sábado, 5 de marzo de 2011

Así escribo (Pablo Soler Frost)

Marzo/2011
Nexos
Pablo Soler Frost

Preso en mi epidermis

Antes sí parecía que escribía. Atronaba las teclas de mis máquinas de escribir. Hoy me rodean pantallas de teclados silenciosos y operaciones invisibles. Y yo, como si fuera una poco agraciada secretaria de un organismo, las asedio de cosas y de piedras, como para recordar que hay algo más que la conexión. Los diccionarios siempre han sido una pasión en mi familia, y aquí están, como una muralla, desde el Seri-Inglés-Español publicado en Sonora hasta los distintos diccionarios oxonienses. Hay una Biblia y una concordancia manual de las Sagradas Escrituras. Hay piedras de Australia (pedazos de la estratosfera caídos al outback), Japón (piedrecillas negras de las playas de ceniza), Israel (una piedra del Monte de los Olivos), Inglaterra (gis de cerca del gran caballo o perro neolítico de Uffington), Alemania (de la cantera de Neanderthal), México (rosas del desierto y jade de la selva) y trozos de muralla de Derry, Quebec y Berlín. Están los mapas en la pared (Irlanda, las naciones primeras de Australia, Jerusalén dividido en sus cuatro cuarteles) y las fotografías familiares sobre un baúl rojo y viejo que no sé por qué me recuerda al terrible conde de Montecristo. Los lápices que me esmero en afilar, unas tachuelas en su caja colorida y una bandera mexicana. Una foto de don Salvador. Un Cristo antiguo. Hay espacio para un cenicero y una Coca-Cola (si bebo algo más fuerte, ya no escribo). La silla es cómoda, y perteneció a mi madre, quien solía pasar largas horas escribiendo, traduciendo, corrigiendo.

Alrededor de esta cámara hay cosas que me son y no me son propias: niños, perros, helicópteros, automóviles, radios, albañiles, choferes, vendedores de tamales oaxaqueños y de la oferta de las naranjas, y los árboles y el cielo. Y febrero loco y marzo otro poco y el año del conejo y México, las noticias y la salvación del mundo.
Todo parece estar listo. Quien viera el lugar obtendría la impresión tal vez de una labor concentrada, de un callado quehacer. Y sí, es un quehacer así, porque me cuesta mucho escribir. Lo hago, claro, pero sólo cuando ya no me queda de otra, sólo cuando todos los lápices están afilados y he terminado de ordenar hojas o de perseguir una palabra en un diccionario. Es decir, escribo cuando no hay otro remedio. Cuando la única cosa que me queda por hacer es justamente ésa, escribir. Escribo entonces desesperanzado, o inspirado, o cauteloso; no, mejor, escribo desesperanzadamente páginas que pueden ser o no páginas inspiradas, cercadas siempre por medidas cautelares (tal vez por eso casi nadie me lee).

Me explicaré, si es que puedo: la materia de mis escritos es por regla general la desesperación que implica estar preso en mi epidermis (Gorostiza), pero el dios que me tiene asido “aprieta, pero no ahoga”. Escribo sobre el mal y el daño. Pero lo escribo trenzando en las líneas torcidas otra cosa, que no sé que es, y que sólo puedo llamar inspiración, o conspiración: como recuerda Javier Sicilia, conspirar es respirar juntos. Y la inspiración es ese soplo que viene de un lugar y de una persona que no soy yo. Pero a estos dos elementos añado un tercero; como no quiero el daño, vuelvo romas las descripciones del horror y no me regodeo en ellas, como hacen los ingleses o los españoles.

Pienso en escritores olvidados. Bueno, no olvidados, tan sólo no leídos. Pienso en Pérez Galdós o en Tolstoi. No sé si sea cierto lo que voy a decir, pero me parece que cada vez que describían algo que no podía agradarles en cierto sentido lo depuraban en palabras que no pudieran servir de asidero para la delectación frente a las masacres, físicas o espirituales. Por ejemplo, el asesinato del padre Salmón en Un faccioso más y algunos frailes menos o las humillaciones de Ana Karenina, que son y no son comparables a las terribles humillaciones que ocurren en Los hermanos Karamazov. Tienen razón Berlin y Steiner: hay una línea que divide a los dos grandes rusos, y es una línea que puede servir para todos los demás escritores que en el mundo ha habido.

Pero claro, todos ellos son humildes maestros: yo, un engreído aprendiz. Debo trabajar más, o sea, escribir (bueno y leer algo que no sea google). Pero escribir así es muy difícil. No tengo ganas de rendir homenaje a los monstruos, ni pienso hacerlo. Quiero escribir Los demonios o Los poseídos sin que esa escritura me corroa el alma o corrompa a alguien más. Ese es el quid. Algo me falta. Pensaría: tengo el don, pero no tengo el toque.

