domingo, 2 de abril de 2017

José Juan Tablada: Hay orgías de salvia en la floresta

2/Abril/2017
Confabulario
José Homero

¿No es curioso que a los antiguos haijines, monjes zen vagabundos, los caracterizara el movimiento y que al introductor del hai kai –término que prefería el poeta al hoy más popular de haikú– y de la sensibilidad poética japonesa en nuestra lengua, José Juan Tablada (1871-1945), lo defina el movimiento? En una carta de 1919 dirigida a José María González de Mendoza, a propósito de las nuevas tendencias plásticas y literarias que había conocido durante su estancia en París, Tablada razona que aceptar la innovación o aferrarse a la tradición responde a una concepción del arte. Huelga decir, de una poética:
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Todo depende del concepto que se tenga del arte. Hay quien lo cree estático y definitivo; yo lo creo en perpetuo movimiento y en continua renovación como los astros y como las células de nuestro cuerpo mismo. La vida universal puede sintetizarse en una sola palabra: movimiento. El arte moderno está en marcha, y dentro de él la obra personal lo está también sobre sí misma, como el planeta, alrededor del sol.1
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A diferencia de poetas cuyo movimiento es una misteriosa forma de la inmovilidad, en Tablada el movimiento imbrica la mutabilidad con que el budismo zen, sustrato del haikú2, asume el universo. Fuera por influjo búdico, del conocimiento de la física einsteniana –consustancial no lo olvidemos a la teoría cubista que Tablada conocía tan bien– o de la asociación con la teosofía –doctrina a la que se convierte en la década de los veinte–, Tablada consideró a la existencia y con ello al arte, como transformación y cambio.
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Tablada detenta doble primicia: introducir el decadentismo en la poesía mexicana y ser el primer vanguardista. “Introductor del modernismo” lo llamó Amado Nervo3; “Introductor de la vanguardia”, Octavio Paz; “introductor del haikú” entona el coro.4
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Si conforme a la convicción general, la poética del Imagism –de impacto decisivo en el devenir de las poéticas occidentales del siglo XX– surge por influjo de la divulgación del haikú en occidente, en México y en nuestra lengua, los poemas sintéticos de Tablada, distribuidos en Al sol y bajo la luna (1918) y principalmente en Un día (1919), Li-Po y otros poemas (1920) y El jarro de flores (1922), transforman la propia noción de poesía. Nueva paradoja: Tablada, cuya obra es culmen del modernismo se convierte en victimario de aquella estética; la aclimatación del haikú y la preminencia de la imagen en detrimento del metro, serán el cimiento de la poesía que en adelante se escribirá en México. En un artículo polémico, el estudioso del haikú en Tablada, John G. Page, señala como distintivo del haikú en Tablada “la fuerza de la imagen desnuda de adjetivización”.5 Octavio Paz, reciente la muerte de Tablada, observó que su haikú “dio libertad a la imagen y la rescataron del poema con argumento, en el que se ahogaba”. 6 
Enseña el “Hsin Hsin Ming”, poema fundador del zen:
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Sólo mira calmamente:
Diversidad toda es Uno
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Si intentas condicionarle
Brotarás disturbación
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Seguirás individuando
La Unidad: no la sabrás7
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Unidad. Los primeros poemas de Tablada contienen elementos que encontraremos a lo largo de las sucesivas etapas de su hacer poético; sin menoscabo de la corriente en que se le sitúe: modernista, posmodernista, orientalista, nacionalista. Las instancias no importan, lo auténtico es la concepción poética.
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José María González de Mendoza, el célebre Abate, advirtió esa trama en la obra de Tablada:
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Pero universalidad no quiere decir dispersión, ni la multiplicidad implica necesariamente veleidad. La obra, “en marcha sobre sí misma, como el planeta, y alrededor del sol”, abarca, a medida que avanza, nuevas modalidades, mas en sus innovaciones el poeta sigue siéndole fiel. El nexo de su fuerte personalidad une las primeras obras con las últimas; éstas arraigan en aquéllas, y a la luz de la nueva expresión del mismo sentimiento, les presentan un nuevo sentido.8 
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Un hilo de oro nos conduce a través del aparente laberinto que es la obra entera de José Juan Tablada. La analogía, en la formulación de Charles Baudelaire, propone al universo como unidad plena de correspondencias. La articulación del universo es el lenguaje: proferir es crear, existir es decir. El poeta, en palabras del propio Baudelaire es un traductor que toma sus metáforas del libro del universo:
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Ahora bien, ¿qué es un poeta (tomo la palabra en su acepción más extensa) sino un traductor, un descifrador? En los poetas excelentes no hay metáfora, comparación o epíteto que esté adaptado con exactitud matemática a la circunstancia actual, porque comparaciones, metáforas y epítetos son recogidos del fondo inagotable de laanalogía universal y no podrían ser tomados en otro lugar.
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Si advertimos, Baudelaire contrapone a la analogía universal, la exactitud matemática, debido a que esa concepción analógica, en la cual se ha visto un influjo de las concepciones de Joseph de Maistre y de Emanuel Swedenborg, a partir de la perspectiva filosófica sustentada en la matemática de Baruch Spinoza, había caído en descrédito. Un poeta caro al romanticismo, Novalis, describe a la poesía en términos científicos: “bella matemática” y “matemática mística”. Baudelaire busca recobrar para la analogía su posición axial. Sin conseguirlo. Como bien observa Octavio Paz, la ironía disuelve esas correspondencias. Y esa ironía se encuentra presente en el famoso soneto: el lenguaje de las columnas es confuso.9
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Romper lanzas arguyendo a favor de la unidad y coherencia de la obra de Tablada… Hasta uno de sus contemporáneos, Jesús E. Valenzuela, director de la Revista Moderna (1898-1907), indicó con perspicacia que Tablada nos muestra la naturaleza de una forma insólita señalando esa inextricable unidad:
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Viva y palpitante, dentro y fuera de nosotros, encadenando desde el astro que se refleja en nuestras pupilas hasta la toxina que envenena nuestras venas o la recia roca que lastima nuestras plantas en la efímera vida de la tierra.10
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Hay en The Wall (1979), el film de Alan Parker conformado a partir del álbum homónimo de Pink Floyd, una secuencia impresionante: la cópula de dos flores, una de las cuales, émula de la vagina, termina devorando a la flor-falo. En seguida, tras la cópula terrible en que la flor literalmente deviene en la temible vagina dentada de los surrealistas, el bulbo se transforma en ave-reptil, casi pterodáctilo. Recuerdo tal secuencia porque remite a la temprana imaginería de José Juan Tablada, a quien sus contemporáneos unánimemente reconocen como el introductor de una nueva escuela estética, además de discípulo directo de Baudelaire11.
