martes, 29 de mayo de 2012

El hereje

25/Mayo/2012
Laberinto
David Toscana

Quizá sea correcto que un profesor de literatura hable bien de autores disímbolos y aprecie a todos los clásicos. A fin de cuentas, ha de abarcar amplios mundos y tal vez no sea su papel influir en el gusto de los alumnos, sino abrirles puertas al variado mundo de las letras.

Cuando un escritor hace lo mismo, cuando se expresa con igual entusiasmo de Borges o Rulfo, de Tolstoi o Dostoievski, de García Márquez o Vargas Llosa, entonces percibo algo falso en él, o peor aún, algo tibio.
Hace unos días me escribió un escritor alemán. “Estuve leyendo a Borges”, me dijo. “¿Qué le ven los latinoamericanos a este escritor sin alma?”. Mi respuesta fue poco ilustradora: “No lo sé”, le dije, “jamás me he conmovido un ápice cuando lo leo”.

Un amigo que conoce mi distancia con Borges me regaló un libro: El antiborges. Me quedé en la página siete. ¿Por qué un ateo necesitaría un libro que argumenta a favor del ateísmo?

Los dioses están para las masas. Los escritores podemos amar a los profetas, a los pecadores, a los parias. Hemos de ser radicales, extremistas. Irreverentes.

El crítico debe ser amplio de miras. El escritor ha de ser estrecho. El crítico sabe que todo cabe en una novela; el escritor se anda con mandamientos, con un credo. Un credo personal, claro está, no venido de las alturas.
¿Que si soy un admirador de Rulfo? Sí, lo soy. Y sin embargo hay cuentos de Jesús Gardea o de Eduardo Antonio Parra que me gustan más que cualquiera de El llano en llamas. Decir esto es una herejía, ¿pero qué le vamos a hacer?
Wagner es un gran músico; eso es indiscutible. A mí me aburre. Apenas voy en sus oberturas cuando digo “ya basta”. El sonsonete de las valquirias viene una y otra vez, como si no lo hubiésemos entendido en la primera oportunidad, como si el mero aumento de volumen le diera otro significado.

Mil veces prefiero alzar mi copa mientras canto Libiamo, libiamo ne’ lieti calici che la bellezza infiora. Con Verdi puedo celebrar que estoy vivo. Más aún con Rossini. Con Wagner me siento en una interminable misa sin fe.Tolstoi escribió una especie de Antiwagner. Ese sí lo leí entero y lo gocé.

Pero aunque disfruto leyendo a Tolstoi, me parece un autor bastante inferior a Dostoievski. El propio Isaac Bashevis Singer le lanza un reclamo. “A mí qué me importan los detalles del vestido de Anna Karenina. ¿Por qué no me hablas de su vida sexual?”.

Es larga la lista de dioses a los que no les rezo; también la de olvidados pecadores que amo. Y es que ¿de qué va a escribir un escritor que no sea un hereje? La literatura está llena de ejemplos. Libros tibios. Correctos. Inofensivos. Policiacos.

Pero no nos equivoquemos. No estoy tratando de demeritar a algunos escritores o músicos. Estoy hablando de que cuando se pasea por el Olimpo, y sólo por el Olimpo, se tiene el derecho de poner cerebro y corazón donde se sientan emocionados, conmovidos, seducidos, irritados, exaltados, iracundos. Esto no es una burda cuestión de gustos mal labrados. Quien diga que prefiere a Paulo Coelho por sobre García Márquez es un redomado imbécil sin importar el cristal con que se mire.

