martes, 3 de noviembre de 2009

Entrevista completa Monsiváis y el 68

Martes 03 de noviembre de 2009
El Universal

1. El movimiento estudiantil del 68 es un tema recurrente en su obra. ¿Escribir 30 o 40 años después sobre esto es complicado o tiene ventajas?, ¿Clarifica lo ya conocido o es, -como lo menciona en Parte de Guerra II,- una lucha contra el olvido? ¿Cómo afecta el paso del tiempo a la memoria histórica del llamado imaginario colectivo?

R: Escribir a distancia es complicado porque, inevitablemente, muchos puntos de vista se petrifican y hay que luchar contra el recuerdo sucesivo del primer recuerdo; también, los debates han sido obsesivos y la reiteración le da a todo un carácter de novedad milenaria. Sin embargo, al trabajar y retrabajar esos materiales compruebo inevitablemente que la lucha contra el olvido del movimiento que sea, se obtienen sólo unas cuantas referencias esenciales, las suficientes para darle continuidad a la memoria histórica.

El 2 de octubre no se olvida aunque ya han caído en el olvido casi todos los que quisieron desaparecerlo de la escena y muchos que no supieron qué hacer con el legado vital y la presencia todavía actual de ese movimiento. Tlatelolco perdura en la memoria histórica, y cada vez más el movimiento estudiantil mismo.

Son historia a la vez miserable (el PRI, Díaz Ordaz, el Poder Judicial, los medios informativos, los políticos cercanos al Presidente, los diputados y senadores) y heroica (los estudiantes, un sector de profesores y algunos intelectuales y periodistas).

2. Personalmente, ¿cómo recuerda esa tarde del 2 de octubre?

R: La tengo tan grabada que estoy seguro que me acuerdo bien de la última vez que la conté. No estuve en la plaza aunque sí en sus inmediaciones porque llegué tarde cuando todo era confusión, miedo y versiones del pánico. Fui a Ciudad Universitaria y casi no había nadie, y luego a esperar por teléfono las noticias y a vivir la angustia.

3. ¿Cuándo y cómo se entera de lo ocurrido en Tlatelolco?

R: Lo que sucedió lo supe de una manera detallada, o lo más detallada posible, dos días después cuando ya se iban unificando las versiones y había necesidad de preparar un texto de protesta de la Asamblea de Intelectuales y Artistas en Apoyo del Movimiento Estudiantil (el nombre es largo pero no era un membrete).

Cuando nos reunimos Nancy Cárdenas, Juan García Ponce y yo para hacer el texto que a fin de cuentas fue más bien de Nancy, la información disponible no era contradictoria en lo esencial. No sabíamos todavía del Batallón Olimpia y de las provocaciones de gente del Estado Mayor Presidencial, ignorábamos que había pasado en Gobernación y Presidencia esa noche, pero el salvajismo de la matanza, el carácter absolutamente pacífico del mitin y la maldad específica de Díaz Ordaz y los suyos nos resultaban evidentes.

4. ¿Le cambió en algo el 2 de octubre?

R: Uno nunca sabe que tanto cambia y cuáles son las causas profundas de los cambios. Por lo menos yo no lo sé. Estoy al tanto del fortalecimiento de mi visión hipercrítica del PRI y del sistema presidencialista, pero en lo básico lo que me dieron el movimiento y el 2 de octubre fue una visión más próxima de la famosa condición humana, de los contrastes entre la abyección y el espíritu de resistencia. Eso en lo personal me resulta lo más perdurable.

4. Las acusaciones de Elena Garro contra usted y otros personajes sobre su autoría del movimiento, ¿qué sensación le provocaron entonces y que piensa ahora de ellas?

R: En ese momento,4 de octubre de 1968, me sentí digamos que preocupado para no confesar mis temores. Ahora, el episodio me parece patético, y trato de no particularizar en mi recuerdo. Por supuesto que no éramos autores del 2 de octubre ni Luis Villoro, ni Rosario Castellanos, ni yo, pero lo que ahora es de una comicidad deprimente, entonces en un clima de Guerra Fría tenía la apariencia de represión inmisericorde.

5. ¿Afectó la presión gubernamental sus escritos posteriores al 2 de octubre en Siempre!?

R: Sí, en los comentarios políticos. Intenté, no sé si lo conseguí, mayor rigor, pero en lo tocante a represiones ya no las hubo aunque sí, y más bien discretas, advertencias que no se tomaban muy en cuenta. Con los presos políticos parecía cerrada la cuenta de represión individualizada del movimiento de 68.

6. ¿Qué tipo de justicia está pendiente para las víctimas de la matanza del 68?

R: El Comité de Ex Presos Políticos ha llevado a cabo una tarea importante y combativa al señalar los casos de mayor impunidad, de Luis Echeverría en adelante. Pero la justicia histórica, no la de responsabilidades penales, se beneficiará grandemente con la inclusión del fenómeno del 68 en los libros de texto gratuitos, no la mención rápida de ahora sino una representación justa de un hecho definitivo en la modernización de toda índole del país.

7. El movimiento estudiantil del 68 fue una muestra de la modernidad para la que quizás el régimen no estaba preparado y vio nacer a la oposición de fines de siglo. ¿Qué son actualmente los idealismos? ¿Se ha pervertido la izquierda partidaria? ¿Cuál es la principal limitación del pensamiento revolucionario modernista de la izquierda en México? ¿La movilización como arma política de resistencia, por ejemplo, en el caso de Andrés Manuel López Obrador?

R: El régimen simplemente no estaba preparado para la existencia de ciudadanos, no la concebía, le era en sí misma una idea subversiva. En cuanto a los idealismos, aunque resulte una idea un tanto extravagante, continúan y con fuerza, aunque la turbiedad de la escena política y social lo empañe todo. La izquierda partidaria que manipula y exprime el PRD no es izquierda, si por está entendemos la lucha por la desigualdad y por los derechos humanos y civiles, ni es partidaria, es simplemente facciosa y patética. Se necesita audacia para decir como Ortega que como ya no quieren ser mezquinos, se van a reunir con el PAN en la lucha electoral en dos estados.

El PAN es el adversario histórico de la izquierda, y cada vez más, y Ortega y Navarrete y demás se dan sus duchas de estadistas pensando que hacen política de alto nivel. Nunca había descendido tanto la idea de la izquierda. Ahora, por el momento no veo movimiento revolucionario alguno, veo sí un esfuerzo democrático muy serio en todas partes aunque todavía no unificado. La principal limitación de la izquierda es la idea de la posición individual o de grupo de la Verdad; esto lleva a la división permanente. En cuanto al movimiento de resistencia pacífica que encuentra su líder en López Obrador, ha resistido con entereza la campaña de odio y linchamiento mayor que se conoce. Y persiste.