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Los primeros poemas de Tablada aparecieron principalmente en El Universal. Héctor Valdés los recopiló en el volumen I de las Obras completas, agrupándolos en la sección “Poemas dispersos”. De impronta decadentista, configuran al paisaje cargado de erotismo donde las mariposas, enunciadas no gratuitamente como falenas, copulan con las flores, devenidas azucenas, acaso para representar la albura nupcial, presente en el título del poema “Nupcial”, escrito en 1889 pero publicado en 1891.12
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No será éste el único poema donde la naturaleza es afectada por el furor erótico: los insectos copulan con las flores o la luna con la floresta13. La llegada de la primavera, por ejemplo, se percibe, como en general toda la ronda de las estaciones, con una óptica sexual:
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Hay orgías de salvia en la floresta,
Los árboles bañados
De luz y de color, tienden las ramas
A la luz clara y al ardiente rayo.14
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Este poema, “Floreal”, propone además una liturguia procedente de la mitología griega, dilecta de Tablada: la azucena se convierte en Danae. La identidad se debe a que la flor es como una doncella violada por un agente metamórfico. En este sistema de correspondencias y metamorfosis el polen es la lluvia de oro que es el semen divino que impregna el núbil vientre/recipiente:
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La azucena es Danae, el polen tiembla
Como una lluvia de oro en su regazo,
Y su talle se mueve estremecido
Al temblar convulsivo del espasmo.15
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En cierta manera, “Floreal”, un poema incluido en el primer libro de Tablada, Florilegio (primera edición 1898; segunda, 1904), se antoja una variación de “Nupcial”, ya que en éste el polen posee también a la azucena:
Y el polen la inundó, sintió su abrazo
Y un ósculo de amor en cada poro,
Y temblar en su mórbido regazo
¡la dulce lluvia de sus besos de oro!16
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Si representar a la polinización con atributos de la cópula humana implica una metáfora pero natural e incluso analógica en el sentido que el término tiene en biología (elementos distintos comparten una función, en este caso la reproductiva), lo sorprendente es que incluso la transición de la luz a la sombra en el crepúsculo nocturno se asuma como una posesión.17
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Esta concepción plena de erotismo del universo, escenario de cópulas y de continua metamorfosis, no cambiará con el ulterior misticismo del poeta. Los poemas de su periodo último comparten ese sistema de correspondencias donde los elementos, merced a su función, irrumpen y trasgreden los ámbitos separados; acaso porque esa separación es ilusoria. En Un día, un haikú remite a esa identificación entre arriba y abajo, entre cielo y tierra, pero sobre todo entre flor y violación:
Apenas la he regado
Y la mata se cubre de violetas
Reflejos del cielo violado18
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Del mismo modo veremos que ese mundo animal al que con aparente inocencia parece acercarse el poeta maduro contiene seres que se comportan con la galantería y la incontinencia sexual de los galanes humanos. El gallo de La feria puede convertirse en un sultán o un califa en el serrallo cuya promiscuidad haría palidecer a Salomón.19 Lo cual nos remite justamente a esa concepción de la analogía como unidad en lo diverso. La naturaleza se forma mediante lenguaje pero entre los elementos de la naturaleza comparten vínculos. Remitir esa concepción a su noción medieval, estudiada por Michel Foucault20, implica reconocer la inextricable unidad entre los elementos del micro y el macrocosmos, esa verdad hermética asentada en la Tabla Esmeralda de Hermes Trimegisto. Concepción de la realidad como mutación de contrarios, indisociable de la doctrina budista, familiar a Tablada.
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Si bien esta concepción analógica del universo como un sistema erótico –¿ecos de Charles Fourier matizados a través de la lectura de Charles Baudelaire?– determina una afinidad entre la imaginería decadentista y la nacionalista, expresa en La feria (1928), un libro que aún no ha sido apreciado con justicia, no es la única analogía a lo largo de esta obra. Menos visible pero asimismo importante es la asociación entre vida y navegación. La operación analógica ve en el mar una metáfora de la existencia. Quien navega es el hombre. Sus decisiones implican la conducción de la barca a través del cambio constante que simboliza el mar. El único puerto posible es la muerte. La expresión más fehaciente de tal concepción la encontramos en la “Epístola primera”, correspondiente al poema “Epístolas a un sibarita”21. El propio título denota ya la contrición que en ese momento de su vida afecta a Tablada. Arrepentido de haber cultivado el decadentismo, de sus coqueteos con el satanismo y los opiáceos, Tablada en 1904 decide transformar su vida. Se recluye en una casa de salud, se ajusta a una rutina gimnástica.22 
Jorge Luis Borges conjeturó en un ensayo célebre que las metáforas eternas son aquellas que poseen un vínculo diríase natural: comparar las estrellas con los ojos, la mujer con la flor. Tablada muestra al universo como un sistema de correspondencias afectado por el eros –ese sentimiento que mueve al sol y las demás estrellas, según fórmula famosa de William Shakespeare– y a la vida como un peregrinar, como una travesía marítima donde el navegante enfrenta la intemperie. No sorprende entonces que esta metáfora “natural”, la concepción de la vida como un mar y del hombre como navegante, lo que implica una alegoría, encuentre eco en otra metáfora intrínseca al pensamiento zen: la idea del camino. El monje, el estudiante, se aventura por los caminos como un vagabundo del mismo modo que el poeta de Tablada es un navegante aventurándose por el proceloso océano.
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La unidad que sostiene la obra en apariencia dispersa de José Juan Tablada, que González de Mendoza llama universalidad y Paz fidelidad a la aventura, se sustenta en el uso de comparaciones analógicas, pero éstas existen porque Tablada, lector de los artífices decadentes, Theodore de Banville o Joris Karl Huysmans, como avizoran sus contemporáneos, poseía un don único para apreciar, más allá de las diferencias, la comunidad de rasgos. Y aquí acaso sea pertinente asociar este don con otro menos conocido: Tablada no sólo fue un gran crítico de arte, un connoisseur y un coleccionista sino que cultivó el dibujo y la pintura. Prefirió la miniatura y las láminas naturalistas. Por ello no sería gratuito remitir a su formación naturalista ese don para observar la diversidad natural y apreciar la unidad de la creación, a la vez que para encontrar en el mundo de los insectos y de la hierba los ecos del cielo estrellado y la música de las esferas. Un episodio de su niñez ilumina y acentúa la impresión de una educación plástica:
