domingo, 12 de noviembre de 2017

La narrativa de Amado Nervo: una antología

12/Noviembre/2017
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

En mayo de 2019, en poco más de un año, se conmemorará el centenario del fallecimiento de Amado Nervo. Gracias ante todo a la tarea detallada de Gustavo Jiménez Aguirre, su mejor especialista, se ha recuperado y ha vuelto a circular en amplia medida la obra de Nervo en las dos últimas décadas. A esto habría que añadir que Jiménez Aguirre ha sido, en otros ámbitos, el alma principal en estudios y divulgación de la novela corta a través de estudios y compilaciones, y últimamente ha publicado una atractiva antología de la crónica mexicana decimonónica.

Salvo en la academia y tal vez en sus estados, nuestros escritores modernistas de la transición de siglo están lejos de ser mínimamente leídos. Es una paradoja que el poeta en lengua española más atendido por los lectores en las dos primeras décadas del siglo xx, admirado aun por las élites en aquel tiempo, viviera para poetas y críticos a través de las generaciones siguientes, en una casa olvidada y oscura, donde apenas entraba la luz. Sin embargo, como señala Gustavo Jiménez Aguirre, “su nombre y parte de su obra literaria se preservaron en la cultura popular y de masas”. En otro orden de predilecciones resulta también paradójico que en estas dos úl-timas décadas, Nervo haya sido más admirado por la crítica y la academia como prosista que como poeta. Un aparte: en sus crónicas, cuentos y novelas cortas no es dable hallar, o en grado mucho menor, al alma herida que encontramos en su poesía íntima y a menudo moralista.

Nada más lejos de él que el polemista incendiario. Ante la crítica, pese a ser vulnerable, se impuso el si-lencio, pero en determinado momento, como en el apéndice de su nouvelle, El donador de almas (1899), en un breve capítulo adicional, se quejó implícitamente. Las flechas envenenadas podían herirlo profundamente. En el antedicho apéndice entablan un diálogo Zoilo y Él. Zoilo, como suele llamársele al crítico fatuo que se cree proclamador y negador de famas, y Él, es decir, Nervo. Ante las pregunta de Zoilo de por qué “calla siempre”, lo cual es una suerte de acatamiento, Él responde que es porque cree en la labor y el silencio: “En la primera, porque triunfa; en el segundo, porque desdeña.”

Hace unos meses, en una coedición de Penguin Random House Mondadori y la unam, se publicó una notable antología de sus ficciones: El bachiller, El donador de almas, Mencía y sus mejores cuentos. La selección, prólogo y cronología es de Gustavo Jiménez Aguirre y la edición y notas de él, de Jorge Pérez Martínez y Salvador Tovar.

Católico, Amado Nervo creía asimismo en el espiritismo y la magia, que, como el catolicismo, guardan un fondo de misterio. Nunca le parecieron orbes contradictorios. O dicho por Alfonso Reyes centrándolo en su fe cristiana: “Como aquél que pierde su costumbre de beber y destila el agua de los otros alimentos que absorbe aún, Nervo busca la emoción religiosa a través del espiritismo y la magia”1. Dentro de su lite-ratura quizá los dos géneros literarios dilectos de Nervo –en los que mejor destacó– fueron el del horror y el fantástico. Alfonso Reyes2 subrayó que la impronta de todo eso le surgió desde lo vivido en la casa familiar de la infancia, tal vez, en especial, con las historias de la abuela, importancia que el mismo Nervo llegó a señalar. Una de estas historias –que parte de la repetida leyenda del tesoro enterrado– la hallamos aquí incluida en su cuento “Las varitas de virtud”.

Salvo excepciones, temáticamente en su narrativa Nervo tuvo un gusto morboso por la muerte y por lo sobrenatural (apariciones, trasmigraciones, reencar-naciones, fantasmas), por la sombría y destructiva vida eclesiástica, por los juegos de identidad en el que no excluyó el doble, y por la desdicha amorosa o el amor que no acaba de cumplirse, o al menos, no del todo. En varios cuentos es notable su preocupación por la ciencia (como experimentos crueles o la posibilidad de dominio de nuevas razas que ya no sería la humana), y creemos que uno o más de ellos podrían ser incluidos en antologías internacionales del género. Admirador ante todo de l’esprit francés y de la tradición española, adicto a los latinos, también leyó con provecho a Poe, a Hoffmann, a h. g. Wells y al flamenco Maeterlinck. En los cuentos seleccionados se puede advertir en variados momentos la huella de franceses como el Baudelaire de los Pequeños poemas en prosa; de Flaubert y de Guy de Maupassant. Un buen número de ficciones con trasfondo histórico se encuentran entre lo mejor de él, como Mencía o el arrebatado “Las casas”.



Del modernismo a la modernidad




Salvo instantes modernistas, el estilo en la poesía y la prosa de Nervo es sencillo, libre de adornos, un estilo donde, como en el caso de Manuel José Othón, se inscribió en el modernismo por los años en que le tocó escribir y no por el estilo y las formas poéticas y literarias a las que se abocó, ese modernismo del cual Rubén Darío fue el indiscutible sismógrafo. En esto quizá debería hablarse de la escritura de Nervo como de transición entre el modernismo y la modernidad3. Su notable prosa, con su economía de medios y delicioso humor, ya era perceptible desde sus ligeras y amenas crónicas sinaloenses (Lunes de Mazatlán (1892-1894)4, en las cuales, en dos o tres cuartillas, comentaba sobre diversos asuntos: la vida del lugar y los espectáculos teatrales y musicales, o dibujaba cuadros citadinos, o hacía en alguno reflexiones políticas e incluso llegó a redactar gacetillas frívolas que parecen notas de sociales. Sin embargo, en buen número de sus cuentos y nouvelles, Nervo cae con alguna frecuencia en defectos habituales en narradores de la época: referencias históricas, artísticas y literarias profusas, digresiones, lo explicativo, el mal adjetivo que debilita o anula la buena frase, líneas ampulosas, moralejas explícitas, interrupciones para dirigirse al “amigo lector”…

Arreola opinaba que el cuento debía ser un objeto orbicular; lo mismo podría decirse de su pariente consanguíneo la novela corta, que era en ficción la forma que Nervo prefirió en la narrativa. El nayarita escribió en su citado apéndice de El donador de almas: “Nuestra época es la de la nouvelle… y el viento hojea los libros.” No había libro de él, decía, que no se leyera en media hora. Con todo, creemos que Nervo fue en la ficción más un cuentista; sus novelas cortas son episódicas, o como diría Borges, una sucesión de cuentos.

Sin embargo, inmediatamente después de lo es-crito sobre el gran momento de la novela corta, Nervo augura que el cuento será “la forma literaria del porvenir”. Quizá, si ahora viviera entre nosotros, ante la avalancha de los últimos treinta años, escribiría que la forma literaria del porvenir es la minificción. No está de más resaltar que en su relato-ensayo “Brevedad” 5, recuperado por Reyes y el cual anticiparía textos borgeanos6, preconizó por una máxima concisión.

Nervo escribió once nouvelles, de las cuales Jiménez Aguirre eligió tres en su selección. En ellas, por una u otra vía, una mujer debe, contra su voluntad, sacrificar su amor o sacrificar su alma. Quizá la más intensa de las tres y con un final escalofriante –no necesariamente la mejor– sea El bachiller, el cual es un oscurí-simo retrato de lo que puede llevar una de las exigencias más sombrías del catolicismo y uno de sus grandes desatinos: la imposición del celibato. La emasculación de Felipe para no tener el amor de la joven a la que ama y lo ama es una metáfora despiadada de la sustitución de las bodas terrenales por las bodas con Cristo.

Lo macabro y lo espeluznante no estuvieron lejos de las obsesiones de Nervo. No es otro el caso de cuentos como “Ellos” y “Los congelados”, y uno, que es quizá su obra maestra, “El automóvil de la muerte”. En “Ellos”, Nervo hace relatar al personaje –alguien dentro de él– acerca de la pérdida en el hombre de la carne, en la vida y en la muerte, comido parsimoniosamente por seres invisibles, igual que el hombre come bueyes, vacas y terneras; en “Los congelados” un doctor relata cómo los seres humanos pueden conservarse por largos períodos de tiempo en el hielo, pero la seguridad final en su vuelta luego de breves o largos períodos es azarosa; en “El automóvil de la muerte”, lo que al principio causa tristeza y piedad hacia los campesinos afectados, se vuelve de parte de estos un acto salvaje de calculada venganza que termina en una escalofriante tragedia que la pagan quienes no la deben. La combinación de patanería ignara, frivolidad elegante y criminalidad sin contrición es de una exactitud sobria.

