miércoles, 18 de junio de 2014

Hasta siempre, Juan Gelman

Primavera/2014
Luvina
Martha L. Canfield 

El 14 de enero pasado, en la Ciudad de México, donde vivía desde hacía varios años, se nos fue Juan Gelman. Sin embargo, como decía Eduardo Galeano, vinculado a él por una antigua amistad, en su caso «la muerte miente». Su voz permanece dentro de nosotros y permanecerá aún en las generaciones venideras, porque él ha sabido entrar en lo profundo de nuestras almas, expresar nuestras angustias y nuestros dolores más tremendos, dándonos todavía esperanzas. Él ha sabido reinventar la lengua española —o mejor debería decir la española-argentina, con todas sus variantes usadas y evocadas con amor y nostalgia en su largo exilio—, ha sabido renovarla para decir lo indecible, para golpearnos con fórmulas inéditas que no eran un «juego», sino el producto de una profunda y auténtica necesidad: la de expresar situaciones y sentimientos que a él y a cada uno de nosotros nos pueden parecer únicos, y por lo tanto nunca dichos anteriormente.
     Juan Gelman había nacido en Buenos Aires el 30 de mayo de 1930, hijo de emigrados judíos ucranianos. Muy pronto abandonó los estudios universitarios para dedicarse a la poesía, y desde el principio buscó un lenguaje experimental y al mismo tiempo radicado en la realidad histórica y social. Su realismo crítico e intimista está combinado con una concepción de la poesía como expresión de la aventura verbal que acepta el compromiso político y que se recrea gracias a un constante interrogarse como forma de resistencia a la barbarie.
     Entre 1968 y 1975 participa en la revista Crisis, junto con numerosos exponentes de la literatura «militante» argentina y uruguaya, entre los cuales está el ya citado Eduardo Galeano. Poco después, la dictadura militar lo obliga al exilio por doce años, que transcurre en parte en Roma, y luego en Madrid, Managua, París, Nueva York y finalmente en México. La trágica historia del hijo y de la nuera embarazada, secuestrados por las fuerzas del régimen y luego declarados desaparecidos, hasta la tardía confirmación de la muerte de Marcelo en 1990 y la sucesiva identificación, en 1999, de la nieta, dada en adopción a una familia uruguaya, han sido casos de crónica internacional que han movilizado durante años a los intelectuales de todo el mundo civil. Y a ese propósito Gelman ha reiterado siempre que, mientras luchaba para que la locura terminara y los culpables pagaran, como poeta había recuperado en la subjetividad del pensamiento el espacio en donde seguir cultivando el amor por la vida.
     Su obra, traducida a más de diez idiomas, ha recibido una enorme cantidad de premios internacionales, de los que recordamos, en Argentina, el Premio Nacional de Poesía en 1997; en México, el Juan Rulfo, en 2000; en Italia, el Lerici Pea, en 2003; en España, el Reina Sofía de Poesía, en 2005, y el Cervantes, en 2007.
     Los rasgos característicos y únicos de su poesía se pueden resumir en tres puntos:
     1. La introducción de formas y vocablos procedentes de la lengua coloquial, incluso el uso del pronombre vos en lugar del tú, rasgo emblemético de la variante dialectal argentina.
     2. La citaciones y las paráfrasis, a través de las cuales el poeta logra unificar textos consagrados por la tradición y textos de la cultura popular. Por ejemplo, en el poema «Carta abierta», el verso «alma a quien todo un hijo pena ha sido» remite al célebre verso de Quevedo «Alma a quien todo un dios prisión ha sido». En cambio, en los textos procedentes de la cultura popular sobresalen las palabras del tango, es decir del lunfardo, jerga típica de los arrabales e incluso de la delincuencia, lo cual, en la órbita de la poesía, constituía una evidente transgresión. En la preferencia por las citaciones y la reescritura como formas de apropiación, nunca pasiva, del discurso ajeno, Gelman resulta en afinidad con el grupo francés del Oulipo y con el culto que rendían a la prothèse littéraire, grupo al cual estuvo también vinculado Julio Cortázar.
     3. El constante aflorar de la temática política. Ya antes de Gelman, los temas políticos, en particular la Revolución soviética y la Guerra Civil española, habían aparecido en la obra de Raúl González Tuñón, y se difundieron en la Generación del 60. Pero en Gelman la temática política resulta inseparable de la personal; y eso se puede entender muy bien después del golpe de 1976, con su triste secuela de muertos, desaparecidos y exiliados, entre los cuales se contaron los dos hijos de Gelman (la hija poco después fue liberada), su nuera y la criatura nacida en la prisión, así como el mismo poeta. No obstante, sería reductivo considerar su obra sólo poesía política o poesía comprometida. El arma empuñada por Gelman es sobre todo la palabra, por lo cual lo suyo no es simple denuncia, sino búsqueda y voluntad de forma. La transgresión de la norma lingüística se transforma en un sistema para recuperar el poder creador de la palabra, renovando el sentido de la vida. Así, historia personal e historia colectiva se anudan, a través del dolor del padre, que se vuelve al mismo tiempo padre/madre lacerada, el mundo se feminiza y la palabra se vuelve la imagen especular del aire renovado y el umbral de la tanto anhelada libertad.
     Por todo lo que nos has dado, queridísimo e imperecedero Juan Gelman, por todo lo que de ti nos queda, no puedo decirte adiós. Entonces, con palabras de raíz popular que a ti sin duda te habrían hecho sonreír: no te digo adiós, te digo hasta siempre.

Gelman, la memoria o cómo derrotar la derrota

Primavera/2014
Luvina
José Angel Leyva

La memoria en Juan Gelman se convierte, más que en otros poetas, en motivo y energía para la construcción del presente, en sustancia fundamental de la palabra por venir, en nominación del tiempo. Para el poeta la historia no es el acontecimiento pretérito sino la presencia del ayer en el momento que transcurre y en el horizonte del mañana, es sueño y es constancia tangible de lo vivido y por vivir. Dolor y sufrimiento por las ausencias, alegría por su evocación, por la permanencia de sus significados y el sentido de sus presencias, de sus vidas; razón de existir y morir de manera simultánea, reconocimiento de que no se puede claudicar en tiempos de paz contra el agravio, de que no se puede dejar en paz a la injusticia por razones de salud mental, de que las emociones no se pueden guardar en eufemismos y en silencios. La palabra no puede nacer sin riesgos semánticos, sin atributos, sin cargas y reminiscencias, sin marcas, sin voces de los muertos que imaginaron ser, que lucharon por el ser. Gelman lo resumía así en la crónica de la aparición de su nieta tras una larga, penosa e indefectible insistencia en todos los ámbitos: ella estaba viva y había sido entregada a los militares, y ante mi pregunta de si no había sentido la necesidad de abandonar una búsqueda que se advertía inútil, poco menos que imposible, como la exigencia de los restos de su hijo y de su nuera, asesinados por la dictadura argentina: «El hombre no debe renunciar a la memoria a cambio de la comodidad y la placidez que da el olvido, porque el hombre ¿es memoria o qué?».
     En Juan Gelman la palabra no es certeza, es hito, es señal de múltiples caminos. Comparte con la mayoría de los escritores la conciencia de la inutilidad de la poesía y la pregunta simultánea: ¿por qué entonces seguir cultivándola, por qué lo mismo no es lo mismo al ser revelado en y por el poema? La poesía de Gelman nos ofrece una visión del pasado inconcluso, de un ayer abierto a la vida que transcurre, a la mente y la sensibilidad en proceso de aprendizaje, en la praxis. Hay acontecimientos históricos cuya caducidad no ha tenido lugar, permanecen archivados o encapsulados, ocultos como los rollos del Mar Muerto. Hay raíces humanas emergentes desde los profundos y hondos juegos del lenguaje, de la oralidad y de la escritura, de la gestualidad cotidiana, de lo extraordinario y lo divino, de lo mundano y lo íntimo. En el hoy y mañana y ayer (antología personal, unam, México, 2000), Pesar todo (antología, fce, México, 2001), Valer la pena (Era, México, 2001), País que fue será (Era, México, 2004), De atrasalante en la porfía (Seix Barral, Argentina, 2008), títulos recientes escritos en México, apoyan este ejercicio reflexivo sobre una de las vetas más relevantes en la poesía gelmaniana: exploración y rescate del tiempo, de los sucesos de un ayer insepulto, abierto aún al escrutinio y la conciencia en tránsito.
     A la manera de Vallejo en su conjugación invertida del tiempo y de los neologismos, Gelman disloca los acontecimientos para crear espacios abiertos a cualquier posibilidad: «Así vendrán tristumbres, la madre general, las deudas del olvido» («La sed»), o «Allí pasó mañana. Tiembla de siempre en nunca más» («Vínculos»). La invocación del futuro en un ayer que no debió ocurrir de la manera como se vivió, sino en la forma como se escribe en el presente. «La lengua del dolido jadea de amores indecibles, apenas entrevistos, como fuegos que le acechan la boca y ningún daño apaga y arden en lo que no será» («Interrupciones»). Pero lo más trascendente de esta posición indeclinable del poeta y del hombre de principios, del individuo ético que asume su responsabilidad ante la palabra hasta las últimas consecuencias, es no contagiar el edificio poético con la ideología, no sujetar las búsquedas estéticas a la moral que rige su militancia, su insistente y denodado esfuerzo por extraer la verdad del pasado, por su reclamo de justicia. No obstante, dicha actitud ética sí se refleja en los contenidos de su poesía, sí habla a través de sus versos y de su respiración, de sus tonos. Mas no la conforma como una poesía política, pedagógica o moralista; por el contrario, la conciencia de los motivos que avivan la pena no sólo por los hijos torturados y desaparecidos, por la patria violentada, sino por los ausentes antes de tiempo, por lo que debía ser y no fue, empuja hacia la liberación de lo poético atendiendo únicamente a la responsabilidad de sus propios impulsos, de la revelación de sus enigmas, de la aparición del conjuro en la forma y el momento en que la propia sed de decir lo exige; la poesía responde a sí misma.

