jueves, 9 de octubre de 2014

Revueltas, el ángel caído

Octubre/2014
Nexos
Álvaro Ruiz Abreu

A la chingada cualquier creencia en absolutos!
Los hombres se inventan absolutos, Dios, Justicia,
Libertad, Amor, etcétera.

—José Revueltas

Si es cierto que el agnóstico es el que niega todo absoluto y por tanto es un ateo, un rebelde que no cree, José Revueltas (1914-1976) lo es de sobra; en su naturaleza parecía latir esa paradoja entre la esperanza y la desesperanza, entre la fe y el escepticismo; y eso podría explicar por qué fue blanco de tanto ataque verbal despiadado en que se le pedían cuentas de índole ideológica, ética y hasta personal. El aura que rodea su vida no es grata sino desdichada pero con ella vivió y pudo ponerla en la balanza de sus acciones, asumiéndola con entereza y honestidad. Se ha visto en sus relatos la exposición de una herejía, o bien la búsqueda de un mundo en rebeldía, como sea, es preciso recordar que en las páginas de sus libros se impugna el orden, el mundo como está y los absolutos en que se apoya la sociedad para sobrevivir. Elena Poniatowska lo llamó el ángel rebelde, o sea el ángel caído que se rebela y es señalado como encarnación del mal; Christopher Domínguez Michael, taumaturgo y hereje, y recuerda la frase de Gregorio en Los días terrenales: “el hombre no tiene ninguna finalidad”. Carlos Eduardo Turón descubrió en Revueltas un agnóstico que había nacido para el sufrimiento. Con todo, sus convicciones lo llevaron en varias ocasiones a un callejón ideológico, social y literario sin salida, desde el cual respondió a las  agresiones.
Revueltas no empezó a ser objeto del debate y de la crítica después de su muerte ni a raíz de los ataques que soportó en 1950 por su obra de teatro El cuadrante de la soledad, y por Los días terrenales, la novela condenada por la secta de sus propios camaradas, hijos del estalinismo.1 En este sentido, parece que su sino fue la indeterminación, la negación del tiempo que marca el calendario. Desde que aparece su nombre en periódicos, suplementos, enseguida en las portadas de sus primeros libros, se levanta como una nube espesa el comentario que elogia o condena las letras de este ángel rebelde la consigna que intenta borrar las tesis que esbozan sus personajes, la polémica provocada por su tendencia a la redención social y a considerar el sufrimiento como esencial a la condición humana. Los primeros textos pertenecen a los últimos años del cardenismo, 1938 y 1940, en que el periodista, desde las páginas de El Popular, El Nacional y otras publicaciones, quiere cambiar la conducta y el ejercicio de la prensa que consideró anquilosada por sus prejuicios y su falta de estilo, y de contenidos relevantes. Esto es solamente un ejemplo de una vocación casi innata: intentar a toda costa modificar la realidad, cambiar el curso de los acontecimientos y transformarlos. Y la historia iniciada entonces no creo que tenga un final, es larga y abrupta y llega a su centenario de 2014, en que su obra, en lucha con la crítica e irreductible, contestataria, sus textos, combativos y polémicos, se ponen en el escenario de la cultura nacional bajo la mirada de los lectores. Junto a Efraín Huerta y Octavio Paz, hijos del mismo año de 1914 y amigos entrañables del autor de Dios en la tierra, Revueltas es el más inconforme, el enemigo de la permanencia, consciente de que no vería jamás un mundo feliz sino desdichado. José Alvarado (1911-1974) escribió una de las mejores semblanzas sobre su amigo: “La vida de José Revueltas es la más accidentada de todos los escritores mexicanos contemporáneos. Conoce la miseria y, en horas fugaces, la opulencia; pasa, adolescente, por las cárceles correccionales, víctima de la persecución política y, joven, por toda clase de prisiones, debido a idénticos motivos, desde la sucia celda en un poblacho hasta las siniestras clausuras de las penitenciarías. Sufre dos veces confinamiento en las Islas Marías, acusado de subversión. Habita en barrios miserables y es huésped en arrabales de hampa y de vicio. Milita varios años en el Partido Comunista y es expulsado por sus puntos de vista. Se le arroja hasta de instituciones fundadas por él mismo. Viaja por todo el país en vagones de segunda, a pie o en omnibuses paupérrimos. [...] Es proscrito y vilipendiado, recibe ofensas y humillaciones. Recorre el mundo, en parte como pasajero clandestino, en parte como escritor aventurero. Penetra en el mundo del cine, ofrece lecciones, pronuncia discursos, desempeña humildes tareas burocráticas. Escribe, escribe, escribe”.2
Revueltas es muchos hombres a la vez, como dijo él mismo de su hermano Silvestre, luchador social, perseguido por sus ideas, encarcelado una y otra vez,  militante que a los 21 años de edad —en 1935— hizo un viaje de seis meses a la Unión Soviética, escritor prematuro de novelas y cuentos, autor dramático, guionista de muchas películas ya “clásicas” del cine mexicano, notable ensayista y el cronista de momentos cruciales de la cultura. Escribió sin tregua, como escritor de tiempo completo, pero sin becas ni subsidios del Estado. Vivió en la hoguera de su generación y de la ideología que adoptó, lo que tal vez ayude a explicar la personalidad tornasolada, como la del axolote de Roger Bartra, que vio a estos reptiles como un misterio, “son un nudo de signos extraños”. Cada texto salido de su pluma es una invitación a la discusión y el debate, una asamblea, una muestra elocuente de un estilo original, obtenido de los rincones de la experiencia, que Harold Bloom llamaría canónica. En septiembre de 1973 murió el poeta Pablo Neruda, amigo de la familia Revueltas, colega y correligionario de Silvestre, y José Revueltas escribió una “Carta de José Revueltas a Pablo Neruda”, que de epistolar tiene muy poco pues se trata en realidad de un poema en prosa que su autor, arrodillado en la humildad franciscana que lo caracterizó, llamó “carta”. Parece un texto enviado a un hermano mayor a la hora de su muerte, y en ese momento olvidó o nada más hizo a un lado el ataque demoledor que el poeta de Isla Negra le había propinado en 1950, a raíz de la aparición de Los días terrenales. Está claro que sabía perdonar a su prójimo como buen agnóstico, como ferviente lector de Los hermanos Karamazov.
Actividad esencial en la vida de Revueltas que llama la atención y sigue siendo motivo de investigaciones y de ensayos, es sin duda su vasta y sólida producción de guiones para el cine. En los años cuarenta fue expulsado del Partido Comunista, el padre que lo sometía, y en esa misma década Revueltas se acercó a los sets y las cámaras, empezó a escribir guiones, conoció a muchos actores y directores de la industria cinematográfica. Una nueva luz apareció en su camino. Pero hacia ese escenario miraron sus detractores, que fueron una vez más a enjuiciarlo, intentando acusar al autor de Los días terrenales y sentarlo en el banquillo de los acusados para prenderle fuego y así quemar el “maleficio” que se había apoderado del hereje. Lo acusaban, entre otras cosas, de ser partidario del existencialismo, esa filosofía de la decadencia burguesa, impugnando el interés de Revueltas por el cine y algo más: el mundo que creaba el séptimo arte. Uno de ellos, Enrique Ramírez y Ramírez, escribió: “Deseo creer que el divorcio de Revueltas con los hechos diarios, íntimos y palpitantes de la lucha popular, ha debilitado su sensibilidad, su noción natural de las cosas. Y que, por otro lado, el ‘cosmopolitismo’ de los tristes cenáculos seudointelectuales, el estar uncido sin contrapeso decisivo a la influencia de esa ‘fábrica de sueños’, que es hoy la fábrica de pesadillas degradantes, del cine comercial —y por lo mismo, el débil contacto con las grandes ideas revolucionarias de nuestra época— han estrechado y esquematizado en extremo su pensamiento”.3 Por fortuna, el tiempo se encargó de darle lucidez a Revueltas para ver claramente la enfermedad dogmática que encerraban las acusaciones de sus amigos y sus camaradas.
