lunes, 14 de junio de 2010

La fidelidad: un invento

14/junio/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

Cuando por fin se presenta un tema del que uno quisiera escribir con paciencia o sabiduría la habitación se transforma, las palabras no caen como debieran y el fracaso nos devuelve de un sólo empujón hacia la nada. Isaiah Berlín dijo que los problemas con los que ha lidiado la filosofía desde siempre son interesantes por sí mismos. No requieren de una función precisa ni de ofrecernos frutos evidentes. Esa aparente inutilidad de las palabras cuando intentan resolver -o por lo menos situar- problemas del pensamiento comunes a buena parte de los seres humanos, se transforma en vida real justo porque la filosofía da la impresión de no servir para nada. ¿De qué se ocupa la mente? Resolver la comida cotidiana, la casa, la convivencia con los demás, son asuntos importantes y a ellos se dedica uno en gran medida. ¿Y después?

Cuando leí El innombrable de Samuel Beckett hace ya tantos años tuve la impresión de que esa voz amargada e incisiva que corroe el libro intentaba decirme algo que yo jamás comprendería. No se consumen tantas páginas sin esperar de ellas por lo menos una fugaz enseñanza. Y no obstante la sensación de azoro que me poseyó entonces, continué la lectura porque a esa voz me unía la misma resuelta desesperación que se hizo presente de nuevo en mi actual relectura del libro. En estas hojas las palabras marchan unas detrás de otras movidas por un impulso que carece de itinerario, palabras que no pueden detenerse porque si el silencio llega todo se habrá acabado. Esto es lo que encontré allí: temor al silencio. No el silencio de la tranquilidad o el símbolo de la correspondencia entre hombre, materia y tiempo, ni tampoco el silencio de quien se calla porque cree que las palabras son innecesarias para enfrentar las dudas vitales. Es el simple y jodido silencio de la muerte. Creo que eso es justo lo que advertí en el monólogo de este ser que pese a estar hecho de palabras se considera un innombrable, un ser que se va de las manos, que permanece y se aleja al mismo tiempo.

El problema de la identidad se encuentra en el centro de todo lo que hacemos y yo no podría sugerir respuestas ni aun escribiendo decenas de libros, que por lo demás ya existen. Es un dilema tan viejo como los griegos. Si afirmo que soy la misma persona de hace 27 años atrás, el mismo ser de quien conservo fotografías o ciertos recuerdos, no tengo manera alguna de probarlo (el yo es improbable). Existen muchas teorías al respecto, pero sirven de casi nada pues lo que uno necesita cuando tiene dudas de esta índole es cualquier cosa, menos teorías. Responder, por ejemplo, que somos un rebaño de proteínas que evolucionan es todo, menos una respuesta. No me reconozco en el que fui. No encuentro siquiera un cierto parecido con el que hace unos años tomó decisiones en mi nombre. Creo que nada permanece, acaso el mito sin raíces, el constante monólogo que describe Beckett en El innombrable, esa necesidad estúpida de seguir hablando porque de lo contrario el silencio llegará y pondrá punto final a todo.

En La posibilidad del altruismo (conjunto de ensayos acerca de Ètica), Thomas Nagel expone una encrucijada moral relacionada con la prudencia o las razones que tenemos para actuar de cierta manera suponiendo que en el futuro seremos las mismas personas que somos hoy (o que por lo menos continuaremos pensando de la misma manera que en la actualidad). Si siendo joven me pongo a ahorrar dinero haciendo a un lado un cúmulo de placeres propios de la irresponsabilidad, ¿cómo sé que una vez viejo no me arrepentiré de haber tomado esa decisión? Yo no creo que estos sean asuntos gratuitos porque de tales consideraciones dependen las políticas públicas, la conciencia ecológica, las promesas de amor eterno, las bodas y la mermelada de zarzamoras que guardaremos en el armario en caso de una catástrofe. Si dudo en ser uno mismo (un yo que permanece) en el pasado y en el futuro, entonces viene un cataclismo de identidad que hace imposible la idea de ser bueno por siempre. Creo que esta es razón suficiente para creer que la fidelidad -por ejemplo- no existe de ninguna manera y bajo ninguna circunstancia. Y como no existe se inventa. Tiene que inventarse. De otra manera viene el silencio, la muerte, el desamor, el petróleo en el mar. En fin.

sábado, 12 de junio de 2010

Bibliodiversidad

12/Junio/2010
Suplemento Laberinto
Armando González Torres

Un mal romance no sólo puede endurecer el corazón, sino causar daños bibliográficos irreparables. Hace muchos años me abandonaron una mujer y, con ella, las obras completas de Elias Canetti. Recuperar a Canetti fue difícil: sus libros no abundan en las estanterías y su nombre no resulta familiar para los dependientes que lo confunden con algún escritor de autoayuda. Lo paradójico es que Canetti es un Premio Nobel y sus obras están editadas por importantes editoriales. Si en los desérticos supermercados de libros resulta un viacrucis encontrar autores que han recibido los máximos reconocimientos literarios y bendiciones editoriales, ¿qué puede esperarse de algún autor menos conocido? Lo cierto es que las librerías resultan cada vez menos útiles para encontrar libros que son valiosos para un segmento de lectores y muchos de los títulos más interesantes circulan casi al margen del circuito librero. La actual Feria del Libro Independiente en el FCE permite encontrar diversas joyas, desde traducciones recientes de Anacreonte hasta ensayos de Davenport o conferencias perdidas de Vasconcelos (qué lástima, sin embargo, que tenga que organizarse una feria para que muchas de estas editoriales tengan un espacio de exhibición, que debería ser permanente, en una librería del Estado).

Precisamente en esta feria se encuentra el libro La edición independiente como herramienta de la bibliodiversidad de Gilles Colleu, publicado por diversas alianzas de editores independientes. El de Colleu es un libro militante y apuesta por el editor independiente como garante natural de la bibliodiversidad. La metáfora biológica es precisa: en el reino del libro se requiere preservar especies y sistemas y permitir la convivencia de las especies proliferantes y las raras. Colleu describe un panorama desolador para la bibliodiversidad en el que la evolución de la industria editorial despoja al libro de su capital simbólico y lo convierte en un producto perecedero. La concentración del mercado editorial, librero y periodístico, en grandes conglomerados generan la superproducción, la saturación de los circuitos de distribución, el acortamiento de los espacios y tiempos de exhibición, la rápida caducidad del libro y la obsesión por la novedad reciclada. Esta situación, dice el autor, también contempla daños colaterales como la degradación del espacio de las librerías, la disminución de incentivos para la formación de equipos y el cultivo de la excelencia editorial y, por supuesto, la afectación del ejercico de la crítica. La preservación de la bibliodiversidad, la salvaguarda de esa biblioteca global donde caben lo multitudinario y lo bizarro precisa, al contrario de la tendencia en boga, la apuesta por el largo plazo: por ese autor, como Canetti, que se venderá a cuentagotas pero permanentemente o bien por ese autor desconocido que se encuentra en el proceso de forjar gusto. Desaparecer esta oferta implica favorecer la desmemoria y deteriorar acaso irreversiblemente el capital y la diversidad cultural.


