sábado, 2 de abril de 2011

“México es inferior a su pasado”

2/Abril/2011
Laberinto
José Luis Martínez

Elena Poniatowska vive en Chimalistac, al sur de la Ciudad de México, en una calle angosta y empedrada y con una tranquilidad que contrasta con el tráfico incesante de la vecina avenida Miguel Ángel de Quevedo.

En la sala de su casa, habla de su novela sobre la pintora surrealista Leonora Carrington y recuerda a sus amigos, su vida en el periodismo, su primer encuentro con Fernando Benítez; dice que le duele no haber cursado una carrera universitaria y es notorio su desencanto al no ser reconocida por sus pares como escritora.

—Soy una pinche periodista —expresa la autora de libros como La noche de Tlatelolco y Hasta no verte Jesús mío.

—A un periodista lo sellan de por vida, lo marcan con fuego. Yo siempre fui periodista, siempre estuve al servicio de los escritores, siempre hice notas sobre ellos —comenta mientras acaricia a uno de sus gatos.

—Nunca pertenecí a La Mafia —agrega—, a pesar de que estuve en México en la Cultura, de Novedades, y en La Cultura en México, de la revista Siempre! Nunca, porque a los periodistas nos ningunean, nos hacen a un lado.

La Mafia llamó el escritor argentino Luis Guillermo Piazza al grupo liderado por Fernando Benítez en esos suplementos culturales y del que formaban parte, entre otros, Juan García Ponce, Salvador Elizondo, Emmanuel Carballo, Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco.

Elena comenzó su carrera en el periodismo con una entrevista a Francis White, embajador de Estados Unidos en México, publicada el 27 de mayo de 1953 en la sección de sociales de Excélsior, que dirigía Eduardo Correa. Un año después, ante el éxito de su trabajo, fue invitada a colaborar en Novedades. Aceptó de inmediato, no sólo porque la paga era mucho mejor sino porque en Excélsior sostenía una desgastante competencia con Ana Cecilia Treviño, quien se haría famosa como Bambi.

Ya como reportera de Novedades, un día fue a la librería Zaplana, ubicada en San Juan de Letrán:

—Llegó Benítez, me vio y dijo: “¿De dónde sacan estos cueros?, ¿de dónde sacan estos ángeles?”, hizo un montón de faramalla, se arrodilló y me preguntó si podía hacerle algunas entrevistas porque iba a crear “¡El más grande suplemento cultural de toda América Latina!” Era súper exagerado y payaso. Comencé a hacer las entrevistas, y creo que la primera con Fuentes la hice yo, aunque él me pidió leerla antes y la corrigió un montón.

Al preguntarle cómo era el ambiente en México en la cultura, comenta:

—Era un mundo muy bonito. Ahí estaban Monsi, José Emilio, Miguel Prieto y su segundo, Vicente Rojo, muy flaquito y muy tímido, y ya comenzaba a pintar. Cuando iban al suplemento Sol Arguedas y Elvira Gazcón, Benítez decía: “¡Doña Sol y doña Elvira!, ¡todo el Siglo de Oro me visita!” Así era él, puras payasadas.

Elena conoció a José Emilio y Monsiváis, dos de sus más grandes amigos, al mismo tiempo:

—Andaban pegados, como siameses. Monsi, para hacerse muy intelectual, tenía unos anteojotes; no sé cuánto le costaron, pero tenían un borde como del triple de lo normal. Y José Emilio vestía siempre de negro. Eran geniales y todo el tiempo andaban buscando a Octavio Paz y a Carlos Fuentes.

“Era la época de Adolfo López Mateos, al que criticaban porque a las mangas de sus sacos les sobraba un tanto así (señala hasta media mano) y le decían “El Mangotas”. Tenía como secretario particular a Humberto Romero y Monsiváis cantaba: ‘Romero, suba y dígale al Mangotas que aquí lo espera su lambiscón’, o también: ‘Pasarán más de mil años, mi curul…’. Cantaba con Laura Oceguera, que era muy modosita y hablaba como locutora de radio. Ella llevaba a Monsi al Bellinghausen, donde estaban Benítez, Alí Chumacero, Abel Quezada, Jaime García Terrés, Joaquín Díaz-Canedo… Monsi y Laura cantaban y todos se reían mucho y tomaban miles de copas. Era muy bonito. Creo que México es muy inferior a su pasado.

UNA NOVELA LLAMADA LEONORA

El periodismo fue la puerta de entrada de Poniatowska al mundo de la cultura. Ella, que estudiaba para secretaria ejecutiva, se vio de pronto entrevistando a Rosario Castellanos, Juan Rulfo, Octavio Paz o Leonora Carrington.

—Entrevisté a Leonora por primera vez hace muchísimo tiempo, ahí comienza nuestra amistad —dice la autora de Lilus Kikus, colección de cuentos publicada en 1954—. Leonora me invitaba a comer y hacía un mole que empezaba a preparar dos días antes. También era muy amiga de Kati Horna, una fotógrafa que se la vivía en los autobuses, subiendo y bajando con su cámara. Como las dos éramos periodistas, nos encontrábamos con frecuencia. Ella inventó un término que era “la cansancia”. A veces decía: “Hoy no puedo de la cansancia”.

Antes de escribir la novela galardonada con el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral, Elena hizo otra basada en la vida de Leonora Carrington: Fiona, que nunca publicó “porque es muy mala”.

Leonora, dice Elena, es resultado de una prolongada amistad.

—Ella me ha contado muchas cosas a lo largo de los años. Nunca le pregunto nada, porque no le gusta y ni siquiera contesta. Pero si uno le comenta: “Fíjate que de niña me subieron a un pony”, Leonra dice: “Yo tenía uno que se llamaba Black Best…” y comienza a contarte de su infancia, que tiene muy presente.

Elena nació en París el 19 de mayo de 1932, hija de la aristócrata mexicana Paula Amor Yturbe y el príncipe polaco Jean Ciolek Poniatowki. Debido a la Segunda Guerra Mundial, su madre viajó a México con ella y su hermana Kitzia, las inscribió en un colegio inglés, les contrató una maestra particular para que no olvidaran el francés, y dejó que aprendieran el español por su cuenta. Estos hechos la hacen sentir una profunda afinidad con Carrington.

—Es una de las personas con las que más me identifico. En primer lugar por los antecedentes: por ser europeas, por nuestra educación —con muchos intermediarios entre los niños y los padres—, por las pretensiones de los padres con respecto a uno, que termina haciendo lo opuesto a lo que ellos deseaban, corriendo muchos riesgos, caminando al borde del abismo.