El artista como investigador-productor

5/Marzo/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

En años recientes se ha discutido considerar al arte una forma de producción de conocimiento reconocida oficialmente. En español, la expresión “investigación-creación” o “investigación-producción” describe esta modalidad.

Como ya he escrito, los artistas son relegados de las universidades o tratados como académicos de clase turista, mientras que los académicos que basan su obra en ellos, tienen reconocimiento monetario, institucional y social.

Si el arte no es conocimiento no tiene lugar en las universidades y las artes plásticas, visuales, verbales y corpóreas deben salir de ellas; y ocupar su lugar disciplinas que escriben o hablan sobre estas prácticas ¿pre-científicas?

Obvio, esta postura es un absurdo. Un absurdo institucionalizado por nuestra academia, que a veces enseña artes pero no valida a sus creadores.

¿Esta incongruencia a qué se debe?

Al romanticismo de algunos artistas que difunden que el arte se opone a la ciencia.

También es responsable la arrogancia de la academia tradicionalista que supone que el arte no cuenta con metodologías, y sólo es conocimiento gracias a ella.

Y las propias comunidades artísticas que no documentan qué tipo de conocimiento crean ni cómo lo crean. No existe consenso entre ellas acerca de cuál es su metodología.

Eso dificulta que el sistema académico y cultural —Conaculta, SEP, Conacyt y las propias universidades— no reconozcan lo obvio —las artes crean conocimiento— ni actúen en consecuencia.

México seguirá viendo al artista como un tallerista, mientras que en otros países, el artista es bienvenido en la academia.

Ahora, ¿están listos los artistas a concebirse como científicos?

El arte ineludiblemente produce conocimiento. De entrada, produce conocimiento en sus receptores. Las ciencias cognitivas lo han comprobado.

Y ya muchas disciplinas —desde la historia del arte y la antropología hasta la psicología y los estudios culturales— muestran cómo los intérpretes producen conocimiento con el arte.

Pero, ¿cómo producen conocimiento sus productores?

Si los artistas alegan que hacer arte es suficiente para ser reconocidos como productores de conocimiento se equivocan. Precisar sus métodos —cuantitativos o cualitativos— es importante. La modalidad de investigación-producción debe trazar su perfil.

Las instituciones deben abrir sus puertas a los productores de arte, como lo han hecho universidades extranjeras que, por cierto, nos superan en nivel y prestigio.

Dos pasos distintos y simultáneos: artistas que explicitan sus métodos de investigación-producción e instituciones que se actualizan.

Si otros países lo han hecho, ¿México por qué no habría de hacerlo?

Lo sé: soy un optimista. No puedo evitarlo: el arte enseña que todo es posible.

Hoy quizá no. Pero el futuro siempre será más sensato.

Subrayados

5/Marzo/2011
Milenio
Ariel González Jiménez


Para Brenda Salazar y Jorge
Medina, con quienes hablé
placenteramente de todo esto

¿Deben o no subrayarse los libros? Cada quien, en su momento, establece un trato con los libros en donde esta cuestión debe quedar zanjada. A la manera de un código de buenos o malos modales, decidimos qué hacer con las páginas o frases que nos parecen absolutamente indispensables y que queremos de algún modo tener a la mano siempre, incluso para demostrarnos en el futuro que, puesto que reparamos en ellas, no hicimos una lectura superficial.

Desde luego, siempre que el libro sea nuestro, tenemos derecho a decidir si lo marcaremos o no. Digo esto porque bien sé que los libros de cualquier biblioteca pública —especialmente las universitarias— dan cuenta de la falta de respeto de muchos lectores que parecen querer obligar a todos a considerar lo que a ellos les ha atraído o llamado la atención. Recuerdo en la Facultad de Economía algunos libros como El Capital, que eran casi ilegibles gracias a los incontables entusiastas del viejo Marx que no conformes con utilizar tintas rojas o hasta fosforescentes, todavía se daban tiempo para hacer literalmente anotaciones al margen donde expresaban sesudas consideraciones sobre el tema o su ferviente admiración por el genio de Tréveris (aunque no faltaban los activistas demenciales que sin perder la oportunidad, y esperanzados en ganar algún adepto, consignaban algún posicionamiento ideológico de su organización).

Fuera de estos extremos irrespetuosos, es claro que el subrayado de un libro nuestro puede convertirse en un asunto íntimo. Al fin y al cabo, lo que está de por medio cuando destacamos el fragmento de un poema, novela, cuento o ensayo, es aquello con lo que nos identificamos, lo que nos sorprende, lo que suponemos original o genial, lo que apreciamos por su belleza formal o sutileza, lo que nos parece profundo o digno de reflexión, en suma, lo que tiene de importante para nosotros. Y al mostrar todo esto, nos muestra a nosotros; de ahí la intimidad a que aludo.

