sábado, 19 de mayo de 2012

Carlos Fuentes: literatura y civismo

19/Mayo/2012
Milenio
Ariel González Jiménez

Mis encuentros con Carlos Fuentes fueron escasos, breves y fortuitos. Sin embargo, deseo apuntarlos ahora que ha muerto para iniciar este comentario sobre su figura y obra, porque confirman lo que aun sin haberlo tratado nunca hubiera podido decir de él.
Pasé la segunda mitad de los años noventa en Buenos Aires, trabajando para la embajada de México. Como se sabe, esa ciudad tenía un significado nostálgico y vital para Fuentes, quien había pasado ahí algunos de sus años mozos. Así que sus visitas eran por lo menos anuales, ya para cumplir compromisos con instituciones y eventos como la Feria del Libro, ya por el puro gusto de volver a esa ciudad con tantos amigos y recuerdos.
En un primer encuentro me tocó recibirlo en el aeropuerto de Ezeiza y ofrecerle todo el apoyo de la embajada para su visita. Según recuerdo venía de Europa y estaba ávido por conocer las noticias tanto de México como de Argentina (internet apenas despuntaba); así que mientras esperábamos su equipaje y nos trasladábamos hacia su hotel, me exprimió en mi calidad de agregado de prensa. ¿Qué pasa con los justicialistas? ¿Con la UCR? ¿Qué tal la visita del presidente Zedillo? ¿Nuevas inversiones mexicanas?
Así era el Fuentes diplomático que por momentos hacía a un lado al Fuentes escritor: un analista de la realidad mundial, un apasionado de la realidad política y un profundo conocedor de la historia.
Solo un observador acucioso de la realidad social pudo escribir, en otro momento, La región más transparente, obra que le valió el reconocimiento nacional y, al poco tiempo, internacional. Fue ahí donde el diplomático nato, el estudioso de la política y la sociedad, cedió no sus conocimientos, pero sí su sensibilidad, ante el escritor.
La crítica ha coincidido en que La región más transparente debe su intención a una suerte de muralismo literario: recrear con un conjunto amplio de personajes el gran paisaje social de una época, tal y como lo había hecho Diego Rivera. Esa apreciación, estética sin duda, me parece válida; sin embargo, a finales de los años cincuenta, cuando apareció su novela, solo un autor con una vasta formación en el pensamiento político y social (había estudiado derecho y economía) podía captar en toda su complejidad esa etapa de la posrevolución mexicana.
Su obra, pues, no procede solamente de sus recorridos por la capital mexicana, ni del trato (cercano o lejano) de personajes modélicos que le servirían para su obra, sino de un examen social más elaborado en el terreno intelectual. Él mismo habría de señalarlo en distintas oportunidades al referirse a su novela: la realidad urbana que traza es resultado de una Revolución fallida (interrumpida, diría Adolfo Gilly) que continuó reproduciendo —en otra escala, desde luego— la desigualdad y la injusticia que todavía hoy sufrimos.
La Revolución mexicana constituyó el gran ideario del siglo XX mexicano. Lo que vino a decirnos La región más transparente (y buena parte de la novelística de Fuentes que le siguió) es que el sueño del progreso social seguía siendo una pesadilla para muchos, que la corrupción y el arribismo habían dado al traste con las instituciones recién creadas, que los pobres se las tendrían que apañar como pudieran en los años por venir (como ocurre ahora mismo).
El mayor mérito literario de Fuentes se concentra, a mi modo ver, en La región más transparente, por lo que hace al campo de la novela; en Los días enmascarados por lo que toca al cuento; Aura, ejemplo superior de novela corta; y El espejo enterrado, un ensayo con vocación iberoamericana que hoy mismo habría que volver a leer para entender lo que somos como país y región en el mundo.
Pero el mayor mérito (del conjunto) de su obra, además del literario, es de valor cívico: recordarnos la deuda social y los compromisos incumplidos de lo que fue el mayor proyecto de transformación social que ha vivido el país en los últimos cien años.
Hará cosa de unos quince años, rematé un ensayo sobre los jóvenes en México citando a Carlos Fuentes, porque me parecía (y al releerlo lo confirmo) lo más elocuente que se puede decir sobre la situación de quienes representan el porvenir nacional. Es necesario comenzar —decía yo— por atender a esa muchedumbre de jóvenes pobres que tienen en el desamparo su único horizonte. En Agua quemada, Carlos Fuentes retrató al hijo de Andrés Aparicio, Bernabé, que vive toda la frustración y desesperación que solo un joven puede sentir ante una sociedad que se debate entre la indiferencia y la exclusión:
“Acompañaron a los muchachos hasta la entrada del estadio Azteca y martincita le dijo que podía ir al Cementerio Español. Le compró un refresco a la Martina y comenzó a pasearse como ocelote enjaulado enfrente del estadio, dando de patadas contra los postes de luz neón cada vez que oía la gritería allá adentro, el aullido de ¡gol! y Bernabé pateando los postes diciendo por fin me lleva la chingada puta vida esta por dónde me le cuelo a la vida, ¿por dónde?”.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Figura en la tríada de los grandes escritores mexicanos, con Juan Rulfo y Octavio Paz

16/Mayo/2012
La Jornada
Ángel Vargas, Reyes Martínez, Merry MacMasters, 
Ana Mónica, Rodríguez, Fabiola Palapa, y Carlos Paul

