Primavera/2014
Luvina
José Angel Leyva
La memoria en Juan Gelman se
convierte, más que en otros poetas, en motivo y energía para la
construcción del presente, en sustancia fundamental de la palabra por
venir, en nominación del tiempo. Para el poeta la historia no es el
acontecimiento pretérito sino la presencia del ayer en el momento que
transcurre y en el horizonte del mañana, es sueño y es constancia
tangible de lo vivido y por vivir. Dolor y sufrimiento por las
ausencias, alegría por su evocación, por la permanencia de sus
significados y el sentido de sus presencias, de sus vidas; razón de
existir y morir de manera simultánea, reconocimiento de que no se puede
claudicar en tiempos de paz contra el agravio, de que no se puede dejar
en paz a la injusticia por razones de salud mental, de que las emociones
no se pueden guardar en eufemismos y en silencios. La palabra no puede
nacer sin riesgos semánticos, sin atributos, sin cargas y
reminiscencias, sin marcas, sin voces de los muertos que imaginaron ser,
que lucharon por el ser. Gelman lo resumía así en la crónica de la
aparición de su nieta tras una larga, penosa e indefectible insistencia
en todos los ámbitos: ella estaba viva y había sido entregada a los
militares, y ante mi pregunta de si no había sentido la necesidad de
abandonar una búsqueda que se advertía inútil, poco menos que imposible,
como la exigencia de los restos de su hijo y de su nuera, asesinados
por la dictadura argentina: «El hombre no debe renunciar a la memoria a
cambio de la comodidad y la placidez que da el olvido, porque el hombre
¿es memoria o qué?».
En Juan Gelman la palabra no es certeza, es
hito, es señal de múltiples caminos. Comparte con la mayoría de los
escritores la conciencia de la inutilidad de la poesía y la pregunta
simultánea: ¿por qué entonces seguir cultivándola, por qué lo mismo no
es lo mismo al ser revelado en y por el poema? La poesía de Gelman nos
ofrece una visión del pasado inconcluso, de un ayer abierto a la vida
que transcurre, a la mente y la sensibilidad en proceso de aprendizaje,
en la praxis. Hay acontecimientos históricos cuya caducidad no ha tenido
lugar, permanecen archivados o encapsulados, ocultos como los rollos
del Mar Muerto. Hay raíces humanas emergentes desde los profundos y
hondos juegos del lenguaje, de la oralidad y de la escritura, de la
gestualidad cotidiana, de lo extraordinario y lo divino, de lo mundano y
lo íntimo.
En el hoy y mañana y ayer (antología personal, unam, México, 2000),
Pesar todo (antología, fce, México, 2001),
Valer la pena (Era, México, 2001),
País que fue será (Era, México, 2004),
De atrasalante en la porfía
(Seix Barral, Argentina, 2008), títulos recientes escritos en México,
apoyan este ejercicio reflexivo sobre una de las vetas más relevantes en
la poesía gelmaniana: exploración y rescate del tiempo, de los sucesos
de un ayer insepulto, abierto aún al escrutinio y la conciencia en
tránsito.
A la manera de Vallejo en su conjugación invertida del
tiempo y de los neologismos, Gelman disloca los acontecimientos para
crear espacios abiertos a cualquier posibilidad: «Así vendrán
tristumbres, la madre general, las deudas del olvido» («La sed»), o
«Allí pasó mañana. Tiembla de siempre en nunca más» («Vínculos»). La
invocación del futuro en un ayer que no debió ocurrir de la manera como
se vivió, sino en la forma como se escribe en el presente. «La lengua
del dolido jadea de amores indecibles, apenas entrevistos, como fuegos
que le acechan la boca y ningún daño apaga y arden en lo que no será»
(«Interrupciones»). Pero lo más trascendente de esta posición
indeclinable del poeta y del hombre de principios, del individuo ético
que asume su responsabilidad ante la palabra hasta las últimas
consecuencias, es no contagiar el edificio poético con la ideología, no
sujetar las búsquedas estéticas a la moral que rige su militancia, su
insistente y denodado esfuerzo por extraer la verdad del pasado, por su
reclamo de justicia. No obstante, dicha actitud ética sí se refleja en
los contenidos de su poesía, sí habla a través de sus versos y de su
respiración, de sus tonos. Mas no la conforma como una poesía política,
pedagógica o moralista; por el contrario, la conciencia de los motivos
que avivan la pena no sólo por los hijos torturados y desaparecidos, por
la patria violentada, sino por los ausentes antes de tiempo, por lo que
debía ser y no fue, empuja hacia la liberación de lo poético atendiendo
únicamente a la responsabilidad de sus propios impulsos, de la
revelación de sus enigmas, de la aparición del conjuro en la forma y el
momento en que la propia sed de decir lo exige; la poesía responde a sí
misma.
