domingo, 8 de marzo de 2015

Nostalgia de San Blas

8/Marzo/2015
Jornada Semanal
Ana Garccía Bergua

Algunos de los escritores que con mayor admiración he leído inventaron en su obra una provincia a la que recurren en son de burla y también de nostalgia; en su literatura, la provincia es un espacio de libertad para el humor y la creación de personajes ridículos, pero a la vez muy humanos. Estos pueblos mentales tienen una función doble: la más convencional, la de situar ahí las fantasías y tramas literarias, y la de satirizar en ellas los vicios y defectos de lugares verdaderos, de los que así se distancian para ajustar cuentas, como hizo Jorge Ibargüengoitia con Cuévano. Pero el más entrañable es Augusto Monterroso, el gran escritor de origen guatemalteco que vivió entre nosotros una enorme parte de su vida y acuñó la famosa frase:  “Los enanos tienen una especie de sexto sentido que les permite reconocerse a primera vista.”
Yo desde muy pequeña leía a Tito, deslumbrada por sus fábulas, su zorro escritor, alter ego de Juan Rulfo, los relatos de Movimiento perpetuo, los cuentos y ensayos de La letra E, pero la que más disfruté siempre fue su casi-novela Lo demás es silencio donde aparece San Blas, S. B., la ciudad provinciana donde vive y descansa el intelectual Eduardo Torres, autor de frases como: “La sinfonía inconclusa es la obra más acabada de Schubert” y “Es cierto, la carne es débil; pero no seamos hipócritas: el espíritu lo es mucho más.” Lo demás es silencio es un delicioso pastiche en el que intervienen los testimonios de la esposa, el hermano resentido y el valet de Eduardo Torres, este último casi una micro-novela de aventuras, así como otros textos misceláneos, entre ellos el “Decálogo del escritor”, obra de Eduardo Torres y una notable interpretación de una octava del Polifemo, de Góngora. Lo demás es silencio es también una lección de estilo de grandes vuelos; una lectura atenta permite encontrar en él citas no sólo del Quijote, sino de griegos y latinos: de muy joven –esto lo cuenta en su autobiografía Los buscadores de oro, Monterroso trabajaba en una carnicería y en sus ratos libres junto a los costillares, leía a Virgilio y otros clásicos.
Lo demás es silencio, Monterroso hace la sátira de la figura del gran intelectual de provincia cuyas palabras tienen un fondo sospechoso de genialidad o bobería (“sé, como ustedes, que la mejor manera de acabar con las ideas ha sido siempre tratar de ponerlas en práctica”) y no siempre se cuestionan, a no ser por una indiscreción de la familia. Publicada en 1978, en la época en que todavía tenía mucha validez la figura del intelectual latinoamericano, Eduardo Torres en su pequeño feudo de San Blas mostraba el aspecto demasiado humano de todo escritor que sólo relumbra en su patria chica. Así, San Blas, “ciudad grande fundada con los encantos de un pueblo chico y al revés”, construida por órdenes de un capitán español sobre la pirámide de un pueblo indígena, podría parecerse a muchas ciudades provincianas de Latinoamérica, incluida la Zona Rosa, pues también tiene su lado cosmopolita: “En cortos ocho días me metí una tarde a la municipalidad a buscar un acta (que no encontré), usé el Metro, escuché un concierto en Bellas Artes, oí las conferencias del poeta famoso …” También tiene su comisión de notables “compuesta en su mayoría por dos o tres intelectuales, algún poeta, dos comerciantes y políticos de todas las capas sociales”, a propósito de los cuales el valet de Eduardo Torres aclara que se trata de “los vecinos, los amigos y los periodistas, que en aquel inmundo pueblo son siempre los mismos, quiero decir que los periodistas, los amigos y los vecinos son sin remedio las mismas personas, y unas veces son vecinos, otras periodistas y otras amigos, pero siempre los mismos, y por eso allí todos lo sabían todo y todo lo sabían entre todos.”
Quizá la diferencia entre la sátira provinciana de Monterroso y la que practicó Ibargüengoitia, era que el primero no dejaba de ser dulce y de algún modo comprensivo con el género humano. A fin de cuentas, Monterroso era un clásico. En cambio, la de Ibargüengoitia es implacable: distante en el sentimiento y sin embargo tan ácida que llega al fondo de las cosas. Frente a su mirada lúcida y llena de sentido común, la provincia no parece ser otra cosa que el escenario donde los hombres actúan el peor de los ridículos, como dice en Estas ruinas que ves: “Los habitantes de Cuévano suelen mirar a su alrededor y después concluir:
–Modestia aparte, somos la Atenas de por aquí.”

El cuento de Amaramara

8/Marzo/2015
Jornada Semanal
José Angel Leyva

“peor que morir es no haber nacido”, su nieto.
libro póstumo de juan gelman.
Como muchas otras veces Juan llamó, según sus palabras, para diezmar las carnes que acaban con el pasto. Nos vimos ante unos buenos cortes y apuramos vinos, por supuesto argentinos. Me preguntó de pronto: “¿Sabés dónde puedo publicar un librito de poemas con pinturas, un librito sí… de poesía, pero de arte a la vez, no un libro lujoso, pero de buen gusto?” No entendí le pregunta o no quise entender la propuesta y le dije que si alguien tenía claridad de dónde publicarlo era justamente él, que tenía las puertas abiertas de cualquier editorial mexicana, argentina o española. Enseguida me preguntó mi opinión sobre la pintura de Arturo Rivera. Él ya sabía mi respuesta; es un pintor extraordinario, con una estética inquietante, perturbadora, “como ciertos poemas tuyos”, le dije a Juan. Me miró con esos ojos que regalaba a los amigos y una sonrisita cómplice que dibujaba a la vez un acertijo: aprobaba o se burlaba. Para mí… estaba claro.
Un par de veces Juan volvió con el tema del librito medio de arte y de su título: Amaramara. Había hablado ya sobre el proyecto con Arturo Rivera. El fotógrafo Pascual Borzelli, una especie de sombra de poetas y artistas, dio testimonio del plan, pues él también había sido enterado de éste. En una de las citas para “abatir a las dadoras de leche y sus cornudos compañeros” (Gelman dixit), salimos a su casa, pues deseaba mostrar los dibujos que Rivera le había entregado para Amaramara. ¿Qué opinás, te gustan? “¿Y a ti, Juan, te gustan? Respondí con habilidad. Juan me miró con esos ojos y una sonrisita cómplice… Para mí… estaba claro. “Tiene que perder el miedo, no se trata de ilustrar sino de un diálogo”, me dijo.
Antes de viajar a Argentina para presentar Hoy, Gelman ya no me preguntó si podía sugerirle una editorial para Amaramara, sólo dijo, perentorio: “¿Lo vas a hacer… o no?” El poeta iba por última vez a su Buenos Aires amado; ya tenía sus planes, había decidido terminar sus días al lado de Sor Juana, la genio de Nepantla. Un amor que se consagró con las cenizas de Juan esparcidas en las faldas, literalmente, de los volcanes Iztaccíhuatl y Popocatépetl. Juan y Juana en la memoria.
Juan dijo que ese puñado de poemas eran de amor, como lo indicaba el título: Amaramara. Algunos de esos textos los había leído con el trio Mederos, en su papel de “Comediante de la lengua”, como le gustaba llamarse. Dejó el libro revisado, con sus correcciones de puño y letra. Estuvo de acuerdo con el diseño, el formato, el prólogo, y cambió la contraportada por una imagen conmovedora en la que él y Mara parecen danzar en una atmósfera otoñal, luminosa, aérea. El tono de estos poemas responde a la poética gelmaniana, al gelmaneo, a la sintaxis abrupta y a la vez armoniosa que él lograba acomodar a su respiración, a su lectura en voz alta, voz grave y dulce, voz de bandoneón.
La poesía de Gelman es en esencia una poesía amorosa. No en el sentido convencional, edulcorado del término, sino en el sentido de la pasión, de la piedad, de la capacidad de conmoverse ante el otro, los otros. En Juan no hay un yo sin los otros, sin el nosotros. Este libro también es un diálogo con sus seres queridos, con el individuo, con el ser humano. Mara, su mujer, su compañera, su familia, su México y su Argentina, su pasado, pero sobre todo su vida madura es aquí la memoria, el hallazgo y la resolución, el día a día del ajuste de cuentas, de la ira, del Atrasalante en su porfía, de la justicia y el vacío. Pasión sin concesiones; mirada de amante dolido por la vida, por la cercanía de la muerte, por los que se quedan donde inicia el olvido. Es amor pleno de cólera y devoción a la vez, de lucidez y ceguera, de dolor y entrega. Amor que celebra y se despide a la vez.
Gelman quiso gelmanear a la Rivera de Arturo, ponerlo a trabajar, a él, el pintor, en la cuerda de la poesía. Gelman lo eligió porque ante todo le gustaba mucho su obra, y porque hay en esa paleta, en esa estética perturbadora, inquietante, la misma pasión lírica de sus versos: en la necesidad de vivir está la claridad de la muerte, en la necesidad de querer está la vida, en el emperrado corazón que amora. La pintura de Arturo Rivera responde con devoción a la convocatoria gelmaneana: pintar, no ilustrar; expresar al otro lo que siente el otro, cuando siendo uno mismo es también en la interlocución, en el diálogo.
La amistad, los afectos, estaban en las células intelectuales de Juan. Ser amigo de Juan significaba también una responsabilidad y una tarea, porque él lo elegía a uno y uno no ignoraba el significado de ese vínculo. Era parte de su endemoniada congruencia y claridad de hombre complejo, enredado como pocos desde que nació, y quizás desde antes de que fuera concebido. La inteligencia no puede ser simple, vive en el cambio, en la mutación constante, en el delirio proteico.
Amaramara es una síntesis de amor, en primer lugar por una mujer específica: Mara, del verbo amarar, del juego porfiado de cambiar lo que suena descompuesto, lo que no entona, lo que no dice, lo que no hace, lo que no día. Es un gelmaneo para nacer en Buenos Aires y celebrar la muerte en este México cruel donde los gobiernos, como Cronos, devoran a los hijos de la patria lacerada. Donde quiera que esté, Gelman emitirá el mismo grito que representa el emperrado corazón de los mexicanos y de quienes sólo buscan un mundo mejor, un porvenir, un derecho al futuro: “Vivos se los llevaron, vivos los queremos.”
Como dijo Juan que dijo su nieto Iván a los cinco años, “peor que morir, es no haber nacido.” A estas alturas de la ausencia de Gelman, su obra poética se revela como una de las de mayor calado del siglo XX y lo que va del XXI, una de las más originales, más hondas, que mayor número de registros exhibe, una poesía que nos deja la tarea de leerla, descubrirla, amarla, porque además de todo corresponde a un hombre que hizo de su vida misma un acto poético, una acción amorosa.