domingo, 27 de mayo de 2012

Rainer María Rilke: cartas al tiempo

27/Mayo/2012
Jornada Semanal
Jair Cortés

La obra poética de Rainer María Rilke no se circunscribe, como podría pensarse, a sus poemas. Su obra escrita en prosa, como Los cuadernos de Malte Laurids Brigge y el conjunto de textos epistolares, conocido como Cartas a un joven poeta, demuestran una sensibilidad poética que rebasa los géneros literarios. Las Cartas a un joven poeta son el resultado de una estrecha correspondencia entre Rilke y Franz Xaver Kappus, a quien le debemos, en palabras de Vicente Quirarte, “haber tenido el valor para dirigirse al maestro, haber conservado sus cartas y publicarlas veinte años después de la muerte de su autor”. Esa inocencia con la que Kappus habría de acercarse al consagrado poeta es lo que, quizá, enterneciera a Rilke, quien en una serie de cartas respondió no sólo a las preguntas de su interlocutor sino a los cuestionamientos que él mismo se formulaba. En sus cartas, Rilke no se limita a proponer una preceptiva literaria o poética, habla desde lo íntimo y sus ideas acerca de la poesía emergen de una manera confesional y total.
Hay que acotar que al publicar las cartas de Rilke, Kappus decidió omitir las propias con la idea ferviente de que sólo el poeta debería hablar, mostrando una verdadera lección de humildad: “Lo único importante son las diez cartas que siguen. Importante para saber del mundo en que vivió y creó Rainer María Rilke. Importante también para muchos que se desenvuelvan y se formen hoy y mañana. Y ahí donde habla uno que es grande y único, deben callarse los pequeños.”
En la primera carta, fechada en París, el 17 de febrero de 1903, Rilke insta al joven Kappus a que indague en sí mismo en lugar de preguntar si sus versos son “buenos”: “Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí […] Ahora bien (ya que me permite aconsejarlo), le suplico renuncie a todo eso. Su mirada está dirigida hacia afuera; sobre todo, es lo que debe evitar en lo sucesivo. Nadie puede aconsejarle ni ayudarle, nadie. No hay más que un solo camino. Entre en usted. Busque la necesidad que lo obliga a escribir, examine si sus raíces penetran hasta lo más profundo de su corazón; reconozca si se moriría usted si se le privara de escribir.” Rilke plantea un problema esencial respecto al arte de la poesía: la diferencia abismal entre el oficio de poeta y la simple escritura de poemas. El oficio de poeta implica la asunción absoluta, el reconocimiento y autodescubrimiento del propio ser, mientras que la escritura es un acto circunstancial, un hecho derivado de un primer movimiento que es el saberse poeta. Rilke marca el punto de inicio de una poética propia de la que nacen sus aspiraciones no sólo artísticas sino vitales: la introspección, el camino de la soledad para poder comprender, de una manera mucho más profunda, el misterio de la vida, tal como lo dictan los siguientes versos de sus Sonetos a Orfeo: “Eres, amigo mío, solitario, porque…/ Paulatinamente nosotros nos apropiamos del mundo/ con gestos de la mano y con palabras,/ tal vez su más endeble y peligrosa parte.”