Leonora no sólo caminó al borde, sino que cayó en el abismo de un hospital psiquiátrico en Santander, víctima de una depresión nerviosa debida al encarcelamiento de su compañero, el pintor surrealista Max Ernst, en un campo de concentración francés durante la Segunda Guerra Mundial.

—Esa es otra de las cosas que nos unen —dice Poniatowska—. En mi familia hay mucha locura. Ahí está Pita Amor, que no cantaba mal las rancheras. Y Adelaida Amor, quien murió con camisa de fuerza.

Leonora huyó de España y buscó ayuda en la embajada de México en París, donde conoció a Renato Leduc, de quien Elena traza en la novela una imagen opuesta a la mezquindad y egocentrismo de Max Ernst. Con Renato, Leonora viajó a México luego de una breve estancia en Nueva York.

—A Renato lo habían hecho a un lado. Decían que su matrimonio con Leonora había sido por pura conveniencia. Pero ellos se quisieron y nunca dejaron de ser amigos. Después de separados, Renato iba a visitarla a su casa, en la calle de Chihuahua, y Gaby, el hijo mayor de Leonora, lo quería mucho.

La pareja vivía en un departamento ubicado en Artes 115, en la colonia San Rafael. La relación duró poco tiempo y Poniatowska explica el motivo.

—Cuando llegaron a México, a Renato lo invitaban a muchas pachangas, ya ve cómo son los periodistas de borrachos y locos —lo peor para una mujer es casarse con un periodista, es horrible. Leonora se desesperó de esa vida, él estaba en un torbellino y cuando ella lo acompañaba a sus reuniones seguramente le decían: “Qué buena vieja te trajiste” o algo por el estilo. En la novela invento cada diálogo.

La escritura de Leonora alejó a Poniatowska de sus actividades sociales y políticas.

—Me hizo mucho bien, porque me encerró. Para escribir no puedes andar danzando por todos lados, yéndote de compras o de viaje, porque se te va la onda. Entonces, a mí me hizo bien aislarme, salirme del ajo, que la gente dejara de hablarme, que el teléfono dejara de sonar.

LA CIUDAD QUE SE PERDIÓ

En la adolescencia, Elena y su hermana Kitzia fueron enviadas a Eden Hall, un internado de monjas en Filadelfia, porque su madre quería que se prepararan para ser damas de sociedad. Al volver a México, Elena pretendió estudiar medicina, pero como no pudo ingresar a la Universidad su padre la animó para que fuera secretaria ejecutiva trilingüe.

—Estudié taquimecanografía en la Academia de Aurora Haro, en San Juan de Letrán. Aprendí mecanografía en una de esas viejas Remington en las que si tecleabas mal, se te lastimaban los dedos; la taquigrafía ya se me olvidó.

“A veces no entraba a clases y me iba al Cinelandia. Andaba en camión, aunque después mi papá me compró un coche Hillman de segunda o de tercera, a cada rato se descomponía. Un día lo llevé a la agencia y me dijeron: ‘Le damos mil pesos por él, pero con usted adentro’. Imagínate como estaría de carcacha”.

Elena habla de su ir y venir por la ciudad.

—Recuerdo con mucho cariño el camión Mariscal Sucre, que era verde, el Colonia Del Valle-Coyoacán, que era rojo. Los boletos de los camiones estaban colgados de un gancho y cuando pagabas —diez o veinte centavos— el chofer te daba uno; si lo perdías tenías que pagar otra vez.

“La ciudad que yo conocí de joven era pequeña, la gente se encontraba, se veía; se sentía la presencia del exilio español, su creatividad. Ahora es una ciudad inmensa, una ciudad que ya se perdió, que se mató a sí misma cuando empezaron a hacer los pasos a desnivel, los ejes viales, los segundos pisos”.

APUNTES AL VUELO

En compañía del dibujante Alberto Beltrán, Poniatowska recorrió los barrios populares de la Ciudad de México para una serie de crónicas que luego reuniría en el libro Todo empezó el domingo. Al comentar esa experiencia, dice:

—Alberto me enseñó un México maravilloso. Era muy talentoso y hacía apuntes al vuelo, pero también estaba lleno de prejuicios, de rencores. Cuando mi mamá lo veía decía: “Ahí viene Alberto precedido por su gran mirada de desaprobación”.

“Era hijo de un sastre, sabía cortar trajes, hacer ojales, pegar botones, yo quería conocer su mundo pero él no lo permitió”.

El periodismo, como ya se ha dicho, la llevó a conocer y entrevistar a una gran cantidad de artistas e intelectuales; con el tiempo, muchos de ellos se hicieron sus amigos, como Gabriel García Márquez.

—No lo veo tanto, pero nos queremos muchísimo —comenta—. Yo soy de sus amigas de antes del Nobel. Él era muy alegre, muy íntimo, de una lealtad enorme, sobre todo con Carlos Fuentes.

Octavio Paz: las palabras del árbol es el testimonio de una prolongada amistad con el poeta, quien a fines de los cincuenta dijo que Elena introdujo en el periodismo mexicano “una frescura, una gracia, una imaginación que la hacía algo distinto”. ¿Qué piensa Poniatowska de ese libro? La respuesta es tajante:

—Es un libro feo, chafa, porque Paz quería leerlo todo, controlarlo todo.

Luego matiza:

—Bueno, tiene algunas cosas interesantes, pero yo siempre me estoy autodenigrando, afirmando que hago porquerías para que me digan: “No, no es cierto Elenita”.

El nombre de Rosario Castellanos la entusiasma:

—Yo la idolatraba, la veía como a la virgen de Guadalupe. Leía cada una de sus palabras, todos sus artículos. Tengo muchas cosas de Rosario Castellanos porque iba a hacer un tomo sobre ella para una colección de la UNESCO, pero una rata ladrona —me parece que se llama Amos Segala— se llevó toda la lana y ya no se hizo nada.

¿Y Juan Rulfo?

Lo entrevisté en 1953, él bebía y se volvía otro. Decía: “Mira, ese que viene caminando hacia nosotros me quiere chingar”. “¿Pero por qué va a querer hacerte eso?”, le preguntaba. “Porque es un traidor hijo de la chingada”.

“Rulfo era como un terrón de tepetate, un pedazo de tierra, desconfiaba de la gente. También era muy sorpresivo, al platicar con él uno podía creer que escribía casi como los arrieros, pero leía muchísimo y ahí están sus obras”.

LA UNIVERSIDAD

Autora de novelas, cuentos, crónicas, ensayos y hasta de una obra de teatro (Melés y Teléo), Elena Poniatowka expresa con cierta melancolía:

—Lo que más he hecho en la vida es escribir periodismo.