Los renglones torcidos del libro

12/Junio/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Las campañas de fomento a la lectura fracasan porque conciben al libro como un instrumento de consumo. Se piensa al libro como si fuera siempre una Biblia, a la que hay que acudir para obtener lecciones, ¡ser iluminado! El libro, desgraciadamente, es un pequeño dios.

Al libro se le ve como un producto terminado. Por eso parte de la población lo rechaza. Es un ente vertical, un evangelio escrito en una lengua casi muerta.

Ninguna política del libro puede ser pensada si no se toma en cuenta el carácter ambivalente del libro. Por un lado, el libro libera (contiene información disensual, que no circula en familias, medios, escuelas, religiones o el sentido común); por otro lado, el libro secuestra ese saber (¡el libro dificulta que circule la información que contiene!).

Su estructura física, su lentitud, su precio, sus códigos, sus sujetos hacen difícil que la información heterodoxa que alberga pueda difundirse. ¡El libro es un autosabotaje!

El libro debiera ser una máquina simple. Actualmente es una tecnología elitista.

Los libros son informaciones apenas medianamente socializadas, posibilidades humanas no compartidas.

El libro es un cerebro externo, una memoria complementaria aún no asimilada y, en buena medida, incompatible con el sistema social imperante. ¡De ahí su valor! De ahí, asimismo, ¡su avaricia!

Hay que decirlo: el libro no está hecho de páginas juntas sino de las relaciones sociales que hacen imposible la distribución de ese conocimiento.

Cada libro es una concentración de capital de desarrollo humano no socializado. Se trata de procesos sociales detenidos convertidos en productos insulares.

Hay que entender el carácter contradictorio del libro: es a la vez el instrumento de difusión que impide la difusión que busca.

No hay que romantizar al libro. El libro es una herencia no sólo de la Ilustración sino también del Medievo; cada libro es mitad Corán, mitad Salman Rushdie.

Con el libro sucede lo que los intelectuales mexicanos, que son cultos no porque sinteticen el saber que la sociedad posee sino porque monopolizan la mayoría del saber del cual la sociedad carece.

Los intelectuales y los libros son monumentos a la desigualdad de acceso al conocimiento y la representación.

Si deseamos fomentar al libro tenemos que despedirnos de él.

El libro se irá cuando las tecnologías que lo hacen posible —y lo monopolizan en las editoriales y el Estado— se democraticen.

Para mantener al libro como un privilegio de minorías, los propios autores han creado fantasías que dificultan que se comprenda que el libro debiera ser un derecho humano.

El derecho al libro, pues, no es el derecho a la lectura. El derecho al libro consiste en un mundo en que cualquiera pueda producirlos.

Cine y migración: entre la denuncia y el melodrama

12/Junio/2010
Suplemento Laberinto
Héctor González

El cine —como medio y expresión artística— se ha ocupado con frecuencia del fenómeno de la migración, que actualmente involucra a 150 millones de personas en el mundo, de las cuales el diez por ciento procede de Latinoamérica.

Drama, épica y aventura son componentes de cada pasaje protagonizado por alguien que sale de su lugar de origen para llegar a otro e iniciar una nueva vida; estos tres principios son también de los más explotados por el cine de cualquier nacionalidad.

En el caso de México, el tema se impone de manera natural en nuestra cinematografía dada la contundencia de las cifras: de los 31.7 millones de hispanos que hay en Estados Unidos, 20 millones son mexicanos, así como 7 de los 11.9 millones de indocumentados que existen en ese país.

UN TEMA RECURRENTE

Una de las primeras producciones mexicanas en abordar de manera abierta la migración de indocumentados hacia Estados Unidos fue Espaldas mojadas (1953) de Alejandro Galindo. A partir de entonces estas historias han estado presentes y su cantidad ha variado según la coyuntura.

De acuerdo con el crítico Jorge Ayala Blanco, en los ochenta del siglo XX: “Primero empezaron las películas de frontera, por ejemplo Camelia la Texana, después se volvió un tema constante, entendiendo que hay un dominante dentro de esta situación: los inmigrantes siempre son las víctimas. Siempre son películas de calvario. No creo que en los ochenta o noventa haya películas con la lucidez de Norteado o La frontera infinita, más bien son trabajos ingenuos, como los de los hermanos Almada”.

Pero si hablar de los problemas padecidos por los indocumentados no es nuevo, donde sí se registran cambios es en la búsqueda de los realizadores por reflexionar sobre las causas e implicaciones sociales de este fenómeno. La intensidad o el tono de la producción varía según el momento. Por ejemplo, tras la Ley 187 que proponía negar los servicios sociales, médicos y de educación a los “ilegales” en California, Sergio Arau filmó la comedia Un día sin mexicanos, en donde narra cómo una mañana desaparecen de ese estado 14 millones de hispanos, paralizando, entre otros, todos los sectores de servicios.

En los últimos años, algunos cineastas han intentado interiorizar el problema. Un caso es Norteado, donde Rigoberto Perezcano reflexiona sobre la cosificación del migrante, quien tiene que disfra- zarse de sillón para cruzar la frontera. “Cuando decidí hacer Norteado me cuestioné: ¿por qué hacer una película de migración cuando se tiene la posibilidad de hacer una ópera prima en México y sabiendo que puede ser tu primer y último trabajo? Creía que la migración ya era un tema muy explotado y sobre el que se había dicho mucho. Pero mi percepción cambió cuando en San Diego visité un centro de detención. El tema me tocó y me sentí obligado a traducir mi esfuerzo en una película y darle voz a la gente que sale en búsqueda de una mejor calidad de vida y queda detenida en esos espacios. No quería hacer una película igual a todas, y creo que Norteado ha marcado pauta y diferencia respecto a las demás”, explica el director.