La inesperada muerte de Carlos Fuentes, ayer, permeó más allá del ámbito literario repercutir en el mundo de la cultura mexicana en general.
Escritores, artistas, intelectuales y políticos se expresaron consternados y tristes ante el deceso de quien fue considerado por algunos colegas suyos la figura más importante de la literatura nacional, después de Juan Rulfo y Octavio Paz.
Durante la consulta efectuada por La Jornada entre la comunidad cultural e intelectual del país se destacó la gran capacidad analítica de Fuentes, así como la brillantez de su inteligencia.
Sin embargo, lo que predominó fue el reconocimiento a la trascendencia de su obra, en específico la de su primera época, con libros referenciales como La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz.
A continuación se reproducen las reacciones:
Fernando del Paso, narrador: Es una gran pérdida. Para mí, con La región más transparente, es una opinión generalizada, inauguró la novela moderna, la del siglo XX, en el sentido de la innovación de técnicas y lenguajes. La inauguró en México y Latinoamérica. Reitero: es una gran pérdida, porque no solamente fue un gran escritor sino un gran intelectual de ideas políticas muy definidas.
José Agustín, escritor: Carlos Fuentes es un escritor mayor de la literatura universal, ciertamente importantísimo en México. La aparición, a finales de los años 50 del siglo pasado, de La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz, fueron acontecimientos imborrables. Siempre me gustó mucho; pero la verdad, conforme pasó el tiempo se fue haciendo menos interesante para mí, sobre todo a partir de la década de los 70.
Hugo Gutiérrez Vega, poeta: Es una gran pena que Carlos haya muerto en medio de toda su actividad creadora; tenía mucho que entregarnos todavía, mucho que darnos. Debemos recordar La región más transparente como la primera novela sobre la ciudad de México en pleno crecimiento y sus contrastes; La muerte de Artemio Cruz, una de las grandes novelas sobre la Revolución y sus consecuencias, una novela posrevolucionaria crítica y valiente; Aura, que es una obra de arte y una novela corta genial en muchos aspectos; los cuentos y toda la novelística de Fuentes; además, sus ensayos, su observación de la vida nacional.
En algunos aspectos no coincidíamos, pero era un observador atento y reflexivo de la vida sociopolítica de México. Pero lo fundamental es que era un gran escritor y que muere en pleno trabajo, en plena actividad creadora; eso nos debe producir una gran pena, y tomar en cuenta sus lecciones tanto literarias como críticas.
Cristina Pacheco, periodista y escritora: Uno nunca se consuela de la muerte, pero si algo me hace aceptar la de Carlos Fuentes es saber que murió lúcido, trabajando, apegado a la literatura, lleno de avidez y curiosidad por este país. Es una de las inteligencias más vivaces que conozco y uno de los conversadores más extraordinarios, pero por encima de todas las cosas sabía ser un magnífico amigo.
Carlos Payán, periodista: Fuimos amigos durante muchos años. Desde muy joven, cuando leí La región más transparente y sus cuentos, yo me entusiasmé con ese escritor; siempre me pareció que era un cuentista extraordinario. Creo que su mejor novela sigue siendo La muerte de Artemio Cruz. Lo voy a extrañar mucho.
Emmanuel Carballo, crítico literario: Carlos Fuentes era y seguirá siendo durante algún tiempo la figura más importante de las letras mexicanas. Nos iniciamos juntos en la literatura, hicimos la Revista Mexicana de Literatura. Abrimos nuevos horizontes a las letras nacionales, no es vanidad, es algo que se puede comprobar viendo los catálogos de las editoriales. Carlos era una persona sumamente inteligente, vivaz. Cuando nosotros íbamos, él regresaba. Era de una memoria, de una intuición pocas veces vista. Y se lo digo yo a mis ochenta y tantos años. Yo admiraba entre otras muchas cosas esa cualidad suya.
Literariamente, hay dos Carlos: el bueno y el regular. El bueno empieza con Los días enmascarados, La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz, y con algunas otras obras más. Y las últimas novelas de Carlos, yo no sé qué había pasado. Si Vargas Llosa, que es más joven, y sigue publicando novelas importantes, libros serios y trascendentes, a Carlos se le fue y ya no había libro suyo, del género que fuera: ensayo, cuento, novela, que tuviera la calidad, la fuerza, que abriera caminos, como en los primeros. Yo me quedo con el primer Carlos, y respeto profundamente al segundo. En México su figura es muy importante, pero pudo ser más importante.
Marcelo Ebrard, jefe de Gobierno de la ciudad de México: Estamos muy consternados, como todos. El día de hoy (martes) la familia llevará a cabo su duelo muy íntimo y por lo que dijo Silvia (Lemus, viuda de Fuentes) habló con el Presidente (Calderón). Mañana (miércoles) habrá un homenaje a las 12 horas en el Palacio de Bellas Artes y ahí concurriremos todos y todas para darle el adiós a Carlos Fuentes.
Su muerte es una pérdida importante para toda la ciudad. Participaremos en el homenaje de Bellas Artes, pero éste se mantendrá con nosotros de muchas maneras. Él aceptó que pusiéramos su nombre a uno de los trenes de la Línea 12, y así será. Carlos siempre estará en la ciudad, es parte de ella.
José Luis Cuevas, artista plástico: Nos conocimos desde los años 60 (del siglo pasado) en la ciudad de Nueva York, allí se inició la amistad. Estábamos en el aeropuerto esperando el avión que nos llevaría para México y ambos traíamos bajo el brazo la revista Look, en que se había publicado un artículo sobre los dos. Se llamaba Children of the Revolution (Niños de la revolución), con fotografías de Carlos y mías. Nos divirtió el hecho de que ambos trajéramos la misma revista, en el mismo vuelo, en el mismo avión. Ya fuimos en el avión festejando esta coincidencia.
Desde entonces ha sido uno de mis mejores amigos y uno de los escritores más notables, definitivamente, no sólo de México, sino de la literatura de habla hispana. Todavía el día de mi cumpleaños, el 26 de febrero, estuvo en mi casa con Silvia Lemus, y se veía bien, estaba muy contento, muy risueño, nos sentamos juntos.
Como se dice, todavía no me cae el veinte de su muerte, que me ha afectado profundamente porque era uno de mis grandes amigos, que se han ido muriendo poco a poco: Carlos Monsiváis y Fernando Benítez. Todos aquellos que nos llamaban la mafia fueron falleciendo y el único sobreviviente hasta este momento soy yo.
Los jóvenes lo que tienen que hacer es leer a todos estos escritores que son los clásicos de la literatura mexicana como es el caso de Carlos Fuentes, como lo fue Juan Rulfo en su momento, y que lean mucho porque en este momento no existe nadie que pueda substituir a Fuentes. Es lamentable el hecho que no haya recibido el Premio Nobel, le sucedió lo mismo a Jorge Luis Borges, porque lo merecía. Todavía hace poco hubo un homenaje a Leonora Carrington en el Museo Cuevas, Fuentes participó y habló muy bien como siempre. Fue un hombre a quien le daba mucho la palabra.
Juan Domingo Argüelles, escritor y crítico literario: Carlos Fuentes me parece un escritor muy bueno, estupendo, en su primera época. En obras como La región más transparente, Las buenas consciencias, La muerte de Artemio Cruz, Cambio de piel me parece un autor muy sólido, muy bueno.

