par­ran­das le robaron mucho tiempo, casi tanto como la mil­i­tan­cia, las obras com­ple­tas de Revueltas abar­can vein­tiséis tomos. No todo lo que relum­bra es oro en ese océano ver­bal ni las brúju­las para nave­g­arlo son entera­mente con­fi­ables, pues a veces la crítica, por motivos ide­ológi­cos, ha prestado más aten­ción a sus esbo­zos fal­li­dos que a sus obras maes­tras. El cen­te­nario que cel­e­bramos es una buena opor­tu­nidad para empren­der la revisión de una obra dis­pareja, en la que se advierte un pau­latino pero ascen­dente pro­ceso de apren­dizaje. Por haber hecho su novi­ci­ado político en los años treinta, la época de mayor intol­er­an­cia en las filas del comu­nismo inter­na­cional, Revueltas no siem­pre sorteó con for­tuna el peli­gro de que las ideas o los sím­bo­los asfix­i­aran a los per­son­ajes. La intro­misión de la tesis explícita es par­tic­u­lar­mente noto­ria en sus dos primeras nov­e­las: Los muros de agua y El luto humano. No alcanzó la madurez estilís­tica, el pleno dominio del arte nar­ra­tivo, hasta que se inde­pen­dizó int­elec­tual­mente de la castradora doc­t­rina que le querían imponer los cuadros diri­gentes de su par­tido.
Proclama lib­er­taria con­tra la policía del pen­samiento, Los días ter­re­nales es una con­vin­cente y apa­sion­ada nov­ela sobre la deshu­man­ización que provoca el dog­ma­tismo ide­ológico en el micro­cos­mos de la mil­i­tan­cia clan­des­tina. Dolido por la erosión de los lazos fra­ter­nales con sus cama­radas, en esta nov­ela Revueltas desnudó las ambi­ciones egoís­tas que adop­tan el dis­fraz de la orto­doxia política, los cotos de poder for­ma­dos por los “curas rojos” y los embri­ones de con­trol total­i­tario que se iban ges­tando en las sucur­sales lati­noamer­i­canas del Kom­intern cuando los líderes de la Unión Soviética todavía no rev­e­la­ban los crímenes de Stalin. Su amargo y trágico enfoque de la exis­ten­cia, la mez­cla de com­pasión y cru­el­dad con la que observa a los per­son­ajes, reivin­di­can aquí la autonomía de la nov­ela como medio de conocimiento ajeno a las supues­tas leyes de la his­to­ria. No debe extrañarnos que Revueltas adop­tara como lema la frase de Goethe (“Gris es toda teoría, verde es el árbol de oro de la vida”), pues alcanzó la eman­ci­pación como escritor al pon­erla en prác­tica. Revueltas empezó a calar hondo en los móviles de la con­ducta cuando se dejó guiar por sus intu­iciones en vez de enca­jonarlas en un marco teórico.
Quizá no hubiera dado ese salto cual­i­ta­tivo sin haber desar­rol­lado a la vez una téc­nica nar­ra­tiva más avan­zada, que le per­mi­tió superar la nov­ela ensayís­tica en estado bruto, donde las reflex­iones del autor inter­rumpen el relato, a la usanza de los nov­el­is­tas dec­i­monóni­cos ante­ri­ores a Flaubert. En otras pal­abras, el salto cual­i­ta­tivo de Revueltas con­sis­tió en adquirir una destreza ver­bal y una inde­pen­den­cia de cri­te­rio que le per­mi­tieron con­ju­gar el real­ismo obje­tivo con el real­ismo crítico. Nunca abolió del todo la dis­tan­cia entre el nar­rador y los per­son­ajes, porque tenía una pro­clivi­dad innata a la dis­ertación, pero a par­tir de esa nov­ela intro­dujo alter egos que le per­mitían deslizar su punto de vista con mayor nat­u­ral­i­dad. El pro­pio Revueltas iden­ti­ficó en una entre­vista a los per­son­ajes que fungieron como voceros de su pen­samiento: “Gre­go­rio, por ejem­plo, en Los días ter­re­nales, Ela­dio Pin­tos, Jacobo Ponce y Ole­gario Chávez en Los errores, son lo que lla­maríamos per­son­ajes históri­cos que señalan una direc­ción per­sonal, una coin­ci­den­cia con el autor porque son el autor mismo en varias situa­ciones inven­tadas y recreadas.” (1)
Cuando escribió El luto humano aún no creía nece­sario escon­derse detrás de uno o de var­ios por­tav­o­ces, y quizá por ello esta nov­ela, sobreval­u­ada en su época, no ha resis­tido el paso del tiempo. Con ella ganó el Pre­mio Nacional de Lit­er­atura en 1943 y el galardón a la mejor obra extran­jera en un con­curso inter­na­cional con­vo­cado por la edi­to­r­ial neoy­orquina Far­rar & Rein­hart, cir­cun­stan­cia que segu­ra­mente influyó en el ánimo de la crítica para incluirla en el canon de nue­stros clási­cos mod­er­nos. Sospe­cho que El luto humano ha sido objeto de innu­mer­ables artícu­los y tesis en Méx­ico y el extran­jero porque, a difer­en­cia de Los días ter­re­nales y Los errores, no coloca en apri­etos ide­ológi­cos a los his­panistas de izquierda. Recono­cer que en las filas del comu­nismo ha medrado infinidad de canal­las, o peor aún, que sus fun­da­men­tos teóri­cos son incom­pat­i­bles con la condi­ción humana, era y sigue siendo un trago amargo para muchos académi­cos biem­pen­santes, que no creen, como Revueltas, que “la ver­dad siem­pre es rev­olu­cionara, no importa dónde ni cómo surja”. Sobre todo durante la Guerra Fría, cuando la pro­pa­ganda anti­so­viética sataniz­aba el comu­nismo en todos los medios de difusión, acep­tar un hecho tan doloroso sig­nifi­caba con­spirar en favor del cap­i­tal­ismo. El comu­nista orto­doxo Enrique Ramírez y Ramírez, que más tarde intentó “hacer la rev­olu­ción desde aden­tro” como mil­i­tante el PRI, exco­mulgó a Revueltas por las velei­dades exis­ten­cial­is­tas de Los días ter­re­nales, pero en cam­bio definió El luto humano como una “épica de la mis­e­ria” que refle­jaba “la hon­dura y la grandeza del pueblo mexicano”.(2) Su aprobación rev­ela que hasta ese momento Revueltas no había defrau­dado a sus com­pañeros de lucha, tal vez porque todavía era un dócil repeti­dor de consignas.