Del lado del documental, un trabajo reciente que intentó darle otra perspectiva al tema es el de Juan Carlos Rulfo y Carlos Hagerman: Los que se quedan, protagonizado por las familias de quienes se van a cruzar la frontera. Comenta Rulfo: “Desde el principio asumimos que hay muchas producciones sobre migración y todas tratan el tema desde el punto de vista de la estadística y los datos duros. Así que nos pusimos a buscar personajes que hablaran a partir de la vida cotidiana”.

¿La migración es un tema agotado? Las posturas varían, al menos en lo que se refiere a la visión del lado mexicano. Perezcano sostiene: “Siempre se dice que el tema está tocado y reiterado, pero no. Mientras el artista sienta el compromiso por contar algo, va a dar todo su esfuerzo y conocimiento con tal de levantar la película en la que cree”.

La opinión de Juan Carlos Rulfo apunta en un sentido crítico: “La migración se ha tratado bastante, pero de manera truculenta. Apenas estamos entendiendo cómo representarla físicamente y las razones por las que ocurre. No creo que sea un tema agotado, más bien a la gente no le importa. Es algo que está fuera del común denominador. Es como hablar de las comunidades indígenas o del folclor, hay gente a la que le choca eso. No es sólo el migrante al que tratan mal y tiene aventuras en el viaje, esto es dramático por sí mismo. Lo que falta es algo que abarque a las dos naciones, más global y con una repercusión mayor. Podemos pensar que lo hecho hasta ahora han sido ensayos para acercarnos a lo que realmente tenemos que decir”.

Para Ayala Blanco, el tema está cubierto y destaca la falta de propuestas novedosas: “Cuando se habla de migración pensamos en la que se hace a Estados Unidos, pero también hay películas de migración interna: la gente que llega del campo a la ciudad —finalmente la migración es todo movimiento territorial—. O bien las películas tipo Sin nombre, donde vemos a quienes atraviesan el territorio nacional para llegar a Estados Unidos. La migración en el caso mexicano está bastante cubierta, quizá la menos tratada es la del campo a la ciudad, aunque hay buenos documentales. La película que ganó en Cannes, Año bisiesto, es un poco la consecuencia de la migración. Una mujer de Oaxaca que es periodista y llega a la capital, pero nunca logra adaptarse y vive en un estado permanente de melancolía; la película es excelente desde este punto de vista”.

MÁS ALLÁ DE LA FRONTERA

Producciones como La misma luna de Patricia Riggen, Los bastardos de Amat Escalante, Espiral de Jorge Pérez Solano, son algunos de los trabajos recientes sobre la migración ilegal. Sin embargo, todos se centran en la frontera norte. Entre las cintas nacionales que miran lo que sucede en el sur, quizá la más destacada es La frontera infinita de Juan Manuel Sepúlveda. Todavía la revisión de los directores nacionales hacia esta región es mínima, cosa que no sucede con trabajos de manufactura estadunidense relacionados con tráfico de latinoamericanos.

Pionera en este rubro es El Norte de Gregory Nava, filmada en 1983, y que trata sobre el recorrido de una pareja de guatemaltecos que atraviesa México para llegar a Los Ángeles. Veinte años después, la película todavía es un referente en Estados Unidos, así lo reconoce Rebecca Cammisa, documentalista estadunidense que gracias a su trabajo Which way home, donde muestra el periplo de los niños centroamericanos que viajan solos por México rumbo a la frontera con Estados Unidos, estuvo postulada a Mejor Documental en la pasada entrega de los premios Oscar. De visita en México, en el marco del Tercer Festival Internacional de Cine en Derechos Humanos, organizado por el Tecnológico de Monterrey, la directora comenta: “El primer trabajo que vi sobre este tema fue El Norte de Gregory Nava, es fantástico y realmente fue una gran influencia para que yo hiciera la película. Otras películas notables son Los que se quedan, que trata sobre las familias de los migrantes, y De nadie de Tin Dirdamal”.

A lo largo de Which way home vemos a pequeños que a bordo del tren conocido como La Bestia, intentan cruzar el país para llegar al “sueño americano”: “Mi postura como directora es intentar ser objetiva y no interferir con el tema que estoy tratando. Mi labor es capturar la realidad e informar. Si nos involucramos afectamos de manera negativa la película, pero no puedo negar que la tentación de participar está ahí, sobre todo porque son niños. De hecho, en un momento intentamos ayudarlos, pero no es sano hacerlo porque entonces se vuelven tu responsabilidad y adquieres el rol de director de la situación y eso es peligroso para los efectos de la película”, comenta Cammisa.

Al reflexionar sobre el fenómeno migratorio, la cineasta reconoce que si bien en la historia del hombre es inherente el desplazamiento, el fenómeno hoy día se encamina por otro sendero: “El problema es cómo la gente puede migrar con todas las fuerzas sociopolíticas que se están moviendo; pienso en la economía, el terrorismo, la política. Es un problema mundial, no solo México-Estados Unidos, sino España-África o Italia-África. Es arrogante pensar que el origen es que no hay oportunidades en los países latinoamericanos. A lo mejor Kevin (niño protagonista de la película) debería estar en la escuela, pero quizá él no quiere y él es quien deja de lado la oportunidad. A lo mejor el tema tiene que ver más con la carga emocional que traen. Al ser niños no tienen conciencia sobre la necesidad de dinero sino que a lo mejor están huyendo del abuso; en el caso de Kevin, huye de su padrastro”.

VICTIMIZACIÓN

El enfoque del tema varía según el contexto. En el caso de Ayala Blanco, la postura mexicana está empañada por el victimismo: “Todo se sentimentaliza en el cine mexicano. Sigue dominando la mentalidad telenovelera y melodramática. Todo drama de migración tiende a la truculencia, el tremendismo y lo sentimental. La mayoría de las películas son así, incluyendo cintas tan abyectas como Babel: no le dejes tus hijos a una sirvienta mexicana inmigrante porque se terminan deshidratando en el desierto. Quizá la mejor cinta nacional que se ha hecho sobre migración es La frontera infinita, que cuenta el viaje de los guatemaltecos que pasan por el territorio nacional. Ahí el problema es visto desde la esperanza, que es otra cosa totalmente distinta; justo lo que evitó Sepúlveda fue caer en el escollo de la víctima. La victimización es políticamente correcta. Para no tratar el tema realmente político, se desvía y por eso se les trata como ‘pobrecitos, hay que compadecerlos’”.