Y después me parece que tiene una época en la que comienza a tener menos fuerza. Sus últimos libros que leí, por ejemplo, La silla del águila, Los años con Laura Díaz e Instinto de Inez, me parecen libros menores, ya no tienen la misma fuerza.
Sin duda, es un escritor importante. Después de Juan Rulfo y Octavio Paz, es la figura más destacada de las letras mexicanas, pero también es cierto que ya en su última época no era ese gran escritor.
Tengo, pues, una visión doble sobre Carlos Fuentes, una de ellas muy crítica. Me parece que al final se concentró más en una visión política –digamos, era más una figura literaria política– que en la literatura y conservar ese grado de figura literaria.
Manuel Felguérez, artista plástico: Primero, me dolió mucho como amigo. No es que fuera muy íntimo de él, pero nos conocimos desde tercero de secundaria. En la fiesta del año de la escuela de 1945 montó una obra de teatro. Después estuvimos juntos en la preparatoria en diferente salón. Y de allí en adelante lo seguí viendo en la vida. Nos tocaron conferencias juntas en Nueva York, París y México. Siempre lo admiré como orador; hablaba todos los idiomas perfectamente. Era el gran embajador de México, era la gran personalidad que daba la cara de México en el extranjero. Tenía opinión política, literaria, en fin, era una persona extraordinaria. Pienso que quien realmente pierde con su muerte es México.
Silvia Molina, narradora: Hemos perdido uno de los grandes escritores del país. No se me ocurre decir nada más, la verdad estoy impactada, es algo que nadie esperaba. Yo tuve la fortuna de tratarlo cuando estuve de agregada cultural de México en Bélgica y vi realmente cómo se le conocía fuera del país y cómo se apreciaba su trabajo: llegaba la gente de otros lados para poder escucharlo. Es un escritor que siempre puso al país en alto en el extranjero, y deja una obra considerable y unos libros que son clásicos ya en la literatura mexicana.
Vicente Quirarte, poeta y ensayista: En este momento estoy leyendo como si fuera la primera vez Muñeca reina, de un texto que marcó mi adolescencia para siempre; y me doy cuenta que Carlos Fuentes sigue siendo más joven que entonces aunque yo sea más viejo que entonces.
Enrique Serna, narrador y ensayista: Carlos Fuentes dejó una obra muy vasta, y como todos los escritores que publican muchos libros, tuvo sus altas y sus bajas, pero es indudable que cuatro o cinco libros suyos, sobre todo de la primera época, van a perdurar. Me parece admirable que haya llegado a la vejez con tanto empuje y que se haya mantenido joven hasta los 80 años.
Carmen Parra, artista plástico: Era el único mexicano universal que quedaba, que lo conocían en China, Japón y la India. Cada día estamos más solos en este contexto universal. Carlos dijo alguna vez que Gironella era para él lo mismo que Tamayo para Octavio Paz. Hicieron Terra Nostra, una gran novela de Carlos, que Gironella ilustró en París cuando vivíamos allí. Perdimos una gran voz en el ámbito universal y una gran voz para que los políticos oyeran otro punto de vista. Esperemos que surja una nueva voz para que nos escuchen a los artistas y al mundo cultural.
Pedro Friedeberg, artista plástico: Me parece mucho más importante que Octavio Paz, por ejemplo. Los escritores son las únicas personas cultas que quedan en este país. Todos los demás se han vuelto unos imbéciles en el aspecto cultural. Pero, por otro lado, hay como 10 o 20 o 30 escritores que ahora van a poder respirar porque allí estaba esa como momia, esfinge, de Carlos Fuentes, aunque no era un déspota. Pero es bueno cuando se va una persona tan súper importante y además ya tiene más de 80 años, que se vaya. También ya me voy a ir dentro de cinco años, aunque no soy Carlos Fuentes, ni mucho menos.
Ignacio Padilla, narrador y ensayista: Es muy difícil no caer en un lugar común cuando se habla de la vida, de la obra o del pensamiento de alguien que en realidad es inabarcable e indescriptible, como es el caso de Carlos Fuentes. Creo que se dirán cosas muy valiosas al respecto, y a mí apenas me toca insistir en su extraordinaria e inusual generosidad, que redundó desde el principio de su vida en la construcción de puentes imprescindibles entre sus contemporáneos, sus maestros, sus discípulos y sus lectores de todas las latitudes. Estoy convencido de que sin Carlos Fuentes no habríamos tenido ni remotamente el deslumbrante siglo de oro de literatura latinoamericano como lo tuvimos en la segunda mitad del siglo XX. Él hizo esa literatura. Sus dos mejoras obras obtuvieron el Premio Nobel de Literatura, es decir Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. Toda su vida y toda su obra estuvieron encaminados a articular y explicarnos quiénes somos, cómo somos y por qué somos así.
Gonzalo Celorio, escritor: Hoy que ha fallecido Carlos Fuentes, es Día del Maestro y Fuentes fue ante todo un gran maestro, que abrió las puertas de la literatura mexicana a la modernidad y que con una generosidad verdaderamente exultante permitió que las nuevas generaciones pudieran transitar por esas puertas que él abrió. Su fecundidad era extraordinaria, tenía una enorme capacidad de trabajo, un gran talento y una productividad enorme. Su obra literaria tiene dos importancias: es importante para la literatura, la cual se va a quedar con muchas de sus obras, pero también es muy importante para la historia de la literatura. De sus novelas, yo me quedaría con tres de ellas, por diferentes motivos. La región más transparente porque es la primera novela que pudo tener a la ciudad de México como un personaje polifónico, con todas sus variantes dialectales, lingüísticas, con toda la pluralidad de sus estamentos sociales. Está novela fue curiosamente la última que se escribió sobre la ciudad de México, porque a partir de esa novela primeriza en la obra de Carlos Fuentes ya no se pudo abarcar a la ciudad en su conjunto. Ahora los novelistas tienen que hablar sobre sectores de la ciudad de México. En segundo lugar hablaría de la novela cuya estructura es enormemente valiosa, que es La muerte de Artemio Cruz. En ella Fuentes utiliza una triple estructura narrativa de hablar: en primera, segunda y tercera persona; y a cada personaje narrativo le adjudica un tiempo verbal: Yo en presente, Él en pretérito y sobre todo ese Tú en futuro, que se vuelve como un testamento, como un mandamiento y como un destino. Y la gran novela Terra nostra, que para mí lamentablemente no ha sido suficientemente valorada por la crítica y que es una verdadera construcción verbal. Es una novela equivalente a Paradiso, de José Lezama Lima. La de Fuentes es también una gran aventura verbal, una construcción paródica con una gran referencialidad histórica, que tiene que ver mucho con la idea de la novela total, que en su momento fue tan importante. Por otra parte habrá que destacar la amistad de Carlos Fuentes, su enorme generosidad, el orgullo que nos daba a todos –independientemente de cualquier valoración crítica– de que él pudiera ser un verdadero representante de México en el ámbito de la cultura universal.