Quien dice haber leído un libro y no señaló nada en él (o en un cuaderno al lado, si decidió no subrayarlo), pone de manifiesto que pasó de largo porque el libro no lo merecía, o bien, porque no lo supo apreciar. Porque, ¿cómo leer, por ejemplo a Wilde, y no detenernos en alguna de sus exquisitas formulaciones (si es que atendemos sólo la forma) o en cualquiera de sus penetrantes ideas? Yo no lo considero posible.

Por eso he sido partidario y practicante del subrayado tradicional, ese que corre bajo las palabras de modo más o menos recto; pero también de las llaves al margen, para no perder el tiempo repasando línea por línea cuando el texto que me atrajo es grande. Y ahí entro en distinciones: una llave simple no denota más que algo interesante, pero una llave con un asterisco es ineludible y debe contener algo muy valioso.

A veces recurro a palomear algunas líneas que me llaman la atención por algo. En otras épocas ponía hasta tres palomitas según la importancia que le diera al extracto.

Sucede también que hay páginas enteras que vale la pena no dejar de releer, entonces encierro en un círculo su número. Este es mi modus operandi a la hora de hacer un subrayado. Sé que no tiene nada de original y que, antes al contrario, es un mero resultado de lo visto y aprendido en mis años de estudiante u observando las bibliotecas de otras personas.

El subrayado es como la bitácora de una lectura: consigna lo mejor de ésta, que a su vez es como un viaje. Qué tanto vimos, qué tanto nos maravillamos, qué tanto aprendimos puede quedar reflejado en nuestros subrayados.

Y conviene volver a ellos periódicamente. Ahí están las frases que marcamos y nos marcaron. Y es como redescubrir cómo éramos y cómo somos, porque una frase o una página puestas de relieve delatan intereses y gustos que acaso ya pasaron hace unos años; los intereses y gustos que teníamos y tenemos. Conviene volver siempre a las frases que hemos subrayado en nuestros libros.

Uno abre un libro polvoriento de hace años y descubre horrorizado que lo subrayado son cosas sin importancia, asuntos que nos impresionaron merced a nuestra ignorancia, juventud o cursilería. Y ahora que lo volvemos a leer nos parece cualquier cosa menos profundo o bello. Pasa también, claro está, que abrimos un libro y nuestros subrayados son recordatorios de grandes emociones intelectuales y literarias. Sin duda, ese libro lo volveríamos a marcar del mismo modo. Y es así que nuestro subrayado funciona como un mensaje al lector futuro, que a veces seguimos siendo sólo nosotros, aunque no es raro que alguien más lo lea y se pregunte por las motivaciones que tuvimos para escoger una frase o una página. Es bueno subrayar y volver a lo subrayado, que es un puente natural hacia la relectura, ese volver a instalarnos en lo que hemos sentido y pensado y, por supuesto, lo que hemos vivido.

lunes, 28 de febrero de 2011

Sin futuro

28/Febrero/2011
El Universal
Guillermo Fadanelli

Para convertirme en un escritor célebre sólo debo esperar a que los demás escritores se mueran. Siendo un viejo contaré la historia a mi manera e inventaré una cantidad de historias tales que el desprestigio caerá sobre mis rivales. Y esta vez no podrán levantarse: será como su segunda muerte. Así he respondido a quien me preguntaba si para mí era importante la fama. Hoy en día los escritores no pueden se famosos a no ser que sean extraordinariamente malos. La mediocridad incluso es mal recibida. En el diario de sus obsesiones, Crackpot, John Waters da varios consejos a quienes desean la celebridad a toda costa; y exagerar sus peculiaridades es uno de ellos: Si tiene problemas de cutis embárrese una bolsa de papas fritas en el rostro y cámbiese su nombre por el de “Granos”. La sabiduría de un consejo en apariencia tan burdo no está a discusión: si es usted un mal escritor organice una presentación y póngase a bailar ante el público (de preferencia ante un público que no lea).

En Rotten: No Irish, No Blacks, No Dogs, la autobiografía del mismo Rotten (John Lydon), este dice que no soportaba a los punk uniformados. Toda esa indumentaria supuestamente rebelde demostraba una necesidad de pertenecer a un rebaño y una notable ausencia de individualidad. Todavía en marcha, Lydon ha escrito que su compañero en Sex Pistols, Sid Vicious, se hallaba obsesionado con la moda y era un lector apasionado de Vogue. Como es evidente, los que sobreviven maquillan a los muertos y vuelven a enterrarlos varias veces hasta que llega su turno. No por otra razón Patti Smith debió dedicar su reunión de poemas y ocurrencias trascendentales, Babel, a los tiempos venideros y dijo: “Este libro está dedicado al futuro”. Me parece una dedicatoria responsable y serena: dedicar un libro a lo que no puede ser. Y de paso quedar bien con los perros que husmearán en su tumba.