8. Hoy, 41 años después, a la vuelta de la esquina que ve... ¿El Estado autoritario y represor de Díaz Ordaz, o una democracia incluyente?

R: Hay mayor libertad de expresión, pero se ha acrecentado la sensación de impotencia. La democracia incluyente se opone a la idea misma de gobierno de acuerdo a las reglas del PRI y del PAN. Luego de la devastación económica, la privatización como selección de las especies, de Atenco, de Pasta de Conchos, de las vergüenzas del IFE y del Tribunal Electoral Federal y del inmenso costo de las campañas, de qué democracia hablan Calderón, Peña Nieto, y compañía.

9. Ante la intolerancia de algunos grupos conservadores, ¿qué instrumentos tiene la sociedad para defender los avances en materia de diversidad sexual, derechos humanos y laicidad?

R: La sociedad no es un conjunto unificado. Una parte ejerce sus derechos para ser injusta y muy anacrónica, desde mi punto de vista. No todos los que votaron por Calderón lo hacían por odio o miedo a El Peje, también hay los que se oponen al aborto por asunto de conciencia. La parte de la sociedad que rechaza el fundamentalismo entiende que hay sectores de convicciones religiosas muy arraigadas.

Muy bien, que no aborten, que no asistan de testigos a la firma de sociedades de convivencia, que no acepten para ellos la aplicación de la eutanasia, pero que no se sientan con la autoridad de imponerle a todos sus convicciones religiosas. El Estado mexicano debe seguir siendo laico y eso no cambiará porque la sociedad está definitivamente secularizada.

10. Usted apuntó: "México no tiene los gobernantes que merece, sino los que no puede evitar". ¿Es una condena a vivir en el eterno pesimismo de no tener un proyecto de nación?

R: El proyecto de nación está a la vista, lo que no me parece tan claro es a qué nación se le va a aplicar ese proyecto. ¿En qué ruinas va a localizar el proyecto a la nación?

11. En el 68 francés, un lema era: "pide lo imposible". La esperanza de cambio político y social en el México actual parece lejana, utópica. ¿Se puede todavía pedir lo imposible?

R: Ahora, lo imposible es renunciar a la búsqueda crítica, organizada y pacífica de lo posible, la democracia que está ya en muchas conductas, pero que aún no aparece en casi todos los ejercicios del poder.

Nótese el plural

2009-11-03
Milenio
Cristina Rivera Garza

De vez en cuando, pero con una puntualidad pasmosa, ciertos sectores de la crítica literaria mexicana se dan a la tarea de decretar, de nueva cuenta, la muerte de la escritura experimental. Eso, claro, cuando esos sectores de la crítica literaria amanecen de buenas y admiten, en un acto de augusta flexibilidad y bajo el sol que ilumina el sur de la Ciudad de México, que tal cosa, cualquiera cosa que el término escritura experimental designe, existe. Las vanguardias, conjeturan, tuvieron lugar a mediados del siglo XX y allá están bien. Además, para ser francos eso (cualquier cosa que eso sea) es asunto de la poesía y no del serio quehacer de la narrativa, cuya tarea es “contar”. Nostalgia retro. Juegos de decoración. Privilegio frívolo de la Forma sobre el Contenido. Pírrico triunfo del intelecto sobre la emoción. El Último que Verdaderamente lo hizo, si es que lo hizo (si es que eso puede ser hecho), argumentan en un afán casi comprensivo, fue Salvador Elizondo. Los textos de esos ciertos sectores de la crítica literaria mexicana en general tienen la apariencia de conminar a la muy alta práctica de la pureza artística o gramatical, pero en realidad no son más que llamados a la conformidad. Porque, dicho sea con todas las palabras juntas, ¿qué escritura que es, no es experimental?

Habrá que empezar esta serie de párrafos recordando el nombre de nuestro gran experimentalista: Juan Rulfo. Anclada en el corazón mismo de la literatura moderna mexicana brilla esa novela publicada en 1953 que, entre otras cosas, descartó a la anécdota y a la verosimilitud como ejes rectores de una tarea que bien puede ser descrita con una diversidad de términos excepto con el verbo “contar”. Habrá que decir que, justo como lo recordara Jorge Aguilar Mora en un ensayo memorable, a Pedro Páramo la precede otro librito “raro” por fragmentario e híbrido: Cartucho de Nellie Campobello, y lo circundan (esto ya no lo dice Aguilar Mora, por cierto) los experimentos narrativos (clasificados de antemano como menores) de los Contemporáneos. Y, luego, ya entrados en gastos, habrá que recordar los juegos híbridos del lenguaje de Juan José Arreola y las novelas que publicó por allá de la década de los 70 Julieta Campos, desde El miedo de perder a Eurídice hasta Tiene los cabellos rojizos y se llama Sabina, y la primera etapa narrativa de Héctor Manjarrez. ¿Y cómo se le podría denominar a ese temprano ejercicio entre la autobiografía y el balazo periodístico que llevó a cabo Silvia Molina en La mañana debe seguir gris? ¿Y dónde colocar sino en la veta de la búsqueda radical la última etapa de búsqueda del delicioso (porque además era de Delicias, Chihuahua) Jesús Gardea?

Ahora el asunto de la Forma. ¿Hay alguien que escriba, que verdaderamente escriba quiero decir, dispuesto o dispuesta a admitir en público que no tiene trasiegos con La Forma? ¿A inicios del siglo XXI existe alguien que escriba, pero que verdaderamente escriba o quiera escribir, dispuesto a argumentar en público que en la escritura la Forma y el Contenido son cosas distintas? Porque una cosa es que ciertos sectores de la crítica literaria mexicana gusten de presentar una forma narrativa dominante (lineal o fragmentaria pero definida por la anécdota, por una relación representativa con el referente y, luego entonces, con la mimesis y la verosimilitud, y por una noción explicativa de las funciones del párrafo e incluso de la oración) como un constructo “natural” y otra muy distinta es que lo sea. Una cosa es, pues, que se le asigne al escritor la penosa tarea de repetir, cada vez con una perfección creciente (a eso se le denomina estilo), modelos aceptados (y bien reseñados en la prensa local), y otra muy distinta es que ese escritor o escritora se de a la tarea de lidiar crítica y lúdicamente con tradiciones plurales y contenciosas y concomitantes respecto a las cuales, o junto a las cuales, tendrá que tomar decisiones que por pertenecerle a la escritura le corresponden, luego entonces, a la vida (o, si el riesgo es grande, como debe de ser, a la muerte). Nótese el plural.

