29/Septiembre/2014
Crítica
Enrique Serna
En materia de convicciones políticas, José Revueltas se
distingue de otras grandes figuras literarias mexicanas del siglo
XX porque mantuvo toda la vida una oposición frontal contra el régimen posrevolucionario.
La
congruencia entre la vida y la obra, entre los principios y la
conducta pública, eran y siguen siendo virtudes raras en un medio
intelectual cortesano, envilecido por el tráfico de favores, en
donde muchos escritores mediocres, pero también algunos de nuestros
mayores talentos, acaban sometidos parcial o totalmente a la
maquinaria de cooptación, después de haberla combatido en la
juventud. En buena medida, la rebeldía crónica de Revueltas le granjeó
la celebridad que goza desde 1968, cuando adquirió una aureola de
líder moral por su estrecha vinculación con el movimiento
estudiantil, y sobre todo, por la condena que purgó junto con los
líderes del Consejo Nacional de Huelga. Si en la tragedia del 68, el
presidente Díaz Ordaz fue Saturno devorando a sus hijos, a Revueltas
le tocó desempeñar el papel de Sócrates. A partir de entonces, la
juventud insurrecta descubrió su talento narrativo. Ese vuelco de
la suerte fue una justa recompensa para un escritor marginal,
ninguneado en los cenáculos intelectuales, que había sufrido penas
carcelarias, penurias económicas, una mezquina acogida por parte de
la crítica y la repulsa del politburó mexicano.
Pero etiquetar a Revueltas como escritor militante lo disminuye a
los ojos del público y falsea su enfoque de la existencia, porque si
bien creyó durante mucho tiempo que la literatura sólo cumple una
función social cuando se adhiere a un proyecto político, de
preferencia en el seno de un partido, nunca se sujetó a los rígidos
esquemas del realismo socialista. Desde la adolescencia hizo
grandes sacrificios por la causa del socialismo, pero al mismo
tiempo escudriñó el alma de sus camaradas y sus propias
contradicciones con una lucidez insobornable. Como Olegario Chávez,
el protagonista de
Los errores, Revueltas antepuso “el
poder de la verdad a la verdad del poder”, una misión suicida en una
época donde los escritores comprometidos tenían prohibido ejercer
la duda. Su búsqueda filosófica y literaria enfurecía a los
jerarcas del partido comunista (nombrados por dedazo desde Moscú) y
desconcertaba a muchos camaradas honestos pero obtusos, a los que
él definía como “máquinas de creer”.
A menudo, el celo partidista de la izquierda crea una confusión entre
el mérito cívico y el mérito literario que ha beneficiado a muchos
escritores de segunda fila, incapaces, ellos sí, de arriesgarse a
blasfemar contra los pontífices de su iglesia (Fidel Castro, Hugo
Chávez, Marcos,
AMLO) por el temor de “darle
armas al enemigo”, o simplemente por miedo a perder lectores. Ya
nadie lee a Benedetti con el fervor que despertaba en los años
setenta, y cuando las banderas que han enarbolado la Poniatowska o
Galeano caigan en el olvido o en el descrédito, probablemente
correrán la misma suerte. Pero la vigencia de Revueltas no depende
tanto de la fidelidad a una causa: su obra tiene un valor
independiente de la circunstancia histórico-social que le tocó
vivir y puede cautivar incluso a lectores con una ideología opuesta a
la suya. Revueltas no fue un gran escritor por la firmeza de sus
convicciones, ni por haber purgado condenas en las mazmorras de
la dictadura perfecta: merece perdurar porque extrajo de esas
experiencias una visión original, conmovedora y alucinada de la
existencia.
DEL CATECISMO ROJO AL REALISMO CRÍTICO
Aunque las parrandas le robaron mucho tiempo, casi tanto como la
militancia, las obras completas de Revueltas abarcan veintiséis
tomos. No todo lo que relumbra es oro en ese océano verbal ni las
brújulas para navegarlo son enteramente confiables, pues a veces
la crítica, por motivos ideológicos, ha prestado más atención a sus
esbozos fallidos que a sus obras maestras. El centenario que
celebramos es una buena oportunidad para emprender la revisión de
una obra dispareja, en la que se advierte un paulatino pero
ascendente proceso de aprendizaje. Por haber hecho su noviciado
político en los años treinta, la época de mayor intolerancia en las
filas del comunismo internacional, Revueltas no siempre sorteó con
fortuna el peligro de que las ideas o los símbolos asfixiaran a
los personajes. La intromisión de la tesis explícita es
particularmente notoria en sus dos primeras novelas:
Los muros de agua y
El luto humano.
No alcanzó la madurez estilística, el pleno dominio del arte
narrativo, hasta que se independizó intelectualmente de la
castradora doctrina que le querían imponer los cuadros dirigentes de
su partido.