martes, 3 de marzo de 2015

María Luisa Puga

3/Marzo/2015
La Jornada
Elena Poniatowska

Cuando María Luisa Puga llamaba por teléfono y adivinaba yo que ya iba a colgar, un relámpago se metía en la bocina. “No Puga, no te vayas, todavía no, otro ratito, Puga, hace mucho que no platicamos… Puga, espérate…” Así también el día de su muerte, el 25 de diciembre de 2004 a los 60 años. Puga, ¿por qué? Puga, no te toca. No me hagas esto, Puga. La angustia nunca me abandonó desde la primera llamada hasta la última.
La Puga era mi gente, mi amiga, mi escritora, mi identificación con la vida que arde y se apaga dentro de la literatura, ¿cuántas páginas te echaste? ya chole, hoy fue un mal día, no me sale y nunca me va a salir, ya pa’qué, pa qué me mato si a nadie le importa, ni a mí me importa, te juro que me vale, no chingues, de veras, ¿qué sentido tiene dedicarle toda la vida a esta madrola?
A las cuatro de la madrugada sonaba el despertador. En la oscuridad de la noche, María Luisa Puga se levantaba con cuidado para no despertar a Isaac Levin, cerraba la puerta, iba hacia su mesa de trabajo, abría su cuaderno y escribía. Se hacía un café en un pocillo y tomaba su pluma Mont Blanc de tinta sepia Waterman.
Las posibilidades del odio apareció en la editorial Siglo XXI en 1978. Sucede en Nairobi, África. Durante todos sus años fuera de México, en Europa, María Luisa observó a los inmigrantes y cuando llegó a Nairobi ya estaba lista para escribir un libro extraordinario: Las posibilidades del odio, que a mi juicio la convierte en la mejor escritora mexicana. Deslumbrada, la busqué.
–María Luisa, quiero ser tu amiga.
–Vamos a tomarnos un tequila.
–Quiero ser tu amiga para toda la vida.
–Sírveme otro tequila.
–Puga, son demasiados tequilas.
–Serás polaca, pero no aguantas nada.
A los seis meses la editorial La Máquina de Escribir publicó Inmóvil sol secreto, mientras María Luisa terminaba, también para Siglo XXI, su segunda novela: Cuando el aire es azul, a propósito de una comunidad envuelta en un aire azul cuya textura es la conciencia de sus habitantes. Siete meses más tarde apareció su primer libro de cuentos, Accidentes, que tenían un común denominador: la muerte. ¡Qué bárbara! María Luisa había abierto todas sus compuertas; en tres años, cuatro libros y otro, otro, otro que venía en camino, qué catarata. La forma del silencio, basada en su relación con el poeta español Gerardo Deniz o Juan Almela –que Octavio Paz admiraba– y su propia orfandad en un Acapulco que no es el de los turistas sino el de una huérfana al lado de una abuela que cose y reza a todas horas. Gerardo Deniz, refugiado español y gran poeta, trabajaba en un cubículo al lado del suyo en la Editorial Siglo XXI de Arnaldo Orfila Reynal. También Pánico o peligro, la historia de cuatro amigas que recorren la avenida Insurgentes marcó a sus lectores.
Inútil decir que la Puga me llamó prodigiosamente la atención y la quise de inmediato. Amé sus libros pero también amé la forma en que tomaba sus propias decisiones. Muy joven decidió vivir sola, muy joven empezó a trabajar, muy joven también atravesó el océano. Se fue porque era huérfana y porque quiso saber lo que significaba sentirse verdaderamente sola. El miedo que le producía irse era lo único que la podía hacer ver el mundo fuera del alcance de las culpas habituales, de los miedos cotidianos, la nostalgia, el pavor que provoca el ser mujer, el ser mexicana, el querer ser otra cosa. ¡Ay Dios mío, a ver cómo le hago! Viajó sola, sin dinero y sin saber a dónde ni a qué llegaba. En Londres encontró trabajo en la Embajada de México en la sección a la que acuden los mexicanos a gestionar pasaportes –el consulado– y entre ellos, apareció un muchacho riquillo y sin defensas, un hijo de papi, Ramiro, el personaje de su cuento en el libro Accidentes y para mí uno de los grandes, grandes cuentos de la literatura mexicana.
Ramiro es la historia de un hijo de dueño de tlapalería, consentido por sus padres, flojo y abusivo. Lo único que verdaderamente le apasiona es su coche. ¡Ah! y también ir al cine. Pero su padre decide mandarlo a perfeccionar un inglés que no sabe, a Londres. Y entonces, Ramiro descubre la soledad, los golpes, la neblina, el miedo. Y sus padres descubren lo que significa su fracaso. Este cuento es, junto al de Las mariposas, uno de los cuentos magistrales de María Luisa Puga.
María Luisa Puga adquirió una nueva visión del mundo. Vivió en Londres, en París, en Roma, en Nairobi y como nunca se arraigó, su imagen se volvió única, la suya, la de la Puga. Sus textos, ya sea cuento o novela nunca parten de una anécdota, parten de una sensación. La historia del mendigo africano la escribió con frases cortas, de una enorme eficacia narrativa, como si fuera el mendigo que va ganando espacio, deja de arrastrarse, consigue su muleta, un lugar en la calle para poder mendigar, un sitio de donde no lo corran e incluso le den una bolsa de plástico con los desperdicios de comida del hotel que comparte con otros cuatro mendigos. En uno de los capítulos María Luisa Puga especifica: Las posibilidades de la muleta eran numerosas. Las fue conquistando una a una. Y tras cada conquista, el mendigo le dedicaba a su muleta un buen rato de caricias suaves, idénticas. Era de una madera oscura, con la punta cubierta con una goma negra y gastada. Un ortopedista habría dicho que era un poco alta para él y él jamás habría comprendido por qué. Era su muleta. Su pierna.
Nunca he podido leer ese capítulo de la novela sin llorar y ahora que María Luisa se ha ido, lloro con más razón. Lloro por ella y por mí, por Pati e Isaac, por todos los que la quisimos, lloro porque María Luisa era un ser esencial, lloro porque su vida fue de absoluta entrega a la escritura, lloro porque nadie como ella sabía hablarles a los niños, a Felipe, a Paula, a Lucas mi nieto a quien le escribió un cuento, a los adolescentes, a los cachorros, a los perros, a los hombres del campo, a la viudita de la miscelánea. María Luisa era alta, ponía su brazo sobre mis hombros y caminábamos juntas. Era mi pararrayos, mi paraguas, mi papá. Decíamos que cuando fuéramos viejitas pondríamos una mercería y que ella se sentaría en la caja (de esas de campanita, antiguas) y yo abriría los cajones con los botones y entregaría las agujetas, las presiones y los ganchos, el paspartú, el estrafor. (¡Qué chistosa palabra estrafor!). Cerraríamos la cortina a las siete y atravesaríamos la calle del brazo, con mucho cuidado y juntas nos daríamos el quién vive, juntas descubriríamos de qué tamaño son nuestras posibilidades de odio. Ahora, desde el 25 de diciembre de 2004, hace casi 11 años, lloro porque el mundo sin ella jamás volvió a ser igual y porque me encamino hacia mi propia muerte, ella no va a estar y todavía queda mucho por hacer y no sé si tendré la fuerza de hacerlo sin ella. Sin ella.