sábado, 26 de mayo de 2012

Las afinidades

26/Mayo/2012
Babelia
Antonio Muñoz Molina

Carlos Fuentes era un escritor caballeroso y cordial al que yo casi nunca leí, o leí algo, hace muchos años, y ya dejé de leer, no por nada, no porque me disgustara su manera de escribir o porque me produjeran rechazo sus posiciones políticas, o porque al verlo de cerca me hubiera parecido hostil o arrogante. Todo lo contrario. Las pocas veces que me encontré con él a lo largo de los años fue amable y generoso conmigo. Cuando yo solo había publicado una o dos novelas y lo conocí una tarde en la rotonda del hotel Palace de Madrid habló conmigo con una cordialidad sin afectación, hasta con un aire como de camaradería que uno agradece mucho a esa edad en la que es tan habitual ser destinatario de gestos de desdén o de condescendencia. Apenas 10 años antes, yo había alimentado apasionadamente mi vocación de novelista leyendo en un cuarto de pensión a los escritores de la quinta mitológica a la que Carlos Fuentes pertenecía. Ahora, en la rotonda de aquel hotel de lujo en el que yo había entrado casi furtivamente para nuestra cita, guiado por un funcionario muy amable de la Embajada de México, Carlos Fuentes conversaba conmigo y mostraba interés por lo que yo escribía.
Pero yo no me sentía muy capaz de poder corresponderle, porque mi relación con su literatura había sido escasa y terminado hacía tiempo. Algunos de sus libros habían estado en mi atropellada biblioteca de los 20 años, junto a los de los otros nombres de su generación o un poco mayores —de Borges, Onetti, Rulfo y Cortázar a Vargas Llosa y Carpentier y García Márquez y Manuel Puig—, pero el tiempo y las mutaciones del gusto me habían alejado por completo de él. Había empezado La muerte de Artemio Cruz y me había cansado al cabo de algunas páginas. Había comprado sus cuentos con la misma pasión descubridora que me llevaba a sus coetáneos, porque leer cuentos latinoamericanos en aquella época era un trastorno formativo para la imaginación, pero de ellos el único que me había gustado de verdad era Aura, que no he releído desde entonces. Hay escritores a los que uno admira mucho durante algún tiempo y de los que luego parece que se desprende, sin propósito, sin esfuerzo, casi sin motivo, probablemente sin justificación. A mí me sucedió eso con Alejo Carpentier, y a partir de un cierto momento con García Márquez. Lo que tanto me había gustado dejó de apetecerme. Los mismos rasgos que me habían seducido en un estilo me lo volvían luego indigesto. No reivindico esos cambios de gusto: pueden ser certeros y pueden ser equivocados; lo importante es que son involuntarios, y que se corresponden con modificaciones profundas en la sensibilidad, y sobre todo que uno ha de tener la dosis de honradez con uno mismo imprescindible para reconocerlos. Sin que uno sepa por qué algunos escritores le gustan y otros no; algunos lo siguen acompañando a lo largo de la vida y otros se le quedan atrás; y algunos los encuentra de pronto y se pregunta por qué motivo, por culpa de qué prejuicio o descuido no los leyó mucho antes.
El problema no es que uno tarde, o que no llegue nunca. El problema verdadero es que uno se mienta a sí mismo, por obedecer a una difusa coacción exterior que se convierte en policía íntimo, más eficaz aún cuando uno no se da cuenta de que está obedeciéndolo. La literatura, si es algo, es el reino de la libertad. Hay una tal variedad de libros admirables y son tan distintos entre sí que cualquiera que busque sin prejuicio y dejándose guiar por su instinto bien adiestrado en muchas lecturas encontrará exactamente aquellos que le corresponden, los que se le parecen, como se nos parecen según Baudelaire esos países en los que nos está esperando la felicidad. A uno le puede gustar Tolstói y a la vez Dostoievski o el uno y no el otro o ninguno de los dos y aun en este caso habrá otro novelista en el que podrá sumergirse como en la misma vida. El mismo libro que no nos llega a una cierta edad se apoderará de nosotros tan solo unos años más tarde. Y si no ese, otro. Hay tantos que el único peligro que no corremos es el de quedarnos sin lectura. Pero el lector, cualquiera de nosotros, desea más o menos inconfesablemente que le guste lo que la atmósfera del momento determina que debe gustar, lo que está en la lista de los diez mejores al final del año, o, igual de arbitrariamente, lo que es tan poco leído que por fuerza ha de ser muy bueno, como si existiera algún tipo de correlación entre la fama o el número de lectores de un libro y su calidad, o su falta de ella. A Franz Kafka no lo leía nadie en su tiempo y era un escritor magnífico; Dickens no era ni es peor porque lo leyera todo el mundo.
En último extremo, las elecciones personales no dependen de la calidad objetiva, tan difícil de establecer inapelablemente en las artes, sino de ciertas afinidades que son más poderosas porque no son del todo conscientes. Qué hace que uno se enamore de una cara y no de otra, y no de ninguna otra. Amar una cara es amar un alma, dice Thomas Mann en La montaña mágica. Y un amor pasional puede acabarse en unas semanas o unos meses, como aseguran el cine y las novelas, o durar una vida entera. A mí García Márquez o Alejo Carpentier me gustaron mucho y luego dejaron de gustarme, pero Borges, Onetti, o Cervantes, o Marcel Proust, o Montaigne, me gustan más cuanto más tiempo pasa y cuanto mayor me hago. Y Malcolm Lowry no me gusta menos por haberlo descubierto después de los cincuenta años. A los veintitantos tuve entre las manos Bajo el volcán y no recuerdo si lo empecé y no seguí leyendo o si lo dejé en una estantería y ya no lo abrí nunca.
No se sabe qué parte de intuición o de capricho hay en estas afinidades viscerales. Son peligrosas porque pueden responder simplemente a la distracción, al prejuicio. Pero uno, como lector, lo que no puede es negar su existencia. Si me paro a pensarlo creo que Carlos Fuentes me daba la impresión de escribir novelas no sobre personajes sino sobre temas de antemano importantes: la Conquista, el Mestizaje, la Identidad colectiva de los mexicanos o los latinoamericanos. Quizás me alejaba de él no una literatura que apenas había leído sino un cierto personaje de escritor: el que adquiere una figura pública tan agigantada que acaba representando o simbolizando un país entero, toda una literatura, un continente; el escritor proconsular o papal, que habla por un micrófono desde una tribuna, no el que escribe a solas en su cuarto y parece que nos está murmurando al oído, Borges urdiendo poemas en voz baja en su penumbra de casi ciego, John Cheever tecleando en una máquina de escribir en un sótano: palabras que nacen de una soledad y parece que llegan sin mediación a otra.

Carlos Fuentes y el PRI

19/Mayo/2012
Laberinto
Heriberto Yépez

La dupla Octavio Paz (1998) y Carlos Fuentes (2012) ha terminado. La dupla fue posible por el PRI.
Son irrepetibles. Aunque gane el PRI, despertará otro dinosaurio. Lo dijo Marx: la historia sucede dos veces, una como tragedia, otra como farsa.
Paz y Fuentes son dos variantes de un mismo tipo de intelectual hegemónico: autores cosmopolitas y, al mismo tiempo, nacionalistas, que poetizaron la Historia de México creada por el PRI.
Autores revolucionarios —de estética vanguardista— e institucionales —apoyados por el aparato del Estado—: Vanguardistas Tradicionales, son la Literatura Revolucionaria Institucional.
Paz y Fuentes probaban que México era “moderno”.
Pero Fuentes murió criticando duramente el regreso del PRI; y Paz, elogiando a Salinas, Zedillo y Televisa. Esto no se dice en México porque Paz designó sucesores que cuidan su imagen de Mesías Anti-Tropical.
¿Qué hizo posible el poder de los intelectuales revolucionario institucionales?
Representar a la aristocracia mexicana. Su escritura, oralidad, vestimenta, modo de ser eran elegante espiritualización de las clases altas de la Ciudad de México.
Por eso la constante alusión a lo seductor e integral, al Aura de estas figuras que nos pusieron al tú por tú con lo más “bello” y “moderno”.
La cultura alta —universal, simultánea y refinada— soñada por la aristocracia mexicana.
En su inicio, los hizo posibles el apoyo estratégico del Fondo de Cultura Económica —editorial del Estado— cuya distribución canónica les aseguró ser leídos como voceros cumbre del Espíritu Nacional.
Luego Televisa y empresarios que veían en ellos Paz y Progreso.
Su aristocracia cultural (ideológica) estaba ligada a la clase política, que necesitaba su compañía, distinción y photo-op para darse baños de cultura alta, y que a intelectuales aseguraba vaso comunicante político.
Su prestigio fue impulsado por funcionarios de alto nivel como prueba de no ser representantes de un régimen vulgar. Unos a otros se legitimaron.
Los intelectuales revolucionario institucionales tuvieron como causa y efecto servir de instrumento de ascenso de clase cultural.
El régimen les dio las condiciones para que ellos fueran Caciques-Quijotes a cambio de promover Democracia Dulcinea, en páginas donde por fin fuésemos “contemporáneos de todos los hombres” (en pleno subdesarrollo y desigualdad).
Sin embargo, Fuentes acumuló tanto poder que terminó independizándose del régimen en mayor medida que Paz, hasta el grado en que esta simbiosis hubiera tenido un giro en el sexenio de Peña Nieto.
Al ocurrir su sorpresiva muerte en el umbral del retorno fársico, el PRI hubiera llegado con el último líder de lo intelectuales revolucionario institucionales en su contra.
Peña Nieto se salvó por una agripina aspirina. Puede el PRI descansar en espectral Paz.