Proclama libertaria contra la policía del pensamiento,
Los días terrenales
es una convincente y apasionada novela sobre la deshumanización
que provoca el dogmatismo ideológico en el microcosmos de la
militancia clandestina. Dolido por la erosión de los lazos
fraternales con sus camaradas, en esta novela Revueltas desnudó las
ambiciones egoístas que adoptan el disfraz de la ortodoxia
política, los cotos de poder formados por los “curas rojos” y los
embriones de control totalitario que se iban gestando en las
sucursales latinoamericanas del
Komintern cuando los
líderes de la Unión Soviética todavía no revelaban los crímenes de
Stalin. Su amargo y trágico enfoque de la existencia, la mezcla de
compasión y crueldad con la que observa a los personajes,
reivindican aquí la autonomía de la novela como medio de conocimiento
ajeno a las supuestas leyes de la historia. No debe extrañarnos que
Revueltas adoptara como lema la frase de Goethe (“Gris es toda teoría,
verde es el árbol de oro de la vida”), pues alcanzó la emancipación
como escritor al ponerla en práctica. Revueltas empezó a calar hondo
en los móviles de la conducta cuando se dejó guiar por sus intuiciones
en vez de encajonarlas en un marco teórico.
Quizá no hubiera dado ese salto cualitativo sin haber desarrollado a
la vez una técnica narrativa más avanzada, que le permitió
superar la novela ensayística en estado bruto, donde las reflexiones
del autor interrumpen el relato, a la usanza de los novelistas
decimonónicos anteriores a Flaubert. En otras palabras, el salto
cualitativo de Revueltas consistió en adquirir una destreza verbal
y una independencia de criterio que le permitieron conjugar el
realismo objetivo con el realismo crítico. Nunca abolió del todo la
distancia entre el narrador y los personajes, porque tenía una
proclividad innata a la disertación, pero a partir de esa novela
introdujo alter egos que le permitían deslizar su punto de vista con
mayor naturalidad. El propio Revueltas identificó en una
entrevista a los personajes que fungieron como voceros de su
pensamiento: “Gregorio, por ejemplo, en
Los días terrenales, Eladio Pintos, Jacobo Ponce y Olegario Chávez en
Los errores,
son lo que llamaríamos personajes históricos que señalan una
dirección personal, una coincidencia con el autor porque son el
autor mismo en varias situaciones inventadas y recreadas.” (1)
Cuando escribió
El luto humano aún no creía necesario
esconderse detrás de uno o de varios portavoces, y quizá por ello
esta novela, sobrevaluada en su época, no ha resistido el paso del
tiempo. Con ella ganó el Premio Nacional de Literatura en 1943 y el
galardón a la mejor obra extranjera en un concurso internacional
convocado por la editorial neoyorquina Farrar
&
Reinhart, circunstancia que seguramente influyó en el ánimo de la
crítica para incluirla en el canon de nuestros clásicos modernos.
Sospecho que
El luto humano ha sido objeto de innumerables artículos y tesis en México y el extranjero porque, a diferencia de
Los días terrenales y
Los errores,
no coloca en aprietos ideológicos a los hispanistas de izquierda.
Reconocer que en las filas del comunismo ha medrado infinidad de
canallas, o peor aún, que sus fundamentos teóricos son
incompatibles con la condición humana, era y sigue siendo un trago
amargo para muchos académicos biempensantes, que no creen, como
Revueltas, que “la verdad siempre es revolucionara, no importa dónde
ni cómo surja”. Sobre todo durante la Guerra Fría, cuando la
propaganda antisoviética satanizaba el comunismo en todos los
medios de difusión, aceptar un hecho tan doloroso significaba
conspirar en favor del capitalismo. El comunista ortodoxo Enrique
Ramírez y Ramírez, que más tarde intentó “hacer la revolución desde
adentro” como militante el
PRI, excomulgó a Revueltas por las veleidades existencialistas de
Los días terrenales, pero en cambio definió
El luto humano
como una “épica de la miseria” que reflejaba “la hondura y la
grandeza del pueblo mexicano”.(2) Su aprobación revela que hasta ese
momento Revueltas no había defraudado a sus compañeros de lucha, tal
vez porque todavía era un dócil repetidor de consignas.
Para mi gusto, los desatinos de
El luto humano empiezan desde
su título, un pleonasmo difícil de justificar. ¿Existe acaso un luto
borreguil o canino? El viacrucis de los campesinos guarecidos de una
inundación en el techo de una choza, con los buitres volando por
encima de sus cabezas, hubiera bastado para insinuar un trasfondo
simbólico, sin que el autor lo hiciera demasiado evidente. Pero
Revueltas se esmeró tanto por sobrecargar la novela con
interpretaciones sobre el fracaso de la Revolución, la orfandad
religiosa del mexicano, su derrotismo crónico y la necesidad de
reemplazar la tutela de la vieja iglesia por el liderazgo del
partido comunista, que los personajes tienen serias dificultades
para respirar. Son conceptos vivientes, no seres humanos.