A juicio del crítico, son contados los filmes que escapan de esta tendencia: “Sin nombre es una película norteamericana que trata bien el tema de las mafias antiinmigrantes, incluso la red de la Mara Salvatrucha, que es importante desde el punto de vista centroamericano. No existe una ficción nacional al nivel de La frontera infinita; La misma luna es un cuento de hadas; Rehje es un buen documental, cuenta la historia de una mujer mazahua que huye de su pueblo pero no logra arraigar en la Ciudad de México. Cuando trata de regresar le resulta imposible porque su pueblo está perdiendo el agua. Norteado es un excelente trabajo, es muy inteligente porque habla de cómo un ser humano se convierte en objeto para atravesar la frontera, además es de una sobriedad absoluta con los mejores rasgos del cine iraní; Los que se quedan es otra vez el melodrama, esa cosa sentimentalista y chantajista muy ambigua. Me parece más interesante Del otro lado de Natalia Almada, que es sobre cómo se le cierran las posibilidades a un personaje que tiene que emigrar; Los bastardos ya no es sobre la migración, sino sobre la función del emigrado. Ahí está planteada la cuestión del resentimiento: ser bastardo en un país donde está mal visto. Está dentro del mismo fenómeno, en el sentido de que es resultado de la migración”.

La apreciación genera opiniones encontradas. Rebecca Cammisa, por ejemplo, no está de acuerdo con Ayala Blanco: “En Los que se quedan no siento que sean victimizadas las familias. Lo que sucede es que la soledad y la separación son temas trágicos de por sí en las familias rotas. El dolor se va haciendo presente conforme el paso del tiempo. No creo que hayan manipulado a los personajes”.

Por su parte, Juan Carlos Rulfo reconoce la existencia del recurso sentimentaloide en buena parte de las producciones que aluden a la migración y asegura que el reto es llevar la discusión a terrenos más humanos: “La realidad mexicana habla mucho del fatalismo que se vive en el país en términos de narcotráfico, política y ahora migración. Son temas fáciles para el melodrama, pero aún no sabemos cuáles son las razones del fenómeno. Sería novedoso hablar de esto. Volviendo a los personajes víctimas y al tratarlos con amarillismo se aleja a la gente. Por eso es interesante buscar nuevos estilos narrativos, y esto tendría que ver con hacer a los personajes más humanos y universales”.

NUEVO AUGE

La implementación de la Ley SB1070 y el traslado de militares estadunidenses a la frontera con México, han significado una nueva piedra de toque sobre el tema migratorio y permiten suponer que el cine tendrá, una vez más, algo que decir al respecto. Opina Rigoberto Perezcano: “Jamás pensamos una ley como la de Arizona. Incluso ahora que estoy abandonando Norteado, pensé que el tema no daba para más, pero no es así. Mientras sigan estas leyes que son ignorantes y tristes, la migración persistirá como tema, al menos hasta que no se modifiquen las leyes en México y Estados Unidos promulgue una reforma migratoria”.

No obstante, la coyuntura podría servir para hacer, a través de la cinematografía, un ejercicio de autocrítica y revisar lo que sucede aquí en el mismo terreno. “La forma en que se ha trabajado es demasiado políticamente correcta. Hace falta ser más agresivos, no hemos encontrado la manera de poder sacudir a la sociedad. Nos ha faltado revisar lo que sucede aquí. Which way home versa sobre esto. Finalmente de lo que se trata es de atacar el origen del problema”, declara Juan Carlos Rulfo.

Sobre el mismo punto se pronuncia Ayala Blanco: “Es posible que con lo de Arizona se fortalezca la idea de la victimización, pero no irá más allá. El cine mexicano siempre tiende a ir a la saga de todo y siempre sin ningún análisis ni virulencia política. La película perfecta desde el punto de vista de lo políticamente correcto es Un día sin mexicanos, que es un churrote asqueroso de Sergio Arau, donde según él muestra cómo los estadunidenses necesitan a los mexicanos”.

Un llamado más frontal es el que hace Rebecca Cammiso. Primero en reconocer la responsabilidad norteamericana: “El gobierno de Estados Unidos ha fallado sin importar quién sea el presidente, esto ha propiciado que estados como Arizona tomen el asunto en sus manos y busquen soluciones al margen del gobierno federal. Es necesaria una ley que afronte el problema. Hay niños que están siendo violados y que sufren. ¿Qué se necesita para que los políticos se pongan a trabajar en este sentido? ¿Cuánto es suficiente? El documental intenta motivar para que la gente se ponga a trabajar”.

Sin embargo, la realizadora también enfatiza que México tiene una dosis importante de responsabilidad que no ha querido asumir: “Durante la filmación nos tocó ver situaciones violentas. El problema no es cuando el migrante sale de su casa, el problema empieza cuando entra a México. En Guatemala las familias encargan al niño con un vecino hasta que llegan a determinado punto, pero ya en México los coyotes los violan o los tratan como sirvientes. Aquí hay homicidios, corrupción, etc. Para los migrantes el miedo al desierto es poco en comparación con el terror que les produce cruzar este país.

“Siempre nos preocupa lo que hace Estados Unidos —indica Cammiso—, pero basta ir a los albergues en Tenosique o Tapachula. Muchas veces secuestran a los migrantes y extorsionan a las familias centroamericanas para regresarlos. Hay que ver lo que sucede al interior y mostrarlo. No sé si el cine mexicano lo esté haciendo, pero sería prudente revisar este aspecto también”.

Palabras y polvo/ y III

12/Junio/2010
Periódico Milenio
Ariel González Jiménez

Al coleccionista de libros, cuando su acervo llega a ciertas dimensiones, lo asalta en forma recurrente una duda: ¿tendrá la biblioteca perfecta? ¿Será ésta cercana al ideal de todo lector de nivel? Las respuestas son siempre imprecisas, puesto que al visitar la casa del amigo o colega bibliófilo descubrimos naturalmente que sólo una parte de sus libros forman parte de los que nosotros hemos decidido reunir.

La diversidad en este caso opera a favor de nuestra inseguridad: ¿por qué él prefiere a Balzac antes que a Víctor Hugo? ¿Por qué sus estantes rebosan de poesía francesa y los nuestros de la norteamericana? No es un misterio, evidentemente, pero insisto en que nos pone a pensar en qué será la biblioteca perfecta o quién —donde lo haya— podrá tenerla.