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En pintura se especializaba en ornitología, sólo pintaba pájaros, con la única preocupación de reproducirlos fielmente, y porque me tenía afecto y apreciaba mi actitud contemplativa, me iniciaba en sus pintorescos conocimientos de naturalista, de pintor y de amante de la belleza plástica … Atribuyo en gran parte al tío Pancho el interés hacia los animales que más tarde habría de desarrollarse en mí, manifestándose al principio asaz negativamente, convirtiéndome en entomólogo y haciéndome matar, para estudiarlos, cuantos insectos podía atrapar, pero que al fin, tras de análisis tal, operó su síntesis en puro y grande amor hacia “los hermanos inocentes del hombre”.23
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¿Se ha advertido que un buen puñado de poemas de Tablada comparten, además de metáforas, escenarios y comparaciones comunes, algunas de las cuales he señalado al paso –la noche, el bosque, pero también el aquelarre, la posesión en la recámara o el jardín galante, la seducción del vampiro, a veces trasmutado enfemme fatal– una situación que puede comprenderse y enunciarse en una suerte de fábula en el sentido formalista? Poemas del periodo modernista y posmodernista, como “Transmigración”24 u “Odas nocturnas”25, proponen una narratividad: el recorrido de un elemento que busca un objetivo. Puede ser el vuelo, la salida, la búsqueda, el arribo, el camino, el encuentro. Y el complemento, el objeto hacia el que se proyecta o dirige ese elemento es asimismo diverso: una flor, la luna, la amada… En esta fábula burdamente expresada y resumida se advierte un recorrido que persigue una cierta posesión, un encuentro que en cierta manifestación se revela trascendente. Es que en rigor se trata de una transformación del periplo del alma, la aventura divina que cifra el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz.26 El gran episodio narrativo en la poesía de Tablada es el tránsito crepuscular: la transformación de la luz en sombras o de las sombras en luz. Menciono “Mascarada”, donde dicho tránsito es animado por dos personajes de la Commedia dell’Arte, Pierrot y Colombina, o “Alba mística”27, que describe el amanecer en un templo. El poema que mejor ilustra esta huida del alma y su vinculación con el paso de la noche al día es “El poema del alma”:
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Pero una aurora estalla tras de la noche obscura!
La sombra huye del cielo que el iris empurpura,
Del yermo conflagrado germina en las arenas
La cándida fragancia de un campo de azucenas
Y borra al fin la culpa más grande y más umbría
El llanto silencioso del que en la sombra expía…28
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Clasificar la poesía de José Juan Tablada mediante periodos puede servir para una periodización, para ilustrar incluso con sus poemas tales periodos –el modernismo, el posmodernismo, la vanguardia, el nacionalismo… Poco sin embargo puede decirnos de la esencial unidad y belleza, en el sentido romántico, que entraña tal obra. Tras la muerte de Tablada acaecida el 2 de agosto de 1945 hemos aprendido, paulatinamente a apreciar primero la riqueza, después la diversidad y posteriormente a reconocer la unidad en la diversidad, la grandeza de esta poesía. Su fulgor pareciera emitirse hacia el futuro.29 Desde el pasado la estrella de Tablada continúa alumbrándonos y el periplo que trazó con su poesía y la inextricable unidad que ésta tiene con su vida, orienta nuestros caminos.
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Notas: 
1 “Las nuevas teorías estéticas de José Juan Tablada”, publicada en Álbum Salón, T. I. Núm. 5, mayo de 1919. En La crítica de arte en México, 1896-1921: estudios y documentos, Xavier Moyssén Echeverría, Julieta Ortiz Gaitán, comps. Instituto de Investigaciones Estéticas, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1999, p. 260.
2 Vid. José Vicente Anaya, “Breve destello intenso (el haiku clásico del Japón)”, en La Jornada Semanal núm. 64, 2 de septiembre, 1990, pp. 42-44.
3 Amado Nervo, Obras completas II, Madrid, Aguilar, 1956. p. 341.
4 Vid. John G. Page, José Juan Tablada: introductor del haikai en Hispanoamérica, México, UNAM, 1963.
Seiko Ota, un investigador japonés de la Universidad de Estudios Extranjeros de Kyoto, comienza su estudio “José Juan Tablada. La influencia del haikú japonés en Un día…” con estas palabras:
José Juan Tablada (1871-1945) fue introductor del haikú japonés en la poesía en español.
5 John Page, “José Juan Tablada y el anti-haiku”, en La Jornada Semanal núm. 64, 2 de septiembre, 1990, p. 41.
6 Octavio Paz, “Estela de José Juan Tablada”, en Las peras del olmo, México, Seix Barral, p. 53.
7 “Hsin Hsin Ming”, Mente afirmada en mente”, trad. de Carlos Ortega Guerrero, La Jornada Semanalnum. 64, 2 de septiembre, 1990, p. 40. [s. fa]
8 José María González de Mendoza, Los mejores poemas de José Juan Tablada, México, Biblioteca del Estudiante Universitario, UNAM, p. XVI.
9 Charles Baudelaire, “Correspondencias”, en Las flores del mal. México, Historia Universal de la Literatura, Editorial Origen, p. 15.
10 “Para un libro de Tablada”, en José Juan Tablada, Obras completas, tomo I, México, UNAM, 1991, pp. 168-69.
11 Jeanbernat, “Decadentismo”, en La construcción del modernismo, Belem Clark de Lara, Ana Laura Zavala Díaz, comps. México, Biblioteca del Estudiante Universitario, UNAM, 2002, pp. 151-157.
12 José Juan Tablada, op. cit., p. 30.
13 Cf. Crónica de la poesía mexicana. José Joaquín Blanco efectuó una certera lectura de esta condición: “Lo novedoso es el tratamiento franca y excesivamente sexual del paisaje, que no era cumplimiento de receta hispanoamericana sino introducción del escándalo… En el Tablada adolescente la naturaleza idílica se vuelve desenfrenadamente fornicatoria: las lianas se trenzan como piernas de amantes y los “pálidos estambres” de las flores se erigen fálicamente” (pp 30-31).
14 J. Tablada, op. cit., p. 64.
15 Ibid.
16 Una variante de esta asociación metafórica aparece en “Díptico”, donde los elementos presentes: “polen dorado” y “flor desmayada”, si bien remiten a la posesión, no son caracterizados como eróticos. En vez de una metáfora advertimos una asociación metonímica. La amada que mira caer el polen sobre la flor piensa en su amado. Es decir, anhela la posesión pero no lo indica. Tablada. op. cit. p. 208.
Si el reguero de polen dorado
ve caer en la flor desmayada,
ella sueña en que viene el amado
y en que besa su frente inclinada
17 Remito a “El crepúsculo”:
Y esa cadencia de dolor preñada…,
Ese angustiado acento,
¿no es tu grito de virgen inmolada
que ledo arrastra el rumoroso viento? op. cit. p. 30.
18 op. cit., p. 375.
19 op. ci., p. 469.
20 En Las palabras y las cosas.
21 Tablada, op. cit., pp. 353-55.
22 José Juan Tablada. Obras IVDiario (1900 – 1944), Ed. de Guillermo Sheridan, México, UNAM, 1992. (Nueva Bilioteca Mexicana, 117)pp. 31-33.
23 José Juan Tablada, La feria de la vida, México, Botas, 1942, pp. 72-73.
24 op. cit. ,pp31-32.
25 op. cit., ,pp 50-51.
26 Cf. “Los dos florilegios”. Con perspicacia González de Mendoza advierte esta presencia: “Ya en El florilegio, su primer libro, hay versos donde álzase el alma sobre el ardor pasional”. Ensayos selectos, México, Fondo de Cultura Económica, p. 132.
27 op. cit., p. 202.
28 op. cit., pp. 218-21.
29 “José Juan Tablada visto a fines del siglo XX” de Rubén Lozano Herrera [en La república de las letras: asomos a la cultura escrita del México decimonónico, Belém Clark de Lara, coord.] ofrece un ejemplar estudio de la recepción crítica que ha merecido la obra de José Juan Tablada; desde los estudios pioneros de José María González de Mendoza hasta los más recientes. Leyéndola advertimos como el fulgor que emite Tablada parece cobrar brillo a medida que trascurren los años.