Para mi gusto, los desati­nos de El luto humano empiezan desde su título, un pleonasmo difí­cil de jus­ti­ficar. ¿Existe acaso un luto bor­reguil o canino? El viacru­cis de los campesinos guare­ci­dos de una inun­dación en el techo de una choza, con los buitres volando por encima de sus cabezas, hubiera bas­tado para insin­uar un tras­fondo sim­bólico, sin que el autor lo hiciera demasi­ado evi­dente. Pero Revueltas se esmeró tanto por sobre­car­gar la nov­ela con inter­preta­ciones sobre el fra­caso de la Rev­olu­ción, la orfan­dad reli­giosa del mex­i­cano, su der­ro­tismo crónico y la necesi­dad de reem­plazar la tutela de la vieja igle­sia por el lid­er­azgo del par­tido comu­nista, que los per­son­ajes tienen serias difi­cul­tades para res­pi­rar. Son con­cep­tos vivientes, no seres humanos. Inter­po­lar tan­tas instruc­ciones de lec­tura denota poco respeto a la inteligen­cia del público. En una de las múlti­ples intro­mi­siones del nar­rador, una especie de médium que observa el drama de los campesinos desde un palco intem­po­ral y ubicuo, Revueltas pre­cisa cuál es o debe ser el papel del escritor frente a la masa oprimida:
La mul­ti­tud es el coro, el des­tino, el canto terco. Puede pre­gun­tarse dónde ter­mina, pero no tiene fin. Como pre­gun­tar yo mismo dónde comien­zan mis pro­pios límites, dis­tin­guién­dome del coro, y en qué sitio se encuen­tra la fron­tera entre mi san­gre y la otra inmensa de los hom­bres, que me for­man. Soy el con­tra­punto, el tema anál­ogo y con­trario, la mul­ti­tud me rodea en mi soledad, en mis rin­cones, la mul­ti­tud pura.(3)
Como el pár­rafo ter­mina con una exal­tada salutación a la mul­ti­tud soviética pas­tore­ada por Stalin, se puede inferir que Revueltas quiso con­ver­tir el pro­grama político de su par­tido en una poética de com­bate. Para dotar al pueblo de con­cien­cia política, el nar­rador ten­dría la fun­ción de encar­nar a la van­guardia del pro­le­tari­ado en la arena del texto, aunque esa tarea implicara un cierto menos­pre­cio a la masa oprim­ida. Veinte años después, tras haber sido expul­sado del par­tido comu­nista por segunda vez, Revueltas pub­licó un Ensayo del pro­le­tari­ado sin cabeza, donde sostenía que el pueblo no debía rendir culto a la per­son­al­i­dad de sus líderes, ni los nece­sitaba demasi­ado para enten­der su papel histórico, pero a prin­ci­p­ios de los cuarenta, cuando pub­licó El luto humano, aún creía que sin ese nece­sario con­tra­punto, la lit­er­atura no podía cumplir su fun­ción social.
Evo­dio Escalante ha escrito que esta nov­ela es un “antecedente en cier­tos aspec­tos, de la obra maes­tra de Rulfo, Pedro Páramo”.(4) En efecto, El luto humano pre­figura el uni­verso rul­fi­ano, sobre todo en un pasaje donde el nar­rador declara: “éste era un país de muer­tos cam­i­nando, hondo país en busca del ancla, del sostén secreto”. Pero es indud­able que no fue Revueltas sino Rulfo, un escritor rel­a­ti­va­mente apolítico pero más con­sus­tan­ci­ado con sus per­son­ajes, quien escribió la gran ¨épica de la mis­e­ria mex­i­cana” en algunos frag­men­tos de Pedro Páramo y en cuen­tos como “Luvina” o “Nos han dado la tierra”. Rulfo no aspiraba a ser el con­tra­punto letrado del pueblo: sólo quiso fun­gir como arreglista musi­cal o direc­tor de un coro, creyendo, como los román­ti­cos ale­manes, que todo hom­bre es un poeta en poten­cia. Revueltas no sabía pre­cisar dónde estaba “la fron­tera entre su san­gre y la san­gre de la mul­ti­tud”, pero sí tenía muy clara la fron­tera entre su lenguaje y el lenguaje campesino, mien­tras que Rulfo la desvaneció con una for­mi­da­ble téc­nica de ocul­tamiento. Revueltas prac­ti­caba una especie de pater­nal­ismo lingüís­tico pues intentaba dig­nificar al pueblo prestán­dole sus pal­abras. Víc­tima de una extraña sor­dera, negó al pueblo el mejor hom­e­naje que podía rendirle. La poesía del habla es la gran ausente de El luto humano.
En Los días ter­re­nales, Revueltas ya no creía nece­sario ser “el tema anál­ogo y con­trario” de los per­son­ajes, tal vez porque ahora escribía sobre sus iguales: los mil­i­tantes comu­nistas, pero tam­bién porque había trascur­rido casi una década entre ambas nov­e­las y ya no aspiraba a fun­gir como un direc­tor de con­cien­cias, ni a con­ver­tir los precp­tos del marxismo-leninismo en téc­nica nar­ra­tiva. Un pasaje de la nov­ela es útil para ejem­pli­ficar ese cam­bio. Al con­tem­plar al Tuerto Ven­tura, el cacique de Acayu­can, Gre­go­rio reflex­iona: “La fisionomía del hom­bre es un con­junto de cifras con­ven­cionales, un con­junto de sim­u­la­ciones a través de las cuales es muy difí­cil, cuando no imposi­ble, des­cubrir la ver­dad interna de cada indi­viduo, pues el ros­tro no es el ‘espejo del alma’ sino el instru­mento del cual el hom­bre se vale para negar su alma, para dis­frazarla –se dijo con furia: esos pen­samien­tos le parecían demasi­ado razon­adores e int­elec­tuales.”
Aquí se advierte un brote de autocrítica (la furia que siente el per­son­aje es la de Revueltas por haberse entrometido en la nar­ración) en donde el autor regaña a su alter ego por inter­po­lar un cuerpo extraño en el tejido vivo y pal­pi­tante de la nov­ela. Gre­go­rio es un int­elec­tual con estu­dios en Europa, cono­ce­dor de pin­tura y de lit­er­atura, de modo que en este caso el apunte analítico no está metido con calzador, como sucede con las par­rafadas de El luto humano. Sin embargo, Revueltas siente que le está qui­tando oxígeno a su per­son­aje y lo regaña por filoso­far a destiempo. Como en esta nov­ela las dis­erta­ciones embo­nan con la trama orgáni­ca­mente (no se les puede suprimir sin des­fig­u­rarla), y el nivel educa­tivo de los per­son­ajes las jus­ti­fica, creo que un lec­tor con­tem­porá­neo puede acep­tar­las de buen grado. En Los días ter­re­nales, las ideas extraí­das de la expe­ri­en­cia se con­trapo­nen con maestría a los man­damien­tos del cate­cismo estal­in­ista. Revueltas rein­cide en la nov­ela de tesis, sólo que ahora uti­liza la obser­vación directa del hom­bre para con­tra­pun­tear la falsa con­cien­cia de los per­son­ajes, com­puesta por un con­junto de dog­mas que mata en agraz cualquier idea propia y hasta los impul­sos más nobles del corazón. El con­flicto que enfrenta a Fidel con Gre­go­rio es cru­cial para enten­der el espíritu de una época, de modo que esta nov­ela no ha cad­u­cado ni le concierne sólo al público mex­i­cano. De hecho, en la actu­al­i­dad puede leerse como el vision­ario réquiem de un gran sueño de frater­nidad y jus­ti­cia.