Interpolar tantas instrucciones de lectura denota poco respeto a la
inteligencia del público. En una de las múltiples intromisiones del
narrador, una especie de médium que observa el drama de los campesinos
desde un palco intemporal y ubicuo, Revueltas precisa cuál es o debe
ser el papel del escritor frente a la masa oprimida:
La multitud es el coro, el destino, el canto terco. Puede
preguntarse dónde termina, pero no tiene fin. Como preguntar yo
mismo dónde comienzan mis propios límites, distinguiéndome del
coro, y en qué sitio se encuentra la frontera entre mi sangre y la
otra inmensa de los hombres, que me forman. Soy el contrapunto, el
tema análogo y contrario, la multitud me rodea en mi soledad, en mis
rincones, la multitud pura.(3)
Como el párrafo termina con una exaltada salutación a la
multitud soviética pastoreada por Stalin, se puede inferir que
Revueltas quiso convertir el programa político de su partido en una
poética de combate. Para dotar al pueblo de conciencia política, el
narrador tendría la función de encarnar a la vanguardia del
proletariado en la arena del texto, aunque esa tarea implicara un
cierto menosprecio a la masa oprimida. Veinte años después, tras
haber sido expulsado del partido comunista por segunda vez, Revueltas
publicó un
Ensayo del proletariado sin cabeza, donde
sostenía que el pueblo no debía rendir culto a la personalidad de
sus líderes, ni los necesitaba demasiado para entender su papel
histórico, pero a principios de los cuarenta, cuando publicó
El luto humano, aún creía que sin ese necesario contrapunto, la literatura no podía cumplir su función social.
Evodio Escalante ha escrito que esta novela es un “antecedente en
ciertos aspectos, de la obra maestra de Rulfo, Pedro Páramo”.(4) En
efecto,
El luto humano prefigura el universo rulfiano,
sobre todo en un pasaje donde el narrador declara: “éste era un país de
muertos caminando, hondo país en busca del ancla, del sostén
secreto”. Pero es indudable que no fue Revueltas sino Rulfo, un
escritor relativamente apolítico pero más consustanciado con sus
personajes, quien escribió la gran ¨épica de la miseria mexicana”
en algunos fragmentos de
Pedro Páramo y en cuentos como
“Luvina” o “Nos han dado la tierra”. Rulfo no aspiraba a ser el
contrapunto letrado del pueblo: sólo quiso fungir como arreglista
musical o director de un coro, creyendo, como los románticos
alemanes, que todo hombre es un poeta en potencia. Revueltas no sabía
precisar dónde estaba “la frontera entre su sangre y la sangre de
la multitud”, pero sí tenía muy clara la frontera entre su lenguaje y
el lenguaje campesino, mientras que Rulfo la desvaneció con una
formidable técnica de ocultamiento. Revueltas practicaba una
especie de paternalismo lingüístico pues intentaba dignificar al
pueblo prestándole sus palabras. Víctima de una extraña sordera,
negó al pueblo el mejor homenaje que podía rendirle. La poesía del
habla es la gran ausente de
El luto humano.
En
Los días terrenales, Revueltas ya no creía necesario ser
“el tema análogo y contrario” de los personajes, tal vez porque
ahora escribía sobre sus iguales: los militantes comunistas, pero
también porque había trascurrido casi una década entre ambas novelas
y ya no aspiraba a fungir como un director de conciencias, ni a
convertir los precptos del marxismo-leninismo en técnica
narrativa. Un pasaje de la novela es útil para ejemplificar ese
cambio. Al contemplar al Tuerto Ventura, el cacique de Acayucan,
Gregorio reflexiona: “La fisionomía del hombre es un conjunto de
cifras convencionales, un conjunto de simulaciones a través de las
cuales es muy difícil, cuando no imposible, descubrir la verdad
interna de cada individuo, pues el rostro no es el ‘espejo del alma’
sino el instrumento del cual el hombre se vale para negar su alma,
para disfrazarla –se dijo con furia: esos pensamientos le parecían
demasiado razonadores e intelectuales.”
Aquí se advierte un brote de autocrítica (la furia que siente el
personaje es la de Revueltas por haberse entrometido en la narración)
en donde el autor regaña a su alter ego por interpolar un cuerpo
extraño en el tejido vivo y palpitante de la novela. Gregorio es un
intelectual con estudios en Europa, conocedor de pintura y de
literatura, de modo que en este caso el apunte analítico no está
metido con calzador, como sucede con las parrafadas de
El luto humano.
Sin embargo, Revueltas siente que le está quitando oxígeno a su
personaje y lo regaña por filosofar a destiempo. Como en esta novela
las disertaciones embonan con la trama orgánicamente (no se les
puede suprimir sin desfigurarla), y el nivel educativo de los
personajes las justifica, creo que un lector contemporáneo puede
aceptarlas de buen grado. En
Los días terrenales, las
ideas extraídas de la experiencia se contraponen con maestría a
los mandamientos del catecismo estalinista. Revueltas reincide en
la novela de tesis, sólo que ahora utiliza la observación directa del
hombre para contrapuntear la falsa conciencia de los
personajes, compuesta por un conjunto de dogmas que mata en agraz
cualquier idea propia y hasta los impulsos más nobles del corazón. El
conflicto que enfrenta a Fidel con Gregorio es crucial para
entender el espíritu de una época, de modo que esta novela no ha
caducado ni le concierne sólo al público mexicano. De hecho, en la
actualidad puede leerse como el visionario réquiem de un gran sueño
de fraternidad y justicia.