Yo, ¿crítico literario?

2/Abril/2017
Confabulario
Huberto Batis
El primer ejercicio de crítica literaria lo recibí de mi padre. Cuando le dije que me quería venir a la Ciudad de México a estudiar Filosofía y Letras, me preguntó qué tipo de escritor iba a ser y me pidió que escribiera algo para que él pudiera leerlo. Fue mi primer crítico implacable. Me dijo que no servía para nada. Sin embargo, yo quería ser escritor. Esa era una idea que había “mamado” en el Instituto de Ciencias, por las enseñanzas de mis maestros jesuitas Enrique Ríos Turnbull y Manuel Lapuente, ambos poblanos. Enrique Ríos me decía que mis escritos en la revista Folklore eran muy buenos.
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Tiempo después, en la casa de probación jesuita de Santiago Tianguistenco, Estado de México, conocí al padre Alberto Valenzuela Rodarte, mi maestro de español y latín. Era un zacatecano que publicaba artículos en la revista Ábside, de los hermanos Gabriel y Alfonso Méndez Plancarte y Alfonso Junco. Valenzuela era un cabrón tremendo. Todos los días me humillaba y me hacía limpiar su cuarto, su baño, su excusado. Aun así le debo mucho. Después el profesor Valenzuela se fue a Guadalajara y se hizo amigo de mi papá, quien lo admiraba. Yo le tenía animadversión, por no decir rencor por el trato que me había dado.
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En 1956 en la Ciudad de México entré a trabajar a la Imprenta Universitaria de la UNAM, que había fundado en 1935 el rector Luis Chico Goerne. Mi oportunidad se dio por invitación de Henrique González Casanova, su director. A él lo conocí por coincidencia en un camión que yo tomaba sobre Insurgentes, en la colonia Noche Buena, donde rentaba un departamento con Carlos Valdés y luego fue mi departamento de casado con Estela Muñoz Reinier, mi primera esposa. Cuando me preguntó qué hacía, le dije que había entrado a la Facultad de Filosofía y que también escribía. Entonces me ofreció trabajar en la Imprenta Universitaria. Le dije que sí sin saber lo que decía porque debía hacer todo un viaje a la calle de Bolivia #17, en el Centro Histórico. Por fortuna, cuando la imprenta se mudó a Ciudad Universitaria, quedó en la entrada principal de Avenida Universidad. Ahí, afuera de sus instalaciones, aún tienen exhibida una máquina de linotipo a la que llamábamos “La Mamuta”, casi de la época de los incunables (1450-1500).
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Al mismo tiempo que trabajaba en la Imprenta, empecé a colaborar en la Revista de la Universidad de México, donde trabajaba Carlos Valdés. Él publicó mis primeras reseñas críticas. En 1963, Federico Álvarez, a quien conocí durante mi doctorado, me preguntó por qué no hacía reseñas para La Cultura en México, el suplemento que dirigía Fernando Benítez en la revista Siempre! La redacción estaba en la calle de Vallarta #20, colonia Tabacalera, muy cerca del Monumento a la Revolución. Ahí me sentí en familia porque encontré a un hombre bondadoso y amable: era Fernando Benítez. Su diseñador era el pintor Vicente Rojo. Cuando lo conocí estaba haciendo el dummy del próximo número. El secretario de redacción era mi amigo, el escritor, José Emilio Pacheco. Él revisaba los artículos, los corregía, calculaba el espacio. Si la revista ya tenía su prestigio, empezó a ser más leída después del escándalo de la separación de Benítez de Novedades y del recibimiento que le dio José Pagés Llergo en Siempre! Ahí empecé a alternar mis reseñas con Federico Álvarez y Salvador Reyes Nevares. Sin embargo, te pagaban muy poco por la reseña de un libro que te podía llevar semanas de lectura. Le llamábamos reseña “fenomenológica” a la reseña que sólo describía el libro. Era muy raro que aventuráramos elogios, censuras o correcciones, no digamos reprobar o recomendar la lectura del libro.
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Sé que ahora las editoriales mandan libros de cortesía a las redacciones de los periódicos con la intención de que les ayuden en la promoción, para ofrecerles entrevistas o adelantos editoriales. En aquella época te los daban con mucha dificultad. Por ejemplo, en el Fondo de Cultura Económica había que ir con el señor Antúnez, quien nos exigía copia de la reseña de alguno de los libros que te había dado. Sólo así te daba otro. A medida que me fui haciendo de un nombre, los autores mismos me empezaron a mandar sus libros dedicados.
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Si se reunieran las reseñas que un escritor hace en su vida, se llenarían varios tomos que serían base para establecer historias de la literatura de un periodo, no se diga si se hicieran antologías de crítica comparada. El periodismo literario es un cementerio de frustraciones y embelecos.
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Pero el oficio de crítico literario es muy ingrato. Te consigues muchas enemistades gratuitas. Aunque trates de ser objetivo, los autores se molestan contigo. En una ocasión reseñé un libro de Archibaldo Burns. El día que nos conocimos creo que en un cine—, sin decir “agua va”, me dio un golpe durísimo en el estómago y caí al suelo. Dijo que le habían molestado mucho mis “insultos”. En realidad a mí me había gustado el libro, pero tampoco era del otro mundo. En segundas nupcias se casó con Beatrice Trueblood, mi jefa en el Comité Olímpico, y nos hicimos muy amigos. Él caminaba renqueando porque de joven lo habían mandado a estudiar a Inglaterra y en un partido de polo se cayó con todo y caballo.
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Pero la crítica literaria también me dio amigos de provincia. Cada que venían a la Ciudad de México me buscaban y me traían golosinas, en especial recuerdo una caja de aguacates de Uruapan. Si algo leí en mi vida fueron los libros de mis coetáneos. Quedo debiendo una historia crítica de la última mitad del siglo XX, que viví con profunda intensidad; pero al mismo tiempo que los libros del nuevo milenio, una vez desaparecidos mis compañeros de generación, me dejan frío. Podría decirse que no me interesan, justo castigo a los pecados de juventud.
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En especial, debo a Juan García Ponce gran parte de mis conocimientos en la literatura europea: Robert Musil, Thomas Mann, Heimito von Doderer, Pierre Klossowski, etc., con la música y la pintura que arrastran consigo y forman parte del mundo precioso que viví gracias a su guía.
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Al café de la Facultad de Filosofía y Letras solían presentarse compañeros con decenas de libros bajo los brazos, apoyados en la cintura. “Bibliografía de combate”, le llamaba Alí Chumacero. Querían presumir que estaban leyendo todo eso. Nos prestábamos unos a otros los libros más preciados. Había maestros del robo que se metían ejemplares en los calcetines (principalmente libros de bolsillo). Los sujetaban contra su pantorrilla con el resorte del calcetín y lo cubrían con el pantalón. Recuerdo haber dejado en mi biblioteca a Luis Mario Schneider mientras yo atendía algún asunto. A mi regreso, el “ché” me enseñó más de diez ejemplares metidos en el pantalón, la espalda, la camisa, el portafolios. Dante no imaginó castigo para la bibliofilia de los acervos ajenos, tanto públicos como privados. Es el más odioso de los latrocinios, según considero.
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Mi amigo Vicente Alverde fundó dos o tres librerías muy concurridas por sus amigos, quienes no se tentaron el corazón para dejarlo en la ruina. Tuvo que rematar los ejemplares que logró salvar y cayó en una profunda tristeza que lo llevó al suicidio.