La emoción entre mi vida y
la conciencia de mi vida
es una continuidad que no
me pertenece
               («Torcazas»)

Siniestra corte es la memoria /el sentido
normal del padecer /pequeño
sería así el pasado
en un rostro que nunca supe dónde
está
[...]
La memoria no se quiere apagar/
lo sabe
el animal dolor/razón
del gran silencio/sombra
de lo que ya no fue /vacío
lleno de rostros.
               (De Incompletamente)

Insuficiencia del existir y precariedad en el decir, mueca de ironía y de burlón silencio en la negación oximorónica de todo lo que no nos pertenece, y por lo mismo es nuestro. Negar afirmando, afirmar negando, a la manera como lo hicieron los místicos y barrocos. Gelman ya lo apuntaba en sus poemas de 1961, en su «Arte poética»: «Entre tantos oficios ejerzo éste que no es mío [...] A este oficio me obligan los dolores ajenos [...] todo me obliga a trabajar con las palabras, con la sangre». Nada es tan lógico como el hablar de los niños, nada tan sincero como su forma de nombrar la realidad, de concebir la función de la lengua, tan cercana al sentir y al imaginar, a la noción del tiempo y de la vida, en donde la muerte no tiene ni tendrá lugar, como lo sugería Dylan Thomas, y el amor es simplemente energía para el juego o para la vida que es juego. La ternura de Gelman parece provenir de un diálogo con sus hijos y sus nietos, con el Juan que goza descubriendo las suertes que se pueden realizar con las palabras por sus contigüidades y sus continuidades, por sus contextos y sus pretextos, por sus trastocamientos y errancias.
     Juan no es poeta de un solo registro. Su obra no se circunscribe a una propuesta estética determinada, a un estilo o una voz específicos, sino a épocas diversas en las que han brotado contenidos y formas distintas pero sin perder vínculos con el pasado, sin abandonar recursos técnicos de otras circunstancias, de escrituras que se deslizan en otras direcciones emotivas y racionales. Leitmotivs, marcas, señales, signos, imágenes, indicios, guiños, pueden también hallarse en poemas que poco tienen en común con libros gestados en diversos tiempos en la vida y las situaciones del autor. Por lo mismo, la poesía de Gelman no cae en un solo gusto, no encaja en una misma lectura. Lo que en un libro o en unos versos figura como sugerencia o esbozo, en otros poemarios se despliega sin concesiones, radical y consciente de sus riesgos. No me refiero de manera exclusiva a la utilización de las barras y a ese discurso entrecortado que refiere Evodio Escalante en el prólogo a En el hoy y mañana y ayer, o a la recurrencia de neologismos y efectos fonéticos, o a la presencia indiscutible del dolor, a la pérdida, al exilio, a la dimensión de lo sagrado que, anota Eduardo Milán —en Pesar todo—, es «la dimensión de la sobrevida o del sobreviviente» y de allí a la búsqueda de «las dimensiones olvidadas de la lengua en Dibaxu (1985)», porque, aunque están presentes tales rasgos, es innegable, no siempre usó Gelman las barras ni siempre fue un discurso de tajos, ni vivió siempre en el exilio, aunque tal vez la noción de la mudanza sí haya estado en el sentido de pertenencia e identidad del poeta por su propia biografía familiar, por su estrecha convivencia con el ruso y los recuerdos de una geografía paterna, por la sombra histórica del judío errante. Dejo de lado la infancia, el juego, también la carga política que pueda influir en la lectura de su obra, o el peso de lo ético sobre lo estético. Hallo en la poesía de Juan una recurrencia de fondo y un humor sutil para tragarla, para enfrentar la derrota: «Nunca fui dueño de mis cenizas, mis versos, / rostros oscuros los escriben como tirar contra la muerte» («Arte poética»); «a gelmanear a gelmanear les digo / a conocer a los más bellos / los que vencieron con su derrota» («Héroes», en Cólera buey, 1962-1968).
     El mito de Prometeo resuena en esa declaración gelmaneana donde la «tristumbre» adquiere sentido y carta de naturalización por lo vivido, pero sobre todo por la ausencia, por los ancestros y los nietos, los hijos y los sueños, por la condición humana, por un dios desmemoriado, por los desaparecidos, por la lucha y su dolor sin frutos: «Alma que sólo ves un animal herido al fondo del espejo: cesa ya de jadear» («El espejo»). El héroe (poeta) está consciente —como lo advertía Thomas Carlyle— de su heroísmo en la derrota, de su lucha sorda e inútil, pero al fin lucha en medio de la nada, de la muerte. Como lo expresa en su poema «Babas»: escriben papeles que nadie alcanza a ver. Gelman no encaja en el héroe-poeta de Carlyle representado por la figura de Dante, triunfal en su emergencia del Infierno (del poema), donde salva y condena, según sus filias y fobias políticas, donde el florentino se advierte al lado de los grandes genios literarios.
     Gelman, por el contrario, se visualiza como sobreviviente, como el personaje sujeto a la roca de la memoria embestido por los recuerdos y los nombres, los rostros anónimos, el pájaro libertario y la rama de lenguaje rota, la palabra que lo nombra y que lo borra al mismo tiempo. La inutilidad del nacer, pero más del morir, el caer estentóreamente en el silencio absoluto, el que duele en carne viva, con dos filos: la memoria del dolor y el dolor de la memoria. La derrota está en el nombrar, en el decir lo que es pero ya no es, en el pronunciar la palabra pájaro para decir libertad y dejar un hueco en la palabra, un silencio que exige otra palabra para denominar el deseo, para hacer la luz.
     «Cómo sabe Andrea que la poesía no tiene / cuerpo, no tiene corazón y / en su hálito de niña pasa o puede pasar / y habla de lo que siempre no habla / […] / Un día sabrá que existieron como ella misma, / entre lo imaginario y lo real. / ¡Ah, vida, qué mañana / cuando termines de escribir!» («¿Cómo?»).
     La poesía de Gelman está sembrada de símbolos que transmiten un mensaje, que transportan una ofrenda, que refieren un juego de voces del pasado que no cesan de trinar, de aletear, de volar. Toda su obra está poblada y plagada de alas. Aves de todos los colores y estaciones, de todos los estados de ánimos. La ética de Gelman, su ideología, se vuelca en un misticismo sui generis, en una abierta admiración por los místicos, pero al mismo tiempo en el descreimiento de sus alcances, de sus encuentros con la divinidad y su metafísica. A su manera, Gelman acude a estos ejercicios ascendentes a través de la palabra para extasiarse, para salir fuera de sí y contemplar, si no a Dios, sí a la belleza de la creación, al amor de ser, al amor por el ser.
     Y de una gran hermosura gozan sus versos en Notas y comentarios, lo mismo que en Dibaxu. No «le ganó la tenurita», como escribe Evodio Escalante, sino la soledad, el descubrimiento del solo que dialoga consigo y sus pesares, que indaga más allá de sí. Como lo había ya hecho en Los poemas de Sydney West (1968-1969) en Argentina y lo hizo más tarde en Com/posiciones (1984-1985) en el exilio francés, en los que nos ofrece huellas de otros mundos, testimonios de vidas sometidas al olvido. Arquetipos, diría, pensando en Jung. La imaginación del poeta revive acontecimientos y nombres no pronunciados, sólo dichos por otros poetas y sabios que se revelan en la escritura apócrifa. Puede ser la impronta de Gallagher Bentham o las preguntas de Sammy McCoy en un Lejano Oeste, o la carnalidad del misterio que envuelven los rollos del Mar Muerto. Juan desentierra la memoria para llegar a la misma conclusión que Ramprasad: «cuando la Muerte te haga prisionero / tu casa / ¿de qué te servirá?». Mientras tanto, para quien lee esta sencilla reflexión, el poema funge como el ave que trae una ramita de olivo hasta el arca de Noé como señal de que hay tierra firme, de salvación, de continuidad de la vida.
     Gelman, como casi todos los poetas, vuelve al punto de partida donde lo estremecieron las incertidumbres y comenzó a ser lo que era, lo que sería, lo que es, lo que fue. «En mi corazón se agitan pájaros que en él sembraste / […] / Pero no puede ser. Porque estás en mí, tan viva en mí, que si me muero a ti te moriría». (De Violín y otras cuestiones, 1956). Convicción no es dogma, sino deseo, y el poeta ya en su madurez exclama: «El día que el corazón aprenda a leer y a escribir / se verán grandes cosas / […] / será un gran día, encontrarán / la palabra que se perdió / hace millones de dolores. / Véase lo que pasa: / el día que vino y se fue / será un gran día». («El menos pensado», en País que fue será). En los escombros del idioma, en los vestigios de la civilización, en el subsuelo del habla, en fosas comunes de la humanidad, en el exilio de algún paraíso o de algún infierno, en el pío-pío del tío Juan que gusta de cantar desde la fosa, en las pisadas sobre el agua de un sueño paterno o de un abuelo que amarró una carta a la pata de un pájaro que voló de país en país buscando el cielo, Gelman lee con esa voz que aspira la derrota y nos hace escuchar el ritmo, sí entrecortado, sí difícil, sí doliente, sí incrédulo de las palabras, sí mordaz, sí, a Pesar todo.

lunes, 16 de junio de 2014

De cómo el alba llegó a Valencia

15/Junio/2014
Confabulario
Emiliano Delgadillo Martínez

No habrá ningún alivio para los que olvidaron que eran hombres
Emilio Prados

El pasado 5 de junio se inauguró la exposición “Efraín Huerta: un poeta del alba, cien años”, en la Galería Luis Cardoza y Aragón del Centro Cultural Bella Época, en la ciudad de México. Allí se exhibe un ejemplar de la revista valenciana Nueva Cultura que contiene el poema “Los hombres del alba” de Efraín Huerta. Hasta la fecha desconocíamos que este poema —uno de los más celebrados por sus lectores— había sido publicado por separado y previamente. El subtítulo del ejemplar dice: “Bajo el signo de México”, y corresponde al número dedicado a nuestro país (triple número, junio-julio-agosto, 1937). En el editorial leemos:

“Bajo el signo de México, la gran nación hermana de América, aparece este número extraordinario de Nueva Cultura.
“Hombres representativos del México de hoy —animado de un magnífico espíritu de creación—, descendientes del México milenario, descendientes también de nuestra vieja NUEVA ESPAÑA rinden en nuestras páginas homenaje fervoroso y cordial a esta ESPAÑA NUEVA que nuestro pueblo está forjando con heroísmo y abnegación que habrán de resultar históricamente ejemplares [...]
“Hoy queremos subrayar solamente, de manera específica, nuestro reconocimiento entrañable al pueblo mejicano que con tan fina sensibilidad civil ha sabido captar el hondo significado de nuestra lucha, lanzando a los cuatro vientos el grito de solidaridad y proclamando con decisión ante los círculos diplomáticos de la vieja Europa el único camino a seguir frente a la amenaza universal del fascismo [...]”