Una guía que por curiosidad alguna vez adquirí en Buenos Aires, abordaba directamente desde su título el objetivo deseado: la biblioteca perfecta. Si hay guías del buen vino o del tabaco, lo más lógico, pensaron sus editores, es que debía disponerse de una que encauzara los esfuerzos del bibliófilo para acertar en la elección de los materiales que van a poblar sus estanterías.

En sí, no era una mala guía, si nos atenemos a que sus recomendaciones eran desde luego en función de los grandes maestros de la novela, la poesía, el ensayo o el cuento de todos los tiempos, pero es claro que al finalizar el recuento uno siempre sabía que se trataba de un listado parcial, incompleto, porque la perfección como noción siempre es personal. Así, la biblioteca perfecta de Borges, seguramente no se habría correspondido con la de Rulfo, ni la de éste con Albert Camus, aunque sí sería posible tal vez encontrar una zona de convergencia en todas. Quizás Shakespeare, Cervantes o la Biblia figurarían en la gran mayoría de las selecciones sin ningún problema, pero todos los demás títulos y autores serían apenas un porcentaje mínimo. Y que conste que el universo bibliográfico es inmenso e insondable, casi como el astronómico.

La respuesta a la perfección anhelada es en verdad simple: una biblioteca es perfecta en la medida que resuelve nuestras necesidades. No las del vecino ni las del erudito de la esquina, sino las más humildes y cotidianas que podemos plantearnos según nuestras preferencias, aficiones u ocupaciones. Aun así, el intercambio de perspectivas y el cotejo de catálogos nunca sale sobrando. Lo interesante, entonces, es cómo y por qué llegamos a adquirir esos libros que a nuestros ojos resultan imprescindibles. Y ahí los caminos son tan extraños como los del Señor. Un buen día uno lee una recomendación exagerada (hecha normalmente con criterios mercadológicos) en algún periódico o revista, y es posible que eso nos anime a ir corriendo a la librería por el texto en cuestión. No obstante, también así se generan rechazos gratuitos e irracionales, simplemente porque suponemos que esas hiperbólicas sentencias al estilo de “la mejor novela del año” o “la más deslumbrante historia escrita por un genio de las letras” no son para nosotros. Ingenuidad y escepticismo, cuando no directamente prejuicio, nos alejan de innumerables autores y obras.

Pero creo que todos tenemos la satisfacción de haber leído alguna vez una buena y generosa recomendación que nos llevó a un libro fuera de serie. En ese caso nuestro agradecimiento es permanente, aunque tendamos a olvidar al autor de la reseña o artículo que nos la brindó.

Ahora bien, como en México y en otros países las reseñas bibliográficas pasaron de ser un noble oficio a una contribución menor en las publicaciones culturales, no es fácil dar con esa pepita de oro que nos muestre el filón. Tan venido a menos se encuentra este género del periodismo cultural que muchos de quienes lo cultivan ya están entrampados en los intereses de las grandes editoriales o en los malos gustos de las pequeñas, que al fin y al cabo pueden darse la mano cuando se trata de hacer libros sin mayor cuidado ni trascendencia.

Varios clásicos han advertido que no hay libros inútiles, en tanto que se supone que todos, hasta los más pedestres, pueden arrojar alguna enseñanza; sin embargo, en tiempos de sobreproducción editorial y ausencia de calidad y rigor que garanticen obras dignas de ser impresas, siempre es posible hacer a un lado cientos y miles de libros.

Porque al fin y al cabo, nuestra biblioteca no será perfecta, pero siempre valoraremos el espacio de cada uno de los libros que la conforman.