“Pobre del escritor que desea obtener un estilo. El arte en el futuro se fundará en la energía intuitiva y los creadores no se preocuparán por ser originales, sino por ser sinceros. Entonces la humanidad se parecerá al hombre”. Esas son palabras que he tomado del libro A partir de ahora el combate será libre de Rafael Barrett, escritor romántico y mordaz, crítico de las sinceras estupideces de su tiempo. Se acaban de cumplir cien años de su muerte y el silencio a su alrededor es su único homenaje. Si acaso se enterara de lo que la sinceridad ha hecho con la literatura, él retiraría sus palabras, aunque la verdad no lo creo, un hombre como Rafael Barrett se sostendría en lo dicho.

“Éramos jóvenes y en nuestras cabezas reinaban las drogas y la muerte”, se lee en Dream Police, de Dennis Cooper, el poeta que desprecia el futuro y cuando mira hacia atrás escribe: “Mi pasado consiste en una corta sucesión de chicos guapos u hombres jóvenes a los que admiré, arrastré a la cama y después dejé en ruinas en la calle con el dinero justo para tomar un taxi de vuelta a casa”. A Cooper nada le sucederá en el futuro porque ha tenido la sutileza de cortarse en pedazos e incinerarse antes de que ningún cretino haga su autopsia.

El libro de Mauricio Bares, Apuntes de un escritor malo comienza así: “Según yo, un escritor malo es casi tan importante como uno bueno, por la sencilla razón de que los escritores malos contribuimos a que destaquen los destacados. “Bares es un buen escritor y se suicida de antemano, como dictan los cánones. Y no vende miles de libros ni baila frente al público: hace su trabajo. Y hojeando el diario de José María Vargas Vila me encuentro con esta frase que de pronto se me ha vuelto un espejo: “Debe ser muy bello morir, cuando el deseo es más grande que la vida; porque la mayor tristeza es una vida sin deseos”. ¿Una vida sin deseos? No se puede ir más allá.

domingo, 27 de febrero de 2011

Escribir bien

27/Febrero/2011
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Quienes dicen que la única responsabilidad del escritor es escribir bien tienen alguna cosa más qué explicar que, por supuesto, nunca explican. Resulta obvio que quienes repiten este apotegma lo hacen con la seguridad de que es aplicable a ellos: no les cabe la menor duda de que son responsables como escritores, puesto que escriben bien.

Pero ¿qué es escribir bien? ¿Manejar estupendamente el lenguaje? ¿Conocer perfectamente el oficio? ¿Tener éxito de crítica y mercado? ¿Cómo sabe un escritor que escribe bien? ¿Quiénes se lo garantizan: los editores, los premios, la publicidad, las recensiones, el público lector?

Si se apela al lugar común de que “no hay mejores jueces que los lectores”, habría que explicar por qué los lectores encumbraron ayer a figuras literarias que hoy ya no son tales: olvidados autores de libros que ya nadie lee.

Creer que escribir bien es la única responsabilidad del escritor es confiarse, de algún modo, a una muy graciosa abstracción. Novelistas y poetas afirman esto, y todos debemos suponer que ellos escriben bien, pero lo dicen como si la escritura fuera nada más un dominio técnico que no implicara ideas, emociones, prejuicios, ideologías políticas y estéticas, convicciones, descreimientos, etcétera.

“Escribir bien”, por tanto, es una ingenuidad cuando se considera que sólo atañe al dominio técnico y a la consecución estética. Se puede ser el mayor esteta literario y, a la vez, el peor escritor, sin que esto excluya, por otra parte, ser un perfecto cabrón y una persona poco inteligente. ¿Eso es escribir bien?

Los ejemplos abundan. En tanto más se cree que la ética poco o nada tiene que ver con la literatura, peor se escribe. Las grandes obras que han sobrevivido al tiempo no lo han hecho, nada más, por sus valores estéticos, sino también por su comprensión de la realidad y por su vínculo solidario con el mundo: por todo aquello que va más allá de la “perfecta escritura” y tiene que ver con el común espíritu del ser humano. Shakespeare no es únicamente inglés, sino francés, alemán, español, mexicano, etcétera.

Es verdad que se puede ser un pésimo escritor de muy buenas intenciones sociales, pero tampoco es mentira que se puede ser también un pésimo escritor esteticista y egoísta, que cree que a la gente sólo le interesan esas cándidas abstracciones llamadas novelas, cuentos o poemas.

A muchos lectores nos parece que Borges, Rulfo, García Márquez y Vargas Llosa escriben bien y más que bien, pero no sólo por la sintaxis que manejan, ni por el uso extraordinario del idioma, ni por la perfecta construcción de sus artefactos verbales, sino porque en sus libros siempre hay algo más: más incluso que todo el concepto artístico de la obra literaria. Durante algún tiempo, muchos lectores llegaron a creer que José María Vargas Vila y Luis Spota escribían bien, ¿pero quién los lee ahora y quién lo cree todavía?