Y reflexiona:

—Escribir literatura cuesta mucho trabajo, estás sola, no puedes distraerte. Siendo periodista, mañana sale lo que hiciste hoy, es muy padre y te sientes muy chingona. Pero cuando estás escribiendo un libro, no sabes si lo estás haciendo bien o mal, es una gran aventura frente a la mesa de trabajo, no hay nadie que te diga: “Oye, no hagas eso”.

Dice que la escritura es su vida, y cuenta una anécdota:

—Cuando era chiquito, a mi hijo Felipe le dijeron que hiciera un retrato de su mamá. Pintó una mesita de patas flacas y encima puso una máquina de escribir. Me sentí de la patada, pero luego vi que otro niño hizo un espejo inmenso y frente a él una mujer arreglándose, así que dije: “Por lo menos yo trabajo, la otra nada más se está pintarrajeando”.

¿Se arrepiente de ser periodista? Responde de manera indirecta.

—Lo que me duele es no haber tenido una carrera académica, no haber estado en la Universidad. A mí me educaron las monjas, después estudié para secretaria y hasta trabajé en un laboratorio.

De periodista me metí de un día para otro, pero hubiera preferido ser universitaria, adoro a la Universidad y me llenó felicidad que me hayan otorgado el doctorado Honoris Causa de la UNAM (en 2001).

Otras universidades del país y del extranjero también le han concedido el Honoris Causa, la más reciente es la Sorbona, donde fue investida el 15 de marzo con el poeta Tomás Segovia.

Elena dice que no descansa, que no gusta dejar de escribir.

—Si no lo hago me deprimo, siento que no sirvo para nada. Ahora voy a hacer una novela sobre mis antepasados, los Poniatowski, de los que sé muy poco. Uno de ellos fue el primero o segundo amante de Catalina la Grande y ella lo puso en el trono de Polonia (se trata de Estanislao II Augusto Poniatowski, quien reinó entre 1764 y 1795).

LA FAMILIA

La familia ha sido muy importante en la vida de Elena Poniatowska. Tiene tres hijos (Emmanuel, Felipe y Paula) y diez nietos.

—Mi mamá ha sido lo más importante en mi vida —dice—. A mi esposo, Guillermo Haro, lo extraño mucho. Era un gran científico que se preocupaba por el futuro de México, por impulsar a los jóvenes; sabía muchísimas cosas y era un gran crítico literario.

Desde hace poco tiempo, Elena Poniatowska ha comenzado a utilizar el apellido Amor. ¿Por qué?

—Porque la tía Pita se murió. Como alguna vez me dijo: “No te atrevas a usar mi nombre, yo soy la reina de la tinta americana y tú una pinche periodista”, no lo usaba.

DEFINICIONES Y AUSENCIAS

Las críticas adversas no inquietan a la escritora de Tinísima.

—Nunca me he pasado la noche refunfuñando porque alguien dijo que un libro mío era una cochinada. Nunca. Si me va bien, me da gusto, pero si me va mal, no es nada del otro mundo.

¿Cómo se define Elena Poniatowska?

—Te voy a decir lo que me define —responde con voz tranquila, y hace una pausa—. A menos que esté enferma, voy a cumplir con lo que me corresponda, no voy a fallar, ni en la literatura, ni en el periodismo, en nada de lo que me toque. Con lo que me comprometo, lo hago. Se oye horrible, ¿verdad?, como de boy scout.

Una pregunta al final de la charla: “¿Extraña a Carlos Monsiváis?”, provoca el silencio de la escritora. Se lleva la mano a la cabeza, sus ojos miran hacia el jardín y enrojecen. Después de segundos tan largos como inquietantes, responde:

—Cada día más. Ahorita que México está de la patada, se extrañan los comentarios, el análisis de Monsiváis. No era el momento para que muriera, debería haber vivido muchísimos años más, pero no pudo o no quiso cuidarse. Es absurdo que haya muerto, no fumaba, no bebía… Monsi no era sólo un escritor, sino un guía para comprender la realidad del país.

jueves, 31 de marzo de 2011

Noctuarios

31/Marzo/2011
Milenio
Jorge F. Hernández

De noche amanecen las sombras que de día se disfrazan con la luz. De noche la conversación de silencios resucita a los difuntos con palabras sin habla, trazos de sílabas que se dibujan como luciérnagas sobre el terciopelo de los desvelados: nadie nos oye la memoria en voz alta y a nadie parece molestar la callada imaginación desatada en duermevela. De noche, hay alguien al otro lado del mundo que ya amaneció el día que nos hereda y uno vive la madrugada como víspera de un recuerdo intacto. De noche asumen su eternidad los escritores entrañables.

Se cumplen cinco años de la muerte de Salvador Elizondo, pero aquí no ha dejado de habitar la madrugada que alarga sus párrafos, la trastocada vigilia —como tela de un tweed inglés— donde su caligrafía perfecta se desenreda como enredadera por las páginas de sus libros, inundando las paredes y recorriendo los estantes donde reposan callados todos los libros que él mismo condensa en su prosa, pintados como acuarelas en sus cuadernos ya eternos. Elizondo el escritor incansable que más allá de la muerte sigue escribiendo las raras etimologías de las sílabas que se escuchan como música callada, significados en cada vocal de la imagen en blanco y negro como gelatina fotográfica de un universo que se lee cada vez como si fuese la primera vez en el tiempo en que un solo instante se vuelve interminable, sin dejar de ser el fugaz momento en que alguien lo murmuró sin aprehenderlo. Elizondo, el grafógrafo que estilográfica en ristre acometía los idiomas del alma; pintor de paisajes de palabras; catedrático hasta en la sobremesa y figura del toreo en medio de una conversación donde era capaz de atajar una metáfora con el requiebro tajante de una larga cordobesa y salir andando de la suerte hacia el burladero del humo para brindar con hielos el líquido amniótico de la malta añejada en la saliva como un recuerdo pronunciado en alemán. Elizondo, el de la carcajada enmarcada bajo unos quevedos que lo ven todo y el que sostiene un gruesa pluma fuente que ha de trazar sobre la página en blanco los hilos en tinta de la imaginación. El escritor, supuestamente desaparecido hoy hace cinco años, cuyo más reciente libro El mar de iguanas (Atalanta, 2010) aparece en la mesa de novedades de librerías en México y España sin que haya ni un solo libro o autor supuestamente vivos que le lleguen a los talones de su inapelable calidad literaria.