La inmortalidad del alma, o si se quiere, la posesión de dos almas en un cuerpo, o dos almas que son un alma, es el asunto principal de El donador de almas, la novela favorita de Jiménez Aguirre. En mi criterio su principal virtud es abrirle caminos a la novela fan-tástica en México, sobre todo en aquella transición de siglo que prefería el realismo y el naturalismo.

Variando el tema sustancial de La vida es sueño calderoniana, Nervo hace un juego de siglos históricos en Mencía (1907), quizá su mejor novela corta. No es raro que la ficción histórica en una primera versión se llamara “Un sueño”, pero por fortuna Nervo no obvió un título que ya señalaba el tema principal y los tejidos de la trama. En el proemio Nervo aclara: “Es sí, un ‘cuento con ambiente histórico’, como diría un italiano. Lo que pasa en él, ‘pudo haber sido’.” Aquí Nervo combina un juego de dos geografías y un juego de dos vidas: un rey en el siglo xx se convierte a través de un sueño en un orfebre toledano del siglo xvi, casado con una mujer bella, acaso perfecta. Al orfebre le es dable conocer a Domeniko Theotokópoulos (El Greco) y al rey Felipe ii. El relato contiene una agradable ambientación con las páginas descriptivas de la ciudad de Toledo y se goza el gusto de Nervo por cuadros que habrá visto en el museo del Prado en su estancia madrileña, en especial de Tiziano, y cuadros famosos de El Greco que habrá visto en Toledo, entre ellos el Entierro del conde de Orgaz7. En uno de los momentos más emotivos, Mencía, la muchacha toledana, con sus veinte años bellísimos, trata de que el orfebre no se duerma para que no se desvanezca y vuelva al siglo xx y la deje sola. Como en el drama de Calderón, en la nouvelle el sueño es tan real como la vida.

Mencía está lejanamente emparentada con los cuentos “Las Casas” y “La novia de Corinto. “La novia de Corinto” versa sobre una joven de dieciocho años que muere sin conocer el amor. La entierran. Un joven llega a su casa. La muchacha vuelve de la muerte y previsiblemente entra a la habitación del joven con quien convive tres noches. Le da la clásica sortija para asegurarle que volverá. Es descubierta por una nodriza, que avisa a los padres, quienes van a buscarla la noche siguiente. Los recibe con frialdad. Le piden que regrese. Cae y muere de nuevo. La quieren volver a enterrar en su tumba, pero hechos adversamente funestos lo impedirán. De su ficción “Las casas” Jiménez Aguirre escribe con agudeza: “El tratamiento fantástico de este relato, la trasmigración de almas y la duplicidad de personalidades adquieren matices siniestros en un par de historias incluidas en este volumen: ‘Los mudos’ y ‘El del espejo’.” En la selección de Gustavo Jiménez Aguirre hay también poemas en prosa (“El país en que la lluvia era luminosa” y “Las nubes”) o fábulas (“La última guerra“ y “El obstáculo”). Leyendo las ficciones, da la impresión de que Nervo no sólo creyó en una o varias vidas después de la muerte, sino que en la vida que nos toca vivir sintió que vivimos varias vidas.



El oficial de su oficio

Rubén Darío, en un soneto en alejandrinos, escribió sobre el amigo mexicano: “¡Bendita sea y pura la canción del poeta/ que lanzó sin pensar su frase de cristal!...”; en 1919, a la hora de su muerte, Ramón López Velarde lo llamó “el poeta máximo nuestro” y confesó: “Yo amaba de tal modo a nuestro as de ases, que cuando lo sentí desleírse, dejé su lectura”; “Qué buen oficial de su oficio”, exclamó Alfonso Reyes, también en 1919, en su conmovedor y hondo ensayo “Los caminos de Nervo”. Con el rescate y con su trabajo filológico y de divulgación impresa y digital de sus narraciones, poesía y crónicas, Gustavo Jiménez Aguirre ha vuelto a circular espléndidamente un Nervo total. Podrán gustarnos más unas u otras (nosotros preferimos la narrativa y la crónica), pero un siglo después de su fallecimiento, Nervo ha pasado con fortuna la prueba literaria del tiempo. Es nuestro allegado, nuestro contemporáneo •



Notas:

1. En el prólogo a la antología, Jiménez Aguirre añade sobre el asunto: “Para la heterodoxa espiritualidad de Nervo fueron determinantes lecturas y prácticas espiritistas, teosóficas, ocultistas e hinduistas que difunde con amenidad en crónicas, artículos y narraciones de varia extensión, incluso en minificciones como ‘Fotografía espiritista’ y ‘El obstáculo’”.

2. Cuando Reyes evoca a Nervo como persona, hay una honda nostalgia triste. Lo recuerda reservado y melancólico, pero con un espléndido sentido del humor. Don Alfonso se identificaba plenamente con “la cortesía suave” del nayarita. No creo que políticamente se hallaran muy distanciados.

3. En México, en poesía, la primera obra moderna –lo repitió la crítica a lo largo del siglo xx– fue la de López Velarde; la primera novela moderna fue Los de abajo (1916) de Mariano Azuela.

4. Debemos también el detallado rescate, claro, a Gustavo Jiménez Aguirre.

5. Ensayos, Madrid, Biblioteca Nueva, 1922.

6. ¿Habrá leído el texto Borges? El relato versa sobre un califa que pide a los sabios del reino que reúnan la ciencia de la humanidad en algo que puedan cargar diez camellos; insatisfecho ante la copiosidad, pidió que lo dividieran en diez para que los cargara un solo camello; insatisfecho aún por el exceso, encargó que encontraran un solo libro que compendiara toda la sabiduría, el cual lee y relee; aún lejos de la satisfacción, les solicitó que se concentrara toda la sabiduría humana en una sentencia, una sola, que pudiera escribirse “en la gran esmeralda de una sortija”. La sen-tencia, una vez escrita, apuntaba por un lado, a la creencia absoluta en la infalibilidad de Alá, y por el otro, a no fiarse de las mujeres.

7. José Juan Tablada, en el artículo del 19 de mayo de 1919, “Amado Nervo”, que escribió a la muerte del poeta nayarita (Obras completas v, Crítica Literaria, pp. 310-311), dijo que Nervo parecía un “melancólico caballero de El Greco, de los mismos que decoran, con mística elación el ‘Entierro del conde Orgaz’.” Pero en enero de aquel 1919, al llegar a Bogotá como diplomático de la embajada de México en Colombia, entrevistado por el reportero Eduardo Castillo para El Espectador, a una pregunta sobre Nervo, repuso: “La filosofía Nervo como poeta es una filosofía propia de cocineras.” Cuatro meses después, a la muerte del poeta, llevó su opinión al polo opuesto: Nervo tenía el “genio poético”.

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Juan Rulfo en la mirada de los otros