Y viene el asunto, por supuesto, de la emoción. Pregunto: ¿Es el desconcierto una reacción emotiva? ¿La irritación? ¿La estupefacción? ¿El extravío? Me parece que cuando esos sectores de la crítica literaria acusan a textos experimentales de abdicar de la emoción, se refieren, en realidad, a las emociones de la identificación más comúnmente asociadas al melodrama. Puesto que las practico a diario no tengo nada personalmente en contra de ese tipo de emociones, pero admito que ésas sólo son unas cuantas en el espectro amplio, vastísimo de hecho, de conexiones íntimas que produce un texto. Que ciertos lectores quieran experimentar sólo ese tipo de emociones identificatorias una y otra vez, de manera cada vez más depurada (a eso se le llama estilo), no quiere decir, o no tiene que decir, que no sea legítimo o deseable que otros lectores busquen y produzcan otro tipo de emociones, llamémoslas desidentificatorias para mantener la simetría del argumento. ¿Será posible pensar que no todos los lectores van hacia el libro para enunciar el ¡eureka! proverbial del sí mismo y que existen aquellos deseosos de ver a otro desconocido en el espejo turbio y artificial de la página?

Me intriga, por cierto, que no pocos críticos y, de hecho, algunos escritores se manifiesten a favor de estrategias de escritura que ocultan a la escritura. Tersa superficie, dicen. Que no se note la costura, dicen. ¡Tan real que parezca la vida misma! Me intriga, claro, porque usualmente lo que tenemos, lo ineludible, de hecho, es “la vida misma” y vamos (porque no creo ser la única ciertamente) hacia los libros no sé si por algo más allá o por algo más acá, pero sí en definitiva por otras cosas (nótese el plural).

          

lunes, 2 de noviembre de 2009

San Genaro

2009-11-02
El Universal
Guillermo Fadanelli

En una novelita de John Fante, el padre de una familia de inmigrantes italianos le aconseja a su esposa que no rece más a los mismos santos de siempre, le aconseja que busque a un viejo santo olvidado que no se halle tan ocupado haciendo milagros a las multitudes, uno que se dé el tiempo suficiente para componer la vida de unos cuantos. El esposo no duda de que se debe acudir a los rezos para resolver problemas, lo que duda es que uno tan famoso como San Genaro se digne a poner atención en tantos pobres desgraciados que le suplican auxilio. El pasaje me ha parecido tan cercano a mi propia vida pues, según recuerdo, mi madre nunca puso en duda los poderes de sus santos preferidos y en respuesta a mis sarcasmos o recriminaciones me decía que siguiera yo confiando en la justicia de nuestro país y en sus políticos porque eso sí le parecía a ella un acto estúpido e inconsciente. Yo tenía en ese entonces 20 años y no imaginé que tanto tiempo después sus palabras recobrarían su profundo sentido y su enorme sabiduría. He estado a punto en varias ocasiones de ir a su casa y buscar en sus muebles de difunta la imagen polvosa de un viejo santo y ponerlo para trabajar en pos de la familia.

Es hasta cierto punto cómico escuchar el cúmulo de opiniones o argumentaciones acerca de cómo deben cobrarse los impuestos o sobre las estrategias a seguir en estos asuntos de recolección monetaria. Los políticos simulan preocuparse y practican el espectáculo intentando vestirse de héroes. Todos opinan, se recriminan y una manada de especialistas llena los espacios para darnos cátedra sobre cuestiones económicas.

Los tecnicismos nos sepultan y cualquier personaje menor nos regaña o nos pone al tanto de cómo debemos comprender las cosas del dinero. Así que, siendo un ciudadano común que no desea enterarse de tantas tonterías, quiero expresarles mi indiferencia afirmando que no me importan sus groseras peripecias, pues es evidente que las injusticias continuarán y que, si en realidad los políticos y especialistas hicieran lo debido, para remediarlas no tendríamos que escucharlos: serían discretos, honrados y sobre todas las cosas efectivos. La enorme cantidad de personas comunes que no comprende minucias técnicas, sí comprende que sus esfuerzos cotidianos no obtienen recompensa, que entre más duro trabajan menos cuentan con las mínimas condiciones de bienestar social y que están abandonados a su suerte por sus representantes públicos. Es más sencillo comprobar que pese a la rutina honrada a la que nos sometemos diariamente sólo unos cuantos progresan. Es hora de desempolvar los santos que, pese a su constante descrédito, son los únicos en quien se puede confiar en la actualidad. Y si no nos hacen el milagro los perdonamos aludiendo a que están muy ocupados o que sólo los buscamos cuando nos conviene.

Me puedo ufanar de que conozco las calles de mi ciudad porque soy un caminante compulsivo y creo ser un buen observador. Me he defendido de ataques físicos varias veces y he salido airoso, aunque una vez me descuidé y el ladrón sacó un arma antes de que lo descubriera. Y nunca en varias décadas había advertido tanto resentimiento y odio en las relaciones urbanas. Hace unos días fui testigo de cómo un grupo de personas increpaba a dos ladrones de uniforme montados en una grúa. Los criminales solapados por un gobierno de la ciudad absolutamente indiferente a los reclamos de los ciudadanos se hallan más que acostumbrados a escuchar mentadas o a recibir incluso empujones. En esa ocasión respiré como nunca antes una densa atmósfera de violencia, consecuencia de la indefensión y la vejación constante. Se lo comentaba el jueves por la tarde a mi hermano que trabaja en el Sistema de Aguas de la ciudad de México desde hace diez años y no ha logrado juntar los miles y miles de pesos necesarios que requiere para que el sindicato lo acepte entre sus filas. Confía en que la honradez y el trabajo constante tendrán algún día su recompensa. Sus esperanzas son totalmente ingenuas. Lo he tratado de convencer de que le rece a un santo que no sea célebre, pues sólo de ese modo existe la posibilidad de que tal vez durante unos días llegue a conocer el milagro de la justicia. Hace apenas unos años lo habría incitado a la rebelión, hoy le sugiero que le rece a San Artemio quien en estos momentos debe de estar dormido, pues no es un santo devoto de los mexicanos o que comience a escarbar en los cajones de los pocos muebles que nos legó mi madre.

Agente de cambio

2 de octubre 2009
Noroeste
Denise Dresser

Tiempos de impuestos crecientes y políticos disminuidos. Tiempos de problemas cada vez más grandes y soluciones cada vez menos asibles.

Tiempos confusos, cabizbajos, grisáceos, en los cuales no se sabe a ciencia cierta a dónde mirar o en quién confiar.

Pero aún así hay algo en lo cual creo con absoluta certeza, y es aquello que la antropóloga Margaret Mead escribió con tanta elocuencia: "Nunca dudes que un pequeño grupo de ciudadanos pensantes y comprometidos puede cambiar al mundo.

Por ello apoyo, y convoco a apoyar, la candidatura de Emilio Álvarez Icaza para presidir la CNDH.