Parece obvio que César Vallejo, Pablo Neruda, Aurelio Arturo y Octavio Paz escriben bien, más que bien, extraordinariamente, pero no sólo por el lenguaje poético y los alcances universales de sus obras, sino siempre por algo más que nunca alcanzan los poetas correctos y precisos que nada o muy poco tienen que decir y que, sobre todo, no lo saben decir de manera diferente, original, impar.

¿Qué es escribir bien? Nadie sino el que escribe bien lo sabe, y a veces ni siquiera lo sabe exactamente, sino que lo intuye o lo presiente. Kafka sabía que escribía bien, pero no lo sabían los lectores de su tiempo. Por lo demás, ni siquiera compendiando los elementos de la buena escritura resulta factible conseguir que los que escriben mal escriban bien.

Escribir bien, entonces, es un don que no se les da a todos. Por eso no hay Vallejos, Nerudas, Aurelios Arturos y Paces en cada esquina de las calles de Lima, Santiago, Medellín, Bogotá, México, Monterrey y Mérida, pero sí muchos poetas que creen que “escriben bien” y que, además, afirman que su única responsabilidad es “escribir bien”.

Bien les vaya. Si eso creen, es que no han comprendido la diferencia que hay entre la escritura correcta y el genio literario, ese genio literario que no es fruto únicamente de la disciplina y el taller, sino de ese algo más que no todo el mundo alcanza ni podrá alcanzar jamás; ese algo más que a casi todo el mundo le falta porque escribir bien es siempre algo más que escribir bien.

Un émulo criollo de Juan de Mairena escribió: “Durante mucho tiempo me pareció que el aprendizaje tenía lógica y congruencia... hasta que conocí de cerca a mis maestros”.

Se solicita crítico literario con deseos de molestar

27/Febrero/2011
Universal
Yanet Aguilar Sosa

“Se busca crítico literario. Hombre o mujer joven, menor de 35 años, que posea el demonio de la crítica y que ejerza con pasión ese género que en México ha tenido grandes plumas. Requisitos: que sea incómodo y temerario, que haya publicado reseñas en revistas marginales, ediciones con poca circulación o en blogs y páginas electrónicas, que no sea nada complaciente ni vea a la crítica como una manera de acceder a la República de las Letras”.

Ese perfil de todo crítico debe ser también la convocatoria de toda publicación; sin embargo, en México la situación de la crítica literaria no es la mejor. Cada vez son menos los espacios dedicados a ese género y muchas veces, quienes se dedican a hablar de literatura, son jóvenes que ven en la crítica la posibilidad de entrar a la literatura.

Hace unos días, la revista Letras Libres concluyó su periodo de fichaje; por vez primera esa publicación convocó, a través de un concurso en línea, a jóvenes críticos para que enviaran trabajos publicados, y así poder cazar a nuevos talentos. La respuesta fue buena y mañana publicarán la lista con el nombre de los diez jóvenes escritores que mejor cumplieron los requisitos, de ellos saldrá el ganador del certamen que incluye la publicación de la crítica en la revista y 50 mil pesos.

A partir de esa convocatoria, críticos literarios de probada trayectoria analizan la situación de la crítica literariay sus problemáticas. Ricardo Cayuella Gally, Armando González Torres y Geney Beltrán, reflexionan sobre ese quehacer literario, la falta de incentivos y de lectores y los peligros de las becas.

La crítica situación de la crítica

Las problemáticas de la crítica literaria en México son diversas: se reducen los suplementos, revistas y páginas culturales y, por ende, los espacios para el ejercicio de ese género; no es un oficio que permita vivir de eso y la crítica no es considera un género literario, a veces es denominada literatura secundaria.

Esos no son los únicos problemas. Muchos que la ejercitan no la consideran un género de la literatura sino una carrera ascendente para entrar a la República de las Letras; además, hay un temor a quedar mal con alguien que después pueda ser el tutor de una beca o el encargado de un encuentro.

Cayuela, editor de Letras Libres, enumera tres de los grandes problemas de la crítica literaria: las redes “inevitables o muy características del México de las cortesías”; es decir, las de los intereses compartidos, el peligro a quedar mal con alguien que después pueda ser el tutor de una beca, el organizador de un taller, el que te invite a un encuentro.

A eso se suma, que la crítica no se ve como un género más de la literatura, sino como una carrera ascendente para entrar a la vida literaria o a la República de las Letras. “Esto hace que mucha gente que empieza muy filosa y muy activa, una vez que se acomoda dice: ‘lo mío es la novela’, ‘yo siempre quise ser cuentista’, y se cuida mucho de qué dice, a quién se lo dice y cómo lo dice”. La tercera son los pocos espacios para publicar. En este último elemento, coinciden todos los especialistas.