Un profeta llamado Renato Leduc

2/Abril/2017
Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer

De Renato Leduc (México, 1895-1986) se recuerdan muchas anécdotas. Personaje señero de una generación donde el cacumen se mezclaba con lo académico, basaba su producción en una vida de trabajo en los más distintos lugares de la historia mexicana: telegrafista villista, censor cinematográfico, diletante en París, periodista combativo. Pero poco se le tiene como poeta, a pesar de que sus versos tenían mucho de crítica y más de ese humor franco y eficaz que lo hizo parte ineludible del México que habitó.

Las correrías de esa generación muy anterior al sida, el vih y demás enfermedades que hicieron cambiar algunas costumbres sexuales, están en la prosa de Leduc. Desde el amante de la esposa que amanece en la cama conyugal y escucha la vida campirana entre el gallo, el buey y las estrellas que se disuelven en el amanecer (“Égloga iv”), hasta la ciudad que cobija lo mismo a madres obesas de hijos pequeños hasta las doncellas del cabaret (“Oda a la ciudad”). Pero el sexo anida en las formas primordiales: el hijo que ha matado al padre, sueña que el río se lleva el cadáver de la hermana, profanada por el incestuoso y sus “turbulentas entrañas” (“Parricidio”). Más allá de la forma poética en que Leduc traslada el crimen a formas cinematográficas, el poema nos da la visión del autor, más preocupado por cómo veremos al cuerpo flotante de la hermana, desnuda y mostrando “un seno, el sexo dorado, otro seno” en la superficie del agua, apenas con el nivel suficiente para refractar esa piel y sus turgencias.