En un acierto más, de los que acostumbra el editor Jacobo Siruela, su sello Atalanta publica El mar de iguanas con atinado prólogo de Adolfo Castañón y lúcida guía de Paulina Lavista, la maravillosa fotógrafa que compartió con Elizondo el decurso de la azorada aventura de su mente. Los devotos y deudores de la alta literatura de Elizondo ya conocíamos la “Autobiografía precoz”, el magistral relato “Ein Heldenleben” y la breve obra maestra “Elsinore” (considerada por una amplia encuesta entre escritores mexicanos supuestamente vivos como la más importante novela publicada en México durante los pasados años), mas lo que no conocíamos eran los párrafos inéditos hasta ahora del primero de cuatro cuadernos que Elizondo escribió como Noctuarios y que se perfilaban para convertirse en un libro —misceláneo, inasible, raro y desafiante como toda feliz pesadilla de sus madrugadas— que titularía “Mar de iguanas” y que ahora, convertido en su destino de libro no más que imaginario, da título a este bella antología indispensable.

Se sabía que Salvador Elizondo escribía incluso cuando no estaba escribiendo, que redactaba cada hálito de su respiración y cada rendija de lo visto se volvía prosa o por lo menos, cita o referencia de algún verso leído, trama memorizada o guión cinematográfico. Se sabía que Elizondo habitaba la noche en mares de tinta y que incluso sus pequeñas acuarelas son historias cuyos trazos denotan personajes y palabras. Se sabía de sus Diarios: ochenta y tres cuadernos de anchas hojas, tapas negras y en octavo mayor que son biombo de su vida y pensamientos… una enciclopedia autobiográfica de casi novecientas páginas que inició a los doce años de edad y dejó abierta a las madrugadas tres días antes de su muerte. Lo que no se sabía a ciencia cierta es de la existencia de esos Otros cuadernos, ajenos a lo diario, palabra de insomne, imaginación instantánea del sueño que el propio Elizondo tituló Noctuarios.

Bien explica Paulina Lavista que entre agosto de 1986 y diciembre de 1997, Elizondo emprendió la navegación de las madrugadas en esos Noctuarios, “a manera de lo que se entiende como pintura à la prima, es decir, lo que le viene a la mente durante el desvelo, como un esbozo o apunte (que) sin embargo, al penetrar en su lectura el libro consigue una unidad y una novedad en su propuesta”. En el útil y lúcido prólogo a la ahora edición de El mar de iguanas, Castañón apuntala que “Noctuario es una voz que no se encuentra en el Diccionario de la Real Academia pero que sirve para designar o bien una suerte de reloj marítimo, o bien el espacio donde se encuentran cautivos en el zoológico ciertos animales y aves de vida nocturna. Si el ‘diario’ recoge las anotaciones realizadas a la luz del día, el ‘noctuario’ registrará los sueños, imaginaciones y percepciones sostenidos durante la noche”.

Aquí entonces, Elizondo: el ave que sigue en vuelo entre las sombras de las madrugadas, pleno de imaginaciones inmediatas y palpables, cazadas al vuelo como plumas que ondulan entre las sombras recién renacidas en medio del bullicio del silencio. Aquí y ahora: Elizondo que deambula por las calles de Londres y evoca el recuerdo más remoto, un grabado de Durero donde la melancolía parece anunciar un futuro que parecía prefigurarse desde el vientre materno y sale como murmullo en medio de la noche, donde el escritor escribe sabiéndose leído, años después, en el mismo instante en que escribe que alguien lo lee para que no le quepa la menor duda de que escribe y es leído; él, el escritor que se lee al releerlo al instante exacto de hace mil años que hoy mismo leo en la madrugada en que se lee por primera vez lo que ya le habíamos leído al momento de saberse escrito… tan lleno de vida.

sábado, 26 de marzo de 2011

Escribir sobre esta catástrofe

26/Marzo/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Hace unos días, Japón sufrió un potente terremoto, un tsunami avasallador y, de nuevo, la amenaza radioactiva. Esto nos hace preguntarnos como periodistas, historiadores o escritores: ¿es posible describir las catástrofes?

La prosa desarrolla lo lineal; el desastre, en cambio, lo destruye.

La prosa no puede describir lo desastroso. La prosa ordena. La catástrofe todo lo vuelve caos.

Y la poesía asemeja estructuralmente al desorden, la dispersión y el despedazamiento que producen los desastres y las guerras, pero si la poesía imita a la destrucción deja de narrar historia, la esencia de lo catastrófico: experiencia tremenda.

El desastre y la guerra son discontinuidad del orden normal pero continuidad de la fragmentación. Este doble cariz hace que ni la prosa ni la poesía puedan asemejárseles.

La escritura se declara impotente para describir siniestros.

Transcribo del ensayo “America’s Hiroshima, Hiroshima’s America” de P. Schwenger y J.W. Treat, incluido en el libro Asia/Pacific as space of cultural production, editado por Rob Wilson y Arif Dirlik:

“…el poeta Hara Tamiki, se preguntaba si el significado de la bomba atómica podía ser capturado por alguien cuya propia piel no hubiese sido quemada. Al afirmar que quienes no son hibakusha [sobrevivientes] permanecen por siempre externos a su experiencia, él situaba a Hiroshima más allá de una posible asimilación incluso a través de las herramientas culturales más avanzadas. La escritora Takenishi Hiroko especulaba sobre el potencial del lenguaje mismo después del 6 de agosto, cuando escribió: ‘¿Qué palabras podemos usar ahora? Y, ¿para qué fines? Y aun: ¿qué son las palabras?’”.

Algunas escrituras se desarticulan para parecerse a la catástrofe. Al hacerlo, mutilan, asimismo, la experiencia catastrófica.

Entonces, ¿se puede escribir la catástrofe? ¿O está la catástrofe condenada a no poder ser escrita?

Ante guerras y cataclismos, el periodismo se hace esta pregunta. La solución que suele adoptar en sus géneros escritos o audiovisuales es mostrar un pedazo de historia de sobrevivientes —mostrar ruinas—; dar voz al testimonio de aquellos que vivieron el desastre.

Mediante el testimonio-del-sobreviviente, la catástrofe se humaniza.

El testimonio-del-sobreviviente vuelve la catástrofe narrable. Pero al volverla narrable, al humanizarla, la catástrofe es reducida a microhistoria. Toma dimensión biográfica, pequeña; vuelve manejable aquello que es —hecatombe— gigantesca des-historia.

La catástrofe sobrepasa las capacidades de la escritura.

Parecería que la mejor representación de la catástrofe son las películas. Esto humilla a la escritura.

Sismo, maremoto, huracán e invasión también asolan al texto. La catástrofe hiere, descompone, hacen sucumbir a la escritura. El lenguaje no tiene la última palabra.

Por una ética de la lectura

26/Marzo/2011
Laberinto
Juan Domingo Argüelles

Un hombre discreto —escribió Descartes— no tiene la obligación de haber leído todos los libros ni de haber aprendido con esmero todo lo que se enseña en las escuelas; fuera incluso cierto defecto en su educación el haber empleado demasiado tiempo en el ejercicio de las letras. Tiene muchas otras cosas que hacer en su vida”.