La trama de
Los días terrenales alcanza el clímax cuando
Fidel, el comunista disciplinado hasta la ignominia que persigue
con saña a los revisionistas burgueses o trotskistas del partido,
se quiebra delante de Olegario y le ruega que interceda por él para
recuperar a la mujer que lo abandonó por haber mantenido una
indiferencia glacial durante la agonía de Bandera, su hija de
brazos. Anuladas las jerarquías políticas, derretido el caparazón
del robot estalinista, Gregorio puede por fin ver al hombre de
carne y hueso escondido bajo la máscara de hierro que le ha impuesto
la disciplina partidaria. Al comprometerse con la única verdad a
su alcance, la verdad subjetiva de la novela, Revueltas dio un gran
salto adelante, porque a partir de entonces explotó con libertad su
mayor virtud literaria: el don de auscultar el corazón de los
hombres. El predicador de ideas ajenas se había convertido en un
agudo observador de la imprevisible flaqueza humana, que utilizaba
el lenguaje como un bisturí de alta precisión.
SUSTITUCIÓN DE CREDOS
A los nueve años, recién fallecido su padre, José Revueltas seguía
por las calles de la colonia Roma a un anciano barbudo, de túnica
blanca y huaraches, que hablaba del comunismo y del apocalipsis.
Según Álvaro Ruiz Abreu, autor de la imprescindible biografía
José Revueltas: los muros de la utopía,
Revueltas le profesó tanta veneración a ese predicador de
barriada que por seguirlo desapareció de su casa varios días,
llenando de angustia a su familia, que ya lo daba por muerto. Por esos
mismos años leía con fervor vidas de santos, según testimonios de
su hermana Consuelo y de Manuel Maples Arce, visitante asiduo de la
casa de los Revueltas. Tenía, pues, una fuerte vocación religiosa que
pudo haberlo conducido al seminario si sus dos hermanos mayores,
Fermín y Silvestre, no lo hubiera iniciado en el credo comunista.
El ateísmo derrumbó su creencia en la otra vida, pero no extinguió la
fe igualitaria ni el amor al prójimo que le inculcó el iluminado de
la colonia Roma. Su conversión infantil quizá no fue muy diferente
a la de los campesinos veracruzanos que en
Los días terrenales
“llevan el carnet del partido comunista colgado del cuello a guisa
de escapulario”. Y aunque Revueltas siempre tuvo conciencia de la
incompatibilidad filosófica entre el materialismo histórico y
el cristianismo, en el terreno del fervor nunca los pudo separar.
De hecho, extrajo de esa analogía el entramado simbólico de muchas
obras, sin que esto permita calificarlo de creyente.
Octavio Paz fue el primero en detectar el sustrato religioso de su pensamiento en una crítica de
El luto humano:
“Revueltas vivió el marxismo como cristiano y por eso lo vivió, en el
sentido unamunesco, como agonía, duda y negación. Su ateísmo es
trágico porque, como lo vio Nietzsche, es negación del sentido.” Tal
vez revueltas buscaba recuperar el sentido cristiano de la vida al
fundir ambos credos pues, como dice Paz, “si el cristianismo fue la
humanización de Dios, la Revolución promete la divinización de los
hombres”.(5) Pero nunca perdió de vista las implicaciones teológicas
encerradas en el ideal socialista de crear el “hombre nuevo” ni en
la convocatoria de Marx a tomar el cielo por asalto, y en sus obras
de madurez emprendió una doble tarea crítica: someter a los apóstoles
comunistas a un examen de conciencia anclado en la moral
judeocristiana, y juzgar a la corrupta iglesia católica con los ojos
de un ateo mucho más apegado que ella al sentido profundo del
evangelio.