Leduc anuncia sus contenidos favoritos (“Temas”): “Va pasando de moda meditar./ Oh, sabios, aprended un oficio./ Los temas trascendentes han quedado, /como Dios, retirados de servicio./ La ciencia… los salarios…/ el arte… la mujer…/ Problemas didascálicos, se tratan/ cuando más, a la hora del cocktail.” De ahí que el libro “del buen amor” tome las pesadumbres que las mujeres dejan en los cínicos y los tímidos, todos burlados y burladores en las lides de las féminas y sus despechos y apetitos. Abierto crítico de la religión y sus abusos, filtra a la Virgen de Guadalupe en un poema dedicado a otra Guadalupe, con quien vive el amor entre sus ojos oscuros, “negros como la fama de una suegra” (invocación a la Virgen de Guadalupe y a una señorita del mismo nombre: Guadalupe).

En el sentimiento del siglo xxi, donde privan los sentidos y la individualidad, Leduc acierta en lo atemporal del disenso entre hombres y mujeres y, como buen macho de su época, acepta el dolor que infligen las hembras que deciden sobre los moscardones que las circundan. Más allá del discurso femenino de independencia e igualdad, Leduc pervive en el imaginario inconsciente de quienes se duelen de no compenetrarse con el sexo contrario. “Mas por una padecen los jóvenes, los viejos,/ los sabios, los mediocres, los pendejos…/ yo, que la sufro cerca, tú, que la lloras lejos…” (aquí se presume que todo linaje de hembras son, aunque deseadas, malas).

Leduc, el visionario, no dejó de burlarse de los corruptos. Banqueros y funcionarios eran sus favoritos. En la parte final de un sexenio donde los escándalos de corrupción brotan, gracias a la información de redes sociales imposibles de ser censuradas como sucedía con diarios y televisoras de hace unas generaciones, retomar a Leduc y sus críticas provoca una sonrisa no sólo por ver cómo verdaderamente la corrupción no es algo novedoso, sino por admirar la elegancia en las formas y la profunda mirada humorística de quien comprende que sólo queda señalar al corrupto ante la imposibilidad de un cambio de fondo real. No lo sabría Leduc, que vivió la Revolución y sus componendas. Trata al banquero como un coyote. “Cual diligente perro de negocios/ viaja por el desierto a trote largo/ como si fuese a una reunión de socios/ y de usurario banco a hacerse cargo.” Fiel a la tradición humorística de hacer escarnio propio para evidenciar al lector, muestra que, como aquel banquero del que habla, él le debe ese homenaje al “Señor de la rapiña… y del vagabundaje.” (“El coyote”). Dentro de sus muchos aciertos, el poema señero que describe a los legisladores obedientes (“El diputado”) resume la perspectiva ciudadana sobre quienes cobran por no trabajar: no comparecen a las reuniones legislativas, incluso los representantes de partido; saltan de una Cámara a otra durante décadas, gracias a los nombramientos plurinominales o a colocar candidatos en distritos asegurados; se duermen o chatean cuando van y, como en la toma de protesta de Calderón, son capaces hasta de golpearse o arrojarse objetos desde la “máxima tribuna” del país, en franca instrucción a los salteadores de supermercados que usan los gasolinazos como pretexto para delinquir; o simplemente obedecen, como sucede en la Cámara de Senadores, donde se aprueban por mayoría nombramientos propuestos por el Ejecutivo con clara dedicatoria –ternas de un solo aspirante– en lugares claves del sistema mexicano: ministros, fiscales, etcétera. Pero, bien refiere Leduc, el asunto es llegar al puesto, lo demás es lo de menos: “Trasudando sufragio-efectivo/caga sangre el señor diputado/al pensar que pudiese algún vivo/comerle el mandado…” Emparentados políticamente legisladores y magistrados (especialmente los elegidos por vía legislativa y no por oposición), estos últimos también son evidenciados por Leduc (“El señor magistrado”) como de “criterio cretino pero afilados dientes”.

Los políticos y las mujeres como fuente de desdichas son dos de las muchas constantes en el imaginario mexicano. Leduc las inmortaliza con precisión literaria y, mejor aún, con el matiz humorístico que permeó por décadas en su crítica pluma, donde quienes sabían leer el mensaje “oculto” podían identificar al destinatario de la pulla. Al final, las malas gestiones de políticos y comerciantes (siempre los banqueros para Leduc) llevan a una inexistente justicia social donde millones apenas sobreviven y pocos llegan a ser millonarios de nivel mundial, algunos por trabajar y otros por robar: eso no le importa a los niños famélicos que levantan la mano ante la falta de oportunidades.

“¿Dónde está la justicia…? Debajo de una mesa/ contempla al magistrado que eructa y que bosteza…”

sábado, 1 de abril de 2017

Moby Dick Viaje místico al abismo

1/Abril/2017
El Cultural
L. M. Oliveira

Para Antonio Gil, que fue el primer marinero en hablarme de Mocha Dick y de la isla Mocha, que espera su destino frente a las costas de Chile.
Regresé a Moby Dick buscando venganza, porque estoy en una novela sobre el asunto. Es común que lea del tema al que me aboco. Por supuesto, ningún creador está obligado a ningún método, sólo cuento un paso del mío, que es de muchos. Hay quienes voltean al mar, otros investigan como detectives. Y claro, muchos se ríen, porque les dan risa los “asuntos” en la novela: ¿qué es eso de una historia de venganza?
De las novelas que leí, dos me parecen descomunales: El conde de Montecristo y Moby Dick. La primera es la demostración de que la venganza es un plato que se come frío. La segunda muestra con toda su fuerza el poder de la obsesión que es capaz de cambiar radicalmente el ser de una persona. Hoy no diré más de Montecristo, estoy dominado por Moby Dick, representación suprema de una lucha a muerte y de la transformación radical. En ese sentido, también es expresión de un misticismo desbocado, ingobernable.