La trama de Los días ter­re­nales alcanza el clí­max cuando Fidel, el comu­nista dis­ci­plinado hasta la igno­minia que per­sigue con saña a los revi­sion­istas bur­gue­ses o trot­skistas del par­tido, se quiebra delante de Ole­gario y le ruega que inter­ceda por él para recu­perar a la mujer que lo aban­donó por haber man­tenido una indifer­en­cia glacial durante la agonía de Ban­dera, su hija de bra­zos. Anu­ladas las jer­ar­quías políti­cas, der­retido el caparazón del robot estal­in­ista, Gre­go­rio puede por fin ver al hom­bre de carne y hueso escon­dido bajo la más­cara de hierro que le ha impuesto la dis­ci­plina par­tidaria. Al com­pro­m­e­terse con la única ver­dad a su alcance, la ver­dad sub­je­tiva de la nov­ela, Revueltas dio un gran salto ade­lante, porque a par­tir de entonces explotó con lib­er­tad su mayor vir­tud lit­er­aria: el don de aus­cul­tar el corazón de los hom­bres. El pred­i­cador de ideas aje­nas se había con­ver­tido en un agudo obser­vador de la impre­vis­i­ble flaqueza humana, que uti­liz­aba el lenguaje como un bis­turí de alta pre­cisión.
SUSTITUCIÓN DE CREDOS
A los nueve años, recién fal­l­e­cido su padre, José Revueltas seguía por las calles de la colo­nia Roma a un anciano bar­budo, de túnica blanca y huaraches, que hablaba del comu­nismo y del apoc­alip­sis. Según Álvaro Ruiz Abreu, autor de la impre­scindible biografía José Revueltas: los muros de la utopía, Revueltas le pro­fesó tanta ven­eración a ese pred­i­cador de bar­ri­ada que por seguirlo desa­pare­ció de su casa var­ios días, llenando de angus­tia a su familia, que ya lo daba por muerto. Por esos mis­mos años leía con fer­vor vidas de san­tos, según tes­ti­mo­nios de su her­mana Con­suelo y de Manuel Maples Arce, vis­i­tante asiduo de la casa de los Revueltas. Tenía, pues, una fuerte vocación reli­giosa que pudo haberlo con­ducido al sem­i­nario si sus dos her­manos may­ores, Fer­mín y Sil­vestre, no lo hubiera ini­ci­ado en el credo comu­nista. El ateísmo der­rumbó su creen­cia en la otra vida, pero no extin­guió la fe igual­i­taria ni el amor al prójimo que le inculcó el ilu­mi­nado de la colo­nia Roma. Su con­ver­sión infan­til quizá no fue muy difer­ente a la de los campesinos ver­acruzanos que en Los días ter­re­nales “lle­van el car­net del par­tido comu­nista col­gado del cuello a guisa de escapu­lario”. Y aunque Revueltas siem­pre tuvo con­cien­cia de la incom­pat­i­bil­i­dad filosó­fica entre el mate­ri­al­ismo histórico y el cris­tian­ismo, en el ter­reno del fer­vor nunca los pudo sep­a­rar. De hecho, extrajo de esa analogía el entra­mado sim­bólico de muchas obras, sin que esto per­mita cal­i­fi­carlo de creyente.
Octavio Paz fue el primero en detec­tar el sus­trato reli­gioso de su pen­samiento en una crítica de El luto humano: “Revueltas vivió el marx­ismo como cris­tiano y por eso lo vivió, en el sen­tido una­munesco, como agonía, duda y negación. Su ateísmo es trágico porque, como lo vio Niet­zsche, es negación del sen­tido.” Tal vez revueltas bus­caba recu­perar el sen­tido cris­tiano de la vida al fundir ambos cre­dos pues, como dice Paz, “si el cris­tian­ismo fue la human­ización de Dios, la Rev­olu­ción prom­ete la divinización de los hombres”.(5) Pero nunca perdió de vista las impli­ca­ciones teológ­i­cas encer­radas en el ideal social­ista de crear el “hom­bre nuevo” ni en la con­vo­ca­to­ria de Marx a tomar el cielo por asalto, y en sus obras de madurez emprendió una doble tarea crítica: some­ter a los após­toles comu­nistas a un exa­men de con­cien­cia anclado en la moral judeocris­tiana, y juz­gar a la cor­rupta igle­sia católica con los ojos de un ateo mucho más ape­gado que ella al sen­tido pro­fundo del evan­ge­lio.