domingo, 13 de mayo de 2012

Rilke y Lizalde: la guerra de las rosas

13/Mayo/2012 
Jornada Semanal
Evodio Escalante


Se trata, bien a las claras, de una confrontación. Si puedo incurrir en una caricatura, de la que tendría que desdecirme de inmediato, sugeriría que es el encuentro entre los que en la jerga boxística se llaman el “técnico” y el “rudo”. Dígase si no: Rainer María Rilke, acaso el más depurado poeta del siglo XX, el fruto más elevado y exquisito del simbolismo, es traducido al castellano por Eduardo Lizalde, un poeta desengañado, materialista y con una cierta debilidad por la putrefacción de la carne. El carácter etéreo de los ángeles, criaturas de belleza terrible, contrasta con la voracidad del tigre lizaldeano que carcome por dentro a quien lo mira; la sutileza del temblor anímico, con la dentellada del instinto animal. El resultado de esta colisión de personalidades es doble. Por un lado, Lizalde da a las prensas un libro con sus versiones del ciclo de poemas que el poeta austríaco escribiera originalmente en francés: Les roses/Las rosas (Conaculta-El Tucán de Virginia, 1995), por el otro, como si la traducción de Rilke significara una cita consigo mismo que lo obligase a resolver un reto personal de creador, trama sus propios poemas ceñidos todos al mismo asunto de la rosa. El resultado de ello es un poemario de Lizalde de una intensidad sorprendente: Rosas (El Tucán de Virginia, 1994).
Estas Rosas, entendida la expresión en un sentido no restrictivo, son de algún modo imitaciones de los textos de Rilke. El propio Lizalde así lo afirma en el pequeño prólogo que antecede a su traducción. Los textos “fueron primero concebidos como juegos de apócrifos rilkeanos o parodias risueñas con cierto tufo romántico a divanes y cuadros art nouveau”. El gesto de la denegación, tan preferido por el autor, se impone de inmediato: “El ejercicio, que consistía en pulsar la misma cuerda una y cien veces, para sacarle todos los matices posibles a la idéntica agotada melodía, naturalmente se frustró. Me resultaron epigramas y pastiches –frecuentemente irrespetuosos–, y poemas, o glosas de otros textos, más cercanos a mis obsesiones.”
Lo bueno de este ejercicio frustrado, agrego por mi parte, es que gracias a él existen estos poemas que, aunque escritos a la sombra de Rilke, relumbran todos ellos con la auténtica luz lizaldeana. Acaso el más rilkeano podría ser el poema XXV, el cual surge en efecto de una lectura directa del segundo de los poemas de Las rosas, de Rilke, que establece una cercanía entre la rosa blanca y una mariposa que se ha confundido en lo que bien podría ser la duplicación vegetal de su ser. Lizalde retoma esta aproximación, dibuja la fascinación de la mariposa por la señera flor… pero agrega sin dilación el sello de la casa: de un solo zarpazo un gato intruso acaba con las dos.
El universo de Lizalde es cruel hasta el exterminio. Y su rosa, con toda su belleza, no siempre es fascinante: a veces algo tiene de mórbida. La llama “anencefálica” en un poema, que es como decirle estúpida. En otro texto, después de ensalzar el hechizo sin duda sexual de sus emanaciones odoríferas, atreve con un destello de ironía este comentario feliz: “si las rosas pensaran,/ su dios sería un barbudo jardinero,/ con exactas y críticas tijeras de podar”.
El poema IX delata para mi gusto las lecturas filosóficas del autor. Militante durante los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, primero en el Partido Comunista de México, y luego en la Liga Leninista Espartaco, donde coincidía con la camaradería de ese marxista genial que fue José Revueltas, Lizalde no es sólo un hombre de muchas letras, sino igualmente de abundantes lecturas políticas y filosóficas. De modo señalado tendría que mencionar a Kant, a Wittgenstein y a Hegel. Alguna vez he escrito que su obra maestra, el extenso poema llamado El tigre en la casa, es en buena medida una puesta en escena de la noción de autoconsciencia tal y como la concibe Hegel en la Fenomenología. Hegel piensa que Dios y su creación, el universo entero, se necesitan mutuamente, por eso ha dicho: “Dios, sin el universo, no sería Dios.” Lizalde elabora una hermosa variante de esta sentencia: “Rosa, libro estelar,/ te hojean los dioses,/ de milenio en milenio,/ para saber la clave de su propia, eterna,/ impensable belleza,/ fraguada en su criatura.”
Incluso las divinidades mismas tienen que mirarse de vez en vez en el espejo delicado de la rosa para saber cuáles son los alcances de su fuerza generatriz. Como se ve, estética y metafísica se dan la mano en este libro. Por eso otro de los poemas de Lizalde puede iniciar formulando estas preguntas que en su contexto se antojan imprescindibles: “¿Cómo pasó esta rosa de la nada al ser/ y cómo de la nada el ser pasó a la rosa?”
La insinuación, no cuesta trabajo mostrarlo, ya estaba en Rilke. De modo particular en el poema XXIII de Las rosas que cierra con esta pregunta: “¿Tu innumerable estado hace que conozcas/ en amalgama donde todo se confunde,/ ese inefable acuerdo de la nada y el ser que todos ignoramos?” (Transcribo según la versión de E. L.) Pero… Lizalde va más allá. Ya no se trata de un acuerdo sino de una transición.
Y de la transición a la transfiguración sólo hay un paso. Un paso que traspasa una frontera, por decir así. La transfiguración de la rosa, que deja de ser una metáfora literaria para convertirse en un símbolo de la trascendencia absoluta, está por supuesto en Rilke. Sin ello, no sería simbolista. Lizalde en este punto se encuentra desgarrado. Por una parte, la rosa puede representar la obsesión sexual y el desbarrancamiento en el abismo. Lo ilustra el poema inicial de Rosas que se abre con esta definición retórica: “La rosa es como un león recién nacido”; para proceder en seguida a mostrar la cara enemiga de la sublime flor: “detesta a los poetas que han cantado/ su irracional belleza” –y no sólo esto: a varios de ellos se ha llevado a la tumba. De modo tal que el poeta no puede concluir el texto sin un señalamiento precautorio: “Guardarse de las rosas,/ cuyos tallos se rompen de dulces y de esbeltos,/ que a mansalva acuchillan/ sobre todo a los bardos,/ que a las inhalaciones inefables/ son divinos adictos.”
Por otra parte, se diría que Lizalde hace suyas las preocupaciones metafísicas de Rilke, y que de cierto modo las supera o las conduce a un límite. En el que es para mí el más perturbador de los poemas de su libro, Lizalde identifica con innegable audacia a la rosa con el Creador. Esta identificación es portentosa y a la vez fascinante porque conjuga lo finito con lo infinito. Transcribo este texto de Rosas que sería arduo tratar de comentar y que estimo una verdadera contribución a nuestra mejor tradición literaria. Aquí va: “VIII. Rosa y Doctor Angélico. Sabía la rosa angélica,/ desde su nacimiento,/ que su especie era menos que mortal,/ un punto de existencia,/ alguna brizna de inmensurable perfección,/ y que cielos arriba,/ y boreales auroras adelante,/ hacia el fondo del Cosmos de entraña inexplorada,/ Dios vive ahí, como una rosa de infinitos pétalos,/ de eterna y de fragante juventud,/ ante la cual se ruborizan,/ son renegrida sombra/ las auroras y soles más grandiosos y puros./ Dios vive ahí, en esas honduras/ y abismos deleitosos,/ latiendo y aromando, envenenando/ a veces, todo el Universo,/ pues la rosa es el Ser.”
¿Qué más puedo decir? Sólo una cosa: ¡Admirable!