12/Noviembre/2017
Jornada Semanal
Héctor Perea

En un saloncito de espera
 Cuando a uno no le tocaba exponer, hecho que de por sí relajaba los nervios, el mayor atractivo de las reuniones de los miércoles era la esporádica sesión previa al taller. En ese año de 1980, último en el que Juan Rulfo formaría parte del cuerpo de asesores, el Centro Mexicano de Escritores se encontraba en la calle San Francisco, en una casa típica de la Colonia del Valle.
Durante los pocos minutos de espera previos a la reunión de trabajo, becarios y tutores compartíamos una breve charla en el saloncito de entrada con vista al jardín. Este ejercicio de paciencia, que podría haber supuesto un momento incómodo para todos, para sorpresa de los escritores incipientes resultaría siempre la puerta de acceso al universo privado de los autores consagrados: Rulfo, Salvador Elizondo y Francisco Monterde –autor colonialista y el más callado de los tres. Y como tal se constituiría en una fuente extra, inesperada y casi inagotable, de formación literaria y, sobre todo, vital, mucho menos agobiante que las lecturas bajo lupa de los materiales en proceso de maduración.
Durante ese invaluable encuentro cotidiano, sin medios masivos de por medio ni estira y afloja críticos, los tres grandes acostumbraban charlar sin tapujos de sus asuntos y a responder de la misma forma a nuestras ingenuas inquietudes. Más de un secreto íntimo se reveló entonces –sobre todo cuando Rulfo le pidió a Elizondo que completara pasajes de su Autobiografía precoz del ’66; cosa que el autor de Narda o el verano hizo, desde luego, con mirada y sonrisa chispeantes. Pero también en las pláticas de antesala aparecieron algunas de las aspiraciones originales y las pasiones ocultas de los asesores que, en esos años, no eran todavía motivo de la crítica académica o ensayística. Elizondo habló, por ejemplo, de su cine de autor, práctica frustrada apenas tras la primera incursión con Apocalypse 1900, obra en francés y casi desconocida, aunque fuera ya de culto; o acerca de su pintura y los dibujos que ilustraban las páginas de su Diario. Todos ellos, ejercicios secretos y muy personales, permanecían aún sepultados bajo el peso de su riquísima y enigmática obra escrita. Monterde, el histórico don Francisco, el erudito polígrafo de trato amable y justo, apenas mencionaría alguna anécdota de otros tiempos para concentrarse en los asuntos del estilo literario y la gramática, esenciales para los autores en formación. Juan Rulfo, por su parte, narró entonces en tono bajo y titubeante, con voz emocionada, algunos de los viajes que habían motivado muchas de sus fotografías; hizo bromas sobre sus múltiples chambas o acerca de las muy variadas incursiones cinematográficas, en las que además de haber ejercido el papel de argumentista y guionista, y sus libros de temas de adaptación, se había visto orillado a la actuación. Actividad, esta última, que parecía más bien haber sufrido.
En algún momento de esas charlas sueltas, sin pies ni cabeza, llenas de humoradas que se interrumpían con el obligado paso a la mesa de disección literaria, Rulfo mencionó de paso y sin darle demasiada importancia un pequeño ensayo escrito a principios de los setentas dentro del cual, en apenas tres párrafos, había homenajeado a Elvira Gascón en plan de dibujante. Conocedor de las viñetas con que la artista soriana había ilustrado el libro póstumo de cuentos Vida y ficción, de Alfonso Reyes, al día siguiente busqué el sintético halago que Juan Rulfo, un virtuoso de la lente, había hecho de una apasionada del dibujo, la caricatura a líneas y el muralismo. Me inquietaba saber cómo se habían encontrado ambas formas de mirar, tan distintas en apariencia, tan similares en la práctica, sobre todo por lo escueto y poético de sus muy personales propuestas.

Las instantáneas: ficción y realidad

Durante esos pocos meses de tutoría Rulfo, absorto en algo que los becarios no alcanzábamos a descifrar, mostraría siempre, como colofón de su medida elocuencia, una mirada extraña. Mi amiga Olga Cáceres, fotógrafa que colaboraba en la preparación de un número especial de la revista Casa del Tiempo dedicado a los treinta años del Centro, capturó esa mirada en una de las imágenes que finalmente no sería publicada en la revista sino, trece años después y un poco incompleta, en la portada del libro El arriero en el Danubio, de Alberto Vital. Olga me la había regalado en una impresión de prueba recién salida del labora-torio, lo cual hizo más personal y valioso el obsequio. A pesar del gusto que me daba tener una foto singular del entonces asesor, tardaría yo mucho tiempo en sentir, aunque sin llegar a descifrar, las resonancias pro-fundas de esa aproximación al estado anímico de Rulfo.
En el trabajo sobre Elvira Gascón el autor de El Llano en llamas, al hablar de las virtudes de una artista delicada que, inspirada en el pensamiento griego había no obstante descreído de las observaciones de Eurípides –citadas por Rulfo– acerca del cuerpo del hombre visto como su propia tumba; o sobre la idea griega de que el amor hacia los demás era sólo un sueño, algo fuera de la razón, aseguraba que la española había dedicado buena parte de su existencia a “trazar en dibujos lineales todos los atributos de la vida”. Por otro lado, y quizá sin proponérselo, en su pequeño pero intenso ensayo sobre la artista, Juan Rulfo había logrado un fiel retrato de sí mismo. Del escritor que presumió siempre un afinado tino visual. Allí estaba el fotógrafo que desde un extremo en absoluto opuesto sino complementario de su asombrosa creación narrativa miraba atento a la dibujante y participaba de la sensibilidad de una obra, suerte de ilusión, de alucinación “donde todo parece tener un mágico significado”. En sus propuestas fotográficas Rulfo, al igual que la pintora, conseguiría extraer de muchas de las imágenes tomadas a los otros, a la naturaleza y a las cosas más cotidianas, rasgos esenciales de la existencia.
En los aguafuertes de la serie La minotauromaquia, de Picasso, o en las ilustraciones de Gascón al fragmento de la Ilíada en versión de Alfonso Reyes, sentimos que tanto los artistas referidos como el traductor de Homero muestran una visión tan universal de lo que tocan, que los convierte en parte de la misma cultura que han buscado interpretar. De la misma forma, al ver las fotografías de Rulfo sobre el campo mexicano sentimos que no hay diferencia alguna entre el tiempo vivido por el escritor y el histórico, el de la revolución efectiva, que para el momento de las fotos era ya pasado. En sus imágenes el tiempo pareciera comprimirse, fusionarse por un momento: justo el que tarda la captura de la instantánea, en el sentido más puro del término. Por lo mismo, resulta en cierta forma natural toparnos con el hecho de que entre los stills rulfianos de La Escondida, de Roberto Gavaldón, y la cinta misma, se establece un ambiente familiar, una indudable línea consanguínea. De pronto, como en su narrativa, en las fotos de Rulfo ficción y realidad son una. Pasado y presente también.

Las miradas atrapadas

Hay muchas instantáneas emblemáticas de Juan Rulfo que, como siempre se ha dicho, muestran un retrato naturalista, con vislumbres de fantasía, del México del campo y la ciudad. Y pertenecen no sólo al momento en que el autor desarrolló su obra sino al tiempo sin tiempo de su país. Por lo general, sus fotos son asimismo continuación de una narrativa rica y compleja que ha permitido traslados cinematográficos tan diversos entre sí que, a pesar de tener la misma fuente de inspiración, parecieran versiones discordantes, mundos absolutamente opuestos inclusive. Baste recordar las adaptaciones de Pedro Páramo rea-lizadas por Carlos Velo y José Bolaños. La segunda, El hombre de la media luna, con música de Ennio Morricone y escenografía de Pedro f. Miret, es prácticamente una cinta de vampiros. O el argumento original de Rulfo para el cortometraje El despojo, dirigido por Antonio Reynoso, frente a la pequeña prosa poética del autor, escrita cuando la película estaba ya concluida y en el mismo tono de los cuentos de El Llano en llamas, para ser leída por Jaime Sabines en La fórmula secreta, de Rubén Gámez, película crítica de la modernidad, contrapuntística al extremo, cercana a los clips publicitarios y, desde luego, de corte surrealista. Estas dos cintas breves serían consideradas por Jorge Ayala Blanco como “obras maestras olvidadas de nuestro cine”.
A propósito de lo anterior, y de vuelta con sus fotografías, hay una de las tomas del escritor, no la más representativa de su trabajo ni la mejor desde el punto de vista técnico o compositivo, que en realidad lo que hace es inventar una fantasía singular descansada sobre la realidad contundente. Así pasaba, en plan humorístico, en aquella escena de Mon oncle, de Jacques Tati en que la fachada de una casa moderna, convertida en rostro, vigilaba todos los movimientos de Monsieur Hulot. En el caso de la foto de Rulfo, la realidad sería la de una ruinosa postrevolución. Esta imagen captura y recrea un auténtico objet trouvé, un coup d’oeil surrealista que recuerda el logrado por Manuel Álvarez Bravo en su interpretación de la óptica moderna. O debería decir, de anredom acitpó al, título invertido del lugar, tal como figura en la propia foto –y en muchos grabados de Picasso, en relación con la fecha u otros datos puestos directamente sobre la placa o la piedra. La fantasía de Álvarez Bravo, hecha a partir de la imagen de una tienda rebosante en ojos recordará a su vez el Estudio fílmico, de Hans Richter, de 1925. Todas estas propuestas tratan en el fondo de lo mismo: del apresamiento de miradas simultáneas que tras confluir en los ojos de los artistas lo hicieron luego, lo hacen hoy, en los del espectador.
En el caso de la foto de Rulfo se trata de la toma del muro solitario de una iglesia virreinal, sostenido en pie por un contrafuerte de época. En la toma no hay más, en apariencia, que lo descrito por mí de manera fría y objetiva. Aunque en ella podríamos descubrir también, sobre esta espalda de pared y gracias a la postura y encuadre adoptados por el fotógrafo, un rostro visto casi de frente, en el que los ojos de buey en óvalo hacen las veces de ojos humanos y el contrafuerte, parcialmente iluminado, las de nariz. ¿Se trata de la representación de una máscara michoacana o, al menos, de una careta con función ritual? ¿O de una carita sonriente totonaca o un enorme Judas de pueblo? En verdad, pareciera sólo un retrato de nadie; creado, prácti-camente, de la nada. Un artificio puro hecho de elementos arquitectónicos del que podría desprenderse cualquier interpretación por parte del creador o el espectador para ser luego adaptada a todos los instantes mexicanos.
A pesar de la consigna de no preparar las fotos anticipadamente, sino trabajar bajo el poder de los impulsos, Álvarez Bravo logró en 1955 una fotografía de estudio de Rulfo verdaderamente singular. En ella, y al contrario del espíritu de aquel otro objet trouvé, la toma referida a la óptica, el escritor aparece dentro de un escenario preparado y justo en la zona áurea de la imagen. El lugar está recubierto de madera rústica y el escritor posa tras un objeto de piedra o leño que representa una cabeza sobrehumana, quizá un cráneo ritual. El autor de El Llano en llamas ve la figura con mirada reconcentrada, aséptica. Pero lo que pareciera observar no es en realidad la expresión vacía de la misma; ni sus ojos redondos, como muertos; ni su dentadura completa, perfecta, descarnada. Y esto, porque no ve la pieza de frente. Lo que Rulfo analiza, o sobre lo que deja vagar la mirada, es el espacio absurdo, sin fron-teras reales, que se extiende entre la parte media del cuello y el inicio de la nuca. Aunque cabe la posibilidad de que me equivoque por completo en la interpretación de la foto, y que los ojos del escritor estén perdidos en un sitio sin tiempo ni espacio. En un lugar sin lugar. El más apropiado para los ojos únicos de Rulfo, que semejan en su inmovilidad aquellos otros dibujados a líneas sobre los párpados de Kiki de Montparnasse en el cortometraje de Man Ray de 1926. Los originales de estos ojos femeninos los descubriremos sólo, desnudos, cuando la modelo y artista francesa alce las cortinillas de piel para mirarnos a través de la pantalla. Aunque sea por un instante, antes de caer nue-vamente en el letargo de los ojos fingidos.