Pero hay un punto en el que Revueltas se aparta lo mismo del cris­tian­ismo que del marx­ismo: su falta de fe en la posi­bil­i­dad de refor­mar la nat­u­raleza humana, un escep­ti­cismo que hasta cierto punto con­tradecía su anh­elo de reden­ción. La andanada de críti­cas sus­ci­tadas por el aparente nihilismo de Los días ter­re­nales denota una grave intol­er­an­cia estética por parte de sus cama­radas, que no podían dis­o­ciar los val­ores lit­er­ar­ios de los dog­mas políti­cos, ni con­ceder al arte una esfera autónoma. El fanatismo les impedía recono­cer que las parado­jas der­rum­ban los enfo­ques sim­plis­tas de la exis­ten­cia y, por lo tanto, enrique­cen el sig­nifi­cado de una nov­ela, por amar­gas que sean. Sin embargo, el impug­nador más inteligente de Los días ter­re­nales, Enrique Ramírez y Ramírez, señaló una con­tradic­ción filosó­fica que cier­ta­mente, Revueltas no había resuelto:
Revueltas pred­ica la ceguera y la impo­ten­cia del hom­bre ante la real­i­dad uni­ver­sal y social; la abol­i­ción de todo prin­ci­pio y toda norma racionales, la agonía perenne del hom­bre por su inex­orable aniquil­amiento; la pér­dida del sen­tido y la razón de la vida (…). En el fondo de este cuadro de lobreguez int­elec­tual y espir­i­tual, se vis­lum­bra la ima­gen dolorosa de un hom­bre que sólo es libre para sufrir y morir, some­terse a las leyes de la nat­u­raleza y expiar sin des­canso las míti­cas cul­pas de su especie.(6)
Este análi­sis de con­tenido es irrefutable y tuvo una influ­en­cia deci­siva para que Revueltas, en un acto de mea culpa, abju­rara públi­ca­mente de la nov­ela y pidiera a su edi­tor que la reti­rarla de la cir­cu­lación, a la man­era de los teól­o­gos de la Con­trar­reforma cuando el Santo Ofi­cio les ech­aba el guante (más tarde, arrepen­tido de su arrepen­timiento, cal­i­ficó Los días ter­re­nales como “la más madura de mis nov­e­las” y explicó que había sido víc­tima de una extor­sión moral). Por supuesto, descal­i­ficar la nov­ela porque no con­tiene un men­saje edi­f­i­cante era una arbi­trariedad, pues la gran lit­er­atura busca jus­ta­mente son­dear los grandes abis­mos de la razón, no sosla­yar­los en nom­bre de la tarea pros­elit­ista. De hecho, un pres­tidig­i­ta­dor más o menos hábil podría trans­for­mar en elo­gios los argu­men­tos con­de­na­to­rios de Ramírez y Ramírez. Pero los hal­laz­gos lit­er­ar­ios de Revueltas no podían ni pueden lev­an­tar la moral de ningún mil­i­tante, porque inducen al escep­ti­cismo. Sólo él era capaz de acep­tar esas ver­dades amar­gas sin perder entu­si­asmo por la lucha rev­olu­cionaria. El pro­pio Revueltas intentó varias veces escapar de ese calle­jón sin sal­ida, pre­conizando una especie de asce­sis mís­tica para sobrell­e­var los sins­a­bores de la exis­ten­cia. En la obra teatral El cuad­rante de la soledad, una sór­dida intriga en los bajos fon­dos de la ciu­dad, el único per­son­aje hon­esto del drama se declara “dis­puesto a vivir la vida con pureza, a pesar de todos o con­tra todos”, y en Los días ter­re­nales Gre­go­rio hace una declaración de fe que sin duda expresaba el punto de vista de Revueltas: “La vida es algo muy lleno de con­fu­siones, algo repug­nante y mis­er­able en mul­ti­tud de aspec­tos, pero hay que tener el valor de vivirla como si fuera todo lo con­trario.”
Para seguir este pro­grama de vida se requiere una vocación de santo o una gran capaci­dad de auto­en­gaño. Revueltas pens­aba que la humanidad sólo tenía sal­vación si los hom­bres, y en par­tic­u­lar los mil­i­tantes comu­nistas, se aut­o­crit­i­ca­ban con humil­dad, com­bi­nando el espíritu de sac­ri­fi­cio con la pasión por la ver­dad, dos vir­tudes que él tuvo en grado superla­tivo. Pero sabía que el “hom­bre nuevo” sólo apare­ció una vez en Nazaret, y como veía en el puri­tanismo un mal endémico de la izquierda, denun­ciaba los extravíos de esa moral enferma con los tintes más som­bríos, recor­dando en todo momento que los con­flic­tos de sus per­son­ajes ya esta­ban pre­fig­u­ra­dos en la Bib­lia desde miles de años atrás. La pureza que él pred­i­caba no era la pureza de los ánge­les: con­sistía en ten­sar al máx­imo la autocrítica sin caer en la deses­per­anza. Las atro­ci­dades de la oli­gar­quía le dolían y le repugna­ban, pero deploraba más aún las de sus pro­pios cama­radas, los encar­ga­dos de bajar el cielo a la tierra, en quienes advertía un fariseísmo belig­er­ante. Si Díaz Mirón le dijo a su amada Glo­ria: “Tu numen, como el oro en la mon­taña, es vir­ginal y por lo mismo impuro”, Revueltas sos­tuvo hasta la muerte que la vir­ginidad int­elec­tual de los comu­nistas no era una vir­tud ética ni rev­olu­cionaria.
Durante el Max­i­mato, cuando Calles reprimió con el mismo rigor a los comu­nistas y a los cris­teros, Revueltas había dado mues­tras de un valor espar­tano (pasó dos tem­po­radas en las Islas Marías antes de cumplir 20 años), que le valieron ser invi­tado en 1935 al Con­greso Mundial de la Inter­na­cional Comu­nista cel­e­brado en Moscú. Tenía, pues, un pal­marés de héroe impo­luto que le hubiera per­mi­tido incubar el peli­groso virus de la supe­ri­or­i­dad moral. Pero por ser un ateo pro­fun­da­mente cris­tiano y, por lo tanto, pre­cavido con­tra las asechan­zas del demo­nio, Revueltas jamás cayó en esa trampa de la sober­bia. Su gran empatía con los per­son­ajes de los bajos fon­dos, a los que cono­ció en prisión y en sus cor­rerías de noc­tám­bulo, deja entr­ever que su ideal de pureza no excluye la inmer­sión en el fango. De tanto con­vivir con la crápula, Revueltas aprendió a verla como algo famil­iar y, en con­se­cuen­cia, a escu­d­riñarla con una curiosi­dad exenta de asco moral. En Los errores, un mil­i­tante comu­nista extrae de su expe­ri­en­cia carce­laria una con­clusión que Revueltas suscribió en varias entre­vis­tas: “Ahí la vida con­densa su sig­nifi­cado, lo mul­ti­plica hasta la desnudez más per­fecta, se bes­tial­iza sin rodeos, idén­tica a la con­fi­ada nat­u­ral­i­dad con que se usa el W.C.”(7)
Como Cristo, que estaba más a gusto entre putas y fora­ji­dos que entre los fariseos, Revueltas pen­e­tra en la intim­i­dad de los seres más aber­rantes del lumpen delin­cuen­cial, atraído, como Víc­tor Hugo, por la oscura belleza de lo grotesco. Ningún escritor mex­i­cano ha retratado mejor y con más conocimiento de causa a nue­stros hom­bres del sub­suelo. Elena, el enano homo­sex­ual y alco­hólico que en Los errores mata al prestamista de la Merced en com­pli­ci­dad con el padrotillo Mario Cobián, el repug­nante Carajo de El apando, el jorobado Tiliches del cuento “El lenguaje de nadie”, el direc­tor de escuela con­ver­tido en teporo­cho de En algún valle de lágri­mas son per­son­ajes repul­sivos a los que Revueltas retrata iróni­ca­mente, pero al mismo tiempo, con una sim­patía por la mon­stru­osi­dad que le da grandes rédi­tos lit­er­ar­ios. Según la fe cris­tiana, la inte­ri­or­ización del dolor ajeno es el camino a la sal­vación del alma. Esta vir­tud ética y lit­er­aria apartó a Revueltas de la defor­ma­ción esper­pén­tica, porque al obser­var desde aden­tro a sus per­son­ajes se libraba de con­denar­los o com­pade­cer­los.