Ellos están de acuerdo en señalar que la crisis de las publicaciones en papel, que no es privativo de México, es un grave problema; sin embargo, dice Cayuela Gally, entre que se consolidan espacios digitales fuertes, con prestigio y con público y con cosas que decir, y desaparecen suplementos y revistas culturales, se ha creado un vacío que es peligroso para la crítica.

Y alertan sobre dos fenómenos negativos: reducción de espacios para el ejercicio de la reseña de novedades, y la pésima distribución de libros de crítica publicados en sellos (usualmente) universitarios o gubernamentales.

Armando González Torres y Geney Beltrán señalan como otra grave problemática la falta de lectores de crítica, a consecuencia del desinterés en las artes y las humanidades.

“A falta de una demanda, la industria editorial y las publicaciones periódicas consideran innecesario generar una oferta”, señala Beltrán.

Armando González Torres reconoce que por un lado existe la tendencia a reservar espacios cada vez más pequeños a la crítica y muchas veces el comentario crítico se confunde con la noticia o la publicidad. “Por lo demás, existe un interés desigual hacia los distintos géneros y se dispone de más espacios para la crítica de géneros comerciales como la novela y muchos menos para otras modalidades de narrativa, o para la poesía y el ensayo”.

A lo anterior se suma el hecho de que el espacio disponible para la crítica es totalmente asimétrico al tamaño de la producción y suele concentrarse en editoriales poderosas o autores prestigiosos y que muchas novedades valiosas se tienen que resignar a circular sin recibir un solo comentario.

González Torres dice que además existen incentivos inadecuados para la crítica. Por un lado, la crítica periodística no tiene el prestigio ni la remuneración que estimule su profesionalización, lo que obliga a la rotación e improvisación de cuadros. Por otro lado, la estrechez del mercado cultural, la concentración de poderes y la importancia de las relaciones personales en el ascenso profesional en la literatura inhiben la crítica y desestimulan una cultura del debate.

Una crítica literaria correcta

Geney Beltrán, autor de El sueño no es un refugio sino un arma y crítico literario de la Revista de la Universidad de México, dice que aunque hay muy buenos críticos en México, resulta imposible para cualquiera de ellos vivir de su escritura y ante eso sólo les queda la cátedra universitaria, las becas y el trabajo editorial o de promoción cultural. “Esta falta de profesionalización no impide, por supuesto, que se desarrolle una carrera como crítico; sencillamente, sólo la hace más difícil y azarosa”.

Cayuela asegura que por esa razón convocaron a jóvenes, pues parten de la certeza de que una gran ventaja es que la crítica joven no está tan maleada como la crítica de sus mayores.

“Sentimos que en México el sistema de becas y de pleitesías y de premios y de recompensas obliga a una cierta cortesía en el trato personal y escrito y eso ha hecho que la temperatura crítica baje mucho. Los jóvenes, sobre todo los que vienen de la marginalidad, tienen menos miedo de meterse en problemas; yo creo que un crítico esencialmente es alguien que quiere meterse en problemas”, señala el editor y ensayista.

Nadie duda que la crítica literaria es fundamental para la continuidad y salud de una tradición literaria. González Torres asegura que en su concepción más acabada, la crítica literaria no sólo se encarga de informar o juzgar la producción artística, sino de conectar con el pasado, crear gusto, apostar por valores y aclimatar nuevas formas. “La crítica, por lo demás, no es una facultad desvinculada de la creación y mucha de la denominada literatura secundaria, como le llaman a la crítica, puede convertirse en literatura de primera”.

El autor de ¡Que se mueran los intelectuales! dice que en México la crítica literaria, sobre todo la que se expresa a través de revistas, suplementos y periódicos (la crítica académica, si bien fundamental, suele acotar su influencia al campo de los especialistas) juega un papel importante para extender el diálogo libresco y mediar entre la producción artística y el consumo más amplio.

Y recuerda que en México hay una arraigada tradición de escritores y críticos, como los Contemporáneos, que en el siglo XX participaron tan activamente en la creación artística propia como en la construcción de un canon y una tradición literarial. Una costumbre que continuaron autores como Octavio Paz. “En la actualidad, si bien ya existe un estamento académico muy consolidado, muchos de los críticos más notables siguen siendo escritores”.

Por eso es necesario revertir la tendencia de cerrar espacios en suplementos y revistas, dice Geney Beltrán, pues la dinámica de los intercambios intelectuales, las polémicas y las revisiones crítica es necesaria para la vitalidad y renovación de cualquier literatura.

Una joven crítica incómoda

Geney Beltrán asegura que en la generación más joven hay muy buen talento crítico desaprovechado y aunque muchos desarrollan su trabajo crítico en la academia, que proporciona mayor seguridad, tiene escasa vinculación con lectores no especializados.