Porque entiende que la labor de un Ombudsman es mantener vivas las aspiraciones de verdad y justicia en un sistema que, con demasiada frecuencia, las desdeña. Sabe que le corresponde pararse del lado de la víctima. Asumirse como alguien capaz de representar a las personas y a las causas que muchos preferirían ignorar. Defender los derechos de quienes ni siquiera saben que los tienen.

Durante su presidencia, la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal alzó la vara de medición, contribuyó a crear un contexto de exigencia, se volvió autora de un lenguaje que buscó siempre decirle la verdad al poder, recomendación tras recomendación.

En el caso Eumex. En el caso del plantón post-electoral sobre Reforma. En el caso de los reclusorios.

En el caso del New´s Divine. En el caso del derecho de las mujeres a decidir sobre sus propios cuerpos. En el caso del diagnóstico sobre los derechos humanos en el Distrito Federal.

Ahora bien, ser un buen Ombudsman en México no es una tarea fácil porque implica indagar, investigar, evidenciar, señalar violaciones a los derechos humanos, provengan de donde provengan.

En el caso de Emilio Álvarez Icaza ha implicado vivir con los vituperios de quienes, desde la izquierda, se sintieron traicionados por la recomendación del plantón.

Ha implicado resistir las acusaciones de quienes, desde la derecha, se sintieron traicionados por la postura de la CDHDF en el caso de la despenalización del aborto.

Ha implicado ser el blanco de las críticas de quienes aún les falta comprender que es más importante defender derechos fundamentales que ser panista.

Que es más importante defender la legalidad que ser perredista. Que es más importante proteger ciudadanos que proteger cotos partidistas.

Que es más importante impulsar una visión de Estado que una creencia personal o una ideología política.

Por esa congruencia en caso tras caso me parece que hay un gran valor en la labor de Emilio Álvarez Icaza.

Hay algo intelectual y moralmente aplaudible en encabezar la lucha por la protección de los desprotegidos.

Y por ello se vuelve imperativo apoyar para un puesto a nivel nacional a quien ha hecho lo que Emilio en el Distrito Federal.

Defender a los débiles. Darle voz a los vulnerables. Retar a la autoridad imperfecta u opresiva.

Denunciar la manipulación política de la pena de muerte, la situación de los reclusorios, la podredumbre de las policías, los desafíos al Estado laico, la institucionalización de la impunidad.

En un País en el cual tantos conceden, claudican y recortan sus conciencias para ajustarlas al tamaño del puesto que aspiran a llenar, Emilio Álvarez Icaza ocupa una posición inusual: es una figura emblemática de la inteligencia libre. Sin ataduras. Sin sometimientos. Sin lealtades políticas o afiliaciones partidistas. Precisamente porque es libre, provoca tanta incomodidad entre quienes querrían una CNDH sumisa, domesticada.

Precisamente porque es libre, engendra tanto escozor entre quienes preferirían un Ombudsman dispuesto a promover intereses partidistas por encima de derechos humanos.

Precisamente porque es libre, produce tanta preocupación entre quienes desearían una CNDH abocada a emprender cruzadas religiosas por encima de causas ciudadanas.

Paradójicamente es criticado por aquello que lo vuelve idóneo para el puesto. El activismo. La independencia feroz.

El catolicismo responsable con el cual coloca la primacía de la ley sobre las preferencias personales. La decencia esencial.

Por eso me pronuncio hoy, parada al lado de tantos ciudadanos más, en apoyo a alguien bautizado como "defensor del pueblo" porque ha sabido caminar a su lado. Por eso exhortamos a que los senadores alcen la cabeza y la mano del pequeño estadista que ojalá lleven dentro.

Por eso pedimos que el Senado de la República devuelva el sentido fundacional a los órganos autónomos y reconozca el perfil de alguien que, como Emilio Alvarez Icaza, debe encabezarlos.

Alguien que en tiempos de inercias arraigadas ha demostrado ser un agente de cambio.

Alguien que se ha negado a ser espectador de la injusticia o la arbitrariedad. Alguien cuyo arribo a la CNDH se volvería un antídoto al cinismo y al desasosiego.

Alguien cuya actuación allí se convertiría en una forma de abastecer la esperanza en el País posible.

El País que todavía brinda oportunidades para creer en vez de razones para claudicar. El País que queremos.

sábado, 31 de octubre de 2009

La literatura del narco otra vez bajo ataque

2009-10-31
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

La semana pasada en este suplemento Jorge Volpi denunció que “‘la literatura del narco’ es el nuevo paradigma de la literatura latinoamericana”.

Dice que la literatura del narco está saturada de pistoleros pero qué curioso: ante la narcoliteratura todos se sienten gatilleros. (O policías).

Como el sicario Rafael Lemus en 2005, que quiso acribillar lo narco-norteño, en salvable balacera con Eduardo Antonio Parra.

Volpi repite errores de Lemus. Pero no su puntería.

Alega que las librerías rebosan de narco-novelas. Lo cual es falso. Pero, claro, todo lo del norte es “horda”. Hay mucha más novela “neutra”, estilística y global.

Se desprecia la narco-literatura. Se le juzga epidemia que mancha a las letras mexicanas. No se parece a su sagrada retórica somnífera.

Dicen que es moda para vender ejemplares. Qué ingenuos y librescos. El narco es avasallante. Vivimos entre retenes, ejecuciones, dílers y levantones; la droga estructura a la frontera. Somos ciudades idénticas al tráfico.

A veces no se escribe a partir de una biblioteca sino a partir de la violencia.

Se le acusa, además, de no ser literatura sino trascripción. Pero en el norte nadie habla como los personajes de Élmer Mendoza o L.H. Crosthwaite, cuya forma, por cierto, suele ser lúdica.

A los centrípetas sólo les agrada aquella literatura del norte que sigue la regla #1 de la literatura nacional: escribir para estetizar la realidad; purificar la palabra de la (pichurrienta) tribu.

Lo entusiasta está prohibido. Lo nacional-literario debe ser escéptico, poético, melancólico o abstracto. Baudelaire es su rey.

En el fondo, lo que molesta es el ambiente moral de estos librejos. Su vulgaridad. No ser intelectuales. Ser promiscuos con el “habla coloquial” (sic) y “venderse” al mercado. ¡Rebajarse!

“El narco vuelve a concederle a América Latina el carácter violento y exótico que se espera de ella”. La narcoliteratura, ¡qué piruja!

La periódica descalificación de la “pseudo-novela” del narco es —hora de decirlo— una nueva fórmula para seguir choteando al norte, siempre bárbaro, nunca del todo “literario”.