Puesto que ha seguido caminos que otros le han marcado y repetido ideas bajo la autoridad de sus preceptores, resulta casi imposible que la mente de cualquier estudiante o graduado no se encuentre “llena de una infinidad de falsos pensamientos” y de conceptos nunca digeridos. Ha seguido instrucciones, ha leído manuales, ha cumplido con preceptivas. Lo que le ha faltado es el sabio ejercicio de pensar por sí mismo.

Este certero juicio del gran pensador francés del siglo XVII sigue vigente, y es más actual hoy que nunca. La sociedad escolarizada hace sentir en todo momento que la única posibilidad de aprender algo que valga la pena está en las aulas y en los libros.

Al igual que Montaigne, Descartes desconfiaba, razonablemente, de esta fe escolástica que no deja nada ni al azar ni a la propia iniciativa. Advierte que, luego de pasar tantos años en la escuela (tantos que, en muchos casos, abarcan toda la vida), una persona escolarizada en sistemas rígidos, esquemáticos y predecibles, necesitaría, para despertar sus capacidades dormidas, “deshacerse de las malas doctrinas que ocupan su espíritu” y que no le permiten comprender que la verdad no está establecida en ningún manual ni en ninguna autoridad irrebatible, sino en la propia experiencia que nos llevará más de una vez al error pero también, más de una vez, al acierto.

Padre del racionalismo, Descartes aconsejaba desconfiar incluso de los libros mismos, y emplear la duda y el razonamiento para conseguir algo más que simples definiciones eruditas, tan rígidas como cualquier fe religiosa, pues “aunque en los libros estuviese contenida toda la ciencia que deseáramos, lo que de bueno tienen está mezclado con tantas cosas inútiles y desperdigado confusamente en un montón de volúmenes tan gruesos, que fuera menester más tiempo para leerlos del que tenemos que permanecer en esta vida, y mayor ingenio para escoger las cosas útiles que para encontrarlas nosotros mismos”.

Más tarde, en el siglo XIX, Schopenhauer llegaría a la misma conclusión: “Hay que leer sólo cuando se seca la fuente de los propios pensamientos”. Más aún: no hay que leer en demasía pues, en este exceso, el espíritu se habitúa al sucedáneo del libro y pierde de vista la realidad. “El mucho leer —sostiene— priva al espíritu de toda elasticidad, ya que es como mantener un muelle bajo la presión continua de un gran peso, y el método más seguro para no tener pensamientos propios es coger un libro en la mano en cuanto disponemos de un minuto libre”.

Esta idea es anterior a Cristo. En el Fedro, Platón la atribuye a Sócrates y éste al rey egipcio Tamus, hasta convertirla en un apotegma impopular: “No hay que confundir la escritura con la verdad”. El libro es sólo una reminiscencia del pensamiento; un medio, nada más, jamás un fin: idea que reactivan y actualizan, a lo largo de los siglos, Montaigne, Descartes, Lichtenberg, Hazlitt, Schopenhauer y Henry Miller, entre algunos de los más ilustres escritores y lectores que aconsejan cultivar con esmero el arte de pensar para no hacer un dogma del hábito de leer.

Descartes nos llama, muy particularmente, a emplear útil y placenteramente el ocio y el estudio, a no confiar demasiado en la memoria (que suele retener muchas cosas inútiles) y a desarrollar del mejor modo nuestras capacidades de reflexión y de sentimiento, más allá de las aulas y más allá de los libros, “pues el fin de los estudios debe ser la dirección del espíritu”.

Desgraciadamente, son muchos los espíritus escolarizados que se oponen a Descartes, y creen, con absoluta fe, que sus grados académicos o sus muchos libros leídos son pruebas irrefutables de inteligencia y equivalen al saber incontestable. Son aquellos, dice Hazlitt, que cuando se les pregunta qué piensan sobre determinado asunto, no dicen lo que ellos piensan (porque no suelen pensar nada) sino lo que han leído, y si no tienen los libros a la mano, para certificar sus dichos, se sienten abandonados.

Es bueno leer libros, con tal de que los libros agucen nuestros sentidos y nuestro pensamiento, activen y reactiven nuestro cerebro, para pensar en lo que estamos leyendo o en lo que ya hemos leído, y enriquecer esa experiencia de la lectura con nuestra propia reflexión autónoma. De otro modo, leer es sólo un buen pasatiempo que, en su peor extremo, puede hacernos creer que somos sabios. Los libros deberían enseñarnos a dudar, incluso de los libros, pues nada se compara con la experiencia propia de hallar respuestas, no necesariamente escritas, a lo que nos inquieta, nos perturba o simplemente nos interesa. Hay que dudar incluso de la duda, es decir del propio pensamiento.

Deberíamos tener muy claro que sin el pensamiento propio los grandes escritores sólo hubieran escrito comentarios de libros. Por ello, las bibliotecas antiguas están llenas de lápidas más que de pensamiento vivo. En coincidencia con otros espíritus doctos, Alfonso Reyes concluyó que la paulatina destrucción de la Biblioteca de Alejandría no fue, como suele afirmarse, una terrible desgracia para la humanidad, pues “si llega a conservarse íntegro el acervo de los antiguos, ni la Antigüedad nos parecería tan estimable, ni acaso nos dejaría pensar por nuestra cuenta”.

Dice Descartes: “Es preciso saber lo que sea la duda, el pensamiento y la existencia, antes de quedar plenamente persuadidos de la verdad de este razonamiento: dudo luego existo, o, lo que es lo mismo, pienso luego existo”. En otras palabras, a pensar se aprende pensando, y a dudar se aprende dudando. Tal es el principio no sólo de toda filosofía, sino de todo pensamiento. Los libros nos enseñan muchas cosas, pero lo mejor que tienen los libros está sin duda fuera de los libros: es la realidad viva y avasallante de la que están hechos precisamente los libros.

Los libros pueden reforzar nuestra conciencia de ser, pero es la experiencia de cada quien, con libros o sin libros, la que le enseña el sentido común y la noción de lo que es valioso y grato. Por ello, se puede llegar a ser feliz sin libros, y por ello, también, sin que esto sea una fatalidad, se puede llegar a ser muy infeliz a pesar de los libros, el mucho saber y la más amplia erudición.

La cultura escrita no nos promete jamás la felicidad que no seamos capaces nosotros mismos de procurarnos en la realidad. Los libros tendrían que ser buenos reactores, pero somos nosotros, y no ellos, quienes los dotamos de vida. Las palabras no pueden nunca sustituir a los actos; la teoría no es experiencia.