La revista Nueva Cultura decidió publicar una parte sustancial de los materiales literarios y artísticos de los delegados mexicanos que asistieron al Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, celebrado en Valencia, Madrid, Barcelona y París: Octavio Paz, Carlos Pellicer, José Mancisidor, Silvestre Revueltas y Juan de la Cabada conformaban la delegación mexicana. También asistieron José Chávez Morado, Fernando Gamboa, Susana Steel, María Luisa Vera y Elena Garro. No es difícil imaginar que Octavio Paz llevaba entre sus papeles el poema de su amigo, y quizás alguno más: ¿“La traición general”, “Declaración de odio”, “Ellos están aquí”?

A la historia del poema en Valencia le antecede otra historia de la que tampoco teníamos noticia: un momentáneo extravío del poema. Gracias a la investigación de Cynthia Briones (El testimonio histórico en la vida y la producción intelectual de Efraín Huerta, 1914-1982, Universidad de Guanajuato, 2012) pude localizar las cartas de Efraín Huerta a Mireya Bravo: “He perdido ‘Los hombres del alba’, poema. Y estoy casi idiotizado por la pérdida. No lograré en mucho tiempo hacer algo mejor. ¿Crees prudente que publique un libro para fin de año?” (foja manuscrita y membretada con el nombre del poeta, sin fecha); “volvía del periódico, triste, sin un céntimo en el bolsillo; pensando, planeando escribir. Arreglé algunos papeles y, de entre un libro sin importancia, ¡surgieron los dos poemas perdidos!: ¡’Aquí están ellos’ y ‘Los hombres del alba’! / ¡Alegría! ¡Alegría! Y a escribirte la gran noticia. Pero me temo que esta semana la pasaré en la miseria” (carta fechada el 16 de junio, sin año).

Debido a que ambas cartas fueron escritas en el mismo tipo de hojas con la rúbrica de Efraín Huerta como membrete, así como a la coincidencia de la caligrafía, y aun de la tinta, podemos afirmar que fueron escritas en un período relativamente corto, hacia junio de 1937 (no puede ser junio del 36 porque para entonces Huerta no trabajaba en ningún periódico; las fechas de composición de los poemas “Los hombres del alba” y “Aquí están ellos”, a su vez, son posteriores al quiebre poético de Huerta: “Declaración de odio”, concluido el 8 de diciembre de 1936). En virtud de que “Los hombres del alba” reapareció en las primeras horas del 16 de junio (“2 de la mañana”), Efraín Huerta pudo entregarle una copia a Octavio Paz, antes de su partida rumbo a Nueva York, en donde se embarcaría hacia Europa. Sin embargo, no sabemos en dónde estaba Octavio Paz el 16 de junio, si en México o en Monterrey (Guillermo Sheridan,en Poeta con paisaje. Ensayos sobre la vida de Octavio Paz, señala por un lado que el “16 de junio continúan en la prensa las discusiones sobre los participantes”, pero por otro añade que, el mismo 16 de junio, El Nacional publicó un anuncio en donde se informa que “hoy saldrán a Europa por vía de Nueva York los delegados”. Para complicar más el asunto, apunta que Octavio Paz y la delegación mexicana arribaron “a Monterrey el 15 de junio, y a Nueva York el 21”). Es posible asimismo que Huerta se lo haya enviado a Paz en una misiva ansiosa de hallar a su destinatario. Sea como fuere, “Los hombres del alba” llegó a España y apareció finalmente en la revista valenciana Nueva Cultura en el número dedicado a México, al lado de la “Elegía a Simón Bolívar” de Carlos Pellicer.

No está de más recordar que a Rafael Alberti, a Serrano Plaja y a Neruda “no les pareció que ninguno de los escritores de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR) fuese realmente representativo de la literatura mexicana de esos días” de modo que, como nos cuenta Octavio Paz en Itinerario, invitaron finalmente “a un poeta conocido y a uno joven, ambos amigos de la causa y ambos sin partido: Carlos Pellicer y yo”. Además, Octavio Paz fue invitado a Valencia porque para entonces ya era un gran poeta: su poema de protesta “¡No pasarán! ” había causado cierto revuelo internacional, sobre todo por aparecer al comienzo de la Guerra Civil. Para enero de 1937, Paz terminó de imprimir el magnífico cuadernillo Raíz del hombre, libro que no dudó en enviar a diversos escritores, entre quienes se encontraba, precisamente, Pablo Neruda. Efraín Huerta estuvo a punto de asistir al Congreso, aun sin invitación. En carta a Mireya Bravo del 21 de mayo de 1937, leemos: “Económicamente, estoy muy mal; indeciso en varias cosas, como la de la ida a España. ¡Ese Neruda es desesperante!” (tres fojas manuscritas, 20 y 21 de mayo de 1937). No sabemos si finalmente hubo alguna respuesta. En todo caso, la invitación que sí llegó fue la de Octavio Paz, aunque en realidad sufrió un periplo: Paz estaba en Yucatán y el cubano Juan Marinello, “el encargado de estos asuntos en la LEAR”, le había mandado la invitación por barco para que no llegara a tiempo. Aun sabiendo que podía costarle el viaje a Valencia, Huerta encontró la manera de avisarle a Paz que estaba invitado al Congreso. Gracias a ello, Octavio Paz y Carlos Pellicer pudieron asistir. Aunque en las vísperas de la partida, Huerta sigue apareciendo como asistente de la LEAR al Congreso, en las cartas de esas fechas no hay mención del asunto, salvo la del “Neruda desesperante”, por lo menos en las que he consultado. No dejo de preguntarme si José Mancisidor habrá castigado a Efraín Huerta por provocar que su amigo Octavio Paz —señalado por los “duros” de la izquierda como trotskista— fuera finalmente uno de los representantes en Valencia. Que el excelente poema “Los hombres del alba”, después de su extravío desasosegante, haya visto la luz en la España en guerra, debemos entenderlo como el humilde agradecimiento de Octavio Paz al gesto de Efraín Huerta. (La versión de “Los hombres del alba” de Nueva Cultura, por cierto, solamente difiere de la versión de Géminis de 1944 en mínimos cambios ortográficos. En la nota al pie de su firma leemos: “Joven poeta mexicano, militante de la LEAR y de la JSU. Forma parte de la última generación de poetas mexicanos conmovidos por lo social”.) Si el viaje de Paz a España fue crucial en su trayectoria poética e intelectual, el poema de Huerta tiene una mínima participación en el asunto.

Mientras se formaba el triple número de la revista Nueva Cultura, a principios de agosto de 1937, Octavio Paz leyó su “Noticia de la poesía mexicana contemporánea” (publicada en el tomo XIII de sus Obras completas) en el Ateneo Popular de Valencia (o Casa de la Cultura). Al final, Paz dijo: “Los poemas que voy a leer a continuación representan la evolución poética de mi generación; en ellos, con las inevitables limitaciones de mi voz, podéis contemplar el proceso de la juventud que nace a la vida de mi país”. En realidad no sabemos qué poemas leyó Octavio Paz pero quiero pensar que uno de ellos fue, en definitiva, “Los hombres del alba”, como fiel ejemplo de lo que había explicado allí mismo en su “Noticia”: “Si la generación anterior a la nuestra pretendió y obtuvo un hombre desdichada y cruelmente fragmentado, roto, nosotros anhelamos un hombre que, de su propia ceniza, revolucionariamente, de su propia angustia, renazca cada día más vivo, más iluminadamente angustiado”. Así lo leemos en el poema de Huerta: “Sé que ellos construyen con sus huesos / un sereno monumento a la angustia”.

Continúa Paz su reflexión: “Pretendemos plantear, poéticamente, es decir humanamente, con todas sus consecuencias, el drama del hombre de hoy, ignorantes si ese drama es el mismo de hace siglos, pero seguros del sentido salvador de ese drama, seguros de nuestra fidelidad al destino, a nuestro destino”. Este es el corazón de la idea de “Los hombres del alba”, en donde los hombres de hoy son retratados en el seno de su tragedia:

Y después, aquí, en el oscuro seno del río más oscuro,
en lo más hondo y verde de la vieja ciudad,
estos hombres tatuados: ojos como diamantes,
bruscas bocas de odio más insomnio,
algunas rosas o azucenas en las manos
y una desesperante ráfaga de sudor…

pero iluminados siempre por el mito auroral: el nuevo día en que la tragedia deje de ser tragedia por el curso “natural” de la historia. Para Efraín Huerta, como para Paz, los hombres de hoy renacerán y se levantarán como los hombres del mañana porque:

Ellos hablan del día. Del día,
que no les pertenece, en que no se pertenecen,
en que son más esclavos; del día,
en que no hay más camino
que un prolongado silencio
o una definitiva rebelión.

Que el poema “Los hombres del alba” se haya publicado en Nueva Cultura es más que significativo, tanto por el desconocido lazo entre el poema y la península en guerra, como por el sincero mensaje de admiración y de solidaridad que recibieron los poetas de “la España leal”, para decirlo con Paz, muchos de los cuales, todavía sin saberlo, iban a ser colaboradores de Taller. ¿Alguien habrá celebrado el poema? ¿Alguien lo habrá repetido en el frente? Si alguno de los mencionados por Huerta en su estridente poema “La traición general” llegó a leer “Los hombres del alba” debió de darse cuenta de que ese “joven poeta mexicano”, verdaderamente desconocido para ellos, no sólo los tenía presentes, sino que los conocía y los admiraba, pues Huerta había leído apasionadamente sus publicaciones: Octubre, Hoja literaria, Caballo Verde para la Poesía, Hora de España:

Alberti, Pla y Beltrán, Manuel Altolaguirre,
Gil-Albert, Rosa Chacel, Raúl González Tuñón,
Serrano Plaja y otros notifican al mundo
que la sangre es autora de las albas perfectas.
(“La traición general”)

Los versos de “Los hombres del alba” están hermanados con los de la poesía de este grupo, no sólo porque para entonces Huerta ya tenía parcialmente leída la obra de los poetas mencionados, sino porque junto con ellos Huerta confluía en la estética de la experiencia poética. Todos ellos debieron de leer como sentido homenaje a Raúl González Tuñón el último verso de “Los hombres del alba”: “y el corazón blindado”.