Desde que Revueltas escribió el argumento cinematográfico sobre la vida de su hermano Silvestre, Sinfonía inmortal o la vida de Silvestre Revueltas, en mayo de 1943, intentó dedicarse al cine como adaptador profesional. Ese argumento fue rechazado por Gabriel Figueroa porque el proyecto de filmarlo no maduró, “pero de todas maneras —aclara Gabriel Figueroa (1907-1997)—,4 Revueltas y yo trabajamos juntos en varias películas. Su preocupación era cómo hacer una carrera de escritor en cinematografía. Tenía talento y audacia para lograr su propósito. Sin embargo, se interpusieron muchos factores que finalmente lo desilusionaron y se retiró pero solamente por un tiempo”. Pero Revueltas siempre volvió al cine, y un poco más tarde se unió a Figueroa en la realización de La escondida, uno en la fotografía y el otro en la adaptación de la novela de Miguel N. Lira5 (1905-1961), dirigida por Roberto Gavaldón. Sin duda, fueron buenos tiempos para Revueltas que vio un porvenir como escritor de tiempo completo de la industria cinematográfica. En 1944 hizo la adaptación de El mexicano que dirigió Agustín P. Delgado y a partir de ese momento tuvo un motivo más para viajar y ausentarse de casa: las filmaciones. Satisfecho con su nuevo destino, entregado a los sets, Revueltas imaginó poder dirigir algún día; fue su sueño más reconfortante. Solicitado con frecuencia, Revueltas vio su entrada al cine como una luz que alumbraría su sinuoso camino de escritor, periodista y militante comunista. Se preguntó si iría a ser guionista toda la vida y creyó que sí porque le parecía un trabajo estimulante y sentía latir en sus manos esta vocación aplazada. En una entrevista confesó que el cine había sido en su vida un don natural.
De chico siempre quise tener proyectores. En la casa me regalaban proyectorcitos de lámparas de alcohol. Y yo proyectaba, indeciblemente fascinado, sobre la pared de mi cuarto. En cuanto podía me iba al Volador a comprar metros y metros de película para pasarla en mi cuarto que se convertía en un lugar mágico, más que en sala cinematográfica. Siempre ha sido un anhelo mío la cinematografía. Luego le hice la lucha para entrar al cine profesional, hasta que lo logré. Fui argumentista y adaptador y tendía a ser director, pero el ambiente me empezó a repugnar demasiado, aparte de que me deterioraba mucho desde el punto de vista político.6
Lejos de tomar una profesión con el único fin de obtener fama personal y recursos económicos, Revueltas vio en el mundo del cine la posibilidad de cambiar el gusto por el séptimo arte, mejorar la calidad de las películas, ofrecer al público historias interesantes que mostraran el lado complejo y oscuro de la vida. Pero en Revueltas casi todo fue un sueño y en este caso tropezó con los muros que siempre topó, pues su idea era renovar a fondo el rostro del cine mexicano. Pasó por alto que vivía bajo la sombra del afianzamiento de la Revolución mexicana, en la era de Miguel Alemán (1946-52) y su sello de modernidad, que no permitía oposición alguna. Pero él pertenecía a una secta de izquierda que eran los camaradas estalinistas de los años treinta y que seguían vigilando las acciones de sus amigos y colegas, y esa secta lo condenó en los años cuarenta como al peor enemigo nacido en México de la clase trabajadora. Su dedicación al cine y su deseo por convertirse en un adaptador o guionista de tiempo completo y con responsabilidad social, ¿era declinar de sus convicciones? Sí, respondieron los camaradas de Revueltas, quienes no podían perdonarle que trabajara con Dolores del Río, el Indio Fernández, Roberto Gavaldón, Julio Bracho, Pedro Armendáriz, Gabriel Figueroa, María Félix, la joven Silvia Pinal, y tantos más que formaban una comparsa de falsos ídolos de la pantalla que cada día envilecía a las masas, necesitadas más que nunca de una educación socialista férrea.
No han faltado observaciones críticas a la producción textual para el cine de Revueltas, como la de José Joaquín Blanco7 que la analizó de conjunto y le pareció otra cruzada en nombre del arte y de la libertad, pero de tintes melodramáticos. Revueltas no se detuvo en la adaptación cinematográfica, leyó y estudió la estructura narrativa que debe imperar en las películas y vislumbró la relación, difícil casi siempre, del adaptador con el director de una película; ambos discuten cada escena, cada secuencia, arreglan los diálogos. A veces la propuesta de aquél choca con la idea del realizador y entonces surge inevitablemente el conflicto. Esto fue evidente en el rodaje de Sombra verde (1954), en el que Revueltas sugería que se cometiera perjurio; el productor rechazó tajantemente esa idea; el adaptador insistió:
—Usted quiere hacer una barbaridad con el personaje.
—Se equivoca, Revueltas, quebrantar un juramento no es cosa fácil, entiéndalo, por favor —dijo el productor, sudando a mares.
No hubo arreglo, así que Revueltas abandonó la filmación; regresó a Poza Rica, donde estaba alojado el personal y al día siguiente voló a la ciudad de México.
Revueltas confesó sentir una culpa considerable por esos “churros” que inundaban las salas de los cines de la ciudad de México; trató de escribir de una manera digna para directores de probada calidad como Julio Bracho y Roberto Gavaldón, su gran amigo. A partir de 1955 empezó a fastidiarse del cine porque deterioraba su mundo literario, le robaba mucho tiempo a cambio de nada. La labor del escritor tendía a ser menospreciada: “Nuestra cinematografía se llenó en esa época de una cantidad de personas sin escrúpulos, particularmente argumentistas, que hacían lo que se les pidiera por dinero”. De esa fecha hasta un año antes de su muerte, Revueltas no abandonó del todo la actividad en el cine; su trabajo más compacto, el que le otorgó más posibilidad de expresarse con entera libertad, fue El apando (1975), película de Felipe Cazals en la que su propio autor intervino como adaptador junto a José Agustín.
Entre 1945 y 1960 se enfrascó en disputas eternas porque deseaba a toda costa limpiar de vicios y deformaciones morales, sociales y estéticas, la realización cinematográfica en México. Como todo idealista, soñó modificar el mundo del cine y terminó otra vez marginado porque el que tuvo que cambiar fue él. Con justa razón, Emilio García Riera llama a Revueltas “espíritu de militante verdaderamente libre” que supo ver en el cine una posibilidad de expresión artística haciendo a un lado el maniqueísmo propio del medio, impugnando la mediocridad. “Queda por ello en evidencia que Revueltas supo tratar a gente como la del cine, que en la mayoría de los casos estaba ética, cultural e ideológicamente muy por debajo de él, con una sabia distancia; pero lo ejemplar es que no por ello se advierte en él la menor señal de prepotencia desdeñosa ni el tono lastimero de los incomprendidos”.8 En efecto, Revueltas supo “tratar” a esa gente, pero es innegable que recibió algunos golpes que alteraron su temperamento hasta ponerlo en situaciones límite como puede verse en las discusiones a propósito de La diosa arrodillada. A través de una carta respondió a su impugnador, rechazando acusaciones innobles e infundadas, en las que se decía entre otras cosas que la película hubiera sido otra si Gavaldón hubiera “mandado al señor Revueltas a cambiar el script”. El 13 de febrero de 1947 Revueltas explicaba que ese asunto lo había agredido en su moral de escritor, en su ideología como reconocido militante. Pero esto fue casi nada comparado con el que denunció Revueltas sobre el monopolio constituido para la exhibición de películas de los señores William Jenkins,9 Gabriel Alarcón y Manuel Espinoza Iglesias. Lo hizo públicamente a través de la revista Hoy de vasta cobertura. Revueltas se preguntaba si el cine mexicano estaba en vías de desaparición debido a los innumerables problemas que vive: producción, carencia de adaptadores y argumentistas profesionales, técnicos más capacitados, la competencia, etcétera. Y su respuesta es contundente: el cine nacional no corre ese peligro, sino