domingo, 1 de marzo de 2015

El cuento no admite distracciones: Juan Villoro

1/Marzo/2015
Confabulario
Vicente Alfonso

“Me pregunto qué hubiera pasado si el joven Juan Rulfo, al llevar El llano en llamas al Fondo de Cultura Económica (la principal editorial de la época) hubiera recibido un rechazo por tratarse de un género con pocas posibilidades mercadotécnicas”, responde Juan Villoro cuando le pregunto qué opina de que muchas editoriales consideren que el cuento no tiene futuro comercial.

“Es un desastre. Hoy es muy difícil para un joven autor debutar con un libro de cuentos: todo el mundo le manda el dictamen de que regrese con una novela. Es una lástima porque hay una larguísima tradición del género en México y en América Latina, y es un género más difícil de ejecutar que la novela”.

Villoro califica esa postura como un prejuicio un poco extraño entre los editores que creen anticipar el gusto del público: “eso me parece enigmático. Hay libros de cuentos que funcionan muy bien. Por ejemplo: los cuentos de Julio Cortázar empezaron siendo minoritarios. Algunos de ellos fueron publicados aquí por Juan José Arreola en la colección que se llamaba Los presentes, y con los años esos cuentos se convirtieron en algunos de los textos más leídos en América Latina”.

Sabe bien de qué habla: aunque no lo menciona, su primer libro, La noche navegable, es un volumen de cuentos publicado por primera vez en 1980 y desde entonces muchas veces reeditado. Un clásico de fin de siglo. Treinta y cinco años después, con una obra que abarca casi cuarenta títulos que incluyen novela, ensayo, crónica y dramaturgia, Juan Villoro es una voz esencial en las letras mexicanas y uno de sus principales cuentistas, pues luego de La noche navegable vinieron Albercas (1985), Tiempo transcurrido (1986), La casa pierde (premio Xavier Villaurrutia en 2000), Los culpables (2008), y el recién aparecido El Apocalipsis (todo incluido).

Con cinco novelas en su historial, el ganador del Premio Herralde 2014 considera más difícil escribir cuento que novela: “He practicado los dos géneros y, sin referirme a posibles logros, considero que el cuento te demanda una atención mucho más fuerte. Estamos ante un género que no admite distracciones, que se perjudica mucho con cualquier zona de trámite. En la novela puedes acumular efectos y de pronto un personaje puede detenerse frente a un aparador y eso no es decisivo, pero va a darnos información de los gustos del personaje, de sus anhelos, del dinero que tiene… Vas conociendo al personaje a través de la información que vas dando. En el cuento, en cambio, esto no tiene sentido porque opera siempre a partir de una gran tensión narrativa lograda con una muy fuerte economía de recursos. Allí es donde el rigor es muy importante”.

Dos talleres
La experiencia de Villoro como cuentista se remonta a la década de los setenta cuando, con quince años de edad, se presentó en el taller que Miguel Donoso Pareja impartía los miércoles en la UNAM, en el piso diez de rectoría: “Al llegar, Donoso me preguntó cuántos relatos tenía y yo, para verme prolífico, le dije que dos, aunque en realidad tenía uno, así que me puse a escribir el otro. A la semana siguiente le entregué ambos: el primero le pareció buenísimo, el segundo pésimo”.

Para contribuir a la formación de sus alumnos, Donoso ponía énfasis en que el cuento era una tradición latinoamericana muy fuerte: “A cada uno de los participantes en su taller le asignaba un hermano gemelo, un autor más avanzado cuya lectura le pudiera ayudar. A mí me presentó los cuentos de Antonio Skármeta, que eran una mezcla entre la literatura de umbral entre lo real y lo fantástico de Julio Cortázar y la literatura contracultural norteamericana. Autores más bien relacionados con la cultura pop, y eso me sirvió mucho, pues era el tipo de estímulo que yo estaba buscando. Un libro como Desnudo en el tejado, de Skármeta, fue esencial para mí en ese momento, al igual que todos los escritores del boom y de la generación inmediatamente anterior, que me parece incluso más interesante. Autores como Onetti, Felisberto Hernández, Borges, Bioy Casares, Rulfo, que ya habían transformado el género del cuento, con toda la fama mediática del boom fueron vistos como sus fecundos antecesores. Allí fue donde empecé a escribir cuentos y descubrí una forma tan rigurosa e inagotable que no pensé que escribiría ningún otro género”.

El autor de Los culpables recuerda que en 1976 se presentó al concurso organizado por la revista Punto de Partida. Obtuvo el segundo lugar: “Fue donde conocí a Roberto Bolaño, pues el quedó en tercer lugar en poesía. Allí nos hicimos amigos porque yo estaba hablando con uno de los jurados de cuento, Poli Délano, que es chileno, y entonces se le acercó Roberto para hablar de Chile y allí trabamos instantánea amistad”.

En el mundo de los talleres, a Villoro le pareció que el cuento era el género absoluto, entre otras cosas porque se presta mucho más para discutir que una novela: “es muy difícil hacer un taller de novela porque siempre estás analizando fragmentos de un todo que se te escapa. Es muy difícil que alguien llegue a un taller con una novela ya terminada, que se pueda leer de corrido y luego discutir por partes, en cambio el cuento se presta perfectamente para una sesión”.

Con los años, el joven cuentista fue expulsado del taller de Donoso Pareja: “él consideraba, con razón, que un tallerista puede crear ciertas dependencias ante la crítica externa y en vez de desarrollar su autocrítica confiar en lo que le van a decir en el taller. Donoso insistió mucho en que yo cambiara de aires y concursé para entrar a un taller que daba Augusto Monterroso en la Capilla Alfonsina, la gigantesca biblioteca de Alfonso Reyes. Monterroso aceptaba tres alumnos al año que tenían que llegar por concurso. Competí una vez, no logré entrar. Al año siguiente pude hacerlo y fue una experiencia de rigor extraordinaria trabajar con un maestro del género como Monterroso, que a diferencia de Donoso Pareja no era tan motivador, sino extraordinariamente exigente. Tenía un gran sentido del humor y una bonhomía personal que me permitió después ser su amigo, pero al analizar el texto era implacable. Escribí después un decálogo de las enseñanzas de Monterroso que está en mi libro Safari Accidental y que tiene qué ver con este sentido de la precisión casi de relojería que él tenía para el cuento.

