viernes, 26 de abril de 2019

Estandartes de José Luis Martínez

Otoño/2018
Luvina
Adolfo Castañon

I
Durante casi veintidós años (1980-2002), José Luis Martínez Rodríguez (1918-2007) dirigió la Academia Mexicana de la Lengua. Fue el decimocuarto director, y desde el 6 de noviembre de 2002 fue designado director honorario perpetuo, cargo que ocupó hasta su muerte (22 de marzo de 2007). Sucedió en la silla número 3 a don Antonio Mediz Bolio. Cuando fue elegido, el 11 de abril de 1958, todavía estaba vivo y era director su maestro Alfonso Reyes. A esas alturas, éste ya había sufrido varios «avisos», como decía él mismo, refiriéndose a los infartos, y no ignoraba que sus días estaban contados. Martínez tomó posesión el 22 de abril de 1960. El proceso de su elección fue prolongado y no dejó de presentar ciertas dificultades. Como recuerda su hijo Rodrigo Martínez: «El 17 de mayo de 1957 Alfonso Reyes fue electo director de la Academia Mexicana (de la Lengua)».  Una de las primeras cosas que hizo como director fue promover el ingreso de Rodolfo Usigli y de José Luis Martínez; a Usigli lo propusieron Isidro Fabela, Jesús Guisa y Azevedo y Antonio Castro Leal; Martínez a su vez fue promovido por Octaviano Valdés, Francisco González Guerrero y Antonio Gómez Robledo. Lo conflictivo del proceso y las intrigas suscitaron en Alfonso Reyes no poco desencanto:
Es increíble hasta qué punto se ha exacerbado el «sentido electoral» en la Academia, y en El Colegio Nacional. Me incomoda en ambos la efervescencia de intriguillas en tal sentido, en pro o en contra de José Luis Martínez y de Usigli allá, y para tratar cuanto antes ([Leopoldo] Zea) de sustituir a [Eduardo] García Máynez, probable futuro miembro del Colegio. Lo de la Academia es increíble. Antes nadie pensaba en ella. Ahora es algo feroz. Tal parece que mi advenimiento la hubiera prostituido.
Asentó don Alfonso en su Diario el domingo 9 de junio de 1957. Y unas semanas después apuntó, el viernes 28 de junio, lo sucedido la víspera:
Tarde; sesión feroz Academia. Quedan tres candidatos: José Luis Martínez, Rodolfo Usigli y Al Teja Zabre. En vista de los incidentes e indiscreciones de la prensa, tal vez se retirará José Luis voluntariamente; se aceptó la extraterritorialidad para Usigli, por ser diplomático en funciones. Se aplazaron las elecciones hasta 9 de agosto. Viene a la Capilla Alfonsina José Luis Martínez y me dice que prefiere renunciar a su candidatura: es verdad. ¡Pobre José Luis! Me hace buenas rectificaciones a varias páginas de Resumen de la literatura mexicana.
Habían circulado varios artículos de periódico donde los asuntos internos de la Academia fueron ventilados en público —una práctica ciertamente desleal por parte de quienes propiciaban las filtraciones, aunque sintomática del interés público de lo que se deliberaba en la corporación. Entre los que rechazaban la postulación de Martínez se encontraban Jesús Guisa y Acevedo, Carlos Millán, Antonio Castro Leal e Isidro Fabela, quienes estaban a favor de la candidatura de Usigli; el más tajante fue el autor de Me lo dijo Vasconcelos (1965), alguna vez partidario de los cristeros, formado en Lovaina, caracterizado por su identificación con las causas conservadoras, como sugieren sus títulos Doctrina política de la reacción (1941), Hispanidad y germanismo (1946), Los católicos y la política (1952), «quien declaró que la Academia no podía recibir a José Luis Martínez porque no era escritor». Desde luego, el razonamiento del católico no se sostenía, pues grandes académicos como el mismo Joaquín García Icazbalceta habían sido más bien historiadores y bibliógrafos. Por supuesto, Alfonso Reyes siguió defendiendo a su discípulo y finalmente la candidatura salió adelante, gracias al apoyo de Agustín Yáñez, Jesús Silva Herzog, Mauricio Magdaleno y José Rojas Garcidueñas.  Finalmente, el viernes 11 de abril de 1958, José Luis Martínez fue electo por veintitrés votos. No se puede dejar de reconocer que esta elección provocó en la Academia casi un cisma, la puso en una situación de fragilidad y amenazó con dividirla. Quizás eso explica por qué la ceremonia de ingreso formal de Martínez se haya retrasado casi dos años, hasta el 22 de abril de 1960.
El discurso de ingreso de don José Luis Martínez se tituló «De la naturaleza y carácter de la literatura mexicana». Dice su hijo Rodrigo que la idea del discurso le había sido sugerida diez años antes por Octavio Paz. Aunque no lo desmiento, me parece notable y afortunada la coincidencia de que el título y el tema del discurso de Martínez se hayan hecho eco de una obra del peruano José de la Riva Agüero, publicada en Lima a principios de siglo: El carácter de la literatura del Perú independiente (1905). Las ideas del peruano tal vez tuvieron algún ascendiente en la conferencia de 1913 de Pedro Henríquez Ureña sobre «Don Juan Ruiz de Alarcón» y el carácter mexicano. No se puede descartar que Martínez, quien en ese momento era embajador en Perú, haya tenido conocimiento allá de ese texto precursor. Como quiera que sea, el dominicano escribió sobre José de la Riva Agüero en 1914. Las ideas de Martínez se daban como una recapitulación y un programa, a la vez crítico y editorial. Cito un fragmento del texto de don José Luis Martínez:
Advirtamos, en este pasaje tan perspicaz, que Riva Palacio se refiere en general a «nuestro carácter» y luego alude en particular a los cantos rurales y a la música de los salones; no se refiere, pues, a la literatura, pero sí precisa, respecto al carácter peculiar del mexicano, tres notas que luego tendrán larga fortuna: la melancolía, el tono menor y el ambiente crepuscular.
      En 1913 Pedro Henríquez Ureña pronuncia en la Ciudad de México una famosa conferencia dentro de un ciclo sobre cultura mexicana organizado por Francisco Gamoneda en la Librería General; es la conferencia acerca de Don Juan Ruiz de Alarcón dedicada a probar magistralmente el mexicanismo del dramaturgo. Y uno de los mejores argumentos de Henríquez Ureña viene a ser precisamente el reconocer en la obra alarconiana las notas que considera distintivas de la poesía mexicana, y que apunta con sobria elegancia en un pasaje ya clásico de nuestra crítica literaria: «Como los paisajes en la altiplanicie de Nueva España, recortados y acentuados por la tenuidad del aire, aridecidos por la sequedad y el frío, se cubren, bajo los cielos de azul pálido, de tonos grises y amarillentos, así la poesía mexicana parece pedirles su tonalidad. La discreción, la sobria mesura, el sentimiento melancólico, crepuscular y otoñal, van concordes con este otoño perpetuo de las alturas, bien distinto de la eterna primavera fecunda de los trópicos: este otoño de temperaturas discretas que jamás ofenden, de crepúsculos suaves y de noches serenas». 
      La novedad de este pasaje del ilustre crítico dominicano es que se refiere explícitamente al carácter de la poesía mexicana y que propone una natural relación, una liga profunda, entre la tonalidad distintiva de nuestra poesía y los tonos grises y amarillentos del paisaje de la altiplanicie. Por otra parte, las notas apuntadas son sensiblemente las mismas que treinta años antes señalara Riva Palacio, aunque se hayan afinado algunos de sus conceptos.
Un año más tarde, José Luis Martínez aparece certeramente retratado por la mirada de Salvador Novo en la reseña que hizo el 4 de noviembre de 1961 de la serie de conferencias organizadas por el inba sobre «El trato con escritores» —lema que Martínez guardaría como emblema para intitular su antología personal más importante:
Joven, aunque no tanto como García Terrés, es ahora embajador de embajador de México en Lima. Sus amigos reconocían que había resuelto a tiempo estudiar para Alfonso Reyes, y que iba en segundo año de esa laboriosa carrera. Es sobre todo el siglo xix mexicano el que ha estudiado con mayor asiduidad. Y es de suponer que impregnado en las características de sus escritores: sus Rivas Palacios, Prietos, Sierras, etcétera, hábiles políticos a la vez que literatos, ha hecho con firmeza y con discreción una carrera que, en lo literario, le ha llevado a vencer los obstáculos numerosos que se opusieron a su ingreso en la Academia; y en lo político, a convertirse en diputado primero, y enseguida en embajador.
II
En 1960, don José Luis Martínez (cuyo signo astrológico era Capricornio, signo de tierra en el horóscopo convencional y signo de Serpiente en el horóscopo chino, también signo de tierra) contaba con cuarenta y dos años; ya había publicado más de diez títulos: Elegía por Melibea (1940), Poesía romántica (1941), El concepto de la muerte en la poesía española del siglo xv (1942), La técnica en literatura (1943), Panorama cultural del mundo antiguo (1944), Situación de la literatura mexicana contemporánea (1948), Literatura mexicana. Siglo xx (1949-1950), Los problemas de nuestra cultura literaria (1953), La emancipación literaria de México (1955), La expresión nacional (1955), Problemas literarios (1955), El ensayo mexicano moderno (primera edición, 1958), entre otros. Entre 1960 y 1980 dio a la estampa, siendo académico de número, Las letras patrias. De la época de independencia a nuestros días (1960), De la naturaleza y carácter de la literatura mexicana (1962), Unidad y diversidad de la literatura latinoamericana (1962), Nezahualcóyotl: vida y obra (1972).
La extensa gestión de Martínez como director entre 1980 y 2002 coincide con la publicación de El Códice Florentino y la historia de Sahagún (1982), Pasajeros de Indias (1983), Origen y desarrollo del libro en Hispanoamérica (1984), Hernán Cortés. Documentos cortesianos (1990), La obra de Agustín Yáñez (1991), El mundo privado de los emigrantes en Indias (1992), Guía para la navegación de Alfonso Reyes (1992), Recuerdo de Lupita (1996). A estos tres periodos los recorren significativas líneas de continuidad cuyos ejes son la teoría y la historia literaria, la edición y el comentario de obras de la literatura mexicana, la historia y la historiografía, y los textos de índole más personal como Bibliofilia (2004), que es en cierto modo una visita por dentro al proyecto bibliotecario y editor de José Luis Martínez y una miniaturización de su itinerario. El libro o libros sobre Hernán Cortés merecen lugar aparte. José Luis Martínez no sólo publicó, por un lado, una vida del conquistador y por el otro un conjunto de documentos en parte inéditos, en parte editados. Cada una de las líneas de la biografía de Hernán Cortés está respaldada, afinada, contrastada, cotejada con el corpus de documentos anexos. Esto explica el valor de esta obra que por ese solo motivo sigue siendo vigente y no ha sido superada. El capítulo sobre el juicio de residencia es una contribución de primer orden a los estudios cortesianos. De hecho, en la historia de la literatura mexicana sólo habría un proyecto que podría compararse con el de Martínez: la biografía Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe (1982), de su amigo y compañero Octavio Paz; ambas tienen en común la voluntad de aproximarse de manera rigurosa y a la vez novedosa a figuras clave y a la par incómodas de la cultura nacional. Por cierto, uno de los pendientes que conversé en persona con don José Luis Martínez acerca de la reedición futura de la obra completa de Sor Juana Inés de la Cruz previamente hecha por Alfonso Méndez Plancarte para el Fondo de Cultura Económica es el de hacer un corpus de documentos sorjuanísticos para respaldar las obras de la monja poeta.
La gestión de Martínez como director de la Academia coincidió durante algunos años con su ejercicio como director del Fondo de Cultura Económica. Desde esta institución, el infatigable Martínez pudo llevar adelante una agenda muy precisa relacionada con ciertas cuestiones asociadas donde convergían la historia de la literatura mexicana con los intereses de la Academia Mexicana de la Lengua. Alguna vez oí decir que Martínez no trabajaba como una hormiga sino como un ejército de hormigas. Era cierto. ¿Cómo explicar la reedición de las más de cincuenta revistas literarias mexicanas modernas que se realizaron en el fce por su iniciativa generosa y heroica en más de un sentido? No sólo tuvo que abrir las puertas de su propia casa en la calle de Rousseau número 53, sacar las revistas de los estantes o de las cajas para que fuesen abiertas en las mesas de la editorial los números de Gladios, La Nave, Contemporáneos, El Maestro, Letras de México, El Hijo Pródigo, Rueca, Examen, Monterrey, Pegaso, Bandera de Provincias y Taller Poético, entre las más notables. La iniciativa no dejaba de tener su audacia. Había que vencer las reticencias de los abogados y contralores que fiscalizaban los derechos de autor respectivos y eventualmente pasar por encima de ellos. Del otro lado, también era necesario vencer el escepticismo del aparato comercial que pensaba que el proyecto no tenía ningún futuro y que las revistas reeditadas se quedarían en el almacén y no se venderían. ¡Pobrecitos vendedores: se equivocaron! Actualmente todas están agotadas. La iniciativa de Martínez se dio en un contexto muy particular, en el que el interés por la vida literaria expresada en las revistas en el mundo floreció con las reediciones en España de Revista de Occidente, Hora de España, Cruz y Raya y otras más, pero ese momento milagroso se fue perdiendo con el advenimiento de los nuevos medios electrónicos y el espejismo de que dichas revistas podrían tener un albergue digital. No siempre sería así.