Olvidan algo. La narcoliteratura no proviene de la novela sino del reportaje, el corrido, la crónica, la nota, la viñeta y la oralidad. Sus puntos de partida son géneros menores o desprestigiados. Esto les ha pasado inadvertido. Por ende, cuando la comparan con la novela no pueden sino condenarla.

Recórcholis: no todo es García Ponce. (Who?)

No me interesa que la narcoliteratura sea buena o mala. Me interesa que es un experimento latinoamericano para narrar más allá de la ficción literatosa.

Algunos quieren una novela que logre despegarse de la realidad: monarquía lejana; otros, narrar hasta pegarse a la herida: desgarrar la cortina.

La biblioteca es la respuesta

2009-10-3
Suplemento Laberinto
Ray Bradbury

En 1950, Ray Bradbury publicó Crónicas marcianas y tres años después Farenheit 451, sin duda sus libros más conocidos. Nació en Illinois el 22 de agosto de 1920 y desde niño mostró una gran afición por la lectura. Entre sus obras también se encuentran los relatos de Remedio para melancólicos (1960), El signo del gato (2005) y Ahora y siempre, y las novelas La muerte es un asunto solitario (1985) y El verano de la despedida (2006). Varios de sus textos han sido adaptados para el cine, entre ellos Fahrenheit 451 filmado en 1966 por François Truffaut, con Oskar Werner y Julie Christie. Amante y defensor de las bibliotecas, en una entrevista reciente con The New York Times expresó un tajante rechazo a internet. “Es una gran distracción —le dijo a su interlocutor—. Yahoo me llamó hace 8 semanas. ¡Querían poner un libro mío en Yahoo! ¿Saben qué les dije? Al demonio con ustedes. Al demonio con ustedes y con internet. Es una distracción. No tiene significado; ¡no es real! Está en el aire, en algún lugar”.



Dinosaurios y espejos

Debes tener curiosidad en saber cómo fue que me enamoré de los libros. Recuerda esto: el amor es el centro de tu vida. Las cosas que haces, deben ser cosas que amas. Y las cosas que amas deben ser las cosas que haces. Eso lo aprendes de los libros. Aprendí a leer cuando tenía tres años, me encantaban las tiras cómicas, los dibujos animados los domingos; tuve un libro de cuentos cuando tenía cinco años y me enamoró leer todas esas historias maravillosas como La bella y la bestia, Juanito y los frijoles mágicos. Y así empecé con la imaginación. Cuando tenía tres años vi mi primera película y me enamoré de las imágenes en movimiento: El jorobado de Notre Dame; anhelaba crecer para ser un jorobado. A los cinco vi El fantasma de la ópera con Lon Chaney, quedé embobado. Vi una película de dinosaurios y los dinosaurios llenaron mi vida. Y entonces, a la edad de seis años comencé a leer sobre los dinosaurios.

Si llegué a trabajar en Moby Dick (Bradbury escribió el guión de la película cuando se filmó en 1953) fue porque me había enamorado de los dinosaurios cuando tenía seis años. Puedes ver cómo funcionan las cosas, cómo algo que comienza cuando tienes tres o seis o diez o doce años, llega a convertirse en tus ficciones cuando tienes treinta. Las cosas que haces deben ser cosas que amas, y las cosas que amas deben ser las que haces.

Cuando tenía seis años viajé con mi familia desde Illinois a Tucson, Arizona. Cada vez que parábamos en un hotel de ruta a descansar, yo corría a la biblioteca acompañado por las hojas de octubre silbando conmigo. Esperaba encontrar El maravilloso mago de Oz de Frank Baum, y Tarzán de Edgar Rice Burroughs, o cualquier libro que hablara de magia. Abría la puerta de la biblioteca, miraba alrededor, y toda esa gente estaba ahí esperándome. Las librerías son personas, no libros. Cada vez que abres un libro, la persona salta afuera y se convierte en ti. Miras a Charles Dickens y tú eres Charles Dickens, y él eres tú. Así que vas a la biblioteca y sacas un libro del estante y lo abres, ¿y que estás buscando? Un espejo. De improvisto hay un espejo ahí y puedes verte a ti mismo, pero tu nombre es ahora Charles Dickens. Eso es una biblioteca. Si el libro es de Shakespeare te conviertes en William Shakespeare, o te conviertes en Emily Dickinson o en Robert Frost o en cualquiera de los grandes poetas. Así que encuentras al autor que pueda guiarte en la oscuridad. Shakespeare comenzó conmigo, con Hamlet y Ricardo III. Y Emily Dickinson me condujo después, y Edgar Allan Poe dijo, “Por aquí, aquí está la luz.” Así es que vas a la biblioteca y te descubres a ti mismo.

La primera máquina de escribir

Mi mayor influencia es John Steinbeck. Leí Las viñas de la ira cuando tenía 19 años. Cuando escribí Crónicas marcianas necesitaba una estructura. No me di cuenta que había recurrido a Las viñas de la ira; Crónicas marcianas es completamente la estructura de Las viñas de la ira. De noche, solo, cuando tenía 12 y miraba al planeta Marte yo pedía “llévenme a casa”. Y el planeta Marte me llevó a casa y nunca regresé. Lo importante es que cuando salí de la escuela no teníamos dinero. Yo no podía ir a la universidad y lo mejor que ocurrió fue que fui a la biblioteca. La biblioteca educa. Los profesores inspiran, pero la biblioteca te satisface.

Tuve un trabajo vendiendo periódicos en una esquina y hacía diez dólares a la semana, y cada mañana me levantaba y escribía historias, y en las tardes me iba a la biblioteca. A los 19 pude expresarme acerca de mis pasiones en la vida y las puse en mis libros. Y ése es el secreto de mi vida. Gracias a Dios seguí mi camino y no el camino que la gente me dijo. Son tus ideas las que cuentan, y una biblioteca te puede ayudar con tus ideas, porque están todos esos grandes maestros, esos escritores te están enseñando cuando te sientas en medio de la biblioteca y los dejas irradiarte. ¿Es así, o no? Tienes que ir a la biblioteca para educarte. La biblioteca es la respuesta.

Cuando tenía doce años vi los pelos en el dorso de mi mano y dije, “Dios, estoy vivo. ¿Por qué nadie me dijo que yo estaba vivo?” Un mes después, un hombre llegó para el carnaval a la orilla del lago. Se sentó en una silla con electricidad, sacó una espada que tenía fuego. Me vio entre el público. Apuntó con su espada y me tocó la punta de la nariz y dijo, “Vive por siempre, vive por siempre”.