uno mayor y más lamentable: caer en manos de dos prestanombres: Alarcón y Espinoza, y un empresario de la calidad de Jenkins. A éste le dijo que era el “enemigo de México” por algunas informaciones que había vertido al Departamento de Estado de Estados Unidos sobre nuestro país. “Los mexicanos que se prestan al juego de estos intereses —y no vacilamos en citar los nombres de Espinoza y Alarcón— sólo pueden calificarse con una palabra: traidores”.10 De inmediato se publicó la respuesta al “señor Revueltas”; una carta abierta que firmaron las principales productoras de películas, Cinematográfica Grovas, Filmadora Chapultepec, Mier y Brooks, entre otras. Le “indicaban” a Revueltas las inexactitudes en que incurría debido a “información deficiente” que seguramente le facilitaron “enemigos gratuitos”, y le “recordaban” que a ellos se debía el auge de la industria cinematográfica nacional pues con sus inversiones por cuenta propia, sin subsidios oficiales, era posible el sostenimiento “de sueldos importantes para los actores, directores, técnicos, manuales, escritores”. La respuesta, digna de la pluma en rebeldía de Revueltas, la ofreció en una especie de balance del cine comercial en estos términos:
El cine tiene que operar sobre una masa enferma, envenenada psicológicamente. Una masa nerviosa por la propaganda de los gobiernos, en tensión constante por los peligros que la acechan, y que va al cinematógrafo, no como una persona aislada puede leer un libro de Balzac, para disfrutar de un goce artístico, sino como un síntoma enfermizo, para aliviarse, liberarse por medio del olvido. Por eso el cinematógrafo capitalista es un compuesto tan banal, frívolo y estúpido.
Esa masa vive entusiasmada por el mundo de los gángsters y las prostitutas, adormecida por un cine que no es capaz de dramatizar la vida cotidiana pues solamente la vuelve vana. ¿Revueltas anunciaba el futuro? Para su época, procuró subrayar la estrecha relación del arte cinematográfico y la sociedad, más concretamente: los males sociales, las contradicciones de clase, eran la base del “séptimo arte” y, por supuesto, del arte en general. Revueltas habló de Wells, Disney, Chaplin, de las grandes obras de la literatura llevadas a la pantalla, intentó cambiar el contenido del cine mexicano y convertirlo en verdadero arte, dejar a un lado el “sentido” comercial para dar al público más calidad y menos cantidad. En el debate con los zares de la industria cinematográfica, Espinoza y Alarcón y el americano William Jenkins, defendió a los exhibidores independientes del país a los que vio en peligro de ser devorados por las “fieras”, como lo demuestra el monopolio de Jenkins que ha logrado crear en la producción cinematográfica un clima de terror económico y físico. La denuncia y el debate no siguieron adelante sino que cayeron en el pozo del olvido. Revueltas se erigía como implacable inconforme con el mundo y en un crítico certero que ponía en jaque esa industria; dijo que nuestro cine estaba baldado y exigió que se politizara. Los comentaristas de cine también lo impugnaron, según lo demuestran las afirmaciones de Díaz Ruanova a propósito de La diosa arrodillada, en las que descalificaba, de paso, la narrativa de Revueltas:
Enamorado de la excesiva retórica de Crepúsculo [de Julio Bracho] y de sus grandes conflictos internos, el barroco José Revueltas, cuyo predominio sobre los otros argumentistas es bastante claro, complica y desquicia las situaciones. Para Revueltas la sencillez es un crimen. No siente simplemente aquellos conflictos que son comunes a todos los hombres. Precisa rebuscar, deformar, alambicar las situaciones hasta hacerlas increíbles; y si ya resulta bien difícil seguirlo en sus novelas y cuentos rurales, entre personajes y ambientes que le son familiares, ¡cuánto más ha de serlo en una película como La diosa, donde Revueltas pinta absurdamente un ambiente que desconoce y que no es mexicano, ni internacional, ni ubicado en parte alguna del cielo o el infierno!11
Lo que menos hizo Revueltas fue jugar con el cine —como le dice Díaz Ruanova—, y la prueba de ello es su dedicación a las adaptaciones, y principalmente su escrito sobre el montaje, el guión y el cine como arte. El escritor estaba por encima de la crítica. En pocas palabras, Revueltas fue un cinéfilo que se había conmovido con la historia del El ciudadano Kane y El asesinato de Trotsky, y no negó su inclinación por el cine realista, que consideró como una posibilidad de “ruptura con la cotidianeidad” en la que el público va a mirarse en el espejo de su propia vida. Dijo en una ocasión: “Hice cine porque fue uno de mis grandes ideales, como medio de expresión. Siempre me gustó”. A esta declaración sincera se agrega otra: Revueltas quiso ser director de cine y no lo consiguió. Pero cuenta sobre todo su desafío a los poderosos, su deseo de enderezar el mundo que se le aparecía en el bordo del abismo. Hay varios pasajes de la infancia, esa patria que no miente, que ayudan a entender mejor la actitud de este ángel rebelde, pero hay dos, que son cruciales, cuyo escenario es La Merced, cuando su familia vivía en las calles de Uruguay y Las Cruces. El niño de siete y ocho años que vivía bajo la protección de sus hermanas y de su madre, encuentra a un “Cristo” de túnica blanca, larga barba, que hablaba de igualdad y de injusticia, del Apocalipsis, y se convierte en su discípulo.12 El siguiente ocurre años más tarde, cuando José tiene 13 años de edad y era la preocupación de su hermana mayor, Consuelo, y de doña Romanita. José camina día y noche entre voces, vendedores, pepenadores, en mitad del frío, a la intemperie, y descubre poco a poco la miseria de los humildes, el desamparo de  niños y  mujeres que andan a la deriva. Regresa a casa, agobiado, lo regañan, y con resolución dice: “Mamá, el mundo es muy injusto”. Más tarde, el militante lucha contra la injusticia, pero tropieza con la burocracia partidista, y sufre caídas aplastantes. En 1939 es acusado, ya no por su familia, sino por la Comisión de Disciplina del PCM de “irresponsable”, porque en Guadalajara el compañero Revueltas no se presentó a las oficinas del Partido. Algo parecido le sucedió 10 años más tarde. Después de haber sido nombrado, en 1949, secretario de la Sección de Autores y Adaptadores del STPC y luego su secretario general en agosto de ese año, renunció debido a las acusaciones que los mismos trabajadores le infligieron a raíz de su polémica con Jenkins, Alarcón y Espinoza. Con su salida, se cerraba un episodio triste en la historia del cine mexicano. El cuadro parecía humillante porque “todos prefirieron guardar una actitud de miedo y de silencio; el poder y la fuerza del monopolio —parecía— habían llegado hasta la Sección de Autores y Adaptadores”.13
No sería la última batalla perdida en la que combatía Revueltas. Le faltaban varias aún que no vamos a desglosar, pero pueden citarse las controversias que suscitó su reingreso al Partido Comunista Mexicano, su nueva expulsión, las que sostuvo con sus camaradas de la Liga Leninista Espartaco que desembocó en el texto ortodoxo por excelencia sobre el tema: Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, 1962.
La vida y la obra de Revueltas pertenecen a una escabrosa y larga historia cuyo leitmotiv es la rebeldía. De Los muros de agua (1941) a Material de los sueños (1974) su escritura es una provocación, un duelo en la cultura mexicana del siglo XX. Lo ilustra el día de su sepelio en que el Panteón Francés fue subvertido, gritos de lucha, goyas y vivas a Revueltas que ya no pudo escuchar el canto de La Internacional, lo que provocó un acalorado debate sobre si debía aceptarse la presencia del secretario de Educación Pública, Víctor Bravo Ahuja, o expulsarlo. El sepelio se volvió una asamblea que resolvió pedir al enviado presidencial que se fuera. Y después de muerto, la discusión, imprescindible y ardiente, sobre la vida, la militancia, las ideas, las novelas y los cuentos de Revueltas, parece arder todavía.