En Los errores, el lazo de unión entre los per­son­ajes de los bajos fon­dos y los mil­i­tantes comu­nistas es su pro­clivi­dad a traicionar y a traicionarse. Aparente­mente hay un abismo entre las dos líneas argu­men­tales de la nov­ela, la his­to­ria del atraco planeado por Elena y el Muñeco, y la intriga fraguada en una célula del par­tido comu­nista para asesinar a Ela­dio Pin­tos, un héroe de la guerra civil española acu­sado de trot­skismo por el comité cen­tral. Pero al estable­cer un para­lelismo entre ambas his­to­rias, Revueltas escu­d­riña los errores de fábrica de la nat­u­raleza humana, tanto en la cúpula de la nueva igle­sia como en los calle­jones de mala muerte, y des­cubre la her­man­dad sec­reta entre la falsa pureza y la abyec­ción asum­ida.
Para Revueltas, nadie está a salvo de los efec­tos cor­ro­sivos del egoísmo, el prin­ci­pal obstáculo a vencer para lograr una ver­dadera sol­i­dari­dad con el prójimo, sin la cual no hay rev­olu­ción posi­ble. Fiel a ese ideal reli­gioso, creía que la única vac­una con­tra el mayor de los peca­dos era com­par­tir el sufrim­iento de los demás. Recién lle­gado a las Islas Marías, pres­en­ció el trato veja­to­rio que los celadores dis­pens­a­ban a un cura que había par­tic­i­pado junto con la madre Con­chita en la con­jura para matar a Obregón. Para humil­larlo, los guardias le habían asig­nado la tarea de bar­rer un patio lleno de estiér­col. Aunque Revueltas escribió un cuento demole­dor en con­tra del fanatismo cris­tero, (“Dios en la tierra”) tomó una escoba para ayu­darlo, sufriendo por ello el escarnio y la ani­mad­ver­sión de los demás reos. Años después, cuando viajó a Panamá como cor­re­spon­sal del per­iódico El Pop­u­lar, subió a un auto­bús para blan­cos en el que se había colado un negro. El chofer le ordenó bajarse y el negro, orgul­loso, alegó tener el mismo dere­cho que los blan­cos para via­jar ahí. Revueltas entró en su defensa, pero ante la tozuda neg­a­tiva del chofer, se bajó del auto­bús junto con el negro, para que al menos se sin­tiera acom­pañado en la humillación.(8)
En sus nov­e­las, el sac­ri­fi­cio de algunos per­son­ajes por el prójimo va más lejos aún, hasta lin­dar con la emu­lación de los san­tos que Revueltas admiraba desde la infan­cia. En Los días ter­re­nales, al enter­arse de que una pros­ti­tuta enam­orada de él delató al matón que pre­tendía asesinarlo, Gre­go­rio le hace el amor a sabi­en­das de que está enferma de gonor­rea, no sólo para rec­om­pen­sarla, sino porque ese con­ta­gio lo unirá más pro­fun­da­mente con su sal­vadora. Quizá Revueltas ate­soraba en el incon­sciente una proeza análoga de san Julián el Hos­pi­ta­lario, que com­partía el lecho con los lep­rosos. Tam­bién raya en la san­ti­dad el pro­fe­sor Men­dizábal, que en el cuento “La pal­abra sagrada” des­cubre a una pare­jita de ado­les­centes haciendo el amor en el desván de un cole­gio católico y, para no per­ju­dicar al estu­di­ante, cuando un mozo de limpieza lo sor­prende en el desván con la muchacha, se acusa ante el direc­tor de haberla lle­vado ahí para vio­larla. Por el tono con­movido con que narra estos sac­ri­fi­cios, Revueltas parece creer que la reden­ción del género humano es posi­ble. Pero el escep­ti­cismo se sobre­pone a su fer­vor y los desen­laces de ambas his­to­rias arro­jan un cube­tazo de agua helada a los creyentes en los mila­gros de la piedad. La duda y la fe se repe­len pero Revueltas creía posi­ble con­cil­iar­las en un oxí­moron dialéc­tico: “Me con­du­elo com­ple­ta­mente de los per­son­ajes y no clau­dico ante la piedad que me cau­san. –declaró a Vicente Fran­cisco Tor­res–. Mi piedad, dialéc­ti­ca­mente, se con­vierte en una especie de cru­el­dad respecto a su des­tino: no absuelvo al per­son­aje de quien me api­ado, lo con­deno a sus últi­mas con­se­cuen­cias reales.”(9)
Nos­tál­gico de la pureza que el ser humano sólo tuvo en algunos pasajes de la leyenda áurea, a Revueltas le gustaba con­trapon­erla con la sor­didez de los pobres mor­tales aplas­ta­dos por el des­tino, no para escarnecer la vir­tud sino para situ­arla en un con­texto ter­re­nal. Reden­tor escép­tico, sospech­aba que ninguna rev­olu­ción social lograría dester­rar la injus­ti­cia sin un mila­gro espir­i­tual pre­vio. La mis­ión histórica del comu­nismo sería entonces con­tin­uar y pro­fun­dizar la doc­t­rina social del evan­ge­lio, como lo pro­pone la teología de la lib­eración, con la que Revueltas llegó a sim­pa­ti­zar. Su con­tribu­ción a la lucha rev­olu­cionaria con­sis­tió en denun­ciar los estra­gos que un falso ideal de san­ti­dad había provo­cado en las filas del comu­nismo, pero su aportación a la lit­er­atura fue mucho más valiosa, porque al sumer­gir la utopía en los pan­tanos de la real­i­dad la con­vir­tió en un faro para bus­car el sen­tido de la exis­ten­cia.
LA ESCUELA DEL CINE
Resen­ti­dos con Revueltas por la zaran­deada que les dio en Los días ter­re­nales, algunos mil­i­tantes comu­nistas lo acusaron de haber sucumbido a la influ­en­cia cor­rup­tora del mundillo cin­e­matográ­fico, en el que se gan­aba la vida como guion­ista. Era una acusación injusta, pues Revueltas tam­bién luchó por el social­ismo en ese ter­reno y, de hecho, las acusa­ciones que lanzó en 1947 con­tra el monop­o­lio de la exhibi­ción que detentaba William Jenk­ins le costaron perder el lid­er­azgo en la sec­ción de autores del STPC. Haber hal­lado ese modus vivendi no fue una clau­di­cación política ni tam­poco un con­ta­gio venéreo, pues aunque el pro­pio Revueltas cal­i­ficó de “lam­en­ta­ble” su expe­ri­en­cia como guion­ista, porque los mer­cachi­fles de la indus­tria nunca lo dejaron expre­sarse con lib­er­tad, la adquisi­ción de otro lenguaje amplió su reper­to­rio de her­ramien­tas nar­ra­ti­vas.