La prosa de Efraín Huerta: Los caprichos de la posteridad

15/Junio/2014
Confabulario
Carlos Ulises Mata

Es por lo menos llamativo que hayamos tenido que esperar la llegada del centenario de Efraín Huerta para comenzar a asomarnos al conocimiento de su abundantísima obra en prosa.

Es cierto que el avistamiento de ese continente oculto de la geografía literaria de Efraín Huerta ni ha sido absoluto ni comenzó apenas en 2014. Conocíamos de él los relieves puestos a la vista por su propio autor, en las compilaciones que de su prosa hizo él mismo —Textos profanos (UNAM, 1978) y Prólogos (UNAM, 1981)—, dos cuadernillos que suman apenas 31 textos y 152 páginas. Habíamos visitado nueve de sus islotes, en la compilación que Mónica Mansour hizo de unas presentaciones de 1964 y 1965 en Aquellas conferencias, aquellas charlas (UNAM, 1983). Teníamos esporádica noticia sobre su variedad, gracias a la reproducción facsimilar que la misma Mansour hizo de artículos, columnas y entrevistas aparecidas en decenas de periódicos y revistas (de cuya pertenencia daba cuenta las credenciales de Huerta como “colaborador” y “redactor”), en Efraín Huerta: Absoluto amor (Gobierno de Guanajuato, 1984). Nos habíamos prendado de los afilados perfiles —por momentos cortantes; de golpe, tiernos— de las 101 crónicas recogidas por Guillermo Sheridan en Aurora roja (UNAM-CELL, Pecata Minuta, 2006). Y al fin, habíamos ingresado a una de sus más extensas provincias al leer los 127 artículos de asunto cinematográfico reunidos por Alejandro García en los dos tomos de Close-up (La Rana-Universidad de Guanajuato, 2010).

Sin embargo, ni siquiera la acumulación de esos seis títulos y sus 1,200 páginas de prosa efrainiana (contadas gruesamente, sin restar las que ocupan las notas, prólogos y otros paratextos que las acompañan) han sido suficientes para componer un mirador estable sobre la dimensión, la variedad, la ubicación exacta, la vigencia y la calidad de las piezas que forman el continente oculto cuyos perfiles tratamos de dibujar. Ocurre entonces un fenómeno elocuente: le pide uno a casi cualquier buen conocedor de literatura mexicana que cite el título de un artículo memorable o de un libro de prosa de Huerta y, casi invariablemente, el conocedor confiesa no poder nombrar ninguno.

La explicación de ese desconocimiento está hecha de varias razones, entre las cuales una es la principal: Efraín Huerta no escribió un solo libro deliberado de prosa, aunque a lo largo de cincuenta años redactó una cifra de escritos con los que se podrían formar una decena o más. Una razón derivada de esta es que la mayoría de esos escritos, si no es que casi todos, tuvieron como destino principal las páginas de una cantidad aún no establecida de periódicos, revistas, suplementos culturales, secciones de opinión, y boletines publicados en la ciudad de México principalmente, así como en Mérida, Morelia, La Habana, Managua, Jalapa y otras ciudades, y que tras su lectura del día, la semana o el mes correspondiente, pasaron a empolvarse en esos archivos de la memoria postergada que son las hemerotecas.

Sumadas a esas dos razones hay otras más que han concurrido para que se siga identificando a Efraín Huerta solamente como el autor de una extraordinaria obra poética, dejando de lado que fue también un extraordinario y caudaloso periodista; que fue también un apasionado y riguroso crítico de cine en todas sus categorías problemáticas; que fue también un lector de alcances vastísimos y un comentador muy original de libros y asuntos literarios; y, al fin, que fue también un activo polemista que promovió y defendió por escrito sus creencias políticas y sus convicciones literarias y éticas en artículos periodísticos, en ensayos unitarios, en proclamas circunstanciales y en mítines.

Revisemos una de esas razones, atribuible por entero al propio Huerta. La posteridad de un escritor tiene como su principal agente de configuración al escritor mismo y, aceptando esto, es claro que Efraín Huerta no hizo demasiado para que la suya lo reconociera también como prosista. Para empezar, Huerta no se ocupó de reunir en libros los escritos prosísticos que juzgaba dignos de perduración o simplemente le gustaban. Como se dijo arriba, sólo preparó tres compilaciones, una de las cuales —Aquellas conferencias, aquellas charlas— ni siquiera vio impresa, con todo y que la tenía lista desde 1971, cuando entregó dos de sus capítulos a las páginas de El Heraldo Cultural. Según le contó a Beatriz Reyes Nevares en una entrevista (Siempre…!, núm. 1300, 24 de mayo de 1978), el inexplicable desinterés de cierto editor contribuyó a esa postergación:

—Por último, Efraín: ¿No piensas en la edición de un libro de prosa, en que se podrían reunir algunas de tus crónicas de periódico?

—Sí, sí lo he pensado. Hace poco, quise reunir cuatro conferencias que dicté en el Instituto Hispanomexicano (calles de Tabasco). Eran sobre la novela, el cuento, el teatro y la poesía en nuestro país. En total, son algo así como ciento y pico de cuartillas. Le propuse los textos a un editor joven —relativamente joven—, pero no me tomó en serio. Poco después supe que tampoco como poeta me tomaba en serio […] / ¿Las columnas? —agrega Efraín—. Las que escribí durante años en El Popular (El hombre de la esquina, Las paredes oyen y muchas más), eran esencialmente políticas, antialmazanistas y antisinarquistas. […] Recoger todo aquello significaría una hazaña de hemeroteca. Me gustaría, en cambio, registrar en un volumen modesto mi sección Libros y antilibros, que escribo para El Día cada domingo, en El Gallo Ilustrado, desde agosto de 1975. Bueno, a ver si hay tiempo y Diosito me da licencia.

Las conferencias, ya se ve, se publicaron de manera póstuma y no fue mejor la suerte de los escritos reunidos en las dos compilaciones que Huerta sí vio circular. La adversidad primordial procedía de haber sido publicadas ambas en la UNAM, de deficiente circulación (Huerta mismo, al hablar de unos libros de Jaime Sabines y de Rosario Castellanos publicados por esa institución al inicio de los años sesenta, anticipó sin saberlo el destino que tuvieron los suyos: “Lo que duele es que el libro de Sabines, Recuento de poemas, y el de Chayito, fueron editados por la honorable Universidad Nacional Autónoma de México y su circulación ha sido absoluta y totalmente nula”, según dice en Aquellas conferencias…, p. 55. Al margen hay que decir que es curioso y hasta divertido que el desahogo de Efraín aparezca en un libro editado, sí, por la UNAM), de la ausencia de reseñas críticas que discutieran su valor y (otra vez) de la desinteresada actitud de Huerta para continuar con el rescate de su prosa, como se muestra en las respuestas que le dio a Ambra Polidori, en una entrevista publicada pocos meses después de la aparición de Textos profanos (unomásuno, 25 de mayo de 1979):

—Don Efraín, ¿qué nos dice de la crítica que se ha hecho a Textos profanos?

—Muy buenas notas, en general, pero unas demasiado solemnes, como si yo hubiera escrito algo así como un Apocalipsis. En general, comentarios muy generosos.

—¿Y cómo va su recolección de textos, “cuentos y algo peor” (como cita en su libro) para preparar otro volumen profano?

—No va. Recolectar textos impresos o conferencias equivaldría a realizar un trabajo monstruoso y no tendría tiempo ni para prepararme un jaibol. Pero algo se hará.

Otra razón que debe revisarse se asocia con el destino de las compilaciones elaboradas y publicadas tras la muerte de Huerta en 1982, en las que, por contraste, la suerte editorial y crítica de su prosa deja de estar en las manos de su autor y pasa a la de quienes intervinieron en el rescate de ese legado. La primera de ellas, ya mencionada con título abreviado, fue Aurora roja. Crónicas juveniles en tiempos de Lázaro Cárdenas (1936-1939), recopilada por el equipo que sustenta el “Proyecto para la documentación de la literatura mexicana” con sede en el Centro de Estudios Literarios del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM y editada por Guillermo Sheridan, cuya elaboración se vio rodeada de un desacuerdo entre este y la familia del poeta, que no autorizó su publicación (iba a aparecer en Ediciones Era). Precedida por un riguroso y nada halagador prólogo de Sheridan y acompañada por 683 notas, Aurora roja se vio destinada a aparecer en “una edición no venal de la que se imprimen cincuenta ejemplares fuera de comercio, destinados exclusivamente a bibliotecas públicas”, según reza la nota informativa inscrita en su página legal. El efecto no podía ser otro: los escritos ahí reunidos han sido citados en tesis y ensayos académicos, pero no se han leído con la abundancia y la ausencia de filtros polémicos deformantes que su calidad amerita.

Un caso similar, aunque por otra razón, es el de los escritos reunidos en Close-up por Alejandro García, con la ayuda de Evelin Tapia. Orientados por un loable propósito de rescate hemerográfico, los investigadores recogieron una parte importante de las colaboraciones sobre cine que Huerta publicó entre abril de 1947 y agosto de 1952 en El Nacional, sin aplicar un criterio de legibilidad, sino organizándolas en apartados temáticos muy específicos, con el doble efecto no buscado, primero, de presentar textos muy buenos en alternancia con otros de calidad mediana (por el compromiso periodístico respecto del cual fueron escritos, por su anclaje en circunstancias y discusiones pasajeras, olvidadas o intrascendentes) y, segundo, de crear en el lector la impresión de que Huerta desarrollaba los temas fílmicos mediante un enfoque de compartimentos estancos (lo que nunca fue así). Compilación sin duda valiosa, por su primacía y porque nos provee de decenas de escritos impecables, Close-up, sin embargo, se ha leído poquísimo, sobre todo por dos razones: porque la edición original constó de sólo 500 ejemplares, repartidos para su distribución y venta entre la Universidad de Guanajuato y el Instituto Estatal de Cultura (que ya agotó sus 250 ejemplares) y porque la distribución de ambas se concentra en el ámbito regional.