1 El más intransigente fue sin duda Juan Almagre (seudónimo de Antonio Rodríguez) que escribió un artículo para condenar a su amigo y camarada; Revueltas había ganado como artista con esas obras pero se perdía como hombre y revolucionario, tendrá éxito y ganará aplausos, pero “Pepe traiciona a su apellido y traiciona a su hermano, Pepe traiciona a Silvestre”. J.A., “El arte en México”, El Nacional, 8 de junio, 1950, pp. 1-3.
2 José Alvarado, “La obra de José Revueltas”, Excélsior, 6 de diciembre, 1967, p. 7-A.
3 Véase Enrique Ramírez y Ramírez, “Sobre una literatura de extravío: Los días terrenales de José Revueltas”, Revista Mexicana de Cultura, núm. 168, 11 de junio, 1950, p. 4.
4 Entrevista Ruiz Abreu/Gabriel Figueroa, agosto, 1989.
5 Lira publicó esa novela en 1948, mientras que la película se filmó en 1955, dirigida por Roberto Gavaldón (1909-1986) que Revueltas consideraba uno de los mejores realizadores mexicanos, según Emilio García Riera.
6 lgnacio Hernández, “José Revueltas: balance existencial”, en Conversaciones con José Revueltas, introducción de Jorge Ruffinelli y bibliografía de Marily R. Frankenthaler, Universidad Veracruzana, 1977, pp. 26-27.
7 José Joaquín Blanco, José Revueltas, 1985, p. 32.
8 Emilio García Riera, “Prólogo” a José Revueltas, El conocimiento cinematográfico y sus problemas, OC, v. 22, 1981, p. 14.
9 De origen norteamericano, el empresario William O. Jenkins (1878-1963) hizo una de las fortunas más grandes de México; en Puebla creció su poderío económico que se extendió a la industria azucarera y del alcohol, textil y la industria del cine. Desde el Banco Cinematográfico levantó un monopolio en la producción, distribución y exhibición de películas.
10 J. R., Obras completas. v. 22, 1981, p. 124.
11 La reseña apareció en la Revista de América, en la que Díaz Ruanova acusa a Revueltas de “reminiscencias y plagios” que él considera evidentes; como siempre, fue una bomba política y moral que venía a herir a fondo la integridad de José Revueltas. Citada en J.R., Obras completas, v. 22., p. 150.
12 Véase Raquel Tibol, “La infancia de José según Consuelo”, en Revista de Bellas Artes, nueva época, núm. 29, septiembre-octubre, 1976, p. 21.
13 J. R. Obras completas, v. 22, pp. 173-174.