Los talleres parecen haberle dado a Villoro más que amigos, fogueo y retroalimentación: le han dado historias. En varias de sus ficciones los personajes se definen por su rivalidad, al grado de conformar una dualidad indisoluble. Así sucede por ejemplo en “Corrección”, cuento que cierra La casa pierde y que narra la dinámica entre dos escritores antagónicos. Esa rivalidad ocurre también en “La jaula del mundo”, sexto relato de El apocalipsis (todo incluido). Inevitable preguntar a qué se debe esta gemelidad voluntaria: “La relación entre los personajes es como un sistema de gravitación: un personaje se mueve a un lado y al hacerlo afecta a otro. Eso es lo que resulta interesante en las historias. Así como en la medida en que un planeta se acerca al sol se mueve más rápido, lo mismo pasa con los personajes. Hay otros personajes que los hacen acercarse a gran velocidad y hay otros que los repelen o los hacen alejarse. En este sistema de gravitación, a veces las correspondencias son fascinantes: cómo una persona se puede parecer a otra y puede tener una complicidad y luego cómo se rompe esta complicidad. ¿Hasta dónde conocemos a las personas? Porque después de Kepler sabemos cómo giran los planetas, pero nadie sabrá nunca cómo se mueven las personas”.


Del cuento al ornitorrinco

¿Cómo define Villoro si la historia por narrar es un cuento o una novela? “Hay temas que se prestan mejor para el cuento, y ciertas historias piden ser narradas como novela. Allí está lo interesante: en saber decidir cuándo un cuento es una historia breve, condensada, o ya se está acercando a los límites de la novela. Publiqué una novela breve, Llamadas de Ámsterdam, que se podía haber publicado como cuento largo también, allí entramos en la lucha de las definiciones. Hay cuentos largos como El perseguidor, de Julio Cortázar, que tienen toda la estructura de una novela breve.

La crónica es otro de los géneros que Villoro maneja con maestría. Su inquietud frente a lo que ha definido como “el ornitorrinco de la prosa” está presente desde “El mariscal de campo”, su primer cuento publicado, cuando el protagonista se imagina que sus acciones son narradas por Ángel Fernández. Al respecto, el autor de Dios es redondo dice: “siempre he sido muy aficionado a la cultura popular, a leer periódicos, a estar cerca del cómic, de los deportes y de las crónicas al respecto. Siempre me han gustado las voces de los locutores tanto en la radio como en la televisión y he vivido animado por estos estímulos. De manera muy natural, cuando empecé a escribir cuentos, se colaron allí otras formas de narrar la realidad: lo que puede ser visto desde un cómic o desde la televisión, o desde la narración de un partido de fútbol. ‘El mariscal de campo’ tiene que ver con esto. Yo hago una narración en donde hay un elemento ficticio, puesto que participan jugadores que no se enfrentaron de ese modo y tal vez ni estaban en esos equipos”.

Así, en mayor o menor medida, la crónica está presente en sus libros de relatos: “creo que en un libro como La casa pierde la crónica está más ausente y está mucho más presente en Los culpables, que son historias escritas en primera persona por gente que no sabe narrar. Allí el desafío del cuento era armar, por así decirlo, relatos accidentales tal como lo hace la gente cuando se tiene que justificar ante la esposa por una cuestión inverosímil y sospechosa, o cuando se quiere congraciar con un amigo habiendo hecho algo erróneo. Cuando la realidad te obliga a mostrar una elocuencia que no siempre tienes. El juego en Los culpables era contar así, en primera persona. Como todos los personajes se definen mucho más por lo que hacen, pues no tratan de embellecer el lenguaje sino que hablan desde su perspectiva, hay muchos elementos de la crónica”.

Si ciertos temas son constantes en la obra de Villoro, otros responden a nuevas búsquedas. El Apocalipsis (todo incluido) contiene algunas de sus preocupaciones más recientes: “Hay una historia de relación que me parece muy entrañable y muy difícil de narrar, que es la relación de una hija con su padre. Me propuse contar ese cuento desde la perspectiva de una mujer que fue niña y cómo habla de su padre que ya falleció. Este cuento también es una persona en relación con otra, pero cómo a través del tiempo entiende de otra manera su propio pasado. Una de las cosas más atractivas del pasado es que no está inerte, no está quieto. El pasado vuelve a suceder en nuestra memoria y lo entendemos de otra forma”.

Por último, al pedirle que enumere a sus cuentistas mexicanos preferidos, Villoro responde: “me gusta Jorge Ibargüengoitia en todas sus variantes. Revueltas me gusta mucho más como cuentista que como novelista. Me gusta mucho El llano en llamas de Rulfo. Pienso también en cuentistas más recientes como Fabio Morábito, que me parece estupendo, y en cuentistas por excepción, que no siempre escriben cuentos pero que han escrito algunos extraordinarios como por ejemplo Luis Miguel Aguilar, quien tiene un cuento maravilloso sobre futbol que se llama ‘El gran toque’. Pienso en los cuentos de Guadalupe Nettel, más cerca de nosotros, quien por cierto estuvo en mi taller, cosa que me da mucho gusto”.

Luego agrega: “no veo tantos cuentistas. La mayoría de nuestros buenos escritores han destacado en la novela o el ensayo. Si camino voy como los ciegos, un libro un tanto olvidado de Emiliano Pérez Cruz, es un libro un tanto olvidado que me parece espléndido y también, cerca de nosotros, Carlos Velázquez”.

“Apenas se escriben cuentos entre nosotros”

1/Marzo/2015
Confabulario
José Emilio Pacheco

La siguiente carta, hasta hoy inédita, fue encontrada por la reportera Yanet Aguilar Sosa en el archivo del Centro Mexicano de Escritores. En ella José Emilio Pacheco, entonces un joven de treinta años, solicita la beca de la institución al tiempo que hace una defensa del género cuentístico en México. “Tengo una afición incontrolable por el género”, afirma Pacheco tras exponer su proyecto que consiste en escribir un volumen de cuentos. Tres años después se publicaría El principio del placer, título que compila seis cuentos y una novela corta, y que le valió en 1972 el Premio Xavier Villaurrutia. La viuda del poeta, la periodista Cristina Pacheco, confirmó que se trata de un texto inédito y concedió su autorización para reproducirlo de manera íntegra.

***

25 septiembre de 1969

Centro Mexicano de Escritores A.C.
Valle Arizpe 18
México, D.F

Estimados señores:

Acaso mi solicitud les parecerá indebida o tardía, porque desde antes de los veinte años tuve oportunidad de ganarme la vida en actividades más o menos relacionadas con la literatura. Ya que me dejaban tiempo para leer, estudiar y escribir, juzgué conveniente no interferir en la posibilidad de que las becas fueran otorgadas a quienes con mayores méritos, no tuvieran la misma suerte que yo.

Al paso de los años aumentaron naturalmente mis obligaciones familiares; el espacio libre se fue reduciendo con la multiplicación de mis trabajos paraliterarios. Hoy, si gracias a ellos no tengo una necesidad económica muy grande, también carezco del tiempo necesario para dedicarme a lo que verdaderamente me importa. Así pues, hago esta petición como una tentativa de lograr una nueva oportunidad de escribir.

Sin embargo debo confesar que, para mí, lo más interesante de la posible beca es el método de trabajo. La abundancia de mis obligaciones periodísticas y editoriales me han conducido a un aislamiento cada vez mayor, y nada me gustaría tanto como escuchar opiniones críticas acerca de mis textos en proceso. Como es bien sabido, el desarrollo de nuestra ciudad acabó con la vida literaria de cafés y redacciones que tradicionalmente habían hecho posible un intercambio directo entre los escritores.

Para aspirar al generoso patrocinio del Centro Mexicano de Escritores, me comprometo a escribir una colección de doce o catorce cuentos. No puedo ofrecer un minucioso plan de este libro pues de él lo único que tengo es el deseo de hacerlo.