Por qué dijo eso, no lo sé, pero fui a buscarlo al día siguiente porque quería preguntarle ¿cómo puedo vivir por siempre? Y me llevó a una tienda donde estaban todos los freaks. Me encontré con El hombre ilustrado (el libro que publicó en 1951). ¿No es maravilloso? Supe que mi vida había cambiado, y regresé a casa; al llegar me dieron una máquina de escribir de juguete. Escribí mi primera historia. Descubrí que tal vez podía vivir por siempre si me convertía en escritor. Así que he estado escribiendo cada día desde esa vez en Tucson, Arizona. En los últimos 75 años nunca he dejado de escribir.


Jugando con fuego en el subterráneo

Tenía aquel libro de cuentos, La bella y la bestia. Y mi tía me introdujo a Alicia en el país de las maravillas y a Un cuento de Navidad de Charles Dickens. Y todas estas cosas me afectaron, me hicieron vibrar, y enamorarme constantemente de los libros. En una buena biblioteca cuando abres un libro huele a polvo. El polvo del tiempo. Polvo egipcio. El polvo de todos los lugares del mundo que sopló el viento. Cuando tomas un libro puedes aspirar y oler el antiguo Egipto y todos los amores y la vida, toda la gente que vivió allí, todas las mujeres hermosas, y los valientes guerreros, todos están ahí. Y el libro tiene el aroma de esa gente, y de esas tierras maravillosas.

Deberíamos aprender de la historia respecto a la destrucción de los libros. Cuando yo tenía quince años, Hitler quemó libros en las calles de Berlín. Y eso me aterrorizó, porque yo era una persona de biblioteca y él estaba metiéndose con mi vida: todas esas grandes obras, toda esa gran poesía, todos esos maravillosos ensayos, todos esos grandes filósofos. Se volvió algo personal. Entonces descubrí que en Rusia se quemaban libros fuera de escena. Lo hacían de tal forma que la gente no se enteraba. Mataban a los autores tras bambalinas. Quemaban a los autores en vez de quemar libros. Así aprendí cuán peligroso era todo aquello, porque sin libros y la habilidad de leer no podrías ser parte de civilización alguna. No podrías ser parte de una democracia. Líderes de muchos países temen a los libros porque los libros enseñan cosas que ellos no desean que sean enseñadas. Y bueno, si tú sabes cómo leer, tienes una educación completa sobre la vida. Sabes cómo votar en una democracia. Pero si no sabes cómo leer, no sabes cómo decidir. Lo grande de nuestro país es que somos una democracia de lectores y deberíamos seguir así.

Publiqué la primera versión de Farenheit, El bombero, en una revista de ciencia ficción, Galaxy, en febrero de 1951. Y vino Ballantine (el editor) y leyeron mi novela corta de veinticinco mil palabras y me preguntaron: “¿Puedes alargarla?, ¿puedes escribir otras veinticinco mil palabras?, publicaremos la novela completa y tienes que encontrarle un título porque no es El bombero”. Me quedé pensando en cuál era la temperatura en la que los libros se queman. Llamé al departamento de química de la Universidad de California y no sabían, llamé a otra universidad y tampoco. Me dije: “Bobo, llama el departamento de bomberos”. Y llamé al jefe de bomberos, “¿podría decirme a qué temperatura los libros arden y se queman?” Dijo, “espere, ya vuelvo”. Volvió y me dijo “el papel de los libros arde y se quema a los 451 grados Farenheit”. “Eso es bueno”, le dije. Entonces le di vuelta, tenía que ser Farenheit 451.

Me trasladé a Los Ángeles con mi familia, tenía dos hijas. Necesitaba una oficina porque mis hijas eran muy ruidosas y maravillosas y encantadoras. Pero no tenía dinero para una oficina. Estaba merodeando por la biblioteca de la Universidad de California y oí tipear en el subterráneo. Bajé y había una habitación con doce máquinas de escribir. Pude rentar una máquina por diez centavos la media hora. Así es que dije, “por Dios, esta es mi oficina”. No me importaba estar rodeado de estudiantes. Tenía una bolsa de monedas. Gastaba nueve o diez dólares y escribí Farenheit en su primera forma llamada El bombero. Lo excitante de todo eso era subir y bajar escaleras, tomando libros y llevándolos abajo donde estaba mi máquina de escribir, abrirlos y encontrar una cita que podía poner en el libro para que Montag la leyera. Así que puedes ver el lugar en que Farenheit 451 fue escrita. En una biblioteca.

Entonces, firmé el contrato con Ballantine y volví a la biblioteca donde, con la máquina y la sala de máquinas, agregué 25 mil palabras a la novela. ¿Cómo lo logré? Dejé que los personajes vinieran a mí. Montag vino y dijo, “¿Sabes totalmente quién soy?” “No”, le dije, “cuéntame”. Y el jefe de bomberos vino a mí y me relató su vida previa. Le pregunté, “¿por qué quemas libros?” Y me lo dijo. Clarisse McClellan vino, era una chica de 16 años, que amaba los libros y las bibliotecas y la vida. Y me contó más acerca de sí misma. Y Fabers vino, era un filósofo; él escribió el libro. Como ves, todos mis personajes escriben el libro. Yo no lo escribo. Todos estos personajes vienen y me dicen, “escúchame”. Entonces los escucho, lo anoto y el libro es escrito. Así es cómo escribo.

Una vez salía de un restaurante cuando tenía treinta años, iba caminando por el Wilshire Boulevard con un amigo, un coche de la policía se detuvo y el policía se bajó. “Qué están haciendo”, nos preguntó. “Poner un pie delante del otro”, le dije. Fue la respuesta incorrecta. Pero él siguió, “mire en esa dirección y en la otra; no hay peatones”. Y el peatón se transformó en Montag. Por lo que el oficial de policía es responsable de la escritura de Farenheit 451.

Amor en la librería

El libro fue muy bien recibido; la mayor parte de mis libros ni siquiera fueron reseñados. O les dieron un obituario de una pulgada apenas. Pero Farenheit salió y autores reconocidos de todo Estados Unidos me escribieron y reaccionaron ante la novela. Finalmente, había sido aceptado en la comunidad intelectual. Bueno, Isherwood (el escritor Christopher Isherwood) me ayudó primero. Cuando yo tenía treinta años me llamó por teléfono. Le había dado una copia de las Crónicas marcianas y me llamó. “Por Dios, señor Bradbury, ¿tiene idea de lo que ha escrito?” Le pregunté, “¿qué?” Dijo, “ha escrito un libro extraordinario. Voy a reseñarlo en la revista Tomorrow”. Él cambió mi vida. Fue la primera gran reseña. Y me llamó y dijo “Aldous Huxley quiere conocerlo”. Aldous Huxley era el autor de Un mundo feliz, mi héroe. “Me encantaría conocer a Aldous Huxley”, le dije. Así que un día fui a tomar el té con él, y el señor Huxley se echó hacia adelante y me dijo, “señor Bradbury, ¿sabe lo que usted es?, ¡usted es un poeta, es un poeta!” Mis editores me dijeron que era un novelista. Y él me dijo que era un poeta. Yo no sabía que era un poeta, porque estaba enamorado con Shakespeare, Emily Dickinson y todos los grandes poetas.

