miércoles, 8 de octubre de 2014

¿Qué hacen los relojes en su tiempo libre?

5/Octubre/214
Confabulario
Paula Abramo

Me resulta difícil hablar de aquellos a los que más admiro. La elegancia y el buen gusto exigirían mesura en el elogio, pero admito que siento pocas ganas de hacerles caso.

Conocí a Gerardo Deniz hace casi dos años, gracias a David Huerta y Verónica Murguía, y tuve el inmenso privilegio de leer con él Erdera, de cabo a rabo con el fin de localizar ciertas erratas (pocas) que le preocupaban al autor. El proceso de lectura duró nueve meses.

Conforme pasaron las páginas y el tiempo, leíamos cada vez menos y platicábamos y nos reíamos cada vez más. Y luego, cuando terminamos el libro, seguimos platicando. Nunca he sabido cómo agradecerle a Deniz su amistad y su tiempo. Todavía me acuerdo de la primera conversación con él y Verónica: salieron a relucir las civetas. Él aclaró que, aunque se les llame gatos, las civetas son vivérridos, que comparten ciertas partes de Asia con otro congénere. Este último, explicó, produce enzimas semejantes a las que hacen que los granos de café excretados por esas criaturas sean tan apreciados, pero con una diferencia en el número de átomos de carbono. Enseguida me preguntó que a qué me dedicaba. Le hablé un poco de mi tesis, y entonces él se embreñó en cuestiones de una especificidad pasmosa y estrictamente vinculadas con mi trabajo. Por ejemplo: que la lambda intrusa en el topónimo Troglodítica es una corruptela, porque la raíz de la palabra es trogos (cueva). Ningún investigador del Instituto de Filológicas había dedicado tiempo a estos detalles: cuevas donde vive el diablo. Al final creo que acabamos hablando de los pelos de los gastrotricos y de la bizquera de los platelmintos. Todo para mí era deslumbrante. Y sigue siéndolo, porque no hay manera de acostumbrarse a Gerardo Deniz.

No quiero que parezca que voy a hablar del autor y no de sus textos. Fue mi intención al principio, pero la deseché por imposible, aunque tampoco me siento muy calificada para lo segundo. Me atrevo a decir que Deniz y sus textos son casi una misma cosa. Hablan parecido. Están hechos de los mismos ingredientes, como él mismo ha aclarado alguna vez: “Así como afortunadamente todo el mundo lleva en la cabeza la rosa y el ruiseñor, yo —aparte de rosas y ruiseñores que me gustan mucho— llevo también uno que otro polipéptido”, dice Deniz en una entrevista concedida a Sisi Rodríguez para la revista Vice. Uno que otro polipéptido es una forma modesta de confesar que su mundo es mucho más vasto, que su abanico de referentes es mucho más complejo que el de cualquier intelectual de este país. Y por estar así constituido, es a la vez universal y personalísimo: irreproducible. Sorprende en Deniz la forma en que esos referentes se trenzan, se organizan haciéndose eco unos a los otros, poniéndose en jaque o reforzándose en dobles y triples piruetas mortales. Sorprende, además, que todo el asunto sea tan gozoso. Se ve que fue gozoso para él escribirlo. Sin duda lo es para nosotros, cuando lo leemos. Y creo poder afirmar que años después de escribir esos textos, que en gran parte recuerda palabra por palabra, también a él siguen divirtiéndolo cuando los relee.

Seguido me pregunto cómo es posible que una mente pueda procesar tal cantidad de conocimientos. Con una buena dosis de memoria, sin duda, y Deniz la tiene: no hace mucho nos mostró un álbum de su primera infancia del que recuerda cada detalle, la disposición de cada foto, la expresión de los personajes y el contexto en el que se sacó. Con atención, también. Deniz observa, escucha, palpa, huele, y su poesía es, quizá por eso, tan carnal aún cuando no siempre hable de la carne: tan sugerente a los sentidos. Con algo de método también: a menudo el inicio del año fue punto de partida para grandes empresas de lectura y estudio. Y, sin embargo, la palabra erudito no parece describirlo con justicia. Aunque lo es, con creces, Deniz es algo más. Porque eso que ha aprendido (y todos sabemos que ha aprendido un mundo), no parece haberse ido acumulando en polvosos sustratos geológicos superpuestos y estancos para conformar el pedestal de un sabio que aspira a grandes cosas. No. Sino que Deniz, él, su obra, parece haber encarnado todo aquello, como si lo hubiera digerido en un banquete en el que todo se probara por gusto; nada por obligación (salvo, tal vez, algunos cuantos potajes feos, ingeridos a fuerza de traducciones y revisiones penosas). Y así, esa cultura diversa está mezclada con la experiencia (el autor con frecuencia recuerda dónde leyó tal o cual libro, en qué restaurante o parque, acompañándolo con qué bebidas o platillos, con qué pláticas, con qué personas, combinándolo con qué otras lecturas). Esa cultura es casi, en sí misma, experiencia. Y por eso está tan orgánicamente incorporada al discurso deniziano. Tanto en sus charlas, como en sus textos. Sólo así me explico que sean tan naturales en él, tan poco forzados, esos saltos del chiste a la fórmula química y de ésta a la alusión a Góngora y de las Soledades a los sopes del desayuno. Tal vez de ahí viene la sorpresa que espera al lector en cada poema suyo, cada vez de una nueva manera, cada vez con matices distintos, surgidos de la densidad de su lenguaje, variado, cuidado y osadísimo.