La mirada indescifrable

La instantánea de Álvarez Bravo me lleva natu-ralmente a otra de Ray, el vanguardista esta-du-nidense que exploró con Kiki muchas de las po-sibilidades poéticas y rupturistas de la imagen fotográfica. La impresión a la que me refiero, emblemática del trabajo de ambos y que de hecho forma parte de una serie, muestra la cabeza de ella recostada sobre una mesa y con los ojos cerrados. Sus rasgos replican allí los de una figura africana de madera oscura. Kiki sostiene verticalmente la pieza con su mano izquierda. La descansa sobre la mesa mientras insinúa la desnudez completa de su cuerpo, sólo visible a partir del brazo y parte del torso. La mirada oculta por los párpados manifiesta un enigma similar al de la mirada perdida o ensimismada de Rulfo en la foto de Álvarez Bravo. Las manos en las dos tomas tienen una clara presencia y un volumen esencial en la sólida composición de las fotos. Están vivas y actuantes, aun con la inmovilidad abso-luta que exhiben. Curiosamente, donde mejor se observa la cercanía entre estos trabajos es en un homenaje a Man Ray del fotógrafo de modas Gaetan Caputo. En el mismo, el fotógrafo belga retoma en su parte me-dular el tema de la instantánea vanguardista, pero cambia la cabeza africana por una calavera negra, sostenida en la mesa por la mano de la modelo actual. Los dedos de esta mano figuran con las uñas pintadas de negro, como los labios de Kiki y de la nueva modelo, casi un siglo más joven que la amiga de Man Ray y Alfonso Reyes. Todavía Caputo usará la calavera en un par de fotos más con tufillo eisensteniano. Éstas sí, inmersas en el universo frívolo de la moda.
La imagen con Rulfo, personaje en segundo plano, aunque central en la toma del fotógrafo mexicano, tiene algo más, inquietante, que no percibiría yo sino hasta el día en que me topé de nuevo con la vieja foto, muchos años después de que me la regalara Olga Cáceres tras una de las sesiones del Centro Mexicano de Escritores. La de Álvarez Bravo era de 1955, año de la edición de Pedro Páramo y en dos posterior a la publicación de El Llano en llamas. La de mi amiga, de 1981, año en que el puertorriqueño Francisco Rodón hizo a Rulfo un retrato al óleo con carácter de aguada y Daisy Ascher publicó la foto en que el escritor mira en silencio una tumba semidestrozada, quizá también saqueada.
A pesar de los casi cinco lustros transcurridos entre la toma de Álvarez Bravo y los otros retratos mencionados en que se exhibe con exactitud el mismo giro y la suave inclinación del rostro, la mirada indescifrable se conserva casi intacta en todos los trabajos. Lo cual podría hacer extensible a estas obras, en cierta forma, una de las interpretaciones posibles de la foto con el cráneo descarnado, en el sentido de que los ojos del escritor, en ella como en las demás versiones, no ven lo que parecieran mirar, pues se dirigen más allá del objeto o, al contrario, hacia las profundidades enigmáticas del que mira. En todas las imágenes se muestra además lo que podría ser una profunda tristeza o nostalgia en Juan Rulfo. O una reconcentración absoluta en su espacio más íntimo.
“¿Qué país es éste, Agripina?”, pregunta el personaje en “Luvina”, el cuento que anunciaba ya a Pedro Páramo. ¿Y qué país, qué mundo observaba Rulfo desde su muy personal universo durante la pose de las fotos y la pintura referidas?
En 1966 Oswaldo Guayasamín retrató una vez más a Juan Rulfo. A principios de esa década el artista había comenzado una de sus series más contestatarias frente a la injusticia humana: La edad de la ira. Si temporalmente la pintura se enmarcaba dentro de este conjunto, en cuanto a estilo y sentido del acercamiento, la obra parecería más bien un puente entre el mismo y La ternura, la siguiente serie de Guayasamín. Y es que en la obra sobre el escritor el ecuatoriano había plasmado al Rulfo que habiendo vivido –como él mismo– tiempos en verdad difíciles, en el fondo lo que mostraba era una expresión facial contraria tanto al sufrimiento descarnado como a la bondad sublime características de ambas series. Lo que el autor de El gallo de oro exhibe en este retrato es la misma postura enigmática, desapasionada, críptica de las fotos señaladas o de la pintura de Francisco Rodón. Sus rasgos faciales son, de nueva cuenta, los de quien lo ha visto casi todo; aunque, también, del que no ha logrado asimilar por completo las repercusiones de algo oculto entre los pliegues de la vida. Quizá aquello que traslucen muchas páginas de su obra escrita. Páginas en ocasiones sutiles, a veces tremendas, y en las que el autor pareciera afirmar, a nivel de susurro –de murmullos–, un desconcierto, una rabia contenida.
En la mirada de los otros se han reflejado los ojos del propio Rulfo. El escritor de narrativa breve y contundente, el fotógrafo de encuadre único que mientras se abría de capa en aquel saloncito de espera del Centro Mexicano de Escritores anunciaba ya su inminente retiro como tutor, chamba que había ejercido por dieciocho años. Y lo hizo con un simple guiño: lanzando la mirada fuera de cuadro en la foto generacional de 1980 

El legado de Juan Bañuelos se liga a la selva de Chiapas y al zapatismo

12/Noviembre/2017
La Jornada
Elena Poniatowska

El 29 de marzo de este año murió Juan Bañuelos, a los 86 años, de una neumonía. Fue un gran maestro y escribió varios libros de poesía: Espejo humeante, No consta en actas, Destino arbitrario, Escribo en las paredes, Vivo, eso sucede. La última vez que lo vi fue en una marcha en Hermosillo, Sonora, acompañando a los padres de familia de los niños de la Guardería ABC. Después de que 49 niños murieron en un incendio que escandalizó a toda la República Mexicana, Juan y yo protestamos en la calle, visiblemente conmovidos. El obispo Samuel Ruiz, de Chiapas, ofició una de las misas más bellas que he atendido, bajo un cielo oscuro de tristeza. Muchas parejas la escucharon abrazados. Juan y yo contamos en voz alta, por lo menos seis veces, hasta el número 49 sin saber que años más tarde contaríamos hasta el número 43 por los estudiantes normalistas de Ayotzinapa.