¿Ves lo que el amor hace por ti? Tú no sabes lo que eres porque estás enamorado. Clarisse soy yo. Clarisse McClellan es Ray Bradbury, el joven que se enamoró de la vida. Y Clarisse es la esencia de la vida y la esencia del amor. Y ella educa a Montag, sin saber que es una educadora. Es una persona de biblioteca. Es una profesora que inspira. Y entonces él se atreve a ir a casa y roba un libro y lo mira, porque Clarisse McClellan, Ray Bradbury, le dijo que lo hiciera.

Los libros son inteligentes, brillantes y sabios. El libro más importante de mi vida es Un cuento de Navidad de Charles Dickens, porque es todo sobre la vida y sobre la muerte. Es una combinación. Lees ese libro y sales cambiado, junto con Ebenezer Scrooge. Lo que haya de Scrooge en ti es derrotado, desaparece, así es un gran libro. A los treinta años escribí El árbol de las brujas, de alguna manera mi versión de Un cuento de navidad.

Aquí tengo un libro de Scott Fitzgerald, Suave es la noche; tengo siete copias. He estado en París veinte veces. Cada vez que voy llevo este libro y comienzo en la torre Eiffel y camino por París desde que amanece hasta que el anochecer. Paro en restaurantes y leo otro capítulo, y al terminar el día ya lo he leído entero. Leer debe ser una experiencia total. Puedes leer mientras caminas y te sientas en los restaurantes y lees el siguiente capítulo, y te enamoras más.

Yo encontré a mi amor en una librería, no en una biblioteca, pero una librería es también una biblioteca. Encontré a una bella chica que esperó por mí, y la invité a un café y a comer y me enamoré de ella y de los libros que la rodeaban. Y ella tomó votos de pobreza un año después y se casó conmigo, porque mis ingresos eran nada. Era una chica rica, y dejó todo su dinero para volverse pobre como yo y vivir en Venice (California) sin teléfono ni coche. Pero vivimos con amor y libros, y escritura. Es la respuesta a la vida. Si puedes encontrar una persona para amar, que ame la vida tanto como tú, y ame los libros tanto como tú, agárralo o agárrala y cásense. Es muy bueno, ¿no? Ja, ja. ¡La vida es maravillosa!

La razón por la que mis libros son populares es porque soy alguien que ama y mis trabajos son poéticos. Yo no sabía que estaba haciendo poesía, pero lo hago. Al centro de mis libros está el regalo de la vida, está ese día, cuando tenía 12, y descubrí que estaba vivo. Cuando la gente toca mis libros, ellos viven. Es el regalo que les doy, y quiero que ellos los saquen de la biblioteca y los lleven de vuelta, así una y otra vez. Ama lo que haces y haz lo que amas. No escuches a nadie que te diga lo contrario. Tu imaginación debe ser el centro de tu vida. La fantasía al centro de tu vida. [Eso creo y por eso mi epitafio debería decir] Aquí yace Ray Bradbury quien amó la vida por completo.

*Transcripción del video realizado por el National Endowment for the Arts, para promocionar The big read, campaña en favor del libro y la lectura.
Traducción de Elisa Montesinos.

lunes, 26 de octubre de 2009

Páginas sin papel

2009-10-26
Milenio
Xavier Velasco

La máquina de leer

Llegó en un poco menos de cuarenta horas. Venía muy bien empacado, en una caja de cartón que se dejaba abrir al jalar de una tira con la frase Once upon a time… Por más que uno lo hubiera visto de perfil en las fotos, cuesta trabajo no dejarse impresionar por su grosor y peso. Menos de un centímetro, menos de trescientos gramos. Había en la pantalla un leyenda que supuse impresa en el plástico protector, hasta que conecté el aparato a la corriente y entendí, con el pasmo de un súbito idólatra, que así era la escritura sobre la pantalla. Diáfana, por decir lo menos. Sin luz detrás. Sin brillo ni reflejo. Por alguna razón, atribuible tal vez al fetichismo propio de quien tiene en las manos su primer Kindle y sospecha que nada volverá a ser igual, hice a un lado las instrucciones de papel y me fui sobre el texto digital, toda vez que no había otro libro en la memoria y nada quería más que probar la experiencia.

Fui ajustando el tamaño de la letra y aprendiendo a exprimir el diccionario conforme me dejaba apabullar por las funciones del artefacto, hasta que resolví comprar el primer libro. Según había leído en la publicidad de amazon.com, podría bajar mi compra en no más de sesenta segundos y lanzarme a leer de inmediato, sin otra conexión que la del Kindle. Una vez que he bajado mi primer libro —dos minutos y medio, reloj en mano— descubro que hay un cargo extra por no haberlo bajado con la computadora, pero igual me consuelo calculando qué tanto habría pagado por el envío del libro físico. Qué expresión redundante: libro físico. Teóricamente, me bastaría con llamarlo libro, pero no estoy seguro de que sea lo mismo. Tampoco me acomoda la ñoñería de llamarlo e-book o libro electrónico. Es decir que me acabo de comprar un libro que no sé si es un libro, y ni siquiera acabo de asumir que es mío (la portada es horrible: plastas en gris y negro en lugar de los rojos originales). Según el contador, no he llegado siquiera al 10 % del volumen cuando me veo a merced de la maquinita, presa de alguna rara fascinación obstétrica, donde el texto se me abre como un microorganismo en un portaobjetos.

¿Soborno del demonio?

He comprado un archivo electrónico al que puedo manipular con la arbitrariedad y precisión que el papel no permite imaginar, donde nada está fijo y el número de folio ha sido reemplazado por una cifra de cuatro dígitos, amén del porcentaje de texto recorrido. Si quiero consultar el diccionario, no tengo más que empujar el cursor hasta el inicio de la palabra buscada. Y si he olvidado algún detalle relativo entre lo ya leído, la máquina permite rastrear cualquier palabra o una frase a lo largo del libro entero. En segundos sabré dónde y cuándo aparece esa idea. La puedo subrayar, añadirle una nota, borrarla después. Aún bajo los efectos del resquemor, me pregunto si es sano que uno como lector tenga semejante control sobre el libro que lee, pero apenas descubro que he olvidado el significado de una siglas, me apresuro a buscarlo y en un tris ya releo el primer párrafo donde esas siglas aparecieron. Dos segundos más tarde, regreso a mi lectura. Más que servirme, temo todavía, este artilugio me va a echar a perder.