domingo, 20 de mayo de 2012

El lector y el crítico

28/Marzo/2010
La Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

A decir de Alfonso Reyes, “sin cierto olvido de la utilidad, los libros no podrían ser apreciados”. Más aún: la excesiva persistencia de la utilidad puede dañar el gusto por lo que se hace. Por ello, Reyes sostiene que “para el profesional sin vocación (que sin duda los hay), la lectura puede llegar a ser una tarea enojosa, como el teatro para el inspector de espectáculos o como para la cortesana las caricias”.
¿Exageraba Reyes? No lo creo. La lectura antes que cualquier cosa produce en el lector un disfrute disparado por los intereses más variados, pero disfrute al fin. Es un ejercicio de amenidad y con frecuencia de deleite que no debe ser anulado por una vocación profesional mal entendida. Por ello, no hay peor motivo para leer un libro que el exclusivo propósito de escribir una reseña crítica.
No son pocos los profesionales de la “crítica literaria” que consideran que ya es suficiente servicio (por lo que les van a pagar) si sólo solapean y cuartaforrean los libros que detestan. No ponen, desde luego, alegría ninguna (no digamos ya amor) en lo que hacen, de la misma manera que procede, según la observación de Alfonso Reyes, la cortesana (asqueada) con sus desapasionadas caricias profesionales.
Dedicarse a prodigar caricias profesionales en la crítica (sea de poesía o de otro género) a lo único que puede conducirnos es al hartazgo, ya no sólo hacia los malos libros o hacia aquellos que consideramos malos, sino en general hacia cualquier libro. ¿Puede un hombre culto estar harto de los libros? Hipócritamente, muchos dirán que no. No vaya a ser que los tilden de antiintelectuales o, peor aún, que los consideren brutos. Pero, en una carta, Alfonso Reyes, más sincero que muchos, le escribió lo siguiente a Jorge Luis Borges: “Estoy deleitado con El Aleph. Acaso por culpa de mis obligaciones didácticas, me siento harto de los libros. Usted me reconcilia con las letras.”
El gran problema de algunos críticos profesionales es que acaban por no disfrutar los libros, sino sólo (y esto si acaso) la escritura de su crítica que, con demasiada frecuencia, pierde de vista el libro que disparó la crítica. Son abundantes las reseñas literarias mediante las cuales nos enteramos más de la “extraordinaria” vida del crítico que de alguna virtud, así sea pequeña, del libro que presuntamente disparó la crítica. De hecho, hay críticos que definitivamente piensan que lo único importante es lo que escriben, no lo que leen. De ahí que se puedan dar el lujo de no leer los libros que critican.
¿En qué momento el lector se echó a perder el gozo y comenzó a leer los libros con el único objetivo de producir críticas, es decir caricias profesionales? Sin duda, en el momento mismo en que hizo rutina y férrea disciplina un ejercicio placentero adulterado por un fin interesado y mercenario. En uno de sus ensayos de La experiencia literaria, Reyes se permite el siguiente sarcasmo: “Erudito conozco que se dispensaba de leer y se recorría todo un libro deslizando sobre las páginas una tarjeta en blanco en busca de las solas mayúsculas; más, aún, en busca de la letra A: ¡es que trataba de despojar las citas sobre Ausonio! ¡Habladle a él de la amenidad de la lectura!”
A lo largo de su dilatada experiencia con los libros, y bien que sabía de lo que hablaba, Reyes llegó a la siguiente conclusión: “Verdad amarga que el deleite de leer, cuando no hay verdadero amor, disminuye conforme sube la categoría de los lectores.” Lo que, si no hay obligación, comienza casi siempre con alegría, puede tornarse, producto de la práctica rutinaria, en demanda enojosa y contrariedad. “No puedo salir a caminar, a dar un paseo o a contemplar el mundo y a ejercitar el pensamiento y la emoción, ¡porque tengo que leer un libro!” Y quien esto puede decir, y de hecho lo dice, lo expresa, entre dientes, con rabia.
¡Tener que leer un libro! ¡Vaya deber ingrato! Tarea enojosa de la que sólo nos salva el espíritu poético que en la voz del gran Fernando Pessoa nos dice: “¡Ay, qué placer/ no cumplir un deber!/ ¡Tener un libro que leer/ y dejarlo de hacer!”
Mientras no entendamos que el escritor y el lector (aun en el caso de que sean profesionales del libro) no deben sufrir lo que hacen, sino disfrutarlo lo más intensamente posible, mientras no lo entendamos, digo, seguirá habiendo malhumorados que despotriquen todo el tiempo desde un oficio (el de lector, el de escritor) que, como alguna vez dijo Augusto Monterroso, no debería perder jamás su amateurismo, su poética definición de “quehacer aficionado”.