miércoles, 8 de octubre de 2014

Los exilios o el destierro poético de Gerardo Deniz

5/Octubre/2014
Confabulario
Pablo Mora

El nitro y el natrón son temas del exilio.
Saint-John Perse

Gerardo Deniz es el seudónimo de Juan Almela, escritor nacido en Madrid el 14 de agosto de 1934, quien llegó a México, procedente de Ginebra, Suiza, al final de la guerra española, en 1942. Se trata, en efecto, de un poeta que se puede identificar directamente con ese suceso político, como descendiente de exiliados españoles. Sin embargo, quien se asoma a su poesía y a su prosa descubre que, salvo ciertos textos deliberadamente armados con el tema del exilio como “Verano de 1942”, Deniz, a diferencia de escritores de su generación, es un poeta raro que escribe navegando por otras latitudes, otro tipo de exilios. Y, en todo caso, cuando se refiere a dicho tema, particularmente, el de sus consecuencias del exilio político español, lo suele hacer con ironía.

Dentro de ese contexto, se trata, además, de un poeta difícil, radicalmente crítico, con poemas de recursos heterodoxos, de temas diversos y construcciones extrañas. Esta condición, entre otros motivos, lo ha mantenido en una especie de destierro de lectores y alejado de la posibilidad de una verdadera crítica literaria.

La obra de Deniz la caracteriza una ironía corrosiva, a veces demoledora, que, con frecuencia, es incómoda porque llega al extremo del ataque personal, institucional y cultural, de los grandes mitos, de los grandes Hombres e ideólogos, de los filósofos y especialistas. Precisamente uno de esos lugares que socava su escritura es, entre otros temas, el del exilio y el de los exiliados. Se trata de un tema que nos sirve para ejemplificar el grado de subversión de su poesía y, en todo caso, para ver la forma como el mismo Deniz enfrenta dicho asunto con su propio ejemplo, la ironía de su destino (sus destierros vocacionales) frente a los excesos que advierte de vivir etiquetado como exiliado español. En otras palabras, este tema del destierro sirve para revisar la forma como el poeta, a través de su propia condición de hijo de inmigrante español, nos ofrece una crítica sobre el relativismo de estos asuntos, sus mitificaciones y excesos, pero, al mismo tiempo, funciona como parodia para apreciar su propuesta, sus hallazgos, o lo que podríamos llamar sus concreciones poéticas a partir de sus propios exilios en disciplinas aparentemente ajenas a la poesía.

En realidad, si lo vemos con detenimiento, esta condición de su destierro poético frente a los lectores y la propia poesía no es más que una consecuencia de los diversos destierros profesionales y vocacionales que el propio Deniz ha confesado. Dos de las más importantes son la química y la música, por no decir la mitología comparada y el interés por las lenguas y la lingüística, entre las más reconocibles. La primera vocación de Deniz fue la química (cf. “Linus Pauling” en Anticuerpos, 1998), profesión que tuvo que abandonar por situaciones familiares y por el estrecho mundo descubierto en los primeros años de trabajo en un laboratorio. Otra de las aficiones profundas del poeta de Gatuperio ha sido la música; aprendió a tocar piano desde chico y, a lo largo de la vida, se ha convertido en un conocedor de música clásica como lo demuestran sus puntuales reformulaciones y alusiones musicales, además de sus artículos de músicos. Finalmente su conocimiento de las lenguas se debe a que desde chico, en buena medida, trabajó como traductor en editoriales y, al mismo tiempo, descubrió la lingüística comparada y los estudios de Georges Dumézil. Esta vocación por las lenguas lo llevó a convertirse en traductor de obras del antropólogo francés y otros lingüistas importantes. La ironía de todo este itinerario y aprendizaje es que para Deniz el oficio de poeta es uno más de sus destierros, el último, el menos costoso y el más solitario.

Ahora bien, ¿qué representa este hecho dentro de la escritura de Deniz? En términos generales la formación científica inicial derivó en una postura crítica frente al lenguaje. Deniz parte de un hecho definitivo que se refiere a los límites del lenguaje, y más todavía, a las pretensiones de la poesía, ante otras actividades, menos dudosas, como la científica, la música o la lingüística comparada, cuando éstas se realizan óptimamente: con sus hallazgos, sus estructuras, sus procesos de construcción, sus aplicaciones, etcétera; son actividades de mundos más concretos. Como buen empirista y acaso con una visión neopositivista, Deniz más bien parte de esa consciencia de los límites del lenguaje, para verdaderamente intentar, no con poca ironía, alcanzar una restitución y transmisión plena de la experiencia humana. Por eso, frente a las actividades del científico y del músico, Deniz asume su actividad de poeta como secundaria, menor, con ironía. Para el poeta de Adrede (1970) claramente esta aventura de la poesía parte de una fractura original y decisiva: la falibilidad del lenguaje, pero a cambio, dentro de esa apuesta, el poeta juega, escribe con rigor, soltura, densidad y sobre todo —como experimentalista— fabrica nuevos materiales del lenguaje con conocimiento de causa. Por ello en Gerardo Deniz continuamente todo aquello que no tenga un sustento real o que al menos presente una estructura, o cuente con algo así como materia ósea, vértebras —dentro de lo posible—, se vuelve una cuestión (un engrudo de palabras) de sustancias pegajosas, babosa, ambigua y resbaladiza. Deniz no escatima en sarcasmos y pedradas contra esa pretensión de la Poesía, en general.