Pero hay un punto en el que Revueltas se aparta lo mismo del
cristianismo que del marxismo: su falta de fe en la posibilidad de
reformar la naturaleza humana, un escepticismo que hasta cierto
punto contradecía su anhelo de redención. La andanada de críticas
suscitadas por el aparente nihilismo de
Los días terrenales
denota una grave intolerancia estética por parte de sus camaradas,
que no podían disociar los valores literarios de los dogmas
políticos, ni conceder al arte una esfera autónoma. El fanatismo les
impedía reconocer que las paradojas derrumban los enfoques
simplistas de la existencia y, por lo tanto, enriquecen el
significado de una novela, por amargas que sean. Sin embargo, el
impugnador más inteligente de
Los días terrenales, Enrique Ramírez y Ramírez, señaló una contradicción filosófica que ciertamente, Revueltas no había resuelto:
Revueltas predica la ceguera y la impotencia del hombre ante la
realidad universal y social; la abolición de todo principio y
toda norma racionales, la agonía perenne del hombre por su inexorable
aniquilamiento; la pérdida del sentido y la razón de la vida (…). En
el fondo de este cuadro de lobreguez intelectual y espiritual, se
vislumbra la imagen dolorosa de un hombre que sólo es libre para
sufrir y morir, someterse a las leyes de la naturaleza y expiar sin
descanso las míticas culpas de su especie.(6)
Este análisis de contenido es irrefutable y tuvo una influencia decisiva para que Revueltas, en un acto de
mea culpa,
abjurara públicamente de la novela y pidiera a su editor que la
retirarla de la circulación, a la manera de los teólogos de la
Contrarreforma cuando el Santo Oficio les echaba el guante (más
tarde, arrepentido de su arrepentimiento, calificó
Los días terrenales
como “la más madura de mis novelas” y explicó que había sido víctima
de una extorsión moral). Por supuesto, descalificar la novela
porque no contiene un mensaje edificante era una arbitrariedad,
pues la gran literatura busca justamente sondear los grandes
abismos de la razón, no soslayarlos en nombre de la tarea
proselitista. De hecho, un prestidigitador más o menos hábil
podría transformar en elogios los argumentos condenatorios de
Ramírez y Ramírez. Pero los hallazgos literarios de Revueltas no
podían ni pueden levantar la moral de ningún militante, porque
inducen al escepticismo. Sólo él era capaz de aceptar esas verdades
amargas sin perder entusiasmo por la lucha revolucionaria. El
propio Revueltas intentó varias veces escapar de ese callejón sin
salida, preconizando una especie de ascesis mística para
sobrellevar los sinsabores de la existencia. En la obra teatral
El cuadrante de la soledad,
una sórdida intriga en los bajos fondos de la ciudad, el único
personaje honesto del drama se declara “dispuesto a vivir la vida
con pureza, a pesar de todos o contra todos”, y en
Los días terrenales
Gregorio hace una declaración de fe que sin duda expresaba el punto
de vista de Revueltas: “La vida es algo muy lleno de confusiones, algo
repugnante y miserable en multitud de aspectos, pero hay que
tener el valor de vivirla como si fuera todo lo contrario.”
Para seguir este programa de vida se requiere una vocación de santo o
una gran capacidad de autoengaño. Revueltas pensaba que la humanidad
sólo tenía salvación si los hombres, y en particular los
militantes comunistas, se autocriticaban con humildad,
combinando el espíritu de sacrificio con la pasión por la verdad,
dos virtudes que él tuvo en grado superlativo. Pero sabía que el
“hombre nuevo” sólo apareció una vez en Nazaret, y como veía en el
puritanismo un mal endémico de la izquierda, denunciaba los extravíos
de esa moral enferma con los tintes más sombríos, recordando en todo
momento que los conflictos de sus personajes ya estaban
prefigurados en la Biblia desde miles de años atrás. La pureza que
él predicaba no era la pureza de los ángeles: consistía en tensar
al máximo la autocrítica sin caer en la desesperanza. Las
atrocidades de la oligarquía le dolían y le repugnaban, pero
deploraba más aún las de sus propios camaradas, los encargados de
bajar el cielo a la tierra, en quienes advertía un fariseísmo
beligerante. Si Díaz Mirón le dijo a su amada Gloria: “Tu numen, como
el oro en la montaña, es virginal y por lo mismo impuro”, Revueltas
sostuvo hasta la muerte que la virginidad intelectual de los
comunistas no era una virtud ética ni revolucionaria.
Durante el Maximato, cuando Calles reprimió con el mismo rigor a los
comunistas y a los cristeros, Revueltas había dado muestras de un
valor espartano (pasó dos temporadas en las Islas Marías antes de
cumplir 20 años), que le valieron ser invitado en 1935 al Congreso
Mundial de la Internacional Comunista celebrado en Moscú. Tenía,
pues, un palmarés de héroe impoluto que le hubiera permitido incubar
el peligroso virus de la superioridad moral. Pero por ser un ateo
profundamente cristiano y, por lo tanto, precavido contra las
asechanzas del demonio, Revueltas jamás cayó en esa trampa de la
soberbia. Su gran empatía con los personajes de los bajos fondos, a
los que conoció en prisión y en sus correrías de noctámbulo, deja
entrever que su ideal de pureza no excluye la inmersión en el fango.