Como he dicho, tuvo la fortuna José Luis Martínez de que su dirección de la Academia entre 1980 y 2002 coincidiera durante dos años magnéticos con la dirección del Fondo, entre 1977 y 1982. Esta sincronía fue por demás feliz, tanto para la Academia como para el Fondo y la literatura mexicana, y desde luego para el mismo Martínez. Dos ejemplos: uno, la reedición de las revistas mencionadas y, dos, la publicación de la Rethórica cristiana, «el primer libro de un mexicano impreso en Europa». El ejemplar lo compró a su amigo el diplomático y poeta Neftalí Beltrán, el 1 de enero de 1978. Martínez se empeñó en que se tradujera del latín, y aunque quería que la obra estuviese lista para el cuarto centenario de la publicación de la obra, en 1979, en coedición con la unam, fue publicada diez años más tarde. Esto se explica, pues la traducción requirió la formación de un equipo de latinistas conformado por el padre Palomera y por Tarsicio Herrera, entre otros. La Rethórica cristiana se publicaría finalmente en 1989. Tengo el buen recuerdo de haberle llevado a Tarsicio Herrera, a su domicilio en la colonia San Miguel Chapultepec, uno de los primeros ejemplares de su obra.
Martínez no sólo cuidó que se reeditaran los facsimilares de esas revistas. También se ocupó de que las obras mismas de ciertos escritores clave estuviesen disponibles y a la mano. Tal fue el caso de las obras de Ramón López Velarde, Alfonso Reyes, Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen y Manuel Gutiérrez Nájera, entre otros. Es cierto: no estaba solo. Tenía a su lado a su amigo Alí Chumacero. Y, atrás en el tiempo, la inspiración de maestros como Agustín Yáñez, con quien inició la tarea de la edición de las obras completas de Justo Sierra. No estaba solo, formó parte de ese intenso movimiento editorial que, durante el proceso constructivo de la Revolución mexicana, congregó a editores como Daniel Cosío Villegas, fundador del fce; su compañero de generación Leopoldo Zea, editor de numerosas obras de la literatura hispanoamericana; sus amigos Juan José Arreola, María del Carmen Millán y Sergio Galindo, quienes editaron colecciones como Los Presentes y Cuadernos del Unicornio, sepSetentas, o la editorial de la Universidad Veracruzana. José Luis Martínez no estaba solo: formó parte de esos urbanistas de la cultura mexicana contemporánea a través de sus bibliotecas. Gabriel Zaid llamó a don José Luis Martínez curador de las letras de México; yo preferiría llamarlo urbanista. No estaba solo; hacia delante también lo seguían algunos discípulos. Menciono en primer lugar a Felipe Garrido.
Durante los años de su dirección al frente de la Academia, la corporación se enriqueció con las presencias de Salvador Elizondo, Gonzalo Báez Camargo, Tarsicio Herrera, José Pascual Buxó, Clementina Díaz y de Ovando, Carlos Montemayor, Arturo Azuela, Fernando Salmerón, Héctor Azar, Gabriel Zaid, Leopoldo Solís, José Rogelio Álvarez, Guido Gómez de Silva, Margit Frenk, Eulalio Ferrer, José G. Moreno de Alba, Ernesto de la Peña, Luis Astey, Ramón Xirau, Salvador Díaz Cíntora, Esteban Julio Palomera, Gonzalo Celorio, Margo Glantz, Jaime Labastida, Enrique Cárdenas de la Peña, Mauricio Beuchot, Gustavo Couttolenc, Elías Trabulse, Ruy Pérez Tamayo, Vicente Quirarte, Felipe Garrido, Adolfo Castañón. Ingresaron como correspondientes Manuel Alvar, en Madrid; George Baudot, en Toulouse; John Stubbs Brushwood, en Kansas; Boyd G. Carter, en Texas; Luis González y González, en Zamora, Michoacán; Irving A. Leonard, en Virginia; Zaïtzeff Serge I., en Canadá; Herminio Martínez, en Guanajuato; Rafael Montejano, en San Luis Potosí. Como académicos honorarios ingresaron Octavio Paz, Antonio Alatorre y Carlos Fuentes. José Luis Martínez respondió, siendo director, dos discursos: uno a José Rogelio Álvarez y el otro a Adolfo Castañón. Otro discurso que respondió fue a Salvador Elizondo, siendo miembro de número, el 23 de octubre de 1980, dos meses antes de tomar posesión. Debe señalarse que, durante la gestión de José Luis Martínez, fue designada como secretaria de la corporación, por primera y única vez hasta ahora, una mujer: su amiga, la historiadora de la literatura María del Carmen Millán.
Con José Luis Martínez se inició el proceso de modernización que continuaría con José G. Moreno de Alba, y ahora con don Jaime Labastida. Durante su gestión se realizó el valioso Índice de mexicanismos, proyecto aprobado por Conacyt, que sería de algún modo la base sobre la cual se podrían desarrollar más adelante proyectos como el Diccionario de mexicanismos de Guido de Silva, o el Diccionario de mexicanismos coordinado por Concepción Company Company. Durante su gestión se continuó la publicación de las Memorias y se hicieron obras sueltas de Mateo Alemán y José Rojas Garcidueñas. Pero sobre todo se hizo la edición de un libro indispensable, Semblanzas de académicos (2002). Esta obra incorporaría, de un lado, las semblanzas escritas por Alberto María Carreño en 1925, y del otro lado, incluiría las escritas por los académicos dirigidos y coordinados por Martínez. Participarían en la redacción veintinún académicos y tres correspondientes. No fue un trabajo fácil; el proyecto se inició para celebrar los ciento veinticinco años de la corporación en septiembre de 2000, pero sólo se pudo concluir en la primavera de 2002. Se debió a Gabriel Zaid la idea de sumar las semblanzas escritas por Alberto María Carreño en los tomos de 1945 y 1946 a las nuevas semblanzas escritas por los académicos contemporáneos. Esto planteó la circunstancia enriquecedora de que en muchos casos hubiera dos o tres redacciones sobre el mismo académico, pero finalmente pareció lo más adecuado, para dar un panorama completo compuesto por trescientas dieciséis biobibliografías de académicos en quienes se decanta y condensa la historia de la cultura literaria en México. De esas semblanzas, Martínez revisó todas y cada una y escribió veintiséis.
Esta tarea de crítico y editor, de coordinador, en el sentido fuerte de la palabra, hace ver que en Martínez había un sentido de la continuidad de la tradición literaria y de la ciudad de las letras. También comportaba un arte de vivir y convivir; de gobernar a la no siempre dócil grey académica. Martínez sabía restar y sumar, sabía multiplicar. Acaso los hilos conductores de estas acciones sean la amistad, la memoria, la lealtad a la raíz para hacer, de la tierra baldía, tierra fecunda: Tierra Nueva. De hecho, no se podría entender la figura de don José Luis si no se tiene presente que sus pasos los guiaba un fervor nacido del amor por las letras y su sentido. Ese hilo fervoroso atraviesa, desde el discurso que Martínez pronunció en nombre de Alí Chumacero al recibir el premio dado por la revista Rueca por el libro Páramo de sueños en 1944, hasta las cartas intercambiadas por Martínez con Alfonso Reyes y Octavio Paz. Me permito citar ese discurso para evocar aquí también al amigo y poeta cuyo centenario también celebramos este año. Leído ahora, el discurso de Martínez nos deja ver a contraluz la silueta del amigo que accede a hacerse cómplice de la timidez de su amigo, tanto como nos permite asomarnos al universo de valores compartidos por ambos.
Discurso de José Luis Martínez
Señoras y señores:
Mi amigo Alí Chumacero comparte, con dos o tres poetas más con quienes ha intimidado periódicamente al mundo de los hombres desprovistos de misión divina, la saludable creencia de la separación del poeta con la sociedad. Una convicción semejante enloqueció a Raskolnikov; pero otras han sido también el origen de memorables obras líricas y de insufribles personalidades. Con todo, no es éste el caso preciso del poeta cuya ausencia reemplazo; porque él ha tenido la prudencia de añadir, a esta constitución tiesa, un humor extraído proporcionalmente de la indolencia árabe que de algún modo le reclama y de su convicción invencible en la falta absoluta de importancia de cuanto ocurre sobre la tierra. A consecuencia de estas ideas, a cuantos hemos convivido con Alí Chumacero nos ha sido otorgado el don de asistir al espectáculo cada vez más raro de un hombre que sabe defender su persona de todas las cadenas para mantenerse, desvalido quizá, pero libre para reírse de los forzados y para entregarse, muy pocas veces cada año, al ejercicio secreto de la poesía; a consecuencia de estas ideas, también, el grupo de escritoras de la revistaRueca y las autoridades de la Biblioteca Benjamín Franklin, deberán contentarse esta tarde con entregarme a mí, a título de amigo más paciente de Alí Chumacero, el premio que el jurado invitado por dicha revista acordó conceder a su libro de poemas Páramo de sueños, por considerarlo la mejor obra de creación literaria publicada por autores jóvenes en el año de 1944.
A quien conozca la vida de Alí Chumacero y la obra literaria del mismo podrá sorprenderle, en principio, la notoria contradicción que entre ellas se advierte. Porque ¿cómo explicarse que, quien propaga por el mundo habitado la leyenda de sus noches tormentosas y de sus días destinados a organizar la fatalidad, pueda ser dueño aún de una de las inteligencias literarias más claras y de una de las sensibilidades poéticas más puras entre nuestros poetas jóvenes? ¿Cómo justificar que, quien no consiente norma alguna para su vida si no es la negación de todas, postule con tan grave convicción el deber de la obra literaria de organizar sus sueños con la severa e invisible arquitectura de una rosa y, más aún, nos ofrezca en su obra poética una lección intachable de su doctrina crítica? Los motivos de estas oposiciones quizá no sean otros que aquellos muy conocidos que indujeron a Dante, despreciado por Beatriz, a idealizar, que equivale a decir a realizar en su poema aquel amor que de hecho le rehuía sus mercedes; que arrastraron a Nietzsche, atropellado en su persona por la naturaleza, a proclamar el culto de los fuertes y que, más comúnmente, determinan a los adolescentes a escribir versos cuando no alcanzan el objeto de su deseo. Alí Chumacero, de manera semejante, contradice o rectifica su vida con su obra. Quizá, si él fuese uno más de tantos hombres que aceptamos nuestro destino en la sociedad, sus poemas buscarían un escape más o menos romántico hacia las selvas tropicales de la libertad; pero, como podemos advertirlo en su libro de poemas y en su ausencia del lugar en que le reemplazo, Alí Chumacero prefiere gastar su vida en todas las rebeliones y reservar para su obra ese continente puro y severo, ese páramo de sueños, al que hoy, con justicia, celebramos.
José Luis Martínez estaba siempre dispuesto a sacrificar su tiempo para brindarlo al amigo o para seguir en la senda de los proyectos acariciados por él. Otro ejemplo de ese oficio de la amistad es el capítulo poco conocido de José Luis Martínez durante su gestión como ayudante de gerente general de Relaciones Públicas y Servicios Sociales de Ferrocarriles Nacionales a cargo de Roberto Amorós (1914-1973), en la época de Adolfo Ruiz Cortines, puesto desde donde tendió la mano con discreta eficacia a Octavio Paz, Juan Rulfo y Emilio Uranga. Hay dos testimonios sobre Martínez en este puesto, uno de Paz y otro de Uranga. El primero es una carta de Paz a Martínez fechada en Nueva York el 22 de enero de 1957. Ahí el poeta toca el tema:
Como está visto que tus amigos siempre hemos de pedirte favores o abusar de tu generosidad, quiero darte una nueva molestia. ¿Gozo aún de la regia —no por ferrocarrilera menos real, en todos los sentidos de la palabra— dádiva mensual? Y en caso de ser así, ¿podrías enviarle el dinero a mi madre, y podría ir ella misma a recogerlo, a tu oficina? Ella te llamará (o tú puedes hacerlo, si quieres. Su teléfono está en el directorio, bajo el nombre de Amalia Paz —aquella vieja tía mía del álbum de poetas, de que te he hablado alguna vez).
El segundo es una carta que el autor del Análisis del ser del mexicano, que entonces andaba por Europa, le escribe al crítico literario, que a la sazón se desempeñaba en un alto puesto en Ferrocarriles Mexicanos: 