Juan fue un gran maestro de poesía y de prosa; a lo largo de su vida dio talleres y siempre generoso enseñó a muchos jóvenes a escribir. Escrupuloso, también aceptó ser jurado de varios certámenes de poesía. Quienes lo conocieron lo llamaron maestro, así lo llamaba su amiga Rosario Castellanos, chiapaneca como él, porque Juan era el único que iba a visitarla al hospital cuando ella estuvo internada casi un mes por tuberculosis.

Otra de sus facetas importantes y al parecer hoy olvidadas es haber sido integrante destacado de la Comisión Nacional de Intermediación (Conai), instancia mediadora de la sociedad civil en el conflicto de Chiapas, al lado de don Samuel Ruiz, doña Conchita Calvillo, viuda de Nava, el de San Luis Potosí; el poeta Óscar Oliva; Juanita García Robles, esposa del Premio Nobel de la Paz, Alfonso García Robles; Alberto Szekely; Raymundo Sánchez Barraza, y Pablo González Casanova. Los delegados zapatistas creyeron tanto en Juan como en Pablo, colaborador de La Jornada, y en muchas fotografías pudimos ver sus confiables y solidarias figuras acompañando al comandante Tacho o al comandante David, ida y vuelta de la selva a San Andrés Larrainzar y a San Cristóbal de las Casas. En el momento álgido de la guerra, fueron los únicos que podían cruzar las zonas ocupadas.

Lejos quedó la época, en los años sesenta, en que Juan Bañuelos formó, con Jaime Labastida, Jaime Augusto Shelley, Óscar Oliva y Eraclio Zepeda la llamada Espiga amotinada. Tres de ellos chiapanecos (Bañuelos, Oliva y Zepeda) conformaron un muy leído libro de poesía publicado por el Fondo de Cultura Económica.

Revolucionario y generoso

Que Juan Bañuelos fuera revolucionario se debe quizá a que lo traía en la sangre. Su abuelo, el general villista Félix J. Bañuelos, lo antecedió. Rebelde, generoso, inteligente, Juan Bañuelos, el poeta, se dio a conocer con su primer libro en 1960 y conservó desde joven los mismos ideales. Donó su premio chiapaneco de poesía a los desheredados, en 1984, para que don Samuel Ruiz, el obispo más querido, lo repartiera entre los chiapanecos más necesitados. Diez años más tarde, a partir de 1994, prácticamente se instaló en San Cristóbal. Estudioso de etnología, fue sin lugar a dudas el miembro más dinámico de la célebre CONAI, porque era el que mejor conocía las etnias y, maya al fin, estuvo en contacto desde niño con esa cultura. No le fue difícil entregarse a la causa social de su estado.

Los sucesivos encuentros que los miembros representativos del EZLN Tacho, David, Fernando, Rubén y Zebedeo tuvieron con él, lo enriquecieron. Bañuelos comprendió mucho de su lenguaje y los defendió contra el gobierno, que reconvino a los delegados de la selva: Ya no nos hagan perder tiempo, por culpa de ustedes y sus indecisiones hace tres meses que estamos platicando y no avanzamos en nada. Esto es una gran pérdida de tiempo y se está haciendo daño a los indígenas que ustedes dicen defender. Los delegados indígenas respondieron: Dicen que han perdido tres meses o más y nosotros tenemos muchos siglos de no recibir respuesta, de tal manera que si nosotros pudimos esperar más de 300 años, ese relojito que ustedes traen en la muñeca no marca nuestro tiempo, es sólo suyo, y ahora ustedes también van a tener que esperar.

Tres veces más difícil

Juan Bañuelos entendió el concepto del tiempo indígena y recogió la palabra telular, como los campesinos llamaban al celular. Muy conscientes de la realidad, alegaron que quienes venían de la capital tenían sus helicópteros, sus radios y sus automóviles y que ellos tenían que hacer la consulta a pie y ahora comenzaron ya las lluvias y es tres veces más difícil porque eran incapaces de traicionar a sus hermanos y tomar una sola decisión sin consultarla con las bases, las comunidades, sus compañeros de lucha.

Para Juan Bañuelos, Juanita García Robles y Conchita Nava, la experien- cia del diálogo con los indígenas de Chiapas (a la sombra de don Samuel Ruiz) fue única y se solidarizaron en cuerpo y alma con las causas zapatistas. Aguantaron lluvias y muchas horas de deliberaciones en plena selva. Aguantaron mucho más que los integrantes del Grupo San Ángel, fundado en 1994 por Jorge G. Castañeda, Carlos Fuentes, Demetrio Sodi de la Tijera, Enrique González Pedrero, Teodoro Césarman, Alfredo del Mazo, Amalia García, Gabino Fraga, Federico Reyes Heroles, Adolfo Aguilar Zínser, Javier Livas, Manuel Camacho, Lorenzo Meyer, Ricardo García Sainz, Joel Ortega, Tatiana Clouthier, Vicente Fox y Elba Esther Gordillo, que también se interesaron en el zapatismo chiapaneco. Del grupo San Ángel llegaron a Chiapas Amalia García, Julieta Campos, Javier Wimer (fundador del Instituto del Asilo) y Demetrio Sodi de la Tijera, que denunciaron los peligros que corren los campesinos, ya que ellos mismos se enfrentaron a toda clase de dificultades y hasta viajaron en avioneta, cosa muy azarosa en aquellos años. Amalia García, muy valiente, comentaba con sentido del humor: Está muy bien que estos chilangos vengan a probar algo de lo bueno. La gente del Grupo San Ángel pudo darse cuenta que la vida en Chiapas es muy dura, ya que que los indígenas luchan por salir adelante entre el Ejército, la Iglesia Evangélica y arriba de todo el PRI.

Para Cecilia Bañuelos, hija del poeta, su padre trabajó toda su vida con jóvenes, a quienes enseñó a escribir en talleres en casas particulares y en la Universidad de Tlaxcala, en los que corregía cada poema y cada cuento con heroica paciencia. Incansable, no le molestaba quedarse hasta altas horas de la noche dialogando con estudiantes que disfrutaban su lucidez y su creatividad. Según la escritora y funcionaria cultural Silvia Molina, además de luchador social, Juan Bañuelos siempre fue muy firme en sus ideas. La naturaleza de Chiapas, la amistad con Rosario Castellanos y con Jaime Sabines –una de las grandes figuras de la poesía mexicana–, el alejamiento de sus compañeros de la Espiga amotinada (Óscar Oliva, Eraclio Zepeda, Jaime Augusto Shelley y Jaime Labastida) lo hizo entregarse cada vez más a la justicia social que cantó en su poesía.

Sin lugar a dudas, su cariño más duradero fue por su hija Cecilia, quien lo acompañó hasta el último momento. Para ella escribió el poema Grecia, siglo V, AC del libro Vivo, eso sucede:

Ella me mira.

Desde sus ojos de novilla, mi hija

ve caer el silencio como palomas mal heridas

(los adultos se fueron después de haber comido).

La miro recordando Varadero

porque hay un arco f1exible en su mirada

que se curva en el agua y derrama el azul hasta las playas,

aquellas playas

donde bailé lo ya bailado,

donde heredé lo ya heredado,

sobre un mantel de realidades,

donde se sabe el orden de nuestros destinos

y qué día tienen que cumplirse,

allí donde la hoz de la caña

corta el bastión de las sombras.