Lizalde o la poesía del resentimiento

13/Mayo/2012 
Jornada Semanal
Mario Bojórquez

Cuando leemos un poema estamos leyendo toda la poesía universal; este trabajo en colaboración implica al idioma y a la experiencia vital del hombre sobre la Tierra. Cuando leemos a un poeta leemos también a aquellos otros que dieron testimonio de su vida y, aún más, los poemas que aún no han sido escritos por autores que aún no nacen. En la poesía de Eduardo Lizalde encontramos rasgos inequívocos de la obra de Ramón López Velarde. Esta influencia ha sido analizada y comentada por la crítica a partir de la publicación de El tigre en la casa y confirmada en Caza mayor y otros libros. La figura del tigre, se ha dicho, le ha llegado a Borges por Blake y a Lizalde por Darío. Esto puede ser cierto; de Borges sabemos su gusto por el trocaico tigre que “en las selvas de la noche es un brillo ardiente”, y en Lizalde recordamos su diálogo con Darío en “las fieras se acarician, Rubén,/ bajo las vastas selvas primitivas” que nos remiten al poema “Estival”. Sin embargo, nosotros creemos que es del texto “Obra maestra”, de Ramón López Velarde, que viene su final filiación; ya Vicente Quirarte ha apuntado a principios de la década de los noventas: “El tigre es el gran mendigo cósmico, el solterón lopezvelardeano, el de la inaudita belleza que atrae y que repugna”, y en otro momento Ramón Xirau se refiere así a El tigre en la casa: “Nace, ahora cercana a López Velarde –nuevamente punto de partida– ‘la amada’, pero surge en el ‘resentimiento’– ¿se trata de un re-sentimiento, un nuevo sentir?” Sí, nos parece que se trata de un nuevo sentir; pensamos que la poesía de Eduardo Lizalde ha renovado el discurso amoroso en la poesía española contemporánea, ha logrado inyectarle esa fiereza que viene de “Obra maestra”, esa desesperación que en el vértigo se abisma, ese girar sobre el signo del infinito. Desesperado, furioso, colérico, conocedor de la potencia que la naturaleza ha dispuesto en su semilla, pero al mismo tiempo excedido por no lograr la perfección, la indigencia espiritual que en racimos de ira, de odio en peso, en vilo, lacera las paredes del alma, injerta garras de amargo y dorado odio. Ya la perra enorme ha dado al dogo fiel vástagos de puerca en El tigre en la casa, y en Caza mayor la tigra destruirá a la camada y compartirá, con el tigre real, el amo, el sol, el solo, el soltero, las tiernas carnes del filicidio. En López Velarde leemos “El tigre medirá un metro. Su jaula tendrá algo más de un metro cuadrado. La fiera no se da punto de reposo. Judío errante sobre sí mismo, describe el signo del infinito con tan maquinal fatalidad, que su cola, a fuerza de golpear contra los barrotes, sangra de un solo sitio. El soltero es el tigre que escribe ochos en el piso de la soledad.” He aquí retratada la fiereza del tigre de Lizalde, su descarnada furia, que destruye porque la piedad no es un atributo de la belleza; aquí su maquinal fatalidad, su engrasada maquinaria de odio y de placer rencoroso; aquí el retrato del tigre-soltero: “El tigre en celo/ es como un pozo de semen,/ como un brazo de río:/ más de cincuenta veces en un día/ copula y se descarga largamente en la hembra,/ como un cielo encendido en éxtasis perpetuo,/ una tormenta de erecciones.”
Un poeta romántico mexicano casi desconocido para las nuevas generaciones, un autor digamos de culto, es quizá una de las fuentes del lenguaje injuriante en la poesía mexicana. Muchos poetas nuestros han establecido una suerte de diálogo con la obra de Antonio Plaza, pero será sin duda el poeta Eduardo Lizalde quien mejor reflejará esta influencia literaria. Su libro, El tigre en la casa, conserva rasgos definitivos de la escritura de “A una ramera”, el tema de la amada como el ser más vil y vicioso: en Plaza, la ramera; en Lizalde, la perra: “La perra más inmunda/ Es noble lirio junto a ella/ Se vendería por cinco tlacos a un caimán/ Es prostituta vil, artera zorra/ Y ya tenía podrida el alma a los cuatro años./ Pero su peor defecto es otro:/ Soy para ella el último de los hombres.”
Mientras que en Antonio Plaza reconocemos la devoción del amor por un ser manchado en el desprecio social, en Eduardo Lizalde esta visión se ha modernizado, incide en el destino de un hombre que ha tenido que sutilizar su amorosa entrega a alguien por quien él mismo siente ese desprecio: “¡Ámame tú también! seré tu esclavo,/ tu pobre perro que doquier te siga./ Seré feliz si con mi sangre lavo/ tu huella, aunque al seguirte me persiga/ ridículo y deshonra; al cabo, al cabo,/ nada me importa lo que el mundo diga./ Nada me importa tu manchada historia/ si a través de tus ojos veo la gloria.”
En sus poemas “Lamentación por una perra” y “La ciudad ha perdido su Beatriz”, Eduardo Lizalde consigue ir más allá en el uso violento del lenguaje con expresiones que causan pasmo en el sorprendido lector: “También la pobre puta sueña./ La más infame y sucia/ y rota y necia y torpe,/ hinchada, renga y sorda puta,/ sueña.” Con expresiones de amargo y ácido desencanto va colocando el repertorio de injurias: “despreciable perra”, “cloaca ambulante”, “perra innoble”, “perra sin límites”, “perra impune”, y aun las prostitutas al lado de esa “perra” se ven como decentes señoritas: “¡Grandes hetairas,/ qué pequeñas sois junto a ella!/ qué despreciables,/ qué puras.” En tanto que Antonio Plaza logra una mezcla agridulce de injurias y devoción enferma evidenciado en el uso del contraste, tal como en Petrarca reconocemos el tema de los contrarios en el amor con su Pace non trovo…, donde a cada proposición positiva en el discurso se alterna una proposición negativa en sus valores más eminentemente morales: “Mujer preciosa para el bien nacida,/ Mujer preciosa por mi mal hallada,/ Perla del solio del Señor caída/ Y en albañal inmundo sepultada;/ Cándida rosa en el Edén crecida/ Y por manos infames deshojada;/ Cisne de cuello alabastrino y blando/ En indecente bacanal cantando.”
Una de las figuras plásticas más impresionantes en la obra de Eduardo Lizalde es la de la mutilación y el desgarramiento; en el poema 3 del Retrato hablado de la fiera. Dice que “el amor era una fiera lentísima:/ mordía con sus colmillos de azúcar/ y endulzaba el muñón al desprender el brazo”. Y en el poema “Bellísima” de La zorra enferma afirma: “Si fuera usted un poco menos bella/ si tuviera un defecto en algún sitio/ un dedo mutilado y evidente.” Y más adelante insiste: “Y desespera comprender/ que aun la mutilación la haría más bella/ como a ciertas estatuas.” La referencia mexicana a este uso poético, donde se unen belleza y mutilación, la podemos encontrar en un hermoso poema, “Delicta Carnis”, de Amado Nervo, donde el poeta nayarita se duele en oración por su alma que se pierde entre los tormentos de la pasión carnal; rechaza a la Afrodita impura para alcanzar el sosiego de los justos, pero en sueños temibles la Venus de Milo lo persigue y desea: “Y no encuentro esperanza, ni refugio ni asilo,/ y en mis noches, pobladas de febriles quimeras,/ me persigue la imagen de la Venus de Milo,/ con sus lácteos muñones, con su rostro tranquilo/ y las combas triunfales de sus amplias caderas.”
Cuando leemos un poema leemos también de nuevo al hombre en su simpleza, en la modesta convencionalidad no heroica de sus ínfimos actos; leemos en ese verso la misma pulsión que gobernó el latido del aeda, y leemos al poeta futuro, aquel que volverá a cantar con nuevos acentos las melodías antiguas. Cuando nos acercamos a la obra de un poeta verdadero, como Eduardo Lizalde, nos acercamos a la historia del alma humana.