Carta de Emilio Uranga a José Luis Martínez
Emilio Uranga
Cité Universitaire
Maison du Mexique
9 Bd. Jourdan
Paris xive.
France
París, 23 de diciembre 1956
Sr. José Luis Martínez
Ferrocarriles Mexicanos
Bolívar 19
México D.F.
República Mexicana
Querido José Luis:
Un nuevo año que vuelve la página, un año más de vejez y un año más que caigo sobre ti, como mendigo en vísperas de Navidad, para suplicarte que la asignación con que me sostienes no me falte en los meses que vienen.
Es claro que, como siempre, no puedo apoyar mi petición en nada, sino que depende de tu buena voluntad y de tu generosidad. Pero ¿puedo dudar que seguirá amparándome?
Acabo de terminar un libro. El manuscrito estará ya, confío, en las manos de don Alfonso Reyes, pues se lo debo al Colegio de México y además me encantaría verlo publicado en sus colecciones. Su tema: Marx y la Filosofía, un estudio de los manuscritos parisinos de 1844. El estilo —salvo tu docto parecer— me parece popular y accesible para el público. Me gustaría ver qué opinas —o leer mejor— de mi «nueva tendencia». Se lo dedicaré a don Alfonso Caso, con quien, de paso por París, tuve una sabrosa plática.
Querido José Luis: te debo mi estancia en Europa. Sin tu ayuda no hubiera podido sobrevivir y además, con gesto de señor, me la has dado sin condiciones. Esto no lo podré olvidar nunca. Te suplico le transmitas al Lic. Amorós mi agradecimiento y le hagas ver que si en algo he podido mejorar quisiera poner a su servicio tal mejoría.
Confío estar pronto en México. Todo depende de que «ahorre» (¡ironía de pobre!) y reúna lo del pasaje. No te pido que me ayudes pues sería impudicia de mi parte. De santos me doy con que tu generosidad no me abandone y que con lo que me «asignas» pueda ir tirando hasta conseguir algo aceptable.
No sé lo que últimamente has hecho y escrito pero estoy seguro que como siempre será excelente. Mis calurosas felicitaciones de Navidad y de Año Nuevo. Lo mismo para el Lic. Amorós.
Con la confianza de saber pronto de ti me despido con un abrazo
[Firma]
Emilio
La carta de Uranga a Martínez no había sido escrita para salir del paso. Lo prueba el hecho mismo de que el corrosivo filósofo le escribiera en estos términos a su amigo Luis Villoro:
Cuando yo era muy joven, José Luis tenía fama por ser el hombre que se dedicaba a doctorarse de Alfonso Reyes. Se preparaba conscientemente a la sucesión, como brillante crítico literario. Pero José Luis es demasiado auténtico y él mismo comprendió cuánto había de falso en esa tendencia y cambió de rumbo. Mucho tiempo no lo entendí e inclusive, frente a Zea, me aparecía que representaba la consagración de un fracaso.  Ahora pienso al contrario. José Luis es un elemento constructivo, un positivo, y no un negativo, mientras que el empresario de los perritos amaestrados del Hiperión, el historiador de las ideas, es el negativo.
Otro ejemplo notable de esta brújula de la amistad es la edición de parte de la correspondencia entre Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes (1897-1914) que hizo Martínez haciéndose eco de las conversaciones sostenidas con éste. Vale la pena citar algo de la introducción de ese epistolario.
Una buena correspondencia es el resultado de la reunión de factores favorables: el hábito de escribir cartas, el alejamiento circunstancial de los amigos que sustituyes con este recurso a la conversación, y el hecho de que tengan cosas interesantes que decirse y las escriban bien. Así ocurrió en la Antigüedad y en el mundo moderno, y sigue ocurriendo en la época actual, a pesar de las competencias de otros medios de comunicación más fáciles.
Estas circunstancias propicias para la correspondencia se dieron en la relación entre Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña. Una vez establecida su amistad, pocos años más tarde ambos tuvieron que seguir rutas diferentes que sólo les permitieron coincidir en breves periodos; ambos tenían el hábito de escribir largas cartas, y ambos se hicieron en el camino notables escritores, con renovadas materias intelectuales que debían comunicarse y discutir, además de cuestiones personales, lo que da un vivaz y cambiante interés a sus cartas. 
iii
José Luis Martínez escribía con pluma Bic. No tenía máquina de escribir. Redactaba, según me recuerda Rodrigo, en blocs chicos para las notas y de tamaño mediano para los textos. La letra de don José Luis era regular. Estaba bien dibujada. Ni era la escritura abierta, suelta, a veces caprichosa de Rubén Darío o de Alfonso Reyes, ni la grafía de pata de mosca de un Jorge Luis Borges, ni la escritura cerrada y a veces atormentada de Pedro Henríquez Ureña o de Emilio Uranga. Era una escritura fluida y a la par cuidadosa, equilibrada, legible. Con ese hilo de carbón sobre el papel, más bien sobre las papeletas, Martínez iba dibujando sus fichas como si fuesen ideogramas de una caligrafía. Con esa letra suave pero firme iba encadenando los eslabones de su narrativa bibliográfica, de sus historias sobre libros, de sus cuentos arqueológicos. La obra de Martínez, como sabemos, consta de varios compartimentos: 1) los primeros ensayos sobre teoría y problemas literarios; 2) los ensayos sobre historia de la literatura nacional y sus autores en los siglos xix y xx; 3) sus estudios sobre Hernán Cortés, Bernardino de Sahagún y el siglo xvi y la Colonización en América; 4) sus escritos más personales y misceláneos, como Bibliofilia y Lupita, el tributo luctuoso sobre su finada esposa.
A Aldous Huxley, un autor que leyó intensa y atentamente durante su juventud y a quien le dedicó un «copioso» ensayo, no le hubiese disgustado el cuento de un joven lector y escritor que coleccionaba revistas y que años más tarde, siendo ya un hombre maduro, se dio el lujo de reeditarlas, para alegría de los que habían sido traducidos a la otra orilla o se habían ido ya a ella, y para educación de los lectores nuevos. A Huxley le hubiese divertido este paso peligroso del autor que se vuelve actor y luego empresario o editor, ya no sólo de sí mismo, sino de su generación. Generación: palabra clave. Martínez fue un orgulloso y celoso estandarte de su generación, entendida en el sentido más amplio. Plural felicidad la de José Luis Martínez, que pudo reeditar las revistas de sus maestros, de sus contemporáneos y del archipiélago del cual él mismo formó parte. Plural felicidad del que pudo hacer los libros soñados por sus maestros.