miércoles, 9 de junio de 2010

La institución invisible

Mayo/2010
Letras Libres
Gabriel Zaid

Las instituciones de la cultura fueron naciendo en distintas épocas: la prehistoria, la Antigüedad, la Edad Media, el Renacimiento; y en distintos espacios: la memoria colectiva, la corte, el campus, la vida pública.
La primera fue la tradición. Es una institución que conserva y recrea de memoria las innovaciones (generalmente anónimas) de la cultura popular. Sigue vigente en el habla, las creencias y muchas prácticas de la vida cotidiana.
La cultura superior aparece en las cortes de Mesopotamia, Egipto, China. Refina la cultura popular y acelera la innovación. Nace libre, pero queda bajo la tutela del monarca.
La educación superior también nace libre, en la Edad Media, pero queda bajo la tutela de la Iglesia. Las primeras universidades fueron cooperativas de consumidores: grupos de estudiantes que, en vez de tomar clases particulares en casa del maestro, contratan una casa, bedeles que la cuiden y maestros que vayan a dar clases. Las cosas se complican cuando se vuelven gremios (primero de estudiantes y luego de maestros) que definen quiénes saben y quiénes no, quienes tienen derecho a ejercer y quienes no. Este monopolio gremial se vuelve un poder vertical bajo la tutela de la Iglesia.
El Estado combate la tutela eclesiástica de la educación, no para liberar el saber, sino para imponerle su propia tutela: un monopolio que autoriza o no los libros de texto, los programas de enseñanza y la cultura oficial.
La cultura libre nace en el mundo comercial. Gutenberg era empresario, Leonardo contratista, Erasmo freelance. Nace al margen de la universidad, y hasta en contra. Erasmo, Descartes y Spinoza rechazan cátedras universitarias. No quieren ser profesores, sino autores. Frente al saber jerárquico, autorizado y certificado que se imparte en las aulas, prefieren la conversación entre personas presuntamente iguales.
La cultura libre prospera en la animación y dispersión de la lectura libre y la conversación (las imprentas, librerías, editoriales, revistas, cafés, tertulias, salones, academias), los teatros, grupos de músicos, cantantes y danzantes, casas de música, galerías, talleres de arquitectos, pintores, escultores, orfebres. Prospera en las microempresas de discos, radio, cine y televisión, mientras son artesanales: no integradas a monopolios mediáticos. Prospera en los blogues y otras formas de publicación en la internet, que nace del Estado, pero se vuelve un instrumento de la cultura libre, a pesar de los esfuerzos de control vertical.
Por esta misma diversidad y fragmentación, la cultura libre no es vista como institución. Y, sin embargo, es la principal institución creadora y difusora de innovaciones desde que apareció la imprenta y la lectura libre. Es el centro sin centro de la cultura moderna, más importante para la innovación que la universidad.
Las influencias dominantes del siglo XX (Marx, Freud, Einstein, Picasso, Stravinsky, Chaplin, Le Corbusier) nacieron de la libertad creadora de personas que trabajaban en su casa, en su consultorio, en su estudio, en su taller. Influyeron por la importancia de su obra, no por el peso institucional de su investidura. Tenían algo importante que decir y lo dijeron por su cuenta, firmando como personas, no como profesores, investigadores, clérigos o funcionarios.
La cultura libre no tiene campus o edificios que manifiesten visiblemente su importancia, como la Iglesia, el Estado, la universidad o las trasnacionales. No puede ofrecer altos empleos, ni emprender por su cuenta proyectos que requieran grandes presupuestos. No tiene representantes autorizados, ni los avala con investiduras oficiales. Opera en el mundo de los freelance, las microempresas y las microinstituciones, en el espacio dialogante de la sociedad civil.
Los altos empleos aparecen con el Estado y se extienden a la Iglesia, las grandes empresas y las grandes instituciones. Desde el siglo XIV se legitiman con certificados de saber, y el saber universitario se orienta a hacer carrera trepadora. Los graduados se apoderan, en primer lugar, de la Iglesia; después, del Estado; y, finalmente, de todas las estructuras de poder.
Algo tienen las burocracias (militares, cortesanas, eclesiásticas, estatales, universitarias, mediáticas, empresariales y sindicales) que desanima la creatividad. Las estructuras jerárquicas se llevan mal con la libertad. Tienden al centralismo y la hegemonía. Desconfían de las iniciativas que complican la vida by the book. La animación creadora prospera sobre todo en microestructuras que andan sueltas, y que las burocracias tratan de integrar, atrayéndolas o intimidándolas.
La Academia Francesa proviene de una tertulia a la cual se hizo invitar (a fuerza) Richelieu, que le dio un carácter oficial, presupuesto y un proyecto por demás razonable: hacer un diccionario de la lengua. Cien años antes, Francisco I retrasó la creación del Collège de France (concebido desde el Estado contra la hegemonía de la universidad) porque veía la importancia de reclutar a Erasmo, que finalmente prefirió seguir suelto.
Justo Sierra, deseoso de coronarse y coronar el régimen de Porfirio Díaz con las fiestas del Centenario, integró verticalmente un paquete de escuelas que ya existían y declaró fundada la Universidad Nacional. A su vez, la Universidad ha ido infiltrando academias sueltas hasta integrarlas a su órbita.
Einstein fue reclutado por la Universidad de Berna cuando ya había publicado su primera teoría de la relatividad. El marxismo y el psicoanálisis no salieron de las universidades: entraron, después de acreditarse en el mundo de la lectura libre. Tampoco la obra de Picasso, Stravinsky, Chaplin y Le Corbusier salió de las universidades: entró.
Recientemente, John Craig Venter, impaciente con la burocracia del Human Genome Project (que el gobierno de los Estados Unidos inició con un grupo de universidades), se lanzó como empresario para demostrar lo que rechazaron: que se podía lograr en menos tiempo y con menos dinero. Sus innovaciones científicas entraron a las universidades una vez que su empresa (Celera Genomics) las estableció, fuera del mundo universitario.
El poder económico de las universidades, sus grandes presupuestos y edificios, su capacidad monopsónica para reclutar talentos que no tienen mercado en el mundo comercial y sus campañas de relaciones públicas les sirven para presentarse como la institución central de la cultura. Y no faltan los convencidos de que la institución medieval, paradójicamente, es el centro de la cultura moderna.
No lo es. En primer lugar, porque la enseñanza superior no es lo mismo que el desarrollo de la cultura superior. La universidad puede generar innovaciones en sus departamentos de investigación y extensión cultural, si los tiene y los apoya, pero está centrada en la educación. En segundo lugar, porque la institución del saber jerárquico, autorizado y certificado no es el medio ideal para la creatividad; menos aún si la institución es gigantesca, burocratizada y sindicalizada. En tercer lugar, porque la universidad conserva el eclesiástico desprecio del mundo comercial, que está en el origen de la cultura moderna. ~