La emoción entre mi vida y
la conciencia de mi vida
es una continuidad que no
me pertenece
(«Torcazas»)
Siniestra corte es la memoria /el sentido
normal del padecer /pequeño
sería así el pasado
en un rostro que nunca supe dónde
está
[...]
La memoria no se quiere apagar/
lo sabe
el animal dolor/razón
del gran silencio/sombra
de lo que ya no fue /vacío
lleno de rostros.
(De
Incompletamente)
Insuficiencia
del existir y precariedad en el decir, mueca de ironía y de burlón
silencio en la negación oximorónica de todo lo que no nos pertenece, y
por lo mismo es nuestro. Negar afirmando, afirmar negando, a la manera
como lo hicieron los místicos y barrocos. Gelman ya lo apuntaba en sus
poemas de 1961, en su «Arte poética»: «Entre tantos oficios ejerzo éste
que no es mío [...] A este oficio me obligan los dolores ajenos [...]
todo me obliga a trabajar con las palabras, con la sangre». Nada es tan
lógico como el hablar de los niños, nada tan sincero como su forma de
nombrar la realidad, de concebir la función de la lengua, tan cercana al
sentir y al imaginar, a la noción del tiempo y de la vida, en donde la
muerte no tiene ni tendrá lugar, como lo sugería Dylan Thomas, y el amor
es simplemente energía para el juego o para la vida que es juego. La
ternura de Gelman parece provenir de un diálogo con sus hijos y sus
nietos, con el Juan que goza descubriendo las suertes que se pueden
realizar con las palabras por sus contigüidades y sus continuidades, por
sus contextos y sus pretextos, por sus trastocamientos y errancias.
Juan no es poeta de un solo registro. Su obra no se circunscribe a
una propuesta estética determinada, a un estilo o una voz específicos,
sino a épocas diversas en las que han brotado contenidos y formas
distintas pero sin perder vínculos con el pasado, sin abandonar recursos
técnicos de otras circunstancias, de escrituras que se deslizan en
otras direcciones emotivas y racionales.
Leitmotivs, marcas,
señales, signos, imágenes, indicios, guiños, pueden también hallarse en
poemas que poco tienen en común con libros gestados en diversos tiempos
en la vida y las situaciones del autor. Por lo mismo, la poesía de
Gelman no cae en un solo gusto, no encaja en una misma lectura. Lo que
en un libro o en unos versos figura como sugerencia o esbozo, en otros
poemarios se despliega sin concesiones, radical y consciente de sus
riesgos. No me refiero de manera exclusiva a la utilización de las
barras y a ese discurso entrecortado que refiere Evodio Escalante en el
prólogo a
En el hoy y mañana y ayer, o a la recurrencia de
neologismos y efectos fonéticos, o a la presencia indiscutible del
dolor, a la pérdida, al exilio, a la dimensión de lo sagrado que, anota
Eduardo Milán —en
Pesar todo—, es «la dimensión de la sobrevida o del sobreviviente» y de allí a la búsqueda de «las dimensiones olvidadas de la lengua en
Dibaxu (1985)»,
porque, aunque están presentes tales rasgos, es innegable, no siempre
usó Gelman las barras ni siempre fue un discurso de tajos, ni vivió
siempre en el exilio, aunque tal vez la noción de la mudanza sí haya
estado en el sentido de pertenencia e identidad del poeta por su propia
biografía familiar, por su estrecha convivencia con el ruso y los
recuerdos de una geografía paterna, por la sombra histórica del judío
errante. Dejo de lado la infancia, el juego, también la carga política
que pueda influir en la lectura de su obra, o el peso de lo ético sobre
lo estético. Hallo en la poesía de Juan una recurrencia de fondo y un
humor sutil para tragarla, para enfrentar la derrota: «Nunca fui dueño
de mis cenizas, mis versos, / rostros oscuros los escriben como tirar
contra la muerte» («Arte poética»); «a gelmanear a gelmanear les digo / a
conocer a los más bellos / los que vencieron con su derrota» («Héroes»,
en
Cólera buey, 1962-1968).
El mito de Prometeo
resuena en esa declaración gelmaneana donde la «tristumbre» adquiere
sentido y carta de naturalización por lo vivido, pero sobre todo por la
ausencia, por los ancestros y los nietos, los hijos y los sueños, por la
condición humana, por un dios desmemoriado, por los desaparecidos, por
la lucha y su dolor sin frutos: «Alma que sólo ves un animal herido al
fondo del espejo: cesa ya de jadear» («El espejo»). El héroe (poeta)
está consciente —como lo advertía Thomas Carlyle— de su heroísmo en la
derrota, de su lucha sorda e inútil, pero al fin lucha en medio de la
nada, de la muerte. Como lo expresa en su poema «Babas»: escriben
papeles que nadie alcanza a ver. Gelman no encaja en el héroe-poeta de
Carlyle representado por la figura de Dante, triunfal en su emergencia
del Infierno (del poema), donde salva y condena, según sus filias y
fobias políticas, donde el florentino se advierte al lado de los grandes
genios literarios.