De tanto convivir con la crápula, Revueltas aprendió a verla como algo
familiar y, en consecuencia, a escudriñarla con una curiosidad
exenta de asco moral. En
Los errores, un militante comunista
extrae de su experiencia carcelaria una conclusión que Revueltas
suscribió en varias entrevistas: “Ahí la vida condensa su
significado, lo multiplica hasta la desnudez más perfecta, se
bestializa sin rodeos, idéntica a la confiada naturalidad con
que se usa el W.C.”(7)
Como Cristo, que estaba más a gusto entre putas y forajidos que entre
los fariseos, Revueltas penetra en la intimidad de los seres más
aberrantes del lumpen delincuencial, atraído, como Víctor Hugo, por
la oscura belleza de lo grotesco. Ningún escritor mexicano ha
retratado mejor y con más conocimiento de causa a nuestros hombres del
subsuelo. Elena, el enano homosexual y alcohólico que en Los
errores mata al prestamista de la Merced en complicidad con el
padrotillo Mario Cobián, el repugnante Carajo de
El apando, el jorobado Tiliches del cuento “El lenguaje de nadie”, el director de escuela convertido en teporocho de
En algún valle de lágrimas
son personajes repulsivos a los que Revueltas retrata
irónicamente, pero al mismo tiempo, con una simpatía por la
monstruosidad que le da grandes réditos literarios. Según la fe
cristiana, la interiorización del dolor ajeno es el camino a la
salvación del alma. Esta virtud ética y literaria apartó a Revueltas
de la deformación esperpéntica, porque al observar desde adentro a
sus personajes se libraba de condenarlos o compadecerlos.
En
Los errores, el lazo de unión entre los personajes de los
bajos fondos y los militantes comunistas es su proclividad a
traicionar y a traicionarse. Aparentemente hay un abismo entre las dos
líneas argumentales de la novela, la historia del atraco planeado
por Elena y el Muñeco, y la intriga fraguada en una célula del partido
comunista para asesinar a Eladio Pintos, un héroe de la guerra civil
española acusado de trotskismo por el comité central. Pero al
establecer un paralelismo entre ambas historias, Revueltas
escudriña los errores de fábrica de la naturaleza humana, tanto en
la cúpula de la nueva iglesia como en los callejones de mala muerte, y
descubre la hermandad secreta entre la falsa pureza y la abyección
asumida.
Para Revueltas, nadie está a salvo de los efectos corrosivos del
egoísmo, el principal obstáculo a vencer para lograr una verdadera
solidaridad con el prójimo, sin la cual no hay revolución posible.
Fiel a ese ideal religioso, creía que la única vacuna contra el
mayor de los pecados era compartir el sufrimiento de los demás.
Recién llegado a las Islas Marías, presenció el trato vejatorio que
los celadores dispensaban a un cura que había participado junto
con la madre Conchita en la conjura para matar a Obregón. Para
humillarlo, los guardias le habían asignado la tarea de barrer un
patio lleno de estiércol. Aunque Revueltas escribió un cuento
demoledor en contra del fanatismo cristero, (“Dios en la tierra”)
tomó una escoba para ayudarlo, sufriendo por ello el escarnio y la
animadversión de los demás reos. Años después, cuando viajó a Panamá
como corresponsal del periódico
El Popular, subió a un
autobús para blancos en el que se había colado un negro. El chofer le
ordenó bajarse y el negro, orgulloso, alegó tener el mismo derecho que
los blancos para viajar ahí. Revueltas entró en su defensa, pero ante
la tozuda negativa del chofer, se bajó del autobús junto con el
negro, para que al menos se sintiera acompañado en la humillación.(8)
En sus novelas, el sacrificio de algunos personajes por el
prójimo va más lejos aún, hasta lindar con la emulación de los santos
que Revueltas admiraba desde la infancia. En
Los días terrenales,
al enterarse de que una prostituta enamorada de él delató al matón
que pretendía asesinarlo, Gregorio le hace el amor a sabiendas de
que está enferma de gonorrea, no sólo para recompensarla, sino
porque ese contagio lo unirá más profundamente con su salvadora.
Quizá Revueltas atesoraba en el inconsciente una proeza análoga de san
Julián el Hospitalario, que compartía el lecho con los leprosos.
También raya en la santidad el profesor Mendizábal, que en el
cuento “La palabra sagrada” descubre a una parejita de adolescentes
haciendo el amor en el desván de un colegio católico y, para no
perjudicar al estudiante, cuando un mozo de limpieza lo sorprende
en el desván con la muchacha, se acusa ante el director de haberla
llevado ahí para violarla. Por el tono conmovido con que narra estos
sacrificios, Revueltas parece creer que la redención del género
humano es posible. Pero el escepticismo se sobrepone a su fervor y
los desenlaces de ambas historias arrojan un cubetazo de agua
helada a los creyentes en los milagros de la piedad. La duda y la fe se
repelen pero Revueltas creía posible conciliarlas en un oxímoron
dialéctico: “Me conduelo completamente de los personajes y no
claudico ante la piedad que me causan. –declaró a Vicente Francisco
Torres–. Mi piedad, dialécticamente, se convierte en una especie de
crueldad respecto a su destino: no absuelvo al personaje de quien
me apiado, lo condeno a sus últimas consecuencias reales.”(9)
Nostálgico de la pureza que el ser humano sólo tuvo en algunos pasajes
de la leyenda áurea, a Revueltas le gustaba contraponerla con la
sordidez de los pobres mortales aplastados por el destino, no para
escarnecer la virtud sino para situarla en un contexto terrenal.