Junto a los temas que ofrece la vida contemporánea de la capital y del país, me gustaría aprovechar también las sugestiones –hasta ahora casi inexploradas- de la historia mexicana, que siempre ha ejercido una fascinación muy honda en mí. Quisiera utilizar las posibilidades literarias de algunos momentos determinados: la caída de Porfirio Díaz en 1911, el asesinato de Vicente Guerrero en 1831, para solo mencionar dos ejemplos.

El cuento parece haber perdido en los últimos años el sitio que tuvo en nuestras letras a partir del Modernismo. Aunque se han publicado obras importantes, en términos generales el cuento quedó atrás del desarrollo novelístico y de la indisoluble continuidad poética.

Hasta hace una década el cuento era considerado, en el peor de los casos, un aprendizaje para la novela y un ejercicio indispensable para todo escritor joven. Hoy apenas se escriben cuentos entre nosotros. Ello podría reflejar un fenómeno planetario: las funciones que llenó el cuento en los grandes semanarios a partir de los cuarenta del siglo xix, han sido ocupadas por las series de televisión y por el cómic. Es decir, por formas masivas, tecnificadas e industrializadas del cuento. El género  ha pasado a ser, pues, una materia prima para la industria de la diversión.

En México -más importador que exportador de películas para televisión y publicaciones dibujadas- revistas y suplementos que antes publicaban al menos un cuento por mes, dedican sus páginas a otros asuntos. En el mercado editorial se ha difundido la creencia de que los libros de cuentos no se venden: el lector busca nuevos materiales de lectura y no los ya conocidos a través de revistas. Contra este argumento puede citarse la venta alcanzada por algunos libros, no sólo los ya clásicos de Juan Rulfo y Juan José Arreola sino también los de Edmundo Valadés y Francisco Rojas González. Se dirá que son casos excepcionales pero excepciones resultan asimismo las novelas que sobreviven al año de su publicación. El noventa y ocho por ciento que forman las demás representan un sólido fracaso, fracaso que se extiende al terreno artístico: la ilusión de que existe un mercado abierto para todo tipo de  novelas lleva cada vez en mayor medida a editar libros muy mal escritos y apresuradamente concluidos.

En estas condiciones de hostilidad o desinterés hacia el género, resulta especialmente atractiva la idea de trabajar en un libro de cuentos. Como lector tengo una afición incontrolable por el género. Como escritor –aunque nada me cuesta confesar sin ninguna modestia que no he escrito ningún cuento que me satisfaga- lo siento más afín que la novela a mis posibilidades y también mis limitaciones.

Adjunto a estas líneas algunos datos biográficos y bibliográficos; así como ejemplares de mis dos últimos libros.

Les agradezco mucho su atención y los saludo muy atentamente


José Emilio Pacheco
Reynosa 63
México, D.F

El cuento obliga al lector a renovarse: Enrique Serna

1/Marzo/2015
Confabulario
Yaneth Aguílar Sosa

En las ocho novelas que ha escrito hasta ahora, Enrique Serna ha dejado constancia de su calidad literaria. Allí están como prueba Señorita México, Uno soñaba que era rey, El seductor de la patria, Fruta verde, La sangre erguida y la muy recienteLa doble vida de Jesús; pero con sólo tres libros de cuentos: Amores de segunda mano, El orgasmógrafo y La ternura caníbal, Serna se ha situado como uno de los grandes cuentistas mexicanos.

Enrique Serna ha creado con los años su propia definición del cuento, asegura que es una narración breve, generalmente impredecible, que narra el momento en que una vida se transforma y ya no vuelve a ser la misma.

El narrador y ensayista nacido en 1959 que radica desde hace más de 15 años en Cuernavaca,  Morelos, tiene en su haber también dos recopilaciones de ensayos y notas periodísticas. Es, sin duda, uno de los escritores más notables y uno de los cuentistas mayores de nuestro país, con una prosa contenida, redonda y subyugante, que posee una gran eficacia literaria.

“En efecto yo he escrito más novelas que libros de cuentos porque me parece más difícil reunir diez o doce buenas ideas, que es lo que se requiere normalmente para escribir un libro de cuentos. Yo tardó mucho también en madurar esas ideas porque muchas de ellas no están completas, son ideas un poco a medias, las dejó madurar sin esforzarme en completarlas, hasta que en algún momento de revelación encuentro la manera de madurar esos cuentos, porque muy raramente me siento a escribir uno sin tenerlo resuelto en la cabeza”, afirma el narrador en una entrevista concedida a EL UNIVERSAL para reflexionar sobre la situación actual del cuento en México, sobre su estilo de cuentista y su madurez literaria.

Eso le ocurrió en “Borges y el ultraísmo” uno de los cuentos de Amores de segunda mano. Escribió más o menos la mitad, se detuvo porque no sabía cómo continuarlo y a los tres meses en una noche de insomnio se le ocurrió cómo podía ser el desenlace y entonces lo terminó.

¿El proceso que te rige como cuentistas es que nunca emprendes una historia hasta que no lo tienes plenamente claro en la cabeza?
Es muy angustioso eso de sentarse a escribir sin saber cómo va a ir uno a acabarlo, sobre todo en un género donde es tan necesario el efecto, la contundencia del final, donde todo puede caerse si uno no logra satisfacer las expectativas del lector. El del cuento es un lector ávido de sorpresas y de iluminaciones sobre la condición humana, por eso he sido menos pródigo en ese género que en la novela. La novela además es un género que cuando uno se mete en ella trabaja de tiempo completo hasta acabarlo.

El cuento no, uno puede pasar cuatro o cinco o hasta más años en el transcurso para tener un libro de cuentos. No se presentan las ideas una detrás de otra, puede pasar entre ellas uno o varios años y entonces hay que dejarlas llegar, hay que tener paciencia y esperar. Lo que sí creo que puede ocurrir a veces es que cuando uno ya tiene cinco o seis ideas puede ser que las nuevas ideas que se le ocurren ya las piense solamente para cuentos no para novelas.

Me comentaron algunos amigos que en mi libro La ternura caníbal había varios cuentos que hubieran podido ser novelas porque tenían historias bastante intrincadas, tramas complejas y demás, y es probable que sí, que si yo hubiera podido alargarlos los hubiera escrito como novelas. Pero creo que es más interesante incluso como desafío literario hacer un esfuerzo por condensar al máximo, de modo que esas historias que hubieran podido quedar un poco más aguadas, queden más concentradas. Creo que hay cierto tipo de lectores que eso lo agradecen.

¿Tienes muy claro cuándo es una historia para cuento y cuándo es una historia para novela?
Generalmente sí, pero a veces en que el material me obliga a extenderme y entonces uno incursiona en el género de la novela corta o de la noveleta, que también es un género que me parece muy interesante. Hay escritores que han hecho maravillas en él como Stefan Sweig; también las he escrito, en El orgasmógrafo hay una que es “La palma de oro”, y quizás otras que llegan a las 40 ó 50 páginas y que también podrían ser calificados como novelas cortas como el mismo cuento deEl orgasmógrafo.

¿Y con sólo tres libros de cuentos eres considerado uno de los mejores cuentistas de México?
Hay muchos años detrás de tratar de luchar con el género. A los 18 años empecé a escribir cuento pero mi primer libro de cuentos lo publiqué hasta los 31. En ese tiempo escribí muchos cuentos que se fueron la mayoría de ellos a parar al basurero, no estaba satisfecho con ellos, a veces los mandaba a concursos de cuento donde perdía, o a revistas donde me los rechazaban y yo me daba cuenta que era porque no había podido desarrollar las ideas que yo tenía en la cabeza para darles una forma literaria atractiva; entonces con un esfuerzo de autocrítica fui mejorando hasta escribir cuentos más legibles.