Gelman, por el contrario, se visualiza
como sobreviviente, como el personaje sujeto a la roca de la memoria
embestido por los recuerdos y los nombres, los rostros anónimos, el
pájaro libertario y la rama de lenguaje rota, la palabra que lo nombra y
que lo borra al mismo tiempo. La inutilidad del nacer, pero más del
morir, el caer estentóreamente en el silencio absoluto, el que duele en
carne viva, con dos filos: la memoria del dolor y el dolor de la
memoria. La derrota está en el nombrar, en el decir lo que es pero ya no
es, en el pronunciar la palabra
pájaro para decir
libertad y dejar un hueco en la palabra, un silencio que exige otra palabra para denominar el deseo, para hacer la luz.
«Cómo sabe Andrea que la poesía no tiene / cuerpo, no tiene corazón y
/ en su hálito de niña pasa o puede pasar / y habla de lo que siempre
no habla / […] / Un día sabrá que existieron como ella misma, / entre lo
imaginario y lo real. / ¡Ah, vida, qué mañana / cuando termines de
escribir!» («¿Cómo?»).
La poesía de Gelman está sembrada de
símbolos que transmiten un mensaje, que transportan una ofrenda, que
refieren un juego de voces del pasado que no cesan de trinar, de
aletear, de volar. Toda su obra está poblada y plagada de alas. Aves de
todos los colores y estaciones, de todos los estados de ánimos. La ética
de Gelman, su ideología, se vuelca en un misticismo
sui generis,
en una abierta admiración por los místicos, pero al mismo tiempo en el
descreimiento de sus alcances, de sus encuentros con la divinidad y su
metafísica. A su manera, Gelman acude a estos ejercicios ascendentes a
través de la palabra para extasiarse, para salir fuera de sí y
contemplar, si no a Dios, sí a la belleza de la creación, al amor de
ser, al amor por el ser.
Y de una gran hermosura gozan sus versos en
Notas y
comentarios, lo mismo que en
Dibaxu.
No «le ganó la tenurita», como escribe Evodio Escalante, sino la
soledad, el descubrimiento del solo que dialoga consigo y sus pesares,
que indaga más allá de sí. Como lo había ya hecho en
Los poemas de Sydney West (1968-1969) en Argentina y lo hizo más tarde en
Com/posiciones
(1984-1985) en el exilio francés, en los que nos ofrece huellas de
otros mundos, testimonios de vidas sometidas al olvido. Arquetipos,
diría, pensando en Jung. La imaginación del poeta revive acontecimientos
y nombres no pronunciados, sólo dichos por otros poetas y sabios que se
revelan en la escritura apócrifa. Puede ser la impronta de Gallagher
Bentham o las preguntas de Sammy McCoy en un Lejano Oeste, o la
carnalidad del misterio que envuelven los rollos del Mar Muerto. Juan
desentierra la memoria para llegar a la misma conclusión que Ramprasad:
«cuando la Muerte te haga prisionero / tu casa / ¿de qué te servirá?».
Mientras tanto, para quien lee esta sencilla reflexión, el poema funge
como el ave que trae una ramita de olivo hasta el arca de Noé como señal
de que hay tierra firme, de salvación, de continuidad de la vida.
Gelman, como casi todos los poetas, vuelve al punto de partida donde
lo estremecieron las incertidumbres y comenzó a ser lo que era, lo que
sería, lo que es, lo que fue. «En mi corazón se agitan pájaros que en él
sembraste / […] / Pero no puede ser. Porque estás en mí, tan viva en
mí, que si me muero a ti te moriría». (De
Violín y otras cuestiones,
1956). Convicción no es dogma, sino deseo, y el poeta ya en su madurez
exclama: «El día que el corazón aprenda a leer y a escribir / se verán
grandes cosas / […] / será un gran día, encontrarán / la palabra que se
perdió / hace millones de dolores. / Véase lo que pasa: / el día que
vino y se fue / será un gran día». («El menos pensado», en
País que fue será).
En los escombros del idioma, en los vestigios de la civilización, en el
subsuelo del habla, en fosas comunes de la humanidad, en el exilio de
algún paraíso o de algún infierno, en el
pío-pío del tío Juan
que gusta de cantar desde la fosa, en las pisadas sobre el agua de un
sueño paterno o de un abuelo que amarró una carta a la pata de un pájaro
que voló de país en país buscando el cielo, Gelman lee con esa voz que
aspira la derrota y nos hace escuchar el ritmo, sí entrecortado, sí
difícil, sí doliente, sí incrédulo de las palabras, sí mordaz, sí, a
Pesar todo.