La experiencia del espectador Televisión

Mayo/2010
Letras Libres
Guillermo Espinosa Estrada

En 2006, cuando se aprobaron las reformas a la Ley Federal de Telecomunicaciones, el futuro de la radio y la televisión pública se tornó incierto. Las modificaciones, que cancelan la concesión de frecuencias gratuitas a organizaciones sin fines de lucro, ejecutaron legalmente al imer, Once TV, Canal 22 y TV UNAM, entre otros medios. Posteriormente, cuando estos cambios fueron declarados inconstitucionales por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, se suscitó un breve debate en torno al papel que la televisión pública debía cumplir en México. Quedó claro que estas propuestas no comerciales eran necesarias para la incipiente democracia nacional, pero también fue evidente que tenían que ser reestructuradas en pos de una mayor sintonía con el público; debían asumir un protagonismo inédito en la reflexión de nuestra pluralidad. Por eso en 2007 se desarrollaron los programas Defensor del televidente (Canal 22) y Defensor de la audiencia (Once TV), mecanismos a través de los cuales la ciudadanía puede sugerir transformaciones y cuestionar el funcionamiento de estos organismos. A tres años de instauradas estas políticas podría decirse que la televisión pública vive un momento óptimo, pero su desempeño aún no se corresponde del todo con una sociedad que, entre adormilada e indiferente, la contempla.
La televisión pública es el escaparate del Estado que la patrocina, así como de las instituciones de educación superior que la administran. Como una página de internet, su programación es la faz con la que se muestran al mundo y esta debe representar, así como seducir, a la ciudadanía. Debido a este compromiso sus niveles de audiencia no sólo señalan la recepción de un producto, además determinan la efectividad comunicativa que tienen con la sociedad. Ese diálogo se da en dos contextos, el nacional y el internacional. En el primero su propuesta televisiva resulta fresca, renovadora e incluso vanguardista. Pero en un medio global –y en una época en que la televisión se ve por cable, en la red y DVD– el proyecto resulta insuficiente, carece de audacia, imaginación y alcance.
Al tomar en cuenta sólo la televisión nacional, la oferta pública se agradece porque no recurre a la estridencia –dejo de lado la cuestión de los contenidos ya que, por no tener nada en común, resultan imposibles de ser comparados. Visual y auditivamente prudentes, Once TV, Canal 22 y TV UNAM son un remanso de serenidad en medio del bombardeo amarillista que estructura el perfil ideológico de sus contrapartes privadas. Conscientes de que gritar no implica contundencia en la argumentación, la propuesta pública realiza su apuesta en “sordina”: sus mejores producciones son una delicada invitación al razonamiento, se conforman con crear las condiciones para una reflexión y hará todo, incluso callar, antes que aturdir. Algo sorprendente en un medio tan proclive al aspaviento. Primer plano, por ejemplo, el mejor programa de análisis político del país, es la opción televisiva para quien quiere entender la realidad que lo circunda y no sólo escandalizarse. Sus noticiarios –Noticias 22 y Noticiario nocturno– despliegan una cortesía desusada en su línea editorial: la ciencia y la cultura cohabitan con la política y la nota roja; deportes es sólo una sección y no un noticiario paralelo. Pero esta mesura, que yo aplaudo en el entorno mexicano, se vuelve insuficiente cuando nuestra televisión pública compite con las propuestas extranjeras, tanto privadas como de Estado, ya sean culturales o de entretenimiento. Ese recato, en un sofisticadísimo mercado mediático, deja de ser una propuesta atractiva y se convierte en una de sus más grandes trabas.
Once TV, Canal 22 y TV UNAM abusan del documental tradicional –ese más afín a la programación de Edusat que a los proyectados en Ambulante– y con él comparten sus virtudes y defectos. Nadie podrá escatimarle a Engañados por la naturaleza, A ciencia cierta o Los imprescindibles su voluntad informativa y su talante educador. Son sin lugar a dudas inteligentes, incluso podrían llegar a ser interesantes. Pero estos valores, tal como son presentados en estas producciones, sólo alcanzarán a dos tipos de audiencia: una ocasional, que recala ahí por un agotamiento en el zapping, y otra interesada en algo tan específico como las estrategias reproductivas del colibrí. En un contexto internacional, donde la experimentación televisiva no sólo es incesante, además se ha convertido en una poética, el tempo pausado y cauteloso de estos canales deja insatisfecho al espectador inteligente. Este tipo de documentales quieren transmitir un saber, pero su fórmula, en lugar de facilitarle su labor, ha terminado por dificultarla. La entrevista con el experto, las imágenes que sólo buscan ilustrar y su temática remota, entre otros recursos trillados, hacen del género algo obsoleto y lo vuelven predecible. El mensaje emitido ya no puede ser comunicado, mucho menos podrá ser discutido.
No importa qué tan interesante o inteligente sea la televisión pública, por su forma se presenta ante su público sólo como aburrida. Ese es el problema de, por ejemplo, Discutamos México, el gran proyecto con el que las televisoras públicas están festejando el Bicentenario. La intención es loable pero no tan efectiva como se desearía. Su formato aleja al televidente, transmite la sensación de que es algo ya visto, es como un “repetido”. Si la efeméride lo amerita, ¿por qué no imitar el modelo norteamericano e intentar algo como John Adams, la serie de hbo sobre el segundo presidente de los Estados Unidos? Acudir al drama antes que a la mesa redonda, a la intriga antes que al revisionismo. Si la producción resulta satisfactoria, como el caso citado, el revisionismo y la mesa redonda se darán posteriormente de forma natural. Como un profesor que disfruta de plaza vitalicia, la televisión pública sabe pero ya no prepara clase, todavía enseña pero sólo al alumno pertinaz, aquel que no se amedrenta por el tedio del dictado. Requiere, en una palabra, de imaginación, carencia esencial que no se compensa poniendo luces de neón en la escenografía de Primer plano. Eso no lo hace ni más “moderno” ni más “atractivo”. Aunque públicas, estas instituciones deben compartir su objetivo último con las compañías privadas: tener una audiencia reincidente y no accidental.
Hacer una televisión pública que manifieste la pluralidad social no implica hacer televisión para minorías. Este reto, el mayor al que se enfrentan estos organismos, sólo podrá ser sorteado con lo que me gustaría llamar la imaginación institucional. No me quejo de la transmisión de Cuéntame cómo pasó y En terapia, entre otros ejemplos de gran televisión internacional, así como de la proyección de películas que no pasan por nuestra cartelera. Pero, debido al vacío creativo dejado por las compañías privadas, la televisión pública tiene hoy la oportunidad histórica de explicarnos, narrarnos e inventarnos. Once tv explora el camino correcto. Bajo la administración de Fernando Sariñana se han producido un par de series que buscan delinear la cara de ese país que desea verse retratado: XY y Bienes raíces. Digerible el primero, indigesto el segundo, son programas que intentan desmantelar los estereotipos que determinan el ser hombre y mujer en una sociedad conservadora como la nuestra. Si algún reparo tengo ante estos proyectos es que, para realizarlos, se sacrificó buena parte de la barra infantil del canal que era lo mejor que ofrecía. Por otro lado, la renovación impulsada por Jorge Volpi en Canal 22 es menos dramática pero pronto se estrenará Opera prima: un reality show de cantantes de ópera. Aún no sale al aire, y la apuesta es tan arriesgada que me espero cualquier cosa, pero a primera vista contiene en grado justo esa imaginación institucional: una forma audaz y convincente permitirá transmitir un sofisticado contenido cultural a un público amplio.
La televisión pública tiene tanto potencial no aprovechado que pareciera tener la finalidad expresa de no competir con la televisión privada. De no ser así el Estado hace gala de una candidez inconmensurable al no haber explotado un canal de propaganda idóneo. Uno que puede manifestar su índole democrática, plural e inteligente mejor que ningún otro medio. Por ahora, el gobierno que esta televisión ilustra es uno anticuado, indiferente al desarrollo de las telecomunicaciones que, además, subestima a su público. Por otra parte, las instituciones de educación superior que los dirigen, así como el CNCA, manifiestan una peligrosa propensión al autismo. La televisión no es laboratorio o cubículo universitario ni debe ser torre de marfil. Es ágora, plaza pública que exige un flujo de comunicación continuo para su funcionamiento. La autocrítica que estos organismos realizaron a su interior, si bien provechosa, no ha sido suficiente. Tiene que ganarse su espacio en la preferencia de los espectadores con astucia, no por decreto. Se requiere consolidar a la televisión pública porque sigue pendiente la reforma a la Ley Federal de Telecomunicaciones y, por ende, su existencia continúa en riesgo. Sólo ejercitando la imaginación institucional se podrá evitar el monólogo reiterativo del ruido blanco. ~