José Emilio Pacheco decía que a veces se pensaba un género para escritores principiantes, ¿qué opinas?
Yo también me inicie con el cuento como he contado en mi novela Fruta verde. Mi primer cuento era un cuento fantástico que ocurría dentro de una cajetilla de cerillos y los personajes eran los cerillos, era un cuento fantástico inspirado en mis autores de cabecera, que eran los clásicos de la literatura fantástica: Edgar Allan Poe, Lovecraft, H. G. Wells, creo que buscaba imitarlos, tratar de aprender su técnica. Aunque era un cuento muy malo me lo publicaron en el suplemento cultural del periódico El Nacional, yo creo que me lo publicaron porque no les llegaba ninguna colaboración, era un periódico que casi nadie leía pero fue importante para fortalecer mi vocación porque a partir de entonces yo decidí que quería ser escritor.

¿Cómo está hoy el cuento?, ¿a las editoriales les interesa o lo desdeñan?
Conozco algunas editoriales, no sólo aquí en México, que no publican libros de cuentos, pero creo que de cualquier manera sigue habiendo espacio para el cuento en revistas, suplementos culturales y también dentro de otras editoriales. Por supuesto que no es el género más leído de la actualidad porque los cartabones de mercadotecnia han privilegiado a la novela extensa. El best seller siempre es un ladrillo de 500 páginas, a la gente les gusta que les duren mucho porque generalmente los llevan a leer en la playa, en las vacaciones y tiende a creerse que cuanto más larga mejor.

El cuento va a contracorriente de esa tendencia porque el cuento obliga al lector a renovarse en esfuerzo imaginativo al principio de cada nueva historia; probablemente para los hábitos de pereza mental que tienen la mayoría de los lectores sea algo que los desanima, pero curiosamente entre los niños sí hay esa disposición a renovar ese esfuerzo imaginativo porque cuando uno le cuenta un cuento a un niño en la noche, antes de dormirse, quiere otro y otro y otro y realmente es agotador tener que estar inventando tantos cuentos para satisfacer esa curiosidad inagotable de los niños. Digamos que el cuento es un género entonces que trata de refrescar la imaginación de los adultos para que recuperen esa gran agilidad mental que tuvieron en la infancia.

¿Tiene cabida en revistas y suplementos?
Sí, yo he visto que publican con mucha frecuencia cuentos en la Letras Libres, en el Confabulario, en la revista Crítica de la Universidad Autónoma de Puebla, en Luvina de la Universidad de Guadalajara, en Nexos; lo que sí creo que es muy difícil que los lectores de esas revistas se interesen mucho por los cuentos porque generalmente van por artículos breves. Yo sí procuro leer muchos cuentos cuando los encuentro en esos medios porque el género siempre me ha cautivado y trato de estar más o menos al día en cuanto a los cuentistas que van surgiendo.

¿Además de los escritores de literatura fantásticas, quiénes son tus otras influencias?
En mi adolescencia fueron los escritores de literatura fantástica, unos diez o quince años después descubrí a los clásicos del cuento cruel, a Villiers de L’Isle Adam, a Baudelaire, el Baudelaire de El Spleen de París, a Joaquim Maria Machado de Assis, más recientemente a Rubem Fonseca, a Virgilio Piñera, Raymond Carver y de todos ellos he tratado de aprender algo sin que eso signifique presumir que lo he logrado.

¿México sigue siendo un país de cuentistas?
En el siglo XX tuvimos una gran pléyade de cuentistas, digamos que es el Siglo de oro del cuento mexicano con Rulfo, Arreola, Revueltas, Carlos Fuentes que tiene un libro de cuentos extraordinario que es Cantar de ciegos; Salvador Elizondo, Sergio Pitol, Eraclio Zepeda, José de la Colina, el mismo José Agustín que tiene muy buenos cuentos; entonces realmente hay una tradición importante en ese género.

Sigue habiendo muy buenos cuentistas, los que he leído recientemente Eduardo Antonio Parra, que es uno de nuestros mejores cuentistas; leí hace poco un libro muy bueno de Tryno Maldonado, Metales pesados; Guadalupe Nettel que es una cuentista espléndida. Creo que el género está muy vivo y no ha decaído, sigue teniendo muy buenos cultivadores.

¿Hoy escribes cuento?, ¿alternas historias largas con la escritura de cuentos?
Desde que publiqué La ternura caníbal no he vuelto a escribir cuento porque he tenido que hacer otras cosas, se me atravesó el argumento de una telenovela y después mi novela La doble vida de Jesús, de modo que ahorita estoy alejado del cuento como escritor. Como lector no, acabó de leer un segundo libro de Etgar Keret, este cuentista israelí que me parece fabuloso, con una imaginación muy poderosa y ese es uno de mis descubrimientos más recientes. Otro que me parece magnífico es un chileno Carlos Franz, que publicó hace seis o siete años un libro de cuentos maravillosos, La prisionera, que es excelente.

¿Seguirás cultivando el cuento aunque pasen muchos años?
Yo espero que todavía pueda escribir más cuentos en un futuro próximo, aunque ahora lo que quiero es descansar y no escribir nada de ficción en uno o dos años, creo que mis lectores ya están un poco saturados de libros míos.

¿Ahora te dedicarás sólo a leer y leer y leer?
Leer y dejar que las ideas lleguen y tratar de no forzar la máquina porque yo creo que cuando uno ordeña la imaginación sale un producto un poco adulterado.

Eduardo Antonio Parra: narrar los instintos

1/Marzo/2015
Confabulario
Gerardo Antonio Martínez

En una de sus primeras visitas a la ciudad de México, motivado por la lectura de El cuadrante de la soledad de José Revueltas, Eduardo Antonio Parra visitó la iglesia de La Soledad. El joven escritor deseaba conocer los rumbos por los que había pasado el duranguense. Los transeúntes, los cargadores y los taqueros a los que preguntó las coordenadas le recomendaron no acercarse a esa iglesia. El día pardeaba. Se acercaba la noche en los alrededores del mercado de La Merced. “Queda a una cuadra. Pero no vaya, joven”. Pero fue. Ahí, escuchó la voz de las prostitutas, conoció el rostro de los proxenetas, vio los fardos amontonados de los indigentes que usan como dormitorio la amplia plaza de esta iglesia, hermosa construcción católica del siglo XVIII. De esta aventura salió contento: tenía temas, tenía personajes.

Desde su primer libro de cuentos, Los límites de la noche (1996), Eduardo Antonio Parra se descubrió como una de las voces más originales de la literatura mexicana. Narrador silvestre, sin ornatos ni florituras, sus cuentos se han traducido al inglés, francés, italiano, danés y alemán. A su primer libro siguieron otros dos volúmenes de cuento Tierra de nadie (1999), Nadie los vio salir (2001) antes de la llegada de su primera novela: Nostalgia de la sombra, en la que narra la metamorfosis por la que transita un habitante promedio de Monterrey hasta convertirse en un efectivo sicario. La crianza de los personajes de Parra está en los instintos.

– Tienes una trayectoria de 20 años como cuentista, y aun cuando tienes dos novelas publicadas, ¿de dónde vino la elección de este género frente a la novela?
– Primero empecé a escribir cuento, después me puse la intención de escribir una novela durante tres o cuatro años, que me dio alrededor de 500 o 600 páginas. Después supe que si la acababa iba a tener cerca de 1500 páginas y si la publican, nadie la iba a leer. Ensayé textos mucho más breves. Abandoné esa novela, fallida pero que me había enseñado a escribir. Regresé al género del cuento. En una novela te planteas una historia, unos personajes, una atmósfera, y hay que llevarla hasta donde quieres pero con esos elementos. Es mucho más estimulante escribir un universo en cada cuento que alargar una historia en una novela. Me di cuenta también que escribir un buen cuento es bastante difícil. Por otro lado está el espíritu de contradicción. La mayoría de mis conocidos escritores más formados sí consideraban el cuento como un aprendizaje para la novela. Yo trataba de demostrar con mis libros de cuentos que podía ser de tan buena calidad como uno de novela.

– ¿Cómo enfrenta un cuentista el reto de escribir una novela?
– Recuperé la experiencia como cuentista en la técnica del arranque y del cierre de los capítulos. Leo bastante seguido Pedro Páramo, una vez al año. Un día me di cuenta que es la novela de un cuentista. ¿A qué me refiero? Rulfo inicia y cierra los fragmentos con la misma fuerza como lo hacía en los cuentos. Al menos eso hacía en la mayoría. Y al empezar a escribir Nostalgia de la sombra intenté que cada capítulo fuera en ese sentido.