Donde los granos de azúcar que han regado

endulzan el agua de mis ojos.

domingo, 5 de noviembre de 2017

Morirás lejos, de José Emilio Pacheco

5/Noviembre/2017
La Jornada
Elena Poniatowska

Desde muy joven José Emilio Pacheco fue un caso de vocación literaria extraordinario. La ilusión de su padre era que su único hijo estudiara derecho y heredera su notaría, pero bajo su timidez y su espíritu de obediencia, José Emilio ocultaba una rebeldía honda y dolida. La gran rebeldía que proviene de la poesía, la de los artistas verdaderos. Su visión desencantada del mundo lo hizo llegar sin remedio a la brutal orilla. A los 23 años era un traductor excepcional de Mallarmé, Rimbaud, Marcel Schwob, Quasimodo, Beckett, Apollinaire, Walter Benjamin, Tennessee Williams Truman Capote, Harold Pinter, Oscar Wilde, Edgar Lee Masters, William Faulkner y los cuartetos de T.S. Eliot cuya traducción impactó a mi amigo Javier Aranda, cuando muchos en México ni hablaban de esos cuartetos y ni siquiera se dignaron comentarlos.

Estar frente a él era una responsabilidad, un enfrentarse consigo mismo, la posibilidad de no caer en la rutina ni de hacer concesiones. José Emilio vivía angustiado por la discriminación, la injusticia, la infelicidad del otro. Ninguno de los que llamábamos a José Emilio profeta del desastre, se dio cuenta que escribía la historia de nuestro futuro. Quizá su abuela lo adivinó, su abuela Emilia Abreu de Berny, su Sherezada allá en Veracruz, la que le contaba en la noche todo lo que alimentó su imaginación, la que abrió las compuertas a la creatividad, la que le dio la pasión por las letras, la que intentó explicarle el mundo.

Su novela Morirás lejos cumple 50 años este 2017. La primera edición en Joaquín Mortíz es de 1967 y soy de las pocas privilegiadas en tener un ejemplar. Justo un año antes de la matanza de Tlatelolco, José Emilio Pacheco, tan visionario como buen poeta, puso sobre la mesa una de las peores tragedias que ha sufrido la humanidad: el exterminio de más de seis millones de personas por el sólo hecho de ser o pensar diferente. No es casual que retomemos esta novela en los tiempos que corren: tiempo de murallas, alambrados, razias y deportaciones y, en México, tiempo de Tlatlaya, Nochixtlán, Ayotzinapa.

No busca un lector, sino un coautor

Cuando apareció Morirás lejos, muchos se sorprendieron de que un mexicano –sin ser judío– se ocupara de un tema tan atroz y que lo hiciera, además, introduciendo una serie de recursos literarios que la crítica calificó de experimentales porque en esta novela el narrador busca, más que un lector, un coautor. Pacheco, dueño de una inmensa cultura, trata en poco más de un centenar de páginas la historia de persecución del pueblo judío y va de la destrucción del templo de Jerusalén, por orden de Tito Flavio, al exterminio en los campos de concentración de Auschwitz-Birkenau, Treblinka y tantos otros.

La historia editorial de Morirás lejos muestra un autor inconforme. Hubieron de pasar 10 años para que Pacheco se decidiera por una segunda edición, que corrigió al grado de que el crítico argentino Raúl Dorra habla de la edición de 1977 como de una nueva versión y Jorge Ruffinelli de casi otra novela, después de esa no apareció sino casi cuarenta años después, cuando la editorial ERA y El Colegio Nacional la reditaron, en 2016, para beneplácito de lectores y sobre todo de académicos y estudiantes de literatura que hasta entonces la buscaban como aguja en un pajar.

La trama de Morirás lejos es un acertijo de escenas que se cruzan. Van, vienen y se detienen en una banca del Parque México en la que un hombre lee El aviso oportuno, de El Universal, mientras otro lo observa desde su ventana. La historia confunde al lector, que trata de resolver el enigma de perseguidor y perseguido. ¿Quién es alguien? ¿Quién es eme? ¿Quién vigila a quién? ¿Quién persigue a quién? ¿Quién se vengará de quién? Alguien –con mayúscula– quizá represente a las miles de víctimas dispuestas a todo una vez que dan con la guarida de su verdugo y eme –con minúscula– devela la personalidad del que, tal vez sin ser anónimo, desea permanecer como tal.

La persecución de los judíos desde la época de los romanos hasta su casi exterminio durante la Segunda Guerra Mundial es el tema de Morirás lejos, novela a la que hay que volver no porque cumpla medio siglo, sino por su vigencia, su calidad literaria y porque en ella José Emilio Pacheco reflexiona sobre temas como los crímenes de lesa humanidad, el autoritarismo, la persecución, la venganza y, sobre todo, la falta de memoria: Nada sucedió como aquí se refiere. Pero fue un pobre intento de contribuir a que el gran crimen nunca se repita. ¿Qué pensaría hoy José Emilio Pacheco al oír los discursos anti-migrantes, anti-musulmanes, anti-latinos del presidente Donald Trump? ¿Qué reflexión le provocaría la sola idea de un muro fronterizo? ¿Qué pensaría al enterarse que una mujer mexicana se refugia en el sótano de una iglesia en Colorado para evitar la deportación y que un hombre de 40 años se suicidó en Tijuana tras ser expatriado? Quizá escribiría una nueva versión de Alguien y eme en la cual no habría ni perseguidor ni perseguido, sino un diálogo que uniera dos mundos aparentemente irreconciliables.

José Emilio sabía que no hay nacionalidades ni aduanas ni pasaportes que nos distingan, porque el hombre es uno y todos. En Irás y no volverás (apenas una variante de su Morirás lejos) escribe en el poema que da título al libro: Eres la tierra entera/ A todas partes/ vamos a no volver. Ojalá y releyendo a este gran escritor comprendamos que en la otredad y en la memoria está la respuesta a todos nuestros males.

Ahora, en la Universidad de Maryland tuve la gran oportunidad de rendirle homenaje, el miércoles primero de noviembre ante un público fervoroso, compuesto de maestros y alumnos graduados que lo recordaban (a pesar de haber conseguido un puesto en otras universidades) y contaban muchísimas anécdotas de su vida en Washington. Pude contarles cómo trabajamos juntos en el suplemento México en la cultura y cómo, desde entonces, ya era un joven maestro. Mientras Monsiváis decía con su implacable sentido crítico ante tal o cual artículo: Tíralo a la basura, José Emilio se compungía y aunque fueran las ocho de la noche se ponía a rescribirlo con su letra de puras mayúsculas como si de ello dependiera su vida. Jamás lo vi ofender a nadie, aunque sí tenía sentido del humor (una capacidad de crítica literaria infinita) y captaba en unos cuántos segundos el grado de inteligencia de su interlocutor. Ninguna posibilidad de que José Emilio fuera snob. A veces usaba la palabra que tantas veces le oí a Octavio Paz: atroz, pero se refería a un acontecimiento nunca a un texto. Siempre creyó que lo peor estaba aún por venir en la política y finalmente en nuestras vidas. ¿Estás bien, Elena? preguntaba tras la interrogación afectuosa en sus anteojos redondos.

Obra editorial con todas las respuestas

Su Inventario refleja su interminable generosidad y también hace patente que a él la vida le penetraba como a un silicio. No solo la suya, la de todos. Nadie escribió tanto sobre los terremotos como él, buscó y rebuscó respuestas. Vicente Rojo, Monsiváis y yo lo llamábamos profeta del desastre y resulta que se nos adelantó en todo. Lo que predijo es ahora nuestra realidad. Supo lo que iba a acontecernos, su voz enronquecida nos lo advirtió mientras sonreíamos, tontos, ante su admonición. (Debería habernos dado de bastonazos). Marcelo Uribe, su editor, quien siempre estuvo a su lado, se preguntó también cómo era posible que JEP nos diera tanto. Y hoy que no encuentro la salida y busco qué se hace a la hora de morir (como preguntaba Rosario Castellanos) encuentro en la obra universal, literaria, histórica, editorial de José Emilio casi todas las respuestas.