      Alfonso Reyes y José Luis Martínez, Una amistad literaria. Correspondencia 1942-1959, Fondo de Cultura Económica, México, 2018, pp. 88-89.
      Diario  de Alfonso Reyes, vol . vii, citado por Rodrigo Martínez Baracs, p. 575.
      Ibid., pp. 581-582. ar, Resumen de la literatura mexicana. Siglos xvi-xix, Archivo de Alfonso Reyes (Serie C, Residuos, 2), México, 1957, 66 pp.
      Carlos Vargas, citado por Fernando Curiel en el Diario, vol. vii, p. 612.
      Diario de Alfonso Reyes, vol. vii, citado por Rodrigo Martínez Baracs en «Estudio preliminar», p. 91.
      Salvador Novo, La vida en México en el periodo presidencial de Adolfo López Mateos, t. ii, col. Memorias Mexicanas, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1998,   p. 187.
      «Discurso de José Luis Martínez», Letras de México, 1 de enero de 1946, p. 196.
      Octavio Paz y José Luis Martínez, Al calor de la amistad. Correspondencia 1950-1984, edición de Rodrigo Martínez Baracs, Fondo de Cultura Económica, 2017, p. 20.
      Uranga tuvo relaciones ambivalentes de amistad, simpatía y antipatía con su amigo Leopoldo Zea, el discípulo preferido de José Gaos. Uranga escribió sobre Zea en «El pensamiento filosófico», en México: cincuenta años de revolución. IV. La Cultura, Fondo de Cultura Económica, México, 1962, p. 553. También compartiría con él espacios como por ejemplo en la revista alemana Mitteilungen, citada más adelante.
    Carta de Emilio Uranga a Luis Villoro, del 19 de julio de 1955.
    Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña. Correspondencia i. 1907-1914, edición de José Luis Martínez, Fondo de Cultura Económica, México, 1986, p. 9.

domingo, 17 de febrero de 2019

Federico Campbell: otros cuentos más allá de Tijuanenses

17/Febrero/2019
Confabulario
Julio Romano

En Xalapa, en 2010, al cabo de la presentación de Padre y memoria en la Feria Internacional del Libro Universitario de la Universidad Veracruzana, Federico Campbell dijo en una entrevista que había decidido dejar la ficción y que se dedicaría, en adelante, de lleno al ensayo. No sé dónde se haya publicado o transmitido esa entrevista; probablemente en medios locales o universitarios. Y no sé si esa declaración en particular se haya rescatado para la versión final. Tras aquella decisión, pues, después de Padre y memoria, de 2009, sólo apareció un libro ensayístico más de Federico Campbell: La era de la criminalidad, póstumo, en 2014.

Como esa entrevista, hay otras tantas de Federico Campbell dispersas en revistas y publicaciones muy probablemente de poco alcance, poca vida y poco tiraje. En una de ellas, este tijuanense comentó que le gustaba hacer colaboraciones para publicaciones de provincia, pues había cosas que era mejor dejar fuera de los grandes medios nacionales, y que además era una manera de contribuir a la descentralización de la cultura impresa, como lo fue su proyecto editorial La Máquina de Escribir.

¿Y su ficción? La última novedad de Campbell en ese terreno es “El hombrecito de Marlboro”, cuento incluido en la edición de 2008 de Tijuanenses —a la que también se añade “De caminos”, que había aparecido en Máscara negra y en la antología de cuento policiaco En la línea de fuego, preparada por Leobardo Saravia Quiroz para el Fondo Editorial Tierra Adentro—. Campbell se quejaba de esa edición: “Se me hace que los editores a veces no leen lo que publican”, dijo, pues su libro formó parte de una colección de thrillers.

Recuerdo, con cierta tristeza campbelliana, que al término de esa presentación en la Universidad Veracruzana, Federico Campbell no vendió un solo ejemplar de Padre y memoria. El caso es que, así como algunas entrevistas y ensayos, también hay ficciones de Federico Campbell dispersas. Su producción narrativa no se limita a sus cuentos y novelas publicados en libro: Todo lo de las focasPretexta o el cronista enmascaradoTijuanenses(que absorbió a su primera novela), Transpeninsular y La clave Morse.

Los que quizá sean los primeros textos narrativos publicados de Federico Campbell aparecieron en la revista Cuadernos del viento, fundada y dirigida por Huberto Batis y Carlos Valdés en 1960. En tres relatos tempranos, breves, obra de un escritor joven que da sus primeros pasos en el terreno de la ficción, quizá no sea posible observar todavía el dominio de las técnicas narrativas de las que haría gala una década después, con la publicación casi al hilo de sus dos primeras novelas. Su escritura es todavía pedregosa y, por momentos, poco fluida; no hay propiamente un desarrollo de anécdota o de personajes: más parecen ser estampas, bocetos publicados prematuramente en los que, sin embargo, pueden encontrarse sus primeras virtudes: la creación de atmósferas y la representación de conflictos internos.

Los títulos de dos de estos tres relatos dan cuenta de ello: “Dentro de los ojos” y “El solo”. En el primero de ellos puede leerse:


Igual que él mismo, porque nunca pudo integrarse con nadie ni con algo, abrió la puerta de su cuarto y se dedicó a dormir. Venía esperando este momento, a ratos nervioso por la locura del chofer y la inseguridad del vehículo, a ratos maniatado por el temor de voltear en cualquier lugar fijo. Pensó que el señor estaría cansado como él, agobiado de tantas vueltas de la Alameda a San Ángel, de tanto ir y venir sin encontrar nada nuevo. Eran veintiún días de espera, cada uno más prolongado que el anterior.


Estamos ante un hombre angustiado que no encuentra tranquilidad ni en el sueño, aunque nunca sabemos qué lo angustia tanto. “El solo”, menos agitado, es el retrato de un hombre aislado, que hablando consigo mismo encuentra la manera de matar el tiempo. El tercer relato, “Campo nudista”, es apenas una estampa, una instantánea: es la escena que percibe alguien que espía por una mirilla por apenas un segundo.

Las características identificables en estos relatos también impregnan “El olivo, el polvo”, publicado —documenta Arturo Texcahua— en septiembre de 1966 en el número 17 de la revista El rehilete, entonces dirigida por Carmen Rosenzweig, Elsa de Llarena y Carmen Andrade (y fundada en 1961 por Beatriz Espejo, quien la dirigió en su primera etapa). Sin gran acción narrativa, reaparece aquí el conflicto interno como motor de la historia y, sobre todo, un tema que poco a poco se convertirá en una de las principales preocupaciones de Campbell: la relación conflictiva con el padre. El cuento fue recuperado por la Revista de la Universidad de México en noviembre de 2014.
Hay en Cuadernos del viento otro relato suyo, que contrasta notablemente con toda su demás producción: “Infarto menguante”, narración experimental, homenaje y tributo a Remedios Varo, en la que el autor busca tejer un hilo narrativo entre varios cuadros de la pintora surrealista, que son tomados como escenas de una misma historia. Los viajes en paraguas que son barcas, la luna alimentada en una jaula, las frutas orbitando como planetas, los castillos lúgubres y otros motivos de Varo constituyen las escenas de una historia que, intencionalmente, avanza sin desarrollarse: como los cuadros entre sí, las secuencias del relato, salvo por la intervención de dos personajes recurrentes, resultan inconexas.