Un icono laico

26/Junio/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

El discurso de Elena Poniatowska en el funeral de Carlos Monsiváis reitera que en México no hacer hagiografía es un milagro. Aquí la izquierda es de derecha: a sus intelectuales les da envoltorio de santones.
¿“Monsi” por Monseñor? Analícese el Buen Discurso sobre Monsiváis: se le retrata como santo popular, redentor reventado, Jesús chilango, ¡San Chido!
Su canonización y la insistencia en su “don de ubicuidad” evidencian que en el imaginario secreto su identidad es la santidad.
Y, aunque parezca contradictorio, en la “nueva literatura mexicana” no se quiere mucho a Monsiváis ¡por el mismo catolicismo de clóset! Ante sus ojos, Monsi-Malo cometió el pecado de estar politizado, infierno tan temido de un trío de generaciones derechitas. Para ellas, Monsi es impuro porque tenía “ideología” y era popular, ¡qué naco!
(En México, los alternativos son elitistas.)
Monsiváis, sin duda, cargó con lastres del PRItérito (hizo crítica selectiva, quedó callado ante tropelías de amistades políticas) y usó el retruécano, el re-contra-código y la ironía para decir y no decir lo que desdecía. Monsiváis era Kant imitando a Cantinflas. What?
En la televisión sus ocurrencias sólo las reíamos sus lectores para no sentirnos solitos.
Si Wittgenstein y Monsiváis hubiesen hablado abiertamente de su homosexualidad habrían hecho una obra menos críptica, en detrimento de su gracia retórica y en ganancia de su función social. En política de la identidad, Monsiváis tuvo recato.
Estoy convencido de que Gloria Trevi y Juan Gabriel nunca entendieron que se burlaba de ellos. Y no lo entendieron porque Monsiváis, a todas luces, era fan.
Cacique en literatura, monaguillo en política, Loco Mía en espectáculo y angloparlante en religión y, en todo lo demás, valiente ambivalente. Así fue Monsiváis, nacionalista or not?
Su ambivalencia (y anfibología) hace posible que los políticos que ridiculizaba en sus columnas, ya muerto, lo postulen como gloria nacional.
Whitman versaba que todo poeta —Monsiváis fue poeta de la prosa antipoética— es contradictorio (contenedor de multitudes). Gracias a su estupenda contra-dicción, Monsiváis innovó la prosística. Era un neobarroco o, mejor dicho, un Novobarroco que rebasó los géneros literarios tradicionales hacia una estrategia crónica: la omnivoracidad.
Monsiváis, cúmulo único, no renovó su estilo pero con su estilo renovó una literatura.
En una época en que lo políticamente correcto es ser sarcástico y apolítico —ser Bart Simpson—, Monsiváis fue más radical. Se atrevió a ser icono laico, literatura queer entre líneas y —escándalo mayor para los neo-puristas— escritor comprometido, ¡lo cual ya pasó de moda según Vogue, Letras Libres y Cosmopolitan!
Antisolumne ante todo y, a la vez, museo y tianguis, biombo y Biblia, 1968 y PRD, Monsiváis, DF de las Letras.

El género Monsiváis

Julio/2010
Letras libres
Juan Villoro

Durante décadas, la presencia de Carlos Monsiváis en un sinfín de presentaciones de libros, coloquios, manifestaciones y convites fue vista como algo obvio e inevitable. “Soy un lugar común de la Portales”, dijo alguna vez. Su comparencia en tantos sitios sugería la posibilidad de que contara con replicantes. Lo extraño –el fracaso del evento– hubiera sido que las cosas sucedieran sin tomarlo en cuenta.