El tigre en la chamba

13/Mayo/2012 
Jornada Semanal
Rafael Vargas


Delmore Schwartz –el gran poeta estadunidense que a los veinticuatro años de edad mereció el elogio unánime del mundo literario estadunidense por la publicación de su primer libro, En los sueños comienzan las responsabilidades (una amalgama de poemas y cuentos por los que llegó a ser comparado con Stendhal y con Chéjov), y que en 1966, a los cincuentaidós años, falleció empobrecido y paranoide en el elevador de un hotel de medio pelo, en Manhattan–, escribió en uno de sus siempre perspicaces e incisivos ensayos, “La vocación del poeta en el mundo moderno”, que quien respondía al llamado de la poesía tenía muy pocas probabilidades –o ninguna– de ganarse la vida a través del ejercicio directo de la creación poética.
Existen –dice Schwartz– premios, becas, mecenas, y la poesía es celebrada con mucha generosidad y muchos honores. “Desafortunadamente, éstos le son otorgados al poeta hasta que él mismo ya ha logrado la estabilidad, pero durante los primeros años, quizá los más difíciles, lo mejor que un poeta puede hacer es conseguirse cualquier otro tipo de trabajo para poder pagarse el empeño de ser poeta.” Esto, que Schwartz escribió en 1958, hace más de medio siglo, refiriéndose a la situación de los poetas en Estados Unidos, era igualmente válido para los escritores del México de entonces, aunque en nuestro país la única institución que otorgaba becas de manera sistemática en esa época era el Centro Mexicano de Escritores, fundado en 1951 por la narradora estadunidense Margaret Shedd.
En su juventud, buen número de los narradores y poetas que habrían de contarse entre nuestros más renombrados autores desempeñaron los más diversos oficios, algunos muy apartados de la actividad literaria –Octavio Paz contaba y quemaba billetes retirados de la circulación en los hornos del Banco de México; Jaime Sabines comerciaba telas y confecciones en un negocio familiar; Juan Rulfo trabajaba como agente viajero para la llantera Goodrich Euzkady, y Juan José Arreola deambulaba vendiendo sandalias en Ciudad de México.
Aun en terrenos aparentemente más afines, señala Schwartz, el poeta que se convierte en profesor universitario, guionista de radio, televisión o cine, periodista, empleado de una casa editorial o de una agencia de publicidad, está siempre en riesgo de acabar apartándose de su verdadero trabajo, el que ha elegido por vocación: escribir poesía.
Ayer y hoy, en Estados Unidos o en México, el ejercicio poético se cumple siempre, incluso en los casos en que el desempeño de un puesto en la academia o en la administración pública parecerían garantizar una cierta tranquilidad económica, a contracorriente y a deshoras.
Por supuesto, ésta ha sido también la realidad en la que Eduardo Lizalde se ha visto sumergido desde la adolescencia. En esos años se dio cuenta no sólo de que era imposible vivir de escribir poemas, sino incluso practicando otros géneros literarios.
Por eso, además de los centenares de artículos periodísticos y ensayos literarios y políticos que desde comienzos de los años cincuenta ha escrito motu proprio (pero también para redondear el sostén personal y familiar), de los muy extensos guiones para telenovelas históricas, de las decenas de programas para radio y televisión alrededor de una de sus grandes pasiones –la ópera–, de los centenares de cápsulas radiofónicas, del incesante trajín que implica dirigir un suplemento cultural semanal (ha dirigido dos: La Letra y la Imagen, para El Universal, y El Semanario, para Novedades) Lizalde ha tenido que compaginar la construcción de su espléndida obra poética con una larga serie de funciones y cargos en instituciones como la Universidad Nacional Autónoma de México (donde ha sido profesor titular en la Facultad de Filosofía y Letras; director general de la Escuela de Verano; redactor de La Gaceta de la UNAM; jefe de la Imprenta Universitaria; director de Radio UNAM; director de la Casa del Lago); la Secretaría de Educación Pública (primero como director general de Educación Audiovisual, después como director general de Publicaciones y Medios); la cadena de Televisión de la República Mexicana (red de repetidoras dirigidas a las zonas rurales del país de la cual fue director general); el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (donde se desempeñó como subdirector de Publicaciones); el Instituto Nacional de Bellas Artes (fue director general de la Compañía Nacional de Ópera) y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, en cuyo extenso organigrama ocupa, desde 1996 hasta la fecha, el cargo de director general de la Biblioteca de México.
Precisamente en los años en que comenzó a desempeñar esta última tarea tuve la fortuna de ser su colaborador. En 1996 yo era subdirector general de la Biblioteca, dirigida entonces por el poeta Jaime García Terrés, cuya salud decayó en abril de ese año de una manera tan acelerada que quienes lo rodeábamos ni siquiera fuimos capaces de anticipar su muerte, ocurrida a finales de ese mes. Transcurrió un semestre sin que se encontrara a la persona idónea para sucederlo. En noviembre llegó Eduardo Lizalde.
Lo primero que me llamó la atención en su estilo de trabajo fue su apuesta por la continuidad institucional. Algo, por desgracia, poco frecuente en el servicio público, donde lo usual es volver a partir de cero. Una vez que examinó las líneas de operación de la Biblioteca y los proyectos que se venían desarrollando, decidió mantener en sus puestos a la totalidad de colaboradores de confianza y proseguir con todas las actividades que había iniciado García Terrés. Enseguida, su principal empeño fue buscar un incremento en recursos financieros para dar al edificio un mantenimiento adecuado, dotar a las distintas áreas de nuevos equipos de cómputo (a veces parece imposible ganar la carrera contra el desgaste y la obsolescencia en ese terreno) y comprar un volumen importante de libros, indispensable para renovar y actualizar acervos. 
Nunca es suficiente el dinero cuando se trata de una biblioteca. La cantidad de gastos que deben hacerse para su buen funcionamiento es literalmente interminable. (Y hay que tener presente que la Biblioteca de México es una de las más concurridas del país.) En obtener esos recursos y decidir la mejor manera de emplearlos se invierten tiempo y esfuerzos preciosos, observables, en la mayoría de los casos, sólo en el largo plazo.
Trabajar con alguien a quien se admira es un privilegio. Naturalmente, admiraba la obra literaria de Eduardo Lizalde mucho antes de trabajar con él en la Biblioteca de México –mi generación creció leyendo y disfrutando sus poemas y escuchando en la radio sus múltiples programas en favor de la difusión de la ópera. Pero al trabajar a su lado cotidianamente tuve la oportunidad de admirar también al funcionario eficiente y sencillo, enemigo de aspavientos, siempre amable y gentil con sus colaboradores, siempre dispuesto a escucharlos y a tomar en cuenta sus opiniones. Como subdirector, conté siempre con su total confianza. Como editores de la revista Biblioteca de México, Jaime Moreno Villarreal y yo dispusimos de la más absoluta libertad y de su plena colaboración para realizar cada número.
Naturalmente, lo más fácil fue admirar cada vez más a la persona y sentir cada vez más afecto hacia quien, de pronto, un buen día, descubrimos que se cuenta entre nuestros mejores amigos –como lo era ya en las páginas de sus libros. Ojalá todo mundo tuviera la felicidad de trabajar alguna vez con alguien así.