Hecho este recorrido, acaso puede decirse ya que la prosa de Efraín Huerta ha padecido los azarosos efectos de una posteridad —la suya— encaprichada en hacerlo prevalecer sólo como poeta y en postergar su conocimiento como prosista copioso y de muy diversos registros cualitativos.

En una entrada de su artículo “Suplemento de 1982 al ‘Esquema para un diccionario (abreviado) de la poesía de Efraín Huerta’” (Proceso, 17 de abril de 1982), José Emilio Pacheco señalaba uno de los valores de la prosa efrainiana y describía un panorama no demasiado diferente al de este 2014 de su primer centenario natal, concretamente en lo que se refiere a la proporción que se ha rescatado de su escritura no poética. Observó JEP:

“Huerta no pensó mucho en el sitio que le reservaría el impredecible hit-parade de los muertos. Al despreocuparse por lo que aún seguimos llamando ‘posteridad’, no escribió memorias. Tal vez podrían entretejerse con los recuerdos, imágenes y estampas que dejó aquí y allá a lo largo de su inmensa labor en prosa. Prosa que él llamaba ‘ligera’, análoga a lo que en inglés se designa como light poetry, y que, por cierto, sólo en mínima parte se halla recopilada: Textos profanos (1978) y Prólogos (1981)”.

Escrito ese agudo párrafo hace 32 años ya, dos meses después del fallecimiento del poeta nacido en Silao, hay sin embargo dos cosas que sí han cambiado desde entonces. La primera es que hoy sabemos con más precisión lo que ignoramos y, por tanto, lo que debemos investigar a propósito de la prosa de Huerta: cuántos artículos y en dónde los publicó, en qué estado se encuentran, cuáles conservan vigencia y cuáles ameritan republicarse. Y la segunda, surgida bajo el impulso auspicioso del centenario, es que ahora mismo esa prosa se está tomando “en serio” y es objeto de un justificado interés editorial: el FCE puso a circular El otro Efraín. Antología prosística con 176 textos, que me encargó editar; La Rana y la Universidad de Guanajuato publicarán en agosto Canción del alba, compilación en dos tomos seleccionada por Raquel Huerta-Nava, quien preparó también la antología Efraín Huerta en El Gallo Ilustrado, que editará Planeta; Sergio Ugalde y Ernesto Mendoza tienen una investigación en proceso sobre los artículos publicados por Huerta en El Popular entre abril de 1940 y enero de 1942, en plena guerra mundial, en su columna El hombre de la esquina.

En una palabra: situados frente al continente de su obra en prosa, contamos con un mirador más firme y elevado desde el cual —no obstante estar rodeado aún por la sombra de varias ignorancias— podemos comenzar a reconocer la ingente dimensión, la gran profundidad y las múltiples formas de sus zonas sumergidas.

Sabiduría cómica de Efraín

15/Junio/2014
Confabulario
José Montelongo

Para saber que en cada poeta hay muchos poetas no hace falta llamarse Fernando Pessoa. De una etapa a la otra, de un libro al siguiente, los poetas cambian y a ninguno se le va a exigir que permanezca igual a su retrato. Dentro de un mismo poemario (pienso, por ejemplo, en los sonetos de Homero en Cuernavaca) admitimos que haya poemas graves y melancólicos al lado de otros burlescos y lúdicos. Con todo, no deja de sorprender un viraje como el de Efraín Huerta. Sorprende que tras publicar durante cuatro décadas un cierto tipo de poemas que no cabe calificar de jocosos, en los años setenta encuentre dentro de sí la vena cómica. En su bien perpetrado prólogo a Los hombres del alba (1944), Rafael Solana había escrito: “Efraín Huerta carece por completo de sentido del humor; es el más duro, el más inflexible, el más sin sonrisa de todos nuestros poetas”. No era reproche sino descripción, y agregaba que Huerta descollaba en ese libro como un poeta “de vigorosa personalidad, de exquisita pureza, de novedad sorprendente”. ¿Quién iba a decir que hoy se le recordaría más por sus poemínimos, esa poesía epigramática y coloquial, alburera y desparpajada, que por sus declaraciones de amor y odio, sus cantos de abandono, sus muchachas ebrias y su airada poesía política?

David Huerta afirma que “los poemas de la última época son una admirable explosión jovial —no por festiva menos amarga, en ocasiones autoescarnecedora—, una saludable muestra de desenfado y desmadre, una lección de frescura y ardiente ironía”. Autoescarnecedora, esta es la cualidad que me intriga, como me intriga también ese desplazamiento tardío hacia la poesía cómica. El poeta, que rondaba los sesenta años, observa su propia decadencia física, la disminución de sus reservas eróticas, sus lances donjuanescos fracasados y, en lugar de lamentarlo u ocultarlo, se ríe. Parodiando una canción popular que hablaba de un ocupadísimo calendario amoroso, del que solo se descansa en domingo, Huerta escribe “Mansa hipérbole”:

Los lunes, miércoles y viernes
Soy un indigente sexual;
Lo mismo que los martes,
Los jueves y los sábados.
Los domingos descanso.

En este poema del antidonjuán o, mejor, del donjuán envejecido, el remate no es una excepción sino un aumentativo: entre semana, no, y los domingos, menos. El tiempo no pasa en balde y Eros va olvidando el domicilio de quien fuera asiduo casanova. Si la poesía amorosa abarca toda la gama del juego erótico —deslumbramiento, seducción, celos, desengaño, endiosamiento de la amada o el amado, y un larguísimo etcétera—, pocas veces suele detenerse en la disminución del ímpetu sexual. Dice Huerta en un poemínimo que alude al poder de la prensa:

Lo de menos
Es que sea
El cuarto poder

Lo que importa
Es poder
En el cuarto

Y en este otro, titulado “Por Supuesto”, declara con resignación:

Algún
Día
Ya no
Funcionarán
Mis luces
Ereccionales.

La anomalía de extraer un chiste a costa de la propia vejez, la extrañeza de hacer mofa de algo que socava el ego de una manera tan cruda como el inminente declive de la potencia sexual, podría iluminarse evocando la teoría de Freud sobre el humor. Antes de recurrir a ella, sin embargo, abro un paréntesis para explicar por qué vale inmiscuir a Freud en este asunto, puesto que no hay que llamarlo a comparecer nada más porque este o aquel poema hablan de sexo.

Sentado sobre el diván del psicoanalista, con la esperanza de aliviar un poco sus malestares anímicos, el paciente escucha a su doctor. “Look”, dice el psicoanalista. “Making you happy is out of the question, but I can give you a very compelling narrative of your misery”. Este psicoanalista habla en inglés porque no es un tipo de carne y hueso sino una caricatura aparecida en The New Yorker. “Mire usted, hacerlo feliz, eso es imposible, pero puedo ofrecerle un relato muy convincente de su desgracia”. Aunque me agrada la caricatura porque le tira a los psicoanalistas, me interesa más porque insinúa la utilidad de las teorías de Freud en la crítica literaria: no estamos discutiendo la validez científica ni el valor terapéutico del psicoanálisis, estamos reconociendo la adaptabilidad de las categorías propuestas por Freud como claves interpretativas. Fenómenos culturales y experiencias personales se pueden leer —de hecho se leen continuamente, aun sin conocer una sola página de Freud— como actualizaciones de las metáforas y los relatos maestros ideados por el padre del psicoanálisis. Los esquemas de Freud nos sirven para leer en la medida en que han servido para leernos.

En un libro de 1905, El chiste y su relación con lo inconsciente, Freud se propone averiguar la conexión del chiste con nuestros estados anímicos. Dentro del modelo de fuerzas encontradas —metáfora hidráulica del comportamiento de la mente— donde las pulsiones se sumergen, chocan y emergen con resultados que van de la neurosis a la sublimación, ¿cuál es la función de ese acontecimiento anímico que es el chiste? Bajo la máscara de un chiste somos capaces de arremeter contra personas o instituciones cuya actuación impone en la psique algún tipo de represión, y de esa manera compensamos un poco la pérdida que comporta el impulso coartado. El placer de un chiste que socava un poder ajeno o una autoridad externa —y en esto que agrega Freud como de pasada está la clave para nuestro asunto— es menor en comparación con el que se obtiene de golpear mediante el humor un obstáculo interno.

Derribar mediante la risa una imagen disminuida del ego, como en los poemas de Huerta, vendría a ser más liberador para la psique que burlarse de los malévolos poderes fácticos. El humor que se dirige contra uno mismo implica colocarse por encima del propio ego. En el caso de Huerta implica distanciarse de manera que, en vez de proteger con discreción o simulación la realidad del declive físico, uno se atreve a reírse de aquel sujeto entrado en años y en achaques cuya imagen nos sonríe desde el espejo. En los poemínimos que tornan cómica la frustración sexual, escuchamos la voz de un hombre que mira acercarse la disminución del deseo y el fin de sus aventuras eróticas, y aun así canta con desparpajo los apetitos de la carne.

El filósofo británico Simon Critchley nos dirige hacia otro texto de Freud, veinte años posterior al famoso libro sobre los chistes, donde el super-ego es descrito por primera vez bajo una luz positiva. En la conferencia titulada simplemente “El humor”, Freud constata que el super-ego ha aparecido en otras instancias como un “severo amo”, una interiorización de la autoridad paterna. El texto de 1927 es notable porque el humor aparece como actividad de un super-ego que ya no es hostil ni lacerante; es la voz que dice al ego, en palabras de Freud: “¡Mira! ¡He aquí al mundo que tan peligroso parecía! No es sino un juego de niños, digno de que hagamos bromas sobre él”.