Desde muy pronto dejó de ser un mero testigo de los hechos para incorporarse a ellos como protagonista indirecto. Era demasiado célebre para pasar inadvertido. Su cabellera revuelta, su chamarra de mezclilla, su gran mandíbula cruzada por la sonrisa de quien aún no sabe qué pensar (o ya sabe pero prefiere no decirlo), determinaban el acontecer. El icono estaba ahí. Ignorarlo era como no advertir que ya llegó Blue Demon. Al verlo, los cantantes alteraban su repertorio y los ponentes sus citas. Con frecuencia, le pedían que subiera al estrado. No podía ser un cronista neutro de la realidad porque contribuía a crearla. La cultura de masas lo imitó y posó sin recato para él.

Esto no perjudicó su escritura porque los sucesos desnudos le interesaban poco. No buscaba la trama de lo real, sino su representación. En su caso, el editorialista no se separaba del narrador. Uno de sus recursos favoritos consistía en recolectar o inventar declarantes anónimos que discutían los hechos. La voz de la ciudad, el coro griego, el patio del mundo, el rumor popular fueron sus auténticos protagonistas. Las anécdotas, los detalles, la ropa, los sabores, los sueños y las manías de sus testigos nunca le interesaron tanto como lo que pudieran opinar. Sus crónicas eran un simposio interrumpido por sucesos, la asamblea donde distintos oradores polemizaban para contar la historia.

Monsiváis entendía su oficio como un tumultuoso acto de presencia, no sólo a través de los textos, sino de su activísima producción oral. Retratista de voces, recibía el homenaje de los ecos. Identificarse con sus palabras significaba propagarlas. A veces, el rumor de lo que había dicho parecía más veloz que sus declaraciones.

La ironía, el dislate, los datos exactos y las paradojas que ponía en juego en sus escritos alimentaban su conversación. El género Monsiváis era un continuo que pasaba de la página a las llamadas telefónicas, los apodos que ponía con temible certeza, los programas de televisión, los aforismos con los que respondía preguntas al término de sus conferencias. El registro de su oralidad daría para varios libros. Al menos uno de ellos debería estar integrado por parodias e imitaciones. Con técnica teatral, alertaba sobre las debilidades propias y ajenas, llevándolas a un disfrutable exceso. Odiaba hacerse el amable y despreciaba la cortesía protocolaria. Ante la pedantería y la falsa erudición, reaccionaba con firmeza. Si alguien le preguntaba por una magnífica película coreana, respondía: “Me molestó mucho lo que sucedió con las copias que no pudieron ser exhibidas en Uzbekistán.” “Si confundes, quedas de maravilla”, me dijo después de enfrentar a un sabelotodo.

En 2009, en el Festival Hay de Cartagena de Indias, un norteamericano se dirigió a él con una mezcla de interés e insolencia: “Me gustó lo que dijo, pero nadie me puede decir quién es usted, ¿podría recomendarme alguno de sus libros?” Monsiváis fingió paciencia franciscana y contestó: “Me limitaré a dos: El llano en llamas y Pedro Páramo. Algunos maledicientes dicen que no los escribí yo, pero nunca les respondo a mis detractores.”

Su interés por los liberales del siglo xix mexicano también tiene que ver con la combinación de periodismo y oratoria, la discusión que convierte a cada acto público en parte de la Obra. La cultura como proselitismo non-stop.

Medir el tamaño de su ausencia es imposible porque intervino en demasiadas zonas del arte y la política, en forma no siempre evidente. Fue el mayor árbitro entre lo culto y lo popular y uno de los principales dictaminadores del gusto en un país que no sabía que tantas cosas distintas valieran la pena.

Coleccionista de artesanías, grabados y fotografías, también lo fue de las palabras con que los poderosos se incriminan sin saberlo. Su columna “Por mi madre, bohemios” fue el museo del ridículo de los obispos, los políticos y los grandes empresarios de México.

En su casa recibía borradores de desplegados, cartas de renuncia, respuestas para una polémica. “Si mandas eso, te hundes”, mascullaba entre dientes a algún solicitante, y sugería modificaciones que luego aparecían como ideas ajenas. Su impronta de ghost-writer está en numerosos textos, no siempre asociables con sus intereses.

También actuó en películas, escribió letras de canciones, hizo sketches de teatro de revista. Todo esto ingresó en su escritura y volvió a salir de ahí, modificado por los lectores.

El Monsiváis oral y el Monsiváis escrito crearon un género intransferible, el de la realidad comentada, la leyenda instantánea que aspira a colectivizarse, el mito exprés que no tiene copyright.

La condición fragmentaria y dispersa de su obra se explica en gran medida por su renuencia a verse como autor único y definitivo. Necesitaba palabras ajenas para parodiarlas, citarlas in extenso, polemizar con ellas. Sus ideas más genuinas surgían de una dramaturgia en la que intervenían los otros, aliados o adversarios, santos provisionales o diablos de pastorela.

Solía llegar a las conferencias con una carpeta en la que guardaba apuntes para las más distintas circunstancias. Ese hipertexto portátil era emblema de sus pasiones múltiples, que no admitían la conclusión. Su obra es desconocida en la medida en que sólo un mínimo porcentaje se ha publicado en libros. Su futuro como prolífico autor de libros póstumos reclama un editor que no caiga en pecado de beatería y se atreva a discriminar y organizar con imaginación los materiales.