De hecho, entre los libros que pub­licó antes de escribir guiones y sus obras pos­te­ri­ores hay una mejoría notable. Gra­cias al ofi­cio adquirido en el cine, Revueltas aprendió a urdir bue­nas tra­mas, a dialogar con sol­ven­cia y a colo­car a sus per­son­ajes en ter­ri­bles encru­ci­jadas, por ejem­plo la de la adúl­tera que mete a su amante en una nev­era y después tiene que irse al cine con su marido en el extra­or­di­nario cuento “Sin­fonía pas­toral” o el angus­tioso com­bate de Ole­gario Chávez con las ratas que lo ata­can en Los errores, cuando intenta escapar de prisión por una tubería de aguas negras. Al incur­sionar en los géneros de entreten­imiento, Revueltas com­prendió que para man­tener el interés del lec­tor y hac­erse per­donar sus dis­erta­ciones filosó­fi­cas nece­sitaba primero darle una golosina, engan­charlo con una intriga de alto voltaje.
En varias entre­vis­tas con­fesó que en alguna época quiso ser direc­tor de cine pero los pro­duc­tores nunca se lo per­mi­tieron. Sin embargo, dom­inaba el arte de nar­rar en imá­genes y su ofi­cio de libretista aflora en los momen­tos clave de sus mejores obras. El drama de las dos sirvien­tas les­bianas sor­pren­di­das en una azotea que el crítico de arte Jorge Ramos con­tem­pla desde su ven­tana en el sép­timo capí­tulo de Los días ter­re­nales, tiene sin duda un aire de familia con un episo­dio de En busca del tiempo per­dido en el que Swan observa a hur­tadil­las otra escena lés­bica, la de una hija desnat­u­ral­izada que escupe el retrato de su padre antes de retozar con su amiga. Sal­vador Novo advir­tió la huella de Proust en una elo­giosa reseña de la nov­ela y, en una charla con Roberto Escud­ero, Revueltas recono­ció esa deuda.(10) Pero sólo un nar­rador acos­tum­brado a pen­sar en imá­genes pudo haber con­ce­bido ese atisbo acci­den­tal de la intim­i­dad ajena, con el que Revueltas se anticipó al voy­erismo de La ven­tana indisc­reta, y de hecho exploró con más auda­cia que el pro­pio Hitch­cock la trans­fer­en­cia de cul­pa­bil­i­dad provo­cada por la con­tem­plación furtiva de los plac­eres pro­hibidos. Hay otra gran escena cin­e­matográ­fica en Los errores, donde Mario Cobián, tras haber propinado una tremenda golpiza a su amante, Lucre­cia, des­cubre que un limpiador de vidrios lo ha obser­vado desde un andamio. El cruce de miradas establece una tur­bia com­pli­ci­dad entre los dos per­son­ajes, pues horas después el hom­bre del andamio, que por las noches tra­baja como can­ti­nero, se vuelve a encon­trar con el Muñeco y le sirve un trago sin men­cionar el inci­dente, aco­bar­dado por su mirada torva. Si en algunos casos Revueltas uti­liza las sor­pre­sas de la mirada para hacer avan­zar la acción dramática, en este pasaje de Los errores le sir­ven para crear un vín­culo secreto entre dos per­son­ajes com­ple­men­tar­ios: el pro­totipo de la vileza delin­cuen­cial y el pro­totipo del ciu­dadano agachado que no se quiere meter en prob­le­mas.
Los mejores ideas cin­e­matográ­fi­cas de Revueltas están dis­em­i­nadas en sus cuen­tos y nov­e­las, sobre todo en El apando, la única de sus obras que ha sido lle­vada al cine. Según el pro­pio Revueltas, la adaptación de José Agustín, que lo dejó muy com­placido, no requirió de grandes cam­bios estruc­turales porque el texto ya tenía forma de guión.(11) Con­den­sación magis­tral de su expe­ri­en­cia carce­laria, este gran relato es quizá su mejor incur­sión en el alma de los deses­per­a­dos, de los muer­tos en vida que luchan a muerte por el espa­cio den­tro de una celda. El apando es un cal­abozo con un ven­tanuco, pero es tam­bién una metá­fora de la matriz. No era la primera vez que Revueltas com­pa­raba la cár­cel con el vien­tre materno. Al final de Los días ter­re­nales, cuando Gre­go­rio, el pro­tag­o­nista, queda preso en un cal­abozo, el nar­rador observa: “Estaba encer­rado en el vien­tre de su madre, más no en embrión, sino con toda su edad, varonil y desnudo.” Y cuando el enano de Los errores bebe tequila en las “tinieblas intrauteri­nas del veliz”, que en otros momen­tos llama “tibia pla­centa”, Revueltas sug­iere tam­bién que el per­son­aje con­de­nado a morir ha empren­dido un retorno a la primera morada del hom­bre.
La difer­en­cia es que la pla­centa del apando está situ­ada den­tro de un infierno en el que sacar la cabeza de la matriz sig­nifica aso­marse a un mundo más inhóspito que el del cal­abozo. Cár­cel den­tro de la cár­cel, el apando es un refu­gio en el que tres reos se dis­putan el priv­i­le­gio de aso­mar la cabeza o, para decirlo de otro modo, el dere­cho a vivir, en una lucha dar­wini­ana por la super­viven­cia. Como en otras nov­e­las de Revueltas, el aparente pacto real­izado entre los tres apan­da­dos encubre vela­dos propósi­tos de traición. De hecho, Polo­nio y Albino han deci­dido ya matar al Carajo en cuanto obten­gan la droga que viene a traerle su madre. Pero en esa pesadilla del con­fi­namiento y descon­fi­anza mutua, una autori­dad cor­rupta, más vil que los pro­pios reclu­sos, no sólo estrecha hasta la asfixia el espa­cio vital de los reos: tam­bién viola el espa­cio íntimo de las mujeres que los vis­i­tan. La inspec­ción en que las celado­ras les­bianas se demoran pal­pando a Mer­cedes y a La Chata es una metá­fora elocuente de la inde­fen­sión ciu­dadana frente a un Estado delin­cuen­cial que ni siquiera respeta las “ver­i­jas” de las vis­i­tantes al reclu­so­rio. No hay un solo reducto en los cuer­pos de estos per­son­ajes que no sea man­cil­lado por la autori­dad y, en respuesta a la humil­lación que los bes­tial­iza, orga­ni­zan un motín en la cár­cel para que al calor de la con­fusión, la madre del Carajo pueda hac­er­les lle­gar la droga. La escena final, en donde la policía intro­duce tubos entre las rejas para inuti­lizar a los amoti­na­dos, “una vic­to­ria de la geometría sobre la lib­er­tad”, tiene una belleza plás­tica des­o­ladora, que Felipe Cazals sub­rayó con acierto en la ver­sión cin­e­matográ­fica.