Lizalde narrador

13/Mayo/2012 
Jornada Semanal
Rosario Sanmiguel

El mismo año en que se publica La espiga amotinada, 1960, Eduardo Lizalde sorprende con la publicación de un libro individual, La cámara, integrado por una docena de cuentos que desvelan su talento narrativo. Si en todo escritor se establece una relación entre obra y tiempo, en Lizalde se manifiesta claramente en este conjunto de relatos comprometidos con el lenguaje y las ideas. La cámara es un libro que se inserta en la tradición del cuento moderno mexicano por la economía expresiva de algunos de sus textos, las situaciones absurdas que plantea, la atmósfera de irrealidad que respiran las historias y a la vez la mirada caladora en los problemas sociales del individuo de nuestro tiempo.
La reflexión sobre el arte moderno, los artistas y los mercaderes son algunos de los temas que aborda con prosa precisa y claro dominio de la técnica, construyendo un entramado que soporta el cuestionamiento de fondo: la función cultural del arte moderno frente al valor histórico de la falsificación de piezas clásicas y la idea de originalidad en el arte de nuestros días. Eduardo Lizalde despliega un mundo ocupado por la desigualdad y la injusticia, un lugar donde conviven traficantes de arte, funcionarios públicos farsantes y niños hambrientos. También recurre a la sátira y a la ironía para evidenciar ciertas actitudes y vicios de nuestro sistema político. Sus relatos ponen de relieve el abominable dedazo, el ascenso y descenso de los funcionarios públicos inalcanzables en su falsa importancia, así como la imposición de tradiciones en contra de la razón.
El título de la colección también es del relato que abre el libro, único que ubica la historia en un espacio específico. Si las otras historias podrían suceder en cualquier jardín, calle o barrio del país, los sucesos de “La cámara” sólo son posibles en una zona fronteriza. Con este relato Lizalde denuncia el infame tráfico de personas, la discriminación racial y las condiciones inhumanas a que se someten quienes van tras el sueño estadunidense; plantea una mirada sobre el margen, el bordo, la frontera, la situación límite. Después de todo, ser indocumentado en el vecino país del norte es otro extremo al que puede llegar un mexicano. Desde esta posibilidad, la propuesta del libro desemboca en la crueldad de “La tormenta”, breve relato que acusa la obsesión destructora de cierto jefe revolucionario, y cierra la colección de cuentos al tiempo que tiende un largo puente hacia una novela ubicada de lleno en la Revolución Mexicana. Se trata de Siglo de un día, publicada por Lizalde en 1993.
No es novedad en nuestras letras leer a poetas novelistas. Ya en las primeras décadas del siglo XX los Contemporáneos incursionan en el campo de la ficción; sin embargo, su prosa breve y lírica más parece continuación de su trabajo poético y no la elaboración de una novela. De ahí el epíteto novelistas sin novela. No es el caso de Eduardo Lizalde, autor de un texto de largo aliento cuyo tempo sostiene a lo largo de más de quinientas páginas. Siglo de un día es una novela que confirma que la representación histórica es uno de los rasgos preponderantes en la literatura mexicana del siglo XX. Un recorrido por los caminos de nuestra narrativa nos lleva inequívocamente de la novela de la Revolución hasta la finisecular conocida como nueva novela histórica.

A pesar de que Eduardo Lizalde nos advierte que la suya no es una novela histórica, lo es. Ciertamente no a la manera de las de Azuela ni las de Martín Luis Guzmán, escritas al fragor de la batalla. Tampoco es la de Yáñez o la postrevolucionaria de Fuentes. Siglo de un día se escribe a partir de la perspectiva que otorgan el tiempo y la distancia. Lizalde contempla en retrospectiva la saga nacional ligada a los avatares de su familia; escribe desde un punto de vista que favorece la reflexión, la valoración, la cita. Por eso el recuento de la historia está a cargo de varios relatores, personajes definidos por su lenguaje: el profesor Quiroz, Prócoro y el tío Palemón. Son ellos los tramadores de la novela quienes comentan y debaten cada suceso, los que dan cuenta de las batallas de Zacatecas y Celaya, los que relatan la Decena Trágica y lamentan el saqueo y las no escasas traiciones.
Hay tantas maneras de tratar el tema de la Revolución Mexicana como novelas escritas. La de Eduardo Lizalde arranca con un suceso clave, el asalto de Zacatecas por las fuerzas de Francisco Villa en 1914. Aunque por momentos el narrador retrocede hasta los años de la intervención francesa o se proyecta hacia el futuro, a los días de la huelga ferrocarrilera de los años cincuenta, la novela se desarrolla básicamente en el período que comprende desde 1914 hasta el asesinato de Zapata. Este fragmento de nuestra gesta histórica es reconstruido y organizado a partir de recuerdos, relatos de familia e historias contadas por parientes y amigos, testigos del movimiento armado. Conocemos las historias del profesor Quiroz por medio de los relatos que escribe y guarda en un cartapacio que lleva a todas partes, material que el propio profesor titula Siglo de un día. La puesta en abismo, el juego de voces, el diálogo con autores mexicanos, como Rafael F. Muñoz y José Vasconcelos, son recursos que muestran el calibre narrativo de Lizalde. Por otro lado, la reflexión sobre la representación histórica de los años ochenta, llevada tanto al campo teórico como a la escritura ficcional, se ha complejizado bastante (tomemos como ejemplo dos novelas cumbre del género, Noticias del imperio y La guerra del fin del mundo), por lo que sólo es posible abordarla desplegando estrategias diversas.
Junto al comentario de libros, citas, poemas, explicaciones cultas, como es el origen helénico de la pelea de gallos, Lizalde hilvana fragmentos de corridos y óperas con la clara intención de montar un amplio texto polifónico que cuestione lo narrado. Un solo blanco para diferentes tiradores. Contar la batalla de Zacatecas desde la visión de personajes diversos, o incluso mediante una sola voz que modifica la proeza cada vez que la cuenta, plantea el problema de la memoria y su “variado espejo”; también el de la imaginación histórica, tema que interesa por igual a historiadores y novelistas, tópico implícito en la novela histórica.
Siglo de un día nos entrega una imagen contundente a través del discurso del profesor en su último viaje, cuando desde la ventanilla del tren contempla lo que tiene frente a sus ojos: “Carroña en vez de piedras por toda la ciudad, sangre apestosa en cada fuente, rapiña bandolera y destrucción y desamparo civil, y peste, ratas, pobreza, calvicie de los campos. Desolación del mundo.” Las palabras del profesor Quiroz pintan un paisaje luvinesco donde resuena el eco de aquella pregunta lanzada por otro profesor: “¿En qué país estamos, Agripina?”

Eduardo Lizalde, tigre mayor

13/Mayo/2012
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

Desde 1966, con la publicación de Cada cosa es Babel, Eduardo Lizalde dio su primer libro notable, pero con El tigre en la casa (1970) empezó a volverse –se volvió– un autor de cabecera cuyos libros debíamos tener en el escritorio o llevar en los viajes. Ambos libros representan muy bien la doble línea que ha seguido en la escritura de la poesía: la abstracta y la concreta. Es hoy, lo es desde hace mucho, uno de los grandes poetas vivos de la lengua española, y del cual, al menos, dos terceras partes de sus poemas son antologables.
De los textos que presentamos en este dossier, dos, los de Evodio Escalante y Mario Bojórquez, tocan un ángulo de la poesía de Lizalde; el de Rosario Sanmiguel versa sobre la narrativa y el de Rafael Vargas se ocupa sobre los trabajos paralelos de Lizalde a su labor de poeta y escritor.
Desde hace décadas Evodio Escalante ha tenido una deslumbrada admiración por la obra lizaldeana; aquí analiza las versiones y adaptaciones de Eduardo Lizalde de los poemas de las rosas de Rilke, halla relaciones y oposiciones, y observa cómo, gracias también a la espléndida formación filosófica del poeta mexicano, “estética y metafísica se dan la mano en el libro”. Mario Bojórquez, en un examen creativo y original, encuentra correspondencias de temas lizaldeanos –el tigre, la prostitución, la mutilación unida a la belleza–, con poemas de López Velarde (“Obra maestra”), Antonio Plaza (“A una ramera”) y Amado Nervo (“Delicta carnis“). Con su característica lucidez, la narradora y ensayista chihuahuense Rosario Sanmiguel, disecciona con exacto cuchillo la parte medular de sus cuentos (La cámara) y sobre todo de su vasta novela (Siglo de un día), libros a los que la crítica ha prestado injustamente una atención fugaz y precaria. Por su lado, el poeta Rafael Vargas, en un texto ameno y pleno de afecto, hace una lista de los trabajos que ha tenido Lizalde y el privilegio que tuvo de colaborar con el funcionario “eficiente y sencillo” en la Biblioteca de México. He aquí cuatro acercamientos a la obra de uno de nuestros intelectuales y poetas mayores.