Se trata de un super-ego, puntualiza Critchley, “que se ha sometido a lo que podríamos llamar ‘maduración’, que viene de aprender a reírse de uno mismo, de encontrarse ridículo a uno mismo”. Si el super-ego antes del proceso de maduración es la voz interiorizada del padre que prohíbe y recrimina, después de alcanzado su desarrollo, dice Critchely, es el padre que conforta o, mejor aún, el niño que se ha convertido en padre: más sabio y más agudo, si bien ligeramente desencantado. Los poemas en que Huerta ha alcanzado esta suerte de sabiduría cómica carecen de la pasión intemperante con que descargaba su admiración y su odio en la obra juvenil; inevitablemente, lo que se gana en flexibilidad se pierde en firmeza. En este sentido la edad propia del humor es la vejez, mientras que de la juventud son el idealismo y la intransigencia. Ante el celo juvenil de perfección, el humor que relativiza los males cabría ser menospreciado como una actitud vil, conformista, trivializante. Un niño que ríe frente a la fatalidad y la tragedia es anómalo por necesidad: o bien padece un cinismo precoz, una capacidad de desengaño que por su edad no le corresponde todavía, o bien posee una sabiduría muy superior a sus años. El humor del viejo, sin embargo, no implica la corrosión de sus ideales, sino una distancia comprensiva, un asumir al mundo, y a sí mismo, con todo y su bagaje de miserias.

“Aunque mayor por su edad”, escribe el crítico peruano José Miguel Oviedo, “Huerta es en su obra jovencísimo: todavía un fauno perturbado por el fragante hechizo de la carne, la noche y la fiesta. Es un romántico, pero que sabe —ardiente saber— que es patético serlo ahora, en que ya a nadie (ni a él mismo a veces) le importa su prolongada bohemia”. Si no fuera una declaración admirativa, sería la demolición implacable de un viejo rabo verde que no logra olvidar sus años en la parranda y el burdel. Pero es que la figura del viejo rabo verde posee un aspecto universal: el viejo que sabe bien lo que es el deseo, que probó sus frutos, que gozó uno de los mayores placeres de la vida, y que observa cómo se le escapa todo aquello sin remedio porque la vida misma se le escapa y la decrepitud se apodera de él. Es un figura de suyo patética, un figura paradigmática de la pérdida y la fatalidad, y por eso mismo es notable la operación de tomar distancia y convertirla en una figura cómica.

La posición ideológica de Huerta, en lo esencial, no es distinta en su poesía de contenido político que en los poemínimos; sigue lamentando, entre otras desgracias, que en México los ciudadanos estén indefensos ante los abusos de la autoridad. Este poemínimo se llama “Lo dijo Monsi”:

Lo dramático
Para muchos
Muchísimos
Mexicanos
Es que
En México
No hay
Embajada
De México

Más que un viraje ideológico, el humor en la poesía de Huerta implica una actitud diferente hacia la poesía misma: despreocupación ante la relativa falta de originalidad de los versos paródicos, desenfado para recombinar dichos y voces que pertenecen al dominio coloquial y anónimo, desacralización de la figura del poeta. Los poemínimos de Huerta se inscriben en una antigua tradición de poesía paródica que retoma dichos, refranes, coplas, lemas y otras frases hechas, transmitidos sobre todo por tradición oral, y mediante una ligera alteración los transforma de admoniciones o sentencias o eslóganes en objetos de risa. En la literatura mexicana, la obra cómica de Huerta enriquece una práctica que divorcia la poesía de la solemnidad, el sentimentalismo y la revelación. Son poemas que revitalizan el ciclo de contaminaciones entre el habla de la plaza pública y el lenguaje poético.

El personaje que los poemínimos van perfilando es un poeta que se enfrenta con la decadencia física y el declive de sus reservas de libido, y que sin embargo hace mofa de su frustración sexual; en su desparpajo, no le importa empañar y burlarse de su imagen de adicto a los placeres de la noche. Esta mirada humorística que se arroja sobre la propia subjetividad, aun cuando los infortunios que se ridiculizan son determinaciones inescapables, contiene una suerte de sabiduría cómica: una manera de asumir y aceptar la ruta de decadencia física y mortalidad que determina la narrativa de nuestra existencia. El problema de entender nuestra vida, la de cada uno de nosotros, como una suerte de novela, es que tiene un final demasiado predecible: ya sabemos cómo termina, y todas terminan igual. La disminución de facultades, las enfermedades que se acumulan, la humillación crasa de la vejez con sus jorobas, sus incontinencias, sus olores… es un cuento trillado, una historia sabida, que invariablemente va a dar en tragedia. Por eso es interesante observar a un personaje poético que asume las determinaciones —la inevitabilidad del derrumbamiento— y decide verlas desde el punto de vista cómico. El final del relato no cambia, nada cambia, excepto la actitud interior del protagonista, su disposición a reírse de la fatalidad.

Una ciudad llamada Efraín

15/Junio/2014
Confabulario
Yaneth Aguílar Sosa

Sea en su poesía contenida en libros como Los hombres del alba, o en sus mordaces poemínimos, como “Pueblo”, en el que escribió: “Quiubo tú / ¿Todavía / Víboras? / Yo creía / Que ya / Morongas”, o en su prosa periodística, como ocurre en “Ciudades del aire”, publicado en 1937, donde dice: “Sería delicioso cantarle con amor a la ciudad; lo haríamos con el mayor gusto y entusiasmo. Estamos seguros, además, de que algún día tendremos que hacerlo. Pero la hora no ha llegado”, Efraín Huerta recuperó el habla popular de la ciudad de México y el sentir de sus personajes.

Fue un poeta adelantado a su tiempo e incomprendido en su tiempo. Raquel Huerta-Nava, su hija con la poeta Thelma Nava, asegura que cuando Los hombres del alba vio la luz fue calificado de un libro con poesía desagradable porque hablaba de lo que la gente no quería ver: “de los hombres que viven en la calle, de los asesinos, de lo más bajo a lo que puede llegar un ser humano”.

David Huerta, poeta él mismo y el tercero de los hijos que tuvo con su primera esposa, Mireya Bravo, reconoce que la recuperación del habla popular en la poesía de su padre es sólo una parte de su obra, “una zona interesantísima pero perfectamente localizable”; sin embargo, hay muchas otras zonas, porque es un poeta de registros muy variados. “Si fuera pintor tendría una paleta muy amplia: sería dibujante, grabador, muralista, pintor de caballete”.

David dice que Efraín fue un poeta que escribió una poesía muy delicada y “exquisita” en su juventud en libros como Absoluto amor y Línea del alba, pero también una poesía más “tosca” en su extraordinario libro Los hombres del alba, en el que “no recupera precisamente el habla popular, pero sí registra la vida de la gente de la ciudad de una manera implacable”.

Asegura David que Efraín tenía una visión muy ácida y llena de piedad, “pero que no cierra los ojos ante la violencia, la miseria, la descomposición que empieza a estar presente en la ciudad moderna que es la ciudad de México de los años cuarenta. Los hombres del alba es un registro poético de esa ciudad que unos años más tarde también iba a registrar Carlos Fuentes en su novela La región más transparente”.

Incomprendido en su tiempo, Efraín Huerta es hoy uno de los poetas más valorados por las generaciones jóvenes y sus imágenes poéticas suenan muy contemporáneas. Huerta-Nava asegura que la incorporación que su padre del habla popular y de los personajes del pueblo responde a una búsqueda formal: “es una búsqueda técnica de innovación. Pertenecía a una generación de jóvenes revolucionarios que estaban buscando un cambio en un país en el que también se estaba buscando un sentido”.

Cita a Diego Rivera, por ejemplo, quien puso a la gente de la calle, a las personas comunes y corrientes como protagonistas del arte. “Igualmente José Revueltas y Efraín Huerta, en sus respectivas producciones literarias, ponen a las personas más humildes como protagonistas; entonces, es una búsqueda formal totalmente consciente; ninguno de ellos fue humilde ni tuvo una infancia menesterosa; al contrario, todos ellos eran de familias pequeñoburguesas con acceso a la cultura”.

Efraín Huerta fue y es un poeta de registros amplios. Abarcó un sinnúmero de asuntos a lo largo de su vida: las mujeres, las flores, el antifascismo, la política, la literatura, los poetas mexicanos, los poetas de otros países, el cine, la política combativa, la ciudad, la lluvia, los trabajadores, los pordioseros, los choferes, los hombres del alba.

Están en sus versos homenajes a amigos, a poetas, a la gente de a pie, a las calles, avenidas, monumentos y circuitos de la ciudad de México. “Durante una larga época sí recrea el habla popular, lo que Octavio Paz llamaba ‘la afición o el gusto de Efraín Huerta por el lenguaje fuerte’; no nada más el de las malas palabras, el de las groserías, sino el lenguaje a veces tosco de la gente de la calle”, afirma David Huerta.

Raquel Huerta-Nava tiene muy claro que Efraín, su padre, siempre hacía una especie de crónica de sus pasos, la crónica urbana. Lo hizo en Irapuato, luego en la ciudad de México, en el Centro Histórico y en Paseo de la Reforma, en el Circuito Interior y en Polanco, la colonia donde vivió los últimos años de su vida.

“Le gustaba jugar mucho con los propios nombres de las calles como si fueran un adjetivo más, adjetivizar… ‘rubendarianamente’. Se divertía bastante con la geografía literaria de esta colonia. Él desde Los hombres del alba incorpora a los seres marginados de la sociedad en la poesía, los hace protagonistas de la literatura y entre estas innovaciones en la poética también incorpora el habla popular, sobre todo en los poemínimos esto es muy común”, dice Huerta-Nava.

Emiliano Delgadillo Martínez, quien realizó la investigación iconográfica, el prólogo, la cronología y la selección de textos de Efraín Huerta. Iconografía, que acaba de publicar el Fondo de Cultura Económica, reconoce que la incorporación de esos personajes y de la vida de la ciudad no es posterior, sino es muy temprano: “de hecho nace con el Efraín Huerta escritor”.

El estudioso de Efraín Huerta dice que el poeta nacido en 1914 se volvió escritor de la mano de estos personajes y de la mano de esta estética. “El primer texto que le conocemos publicado, hasta el momento, es una columna en prosa que lleva por título ‘Estética de la calle’ y trata de las calles de Irapuato, por un lado para acendrar la parte bella, pero por otro lado para burlarse de algunos elementos de la ciudad”.