– A partir de una revisión que se puede hacer a muchos de tus cuentos de algún modo los personajes y los ambientes son descendientes de muchos de aquellos que contó Rulfo. Como parte de una generación muy distinta a la de este autor, ¿qué es lo que aportas en estos personajes?
– La búsqueda me parece natural y es una intención de demostrar que la realidad de los habitantes de este país, los dramas que vive la gente en México. Es curioso que se note cierta descendencia de Rulfo, pero tampoco debería ser curioso porque él hizo lo mismo. Se fijó en el país, trató de reflejar la mitología, la problemática, los sueños de los habitantes a través de la literatura. Escribió una novela fantástica pero ancladísima en el realismo. Los cuentos de El llano en llamas son absolutamente realistas. Lo que él quería mostrar era la realidad nacional, y eso es lo que yo me propuse también. Leerlo siempre es una lección. Cuando publiqué Los límites de la noche hablaban mucho de Rulfo y de Revueltas. Del primero me parece que era un poco errado. Sí había influencia pero no donde los críticos la señalaban. De él tomé sobre todo el lenguaje.

– Varios de tus cuentos están ubicados en la frontera y en zonas rurales de Nuevo León. Es inevitable la remisión a la lectura de El luto humano, de José Revueltas.
– Esa es una coincidencia con Revueltas. Él se fijaba en personajes de mero abajo, los humillados, los ofendidos. Revueltas venía de Dostoievski, yo también soy lector de este autor. Me gusta reflejar la vida de los jodidos, de los pobres, de los miserables. A la hora de asomarte a este tipo de vidas, de razonarla, de imaginarla, siempre van a salir temas muy fuertes. Revueltas nunca se arredraba. Emmanuel Carballo decía que hay cosas que se supone que no se pueden tocar en literatura, pero que finalmente sí se pueden tocar, aunque exista una especie de acuerdo tácito. Por ejemplo, no puedes matar un niño en una historia porque es demasiado traumático para los lectores. Pero lees El luto humano y empieza con la muerte de una niña, lees Los días terrenales y empieza con la muerte de una niña. A Revueltas le valía absolutamente madres lo políticamente correcto. Si quieres contar la realidad de este país tienes que ensuciarte las manos. Revueltas era un poeta de lo oscuro. Me fascina su lenguaje, pero nunca te dejaba algún resquicio para la esperanza. Terminas un libro de Revueltas y estás pensando en cómo suicidarte. En eso no coincido con él. A mí me gusta dejar un resquicio para que haya algo de luz en medio de tanta oscuridad.

En su panteón de autores, este cuentista mexicano nacido hace 50 años en León, Guanajuato, menciona como su primer maestro a Guy de Maupassant, de quien absorbió el estilo, los temas escabrosos y la crítica social. De Jorge Luis Borges aprendió a abrir y cerrar los cuentos. Los nombres de escritores reverenciados se hilan de uno en uno: Juan García Ponce, Carson McCullers, Antón Chejov y Raymond Carver. El descubrimiento más grande: William Faulkner. Pero su radar de escritores contemporáneos lo lleva a Europa del Este, en dónde ha encontrado similitudes con México y Latinoamérica:
“Están bien jodidos, son pobres, les ha ido de la chingada, son católicos. Además están metidos en una región fronteriza. Por un lado están los musulmanes, que han presionado a lo largo de la historia desde el Imperio Turco, y por otro lado está el primer mundo, así como nosotros que estamos pegados al primer mundo y no sabemos qué hacer con eso”.

En sus recomendaciones suelta nombres de narradores serbios, checos, bosnios: Aleksandar Tišma, Danilo Kiš, Bohumil Hrabal e Ivo Andrić.

“Una de las mejores novelas que he leído es justo Un puente sobre el Drina. Es genial. Me gustan mucho los rusos, a los que trato de leer mucho aunque a veces no pueda ni pronunciar sus nombres. Siempre que ves una novela traducida del ruso sabes que no te va a decepcionar”.

– Algunos de tus cuentos tienen dedicatorias a otros escritores, como David Toscana, a Julián Herbert, a Leonardo da Jandra. ¿Cuál es el aporte que ves en otros autores mexicanos cercanos a ti generacionalmente y qué compartes con ellos?
– La mayoría de los escritores mexicanos que me son contemporáneos escribía de otra cosa, salvo los norteños. Con ellos me conecté inmediatamente. Algo curioso, cuando se empezó a hablar de la literatura del norte apenas acabábamos de conocernos. Muchos tienen la idea de que hicimos un plan desde el principio, pero fue una cosa espontánea. Conocía a mis contemporáneos que vivían en Monterrey, pero a los demás los conocí cuando ya estábamos publicados. Pienso, por ejemplo, en Élmer Mendoza que aunque es más grande en edad se da a conocer casi en el mismo tiempo que nosotros, pienso en Luis Humberto Crosthwaite, en Juan José Rodríguez. Cuando nos conocimos nos dimos cuenta de que traíamos más o menos la misma intención: la primera era narrar el norte, narrar el sitio donde habíamos nacido y crecido. Con los escritores del centro era un poco más difícil. La mayoría estaba metida en otro tipo de narrativa, pero por ejemplo con Fadanelli encontré muchas afinidades. Es un escritor que cuenta la vida real del Distrito Federal. Otros tienen una propuesta distinta a la mía, pero que son interesantes, como Mario Bellatin y Álvaro Enrigue.

– ¿Cómo preparas tus cuentos? ¿Te documentas? ¿Los comentas con alguien?
– No soy un autor que se ponga a investigar. Si quieres narrar parte de la realidad, lo que te sirve es la experiencia para las atmósferas y los ambientes. Mueves la historia real según tus necesidades narrativas. En los personajes debe entrar por completo la imaginación del escritor. Priorizo la imaginación. Por ejemplo en Nostalgia de la sombra, que es la historia de un asesino, no me puse a investigar los perfiles psicológicos de los asesinos múltiples. No es necesario. Empezaría por preguntarme cómo sería yo si fuera un asesino serial. Todos hemos tenido ganas de matar alguna vez, y a veces hemos tenido ganas de matar a un chingo de gente. En vez de investigar perfiles me resuelvo cómo resolvería yo este asunto.

– Cuéntanos tu experiencia en el periodismo. ¿Fue gratificante o decepcionante?
– Estuve muy poco. Un año y medio como editor de nota roja en Monterrey. Fue un trabajo alimenticio. Acababa de pasar el error de diciembre. Estuve como siete meses sin un ingreso. Tenía carro y lo vendí. Todo se convirtió en despensa. Pagaban una madre pero le entré al periodismo. Sabían que era escritor. Mi primer libro ya estaba en prensa. Me dieron el trabajo con la condición de que me quedara al menos seis meses. Estuve un año. Fue una experiencia interesante. La vida de la redacción fue muy nutritiva. Cuando platicas con los viejos reporteros policiacos te enteras de la vida criminal de la ciudad. Monterrey entonces era una ciudad bastante pacífica. A veces era desesperante porque no tenías nada que llevar en primera plana. Los fines de semana era bien curioso: nadie mataba a nadie. No pasaba nada, hasta que llegaba un reportero y gritaba “¡Traigo un muertito”. ¡Puta madre, abríamos la champaña! Había crímenes muy espeluznantes en Monterrey, nada que ver con el crimen organizado, sino crímenes pasionales. Eso era lo que dominaba. De todo ese tiempo, la mayoría de los crímenes tuvieron que ver con las pasiones humanas. Me gustaba mucho. Fue de mucho aprendizaje para mí. Veías al que encontró a la esposa con el otro y los mata a los dos, al que está discutiendo con su compadre en la cantina y uno de ellos termina muerto. Son crímenes que ocurren en todas las épocas y en todos lados. He sacado dos o tres relatos a partir de esas experiencias. Mucha gente cree que yo trabajé en la nota roja antes de escribir mi primer libro, porque es el más violento, y no. Ese ya estaba.