La exactitud es otro de los rasgos que admiro en mi muy personal apreciación de Deniz. Qué bien armados están sus poemas. Nada allí parece ser gratuito, o vago, o flojo. Si la estructura es admirable, también el manejo de sus léxicos (así, en plural, pues no se limita al frondoso álamo indoeuropeo). Deniz es un lector de diccionarios. De diccionarios serios y de otros diccionarios que parecen casas de locos y por ello le dan solaz. Pone en la página palabras precisas, así tenga que sacarlas de los fondos lodosos del desuso. También es científico. Y esto último no hay que olvidarlo, porque quizá por eso Deniz lee desde un lugar distinto, mucho más racional que el que se acostumbra entre los llamados humanistas, en el que la fanfarronería, la hipocresía y la pedantería hueca merecen un fulminante achicharramiento ceráunico. Iba a decir que creo que tiene un compromiso con la verdad (casi todo lo que escribo es rigurosamente cierto, me dijo una vez), pero hay que tener cuidado con las palabras. Tal vez Deniz no tiene compromisos. Tal vez es más exacto suponer que goza con el descubrimiento de verdades. Y hay que ver su sonrisa cuando aprende algo nuevo.

Escrupuloso e implacable, Deniz es capaz, como pocos, de estudiar los fondos abisales de la estupidez humana: no de la estupidez en abstracto, sino de ciertas estupideces particulares y desternillantes, como lo demuestran sus extensos hallazgos en terreno de la balcarzología, por no hablar de sus lecturas críticas de ciertos poetas y eruditos, mismas que son un ejemplo de rigor sin más compromiso que el placer, sádico a veces, de poner unos cuantos puntos sobre las íes. Parodia, ironía y sarcasmo, son también formas de ese pasatiempo profano que es investigar el mundo. No deja de ser revelador que su poesía se lea como el colmo de la artificiosidad literaria, cuando lo que la distingue es el goce plebeyo y honesto del aprendizaje.

En la repisa de mis predilecciones, Deniz ocupa un lugar contiguo al de Luciano de Samosata, otro crítico feroz, racionalista implacable, que, por eso mismo, fue capaz de inventarse mundos descabellados y magníficos, y de publicarlos bajo el título de Relatos verídicos. Inteligencia e imaginación son la misma cosa, me dijo Deniz un día, cuando le confesé que admiraba mucho la inteligencia de su imaginación. Tal vez sólo quien escudriña el mundo con tanta atención es capaz de ironías tan elevadas (por no decir voladas. Por los aires. En globos aerostáticos que suben a la velocidad del vértigo). En sus largas series de poemas agrupados bajo los títulos “20 mil lugares bajo las madres”, “Noche política”, “Fosfenos”, y la que encabeza el libro Amor y Oxidente, marcadas por un tono narrativo, es común el elemento del viaje (como en Luciano): son casi Odiseas, recorridos por los confines de lo concebible, o mejor: de lo concebido. Porque Deniz construye en los huecos que otros dejan: en los puntos ciegos, de los que nadie siquiera ha cobrado conciencia. Borda sobre los temas acerca de los cuales nadie nunca se ha preguntado. ¿Qué hacen los relojes en su tiempo libre? ¿Y los tripulantes del Nautilus? ¿Cómo es la mierda de la Quimera? ¿Cómo será el señor Fandelli, del anuncio de lijas de enfrente? Y mientras juguetea, ahí, aun sin salir del registro de la ironía (pero también cuando sale), es capaz de las corrosiones más ácidas y de entrañables ternuras: de versos escatológicos y de otros, también (¿por qué no?) sublimes. A fin de cuentas, es más o menos un romántico. O eso dice él, más o menos irónicamente.

El pasado 14 de agosto fue el cumpleaños de Deniz. Se me ocurren muchas cosas que podrían alegrarlo, pues entre más vastos los intereses, mayores las fuentes de goce. Tal vez eso también explique un poco el fenómeno que es Deniz. Lo alegrarían, por ejemplo: años de salud y luz, la cruz del sur, una piara de capibaras (¿o sería un rebaño?), un paseo por Natercia (Minas Gerais), un tamanduá bandeira, un rato de calidez con el gato arquetípico. Pero no puedo dárselos. Entonces, brindo por su corazón quinceañero sobre el trípode (de tres) de sus bebidas preferidas, y agradezco a las leyes de la termodinámica el que lo hayan forjado con tanta creatividad. A él, por su parte, le agradezco que me haya presentado a la única persona que lo supera en todo, y que se llama Juan Almela.

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