Revueltas conocía desde sus entrañas la podredum­bre del rég­i­men postrev­olu­cionario y por eso pudo denun­cia­rla mejor que nadie, pero al mismo tiempo hizo una crítica rad­i­cal de las orga­ni­za­ciones políti­cas en que par­ticipó. La muerte lo sor­prendió en plena madurez cre­ativa, cuando había logrado una per­fecta sín­te­sis entre el lenguaje lit­er­ario y el audio­vi­sual, resignán­dose, para bien de los lec­tores, a exponer sus ideas en ensayos sep­a­ra­dos de sus relatos. Dejó a la izquierda un legado incó­modo, porque los int­elec­tuales can­on­iza­dos por la feli­gresía igual­i­taria casi nunca se arries­gan a sostener ideas impop­u­lares. Su caída en la auto­com­pla­cen­cia explica, en parte, la indifer­en­cia política de muchos jóvenes alér­gi­cos a la falsedad, al maniqueísmo y la cur­silería. No habrá un ver­dadero avance político de la izquierda mex­i­cana mien­tras sus prin­ci­pales fig­uras lit­er­arias se pre­ocu­pen tanto por con­ser­var sus clien­te­las y les den atole con el dedo. Quizá por esa falta de valor civil, los ide­ales por los que Revueltas luchó crían moho en el baúl de las ilu­siones rotas.
1. A.A. Ortega, “El real­ismo y el pro­greso de la lit­er­atura mex­i­cana”, en Con­ver­sa­ciones con José Revueltas, comp. de Andrea revueltas y Philippe Cheron, Era, Méx­ico, 1977, p. 51.
2. Citado por Álvaro Ruiz Abreu, Los muros de la utopía, Cal y Arena, 1991, p. 139.
3. José Revueltas, El luto humano, Era, Méx­ico, 1984, p. 179.
4. Evo­dio Escalante, “Cir­cun­stan­cia y géne­sis de Los días ter­re­nales”, en José Revueltas Los días ter­re­nales, ed. de Evo­dio Escalante, Uni­ver­si­dad de Costa Rica, 1996, p. 203.
5. Octavio Paz, “Cris­tian­ismo y Rev­olu­ción”, en Hom­bres en su siglo y otros ensayos, Seix Bar­ral, Barcelona, 1984, p. 147.
6. Enrique Ramírez y Ramírez, “Sobre una lit­er­atura de extravío”, en José Revueltas, Los días ter­re­nales, Era, Méx­ico, p. 341.
7. Mer­cedes Padrés, “José Revueltas, el escritor y el hom­bre”, en Con­ver­sa­ciones con José Revueltas, p. 59.
8. Citado por Alvaro Ruiz Abreu, Op. cit., p. 287.
9. Vicente Fran­cisco Tor­res, “La muerte es un prob­lema secun­dario”, en Con­ver­sa­ciones con José Revueltas, p. 136.
10. Roberto Escud­ero, Un año en la vida de José Revueltas, UAM, Méx­ico, 2009, p. 87.
11. “Diál­ogo sobre El apando”, en Con­ver­sa­ciones con José Revueltas, p. 169.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Miguel Capistrán, el último de los Contemporáneos

28/Septiembre/2014
Confabulario
Sergio Téllez-Pon

Miguel Capistrán tenía tres años cuando se suicidó Jorge Cuesta, su paisano. Unos años después, la leyenda negra sobre Cuesta que corría por todo Córdoba llegó a los oídos del avispado niño que ya era Capistrán y desde entonces sintió una fascinación por su obra y por su vida. Lupe Marín, con quien Cuesta tuvo un hijo, fue la encargada de propagar los rumores en su libro La única (1938): para empezar, el dibujo de la portada —obra de Diego Rivera—, muestra a las hermanas Lupe y Carmen Marín con la cabeza de Cuesta sobre una charola pues las dos lucharon por el amor del poeta, luego Lupe Marín contaba que la madre de Cuesta abusaba sexualmente del niño y que ya mayor este había cometido incesto pues el hijo de su hermana Natalia era de él. Capistrán se propuso investigar para derribar esos mitos: el párpado caído de Cuesta se debía a que de niño se le cayó a la madre y él se pegó con el filo de una mesa; ese accidente, aunado a una golpiza que recibió por parte de los lombardotoledanistas y los experimentos que hacía y que el propio Cuesta probaba en su cuerpo, desencadenaron su “locura”. Cuesta no le bajó la mujer a Diego pues éste ya estaba con Frida, aunque sí vivían en el mismo edificio por el rumbo de Mixcalco; el hijo de Natalia nació cuando él ya se había suicidado y, finalmente, no se emasculó: en la serie de piquetes que se hizo con una cuchara, Cuesta llegó a lastimarse los genitales así como se lastimó el pecho, el cuello y los brazos. Un día que fuimos a visitarlo, Juan Soriano confirmó que Cuesta no se había acostado con su hermana sino con Carmen Marín, posterior esposa de Octavio G. Barreda. Después, Lupe Marín se arrepintió de ese libro y empezó a comprarle su ejemplar a todo aquél que tuviera uno para destruirlo. A principios de los sesenta, Capistrán se encontró en la Biblioteca Nacional con un joven investigador argentino llamado Luis Mario Schneider, quien también rastreaba los textos dispersos de Cuesta, así que decidieron unir esfuerzos para publicar las obras del poeta en cuatro tomos (UNAM, 1964). Poco antes de morir, Capistrán recibió la beca del Sistema Nacional para la Cultura y las Artes para escribir la biografía novelada de Cuesta de la que llegó a publicar algunos fragmentos.

Gracias a su pasión por Cuesta Capistrán entró en contacto con los Contemporáneos sobrevivientes. Junto con las hermanas Galindo, Carmen y Magdalena, Luis Terán y Roberto Páramo, Capistrán fue alumno de Salvador Novo. Novo solía decir que Capistrán conocía mejor su obra que él mismo: si Novo tenía duda sobre dónde había publicado tal o cual artículo se lo consultaba a Capistrán y éste le decía el nombre de la publicación, número, año y hasta las páginas. Más tarde, por Novo Capistrán pudo conocer a Jaime Torres Bodet y a José Gorostiza, “don José”, como le llamaba, de quien preparó la Prosa (Universidad de Guanajuato, 1969). Capistrán había iniciado sus estudios de arquitectura para sólo complacer a su padre pues en realidad le habría gustado ser bailarín, me confesó una vez que salimos de ver la película Billy Eliot.

Capistrán también frecuentaba a las hermanas de Villaurrutia, Cristina y María Teresa, quienes le permitieron entrar en el archivo del poeta que Félix, el hermano menor, había depositado en el sótano de su casa en la calle Puebla de la colonia Roma en la ciudad de México. Capistrán sabía que Villaurrutia recortaba sus colaboraciones, de manera que cuando preparaba la Crítica cinematográfica (UNAM, 1970) metido en la Hemeroteca Nacional no localizó varias, así que fue a ver a las hermanas para que le dejaran echar un vistazo a los papeles en los que tampoco aparecían esas reseñas, hasta que un día movieron un chifonier y detrás de él cayó el cartapacio donde Villaurrutia había guardado todos los recortes de sus críticas cinematográficas. Para entonces, Capistrán, Schneider y Alí Chumacero ya habían publicado las obras de Villaurrutia, que tuvieron que trabajar a marchas forzadas porque justo cuando estaban en el proceso de edición corrieron a Orfila Reynal del Fondo de Cultura Económica. Así que una noche que Capistrán y Chumacero estaban en el Fondo de Avenida Universidad revisando las galeras, el policía que cuidaba el edificio fue a ver por qué no se iban esos señores que trabajaban a deshoras; ellos le contestaron lo que hacían y el policía les replicó: “¿Y por qué no viene el señor Villaurrutia a revisarlas?”