Pues bien, si vemos este carácter de su obra a la luz del tema del exilio podemos identificar dos aproximaciones muy claras. Por un lado está el Deniz sarcástico que, ante la proliferación de poesía del exilio con sus mitos, excesos y debilidades, busca socavar y tira dardos hacia ciertos hábitos en el terreno cultural. Se trata de una crítica a la tendencia a encasillar y a vivir del mito del exilio y sus etiquetas, en una actitud de sentimentalismo, de añoranza permanente, que, traducida a poesía, genera textos ininteligibles, indistinguibles uno de otro. Salvo excepciones, es un hecho que se suele abusar del tema y quien mejor encarna ese ejemplo es sin duda un poeta como León Felipe. Por eso el autor de Sobre las íes (2008), cuando critica la falacia de ciertos “Héroes culturales”, suele identificar en éstos al poeta español que nos endilga: “los meandros y cagandros del éjodo y el llanto”. Este distanciamiento que propone Deniz es porque, como todo, reconoce que el tema del exilio es relativo en tanto no necesariamente puede ser garantía de la efectividad y la buena factura de un poema. Para Deniz el papel del exilio tiene su lugar, y lo ha tenido en grandes poetas que han sabido construir textos de impecable factura; sin embargo, el hecho de que algunos escritores asumen el poema como “sublime” de antemano, por tratarse de esa experiencia, es un despropósito. Esta situación es ejemplar cuando el mismo Deniz reconoce en el exilio español y, muy concretamente, en las actividades relacionadas con los ámbitos de las editoriales o de la poesía, casos típicos del abuso del tema en traducciones que han generado resultados, no siempre buenos, al contrario, malos, nocivos, y hasta como formas culturales de vida “rentable”. En el caso personal de Deniz, si este acontecimiento tuvo alguna repercusión autobiográfica fue el que se transformara en un antídoto, en una suerte de anticuerpo contra ciertas prácticas (cf. “Funesta influencia de los refugiados españoles sobre las editoriales de México”), pero también, en contrapartida, en la posibilidad de un texto de una frescura estimulante como “Verano de 1942”, un poema que registra las primeras impresiones de la infancia en el mundo mexicano trabadas en versos de un fluido irreductible.

Flamantes las mañanas por este rumbo de ríos.
El barrio emergió de las aguas en vísperas de que yo llegase:
fue un diluvio que encontré casi resuelto
(y hasta lo empezaban a agradecer, me parece)

Desde canceles y enrejados se columbra el milenio de las hojas
anchas, muchas, piñanonas: un obeso colegio de puristas en rehenes verdes
—y el agua que refresca la acera no le daríamos duración bajo el calor
cuando he aquí que a pocos pasos sigue pareciendo vertida.
Hay fachadas con baldosines alegres a la calle, de lo puro modernas;
dan la sensación súbdita de un cuarto de baño volcado al sol
donde se exhibiera la casa, personalmente,
esculpida en jabón neutro,
bajo la especie de una señora gorda cortándose los callos con dificultad,
sentada en cueros sobre la tapa del inodoro…

Como vemos, el autor de Mundonuevos (1991) más bien opta por una concepción del exilio asumida con otros matices, más personales:

Es posible que cierto hermetismo mío funcione como factor de “exilio”, y se ha mencionado en más de un lugar. Ahora bien, el exilio al cual se han referido y que es en el que me siento más identificado y más a gusto y siento más justificado el calificativo de “exiliado” es el exilio de otros mundos, como la química o como la lingüística comparada más que de la República española o cosas así. O bien, inclusive, si vamos a dar una vuelta más de tornillo, pues me siento exiliado de Europa, no de España. De España sería de donde menos en estos términos. En cambio, lo que para mí es mi paisaje interior y demás tiene dos centros que son París y Londres seguidos, apiñados inmediatamente de toda Europa, vamos, en lo cual España es en cierto modo lo que menos cuenta.

Estas formas de abordar y tratar dicho tema han llamado la atención de un crítico francés, Bernard Sicot, quien ha destacado algunas de las singularidades y sarcasmos aquí mencionadas. Por otro lado, el mismo crítico se ha referido también al escepticismo de un exilio ontológico (la inexistencia de otro mundo) y ha destacado a cambio, en todo caso, la ironía de la utilización del exilio de los antiguos gnósticos, pero como parodia y juego o, bien, más concretos como el del citado poema de “Verano de 1942”. Sicot apunta, además, otros exilios, más herméticos, con síntomas de un exilio poético de la poesía de Deniz, advertido antes por otros críticos: un extrañamiento del lenguaje (decía Ulalume González de León) o bien, una suerte de exilio de exilios.

Para el autor de Amor y Oxidente (1991) la única manera de contrarrestar esa condición de exilio, o en su caso, serie de exilios, es mediante la recuperación de lugares, situaciones que evoquen o acaso logren sugerir la certeza de haber estado en sitios específicos a través de la formulación de textos basados en el conocimiento y en la imaginación. Mediante la fabricación de lo que podríamos llamar “concreciones exílicas”, aquellas cuestiones que apuntan a recuperar momentos de la existencia en este mundo, Deniz ofrece el ejemplo de la poesía de Saint-John Perse y utiliza el verso que dice: El nitro y el natrón son temas del exilio” como muestra de un conocedor de territorios de interés compartidos —la alta Asia—. Asimismo le sirve como ejemplo de versos capaces de contrarrestar esa distancia (geográfica e histórica) de otra forma, mediante sus alcances líricos, sus efectos y alusiones precisas. El verso en cuestión es un ejemplo de lo que sí se puede hacer con el lenguaje para mitigar ese exilio geográfico y vocacional, en su caso, de sus intereses más profundos. Para Deniz se trata de un verso no sólo afortunado por las concreciones sonoras en aliteración sino por las otras resonancias literarias, históricas y moleculares. Dice Deniz en el texto titulado “Exilio y literatura”, de 1992, publicado en el libro Paños menores (2002):

El nitro forma guirnaldas blancas en lugares húmedos. ¿Recuerdan “El barril de amontillado” de Edgar Allan Poe? Allí el nitro festonea las bóvedas subterráneas donde será emparedado el maldito vejete veneciano. Y ahora pasemos al natrón, precipitado pulverulento de lagos egipcios. Servía para revolcar en él, seco, las momias… […] [Dicho lo cual se trata de] silenciosos salitres de tiempos cavernosos; momificaciones de lo que fue. Un arsenal demostrativo, pienso. Nitro y natrón, o sea nitrato de potasio y carbonato de sodio, dos sales con aniones isoelectrónicos: una entrada en química orgánica… Saint-John Perse ignoraba, al describir dos compuestos como temas de destierro, que proponía un emblema especialmente apropiado, por lo químico ahora, de mi personal exilio vital.