Monsiváis fue una forma de la atmósfera. Sus miles de cuartillas y sus participaciones en todos los foros llegaban con previsible constancia. Con su muerte, lo que dábamos por sentado adquiere inaudita desmesura. Carlos Monsiváis dejó de pertenecer a la vida diaria para incorporarse al género que redefinió: la leyenda. ~


La otra raza cósmica de Vasconcelos

21/Agosto/2010
Laberinto
Evodio Escalante

Lo menos que puede decirse es que estamos ante una auténtica sorpresa. A más de cincuenta años del fallecimiento del más controvertido de nuestros pensadores, nadie imaginaría que andaba por ahí volando en el aire un libro inédito de José Vasconcelos. La publicación de La otra raza cósmica resulta por este motivo un hallazgo notable, producto directo del interés de Heriberto Yépez por destacar la figura de quien es para él el primer intelectual post-nacional que ha dado el país. En trance de escribir un libro sobre Vasconcelos, y hurgando en la de por sí abundante bibliografía del “escritor mexicano que más ideas ha tenido”, Yépez encontró unas conferencias que habría sustentado Vasconcelos en la Universidad de Chicago en 1926 y que no fueron incorporadas a las obras completas del autor: eran por lo tanto completamente desconocidas entre nosotros. Las tradujo en excelente español y les encontró un título a la vez propicio y provocador. Por la cercanía temporal y por la veta temática (la primera edición de La raza cósmica es de 1925), nos encontramos, en efecto, ante lo que bien podría ser la otra cara de una misma moneda: la tesis mesiánica de una raza mestiza que estaría destinada a implantar una nueva época en la historia del mundo, inaugurando con ello una etapa definitiva de progreso, armonía y disfrute estético, permanece en lo esencial la misma, aunque eso sí, atemperado en este caso el proverbial anti-yanquismo del autor por la doble circunstancia de dirigirse a un público norteamericano culto y, acaso, (atrevo la conjetura) porque ya avizoraba Vasconcelos que cierta simpatía de los círculos dirigentes del país anglosajón podría hacerle falta a la hora en que emprendiese sus futuras campañas políticas.
No por ello, de ningún modo, es un libro oportunista. De hecho, La otra raza cósmica podría antojarse en varios sentidos superior a su precedente inmediato. No se nos olvide que la prosa de Vasconcelos, arrebatada y arbitraria en largos pasajes, podía ser en sus momentos de felicidad estilística tan sugerente y fluida como la de su amigo Alfonso Reyes. Pero no se nos olvide tampoco que era un visionario, un pensador ebullente y original, muchas de cuyas ideas se diseminaron con éxito en nuestro medio, y que el propio Reyes en sus textos sociales llegó a reciclar de manera explícita algunos de sus conceptos como puede constatarlo quienquiera que revise las páginas de su famoso Discurso por Virgilio (1931). La prosa que ahora Yépez como buen “partero de las ideas” rescata del limbo de la inexistencia pertenece a la mejor estirpe vasconceliana: suelta, inventiva, magnánima, elevada y poderosa pero también flexible. El Vasconcelos demócrata e idealista brilla en estos textos con un resplandor que le permite codearse sin complejos con cumbres como Sarmiento, Bolívar y Andrés Bello. Así de poderoso y efectivo es el talante de su logos.
El libro está dividido en tres secciones, lo que corresponde a las tres conferencias impartidas por el autor: I. Similitud y contraste; II. La democracia en América Latina; y III. El problema racial en Latinoamérica. El filósofo de la historia y el experto en asuntos de geopolítica que quería ser Vasconcelos emergen desde los primeros renglones del texto. Impresionan su visión global de la historia de México, su idea del “desarrollo interrumpido” de las etnias indígenas de nuestro país, su manera de alabar el instinto de mestizaje con el que llegaron aquí los españoles, su visión ciclónica del paisaje americano, su descripción tumultuosa de la altiplanicie como escarpa geográfica que obliga al titanismo de sus habitantes, y más en lo amplio, su visión de la América toda como dividida en tres grandes zonas o regiones que imponen modos distintos de civilización, desde la América del Norte hasta la Patagonia. Como ombligo de su ejercicio de anatomía geográfica: las selvas, las zonas tórridas, que se yerguen como tremendo reto al impulso constructor de los hombres. Vasconcelos reitera aquí una tesis que ya había sostenido en La raza cósmica: “El mundo futuro será de quien conquiste la región amazónica.” En la versión de Chicago leemos: “Existe un periodo destinado a llegar en el cual la humanidad, apropiadamente provista con una adecuada técnica, se echará a cuestas la conquista y la explotación de la zona tórrida. (…) tengamos en mente que la raza que conquiste los trópicos será la ama del futuro.”