Campbell no volverá a salirse de los paradigmas del realismo sino hasta un episodio de Transpeninsular (2000) en el que dos tiempos se superponen sobre un mismo territorio. A mediados del siglo XX, el periodista Fernando Jordán emprendió un recorrido de norte a sur por la península de Baja California, para luego poner fin a su vida en La Paz. Casi medio siglo después, Esteban, el protagonista de la novela de Campbell, hace el mismo recorrido, pero en sentido inverso, en busca de sus huellas. Ambos se encuentran a mitad de la carretera Transpeninsular.

“El sol de la infancia”, aparecido en la Revista de la Universidad de México en 1968, clausura lo que podría llamarse una primera etapa temprana como narrador de Federico Campbell. Aquí no se encontrará todavía una anécdota plenamente desarrollada, sino que da la impresión de que Campbell sigue explorando paisajes interiores: más que un conjunto de acciones que constituyen una historia, el cuento retrata la vida de un hombre que, más allá de la edad madura, lidia en la casa de su infancia con su soledad y con el recuerdo (¿o la presencia?) de Milly, una niña o una adolescente que lo ronda, y que prefigura a la Beverly de Todo lo de las focas: ambas aparecen y desaparecen de súbito y tienen, por ejemplo, una especie de fascinación con las túnicas griegas. Se repiten aquí motivos presentes en “El olivo, el polvo”: el padre ausente y un olivo polvoriento. Aquí aparece por primera vez, explícita, Tijuana en la ficción de Federico Campbell.

De la narrativa breve campbelliana no se sabe nada más sino hasta 1982, con la plaquetteLos Brothers, integrada por dos de los cuentos que en 1989 se recogerían en Tijuanenses; y después de esta colección aparecieron otros tres cuentos suyos, en otra plaquette, quizá de muy limitada circulación y tiraje (del cual no hay mayormente información), bajo el título más bien cursi de Territorios sentimentales.

Estas colecciones pertenecen ya a un narrador que no sólo ha desarrollado un estilo propio, sino que domina más sólidamente su técnica narrativa. Aun cuando Campbell, en la dedicatoria que en una de las plaquettes de Territorios sentimentales le hace a Álvaro Cepeda Neri, define a los cuentos ahí contenidos como “de juventud”, se advierte en ellos más oficio que en los de la revista que primero le abrió las puertas como narrador, ensayista, traductor y poeta (hay también ahí un poema suyo: “No hablamos de nosotros”).

Dos de esos cuentos retratan relaciones amorosas enfermizas, y son muy similares entre sí. En el que da título a la plaquette y en “Metabolismo de la pasión” se utiliza el diálogo como único recurso narrativo. “Territorios sentimentales” recupera las conversaciones que tienen un hombre y una mujer en diversos momentos críticos de su vida de pareja, plenas de reproches, ruegos, descalificaciones, abandonos. En “Metabolismo de la pasión”, el protagonista escucha sin interrumpir, de voz de su interlocutor, cómo fue traicionado por él.
El tercero, “Octavia” (u “Ottavia”, según un podcast de Difusión Cultural de la UNAM, leído por Juan Stack), da cuenta del idilio de juventud que vivieron el narrador de la historia y la joven cuyo nombre da título al relato, desde el enamoramiento hasta la separación, viaje en tren mediante, casi inevitable en plena posguerra. Este cuento también constituye de alguna manera una rareza en la narrativa campbelliana, en tanto está ubicado en Bergün, Suiza: quizá sea el único relato de Campbell cuya acción transcurre fuera de territorio mexicano. En él parece haber influencia de Cesare Pavese, en especial de aquellos relatos en que rememora la vida adolescente, las últimas aventuras de juventud, el inicio de la madurez, el primer contacto con la realidad más dura y las primeras decepciones. Consta que Pavese fue lectura de juventud de Campbell: hay, en Cuadernos del viento, un ensayo del tijuanense sobre el piamontés.

“Octavia”, precisa Óscar Mata, ya había aparecido en julio de 1964 en el número 3 de la revista Mester, producto del taller literario de Juan José Arreola, junto con otro cuento suyo titulado “Las uñas mordidas”.
Los vericuetos de la cuentística de Federico Campbell terminan —o quizá no— con “Enterrar a los muertos”, relato incluido en una inesperada antología publicada por el Instituto Electoral del Distrito Federal en 2004, que incluye también textos de Ethel Krauze, Silvia Molina y Humberto Guzmán. En él, Campbell narra, desde la perspectiva de una psicóloga que brinda ayuda a las víctimas, el desastre tras los terremotos de septiembre de 1985 en la Ciudad de México.


La voy a acercar a la ambulancia y vamos a tratar de que usted suba. Usted le tiene que hablar suavecito, como a un bebé. Y si lo puede apretar en algún lado que no esté herido, hágalo. Él va a entender, aunque esté dormido, que ya no está entre las piedras. […] No, aquí no está.
¿Cómo que no está? Si nosotros veníamos casi atrás de la ambulancia.
No está.
¿Dónde está? ¿Cómo nos dice que no está? No puede ser que nos tengan así.
Sálganse.
No, dice Lore. Nosotros venimos detrás de la ambulancia número ocho y nos dijeron que venían para acá.
Sálganse.
No me voy a salir.


El caos de la narración, que pasa de la perspectiva del narrador a la de la protagonista, de una secuencia a otra, de un escenario a otro, recrea el caos de la ciudad el día de la tragedia, el desconcierto, la movilización, la desinformación, la incertidumbre, y la calma y la resignación que, al cabo de unos pocos días, subviene y permite aceptar que las cosas serán distintas, para siempre, de ahora en adelante.

¿Por qué estos cuentos no fueron incluidos en Tijuanenses? A primera vista, la respuesta podría parecer simple: salvo por “El sol de la infancia”, ni transcurren en Tijuana ni sus personajes son originarios de la ciudad fronteriza. No pertenecen a esa familia. Sin embargo, parece haber en la obra de Federico Campbell otro hilo conductor más fuerte que la pertenencia territorial: la tristeza, la melancolía, verdadero hilo conductor de su narrativa breve, si no es que de casi toda su narrativa y parte de su ensayística.

En Post Scriptum Triste, Federico Campbell dice a propósito de los cuentos recogidos en Tijuanenses que “Su publicación dispersa en revistas o libros, olvidados en alguna bodega, para nada afectó su condición de inéditos”. ¿Cuántas otras ficciones suyas esperan a ser descubiertas y desempolvadas en publicaciones de las que ya nadie se acuerda, mientras el tiempo sigue carcomiéndolo todo?

domingo, 20 de enero de 2019

Ciencia ficción mexicana: Del modernismo al cyberpunk

20/Enero/2018
Confabulario
Rodrigo Mendoza

El concepto de ciencia ficción —especialmente hablando de literatura— no suele asociarse con México ni tiende a ser parte de su identidad artística. Históricamente, pareciera que la ciencia ficción ha pertenecido a las letras de habla no hispana. Ray Bradbury, H.G. Wells, Isaac Asimov, Julio Verne, Ursula K. Le Guin, Stanislaw Lem y Richard Matheson son ejemplos concretos de una literatura que casi siempre ha sido importada.

 Pero ¿qué es la ciencia ficción? Entendemos como tal a toda narración que involucre indirectamente un discurso científico, sin importar que sea comprobable o no. De ahí se desprenden las variantes evolutivas; de exploración espacial; de invención científica; de escenarios apocalípticos —a partir del cambio climático, de un fenómeno natural, de un conflicto bélico, etc.—, entre otras.


El asunto es que México ha construido su propia idea de la ciencia ficción a través de alguno de los autores ya mencionados o bien por medio de decenas de películas hollywoodenses que invaden los cines cada año. Pero esa visión no le pertenece al mexicano por completo. Forzosamente le resulta ajena, lejana a sus circunstancias. Y eso se debe a que es difícil imaginarse una invasión extraterrestre en una ciudad ya de por sí tan caótica y desquiciada como la Ciudad de México. Impensable también es un desarrollo eficiente de la inteligencia artificial en instituciones nacionales que todo el tiempo sufren de corrupción y recortes de presupuesto. El futuro, entonces, es asumido por el mexicano como una extensión más de su terrible presente.



Uno de los argumentos que los detractores de la ciencia ficción mexicana esgrimen es que México no es un país de primer mundo y, como tal, no produce tecnología ni puede considerarse un centro científico históricamente, a diferencia de muchos países europeos. Pero eso es un error. Cada año, grupos de jóvenes van al extranjero a participar en concursos de robótica, química o matemáticas y regresan con varias medallas en la maleta; un egresado del IPN desarrolló la televisión a color y un egresado de la UNAM se hizo acreedor al Premio Nobel de Química. Por supuesto que México gestiona espacios para la ciencia. Y aunque es cierto que, como creador de tecnología, México no es un país de vanguardia, sólo hace falta mirar alrededor para darse cuenta de cuánta tecnología es utilizada en el país. Y es precisamente como consumidores que los mexicanos están muy al corriente de la dependencia y el aislamiento que ésta provoca en su vida diaria.



No obstante, la ciencia ficción mexicana va más allá de la aplicación de la tecnología. Tiende, más bien, a ser oscura, pesimista y sobrecogedora más que deslumbrante. La tecnología y el futuro dejan de ser milagrosos o interdimensionales para abrir camino a la introspección, a los rumbos insondables del porvenir, ocasionalmente a la desesperación, y a la falta de fe en la especie humana.


Así, pues, dentro de la ciencia ficción mexicana pueden hallarse ejemplos de escritores que, por increíble que parezca, incursionaron en esta narrativa, tales como Amado Nervo, Dr. Atl, Martín Luis Guzmán, Julio Torri, Rafael Bernal, Juan José Arreola, Carlos Fuentes, Salvador Elizondo, José Emilio Pacheco, Homero Aridjis e Ignacio Padilla. Este recuento rescata cuatro de estas figuras literarias que inusitadamente abrieron un espacio entre su producción para la ciencia ficción y a cuyos textos vale la pena acercarse. No obstante, conviene hacer un pequeño paréntesis antes de comenzar.