“EL FUROR Y EL ODIO”

Sin duda la ballena es la encarnación del sentido de la vida de Ahab. Esto no es poca cosa, son escasos los seres humanos que se aferran, a veces con locura y otras con lucidez, a una idea que ilumina los pasos de su vida; a una obsesión que lo justifica todo, como sucede con la enfermedad que transforma la vida de algunos, con ciertos amores, con la revelación mística, y con la venganza. Esas transmutaciones radicales sólo están al alcance de Dios, y que conste que lo digo desde un agnosticismo profundísimo. Dios, creo yo, es una forma de nombrar la fuerza transformadora que le da sentido a la vida, no es un creador. En tales términos, dice Ismael,
no hay, pues, muchas razones para dudar que desde ese encuentro casi fatal [cuando la ballena le segó la pierna con la mandíbula] Ahab alimentó una terrible necesidad de venganza contra la ballena, que cada vez se exacerbó más en él, pues en su insensata obsesión llegó a identificar con Moby Dick no sólo todos sus males físicos, sino todas sus exasperaciones intelectuales y espirituales.
Así pues, en ese encuentro casi a muerte Ahab tuvo una revelación: su vida estaba destinada a combatir a la ballena.
Todo lo que atormenta y enloquece más la razón humana; todo lo que trastrueca las cosas; toda verdad contaminada de malicia; todo lo que enturbia la mente; todo el sutil demonismo de la vida y el pensamiento; todo el mal estaba encarnado en Moby Dick para el enloquecido de Ahab y, por lo tanto, en ella le era posible atacarlo. Sobre la blanca giba de la ballena, Ahab acumulaba la suma de todo el furor y el odio sentidos por su raza desde Adán.
Y no nos confundamos con la mención del demonio, todo lo demoniaco es divino y es que o hay un solo dios con dos versiones de sí mismo, o son muchos los dioses. Aquí lo que importa es el destino que se manifiesta, la posesión diabólica/divina, la vida como instrumento de un fin, la vocación tan profunda que impide hacer cualquier otra cosa.

EL DEMONIO
DE LA VENGANZA

¿Es eso tenacidad y determinación? No, sólo pueden ser determinados quienes pueden obrar de otra manera. Ahab no puede porque ya no será nunca el de antes, con dudas y amores, ha sido poseído por la aciaga venganza. Así, cuando discute con Starbuck, le dice: “En esta obsesión mía con la Ballena Blanca tu cara debe ser para mí como la palma de la mano: un vacío sin labios ni forma. Ahab es ya Ahab para siempre, hombre”. Es decir, Ahab es venganza y sólo puede ser venganza, como el aire sólo puede ser etéreo. Y en ese sentimiento inmutable hallo la demostración de un misticismo definitivo.
Más tarde, la realidad demuestra su imposibilidad de hacer cualquier otra cosa, por más que quiera, que intentar cazar a Moby Dick. Después de atravesar el Pacífico, el Pequod (para quienes lo ignoran, es el barco que capitanea Ahab), se topa con el Rachel. Durante todo el trayecto, Ahab sólo se interesa por preguntar a los tripulantes de otras naves si han visto a la ballena blanca. El capitán del Rachel le dice que sí, han batallado con ella, han perdido un bote y desde entonces no han parado de buscarlo pues desgraciadamente, a bordo va uno de sus hijos, de apenas doce años. El desesperado capitán pide la ayuda del Pequod. Los marineros, gracias a la solidaridad que propicia la soledad del mar, no dudan un segundo en ayudar. Pero cuando están listos para comenzar a buscar en colaboración con el Rachel, Ahab pega un grito y ordena a sus hombres que no toquen una sola vela. “Capitán Gardiner, no acepto. Y estoy perdiendo el tiempo. Adiós capitán. Que Dios te proteja y yo pueda perdonarme a mí mismo, pero tengo que seguir”. Díganme si, en este acto inhumano, no relucen con toda su superficie de acero los rieles que conducen el alma de Ahab, quien actúa a sabiendas de que ni él mismo podrá perdonarse lo que hace. Con esa determinación habrán avanzado los evangelizadores de estas tierras: debo llevar la palabra de Dios aunque a cada paso cometa actos que no puedo perdonarme. Y sin embargo Ahab encuentra en su maldición un bálsamo: “En esta caza mi mal se convierte en mi salud más deseada”. Su obsesión lo enferma como una náusea que sólo se disipa al buscar darle caza a la ballena. Ahab es un personaje absolutamente atormentado: “La marca del nacimiento —afirma—, triste e imborrable en la frente del hombre, no es sino la huella del dolor de quien lo ha creado”.
Cualquier adaptación de Moby Dick que no retrate este sentimiento ha fracasado, y no es que quiera polemizar sobre loque es una buena adaptación al cine y lo que no, pero la novela de Melville no es la anécdota de balleneros cazando a su enemigo (Moby Dick aparece en escena en el capítulo 133, que comienza en la página 730 de la edición que tengo), sino la historia de una obsesión con todo su peso, la descripción de cómo actúa un ser humano tomado por el demonio divino de la venganza. Un Ahab sin tormentas, sin el dolor de todos los tiempos desde Adán, no es Ahab. Y Moby Dick sin Ahab no es Moby Dick.