domingo, 15 de octubre de 2017

Directores del FCE

15/Octubre/2017
Confabulario
Huberto Batis

En mi colaboración anterior conté cómo fue la fundación del suplemento sábado, en el que Fernando Benítez, José de la Colina y yo fuimos el equipo editorial.
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Benítez tuvo la intención de que el suplemento fuera una revista literaria, algo que yo siempre busqué hacer desde que fundé Cuadernos del Viento. De repente, con la salida de Benítez me quedé solo, al frente de esta “revista”, en la que tenía colaboradores de todas las épocas. Intenté hacer algo que en el siglo XIX se dio muy bien, que eran las polémicas entre los escritores y sus lectores. No lo logré nunca. En sábado, cuando ya no contábamos con “la mafia” de Benítez, busqué reunir a las plumas más señeras de todo el país, que compitieran con las que publicaba Octavio Paz en la revista Vuelta. Yo conté con mis amigos, entre ellos, Juan García Ponce, quien, aunque estaba enfermo, dictaba sus artículos además de su propia obra literaria. En segundo lugar, con Raymundo Ramos, compañero mío de la Facultad de Filosofía y Letras, y Carlos Valdés.
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Conté también con Evodio Escalante, Federico Patán, Ignacio Trejo Fuentes, Margarita Peña, José Antonio Alcaraz; la crítica de cine, de rock y televisión estaban a cargo de Rafael Aviña, quien creó una novedosísima sección dedicada a los videos. La parte de cine estaba a cargo de Gustavo García, Felipe Coria, Naief Yehya y el mismo Aviña. Todos ellos aportaban artículos excelentes. Tenían opiniones encontradas que le daban una gran riqueza y color al suplemento. La sección de música era la más difícil porque los músicos hacen crítica de manera ocasional. En esa época no había críticos de música profesionales. Raúl Cosío Villegas era mi carta fuerte en este tema. Debo confesar que al ocuparme de la dirección y edición del suplemento trunqué mi labor y mi vocación como crítico literario.
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En sábado llegué a recibir una gran cantidad de libros que enviaban las editoriales. De ahí elaborábamos fichas de recomendaciones, que eran muy agradecidas por los libreros, bibliotecarios y lectores. Eran una gran guía. Siempre teníamos libros en espera para darles salida oportuna. Nos podían llegar más de cincuenta libros y revistas cada semana. Todo mundo quería aparecer en “El Laberinto de Papel”, como se llamaba mi colaboración.
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También teníamos pequeños anuncios de varias editoriales: Planeta, Grijalbo, Diana, Joaquín Mortiz. Las editoriales trasnacionales no tomaban en serio las páginas de libros de los diarios. El suplemento incluyó la publicación de pequeños anuncios de varias editoriales del gobierno, entre ellas el Fondo de Cultura Económica. El formato se conocía como “orejas” porque iban al lado del cabezal, que hicimos más reducido para que éstas cupieran.
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Pero en el mundo editorial te encuentras con pequeños sátrapas que te quieren ningunear, como Jaime García Terrés; otro fue el ex presidente Miguel de la Madrid, quien al llegar a la dirección del Fondo empezó a darnos un trato basado en los criterios que sólo puede tener un político, pues empezó a retirar la publicidad al medio que hiciera críticas adversas a los libros del Fondo.
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Esto sucedió cuando el editor Fernando Tola de Habich escribió una reseña en la que criticó el catálogo del Fondo de Cultura. Dijo que estaba desordenado, desaliñado, que era un desastre porque había títulos que aparecían en distintas secciones y con distintos precios. Si en una página costaban quince pesos, en otra aparecían a 300. José Luis Trueba Lara también criticó el catálogo. Dijo que era un indicador de que esta editorial publicaba libros obsoletos y con años de retraso. Poco después nos retiraron el envío de libros y los anuncios. Nunca más me llegó oficialmente una novedad del Fondo, ni siquiera el catálogo. Nada.
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El encargado de publicidad de cualquier editorial sabe que la crítica puede ser adversa o favorable, sin embargo te da ejemplares de sus novedades. Pero si pones una editorial en manos de un ex presidente de la República no tardan en presentarse errores tajantes porque están poco enterados del mundo editorial y el trato entre autores. Quitarte el envío de libros es una cosa, pero quitarte la publicidad en todas las publicaciones porque los “trataste mal” es el colmo de la tozudez y el capricho. Como editor de un suplemento sabes que no puedes pedir notas favorables o desfavorables para libros, películas u obras de teatro. No puedes utilizar con amiguismo tu poder como editor o guiarte por tus afinidades y tus pleitos. No es nada profesional.
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El desencuentro mayor se dio con Jaime García Terrés cuando el Fondo de Cultura Económica festejó sus 50 años con un coctel. Recuerdo que Roberto Vallarino, al que tampoco habían invitado, me propuso que nos coláramos a la fiesta. Y así lo hicimos. Yo entré por la puerta principal. Les expliqué a unos amigos míos que los vigilantes no me dejaban pasar. Me dijeron que me fuera con ellos. Cuando íbamos entrando, uno de los vigilantes dijo: “Ese señor no entra”. Mis amigos amagaron con no hacerlo tampoco a menos que yo pasara. Vallarino entró por la cochera o por una puerta trasera. Ya adentro, nos fuimos a sentar en la oficina del director García Terrés. Teníamos nuestros tragos y canapés en su escritorio cuando éste llegó. Se encolerizó tremendamente. Pensó que era una burla. Nos levantamos, tomamos nuestros tragos, los canapés y nos salimos. Al poco rato ya estábamos en la calle.