Cayuela Gally ha encontrado en los críticos jóvenes una incomodidad vital muy fuertes ligadas a las circunstancias del país. “Ese tono áspero y desesperado que son como gritos de impotencia a lo que estamos viviendo se trasmina a sus reseñas; le cuestionan mucho a los libros de los que hablan, también hay un cierto cuestionamiento de los grandes nombres recibidos y eso también es bueno porque la literatura avanza muchas veces gracias al parricidio”.

Justo a esos escritores jóvenes que tienen dentro el demonio de la crítica apela Cayuela Gally y a partir de allí “ampliar las miras de un crítico joven, que mire otras lenguas, otras publicaciones, que escape un poco de la barrera del nopal que a veces nos atenaza”.

Sin embargo no la tienen fácil. Armando González Torres dice que para imponer su talento y su agenda de gusto, los críticos emergentes deben luchar contra todas las inercias.

A la caza de nuevos talentos

El concurso convocado por Letras Libres apuesta por encontrar a jóvenes cuya verdadera vocación sea la crítica. Buscan una nueva camada. Y lo hacen en todo México, saben que hay una cultura crítica en Villahermosa, Tijuana, Monterrey, Guadalajara o Puebla.

“Queremos que ese filón de la periferia y de la marginalidad se incorpore a un discurso central y que lo enriquezca y sobre todo lo problematice. Queremos críticos que sean incómodos, que digan verdades que todos sabemos y que nadie dice”, afirma Cayuela.

Cualquiera de esos diez críticos que mañana serán dados a conocer, representan una “bolsa” de renovación de nuevos colaboradores. “Cazar es parte del trabajo de esta redacción, revisar blogs, revistas de provincia, pequeñas editoriales marginales y ver gente joven que esté diciendo cosas, no podemos quedarnos siempre los mismos diciendo las mismas cosas”, concluye Ricardo Cayuela Gally.

sábado, 26 de febrero de 2011

26/Febrero/2011
Milenio
Heriberto Yépez

En México, muchos artistas que laboran en universidades son tratados como si fueran académicos de segunda clase.

Lo absurdo: se les mide desde el punto de vista de la producción académica (verbal).

Un académico mediocre con un buen número de malas ponencias supera en puntaje a un artista con obra visual reconocida.

Muchos artistas visuales producen más (y mejor) pero reciben menor paga y evaluación. Los tabuladores no valoran bien los rubros del arte.

Gran círculo vicioso: no se abren posgrados en arte porque no hay doctores en arte para abrirlos y, como no hay posgrados, muchos artistas mexicanos no pueden trabajar en las universidades.

Si son pocos los posgrados en artes para formar académicos, en México los posgrados para formar artistas se cuentan con los dedos de una mano mutilada.

Si tuvo la suerte de vivir cerca de un posgrado (aunque no sea en arte) o ser admitido en uno lejano, de todos modos, un gran artista visual puede terminar con el sueldo de un pobresor de asignatura. Sus actividades artísticas no tienen buen puntaje. Fuga de cerebros.

En muchas universidades de USA, un creador no necesita títulos académicos. Es profesor gracias a su obra.

Picasso, sin título, no podría ser contratado por una universidad mexicana.

En el presente (desde hace décadas) en el primer mundo, el artista crece en las universidades. Una mayoría creciente de los creadores artísticos salen directamente de ellas.

Invocar el ideal romántico del artista “no-académico” sería una payasada.

Las universidades no pueden maquilar artistas. Pero artistas definitivamente pueden incrementar sus capacidades teóricas y técnicas si ingresan a universidades; en lugar de, a la antigüita, taller o autodidactismo.

Con más licenciaturas y posgrados y justo reconocimiento a su producción, los artistas, además, no necesitarían de tantas chambas y becas. Tendrían alternativas.

Otro problema es que el Sistema Nacional de Creadores de Arte (SNCA) de Conaculta no tiene el mismo reconocimiento en las universidades que el Sistema Nacional de Investigadores (SNI) de Conacyt. Muchos artistas se quedan en el limbo. El sistema simplemente no tiene un modo de reconocerles o permitirles avance. Por eso tantos huyen al extranjero. O engrosan el desempleo.

Los artistas visuales —donde la producción verbal es de segunda o tercera pertinencia— se encuentran en aprietos: si llegan a entrar al Sistema Nacional de Creadores —nada fácil—, de todos modos el SNCA no tiene mucho peso en las universidades; ahí es como un SNI de segunda clase.

Todo esto explica, en buena medida, por qué los artistas mexicanos siguen fuera de las universidades, como si viviéramos en el siglo antepasado.

¿Cuál es el problema de fondo? La negligencia de nuestras autoridades educativas y culturales.

Nuevos y viejos libros

26/Febrero/2011
Milenio
Ariel González Jiménez

Añadir un libro a la biblioteca supone siempre un ritual. Es un tema sobre el que muchos han opinado en función de su experiencia, determinada por espacio y presupuesto.