Redentor escéptico, sospechaba que ninguna revolución social
lograría desterrar la injusticia sin un milagro espiritual
previo. La misión histórica del comunismo sería entonces continuar y
profundizar la doctrina social del evangelio, como lo propone la
teología de la liberación, con la que Revueltas llegó a simpatizar.
Su contribución a la lucha revolucionaria consistió en denunciar
los estragos que un falso ideal de santidad había provocado en las
filas del comunismo, pero su aportación a la literatura fue mucho más
valiosa, porque al sumergir la utopía en los pantanos de la
realidad la convirtió en un faro para buscar el sentido de la
existencia.
LA ESCUELA DEL CINE
Resentidos con Revueltas por la zarandeada que les dio en
Los días terrenales,
algunos militantes comunistas lo acusaron de haber sucumbido a la
influencia corruptora del mundillo cinematográfico, en el que se
ganaba la vida como guionista. Era una acusación injusta, pues
Revueltas también luchó por el socialismo en ese terreno y, de hecho,
las acusaciones que lanzó en 1947 contra el monopolio de la
exhibición que detentaba William Jenkins le costaron perder el
liderazgo en la sección de autores del
STPC.
Haber hallado ese modus vivendi no fue una claudicación política ni
tampoco un contagio venéreo, pues aunque el propio Revueltas
calificó de “lamentable” su experiencia como guionista, porque
los mercachifles de la industria nunca lo dejaron expresarse con
libertad, la adquisición de otro lenguaje amplió su repertorio de
herramientas narrativas.
De hecho, entre los libros que publicó antes de escribir guiones y sus
obras posteriores hay una mejoría notable. Gracias al oficio
adquirido en el cine, Revueltas aprendió a urdir buenas tramas, a
dialogar con solvencia y a colocar a sus personajes en terribles
encrucijadas, por ejemplo la de la adúltera que mete a su amante en
una nevera y después tiene que irse al cine con su marido en el
extraordinario cuento “Sinfonía pastoral” o el angustioso combate
de Olegario Chávez con las ratas que lo atacan en
Los errores,
cuando intenta escapar de prisión por una tubería de aguas negras. Al
incursionar en los géneros de entretenimiento, Revueltas comprendió
que para mantener el interés del lector y hacerse perdonar sus
disertaciones filosóficas necesitaba primero darle una golosina,
engancharlo con una intriga de alto voltaje.
En varias entrevistas confesó que en alguna época quiso ser director
de cine pero los productores nunca se lo permitieron. Sin embargo,
dominaba el arte de narrar en imágenes y su oficio de libretista
aflora en los momentos clave de sus mejores obras. El drama de las dos
sirvientas lesbianas sorprendidas en una azotea que el crítico de
arte Jorge Ramos contempla desde su ventana en el séptimo capítulo
de
Los días terrenales, tiene sin duda un aire de familia con un episodio de
En busca del tiempo perdido
en el que Swan observa a hurtadillas otra escena lésbica, la de una
hija desnaturalizada que escupe el retrato de su padre antes de
retozar con su amiga. Salvador Novo advirtió la huella de Proust en
una elogiosa reseña de la novela y, en una charla con Roberto
Escudero, Revueltas reconoció esa deuda.(10) Pero sólo un narrador
acostumbrado a pensar en imágenes pudo haber concebido ese atisbo
accidental de la intimidad ajena, con el que Revueltas se anticipó
al voyerismo de
La ventana indiscreta, y de hecho exploró
con más audacia que el propio Hitchcock la transferencia de
culpabilidad provocada por la contemplación furtiva de los
placeres prohibidos. Hay otra gran escena cinematográfica en Los
errores, donde Mario Cobián, tras haber propinado una tremenda golpiza a
su amante, Lucrecia, descubre que un limpiador de vidrios lo ha
observado desde un andamio. El cruce de miradas establece una turbia
complicidad entre los dos personajes, pues horas después el hombre
del andamio, que por las noches trabaja como cantinero, se vuelve a
encontrar con el Muñeco y le sirve un trago sin mencionar el
incidente, acobardado por su mirada torva. Si en algunos casos
Revueltas utiliza las sorpresas de la mirada para hacer avanzar la
acción dramática, en este pasaje de
Los errores le sirven para
crear un vínculo secreto entre dos personajes complementarios:
el prototipo de la vileza delincuencial y el prototipo del
ciudadano agachado que no se quiere meter en problemas.