Descartes escribe: “No puedo creer que existiera nunca nadie tan estúpido que, antes de que le hayan enseñado lo que sea la existencia, no pueda concluir y afirmar que existe. Lo mismo sucede con la duda y el pensamiento. Digo más: es imposible que alguien aprenda esas cosas por otra razón que por sí mismo y que esté persuadido de ellas de otro modo que por experiencia propia y por esa conciencia o testimonio interno que cualquiera experimenta en sí cuando examina las cosas. Así como en vano definiríamos el color blanco para que llegara a comprenderlo alguien que no viera nada, y así como bastaría abrir los ojos y ver el color blanco para conocerlo, así también para conocer lo que sean la duda y el pensamiento basta con dudar o pensar. Eso nos enseña todo lo que podemos saber al respecto y nos muestra mucho más que las más exactas definiciones”.

La escuela se ha arrogado el derecho ya no sólo de vender el conocimiento como una mercancía, sino también de certificarlo y, en no pocas ocasiones, de deslegitimar todo aquel saber autónomo que haya sido adquirido fuera de las aulas. Ha convertido en fe lo que en un principio era duda: la fe universitaria como moderna religión laica. Asimismo, en el caso de la lectura, la sociedad culturalista ha venido confundiendo el medio con el fin, el instrumento con el valor final. Del mismo modo que alguien con un título académico se torna dogmático porque “sabe”, la cultura ilustrada está autoconvencida de que sabe porque lee, y de que todo el saber que importa está contenido únicamente en dos recipientes: el aula y el libro. Confunde, obviamente, la erudición con la inteligencia, la memoria con el saber, y la destreza con el conocimiento. La duda, en cambio, es el principio de la filosofía. Será quizá por esto que la educación tecnocrática la ha desterrado de su república escolar perfecta.

Vivimos en una sociedad ávida de diplomas y de grados, sin que importen demasiado el sentido común y la sensatez. Asimismo, vivimos en permanente angustia de acumulación de lecturas (el famoso índice lector), sin importar casi nada la asimilación e integración al espíritu de lo leído. Bajo este supuesto, quien lee más es mejor. Sin embargo, como lo ha señalado atinadamente Jaime Smith Semprún, en La cara oculta de la inteligencia, lo importante no es almacenar información ni coleccionar destrezas, sino saber qué hacer con ellas y con un propósito benéfico. En otras palabras, “la cultura no es exhibir, es asimilar que nuestra alma e inteligencia absorban y digieran una serie de conocimientos, experiencias y facultades que le permitan ejercitarlas”.

No por leer más libros se comprende mejor o se es más inteligente. La inteligencia implica muchas cosas más allá de leer. La inteligencia también involucra las emociones y, muy especialmente la ética de nuestros actos. Mientras más torpe y dañosamente se comporte un experto en algo, mientras menos respetuoso sea del pensamiento y la libertad de los demás, menos inteligente es, aunque haya alcanzado todos los grados académicos y se haya leído toda una biblioteca.

Smith Semprún tiene una caracterización del ser inteligente que va más allá de las definiciones: “Ser inteligente es armonizar todas las facultades, dosificarlas, desarrollarlas, utilizarlas, comprenderlas, saber para qué sirve cada una. Por ejemplo, la razón para razonar, para pensar lógicamente, pero también para saber que, a veces, más importante que tener razón es ser razonable”.

Esta última observación la hubieran podido firmar Montaigne y Descartes, lejos siempre de todo fanatismo, y siempre dispuestos a encontrarles el mejor servicio a las paradojas. Ser razonable siempre es por supuesto mejor que tener siempre la razón, porque el que tiene siempre la razón, o desea tenerla siempre, es alguien que no admite otra razón que no sea la suya.

Para comenzar a desarrollar una ética de la lectura y, más todavía, una ética de la cultura, hay que comenzar por ir desterrando los fundamentalismos culturalistas y las viejas creencias insostenibles, desde el determinismo del coeficiente intelectual —el famoso IQ de Stern y Binet— hasta el valor absoluto que se concede a los instrumentos de persuasión, como la cátedra y el libro. Hay que comprender mejor para distinguir bien, y para aceptar con humildad y con inteligencia que, como ha escrito Smith Semprún, “no es inteligente saberse la guía de teléfonos de memoria; no es inteligente ganar a todos al ajedrez; no es inteligente saberse todos los teoremas y ecuaciones matemáticas, ni ser el primero de la clase y tener un coeficiente intelectual de más de 120”.

Lo realmente inteligente es saber que nada de eso nos salva de cometer estupideces y dañar a los demás y a nosotros mismos. Lo realmente inteligente es poseer imaginación para saber utilizar la inteligencia, y saber que de poco sirve absorber, aprender y adquirir conocimientos si lo único que hacemos con ellos es almacenarlos en un confuso depósito, sin darles jamás la armonía y la integración en nuestro espíritu. Hoy hasta los criminales pueden ser calificados de inteligentes, como si la inteligencia no estuviera en contradicción con la maldad; y muchos hombres públicos (políticos, funcionarios, empresarios, especuladores, etcétera), reputados de inteligentes, han sido responsables de la ruina del mundo, lo cual es suficiente para probar que no eran muy inteligentes.

En su calidad de fetiche de la Cultura Culta, desde sus orígenes le hemos concedido al objeto libro connotaciones mágico-religiosas que llegan a nuestros días con un místico y dogmático manto pedagógico y un inocultable tufo demagógico-redentorista más cercanos al mesmerismo que a la lógica. Pensamos que el libro por sí mismo posee poderes magnéticos y nos olvidamos que la fuerza del libro no reside en el libro en sí, sino en el pensamiento, las ideas y las emociones que podemos activar al leer libros. Más allá de misticismos, incluso lo más importante de los libros no es lo que contienen, sino lo que suscitan.

El día que comprendamos y admitamos, razonablemente, que muchos de nuestros supuestos culturales y librescos requieren de un buen análisis, una amplia reflexión y la prueba de fuego de la razón ética, ese día comenzaremos a entender algo más valioso que únicamente leer libros y acumular lecturas.

Cioran o la lucidez

26/Marzo/2011
Milenio
Ariel González Jiménez


Empecemos por las correcciones, si es que se acostumbran en estos casos: no recuerdo quién —pero seguro sabía de qué hablaba– me dijo que Cioran no se pronunciaba tal como lo hacemos casi siempre (literalmente), sino Chioran, lo mismo que el nombre de su paisano Mircea (Eliade), que viene a ser algo así como Mirchea. Bueno, pues desde entonces los pronuncio a ambos de esta manera causando no poco desconcierto entre algunos.