No bien finaliza febrero, las novedades librescas se agolpan en la mesa del comedor, como excelentes platillos disponiéndose a ser presentados y engullidos. Aunque forman un conjunto respetable, lucen humildes ante los volúmenes que ya encontraron colocación en los libreros cercanos. Reclaman mi atención en plena mudanza, justo cuando viejos cariños reaparecen ante mí: libros que vuelvo a tener entre las manos después de un tiempo de ausencia; textos que significan ya parte de un paisaje sin el cual no entiendo mi hábitat, no digamos mi memoria.

En el reacomodo que supone un nuevo domicilio, los libros recientes aspiran a ocupar anaqueles vírgenes, acaso el librero que mandamos hacer ex profeso para ese hueco del estudio o el que improvisamos con ladrillos y tablas (siempre quise hacer uno con esta combinación de materiales), pero al final —siempre que nuestra biblioteca tenga alguna lógica— terminan reunidos de un modo u otro con los autores próximos, las materias semejantes o sus pares del mismo tamaño (casi nadie lo confiesa, pero en medio de la estrechez y obligados a acomodar cientos o miles de libros, apelamos necesariamente a uno de los criterios más simplones que hay para organizar los libros: el tamaño de éstos. Y luego el azar dispone que un libro que quedó junto a otro sólo por su altura o peso, tenga al final alguna relación con él más allá de sus dimensiones físicas).

Añadir un libro a la biblioteca supone siempre un ritual. ¿Dónde quedará ubicado? ¿Por qué ahí? ¿Lo encontraremos fácilmente? ¿Se cubrirá de polvo por intocado? ¿Acompañará bien a sus vecinos? Es todo un tema sobre el que muchos han opinado, siempre en función de su experiencia, la cual está determinada casi siempre por el espacio y el presupuesto del que disponemos para esos libros que nos acompañan. Miente, o no tiene idea del asunto, quien afirme que es tan sencillo como saber de qué se trata y colocarlo al lado de sus parientes temáticos o autorales. La discusión entre los poseedores de una cantidad respetable de libros es infinita a este respecto, pero aquel que realmente los valora y utiliza no pierde su ubicación precisa, por más extraviados o confundidos que parezcan entre los demás. Siempre en la cabeza tenemos una suerte de mapa que da con ellos, así se encuentren en el piso amontonados, debajo de la cama o de la mesa.

Estas últimas imágenes sólo sorprenderán a algún recién llegado. Los que todo el tiempo estamos constituyendo —armando y desarmando, instalando y mudando— nuestra biblioteca, sabemos que no son pocas las ocasiones en que los libros quedan por temporadas en el piso o en apretadas cajas. Nunca sobran los metros cuadrados ni los anaqueles para el propietario de una colección respetable.

Acerca de las cajas de libros diré que, pasado un tiempo sin ser abiertas, generalmente después de una mudanza, suelen sorprendernos nuevamente con su contenido: nos recuerdan otras casas, otros libreros y, sin embargo, son los mismos textos de un bagaje que llevamos años preparando, los mismos compañeros de un viaje que nunca termina.

La regla es que lo nuevo se mezcle con lo viejo. Así también los volúmenes recién adquiridos van a dar a un sitio donde otros ya estuvieron o siguen estando con sus amarillentas páginas, memorial de intereses intelectuales, pasiones literarias, recordatorios de trabajos pendientes o incluso de las grandes frustraciones por lo que ya, quizás, nunca leeremos (“hay una… que nunca leeré… de otros).

Ahora bien, en todo tránsito hay libros perdidos. Son los más queridos, pero quién sabe que malhadado destino los alejó de nosotros para siempre. Y son como los difuntos, que extrañamos cuando queremos evocar una frase, una imagen o una historia suya. Así me pasó ayer cuando buscaba un libro de relatos (sueños, en realidad) de Leonora Carrington; sigo sin encontrarlo y me preocupa no volver a ver esa foto maravillosa donde la artista posa con un grupo de amigas, bellísimas, todas fingiendo estar dormidas, muy a la manera de un ejercicio surrealista.

¿Dónde está? ¿Lo presté —craso error— y ya no recuerdo? ¿Me fue robado? No tengo idea, y lamento mucho esta ignorancia tratándose de un libro.

De todas formas, los nuevos y viejos libros de nuestras bibliotecas seguirán encontrándose para —ahora mismo y siempre— sustentar las palabras de Borges:

“Un cúmulo de polvo se ha formado en el fondo del anaquel, detrás de la fila de libros. Mis ojos no lo ven. Es una telaraña para mi tacto.

“Es una parte ínfima de la trama que llamamos la historia universal o el proceso cósmico. Es parte de la trama que abarca estrellas, agonías, migraciones, navegaciones, lunas, luciérnagas, vigilias, naipes, yunques, Cartago y Shakespeare.”

Una y otra vez, todas las cosas y los sueños. Todas las realidades. Los libros.