Conocí a Capistrán en 1998, cuando iba a entregar sus colaboraciones para la revista Equis, cultura y sociedad. Muchas veces nos encontramos en la puerta, en el elevador, en la sala esperando a ser atendidos por Braulio Peralta, el director, y platicábamos. Una de esas veces, no sé a razón de qué, me contó que había sido discípulo de Salvador Novo y, sorprendido, le contesté que me encantaba un poeta de esa generación, Xavier Villaurrutia. Así empezó nuestra amistad. Después le dije que quería escribir una biografía de Villaurrutia, le pregunté si me podía ayudar, tomó mi entusiasmo con generosidad y me contó muchas cosas que, a su vez, le había contado Novo. En diciembre de 2000, planeamos juntos un homenaje por los 50 años del fallecimiento de Villaurrutia en el Panteón del Tepeyac, donde está enterrado el poeta, cerca de un pariente suyo y de Santa Anna. Pensamos en un evento íntimo por la fecha (plena Navidad), así que envíamos una carta a La Jornada anunciando el evento y la firmamos, entre otros, Alí Chumacero, Alicia Zendejas, Elena Poniatowska —a mí me tocó sacarle la firma, no sin sus característicos remilgos—, Carlos Monsiváis y, claro, Capistrán y yo. El acto que nosotros pensábamos iba a pasar inadvertido en realidad fue un éxito: nos llamó Alejandro Aura (a la sazón director del Instituto de Cultura del D. F.) para ofrecer ayuda en lo que hiciera falta y a él se unió después Nacho Toscano, entonces director del INBA. En el acto leíamos algunos textos sobre la importancia de Villaurrutia y unos actores leyeron de sus poemas, en particular “Décima muerte”, el poema que 50 años antes leyó Pita Amor mientras bajaban el féretro de Villaurrutia. Con el apoyo de las instituciones que encabezaban Aura y Nacho, y otras más que se sumaron luego, inició el grupo “Contemporáneos 100″ que se propuso conmemorar los centenarios de todos los integrantes de esa generación. Nuestra colaboración y amistad se estrechó: Capistrán me invitó a ayudarle en la curaduría de una exposición en memoria de Villaurrutia en la Biblioteca de México y, ¡oh, sorpresa!, en una nueva edición de las obras de mi venerado Villaurrutia que ahora me tocará concluir para que finalmente aparezca en el FCE. Para esa edición de las obras de Villaurrutia que pensamos en dos tomos, capturé todas las cartas que fuimos juntos a buscar: al Archivo General de la Nación para consultar el archivo de Carlos Chávez, donde no había ninguna; a la Capilla Alfonsina, en la que encontramos algunas muy interesantes no sólo dirigidas a Reyes; a la Fundación Cardoza y Aragón, cuyo archivo nos abrió gentilmente Andrea Huerta (la hija de Efraín Huerta) y donde tampoco encontramos nada pero sí una curiosidad que nos hizo reír mucho: cuando murió Lya Kostakowsky, Juan Soriano y Marek Keller le enviaron sus condolencias a Cardoza y Aragón, pero quien catalogó el archivo escribió: “Por la muerte de Lya Kostakowsky, el señor Juan Soriano y su señora, Marek Keller, envían condolencias”.

Salíamos a tomar café al Woolworth cercano a su casa o a cualquier Sanborns, donde llegó a contarme sobre sus visitas a Argentina. En uno de esos viajes le había pasado una historia casi policíaca que quería contar en una novela. Lo animé a que la escribiera, que dejara un momento sus investigaciones, pero nunca lo hizo. Allá se enamoró de un guapo joven argentino con el que Novo lo bromeaba diciéndole que lo había sacado del Satiricón, de Fellini. También en Argentina conoció a su venerado Borges (pasión que me contagió) y sobre el cual hizo el libro Borges y México (1998; Debate, 2012); le insistí en que mejor hubiera contado sobre las visitas de Borges a México, pues él tuvo algo que ver en los primeros dos viajes y supo los detalles del último, así que el libro debía llamarse “Borges en México”, le insistí. Por cierto que una de sus últimas apariciones fue cuando presentó la segunda edición de ese libro durante una visita en la que María Kodama hizo una declaración en contra de los supuestos poemas de Borges que Poniatowska citaba en su entrevista; Capistrán se angustió muchísimo porque el libro tuvo que ser retirado de las librerías por órdenes de Kodama.

Poco antes de que ganara el Premio Alfaguara, Elena Poniatowska nos invitó a comer en su casa y en la sobremesa recordó que Capistrán la había invitado a dar una conferencia en el Museo de Xalapa, que él dirigía, el 19 de septiembre de 1985 pero ese día, como todos sabemos, ocurrió el terremoto que devastó la Ciudad de México. La impresión al enterarse que parte de su familia yacía bajo los escombros le desencadenó a Capistrán la diabetes con la que vivió desde entonces. Sin embargo, no por eso se cuidaba: Miguel comía y bebía todo lo que no debía: pan, pan dulce, vino o digestivos (¡Campari!), mientras sus amigos lo veíamos aterrados al saber el daño que todo eso le hacía. “Antes de venir me tomé la pastilla para poder tomarme una copita”, contestaba. En los últimos años su salud se había deteriorado demasiado, la luz le lastimaba el ojo izquierdo, estaba más delgado y tenía que usar bastón para caminar aunque seguía lúcido y activo como siempre. Estuvo internado en el Hospital de la Nutrición al mismo tiempo que Carlos Monsiváis, pero justo el día que Carlos murió Capistrán salió de allí y la doctora que lo atendía le dio la noticia: “Su amigo acaba de morir en el piso de arriba”, le dijo. Él la había librado al menos por un tiempo. A pesar de esa cercanía, nunca lo tutee, siempre le hablé de usted, no sólo por ser una persona mayor, como me enseñó mi padre, sino para dejar clara la relación maestro-discípulo. El 24 de septiembre de 2010, Miguel Capistrán empezó a sentirse mal de lo que él creía que era el estómago; al día siguiente fue llevado de urgencias a Nutrición y de inmediato lo metieron al quirófano pues le había dado un infarto, pero su corazón ya no soportó la cirugía. Con su muerte se fue un amigo, un maestro, un confidente, un interlocutor que recordaré siempre.