Ahora que estamos en la antesala del centenario del primero, me da igual, sin embargo, cómo habré de pronunciar en lo sucesivo su nombre, porque de seguro a él —que escribió: “Todo el secreto de la vida se reduce a esto: no tiene sentido, pero todos y cada uno de nosotros le encontramos uno”— no le habría importado. ¿O sí?

Dígase como sea, estamos hablando de un pesimista cuya lucidez nos hacía pensar en términos optimistas cuando menos acerca del futuro de la literatura de la desazón. La nombro así deliberadamente, porque aunque todas las evocaciones que se hacen por estos días del rumano hablan sobre todo del filósofo, yo prefiero hablar del escritor, porque no encuentro un sistema que permita suponer una filosofía como tal (a menos que se entienda por filosofía lo que popular y ampliamente se entiende: una forma de ver la vida). Cuando él dice: “Toda lucidez es la consecuencia de una pérdida”, creo que es claro que está observando el pensamiento no desde el pensamiento mismo, esto es, desde sus reglas, tendencias y estructuras lógicas y argumentales, sino desde ese universo insondable que a veces llamamos alma.

Nacemos solos y morimos solos, pero casi siempre lleva toda la vida entender esta perogrullada. Y es que algunas gentes tienen la suerte de no pensar demasiado, entonces se la pasan ignorando la evidencia de que enfrentamos un destino único, irremediable, decididamente nuestro, muy personal y demasiado simple, pero siempre parcial o totalmente absurdo (desde el mirador de Sastre, quien escribió “es absurdo que hayamos nacido, es absurdo que tengamos que morir”).

Ese también es el gran tema de Cioran, si bien en su obra el sentido que tiene ese recorrido (la vida) que persistimos en completar como si en ello nos fuera algo trascendental, adquiere destellos antes que existenciales, nihilistas; antes que teóricos, vivenciales; antes que filosóficos, literarios.

Saber pesa, es una carga con la que no todos pueden marchar por ahí. “La lucidez —dice el autor de El ocaso del pensamiento— es el resultado de una mengua de vitalidad, como cualquier falta de ilusión. Darse cuenta de algo va en contra de la vida; tenerlo claro, todavía más. Se es mientras no se sabe que se es. Ser significa engañarse”.

Paradójicamente, el examen de la desesperación que hace Cioran enseña que ésta puede no ser tan lacerante cuando es entendida como inherente a la condición humana; y revelado su secreto queda desmontada también su maquinaria más cortante y destructiva. Si no supiéramos de dónde viene (y viene de la esperanza, por ejemplo; viene de las ilusiones en el porvenir) sería una desesperación absoluta, de una irracionalidad tan triste que sólo podría movernos al suicidio (“La muerte es lo sublime al alcance cualquiera”).

Y qué decir del sufrimiento, ese inesperado compañero que llega muchas veces para quedarse con su equipaje de horrendas y crueles verdades. “Eres hombre hasta el momento en que los huesos empiezan a chirriar de tristeza… Después se te abren todos los caminos”. Pero aun ahí surge la certeza de que sólo podemos enfrentar los acontecimientos más adversos y terribles con dura y clara reflexión: sólo así nos liberamos y se abren todos los caminos. Lo demás es una patraña para quienes sólo saben sonreír por temor de aprender a llorar y no parar ya nunca.

En su prólogo para la edición italiana (Adelphi) de La tentación de existir, Roberto Calasso describe con precisión el talante de este singular escritor:

“Pertenece por vocación al pelotón de los condenados a la lucidez. Nadie ha sabido mostrarnos con tanta precisión y con tanta inventiva —casi camuflándose en novelista— que la lucidez es una condena, además de un don. Se trata de una lucidez madurada en el tiempo, en la herencia de toda nuestra cultura. Si «existe un ‘olor’ del tiempo» y hasta «de la historia», Cioran es, entre los animales metafísicos, el mejor adiestrado para reconocerlo, para buscarlo, incluso allí donde, donde con frecuencia, quien hace profesión de historiador no advierte las huellas de esta «agresión del hombre contra sí mismo». No hay observador más perspicaz de ese «lado nocturno» de la historia que hoy envuelve al mundo con su manto oscuro”.

El centenario de Cioran es un buen pretexto para reconsiderar toda esta lucidez, indispensable, quién lo dijera, para no quedar atrapados en el vacío de nuestras tristes existencias.

domingo, 20 de marzo de 2011

Contemporáneos: los poetas con revista

20/Marzo/2011
Jornada Semanal
Ricardo Venegas

La revista Contemporáneos (1929-1931) fue resultado de una serie de conversaciones y reuniones amistosas a bordo de un barco en que regresaban a Veracruz, después de un viaje a La Habana, Jaime Torres Bodet, Enrique González Rojo, Xavier Villaurrutia y Bernardo Ortiz de Montellano. El nombre, según Ermilio Abreu, “lo inventó [José] Gorostiza. Sutil invento, pues ni supone compromiso social, ni político, ni estético de los socios”. Su principal objetivo, después de la Revolución, fue que se advirtiera lo sucedido en el mundo hasta 1910.

La generación fundadora de la modernidad intelectual mexicana que trabajó en la búsqueda de nuevos modos de escribir literatura fue, al igual que la revista, la de los Contemporáneos (1929-1932), un grupo de pensamiento complejo y sólido. Son los poetas que impiden el deterioro de la literatura mexicana; por ello y con toda razón Octavio Paz afirmó que “casi todo lo que se está haciendo ahora en México les debe algo a los Contemporáneos, a su ejemplo, a su rigor, a su afán de perfección”. Se trata, en palabras de Guillermo Sheridan, de un “lugar imaginario en el que coincidieron diversos discursos y maneras de ejercer el quehacer literario”, al que Jorge Cuesta señaló como una “coincidencia del destino”. Convergían con la idea de T. S.

Eliot sobre la importancia de ostentar una conciencia del pasado, de la tradición; era importante conocer lo que iban a modificar. No tuvieron ningún manifiesto –como los Estridentistas– he ahí el mole de guajolote más que el de su obra. Tal como Xavier Villaurrutia lo describió, era un “grupo sin grupo”; “un archipiélago de soledades”, en palabras de Jaime Torres Bodet. Ellos son, según las antologías y testimonios recabados por Luis Mario Schneider: Carlos Pellicer, Bernardo Ortiz de Montellano, Enrique González Rojo, José Gorostiza, Jaime Torres Bodet, Elías Nandino, Jorge Cuesta, Celestino Gorostiza, Gilberto Owen, Salvador Novo, Xavier Villaurrutia y Rubén Salazar Mallén.