La historia de la ciencia ficción en México comienza en 1773 con Manuel Antonio de Rivas, un monje franciscano radicado en Yucatán que escribió el primer esbozo cienciaficcional de toda Latinoamérica llamado Sizigias y cuadraturas lunares ajustadas al meridiano de Mérida de Yucatán por un anctítona o habitador de la luna y dirigidas al bachiller Don Ambrosio de Echeverría, entonador que ha sido de Kyries funerales en la parroquia del Jesús de dicha ciudad y al presente profesor de logarítmica en el pueblo de Mama de la Península de Yucatán, para el año del señor 1775. Es un relato sobre un viajero que llega a la Luna en un misterioso —y un tanto inexplicable— vehículo. Allí conoce a sus habitantes, quienes le dan permiso de recorrer el satélite para realizar las mediciones que le permitan al viajero conocer su diámetro. Por proponer una vida más allá de los confines de nuestro planeta, así como asegurar que en el Sol se encontraba el centro del infierno, Manuel Antonio de Rivas fue sometido a un tortuoso proceso inquisitorial. Al ser escrita en 1773, Sizigias y cuadraturas lunares todavía no conseguía trazar muy bien la línea que divide la ciencia ficción de lo fantástico. Como documento histórico resulta, acaso, más valioso por ser la prueba de que la ciencia ficción en México tiene sus raíces mucho más profundas de lo que se puede creer.


Si bien el caso de Manuel Antonio de Rivas es insólito, siendo honestos tampoco puede afirmarse que él mismo haya sido una figura literaria relevante. Aunque indiscutiblemente se le debe la gestación de la ciencia ficción y lo fantástico en tierras latinoamericanas, su nombre no puede relacionarse con algo más allá de eso.


El nombre de Amado Nervo, a diferencia de De Rivas, conserva ecos más relevantes en la literatura nacional. Fue uno de los escritores de finales del siglo XIX y principios del XX que más se acercó a la narrativa cienciaficcional, especialmente en sus cuentos. La producción poética de Nervo es la que quizás ha moldeado su figura literaria, pero son sus creaciones cuentísticas las que encierran sus verdaderas obsesiones, tales como la posesión de cuerpos ajenos, el entendimiento pleno de la mente y su ferviente preocupación por lo que le deparaba el futuro a la raza humana. Uno de esos cuentos es “La última guerra”, publicado en 1906, en el que utiliza una perspectiva evolucionista para armar una narración apocalíptica en la que se pregunta si en verdad los humanos somos la cima de la pirámide evolutiva. “La última guerra” propone un escenario en el que la humanidad superó su naturaleza violenta y asumió una actitud pacífica consigo misma. No obstante, al mismo tiempo, el reino animal ha evolucionado al punto de adquirir una forma de conciencia avanzada que le permitió conspirar para recuperar el mundo que otrora le perteneciera por completo. El escritor nayarita inserta una visión crítica sobre la naturaleza destructiva de la humanidad que, aunque en su narración pudo corregirse eventualmente, no alcanzó a evitar que los errores cometidos desde el nacimiento de la especie humana hacia el reino animal fueran la clave de su propia destrucción. Por eso resulta fascinante que el futuro imaginado por Nervo sea irremediablemente destructivo aunque no quiera serlo.


El caso de Nervo ilustra muy bien la poca difusión que este género literario tan arriesgado dentro del canon mexicano halló a principios del siglo pasado y que, con el paso de los años, no mejoró mucho.


Otro escritor que compartió esa visión arriesgada de Nervo fue Rafael Bernal. Si bien es cierto que Bernal demostró su talento narrativo con sus tramas policiacas y se ganó un lugar en la historia de la literatura de este país con El complot mongol, de 1969, ya había incursionado en la ciencia ficción 22 años antes con la desconcertante Su nombre era muerte. A pesar de que Amado Nervo ya se había acercado a los peligros de la evolución, Bernal logra darle un giro más siniestro: toma a los insignificantes mosquitos para maquinar el fin de la civilización. Además, Bernal aprovecha para alejarse de los espacios urbanos que casi siempre enmarcan la ciencia ficción y traslada su historia a la profundidad de la selva, envolviendo su novela con una atmósfera húmeda, desconocida y caótica. El escritor capitalino plantea, así, una peligrosa pregunta: ¿qué formas de vida se esconden en la enorme geografía terrestre? De tal forma que Su nombre era muerte se aventura a imaginar que la amenaza de vida inteligente no necesariamente tiene que venir del espacio ni del asombroso desarrollo tecnológico: también puede originarse en nuestro propio mundo, justo frente a nosotros. Esta novela relata la historia de un alcohólico misántropo que toma la decisión de vivir en el corazón de la selva chiapaneca, alejado del resto del mundo. Ahí consigue descifrar el lenguaje de los mosquitos para después enterarse de que se comunican entre ellos en todo el planeta y que no consideran a la humanidad como una especie inteligente, sino más bien como una fuente de alimento. Estos insectos le revelan al narrador que se harán con el control de la Tierra mediante la lucha cuerpo a cuerpo contra los seres humanos. Sorprende la forma en la que Bernal consigue dotar a sus mosquitos con rasgos de soberbia y tiranía que recuerdan al totalitarismo y que reflejan indirectamente a la humanidad en su avaricia por creerse superior al resto de las especies terrestres.

Aunque Amado Nervo y Rafael Bernal no son recordados por sus brillantes incursiones en la ciencia ficción, el nombre de Juan José Arreola puede vincularse, si no exactamente con la ciencia ficción, sí con una narrativa cuya imaginación raya a menudo en lo experimental. Así, pues, en 1952, Arreola escribió en su mítico Confabulario cuentos que marcaron un nuevo rumbo para la literatura mexicana del siglo pasado. Uno de ellos es especialmente relevante para este texto porque demuestra la habilidad narrativa de Arreola para imaginar circunstancias que rozan lo absurdo: “Baby H.P.”, en el que el escritor describe, como si estuviéramos ante un infomercial común y corriente, un pequeño artefacto que, mediante pulseras, anillos y broches conectados a los niños pequeños, recibe la energía que estos emanan para convertirla después en electricidad. Si el argumento suena familiar es porque la película Monsters Inc. (2001) usa, a grandes rasgos, una idea semejante. La diferencia es que en aquel filme la energía se obtenía a partir de los sustos y los gritos de terror. Medio siglo antes, Arreola ya había vislumbrado una historia igual de disparatada pero que, gracias a la forma en la que es narrado, “Baby H.P.” se siente como algo real, como un artefacto que puede ser comprado en cualquier tienda departamental, aunque el propio Arreola, con su característico sentido del humor, deja espacios para la suspicacia sobre la funcionalidad del artefacto. Sorprende, entonces, la maestría del jalisciense para, indirectamente, entablar una discusión sobre la publicidad engañosa televisiva que hoy consumimos todo el tiempo. Dentro de la producción literaria de Arreola, que muchos atinarían a adjetivar como inclasificable, destaca este relato, no tanto por adelantarse a la película de Pixar, sino especialmente por revelar el genio creativo de su autor, capaz de vislumbrar los alcances inventivos de la tecnología.

Veinte años después, el también inclasificable Salvador Elizondo publicaría en El grafógrafo un cuento titulado “Futuro imperfecto”, en el que su alter ego se incluye como un personaje y narrador que vive frustrado debido a que no puede escribir un texto que le ha sido encargado por Ramón Xirau para la revista Diálogos. No obstante, se encuentra con un viajero del tiempo llamado Enoch Soames, un escritor e investigador literario —que es, a su vez, el personaje de un cuento escrito en 1916 por el autor británico Max Beerbohm—, quien viajó cien años en el futuro para ver cómo trataría la posteridad su obra literaria. Es en ese futuro donde se encuentra al narrador a quien le entrega el texto encargado por Xirau ya escrito. El cuento es breve pero las paradojas temporales que involucra son francamente fascinantes, además de que el aire borgeano de manuscrito-encontrado-procedente-de-espacios-inciertos impregna cada párrafo. Así es como Elizondo arma una narración futurista compleja que, inusitadamente, se aleja de los tópicos comunes de la ciencia ficción —salvo el manejo del tiempo— y se acerca a una que casi nunca se explora en esta narrativa: la metaliteratura.

Es claro que Nervo, Bernal, Arreola y Elizondo son escritores que se ganaron un espacio respetable dentro de las letras mexicanas por obras que no se parecen en mucho a lo aquí descrito, lo que ha llevado al desconocimiento general de sus aproximaciones cienciaficcionales. Una verdadera lástima porque su capacidad creativa desbordó los límites tan solemnes que la literatura mexicana por momentos pretendía trazar sobre sí misma. En cualquier caso, se trata de cuatro textos —cinco si contamos el documento histórico más que narrativo de Manuel Antonio de Rivas— que reflejan perfectamente la concepción nacional de la narrativa de ciencia ficción. Como puede verse, no se trata de una imitación de los moldes importados, sino de una reconfiguración de las más hondas inquietudes del mexicano.

 Es necesario, también, incluir a Emiliano González y su novela breve Rudisbroeck o los autómatas, publicada dentro de Los sueños de la bella durmiente (1978), una obra que marcó una reconfiguración de la narrativa cienciaficcional y fantástica mexicana. A pesar de que se publicó a finales de la década de los setenta, González logró componer una serie de relatos que, aunque bebían de los grandes maestros de esta narrativa —Poe, Lovecraft y Borges—, los dotó de una perspectiva que, si bien dejaba un tanto de lado lo tecnológico y apocalíptico, es cierto que era mucho más visceral, más grotesca. Así, Rudisbroeck o los autómatas encierra un viaje a una ciudad misteriosa llamada Penumbria atrapada en un eterno crepúsculo en el que brujas y hadas conviven al mismo tiempo con ilusionistas y autómatas. González reconcilió lo fantástico, lo cienciaficcional y lo terrorífico para diseñar un espacio en el que las historias no tienen inicio ni final; en el que el tiempo parece no avanzar; en el que todo aparenta haber salido de la peor pesadilla. A partir de esta obra, que todavía sigue siendo anómala dentro de los parámetros de la narrativa nacional, la composición de la ciencia ficción sería cada vez más atrevida, más compleja temáticamente, mucho más oscura en su planteamiento y cada vez se hermanaría más con el terror, lo fantástico y la narrativa policial.