ISMAEL, EVANGELISTA

Moby Dick es dios e Ismael es su evangelista. Así como Mateo nos cuenta los milagros de Jesús, Ismael nos relata los poderes inigualables de la ballena, su tamaño difícil de calcular, lo sorprendente de su chorro, lo difícil de su caza. Y con todo y que nos habla del cachalote por cientos de páginas, nos advierte: “Sólo en el corazón de los más fulmíneos peligros, sólo bajo los vórtices de su cola enfurecida, sólo en el mar profundo e ilimitado puede revelarse la ballena en toda la verdad de su vida”. En otras palabras, nos dice: nada de lo que he dicho alcanza para palpar el terror de enfrentarse en un bote a un leviatán (así nombra a esos grandes demonios), esa es labor de santos, de semidioses: “Cualquier hombre puede matar a una serpiente, pero sólo un Perseo, un San Jorge, un Coffin tienen el valor de enfrentar a una ballena”.
De entre todas las características demoniacas de la ballena blanca, quizá la que parecería menos relevante es precisamente su color. Pero un buen evangelista no deja pasar un detalle así: si la ballena es tan maligna y poderosa, como tantas veces nos dejan saber tanto Ismael como Ahab y los capitanes de otros barcos, ¿por qué es blanca? ¿Qué no es el blanco la representación de la pureza? El capítulo 42 nos habla de la blancura de la ballena. Ismael nos dice que más allá de todas las consideraciones obvias de por qué Moby Dick es aterradora, la característica que a él más terror le despierta es su blancura, cosa difícil de explicar, pues el blanco suele resaltar la belleza de las cosas: así sucede, nos recuerda, con el mármol, las camelias y las perlas. Pero sucede que cuando apartamos la blancura de las cosas gratas y la asociamos con aquello que nos aterra, el terror se magnifica: ahí están el oso polar y el tiburón blanco. No olvidemos la palidez de los muertos o el manto albo con el que se cubren los fantasmas. La blancura ensombrece el vacío, “las despiadadas inmensidades del universo, y nos apuñala por la espalda con el pensamiento de la nada, cuando contemplamos las albas profundidades de la vía láctea”. Con todo esto, no es de asombrar que el terror se multiplique frente a la caza de la majestuosa ballena blanca.
Por último, para Ismael el Pacífico es un dios y si bien no lo dice, Moby Dick, que siempre se halla en esas aguas, es una de sus representaciones: “Este divino y misterioso Pacífico circunda la masa entera del mundo, que late con sus mareas. Henchido por sus eternas olas, es imposible no reconocer en él al dios seductor, es imposible no inclinarse ante él como ante Pan”.

VIAJE AL ABISMO

Si algo es Moby Dick, además de la descripción de un alma poseída por el demonio de la venganza, es un viaje al abismo, igual que El corazón de las tinieblas de Conrad. No tengo duda de que Conrad abrevó de Melville. Me sorprendí cuando encontré en un excelente texto sobre la ballena blanca, escrito por Gerardo Piña, lo siguiente: Conrad se negó a escribir el prólogo de Moby Dick porque no encontró en la novela nada importante ni verdadero. El viaje de Marlow dice otra cosa. El camino de la venganza en Moby Dick no tiene que ser siempre así, un paseo al borde del desbarrancadero. Esos viajes de tres años por el mar, dice Ismael, atraen a quienes en tierra optarían por suicidarse, pero lo desconocido produce vértigo, que no es sino una fuerza de gravedad que induce miedo. Déjenme mostrar algunos pasajes: ya en el Cabo de Buena Esperanza, Ismael nos dice:
Junto a la proa, extrañas formas surgían veloces en el agua, aquí y allá, mientras los misteriosos cuervos del mar volaban rozando nuestras espaldas. Y todas las mañanas se los veía posados sobre los estayes; a pesar de nuestros gritos, esos pájaros permanecían obstinadamente fijos en los cordajes, como si creyeran que nuestra nave era un barco desierto y a la deriva, un objeto destinado a la desolación y, por lo tanto, un refugio adecuado para sus almas errantes. Y el mar negro se henchía, se henchía, se henchía infatigablemente como si sus mareas inmensas fueran su conciencia y la gran alma del mundo sintiera angustia y remordimiento por el largo pecado y el dolor que había causado.
O por ejemplo padezca usted, lector, este “barco silencioso”:
como si hubiera estado tripulado por marineros de cera, avanzaba día tras día a través de la vertiginosa locura y el regocijo de las olas demoniacas. Por la noche el mutismo de los hombres se obstinaba entre los alaridos del océano: siempre en silencio, los marineros se movían en las bolinas; siempre sin decir palabra, Ahab enfrentaba los vientos.
Ese es el abismo, esa es la magnífica verdad de esta novela que Conrad no quiso ver. Este viaje de venganza no es estruendoso, como los abordajes de piratas: es una procesión fúnebre, silenciosa y adolorida.

LA EXTRAÑA
EMPATÍA DE ISMAEL

Dicen varios, Richard Rorty, por ejemplo, que la literatura es útil para mostrarnos el sufrimiento de los demás, entre otras cosas. El contexto en el que dice esto es importante: para que los seres humanos seamos capaces de ponernos en los zapatos del otro, desarrollar la imaginación es indispensable. Digo esto porque en Moby Dick encuentro, pese a que es una defensa de la caza de ballenas, una extraña empatía por los cetáceos, que al menos a mí me mueve a compadecerme como no me sucede con otros libros sobre caza o sobre la fiesta brava. Melville e Ismael son perfectamente conscientes del dolor de esos grandes mamíferos acuáticos. Acá una muestra:
el último chorro expirante fue tristísimo: como una columna de espuma que desciende lentamente al suelo con gorgoteos melancólicamente sofocados, cuando una mano invisible corta poco a poco el agua de una fuente poderosa.
Y continúa con ironía:
A pesar de su vejez, de su única aleta y de sus ojos ciegos, debía morir asesinada para alumbrar las alegres bodas y otras fiestas de los hombres, y también para iluminar las solemnes iglesias donde se predica la incondicional prohibición de hacer daño a cualquier criatura viviente.
Así somos los seres humanos: predicamos no dañar sobre zapatos de vaca. Veamos por último esta comparación:
¿Caníbales? ¿quién no es un caníbal? Te aseguro, lector, que para un fiji que ha puesto a un flaco misionero en salmuera dentro de su bodega a fin de tener reservas durante la época de carestía, el Juicio Final será más tolerable que para ti, civilizado y culto glotón que clavas las patas de un ganso al suelo y te regodeas con su hígado hinchado en el pâté de foie gras que te comes.
Ahí está una cuestión por demás actual: ¿qué nos distingue de los animales? ¿por qué su dolor es menos importante?
Volveré a Moby Dick en unos años, es de esas novelas como bote salvavidas, igual que el ataúd que lleva a Ismael a buen puerto.