– ¿Qué ves con la siguiente imagen? Pasas por una carretera en un pueblo cualquiera, que puede ser Ayotlán o Tula. Pasan unas personas montadas en una bicicleta, hay una cantina y un burdelito tristón. Muchas personas verán ahí un pueblo bicicletero. ¿Qué ve Eduardo Antonio Parra en un pueblo de 5 mil almas perdido en la montaña o cerca de la frontera?
-Imagino cómo es la vida de la gente. Cuáles son sus dramas, cuáles son sus tragedias, sus problemáticas y finalmente te das cuenta de que el ser humano es igual en todos lados. Los dramas son los mismos que viven todos los pueblos del mundo. Ves esos pueblos miserables y dices “ahí todavía creen en fantasmas, están llenos de porquerías que ni la política correcta voltearía ver, son incestuosos, golpeadores de mujeres”. Entonces empiezas a preguntarte por qué son así y cuál fue el último evento que tuvieron de este tipo. Te enseñan mucho más estas personas de la condición humana que un cabrón que vive en la colonia Condesa. Están mucho más cerca del origen, mucho más cerca de las pasiones, de los instintos.

Hacerle al cuento en México

1/Marzo/2015
Confabulario
Gerardo Antonio Martínez

Para dar mayor visibilidad al cuento mexicano hacen falta revistas especializadas, antologías que privilegien la calidad literaria y una apuesta de los escritores por ofrecer propuestas sin miramientos hacia los jurados de los certámenes. Voces de editoriales, críticos literarios y académicos coinciden en la relevancia que tiene este género en las letras nacionales, pero acentúan algunas necesidades de este género.

El escritor y crítico literario Geney Beltrán estima que existe una falsa idea entre muchos escritores de que el género más glamoroso es la poesía y que los éxitos comerciales radican en la novela: “A diferencia de lo que ocurre por ejemplo con los cuentistas de Estados Unidos donde existe un circuito de revistas y publicaciones en las que pueden dar a conocer su trabajo y pueden ir armando sus libros a partir de lo que han ido publicando en diferentes foros. En México no hay lectores de cuento que busquen el género en puestos de revistas, por lo tanto sí se ha desarrollado a espaldas del lector”.

Abunda en que en la actualidad uno de los principales circuitos para la promoción de este género son los concursos literarios, lo que a la par de las bondades de la difusión puede significar un efecto regresivo en la evolución poética de los autores por la intención de agradar a los jurados de los certámenes antes de tener un compromiso con su propia obra.

El cuento es un género que desde principios del siglo XX sirvió en México para dar legitimidad a la figura del escritor de ficción. Autores como Julio Torri, Alfonso Reyes, y Nellie Campobello se nutrieron de historias de la Revolución Mexicana y de su mundo contemporáneo para dar factura al cuento. A ellos siguieron plumas de medio siglo que se han convertido en clásicos de la narración breve en México, como Juan Rulfo, José Revueltas, Edmundo Valadés, a los que siguieron nombres como Carlos Fuentes José Emilio Pacheco, Francisco Tario, Sergio Pitol, Jorge Ibargüengoitia, entre otros.

Los terrenos editoriales son otras arenas en las que los cuentistas jóvenes deben aventurarse para la publicación de libros de cuentos. En este campo sellos como Ficticia y Almadía, además de los sellos de instituciones públicas como la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), el fondo editorial Tierra Adentro de Conaculta, entre otras, han guardado un nicho para la publicación de este género, que en muchas ocasiones resulta relegado por editoriales que no ven en éste una posibilidad de recuperación de ventas y proyección de su sello.

Marcial Fernández, director editorial de Ficticia, que desde hace 15 años se ha esforzado por mantener viva la tradición del cuento mexicano y que ha funcionado como cantera de escritores jóvenes con la publicación de tres extensas colecciones de libros de cuento explica lo que a su parecer es un mito en torno a la dinámica comercial de este género:

“Hay un mito que dice que el cuento es el que menos vende de los géneros literarios. Te puedo decir que de todos los géneros no vende ninguno. Podemos ver que sí hay una ‘literatura’ comercial que tiene que ver poco con ‘la literatura’”.

Otras de las editoriales que han apostado por la narrativa breve son el fondo editorial Tierra Adentro, de Conaculta y Almadía. Rodrigo Castillo, director del primero afirma que si bien existe un mercado editorial abocado al cuento, esto no es necesariamente un termómetro. Menciona que a pesar de que existe una encuesta nacional de lectura, ésta no contempla la lectura necesariamente del cuento. Al hace una valoración de las publicaciones que las editoriales “comerciales” ofrecen a sus lectores no duda en calificarlas de fácil consumo y sin mayor compromiso de muchos autores.

“Las editoriales voltean a ver a aquellos escritores que cuentan cosas, de la manera más lineal posible, y de ser mejor, si lo hacen a través de una novela, porque ese es el tipo de lector que puede comprar un libro de cuentos sin romperse la cabeza”.

Sobre los criterios que este fondo editorial establece para la selección de sus títulos abunda en que éste “responde a la apertura de temas y cosas, a la horizontalidad y pluralidad de voces, a la necesaria experimentación”. En los últimos diez años el fondo editorial Tierra Adentro ha publicado 54 títulos exclusivamente dedicados a este género.

Luis Jorge Boone, editor de Almadía, coincide con Marcial Fernández y Rodrigo Castillo en la separación entre editoriales “comerciales” y aquellas que apuestan por voces narrativas con personalidad y arrojo.

“Hay moldes y modelos cuyo principal objetivo es el cierto éxito comercial. Las sagas, las trilogías juveniles, el thriller. Pero este tipo de productos son novelas. Las editoriales comerciales descartan de entrada los libros de cuento, porque según ellos no se venden. Nuestra experiencia es que si acercas al lector propuestas cuentísticas interesantes, va a haber una respuesta, porque hay un público atento que pide cosas distintas, que quiere arriesgarse más allá del best seller”.

La tradición cuentística mexicana

Un ejemplo de la tradición cuentística en México es la revista El Cuento, fundada por Edmundo Valadés en una primer época en 1939, y la segunda en 1964 y que duró activa hasta finales de la década de le los 90, luego de la muerte de su creador. Este proyecto sirvió como semillero de algunos de los narradores breves más importantes de las letras mexicanas.

Ya en su primer número, en junio de 1939, el olfato de Edmundo Valadés y Horacio Quiñónez, cofundador de la revista, trajo a los lectores mexicanos piezas surgidas de la imaginación de Luigi, Selma Lagelöff, Maxim Gorki, Erich María Remarque, pero también dio espacio para escritores mexicanos como Efrén Hernández, Gregorio López y Fuentes, y un jovencísimo Luis Spota.

Desde la desaparición de esta revista, que en su segunda época (1964-199) arropó a generaciones de narradores noveles, su lugar ha sido sustituido por las antologías, de las que existe una variedad tan amplia a partir de tres criterios poco expuestos.

Lauro Zavala, profesor de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) y estudioso de la narración breve ubica tres criterios usados por los editores de antologías: los gustos personales de quien hace la selección, la auto publicación y los de carácter académico. La primera se ajusta a los gustos personales de los editores encargados de la selección; la segunda corresponde a las que surgen de los talleres de cuento en las que los mismos participantes publican sus cuentos al concluir las sesiones en las que trabajaron sus textos, mientras que la tercera corresponde a las antologías que investigadores universitarios hacen a partir de sus temáticas de estudio que van desde el erotismo, lo fantástico, lo testimonial o testimoniales.

Al respecto, Geney Beltrán apunta que justo por la ausencia de lectores que estén pendientes de la producción cuentística las antologías no responden a las expectativas que un lector neutral pueda tener.

“A menudo responden a los intereses personales o de grupo en donde surge esa antología, y por lo tanto no necesariamente se registran voces que puedan aportar algo al género. Eso no implica que el autologador se vaya a desprestigiar o que se vaya a vender menos la antología porque en sí se vende muy poco. Las antologías se perfilan como el momento cumbre de un grupo literario o para las ambiciones políticas del antologador”, estima.