Los mejores ideas cinematográficas de Revueltas están diseminadas en sus cuentos y novelas, sobre todo en
El apando,
la única de sus obras que ha sido llevada al cine. Según el propio
Revueltas, la adaptación de José Agustín, que lo dejó muy complacido,
no requirió de grandes cambios estructurales porque el texto ya tenía
forma de guión.(11) Condensación magistral de su experiencia
carcelaria, este gran relato es quizá su mejor incursión en el alma de
los desesperados, de los muertos en vida que luchan a muerte por el
espacio dentro de una celda. El apando es un calabozo con un
ventanuco, pero es también una metáfora de la matriz. No era la
primera vez que Revueltas comparaba la cárcel con el vientre
materno. Al final de
Los días terrenales, cuando Gregorio,
el protagonista, queda preso en un calabozo, el narrador observa:
“Estaba encerrado en el vientre de su madre, más no en embrión, sino
con toda su edad, varonil y desnudo.” Y cuando el enano de Los errores
bebe tequila en las “tinieblas intrauterinas del veliz”, que en otros
momentos llama “tibia placenta”, Revueltas sugiere también que el
personaje condenado a morir ha emprendido un retorno a la primera
morada del hombre.
La diferencia es que la placenta del apando está situada dentro de
un infierno en el que sacar la cabeza de la matriz significa asomarse a
un mundo más inhóspito que el del calabozo. Cárcel dentro de la
cárcel, el apando es un refugio en el que tres reos se disputan el
privilegio de asomar la cabeza o, para decirlo de otro modo, el
derecho a vivir, en una lucha darwiniana por la supervivencia. Como
en otras novelas de Revueltas, el aparente pacto realizado entre los
tres apandados encubre velados propósitos de traición. De hecho,
Polonio y Albino han decidido ya matar al Carajo en cuanto obtengan
la droga que viene a traerle su madre. Pero en esa pesadilla del
confinamiento y desconfianza mutua, una autoridad corrupta, más
vil que los propios reclusos, no sólo estrecha hasta la asfixia el
espacio vital de los reos: también viola el espacio íntimo de las
mujeres que los visitan. La inspección en que las celadoras
lesbianas se demoran palpando a Mercedes y a La Chata es una
metáfora elocuente de la indefensión ciudadana frente a un Estado
delincuencial que ni siquiera respeta las “verijas” de las
visitantes al reclusorio. No hay un solo reducto en los cuerpos de
estos personajes que no sea mancillado por la autoridad y, en
respuesta a la humillación que los bestializa, organizan un motín
en la cárcel para que al calor de la confusión, la madre del Carajo
pueda hacerles llegar la droga. La escena final, en donde la policía
introduce tubos entre las rejas para inutilizar a los amotinados,
“una victoria de la geometría sobre la libertad”, tiene una belleza
plástica desoladora, que Felipe Cazals subrayó con acierto en la
versión cinematográfica.
Revueltas conocía desde sus entrañas la podredumbre del régimen
postrevolucionario y por eso pudo denunciarla mejor que nadie, pero
al mismo tiempo hizo una crítica radical de las organizaciones
políticas en que participó. La muerte lo sorprendió en plena madurez
creativa, cuando había logrado una perfecta síntesis entre el
lenguaje literario y el audiovisual, resignándose, para bien de los
lectores, a exponer sus ideas en ensayos separados de sus relatos.
Dejó a la izquierda un legado incómodo, porque los intelectuales
canonizados por la feligresía igualitaria casi nunca se arriesgan
a sostener ideas impopulares. Su caída en la autocomplacencia
explica, en parte, la indiferencia política de muchos jóvenes
alérgicos a la falsedad, al maniqueísmo y la cursilería. No habrá un
verdadero avance político de la izquierda mexicana mientras sus
principales figuras literarias se preocupen tanto por conservar
sus clientelas y les den atole con el dedo. Quizá por esa falta de
valor civil, los ideales por los que Revueltas luchó crían moho en el
baúl de las ilusiones rotas.
1. A.A. Ortega, “
El realismo y el progreso de la literatura mexicana”, en Conversaciones con José Revueltas, comp. de Andrea revueltas y Philippe Cheron, Era, México, 1977, p. 51.
2. Citado por Álvaro Ruiz Abreu,
Los muros de la utopía, Cal y Arena, 1991, p. 139.
3. José Revueltas,
El luto humano, Era, México, 1984, p. 179.
4. Evodio Escalante, “
Circunstancia y génesis de Los días terrenales”, en José Revueltas Los días terrenales, ed. de Evodio Escalante, Universidad de Costa Rica, 1996, p. 203.
5. Octavio Paz, “
Cristianismo y Revolución”, en Hombres en su siglo y otros ensayos, Seix Barral, Barcelona, 1984, p. 147.
6. Enrique Ramírez y Ramírez, “
Sobre una literatura de extravío”, en José Revueltas, Los días terrenales, Era, México, p. 341.
7. Mercedes Padrés, “
José Revueltas, el escritor y el hombre”, en Conversaciones con José Revueltas, p. 59.
8. Citado por Alvaro Ruiz Abreu, Op. cit., p. 287.
9. Vicente Francisco Torres, “
La muerte es un problema secundario”, en Conversaciones con José Revueltas, p. 136.
10. Roberto Escudero,
Un año en la vida de José Revueltas,
UAM, México, 2009, p. 87.
11. “
Diálogo sobre El apando”, en Conversaciones con José Revueltas, p. 169.