domingo, 3 de septiembre de 2017

Juan Vicente Melo: Resurrección de un clásico secreto

3/Septiembre/2017
Confabulario
José Homero

Hay escritores que parecieran marcados por el infortunio. No sólo en su vida personal, donde los ejemplos son legión, sino en su obra. Y no me refiero a los desdichados cuyo entusiasmo y ambición fue más abundante que su talento sino a aquellos de auténtico legado.
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¿Habrá acaso un escritor más relegado que Juan Vicente Melo? Uso tal término no para compararlo con otros marginales sino porque su obra reclama como pocas el epíteto de clásica: La obediencia nocturna a casi cincuenta años de su aparición continúa emitiendo su poderosa luz negra que la convirtiera en una de las mejores novelas de las letras mexicanas y del castellano y Fin de semana es parte del puñado de tomos de cuentos perfectos de nuestras letras. A pesar de estas virtudes ha estado largamente fuera del mercado, sujeta a vaivenes caprichosos: a veces encontramos sus libros, luego son imposibles de encontrar.
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Ciertamente hubo un tiempo en que era asequible: Los muros enemigos (1962) apareció en la colección Ficción, legendaria durante la dirección de Sergio Galindo (1957-1964), mientras que Fin de semana (1965) yLa obediencia nocturna (1969) fueron publicadas por Ediciones Era. Dos de éstas se incluyeron en la selecta colección Lecturas Mexicanas –la novela en 1987, Los muros en 1992–. Lo cierto es que a diferencia de otros cofrades de su extraordinaria generación –denominada de la Casa del Lago y también del Medio Siglo–, su bibliografía no está consagrada por colecciones y casas canónicas, como pudiera haber sido –y pienso aún que debería– el Fondo de Cultura Económica.
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He señalado ya que La obediencia nocturna y Los muros fueron recopilados en Lecturas Mexicanas. Su mejor libro de cuentos, Fin de semana, asombrosamente no fue reeditado. De modo que durante muchos años leer a Melo de manera cabal fue un privilegio casi exclusivo de los veracruzanos. Más que el demonio de la ironía, la ironía del demonio tramó que uno de los escritores más renovadores de la literatura mexicana quedara reducido a un dudoso papel de gloria pueblerina. En 1985 la Universidad Veracruzana lo incluyó en una colección de visos regionalistas denominada Rescate, con una ronda de ilustres veracruzanos ya difuntos como Juan Díaz Covarrubias, María Enriqueta Camarillo o José María Roa Bárcenas. Nada que objetar a la compañía ni a la intención –claro que es un clásico veracruzano– pero Melo vivía y pese a su deterioro y fragilidad aún era joven –cincuenta y tres años cumplidos– y hubiera sido mejor incluirlo en la colección Ficción de la misma universidad, que entonces coordinaba Luis Arturo Ramos, pionero del asedio crítico a este universo: Melomanías, la ritualización del universo, ganó el premio de ensayo José Revueltas de 1989.El agua cae en otra fuente, título homónimo de uno de los cuentos incluidos, con todo prosperó y dio impulso a una voz que ya desde la década de los ochenta se perfilaba como definitiva en nuestras letras. En la década siguiente otra institución estatal, el Instituto Veracruzano de la Cultura (Ivec), reunió cuentos publicados e inéditos en un tomo denominado Cuentos completos. Agotado el tiraje –me consta que sólo hay un volumen para consulta en el inexistente archivo del instituto–, Melo volvió a las catacumbas en las siguientes dos décadas.
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José de la Colina llamó a Melo un clásico secreto. Para ajustarse al juicio, acaso, durante todo este ya largo siglo XXI permaneció agazapado, un nombre legendario más que un autor real, a pesar de que nunca ha desaparecido del todo, pues no hay escritor ni crítico de aprecio que pueda ignorar su valía. Para paliar esta ausencia, yo mismo a principios de 2012, cuando dirigí la colección Mínima del Ivec, tramé una breve antología denominada La realidad intolerable, cuya selección y prólogo trazó otro gran melómano: Rafael Antúnez.
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Por estas peripecias editoriales la instauración de la colección Obras de Juan Vicente Melo por la Universidad Veracruzana resulta digna de encomio y la aparición de La obediencia nocturnaCuentos completos yAutobiografía, cada uno con prólogo de Luis Arturo Ramos, meritoria de celebración. Al fin, esperamos, Melo volverá a circular y a ganar nuevos adeptos. Al fin dejará de ser un nombre secreto para encontrar a esos lectores en ciernes a los que su poderosa y exigente literatura se dirigió.
La escritura y la seducción
Reeditar no es sólo devolver un autor al mercado sino una propuesta crítica. Hay escritores quienes desde su propio presente encontraron su sitio en el zozobrante sistema planetario de las letras; casos mayores, los de Octavio Paz, Carlos Fuentes o Juan Rulfo. Hay otros que a menudo ven su órbita desplazarse por la irrupción de nuevos astros, cuerpos que trastornan ciclos y posiciones. Sospecho que no ha sido este el caso, según expongo en la primera parte de esta recensión. Recuperar una obra es hasta cierto punto presentarla como novedad, en un medio y un contexto muy distinto al de su génesis. Todo rescate, deviene juicio final, quizá no haya una segunda oportunidad. De modo que más allá de las recomendaciones basadas en sentencias y en jerarquías, la mejor evaluación es cuestionar una obra como inédita. Situar sus méritos y cotejarlos dentro del orden al que pertenece. ¿Será capaz de hablarnos desde su presente?, ¿aporta sentidos a nuestro horizonte?
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Recorrer sin cortapisas la cuentística de Melo nos permite visitar conocidas arquitecturas y redescubrir con emoción pueril antiguas plazas, galerías y pasadizos apreciando sus matices. Si hay autores neuróticos, vehementes para controlar su escritura, Melo es uno de ellos. En los libros mayores Los muros enemigos yFin de semana, pero asimismo en sus cuentos dispersos agrupados bajo un arbitrario Al aire libre –¿por qué esa denominación? Entiendo que fue el elegido por Alfredo Pavón, responsable de la compilación del Ivec, pero no se justifica mantenerlo; obra no compilada hubiera sido más justo; atribuir títulos a quien ha muerto no es una práctica ni crítica ni éticamente muy loable– encontramos la fidelidad a una serie de constantes que igualmente permean La obediencia nocturna. Ese conjunto de tematizaciones y de concomitancias sería susceptible de agruparse bajo la doble valencia del simbolismo y el ritual. Ciertamente una pareja tal puede provocar equívocos: un ritual simbólico. Y no, se trata de dirimir claramente dos órdenes, que sin embargo están vinculados. La ritualización está presente en las costumbres. Los personajes de Melo comparten actos rutinarios: afeitarse, aplicarse agua de colonia, mirarse al espejo, recorrer las calles, encender un cerillo, convocar mediante la nominación… Y este empeño que indicaría una suerte de conducta obsesiva se complementa con una noción mágica: la simbolización del cosmos. Los personajes, además de propiciar la ventura con actos de seducción –esos rituales y hábitos–, la requieren mediante las manifestaciones supremas de la enunciación: la invocación y la escritura. Los personajes escriben de manera incesante aunque sea más un gesto que un método; escriben en las ventanas, en las mesas, en la piel propia y ajena. El propósito es cifrar: aprehender la inasible realidad en un código, en una red lingüística. Una propuesta de eludir la realidad a través de la alusión. Dualidad que afecta su sistema; aunque más visible en los cuentos igualmente sella la novela.
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Ciertamente la lectura continua permite reconocer olvidados aromas, escuchar las sinuosas notas que nos devuelven a un tema largamente olvidado, como esa canción que uno intenta recordar. Entre otros puntos: la repetición de los eventos, el carácter cíclico de los actos, el ascendente fatalista, la signatura mágica y supersticiosa que atiende a los enigmas de las diversas mancias, desde el esquemático zodíaco hasta los trastornos, los pequeños contratos que acordamos con el destino. De ahí la importancia de las variaciones en las condiciones atmosféricas, la vinculación entre fenómeno de la naturaleza, variación y epifanía, pues al modo del James Joyce de “Los muertos”, Melo es un devoto de la revelación. Momento que de súbito nos conduce a la alteración, la otredad, como la aspiración y tema secreto de este universo.
Río en la frontera
Más allá del elogio a la unidad de Fin de semana o a los logros individuales de cuentos como “Los muros enemigos”, “Cihuatéotl” o “El agua cae en otra fuente”, lo que importa es descubrir que las estrategias de Melo continúan siendo vigentes y en muchos casos semejan herramientas inéditas. Estamos ante uno de los escritores mexicanos que más ha extendido la frontera narrativa. Para destacar, para argüir por el lugar de un autor no basta con repasar la nomenclatura temática ni el instrumental quirúrgico de la teoría académica. Para detentar el papel de abogado que a la mitad del foro se yergue exigiendo una reivindicación es necesario el conocimiento: ni principio de autoridad ni memoria –recitar lugares comunes, modos ya aprendidos.
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Releer La obediencia nocturna es descubrir insólito su rico tapiz intertextual donde los versos de poetas de su generación y de otras lenguas, donde los motivos literarios propios y ajenos, e incluso situaciones se integran de manera perfecta a la escritura. Melo gozó de una prodigiosa memoria pero sobre todo un oído perfecto. La obediencia nocturna a su modo es nuestros Cantos poundianos con su voracidad rítmica y textual para alimentarse de versos, frases, acentos de otros. Es también un límite: una escritura que se encuentra siempre a punto del desbordamiento, que sí posee una anécdota y un tema, pero que sobre todo se presenta como un discurso cuyo principal mérito es el flujo. A caballo entre la riada de conciencia y el monólogo, entre la cita y la letanía, busca deliberadamente la opacidad semántica para mejor implotar su dimensión simbólica. Testimonio de la fractura de un orden es también una de las novelas límite. Después de ella, como en Beckett, sólo se avizora el silencio.
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En Melo la sintaxis lo es todo pero sería injusto reducir su narrativa a un asunto de escritura, en el sentido en que lo entenderían los antiguos maestros del nouveau roman y su corte crítica –de Roland Barthes a Jacques Derrida–. “Los muros enemigos”, “Viernes: la hora inmóvil”, por ejemplo son briosos ejemplos de complejidad en el manejo de los tiempos y los espacios textuales, de comprender y exponer que en el relato el triunfo se consigue únicamente a través de las palabras. Más que las acciones son los puntos de vista y el fraseo lo que nos presenta las escenas. ¿Cómo superar el manejo magistral de la prosa, el dominio de cada figura retórica hasta componer una escena única de simultaneísmo, de impresionismo lingüístico que nos ofrece en el relato “Los muros enemigos”?
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… la larga interminable hilera de paredes grises donde íbamos a poner nuestros nombres y la ventana de vidrios rotos que se abre y la mano desconocida que torna el arma que introduce la bala en el cañón que sube hasta los ojos que mira que centra que lo sigue que aprieta el gatillo y la bala que recorre el conducto negro que sale que silba que corre en el aire bajo el sol entre el calor al lado de otras balas dirigiéndose a él buscando su pecho el sitio preciso abajo exactamente abajo y un poco a la izquierda de la tetilla izquierda y no sentir nada solo ver el agujero y los muros enfrente y luego el caerse con todo y caballo el revolcarse entre la fina y pegajosa arena de los médanos el arrastrarse tratando de encontrar algo en qué sentir que todavía está vivo caminando como víbora hasta la orilla del mar en busca de remedio para esta sed el arrastrarse dejando un delgado camino de sangre que corre libre fuera de las arterias y venas rotas destrozadas.
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Con la reedición de sus principales títulos, Juan Vicente Melo regresa no como un autor del pasado, así sea esa gloriosa y hoy legendaria década de los sesenta mexicanos, sino como un creador del porvenir que hoy podemos convertir en presencia. Es hora de conocer finalmente a uno de nuestros clásicos más ignotos.