Delgadillo Martínez señala que desde un principio la poesía de Efraín estuvo atravesada por lo que se ha venido a llamar los personajes del subsuelo. “Carlos Monsiváis los llama ´los jodidos’ y ‘los proscritos sociales’, son los hombres del alba precisamente, todos aquellos que de una u otra forma viven y sufren el crecimiento de esta ciudad, la movilización que inicio en la década de 1930 y terminó en 1940, y desde un principio están presentes en su obra, quizás al principio más como símbolos y después esos símbolos se fueron particularizando, con nombres y apellidos”.

El autor de Absoluto amor vivió el crecimiento de la ciudad, fue testigo de su transformación y desarrollo, de cómo se fue complicando. David Huerta puntualiza: “Efraín Huerta asiste, a veces un poco extrañado, a esa evolución de la ciudad de México y también escribe sobre estas transformaciones, sobre los camiones, las rutas del metro, sobre el Circuito Interior; toma la frase circuito interior para referirse en realidad al amor; circuito interior porque habla de la vida interior de los seres humanos, habla de sí, ‘del circuito interior en el que ardemos’, dice”.

Raquel Huerta-Nava asegura que la incorporación que hizo Efraín del habla popular y los personajes de la ciudad en su poesía no se ha estudiado lo suficiente. “Hay muy pocas tesis antiguas. Ahora en años recientes hay más jóvenes que se interesan por trabajarlo, pero desde el punto de vista formal de su poesía, de su primer libro Los hombres del alba. Sobre el habla popular y sus poemínimos no he visto trabajos académicos realmente. Creo que falta esa parte porque no le han dado la importancia o no se han fijado en él”.

Efraín Huerta declaró su amor y su odio por la ciudad de México; fue un cronista de la ciudad muy al estilo de Carlos Monsiváis, un poeta que recuperó a los personajes más miserables de esta gran urbe de hierro. En su “Declaración de amor”, se lee: “Ciudad que llevas dentro / mi corazón, mi pena, / la desgracia verdosa / de los hombres del alba, / mil voces descompuestas / por el frío y el hambre. / Ciudad que lloras, mía, / maternal, dolorosa, / bella como camelia / y triste como lágrima, / mírame con tus ojos / de tezontle y granito, / caminar por tus calles / como sombra o neblina. / Soy el llanto invisible / de millares de hombres”.

David Huerta asegura que, en ese sentido, “Efraín es un poeta extraordinario que fue capaz de cambiar, que aprendió muchas cosas, que las puso en ejercicio, que se convirtió en un poeta muy atractivo y muy interesante para la gente; es maravilloso que lo sigan leyendo gente de todas las edades y condiciones”.

domingo, 15 de junio de 2014

Efraín Huerta y los mapas

Junio/2014
Nexos
Juan Manuel Gómez 

Para hacer un retrato de Efraín Huerta (que este mes de junio cumpliría 100 años) habría que tirar un par de lugares comunes que se erigen como un muro a su alrededor y nos impiden ver al verdadero poeta. Para empezar, habría que decir que ese muro, ladrillo a ladrillo, lo construyó él con su manera de ser fácil y jacarandosa, con su risa franca, su afición por el autoescarnio bromista y su generosidad sin límites. Está claro que a mi generación no le tocó conocerlo en persona. El 2 de febrero de 1982, día en que murió, yo contaba apenas con 14 años y no había abierto ningún libro todavía con interés genuino. Seis años después, en cambio, ya en la universidad, uno de los primeros libros que deshojé con fruición y llevé conmigo como un talismán hasta que su sobrecubierta quedó primero deshecha fue el grueso tomo de su poesía completa que Martí Soler editó para el Fondo de Cultura Económica. Es cierto que los poemínimos me divertían, como todo aquello que fuera políticamente incorrecto e incitara a malpensar, pero Los hombres del alba causaron una revolución en mi alma. La “Declaración de odio” a la ciudad de México se volvió mi himno de guerra, con él afilé mi instrumental poético, y “La muchacha ebria” era mi estatuto romántico. Ahora que lo he revisitado no dejo de pensar que a Efraín Huerta le debo todo, cada línea que he escrito (para bien o para mal) se puede leer como un eco tímido de esos versos suyos, poderosos y contundentes. Tengo la impresión, incluso, de que la fuerza de un libro como Los hombres del alba ha impulsado no sólo mi escritura sino la de generaciones enteras. En el espléndido arranque del prólogo a esa edición de la poesía completa, David Huerta retoma una idea de José Emilio Pacheco: “La vasta descendencia de este libro ya es toda una ancha corriente de poesía mexicana; no la única, desde luego, y en ocasiones tampoco la más valiosa —en buena parte porque resulta devorada por una retórica de lo tremendo y de lo visceral que no ha limado sus asperezas en los delicados cristales de muchos poemas de, por ejemplo, Efraín Huerta”. Parece fácil empedrar de lo mundano el camino hacia lo sublime, pero lograrlo es casi un milagro. Es mucho más común caer (sí, caer) en la risotada que elevarse al poema. Detrás de ese muro hay que buscar al verdadero Efraín Huerta. Más allá del “poeta del relajo”, de la “explosión jovial”, de los “estallidos de sensualidad alburera dedicados a fastidiar a las almas bellas” o a hacer justicia social, revolucionaria, contra el capitalismo brutal, se encuentra el apasionado y minucioso descifrador de mapas (una de las caras aficiones de Efraín Huerta).
Cuando leí las conferencias que impartió en el Instituto Cultural Hispano Mexicano en 1965 (editadas por Mónica Mansour) comprendí lo que decía su hijo David: Efraín “se divertía haciéndose fama de maleducado y antilibresco, cuando la verdad simple y llana es que era un lector omnívoro, con un impecable juicio crítico”. Más allá del poeta y del chancista (no puede, eso sí, decir una frase sin hacer un malabarismo verbal y ensartar una puya), también había un Efraín preocupado por los procesos culturales históricos, hilvanando juicios y atando cabos. Traza ahí, en un ensayo que puede ser leído como un ajuste de cuentas con sus mayores, lo que él llama “La hora de los contemporáneos”, a quienes denomina “dioses de engallada figura” y de quienes rescata al poeta Jorge Cuesta: “Embriagarse en la magia y en el juego/ de la áurea llama, y consumirse luego”. También ajusta cuentas con su generación cuando toca “La hora de Octavio Paz”, de quien le parece admirable “el demonio de sus elementos expresivos” y a quien describe con palabras de Rodolfo Usigli: “Octavio Paz se busca. Buscarse es ya en sí un acto poético precursor del acto de la conciencia y del acto de luz en que el poeta se encuentra y se estremece en una sacudida más tremenda que la del espasmo, en un impulso vertical más dinámico que el del nacimiento, en un descendimiento más profundo que el de la muerte”. “Él no tiene la culpa de haber rebasado —dice también ya sin parafrasear a nadie—, como los inevitables Rulfo y Arreola en la prosa, los límites humanos, para convertirse en el mito publicitario casi extravagante que es ahora”. En lo que luego llama “La hora de los aficionados”, esboza lo que ocurrió en México tras la guerra de España. “Como hongos se multiplicaron los hijos del Sol, vulgo poetas, justamente raza más abundante que las setas”. Dice que La realidad y el deseo de Luis Cernuda es “uno de los más bellos volúmenes de verdadera poesía escritos en idioma español”, y Poeta en NY de Federico García Lorca le parece sobrevalorado. Frente al “charlatán Efraín Huerta” coloca a una verdadera poeta, Pita Amor, “criatura de pasión e ideas”. Dice que “el más claro, el más alto, el más noble y maravilloso poeta que jamás haya pasado por estas tierras se llamaba Paul Éluard. A su lado, Neruda es un elefante rodeado de todos los actuales cuentos verdes sobre elefantes; Nicolás Guillén es un tamborero de la Sonora Santanera; Alberti un mandarín gaditano, etcétera”. Difícil tomarse en serio a un lector tan apasionado, aunque es el impulso vital y no cerebral justamente el que lo define e invita a tomarlo en serio. Al final de este ensayo se ocupa de lo que llama “La hora de nadie”, que viene a ser su recuento final de lo que ocurría en la década de los sesenta, plagada de poetabernarios, poetarambanas, poetambres, poetarántulas y tragamusas. Habla de la poesía amordazada y de la poesía en bikini, y de las muchas revistas literarias que hay. Sin embargo, concluye, “no se está en un recinto de la poesía vital, sino en una capilla de Gayosso. No hay que excederse en el aspecto romántico, porque el romanticismo es un arte vertiginoso. Pero no hay vértigo en esa desquiciante tranquilidad, en las caras de palo, en la sociedad doctoral”.
En el desdibujado mapa de la literatura mexicana que estudia y traza de nuevo Efraín Huerta (con Los hombres del alba y Amor, patria mía —su gran poema sobre la historia de México dicho a su amante en la cama) brilla una verdad absoluta: “La poesía es algo muy importante, algo muy arrebatador, algo muy lúcido: algo que requiere un contenido, un lenguaje y un oficio”. Verdad (tan absoluta como su amor) que generaciones como la mía parecen olvidar.