Nadie es del todo ajeno al poder corruptor de una pequeña máquina diabólica. Y he aquí que para terminar de ensimismar al tripulante, el Kindle es asimismo un reproductor de música en mp3. Sirve, por tanto, para los audiolibros. Lee, al final, todos los archivos de texto. Pues al cabo la máquina del diablo no es mucho más que un mero disco duro donde teóricamente hay espacio para unos mil quinientos libros. O menos, por supuesto, si se le cargan archivos en audio: eso mismo que antes se almacenaba en discos de vinilo negro, y hasta donde recuerdo tenía valor y precio.

Me pregunto, no bien conecto el Kindle a la computadora y atraganto de música la carpeta indicada, si de aquí a diez años el dueño de una máquina de leer encontrará sensato comprar un libro, o asumirá que son todos gratuitos y desechables, como esos cientos de canciones que ha bajado de la computadora de quién sabe quiénes y cualquier día borrará sin haber escuchado.

El papel del papel

En un principio, el Kindle funcionaba solamente en Estados Unidos. A tres días de su lanzamiento internacional, amazon.com anunciaba ya un éxito en tal modo rotundo que su precio bajó de 279 dólares a 259. Para estos momentos, ya los primeros compradores recibimos, no sin algún asombro divertido, una bonificación de veinte dólares en la tarjeta de crédito. Semejante mensaje de juego limpio no será suficiente para perder el miedo a que el librito mágico se transforme en la biblioteca del pirata, pero sin duda alcanza para amistarse más y mejor con la librería.

Escribo estas palabras a unas horas de terminar la lectura de The Killing Of Reinhard Heidrich. Más que leerlo, he peinado el libro. Fui adelante y atrás cuantas veces sentí la comezón y me rasqué cuanto me fue preciso. Fechas, nombres, operativos, batallas. Si un día quisiera consultar algún dato, me tomaría menos tiempo que un par de clicks en Google. Pienso en esta y otras ventajas evidentes, no sé si indispensables, todavía bajo el influjo de la pantalla-página con poderes digitales, pero ya abro las hojas de un libro de papel y respiro de nuevo, por más que encuentre la letra muy pequeña y el fondo amarillento. Manosear el papel me tranquiliza, pero es verdad que pronto compraré mi segundo libro electrónico, todavía bajo la vigilancia de un pelotón de suspicacias atávicas. No estoy aún seguro de hacer la misma cosa cuando leo en el Kindle que al sumergirme en un pedazo de papel, pero ya no querría renunciar a la prótesis. No sé dónde ni cómo, pero presiento que algo se acaba de romper.

Rebeldía

26 de octubre de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Rebeldía es una palabra que en la actualidad despierta escasas pasiones, pero si sus raíces son genuinas tampoco nos permite la indiferencia. Es una palabra excedida de sentido, ridiculizada por los medios y despreciada por quienes conciben el progreso no como una suma de rupturas, sino como una labor paciente y continua. Aun así, estoy seguro de que una vida que no ha sufrido o proclamado rebeliones íntimas o sociales vale más o menos lo mismo que un pepino.

Mi candor no me lleva a creer que la prudencia o la sensatez son virtudes menores, pero si uno nunca experimenta el deseo de rebelarse contra una injusticia o una opresión, entonces es que se ha convertido en santo y es la peana de un oratorio y no la sociedad su verdadera morada.

Joseph de Maistre, quien ha pasado a la historia como un filósofo conservador y pesimista y para quien las ideas de la Ilustración debían ser tamizadas por una fina y amarga mirada, escribió: “El hombre debe obrar como si lo pudiera todo y resignarse como si no pudiera nada”. Detrás de la rebelión está el fracaso y el hombre romántico se rebela, porque en su más profunda intuición sabe que ha perdido de antemano la batalla.

Lo que diré ahora sonará a un dislate, pero si el conocimiento de la historia nos ofrece alguna certeza es que los rebeldes fracasan de antemano. Y lo hacen porque el sentido de la rebeldía no se complace con la obtención de ciertos fines o propósitos, sino que encarna un malestar continuo que da vida desde la conciencia de la muerte. No creo que la rebeldía se aprenda en los libros, sumándose a una doctrina o practicando diariamente principios morales. Por el contrario, se expresa en un deseo de liberación que viene unido a la razón y al carácter de la persona misma. El fracaso es lo de menos en las guerras que uno comienza contra lo que nos oprime. La cuestión es dar la pelea para saber en qué consiste el vivir en sociedad. Y para que no se me considere un lector ferviente y tardío de J. G Hamann, lo cual no me molestaría en absoluto, pondré como muestra lo que me inspiran los rebeldes de cartulina que han poblado el país en que vivimos.

Los sindicatos, que tendrían entre sus funciones esenciales la de rebelarse contra las injusticias laborales de las que suelen ser objeto, los obreros, no son más que sistemas a escala de privilegios. Los líderes no practican los principios de equidad económica elementales, hacen sus propios negocios y acumulan fortunas inmensas, mientras que los obreros buscan colarse a la burocracia sindical para ascender en sus puestos y obtener por complicidad lo que deberían conseguir por medio del derecho. No añado nada nuevo a esta escena que conocemos de memoria y me repele que a los sindicatos mexicanos se les conceda la virtud de la rebeldía cuando encarnan justamente lo contrario.

Max Horkheimer se equivocaba al afirmar que son necesarios determinados acontecimientos para cambiar la vida de un hombre de manera irreparable y disponerlo así para traspasar las fronteras o los límites de su vida cotidiana en pos de una vida mejor. ¿Qué otro acontecimiento más adecuado para rebasar las “fronteras” que presenciar el enriquecimiento material de los líderes o la degradación en casi todos los sentidos de la vida de un trabajador que no se encuentra bendecido por la burocracia sindical? Y, sin embargo, no pasa nada.

La referencia a los sindicatos es sólo una muestra de cómo la rebeldía transformada en institución se disuelve en su contrario: la conservación del estado de cosas. Y para recibirme como un conservador acudiré a otra frase de Joseph de Maistre que creo viene bastante bien a cuento: “No hay un instante en que una criatura no esté siendo devorada por otra. Y sobre todas estas numerosas especies de animales está colocado el hombre, y su mano destructora no perdona nada que viva”. Pues es precisamente en este campo pesimista donde la rebeldía tiene aún sentido. Sé que fracasaré en mi intento por sacudirme a los tiranos de cualquier escala, pero lo intentaré todo el tiempo. Y cuantas veces tenga que rebelarme ante lo que considero una guerra perdida lo haré con más entusiasmo.

Dijo Camus que el pensamiento rebelde no puede prescindir de la memoria, pero en estos tiempos absurdos la memoria no importa más que la indignación. Quizá pierda todas las peleas, pero al menos no me van a vender en el mercado como a un pepino.