En efecto, estos son para Deniz las concreciones exílicas (poéticas) de las que vale la pena destacar, lugares en los que jamás se ha estado, pero que se logran conocer perfectamente, reconstruir, por otras vías y que se experimentan como lo más cercano a una presencia, es decir, se recuperan, como aquel “Pléroma” (ese lugar de reintegración espiritual, de plenitud, o sitio que permitía vislumbrar la recuperación de la pérdida) anhelado por los gnósticos. Pero si lo trasladamos a su visión del lenguaje, ese verso sirve de ejemplo, en la medida de lo posible, para restituir las cosas y la experiencia en este mundo. Mediante concreciones precisas del lenguaje se puede recuperar algo de este mundo, siempre en extrañamiento, en un destierro permanente. Por eso Deniz, una y otra vez, parece advertirnos, que entre más distante parece su destierro —y en éste va implícito el del propio lenguaje—, se pretende con la poesía, en todo caso, ofrecer con ejemplos concretos, específicos —y por eso la tendencia de su poesía a trabajar el lenguaje como una forma material, en lo posible—, como concreción verbal de las cosas. Sin duda por caminos distintos otros poetas han logrado lo mismo, “cada quién —como él mismo ha dicho— su presupuesto”, pero en el caso del poeta de Picos pardos (1987), siempre es bueno tener presente esa estructura, los huesos, los hechos demostrables, e inclusive el conocimiento profundo de alguna disciplina de dato duro, que puede representar “hasta romperse más de un diente”.

Deniz es el caso del escritor que en una sucesión de exilios, en cadena, como bien lo supuso, llegó a ser poeta, su último exilio y sin posibilidades de salvación. Se trata de una forma de mostrarnos este mundo mediante esas “destilaciones del exilio”, a través del conocimiento de otras disciplinas aplicadas al lenguaje, o lo que algunos podríamos llamar simplemente poesía. Se trata de recuperaciones modestas, pero brillantes, como “el nitro y natrón” de Saint—John Perse, o bien, en el caso de poeta de Erdera (2005), (palabra que quiere decir lo “no vasco y en vasco” —otro exilio—), es la recuperación del sabor de una mujer cítrica que cuando leemos, secretamos, porque recorremos —sabe— a limón:

Me exprimía, escolopendra, clavándome cien patas—
a toronja le olían boca, palpos, labro, forcípulos; el himen como a limón;
el foramen aún más cidro—
al pellizcar sus pezones de mandarina rugosa chisporroteó una niebla
inflamable de esencia predominante en limoneno—
calé gustoso la pulpa de diminutos oxiuros auranciáceos—
me pedía consumo un litro de batido de lima sustancioso, noble, y chilló
desde ráfagas espumosas por verde ses—…

¿Qué hacen los relojes en su tiempo libre?

5/Octubre/214
Confabulario
Paula Abramo

Me resulta difícil hablar de aquellos a los que más admiro. La elegancia y el buen gusto exigirían mesura en el elogio, pero admito que siento pocas ganas de hacerles caso.

Conocí a Gerardo Deniz hace casi dos años, gracias a David Huerta y Verónica Murguía, y tuve el inmenso privilegio de leer con él Erdera, de cabo a rabo con el fin de localizar ciertas erratas (pocas) que le preocupaban al autor. El proceso de lectura duró nueve meses.

Conforme pasaron las páginas y el tiempo, leíamos cada vez menos y platicábamos y nos reíamos cada vez más. Y luego, cuando terminamos el libro, seguimos platicando. Nunca he sabido cómo agradecerle a Deniz su amistad y su tiempo. Todavía me acuerdo de la primera conversación con él y Verónica: salieron a relucir las civetas. Él aclaró que, aunque se les llame gatos, las civetas son vivérridos, que comparten ciertas partes de Asia con otro congénere. Este último, explicó, produce enzimas semejantes a las que hacen que los granos de café excretados por esas criaturas sean tan apreciados, pero con una diferencia en el número de átomos de carbono. Enseguida me preguntó que a qué me dedicaba. Le hablé un poco de mi tesis, y entonces él se embreñó en cuestiones de una especificidad pasmosa y estrictamente vinculadas con mi trabajo. Por ejemplo: que la lambda intrusa en el topónimo Troglodítica es una corruptela, porque la raíz de la palabra es trogos (cueva). Ningún investigador del Instituto de Filológicas había dedicado tiempo a estos detalles: cuevas donde vive el diablo. Al final creo que acabamos hablando de los pelos de los gastrotricos y de la bizquera de los platelmintos. Todo para mí era deslumbrante. Y sigue siéndolo, porque no hay manera de acostumbrarse a Gerardo Deniz.

No quiero que parezca que voy a hablar del autor y no de sus textos. Fue mi intención al principio, pero la deseché por imposible, aunque tampoco me siento muy calificada para lo segundo. Me atrevo a decir que Deniz y sus textos son casi una misma cosa. Hablan parecido. Están hechos de los mismos ingredientes, como él mismo ha aclarado alguna vez: “Así como afortunadamente todo el mundo lleva en la cabeza la rosa y el ruiseñor, yo —aparte de rosas y ruiseñores que me gustan mucho— llevo también uno que otro polipéptido”, dice Deniz en una entrevista concedida a Sisi Rodríguez para la revista Vice. Uno que otro polipéptido es una forma modesta de confesar que su mundo es mucho más vasto, que su abanico de referentes es mucho más complejo que el de cualquier intelectual de este país. Y por estar así constituido, es a la vez universal y personalísimo: irreproducible. Sorprende en Deniz la forma en que esos referentes se trenzan, se organizan haciéndose eco unos a los otros, poniéndose en jaque o reforzándose en dobles y triples piruetas mortales. Sorprende, además, que todo el asunto sea tan gozoso. Se ve que fue gozoso para él escribirlo. Sin duda lo es para nosotros, cuando lo leemos. Y creo poder afirmar que años después de escribir esos textos, que en gran parte recuerda palabra por palabra, también a él siguen divirtiéndolo cuando los relee.