martes, 8 de junio de 2010

El estado de las artes Literatura

Mayo/2010
Letras Libres
Rafael Lemus

La joven becaria. El temible tutor. El dócil poeta que, debajo de la fotografía que ensucia la solapa de su libro, presume sus demás obras, el par de premios esforzadamente trabajados y, ay, las becas obtenidas. El jodido miembro del jurado. El querido miembro del jurado. La vieja luminaria que, al fin, alcanza los sesenta años, la docena de libros publicados y el cuarto homenaje nacional (agradezco, señor subsecretario, su presencia) –y todo ello sin haber producido una obra de peso, creado un público propio, sacudido el mundo que pisa. El escritor-funcionario. El consejo consultivo. La gente del Sistema. Etcétera.
A casi veintidós años de la fundación del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, una nueva especie se pasea ya dentro de los confines de la literatura mexicana. Entre sus hábitos: la redacción maestra de currículos y planes de trabajo, la escritura apresurada de una tercera obra (requisito obligatorio para optar a una beca del Sistema Nacional de Creadores), la astuta manufactura de libros premiables, la ensayada facilidad para apoltronarse en las categorías que el Estado propone: o narrador o poeta o ensayista o dramaturgo, rara vez una y otra cosa. Además: el cuidado con que se anda por los pasillos literarios, al tanto todos de que el pobre diablo de hoy podría ser el decisivo jurado de mañana. Incluso: una rara noción del tiempo que, cosa curiosa, coincide con el calendario de Conaculta. Se es joven hasta los treinta y cinco –porque entonces se acaban las becas de los jóvenes y empiezan las de los adultos. Los grandes libros se escriben en tres años –porque eso duran, o duraban hasta hace unos días, los apoyos oficiales. Las generaciones y afinidades estéticas son anacronismos –porque ahora uno pertenece a una añada de becarios o no es parte de nada.
Esto no quiere decir: que el desobligado Estado mexicano renuncie a sus obligaciones culturales y que Conaculta –que debería reducir sus gastos de operación– disminuya el monto de su inversión. Por el contrario: ya se va viendo que la iniciativa privada mexicana, más bien privada de iniciativa, invierte apenas nada en la cultura y que la literatura, como las otras artes, es una materia de interés público que debe ser fomentada por el Estado. Esto sólo quiere decir: que las relaciones entre el Estado y la cultura son necesarias y necesariamente conflictivas; que uno sería un ingenuo si creyera que ambas esferas pueden convivir tersamente. Digamos, para no ir lejos, que no hay manera de que el aparato cultural mexicano crezca y engorde y otorgue, como anunció Consuelo Sáizar el 13 de abril, cientos de becas ¡vitalicias! a los creadores mexicanos sin afectar de paso la vida literaria, sin deformar de algún modo la producción artística.
El mayor riesgo: que se invierta tanto en los creadores, se procure tanto su subsistencia, que al final se termine por aislarlos. Puede pasar: que con el pretexto de protegerlos de la inercia mercantil, obstinada en hacer de los productos culturales una mercancía más de la civilización del espectáculo, se les margine no del mercado sino de la sociedad. Hay que ver ya a esos autores, tutelados y subsidiados, que producen mezquinamente: para justificar el próximo subsidio y tutelaje. Hay que imaginarlos –o evitar imaginarlos– ahora que las becas podrán renovarse año con año: escribiendo no para turbar a los vecinos ni para cerrar la brecha abierta entre el mundo y la literatura sino para seducir a los miembros del jurado. Qué peor escenario que este: no la muerte sino la vida artificial de la literatura mexicana. Un grupo de autores subsidiados, felices en su burbuja, pero desactivados. Un montón de obras inofensivas, desatendidas por el público, pero protegidas por las instituciones.
Se sabe que las comunidades, cuando empiezan a vaciarse de sentido, comienzan a saturarse de gestos y ceremonias. Algo así está ocurriendo con la literatura mexicana: a la vez que los intelectuales son desplazados de la arena pública, y las capas entre los ciudadanos y las obras literarias se espesan, se multiplican las ceremonias literarias financiadas por el aparato cultural. Ya no se piense en las desiertas presentaciones de libros o en las incombustibles lecturas de poesía. La moda hoy son los homenajes que el Estado rinde a los autores: desayunos porque publicaron un libro, comidas porque ganaron un premio, cenas y simposios y óperas porque se llaman Carlos Fuentes. Desde luego que al hacer eso, rendir homenaje a unos escritores y no a otros, las autoridades violan sus fronteras: cometen un juicio estético. Porque lo saben, han optado por la solución más complaciente: homenajear a todo mundo. ¿Cómo explicar a los funcionarios, alérgicos a la crítica, que tanto aplauso y protocolo acaba reblandeciendo la discusión intelectual? Los escritores deberían saberlo. Entonces ¿por qué tan pocos siguen el reciente ejemplo de Francisco Toledo y dicen no a los agasajos? Así de fácil: NO
Ablandar el debate: ese mismo efecto tiene, a la larga, el tentador paquete de becas y premios y estímulos que se ofrece a los escritores. Para aspirar a algo de ello, hay que ser bueno: no con el gobierno, que ni nos mira ni nos oye, sino con los demás autores, que ahora concursan por unos juegos florales y ahora ya los conceden. Sinceramente: ¿para qué temer hoy a los críticos literarios, tan desoídos, cuando las figuras más imponentes son aquellas que deciden, quién sabe con qué criterios, los apoyos económicos y los concursos literarios? Suele olvidarse, además, que todo esto –premios y estímulos– es y seguirá siendo lo de menos, meros paliativos, mientras las autoridades culturales no cumplan con su objetivo primario: crear público. Esa, fomentar la lectura, es la tarea. Ese es su fracaso.
¿Entonces? Curiosamente, la respuesta es más y más inversión y más inteligente. Gastar, primero, en el lector: publicando libros, auspiciando editoriales, animando revistas, organizando talleres. Gastar, después, en los proyectos de los autores (sobre todo en los de los jóvenes, como se ha hecho con eficacia) y no en sus vitalicias personas. Apoyar, sobre todo, aquello que los acerca al mundo –publicaciones, traducciones, becas para estudiar y residir en el extranjero– y no lo que los recluye en la culturita mexicana. Suspender las fiestas. Abrir espacio. Dejar libre ese espacio. ~