Durante la Revolución la idea de la ortodoxia defendió los valores viriles, a saber: el nopal, el sombrero y la pistola fueron los paradigmas a seguir. En este sentido, los Contemporáneos vivieron en una sociedad machista que no toleró a sus escritores: vieron a un México con forma chata, un país en el que más de un setenta por ciento de sus habitantes eran analfabetas (y hoy debemos preguntarnos sobre la efectividad del actual fomento de la lectura). Ello nos dice que prácticamente fueron incomprendidos. Buscaron temáticas que regresaran al nacionalismo, pero que también lo rebasaran, trataron de incorporar imágenes distintas al rostro de la patria.

Es cierto lo que asegura Vicente Quirarte en sus cátedras de la UNAM: en los Contemporáneos se advierte una profunda enseñanza moral y educativa (tan evidente como el esfuerzo que abanderó José Vasconcelos con la memorable campaña de alfabetización en 1920).

A la distancia, sabemos que la de Contemporáneos es una generación que “no morirá del todo”

lunes, 14 de marzo de 2011

Introspección y enojo en la poética de Flores

14/Marzo/2011
Milenio
Mary Carmen

Desde el poema o el ensayo dialoga Malva Flores con el pasado literario. La autora de El ocaso de los poetas intelectuales publica Luz de la materia (Era/Conaculta, 2010).

Para Malva Flores (Ciudad de México, 1961), la poesía es un libro móvil de respuestas íntimas. “Tú las encuentras cuando las escribes y si se publican en forma de libro puedes tal vez compartirlas. Es, para el que escribe, una explicación del mundo como experiencia de algo invisible: la tensión entre tu necesidad y tu deseo”.

En Luz de la materia se construye un poemario de nostalgia y melancolía. ¿Cuál es la historia de este libro?
La mayor parte la escribí cuando vivía en México, en un momento que entonces percibí difícil en mi vida. Tenía necesidad de recordar el sitio de mi infancia como un asidero de paraíso y así reconstruirlo desde la memoria. Eso ocurre en “Dominio”, la primera parte, y en “Mudanza del árbol”, la última. Pero quería también burlarme de mí misma, de la que era en ese momento y de la que yo hubiera querido ser entonces: eso es “Malparaíso”, la segunda sección del libro.

Los poetas enmudecieron

¿Tu obra ensayística o tus investigaciones literarias tienen eco en los poemas?
Ya había escrito la mayor parte de ese libro cuando un día desperté y me di cuenta de que ya no estaba triste, ya no me cuestionaba a mí, es decir, ya no escribía poemas: estaba enojada. El arribo de la tan deseada transición democrática a manos de un partido que no tenía interés real en la cultura mostró muy pronto lo vano de los afanes que habían dividido el mundo cultural pocos años atrás. Entonces, te digo, ya había pasado de la introspección del poema al enojo. No con el gobierno, que es lo más sencillo, sino con quienes habían dejado de criticarlo.

En esa época, dice Malva, no entendía por qué los poetas habían olvidado expresarse críticamente sobre los asuntos públicos.

¿Cómo sientes la crítica literaria sobre poesía?
No creo que los poetas escriban pensando en los lectores profesionales, pero es triste que no existan una o varias publicaciones que de forma sistemática, no como una dádiva mensual, se ocupen de la poesía.

Hubo un tiempo en que la crítica de poesía, incluso las reseñas, la hacían grandes poetas. Eso no existe más y es una lástima porque de algún modo se cercena la conversación que con el mundo establecen los poetas.

Hoy nuestros “orientadores” son “líderes de opinión”, “especialistas”, payasos o astrólogos: comunicadores, no interlocutores. Pero no hay que llorar por eso. La poesía ha sido, también, una forma de crítica. Y pocas veces la crítica ha tenido adeptos, mas no por eso ha dejado de existir.

sábado, 12 de marzo de 2011

Žižek, el intelectual contraataca

12/Marzo/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Poco después de que Foucault había decretado que la época de los intelectuales había acabado, apareció Slavoj Žižek.

No es accidente que Žižek buscase la presidencia de Eslovenia. Žižek quiere el poder. Lo tiene. Ningún otro filósofo obtiene tanta atención en los medios, la academia e internet.

Un célebre documental sobre Derrida captó cierta desazón ante la cámara y alguna incapacidad para improvisar “filosofía”. Eso jamás será un problema para Žižek, filósofo hecho para YouTube.

Žižek es famoso no sólo por sus ideas punzantes sino por su cuerpo un tanto grotesco, su eterna comezón de la nariz —oh conflicto fálico—, su pronunciación ruda del inglés, despeinarse al hablar, un repertorio político de chistes vulgares, en suma, su voracidad al pensar en voz alta, muy alta.

¿Es original? No. Žižek es un marca marxista (stand up estaliniano) y un psicoanalista lacaniano: verborrágico, neurótico y grandilocuente. (Lacan es el Marcel Marceau del psicoanálisis).

Su relación con el capitalismo se parece a la de Baudrillard: un crítico acérrimo del mercado que, sin embargo, está fascinado por el cine, de donde Žižek extrae toda suerte de implicaciones teoréticas. Žižek es un intérprete certero del inconsciente político de Hollywood.

Opositor del relativismo cultural y totalitario ocasional, Žižek se clona en sus artículos, charlas, conferencias y libros.

Es un filósofo del cual se puede hablar sin referirse esencialmente a sus obras. Sus intervenciones mediáticas lo definen. Uno lee sus libros y, en realidad, son siempre el mismo, desde El sublime objeto de la ideología hasta Visión de paralaje.

¿Cuál es la clave de su éxito mundial?

Žižek es un personaje. Cómico. Alimenta el cliché de que un filósofo es un loco, un maníaco, un idéatico. Žižek cumple estereotipos.

Además, es un comentarista de la cultura popular. Aplica teorías psicomarxistas; las hace accesibles. La Escuela de Frankfurt convertida en entrevista.

Y, sobre todo, Žižek —¿y qué occidental no?— es un gringo de clóset. Es Marx des-cubriendo la ideología detrás de Matrix con la boca de llena de palomitas.

Es el retorno del intelectual que puede explicarlo todo y que contraataca al imperio; he ahí su peligro.

Su legado será ambivalente. Por una parte divulga ideas de izquierda en países del Primer Mundo en plena crisis capitalista. Por otra, banaliza la crítica.

En Žižek, filosofar se convierte en un espectáculo exótico: stand up digerible y políticamente incorrecto. Teoría-reality Žižek no es la teoría sino su performance. Una prueba fachosa de que la filosofía postmoderna ya se ha mezclado con la cultura global. Y eso a Žižek y al mundo le provoca tics.

Si usted no ha leído a Žižek, no se preocupe. Žižek ya lo ha leído a usted.