No obstante, pasados los años, y con el referente inevitable de estas figuras de las letras nacionales, autores más jóvenes comenzaron a replantearse la narrativa cienciaficcional desde un punto más futurista y más gris. A principios de la década de los noventa, la literatura mexicana de ciencia ficción comenzó a cuestionar el futuro lugar del humano en un contexto tecnológico hostil. Estos autores comenzaron a preguntarse de qué forma se vería afectada nuestra propia esencia en un momento en el que el caos mundial llegara a niveles insostenibles. La pérdida de los lazos interpersonales y la degradación lenta pero inevitable de la especie humana parecía ejercer un interés especial en estos escritores que comenzaron a abrir las brechas del cyberpunk y la literatura postapocalíptica.

Podría decirse que fue Mauricio José Schwarz el primero que estableció la línea que habría de seguir, de manera general, la nueva narrativa cienciaficcional. Su cuento “La pequeña guerra”, de 1984, sorprende, todavía hoy, por numerosas razones. La primera es que, similar a “Baby H.P.” de Arreola, este cuento se anticipó a un producto estadounidense, en este caso a la famosa saga literaria y cinematográfica Los juegos del hambre. Las semejanzas son, acaso, demasiado sospechosas: en un futuro cercano, jóvenes de ambos sexos combaten a muerte en un coliseo, como modernos gladiadores, en un espectáculo mediático transmitido en vivo. Los vencedores son recompensados económicamente y los vencidos mueren en favor de una radical medida en contra de la sobrepoblación. “La pequeña guerra” es sobrecogedora ni siquiera por ese terrible futuro que propone sino más bien porque Schwarz se encarga de despojar de cualquier señal de empatía a sus personajes guerreros y los transforma en seres sin misericordia. Esto resulta particularmente interesante porque emula directamente a esta sociedad voraz y competitiva de pleno siglo XXI. Schwarz concentra su narración en el salvajismo de la humanidad contemporánea y en la forma en la que la exigencia de la realidad suprime el más mínimo rastro de compasión. Este es un futuro que se mete con la moderna concepción humana de la violencia y la muerte y con la forma en la que la sociedad busca el entretenimiento mediante la destrucción física y mental.

 En 1996, Pepe Rojo publicaría “Ruido gris”, un cuento muy cercano al cyberpunk, que relata la historia de un reportero con una pequeña cámara de video instalada en los ojos que le permite transmitir en tiempo real los acontecimientos más relevantes en la metrópoli. No hay aquí un avance científico aplaudible, sino una novedosa aplicación tecnológica que sólo ha evidenciado la miseria que parece rodear a la humanidad. En el futuro descrito por Pepe Rojo, los reporteros transmiten asesinatos, secuestros, asaltos y suicidios. El personaje de “Ruido gris” recorre las calles de su corroída ciudad en busca de noticias que mientras más sangrientas y espectaculares resulten, mejor remuneradas son, lo que remarca la manera en que estamos asimilando el entretenimiento y absorbiendo las noticias en estos tiempos en que sólo necesitamos una pantalla frente nuestros ojos.


A principios del nuevo milenio, otras voces se irían sumando a esta narrativa que ya comenzaba a adquirir matices propios, que ya ostentaba una identidad peculiar dentro de las letras mexicanas. Alberto Chimal fue una de esas nuevas voces que comenzó a experimentar con la forma y con los alcances temáticos de la literatura nacional, como lo hiciera el ya mencionado Emiliano González, una de sus grandes influencias literarias. Con sus libros de cuentos Estos son los días (2004), Grey (2006) y Los atacantes (2015) y su novela La torre y el jardín (2012) comenzó a ampliar los horizontes que dibujan lo fantástico, lo experimental y lo cienciaficcional. Sin embargo, sería a través de su personaje Horacio Kustos y de la minificción —o twitteratura, que en estos tiempos ya van de la mano— que exploraría los viajes interdimensionales y temporales con su sentido del humor característico.

Bernardo Fernández, BEF, por su lado, se convirtió en el recopilador referente de la ciencia ficción mexicana para las nuevas generaciones: sus libros Los viajeros. 25 años de ciencia ficción mexicana (2010) y La imaginación: la loca de la casa (2015) conjuntan los mejores narradores contemporáneos de esta narrativa con la peculiaridad de que La imaginación… está compuesta sólo por piezas escritas por mujeres como Karen Chacek, Raquel Castro, Daniela Tarazona y Bibiana Camacho. A la par de su conocida narrativa gráfica, BEF ha publicado novelas cienciaficcionales dedicadas más al público juvenil, tales como Ladrón de sueños (2008) y Bajo la máscara (2014), ambas ilustradas por Patricio Betteo.


Es justo mencionar, antes de terminar, la labor que ha llevado a cabo Gabriel Trujillo Muñoz en sus estudios literarios sobre la narrativa de ciencia ficción en México. Mediante la teoría y crítica literarias, Trujillo Muñoz ha dedicado parte de su obra a estudiar y recopilar la ciencia ficción mexicana. Sus libros Los confines: crónica de la ciencia ficción mexicana (1999) y Utopías y Quimeras. Guía de viaje por los territorios de la ciencia ficción (2016) dan cuenta de ello.


Este texto no puede concluir sin recordar los aportes a la narrativa cienciaficcional de Ignacio Padilla y su cuento “El año de los gatos amurallados”; de José Luis Zárate y “El viajero del tiempo”; de Gerardo Horacio Porcayo y Gerardo Sifuentes en sus novelas y cuentos —y de muchos otros autores más— sería injusto, como injusto es no leerlos. Por eso, la mejor manera de entender la ciencia ficción nacional es dándole la oportunidad de sorprendernos.

Sobre prólogos y otros textos olvidados: tres momentos de las antologías mexicanas

