1/Marzo/2015
Confabulario
Vicente Alfonso
“Me pregunto qué hubiera pasado si el joven Juan Rulfo, al llevar
El llano en llamas
al Fondo de Cultura Económica (la principal editorial de la época)
hubiera recibido un rechazo por tratarse de un género con pocas
posibilidades mercadotécnicas”, responde Juan Villoro cuando le pregunto
qué opina de que muchas editoriales consideren que el cuento no tiene
futuro comercial.
“Es un desastre. Hoy es muy difícil para un joven autor debutar con
un libro de cuentos: todo el mundo le manda el dictamen de que regrese
con una novela. Es una lástima porque hay una larguísima tradición del
género en México y en América Latina, y es un género más difícil de
ejecutar que la novela”.
Villoro califica esa postura como un prejuicio un poco extraño entre
los editores que creen anticipar el gusto del público: “eso me parece
enigmático. Hay libros de cuentos que funcionan muy bien. Por ejemplo:
los cuentos de Julio Cortázar empezaron siendo minoritarios. Algunos de
ellos fueron publicados aquí por Juan José Arreola en la colección que
se llamaba
Los presentes, y con los años esos cuentos se convirtieron en algunos de los textos más leídos en América Latina”.
Sabe bien de qué habla: aunque no lo menciona, su primer libro
, La noche navegable,
es un volumen de cuentos publicado por primera vez en 1980 y desde
entonces muchas veces reeditado. Un clásico de fin de siglo. Treinta y
cinco años después, con una obra que abarca casi cuarenta títulos que
incluyen novela, ensayo, crónica y dramaturgia, Juan Villoro es una voz
esencial en las letras mexicanas y uno de sus principales cuentistas,
pues luego de
La noche navegable vinieron
Albercas (1985),
Tiempo transcurrido (1986),
La casa pierde (premio Xavier Villaurrutia en 2000),
Los culpables (2008), y el recién aparecido
El Apocalipsis (todo incluido).
Con cinco novelas en su historial, el ganador del Premio Herralde
2014 considera más difícil escribir cuento que novela: “He practicado
los dos géneros y, sin referirme a posibles logros, considero que el
cuento te demanda una atención mucho más fuerte. Estamos ante un género
que no admite distracciones, que se perjudica mucho con cualquier zona
de trámite. En la novela puedes acumular efectos y de pronto un
personaje puede detenerse frente a un aparador y eso no es decisivo,
pero va a darnos información de los gustos del personaje, de sus
anhelos, del dinero que tiene… Vas conociendo al personaje a través de
la información que vas dando. En el cuento, en cambio, esto no tiene
sentido porque opera siempre a partir de una gran tensión narrativa
lograda con una muy fuerte economía de recursos. Allí es donde el rigor
es muy importante”.
Dos talleres
La experiencia de Villoro como cuentista se remonta a la década de
los setenta cuando, con quince años de edad, se presentó en el taller
que Miguel Donoso Pareja impartía los miércoles en la UNAM, en el piso
diez de rectoría: “Al llegar, Donoso me preguntó cuántos relatos tenía y
yo, para verme prolífico, le dije que dos, aunque en realidad tenía
uno, así que me puse a escribir el otro. A la semana siguiente le
entregué ambos: el primero le pareció buenísimo, el segundo pésimo”.
Para contribuir a la formación de sus alumnos, Donoso ponía énfasis
en que el cuento era una tradición latinoamericana muy fuerte: “A cada
uno de los participantes en su taller le asignaba un hermano gemelo, un
autor más avanzado cuya lectura le pudiera ayudar. A mí me presentó los
cuentos de Antonio Skármeta, que eran una mezcla entre la literatura de
umbral entre lo real y lo fantástico de Julio Cortázar y la literatura
contracultural norteamericana. Autores más bien relacionados con la
cultura pop, y eso me sirvió mucho, pues era el tipo de estímulo que yo
estaba buscando. Un libro como
Desnudo en el tejado, de Skármeta, fue esencial para mí en ese momento, al igual que todos los escritores del
boom
y de la generación inmediatamente anterior, que me parece incluso más
interesante. Autores como Onetti, Felisberto Hernández, Borges, Bioy
Casares, Rulfo, que ya habían transformado el género del cuento, con
toda la fama mediática del
boom fueron vistos como sus fecundos
antecesores. Allí fue donde empecé a escribir cuentos y descubrí una
forma tan rigurosa e inagotable que no pensé que escribiría ningún otro
género”.