Si en La raza cósmica excluía de modo tajante a los Estados Unidos de su proyecto de fusión universal, en la medida en que ese país representaría “el último gran imperio de una sola raza”, las conferencias de Chicago se limitan a proponer un contraste que estaría obligado a fructificar: mientras que Norteamérica se ha desarrollado de acuerdo con una ley de similitud de razas, esfuerzos y condiciones, Latinoamérica encarnaría una suerte de ritmo variado de cambios y contrastes, que es el elemento mismo del mestizaje. Será el futuro, adelanta el filósofo, quien habrá de decidir si se impone la llamada Ley de similitud o si resulta más productiva la Ley de contrastes.
Surge el asunto estético. ¿Por qué lo blanco nos parece siempre lo más bello? Vasconcelos establece un interesante relativismo cultural, no exento de agudeza. Si sucede así, nos dice, es porque el criterio blanco de belleza es el que predomina en la era actual de la historia. Lo que no quiere decir que siempre tenga que ser así. A lo que agrega un interesante argumento que acaso no hubiera disgustado a los seguidores de Marx: la belleza física está relacionada con la serenidad y la paz mental propia de las clases dominantes. “En otras palabras —observa Vasconcelos—, una raza de esclavos no puede ser bella porque el trabajo duro y la miseria tienden a dejar su impronta en el cuerpo.” Entiéndase bien: no el trabajo como realización de las facultades humanas, sino como actividad ardua y brutal, que lastima los miembros y deforma los rostros.
El capítulo sobre la democracia contiene los alegatos más poderosos del libro. Lo que está en el caldero es el problema del inveterado caudillismo latinoamericano, modelo de dominación oriental o despótica que impide que la justicia y el respeto ante los demás triunfen en nuestras tierras. Si en La raza cósmica el tema apenas aparecía mencionado en una tacaña frase (“el cesarismo es el azote de la raza latina”), en los discursos de Chicago Vasconcelos se explaya con inteligencia y conocimiento de causa. Sus juicios sobre algunos de nuestros principales personajes históricos como Iturbide, Fray Servando, Benito Juárez, Lerdo y Madero me parecen agudos y ponderados, nada qué ver con la visión maniquea de una desafortunada historia de México que escribió varios años después ya despechado por el tremendo fraude que sufrió durante las elecciones presidenciales del 29. Sin ahondar más en el tema, me limito a decir que en la visión de Vasconcelos, mientras que es el despotismo el que ha hundido en la miseria a los pueblos latinoamericanos, son los gobiernos democráticos, sobre todo si están encabezados por hombres de cultura (como Sarmiento, Montalvo o Bello) los que conducen a la prosperidad. No por ello, empero, deja de reconocer que el gran déspota Porfirio Díaz también impulsó de modo sustantivo el crecimiento económico del país, aunque en definitiva lo condena en tanto que todo tirano, ejemplo de dominio unipersonal, “está destinado a traer una nueva era de odio, destrucción y caos”.
El capítulo final está dedicado a exaltar el papel de la raza mestiza. Por principio de cuentas, el autor añade una observación interesante que le desconocíamos, en el sentido que los indígenas mesoamericanos no constituyen de ninguna manera una raza primitiva. Acepta que pueden ser una raza decaída, en la que de seguro hay vestigios de la gran época de la Atlántida, pero no primitiva como tal. Un enorme paso adelante si se considera que para su contemporáneo el “humanista” Reyes los antiguos pobladores del Anáhuac son —y la frase me suscita escalofríos— “un pasado absoluto” (véase de nuevo el antes mencionado Discurso por Virgilio). Por lo demás, Vasconcelos sostiene que el mestizo representa un elemento totalmente nuevo en la historia, sin verdaderos asideros en el pasado, lo que de modo necesario lo proyecta hacia el porvenir. Retomo el argumento en su aspecto medular: “…el mestizo no puede remontarse por entero a sus padres, ya que no es exactamente como ninguno de sus ancestros, y al ser incapaz de vincularse plenamente con el pasado, el mestizo está siempre dirigido al futuro, es un puente hacia el porvenir.” Ningún país como México, añade el autor, puede mostrar “todos los signos y los efectos de esta peculiar psicología mestiza”.
No todo, empero, es miel sobre hojuelas. Su valoración del zapatismo, por ejemplo, revela no sólo un dejo peyorativo contra los campesinos alzados en armas sino igualmente una consideración muy unilateral acerca de las comunidades indígenas en general, las cuales, según esto, “carecen de estándares civilizatorios en los cuales apoyarse.” Su diversidad, opina Vasconcelos, resulta una limitación. El indio, enfatiza: “No tiene lenguaje propio, (y) nunca tuvo una lengua común para toda la raza.” La lengua de España resulta así elevada a canon insuperable de todo proceso civilizatorio. Lo cual ya es mucho decir…
En fin. Estoy consciente de que resumo de manera apresurada y parcial un libro muy rico en argumentos del mejor Vasconcelos. En estos días que corren, cuando ciertos personajes de la academia se entregan al deporte de menospreciar los variados aportes de este pensador… sin siquiera haberlo leído, me parece que la aparición de La otra raza cósmica es una buena oportunidad para iniciar la tarea pendiente.