sábado, 12 de mayo de 2012

Necesidad de una biblioteca

12/Mayo/2012
Babelia
Antonio Muñoz Molina

Una tradición es el suelo fértil del que se alimenta la invención literaria, la roca dura en la que establece sus cimientos; también la caja de resonancia y el muro contra el que la invención rebota y el que golpea a veces con la voluntad de derribarlo, de construirse a sí misma con la insolencia del saqueo. Quizás no haya originalidad más radical que la que se levanta con materiales de derribo. Borges, convirtiendo en paradoja irónica una idea de T. S. Eliot, conjeturó que un escritor influye a sus antecesores, porque nos fuerza a mirarlos a través del ejemplo que él ha establecido. De este modo, Kafka influye a Herman Melville, que murió cuando él tenía ocho años, porque no podemos leer Bartleby el escribiente sin pensar de inmediato en las fábulas de Kafka, sin convertir de algún modo esa novela en una de ellas. A Borges sin duda le halagaría saber que muchos de nosotros reconocemos su influencia sobre Miguel de Cervantes.
En manos de la crítica casticista y nacionalista española, el Quijote se había convertido en una especie de gran catafalco patriótico, en una alegoría de nuestro ser dolorido y profundo, de nuestras esencias más espesas. Cervantes, un escritor tan poco representativo de la literatura española de su tiempo, tan ignorado como modelo por la mayoría de los narradores españoles hasta Pérez Galdós, habría creado una especie de biblia severa de la españolidad. Uno leía el Quijote y con mucha frecuencia soltaba carcajadas, y disfrutaba de los despropósitos, de ese impulso carnavalesco y rabelaisiano que hay en la novela. Pero luego estudiaba a los prebostes del noventayocho y todo era metafísica nacional y simbolismo de páramo castellano. Fue Borges, en Pierre Menard, en algunos ensayos, en unos cuantos poemas, quien primero resaltó la condición obvia de juego literario de la novela, de gran broma en serio sobre la naturaleza misma del acto de contar. Eso ya lo habían visto, desde luego, los novelistas ingleses, desde el siglo XVIII hasta bien entrado el XIX, desde Fielding y Sterne a Dickens; por no mencionar a esos otros cervantinos inmensos que son el Mark Twain de Huckleberry Finn y el William Faulkner que en Las palmeras salvajes inventa a la pareja tragicómica del preso alto y flaco enloquecido por las novelas baratas y el preso gordo y corto de estatura que solo aspira en la vida a disfrutar indefinidamente de la rutina carcelaria.
No se puede ser contemporáneo sin una tradición. Cada uno, más o menos, va eligiendo la suya, sobre todo en culturas tan sobresaltadas como las hispánicas, en las que el diálogo entre las generaciones se interrumpe con mucha frecuencia por desastres civiles, por terribles penurias que llevan a la dispersión o a la directa aniquilación de zonas enteras del pasado. Uno ve las colecciones de clásicos de otros países y tiende a quedarse abrumado y acomplejado. Una tradición no son nombres de autores y títulos de libros que flotan en el aire y que ejercen su influencia igual que se dispersa el polen de una planta: son volúmenes tangibles, son ediciones críticas, son bibliotecas en las que se custodian, son anaqueles de librerías en los que sus lomos despiertan la atención y la codicia de los lectores. En la lengua francesa está la La Pléiade, que combina de una manera insuperable el rigor textual y crítico con la sensualidad material. Los tomos de La Pléiade tienen un aspecto austero, como sería propio de una colección de obras maestras de la literatura universal, pero su tamaño se ajusta exactamente a un bolsillo, y sus tapas de piel y su papel ahuesado dejan en las manos una sensación de flexibilidad muy parecida al efecto de una caricia. La Pléiade es una colección bastante cara: pero en cualquier librería francesa hay una inundación magnífica de ediciones críticas de primera calidad en formato de bolsillo y a precios ridículos. Una edición así en tres tomos compré yo el invierno pasado de los Ensayos de Montaigne. Tan solo la tipografía está modernizada: las introducciones, las notas, resuelven las dificultades del texto y mantienen intacto el sabor del estilo y la complejidad de la lectura, mostrando a Montaigne como un hombre plenamente de su tiempo y del nuestro, el fundador de una manera de mirar y escribir, de estar en el mundo, que es tan contemporánea como esa tradición que no se ha interrumpido desde que se publicaron por primera vez los Ensayos: la escritura de la divagación, la caminata, el paseo, la mirada irónica pero no desapegada, el examen escéptico de uno mismo.
Leemos y comprendemos a Montaigne gracias al trabajo acumulado de muchas generaciones de filólogos. Yo no sabría calcular con cuántos de ellos estoy en deuda cuando leo una buena edición del Quijote, del Lazarillo de Tormes, del Buscón, de La Celestina, de la gran Crónica de Bernal Díaz del Castillo. Uno construye su propia tradición sin obedecer más límites que los de sus capacidades personales, sus afinidades o sus azares, y puede ser discípulo de autores que han escrito en muchas lenguas, pero hay secretos de la expresión que tal vez solo puede aprender en la suya propia. Inevitablemente el Quijote, La Celestina o el Lazarillo me hablan más hondo porque la lengua en la que están escritos es la de mis orígenes, en un sentido casi más biológico que cultural. Con esas palabras aprendí que se podía dar nombres a las cosas. Sumergido a medias en otro idioma que ya también se ha hecho mío, el castellano de Cervantes o de Fernando de Rojas resalta por comparación con su sonido más puro, con su rotundidad de guijarros.
Los leo de nuevo gracias a una gran hazaña colectiva de filología instigada por el profesor Francisco Rico, que a diferencia de casi todos nosotros tiene una existencia doble, porque es un erudito de carne y hueso y un personaje de novela de Javier Marías. Sin duda esa otra identidad quimérica le hace más sensible a las fantasmagorías necesarias de la literatura. Con una mezcla muy cervantina de quijotismo y determinación práctica el profesor Rico lleva muchos años empeñado en construir una biblioteca en la que están contenidos en las mejores condiciones posibles los libros fundamentales de la literatura en lengua castellana. El proyecto es menos desmesurado que el de La Pléiade, pero como estamos en España y no en Francia su cumplimiento viene siendo mucho más azaroso. La inseguridad sigue siendo la única cosa constante entre nosotros, como bien sabía Galdós, que escribió esas palabras. Más fuerza de la que se pone en construir se pone con mucha frecuencia en derribar lo ya levantado o en socavarlo para que no salga adelante, a no ser que se trate de alguna de esas arquitecturas delirantes a las que tienen o tenían tanta afición los políticos.
Pero caldea el ánimo que en tiempos como estos se reanude el esfuerzo por restituir esa biblioteca de todas las palabras mejores escritas a lo largo de siglos en nuestro idioma: no eso que se llama despectivamente el peso de la tradición, sino su impulso, su desafío constante de contar por escrito el mundo.
Biblioteca Clásica de la Real Academia Española (BCRAE). Dirección de Francisco Rico. Constará de 111 volúmenes. Los últimos publicados son Historia verdadera de la conquista de Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo; Lazarillo de Tormes; La Dorotea, de Lope de Vega, y La Celestina, de Fernando de Rojas. Real Academia Española / Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. www.bcrae.es.
antoniomuñozmolina.es