El autor de
Los culpables recuerda que en 1976 se presentó al concurso organizado por la revista
Punto de Partida.
Obtuvo el segundo lugar: “Fue donde conocí a Roberto Bolaño, pues el
quedó en tercer lugar en poesía. Allí nos hicimos amigos porque yo
estaba hablando con uno de los jurados de cuento, Poli Délano, que es
chileno, y entonces se le acercó Roberto para hablar de Chile y allí
trabamos instantánea amistad”.
En el mundo de los talleres, a Villoro le pareció que el cuento era
el género absoluto, entre otras cosas porque se presta mucho más para
discutir que una novela: “es muy difícil hacer un taller de novela
porque siempre estás analizando fragmentos de un todo que se te escapa.
Es muy difícil que alguien llegue a un taller con una novela ya
terminada, que se pueda leer de corrido y luego discutir por partes, en
cambio el cuento se presta perfectamente para una sesión”.
Con los años, el joven cuentista fue expulsado del taller de Donoso
Pareja: “él consideraba, con razón, que un tallerista puede crear
ciertas dependencias ante la crítica externa y en vez de desarrollar su
autocrítica confiar en lo que le van a decir en el taller. Donoso
insistió mucho en que yo cambiara de aires y concursé para entrar a un
taller que daba Augusto Monterroso en la Capilla Alfonsina, la
gigantesca biblioteca de Alfonso Reyes. Monterroso aceptaba tres alumnos
al año que tenían que llegar por concurso. Competí una vez, no logré
entrar. Al año siguiente pude hacerlo y fue una experiencia de rigor
extraordinaria trabajar con un maestro del género como Monterroso, que a
diferencia de Donoso Pareja no era tan motivador, sino
extraordinariamente exigente. Tenía un gran sentido del humor y una
bonhomía personal que me permitió después ser su amigo, pero al analizar
el texto era implacable. Escribí después un decálogo de las enseñanzas
de Monterroso que está en mi libro
Safari Accidental y que tiene qué ver con este sentido de la precisión casi de relojería que él tenía para el cuento.
Los talleres parecen haberle dado a Villoro más que amigos, fogueo y
retroalimentación: le han dado historias. En varias de sus ficciones los
personajes se definen por su rivalidad, al grado de conformar una
dualidad indisoluble. Así sucede por ejemplo en “Corrección”, cuento que
cierra
La casa pierde y que narra la dinámica entre dos
escritores antagónicos. Esa rivalidad ocurre también en “La jaula del
mundo”, sexto relato de
El apocalipsis (todo incluido).
Inevitable preguntar a qué se debe esta gemelidad voluntaria: “La
relación entre los personajes es como un sistema de gravitación: un
personaje se mueve a un lado y al hacerlo afecta a otro. Eso es lo que
resulta interesante en las historias. Así como en la medida en que un
planeta se acerca al sol se mueve más rápido, lo mismo pasa con los
personajes. Hay otros personajes que los hacen acercarse a gran
velocidad y hay otros que los repelen o los hacen alejarse. En este
sistema de gravitación, a veces las correspondencias son fascinantes:
cómo una persona se puede parecer a otra y puede tener una complicidad y
luego cómo se rompe esta complicidad. ¿Hasta dónde conocemos a las
personas? Porque después de Kepler sabemos cómo giran los planetas, pero
nadie sabrá nunca cómo se mueven las personas”.