20/Enero/2019
La Jornada Semanal
Enrique G. Gallegos

En 2018 se cumplieron noventa años de la publicación de la Antología de la poesía mexicana modernafirmada por Jorge Cuesta. Las antologías son recortes de la realidad y, por ello, no son simples selecciones neutras, técnicas u objetivas como sugiere Cuesta, sino que también son operaciones literarias, estéticas, políticas y sociales. Esto significa que el recorte se realiza desde un lugar y ese lugar está cargado de significaciones y presupuestos. No existe el lugar neutro desde el que se pueda hablar, como quiere hacer creer el purismo literario, el cientifismo social o el formalismo filosófico y jurídico. La mayoría de las antologías suelen anunciar sus justificaciones, definiciones y selecciones en introducciones o prólogos y éstos raras veces son objeto de reflexión, pues lo que se cuestiona es la selección de poemas y poetas. No es para menos: pasan por ser lo subsidiario o la prótesis de lo antologado. En las líneas que siguen dejo de lado las selecciones y someto a discusión esa prótesis para sugerir que su accidentalidad sólo es aparente.
Quizá lo primero que habría que destacar es que la misma palabra “antología” entró en crisis. Hasta antes de Poesía en movimiento. México 1915-1966 de Paz, Chumacero, Pacheco y Aridjis era el término legitimado para hacer ese recorte, pero a partir de ese libro se ha optado por usar eufemismos, sinónimos y expresiones análogas. Paz, por ejemplo, afirma que lo de ellos no es una antología sino un “experimento”; en 1971 Zaid la metonomiza para hablar de “ómnibus” y en 1980 recurre a una expresión cargada de implicaciones políticas: “asamblea”. Con el tiempo se incorporaron otras expresiones: reunión, muestra, mapa, inventario, panorama, atlas… hasta la esquizofrenia de negar que la antología sea antología. Por demás, esta crisis particular no hizo sino expresar la que también sucedía en dominios más generales (filosóficos, sociales y culturales). Habría que recordar que Lyotard le dio su última forma discursiva en 1979 con la conocida expresión de “crisis de los relatos”.
Quizá la antología que sienta una serie de precedentes en las prácticas antologadoras sea la firmada por Jorge Cuesta. Esa antología se divide en tres partes: las dos primeras contienen una selección de poemas realizada por los Contemporáneos, mientras que la última, de poetas que hicieron su propia selección (o sea, algunos Contemporáneos se autoinvitaron). Cuesta apela a la analogía con la fotografía para explicar la selección y esa analogía no es inocente, pues se sabe que ésta se pretende más “objetiva” que la pintura y no admite dudas sobre la supuesta fidelidad a la realidad. Entre los argumentos presentados para justificar la selección destacan que han considerado la singularidad y peculiaridad del poema, la poesía como perfeccionamiento e innovación, originalidad del autor, de lo cual también se infieren una serie de pautas metodológicas (las pretensiones de “impersonalidad”, el corte temporal y espacial con pretensiones de imparcialidad, las autoinclusiones, definiciones y tradiciones literarias, que al no ponerse en tensión con los poemas, no pasan de vaguedades y generalidades, etcétera) con implicaciones culturales, pues también cobijaron prácticas –lo quieran o no, lo sepan o no– en las particiones del poder político-poético (becas, financiamiento público, reconocimientos, premios, incentivos, publicaciones, etcétera.).
Desde entonces algunos de esos argumentos se han utilizado en no pocas antologías. Revísense las presentaciones de Antología de la poesía mexicana moderna de 1940 de Manuel Maples Arce, La poesía mexicana moderna de Antonio Castro Leal, de 1953, La poesía mexicana del siglo xx de Carlos Monsiváis y la antes citada Poesía en movimientos, ambas de 1966 y de no pocas de las antologías que se han publicado en los últimos treinta años, y se constatará que comparten, con sus matices, algunas de esas justificaciones.
Quizás el siguiente momento en el armado conceptual de las justificaciones o prólogos de las antologías está dado por una tensión entre dos visiones sobre la función y naturaleza de la poesía. La primera sostenida por Octavio Paz en Poesía en movimiento y la segunda por Carlos Monsiváis en La poesía mexicana del siglo xx. No es gratuito que ambas antologías hayan sido publicadas el mismo año: 1966; un período complejo, de tensiones sociales, luchas políticas y cuya marca fue la rebelión estudiantil del ’68 contra las formas de vida adultocráticas. Este es el marco social y cultural en el que habría que interpretar por qué con todas sus similitudes y coincidencias (Monsiváis cita a Paz y Paz cita a Monsiváis), también se oponen en el nivel más esencial. A Paz le interesa destacar la ruptura, el cambio y el perpetuo movimiento en la poesía; si bien refiere contextualizaciones sociales e históricas, su análisis no excede los límites especializantes de la historia de la poesía, sus tradiciones, influencias, cambios y rupturas; mantiene la cuña decimonónica del autonomismo de la poesía y refuerza el ghetto social al que se la ha recluido desde finales del siglo xix. Por ello, no sorprende lo gratuito de la última parte de su presentación donde pone en “juego” a los poetas jóvenes con el Y King o Libro de las mutaciones. Esta estrategia retórica especializante, devenida circular y endógena, será retomada en los prólogos de dos antologías de grupos políticos enemistados: El manantial latente de Lumbreras y Bravo y La luz que va dando nombre: veinte años de la poesía última en México. 1965-1985, de Calderón, Escobar, Mendoza y Solís. Estos dos prólogos muestran en miniatura una de las patologías sociales más significativas del altocapitalismo: la incapacidad de cierta crítica para comprender que la poesía (y cualquier otro fenómeno autonomizado), cuando ha llegado a un punto de autopercepción, sólo se puede potenciar en lo que ella no es; o para decirlos en otros términos, si bien es fundamental el momento de la autonomización para adquirir cierta especificidad, su fetichización ha conducido a su vaciamiento y nulidad estética. Hay que salir del poema, para regresar a él con mayor fuerza.
Carlos Monsiváis, por su parte, si bien reconoce las especificidades del lenguaje poético y sus pretensiones autonomizantes, resalta que la poesía es un espacio donde también se registran los conflictos sociales, las tensiones epocales y las aspiraciones políticas; de aquí que el fondo de la lucha no sólo sea, como en Paz, entre tradición e innovación, sino también entre libertad, poder, colonialismo y sometimiento; es decir, lo que excede al poema y al excederlo, lo clarifica y redimensiona. Pero Monsiváis tiene el cuidado de no reducir la poesía a epifenómeno. Un caso singular que se hace eco de esta visión es la antología Atlas inverso de la poesía. 36 poetas nacidos en los 60, de Andrés Cisneros. La palabra “atlas” ya está en Zaid, pero lo inverso, como su nombre lo indica, intenta hacer una lectura de la poesía en reversa a las antologías “institucionalizadas”. Si bien polemiza con el discurso de las “antologías oficiales”, no se asume como una “contraantología”; de hecho, rechaza esa simplificación y la cultura victimizante; por ello evita hablar de los poetas olvidados, ninguneados, oprimidos y cualquier otro lenguaje quejumbroso o maniqueo.
Las dos argumentaciones de Paz y Monsiváis podrían servir para plantear metodologías antagónicas y sentar las bases para una posible teoría de las antologías; la primera enfatizaría la singularidad y autonomía de fenómeno poético, su propia historia, sus tradiciones, cambios y movimientos literarios, lingüísticos y de contenido, pero tiene el nocivo efecto de reducir la poesía a un ghetto y borrar sus potencialidades políticas, sociales, culturales y epistemológicas; la segunda, sin dejar de insistir en que el poema es lenguaje, en esa medida está atravesado por luchas, tensiones y problemas de la sociedad y la cultura de su momento, aquí el riesgo es inmovilizar el poema y hacer de él una plasta social, una radicalidad heterónoma y un artefacto de la indiferencia. La poesía sería un campo de doble tensión: hacía dentro de su propia tradición y hacia lo que ella no es. Me parece que esta es la orientación que muestra Evodio Escalante en Poetas de una generación: 1950-1959, pues sintetiza ambas posibilidades realiza un análisis puntual de los poemas, sus singularidades, tradiciones y a su vez los sitúa en coordenadas sociales y políticas.
La crisis del sistema político a finales de los ochenta, el aumento de la población, la difusión de la educación universitaria, el “malthusianismo literario”, la aparente proliferación cultural y el abaratamiento del soporte material y técnico de la edición en los noventas, entre otros fenómenos sociales, abrieron lo poético a otras expresiones y tendencias, tensionaron y complejizaron el espacio público social, cultural y poético. Esto se hizo evidente en 1980 con la introducción de un término político a las antologías por parte de Zaid: “asamblea” y su insistencia en la figura del lector. Con Zaid podríamos pensar en un tercer momento en el armado conceptual de las justificaciones de las antologías, pero hay que ser cautos: si éste momento no se acompaña de los dos anteriores, se constituye en el punto más débil y, por momentos, demagógico. Habría que recordar que la figura del lector fue posibilitada por el surgimiento de las estéticas de la recepción, así como por la aparición en los años ochenta de la sociedad civil y los movimientos sociales, incluida la figura bucólica del ciudadano. El ciudadano es a la política lo que el lector es a la cultura. Y en México, ciudadanos y lectores son sostenidos por una retórica demagógica y abstracta porque suelen ignorar que exigen un conjunto de condiciones materiales de vida; si no se consideran estas condiciones, la apelación al lector por parte del antologador es tan demagógica como las propuestas del diputado.
Quizá el ejercicio más significativo de los últimos años sea el de Juan Domingo Argüelles. Es incuestionable que Domingo Argüelles se ha constituido en el más importante antologador de la poesía mexicana; sin embargo, la serie de justificaciones que plantea en el “Prólogo” al segundo volumen de su Antología general de la poesía mexicana empobrece la rica tradición que se había construido en los momentos antes descritos. Extraño, puesto que Domingo Argüelles –poeta y lector sensible– es uno de los que mejor conocen la poesía mexicana de los últimos decenios (treinta años de “oficio antológico”, dice de sí mismo). De hecho, hay que dejar en claro que su trabajo, a pesar de lo ingrato que ha de resultar, es quizá uno de los más plurales y valiosos de los últimos tiempos y, por ello, debería constituir otro momento en esa rica tradición antologadora. Un cuarto momento que sin fetichizar la autonomía y singularidad del fenómeno poético tampoco deja de reconocerse como espacio atravesado por tensiones sociales, políticas y estéticas. Sin embargo, algo paso. Me explico.
Si bien retoma esta nonagenaria tradición y participa de sus justificaciones (la analogía de la fotografía, las ideas de tradición e innovación, la apelación al lector, etcétera), el principal problema de Domingo Argüelles es que parte de una serie de presupuestos insostenibles. Resulta discutible que el antologador siga enganchado en las vacías discusiones del “fin de las ideologías” y paradójicamente presente un prólogo ideologizado por una visión cultural tamizada por una suerte de individualismo radical. Da la impresión de que el antologador vacía a la poesía de las posibilidades sociales y políticas y la vuelve una especie de gesta narcisista, caprichosa e individualista. Habría que tener presente la aguda observación de Evodio Escalante: donde la historia retrocede, “retrocede para incrustarse de otro modo en la letra”. A Domingo Argüelles le pasa como a los mitómanos del liberalismo y contractualismo: creen que el individuo aislado es la piedra de toque de la sociedad. La insistencia del antologador en el fin de las ideologías, la supuesta inutilidad, el absolutismo de la experiencia individual y la defensa del gusto, hay que ponerla en relación con la ideología neoliberal que se asentó en México desde los años ochenta y hoy se encuentran firmemente establecida en amplios sectores de la cultura. Si no deja de ser polémico justificar una antología apelando al lector –por las razones mencionadas líneas arriba y que además desfondan la riqueza de la tradición antologadora–, rechazar las críticas con el argumento de “si no te gusta, haz la tuya propia”, es un contrasentido, pues si la principal justificación de la antología es el lector, cuando descalifica de antemano las posibles críticas no hace sino despreciar al mismo lector al que se dirige.
Como sea, los tres momentos en las justificaciones de las antologías –Cuesta, Paz/Monsiváis y Zaid– posibilitan un encuadre metodológico y teórico en el que las presentaciones, prólogos e introducciones –tal y como sucede con la mejor crítica literaria– se sostienen por sí mismos como piezas literarias y se constituyen en verdaderas tradiciones del reflexionar poético. En cierto sentido, las justificaciones son una versión de la misma crítica literaria. Más aún, como señala Susana González, el antologador es una rara mezcla de crítico, historiador, seleccionador y decantador. El antologador podría hurgar en el campo agonal del lenguaje, en las continuidades y rupturas de las tradiciones, en los vaivenes del lector, los mecanismos de recepción y escritura, las tensiones y luchas sociales, políticas y cultu­rales, para ahondar, clasificar, seleccionar, proponer y discutir libros, grupos, poemas y contextos sociales, políticos y culturales. Cualquier debilitamiento de estos momentos termina por empobrecer a las antologías y a la misma tradición poética, por más que se crea que los prólogos, las presentaciones e introducciones son meras prótesis a los poemas. Pero lo cierto es que el poema nunca habla por sí mismo, siempre existen mediaciones, justificaciones y lecturas desde ciertos lugares: lo que sucede es que éstas se han normalizado al grado de volverse imperceptibles. Por ello decía al inicio que esos lugares suelen estar cargados y esa carga es la que hay que volver consciente y desplazar. A propósito de la estética, Adorno lo planteó de mejor manera: “la identidad estética ha de socorrer a lo no-idéntico que es su oprimido”. Lo oprimido del poema es aquello que el antologador, mediante una nueva constelación de poemas, trata de hacer cantar. La poesía no se entiende sin el canto y la opresión. Si la poesía se canta a sí misma, se comprende mucho mejor con lo que ella no es. Este no debe retornar a las antologías