Un rasgo oculto de Efraín Huerta

Junio/2014
Nexos
Carlos Ulises Mata

1932, el año de sus 18 (había nacido en 1914, el 18 de junio), fue un año crucial en la vida del poeta Efraín Huerta.
Nacido Efrén Huerta Romo, en Silao, Guanajuato, en la fecha indicada, en 1932 el escritor adoptó el nombre con el que firmó todos sus libros y el que figura en la lápida que cubre su tumba. Lo hizo a sugerencia de su amigo Rafael Solana, quien, sobre la base de una razón literaria, lo convenció de la mejoría eufónica que significaba pasar de un hexasílabo de pronunciación algo hueca (efrénhuertarrómo) a un pentasílabo de mayor viveza y concisión (efraínhuérta).
Ese mismo año, con toda exactitud en “Irapuato-15-9-932”, el joven Huerta fecha su primer poema, escrito al reverso de una hoja membretada del despacho de su padre —“Lic. José M. Huerta / Guadalupe 17 (antes 21) / Irapuato, Gto.”—. El poema se llama “Tarde provinciana” y hay en sus versos la huella delatora de su frecuentación de Ramón López Velarde:
Toca la campana
el toque de oración.
Hay en mi calleja
silencio y unción.1
También en 1932, Huerta comienza a escribir con regularidad en El Estudiante y, al cierre de éste, en 1934, en el periódico La Lucha, ambos editados en Irapuato, ciudad a la que regresaba a visitar a su padre. Desde 1930 vivía en la ciudad de México, a donde se trasladó con la intención de inscribirse en la Academia de San Carlos para estudiar dibujo, lo cual no consiguió, por lo que al fin ingresó a la preparatoria en San Ildefonso. Según su propio testimonio, en aquellas modestas publicaciones colaboró con crónicas, con “una columna de tipo satírico” y, claro, con poemas, siendo en El Estudiante en donde debió de aparecer el primero suyo puesto en letras de imprenta, cuya identificación precisa está por hacerse, aunque ya pueda decirse —gracias a las indagaciones de Emiliano Delgadillo— que no fue “El Bajío”, como llegó a asegurar el poeta, repiten todas las bibliografías, y consta incluso en su Poesía completa (1ª ed., 1988, 3ª ed., 2014, FCE).
En una carta de “enero 23” de 1934 a su novia Mireya Bravo (se casaría con ella en 1941), Efraín Huerta —lleno ya entonces su mundo de libros y afanes de escritura—, le entrega un emocionado parte de novedades:
¿Te acuerdas de mis primeras andanzas periodísticas en El Estudiante? Pues bien, como ese periódico está bien muerto, ya que Manuel se fue a Guanajuato, su hermano trabaja ahora en otro, La Lucha, semanario también de crítica municipal y sus artículos queman y estorban a todo el mundo, desde el Presidente Municipal, jueces, ediles y paisanos. En el próximo número saldrá algo mío. Me exigen que hable de mis temas favoritos: calles, edificios, monumentos, etc. Hoy mismo escribo el artículo, con más ánimo todavía si es que hoy tengo carta tuya.
La lectura de ese pasaje epistolar —citado también por Briones en su libro— nos deja una impresión alucinante: no había cumplido Efraín Huerta aún los 20 años y ya su escasa obra, y la divulgación entre sus amigos de sus gustos, habían configurado en torno suyo el prestigio de “escritor de la ciudad”.
Como lo señaló Octavio Paz en el emocionado escrito de despedida que le dedicó en 1982, atribuir a Huerta esa etiqueta, con ser exacto, es una simplificación que oculta otras facetas relevantes de su obra y deja sin analizar la preeminencia en la tesitura urbana de otros autores, de Propercio a Baudelaire. José Emilio Pacheco puntualiza mejor que nadie el asunto al observar que Huerta fue “poeta de la ciudad entre los treinta y los cincuenta”, que “se despide de ella en 1956” con “Buenos días a Diana Cazadora” y “Avenida Juárez”, y que tras ese momento se convierte en “el primer poeta de la nueva realidad que, en todo sentido, no tiene nombre y llamamos por sus siglas burocráticas DF”.
Muy lejos de esa aproximación desesperanzada a la catástrofe citadina actual, a la que Huerta se anticipó y cuyo registro poético se inicia en Los hombres del alba (1944), se sitúan los tres textos que se presentan: “Estética de la calle”, “Atardeceres de la Feria” y “Fe de errores”, que no fueron incluidos en El otro Efraín. Antología prosística de Efraín Huerta (FCE, 2014), de reciente aparición. En esa compilación se reúnen 176 textos, entre crónicas urbanas; artículos sobre libros, autores, cine y arte; piezas polémicas; prólogos y entrevistas publicados de 1936 a 1980 en periódicos y revistas, y una parte de ellos luego republicados en compilaciones que circularon en medios muy restringidos o están agotadas, lo cual hace de ellos escritos prácticamente desconocidos, como desconocido y otro es el Efraín Huerta que descubren.
Publicado en El Estudiante, “Quincenal estudiantil de información”, en uno de sus dos números de septiembre de 1933, “Estética de la calle” es el escrito en prosa de Efraín Huerta más antiguo que se ha documentado; el recorte de donde se transcribió apareció doblado entre las páginas de un libro que guarda su hija Andrea. Situado literariamente en una de las cuatro ciudades del Bajío —Silao, León, Guanajuato e Irapuato— en donde Huerta residió antes de instalarse en México, previa estancia en Querétaro, “Estética de la calle” recoge con una espontaneidad no exenta de candor las expansiones líricas de un joven de 18 años que se emociona de emocionarse y de descubrir que tiene la facultad natural para reconocer maravillas en la más humilde avenida de una ciudad pequeña: “¡Tan poético es el tema que suministra un irapuatense saltando cualquiera esquina inundada con un palo para tender ropa!”.
También, y sin incurrir en la impostación, el breve escrito es el homenaje que el incipiente poeta le dedica, otra vez, a López Velarde, a quien llama en el segundo párrafo “el poeta de la voz sonámbula y picante”, y en cuya estela inscribe sus ensayos de adjetivación desusada (“las campanas centaveras”, “la desconcertante vía”, “las visiones acertadamente desérticas”), sus notas de humor implícito y hasta la sinceridad de su confesión final.
A su vez, “Atardeceres de la Feria” y “Fe de errores” se publicaron juntos en la Revista Mexicana de Cultura, suplemento cultural de El Nacional, el 4 de mayo de 1947, acompañados de un dibujo de Raúl Anguiano. Apenas un mes antes, Huerta se había integrado al brillante equipo de colaboradores formado por Fernando Benítez para lanzar la nueva etapa de esa publicación —estaban ahí Max Aub, Juan Rejano, Salvador Moreno y tres “Antonios”: Acevedo Escobedo, Rodríguez y Magaña Esquivel—. Desde el número 1 (6 de abril de ese año) y hasta el 281 (17 de agosto de 1952) Huerta tuvo a su cargo en el influyente suplemento dominical la sección —de una página completa— “Close-up de nuestro cine”, calificada por Gustavo García como “uno de los sueños de la crítica de cine en México”, al tener “el espacio suficiente para extenderse ensayando, sin atenerse a la cartelera sino a las mil reflexiones a que se presta el cine”. Huerta aprovechó de forma óptima ese privilegio al incluir en su sección artículos críticos, reseñas, comentarios de actualidad, colaboraciones solicitadas, traducciones de textos tomados de revistas norteamericanas, inglesas, italianas y francesas (hechas en muchos casos por él) y, en generoso despliegue, fotogramas de sus películas preferidas y fotografías de sus estrellas favoritas (algunas con cariñosas dedicatorias: “Best wishes to EH: Gale Sondergaard”).
Deudor también, a su modo, de las crónicas de El minutero, en las que la anécdota se adelgaza a favor de la elaboración de retratos memorables (“Francisco Díaz de León, con su sonrisa a flor de espíritu, sin su acordeón de gratos recuerdos”) y del registro atmosférico de sensaciones (“Allá a lo lejos, una carcajada atruena la espaciosa Plaza de la República. Naturalmente, es Rafael Heliodoro Valle”), “Atardeceres de la Feria” es una amabilísima —en todos los sentidos— divagación hecha también de pequeñas noticias, de guiños privados y de una casi voluptuosa, aunque sobreentendida, declaración de afecto a la ciudad, a sus sitios y ciclos emblemáticos: “Allí queda la Feria del Libro, magistral y única, calumniada, zaherida, necesaria siempre”.
Al fin, “Fe de errores”, firmada con el pseudónimo El Periquillo, asociado desde 1940 a la actividad periodística de Huerta, es algo más que una curiosidad: basta situarse en la fecha de su publicación (mayo de 1947) para tomar conciencia de que sus traviesos apuntes son un anuncio en prosa y con 22 años de antelación de los célebres poemínimos, el primero de los cuales —“Mansa hipérbole”: “Los lunes, miércoles y viernes/ Soy un indigente sexual;/ Lo mismo que los martes,/ Los jueves y los sábados./ Los domingos descanso”— su autor fechó el 29 de mayo de 1969, al incluirlo en Los eróticos y otros poemas (1974).
Y no se trata de ver moros aforísticos con tranchete poético. Los apuntes de “Fe de errores” están compuestos con exactamente los mismos recursos retóricos que más adelante utilizó Huerta para elaborar los poemínimos: el juego de palabras; la alteración humorística de frases proverbiales; el uso del doble sentido; las alusiones privadas a los amigos y la invención de “neohuertismos”. Así, según El Periquillo, al apoltronado corrector de pruebas todo mundo lo llama “corruptor de pruebas”; a los amantes de los libros conviene aplicar “el tremendo adjetivo de libróvoros”; a Rafael, que busca al editor Botas para pedirle un dato, un amigo le aconseja evitar que le den “dato por liebre”. Siguiendo esa línea creativa, en una sección de 1951 llamada “Aforismos del Periquillo”, Huerta acabará por componer poemínimos estrictos, salvo por el hecho de estar en prosa y no en versos. Por ejemplo: “¡Sonetófagos de todos los países, moríos!”, idéntico a “Arenguita” (divulgado en 1986), que dice: “Paranoicos/ De todos/ Los/ Matices/ ¡Uníos!” (y como ése, otros tantos).
Como Octavio Paz y José Revueltas; como Alberto Quintero Álvarez, Enrique Guerrero Larrañaga, María del Carmen Millán y como María Félix también, Efraín Huerta llega en 2014 a su primer centenario natal. No es una casualidad que sobre cada uno de sus compañeros de efeméride secular el poeta de Silao haya escrito una reseña elogiosa, un artículo de reivindicación, un comentario generoso, una conferencia, un poema y hasta una declaración de rendición amorosa. No lo es porque, como Salvador Novo y Alfonso Reyes, durante cinco décadas Huerta se allanó alegremente al precepto atribuido a Plinio el Viejo, que nadie ha localizado en texto alguno y sin embargo explica sus miles de páginas en prosa que siguen en espera de ser descubiertas: Nulle dies sine linea. O dicho en prosa huertiana: yo ni en domingo dejo de escribir.