Del cuento al ornitorrinco
¿Cómo define Villoro si la historia por narrar es un cuento o una
novela? “Hay temas que se prestan mejor para el cuento, y ciertas
historias piden ser narradas como novela. Allí está lo interesante: en
saber decidir cuándo un cuento es una historia breve, condensada, o ya
se está acercando a los límites de la novela. Publiqué una novela breve,
Llamadas de Ámsterdam, que se podía haber publicado como
cuento largo también, allí entramos en la lucha de las definiciones. Hay
cuentos largos como
El perseguidor, de Julio Cortázar, que tienen toda la estructura de una novela breve.
La crónica es otro de los géneros que Villoro maneja con maestría. Su
inquietud frente a lo que ha definido como “el ornitorrinco de la
prosa” está presente desde “El mariscal de campo”, su primer cuento
publicado, cuando el protagonista se imagina que sus acciones son
narradas por Ángel Fernández. Al respecto, el autor de
Dios es redondo
dice: “siempre he sido muy aficionado a la cultura popular, a leer
periódicos, a estar cerca del cómic, de los deportes y de las crónicas
al respecto. Siempre me han gustado las voces de los locutores tanto en
la radio como en la televisión y he vivido animado por estos estímulos.
De manera muy natural, cuando empecé a escribir cuentos, se colaron allí
otras formas de narrar la realidad: lo que puede ser visto desde un
cómic o desde la televisión, o desde la narración de un partido de
fútbol. ‘El mariscal de campo’ tiene que ver con esto. Yo hago una
narración en donde hay un elemento ficticio, puesto que participan
jugadores que no se enfrentaron de ese modo y tal vez ni estaban en esos
equipos”.
Así, en mayor o menor medida, la crónica está presente en sus libros de relatos: “creo que en un libro como
La casa pierde la crónica está más ausente y está mucho más presente en
Los culpables,
que son historias escritas en primera persona por gente que no sabe
narrar. Allí el desafío del cuento era armar, por así decirlo, relatos
accidentales tal como lo hace la gente cuando se tiene que justificar
ante la esposa por una cuestión inverosímil y sospechosa, o cuando se
quiere congraciar con un amigo habiendo hecho algo erróneo. Cuando la
realidad te obliga a mostrar una elocuencia que no siempre tienes. El
juego en
Los culpables era contar así, en primera persona. Como
todos los personajes se definen mucho más por lo que hacen, pues no
tratan de embellecer el lenguaje sino que hablan desde su perspectiva,
hay muchos elementos de la crónica”.
Si ciertos temas son constantes en la obra de Villoro, otros responden a nuevas búsquedas.
El Apocalipsis (todo incluido)
contiene algunas de sus preocupaciones más recientes: “Hay una historia
de relación que me parece muy entrañable y muy difícil de narrar, que
es la relación de una hija con su padre. Me propuse contar ese cuento
desde la perspectiva de una mujer que fue niña y cómo habla de su padre
que ya falleció. Este cuento también es una persona en relación con
otra, pero cómo a través del tiempo entiende de otra manera su propio
pasado. Una de las cosas más atractivas del pasado es que no está
inerte, no está quieto. El pasado vuelve a suceder en nuestra memoria y
lo entendemos de otra forma”.
Por último, al pedirle que enumere a sus cuentistas mexicanos
preferidos, Villoro responde: “me gusta Jorge Ibargüengoitia en todas
sus variantes. Revueltas me gusta mucho más como cuentista que como
novelista. Me gusta mucho
El llano en llamas de Rulfo. Pienso
también en cuentistas más recientes como Fabio Morábito, que me parece
estupendo, y en cuentistas por excepción, que no siempre escriben
cuentos pero que han escrito algunos extraordinarios como por ejemplo
Luis Miguel Aguilar, quien tiene un cuento maravilloso sobre futbol que
se llama ‘El gran toque’. Pienso en los cuentos de Guadalupe Nettel, más
cerca de nosotros, quien por cierto estuvo en mi taller, cosa que me da
mucho gusto”.
Luego agrega: “no veo tantos cuentistas. La mayoría de nuestros buenos escritores han destacado en la novela o el ensayo.
Si camino voy como los ciegos,
un libro un tanto olvidado de Emiliano Pérez Cruz, es un libro un tanto
olvidado que me parece espléndido y también, cerca de nosotros, Carlos
Velázquez”.