Seguido me pregunto cómo es posible que una mente pueda procesar tal cantidad de conocimientos. Con una buena dosis de memoria, sin duda, y Deniz la tiene: no hace mucho nos mostró un álbum de su primera infancia del que recuerda cada detalle, la disposición de cada foto, la expresión de los personajes y el contexto en el que se sacó. Con atención, también. Deniz observa, escucha, palpa, huele, y su poesía es, quizá por eso, tan carnal aún cuando no siempre hable de la carne: tan sugerente a los sentidos. Con algo de método también: a menudo el inicio del año fue punto de partida para grandes empresas de lectura y estudio. Y, sin embargo, la palabra erudito no parece describirlo con justicia. Aunque lo es, con creces, Deniz es algo más. Porque eso que ha aprendido (y todos sabemos que ha aprendido un mundo), no parece haberse ido acumulando en polvosos sustratos geológicos superpuestos y estancos para conformar el pedestal de un sabio que aspira a grandes cosas. No. Sino que Deniz, él, su obra, parece haber encarnado todo aquello, como si lo hubiera digerido en un banquete en el que todo se probara por gusto; nada por obligación (salvo, tal vez, algunos cuantos potajes feos, ingeridos a fuerza de traducciones y revisiones penosas). Y así, esa cultura diversa está mezclada con la experiencia (el autor con frecuencia recuerda dónde leyó tal o cual libro, en qué restaurante o parque, acompañándolo con qué bebidas o platillos, con qué pláticas, con qué personas, combinándolo con qué otras lecturas). Esa cultura es casi, en sí misma, experiencia. Y por eso está tan orgánicamente incorporada al discurso deniziano. Tanto en sus charlas, como en sus textos. Sólo así me explico que sean tan naturales en él, tan poco forzados, esos saltos del chiste a la fórmula química y de ésta a la alusión a Góngora y de las Soledades a los sopes del desayuno. Tal vez de ahí viene la sorpresa que espera al lector en cada poema suyo, cada vez de una nueva manera, cada vez con matices distintos, surgidos de la densidad de su lenguaje, variado, cuidado y osadísimo.

La exactitud es otro de los rasgos que admiro en mi muy personal apreciación de Deniz. Qué bien armados están sus poemas. Nada allí parece ser gratuito, o vago, o flojo. Si la estructura es admirable, también el manejo de sus léxicos (así, en plural, pues no se limita al frondoso álamo indoeuropeo). Deniz es un lector de diccionarios. De diccionarios serios y de otros diccionarios que parecen casas de locos y por ello le dan solaz. Pone en la página palabras precisas, así tenga que sacarlas de los fondos lodosos del desuso. También es científico. Y esto último no hay que olvidarlo, porque quizá por eso Deniz lee desde un lugar distinto, mucho más racional que el que se acostumbra entre los llamados humanistas, en el que la fanfarronería, la hipocresía y la pedantería hueca merecen un fulminante achicharramiento ceráunico. Iba a decir que creo que tiene un compromiso con la verdad (casi todo lo que escribo es rigurosamente cierto, me dijo una vez), pero hay que tener cuidado con las palabras. Tal vez Deniz no tiene compromisos. Tal vez es más exacto suponer que goza con el descubrimiento de verdades. Y hay que ver su sonrisa cuando aprende algo nuevo.

Escrupuloso e implacable, Deniz es capaz, como pocos, de estudiar los fondos abisales de la estupidez humana: no de la estupidez en abstracto, sino de ciertas estupideces particulares y desternillantes, como lo demuestran sus extensos hallazgos en terreno de la balcarzología, por no hablar de sus lecturas críticas de ciertos poetas y eruditos, mismas que son un ejemplo de rigor sin más compromiso que el placer, sádico a veces, de poner unos cuantos puntos sobre las íes. Parodia, ironía y sarcasmo, son también formas de ese pasatiempo profano que es investigar el mundo. No deja de ser revelador que su poesía se lea como el colmo de la artificiosidad literaria, cuando lo que la distingue es el goce plebeyo y honesto del aprendizaje.

En la repisa de mis predilecciones, Deniz ocupa un lugar contiguo al de Luciano de Samosata, otro crítico feroz, racionalista implacable, que, por eso mismo, fue capaz de inventarse mundos descabellados y magníficos, y de publicarlos bajo el título de Relatos verídicos. Inteligencia e imaginación son la misma cosa, me dijo Deniz un día, cuando le confesé que admiraba mucho la inteligencia de su imaginación. Tal vez sólo quien escudriña el mundo con tanta atención es capaz de ironías tan elevadas (por no decir voladas. Por los aires. En globos aerostáticos que suben a la velocidad del vértigo). En sus largas series de poemas agrupados bajo los títulos “20 mil lugares bajo las madres”, “Noche política”, “Fosfenos”, y la que encabeza el libro Amor y Oxidente, marcadas por un tono narrativo, es común el elemento del viaje (como en Luciano): son casi Odiseas, recorridos por los confines de lo concebible, o mejor: de lo concebido. Porque Deniz construye en los huecos que otros dejan: en los puntos ciegos, de los que nadie siquiera ha cobrado conciencia. Borda sobre los temas acerca de los cuales nadie nunca se ha preguntado. ¿Qué hacen los relojes en su tiempo libre? ¿Y los tripulantes del Nautilus? ¿Cómo es la mierda de la Quimera? ¿Cómo será el señor Fandelli, del anuncio de lijas de enfrente? Y mientras juguetea, ahí, aun sin salir del registro de la ironía (pero también cuando sale), es capaz de las corrosiones más ácidas y de entrañables ternuras: de versos escatológicos y de otros, también (¿por qué no?) sublimes. A fin de cuentas, es más o menos un romántico. O eso dice él, más o menos irónicamente.

El pasado 14 de agosto fue el cumpleaños de Deniz. Se me ocurren muchas cosas que podrían alegrarlo, pues entre más vastos los intereses, mayores las fuentes de goce. Tal vez eso también explique un poco el fenómeno que es Deniz. Lo alegrarían, por ejemplo: años de salud y luz, la cruz del sur, una piara de capibaras (¿o sería un rebaño?), un paseo por Natercia (Minas Gerais), un tamanduá bandeira, un rato de calidez con el gato arquetípico. Pero no puedo dárselos. Entonces, brindo por su corazón quinceañero sobre el trípode (de tres) de sus bebidas preferidas, y agradezco a las leyes de la termodinámica el que lo hayan forjado con tanta creatividad. A él, por su parte, le agradezco que me haya presentado a la única persona que lo supera en todo, y que se llama Juan Almela.

Los trazos de la infancia

5/Octubre/3014
Confabulario
Fernando Fernández

Las conversaciones grabadas de los miércoles se caracterizan por su espontaneidad: no hay temas preestablecidos ni nada que se parezca a un cuestionario. Es notable la disposición de Almela para abordar sin prejuicios cualquier asunto que se me ocurra proponerle, venga a cuento o no, sea de su interés particular o no tanto, sobre los libros que ha leído o las personas que ha tratado de cerca o lejos… y de contestar a cuanto le pregunte, por comprometido o peliagudo que en principio pueda a mí mismo parecerme. Si consigo interesarlo, monologa largamente y casi todas las veces con su característica erudición, tomándose los minutos que juzgue necesarios.

Lo que no quiere decir que no conduzca él mismo la conversación a los temas que le interesan, que elige con cuidado semana a semana, saca a cuento con naturalidad en cuanto le parece oportuno y va desgranando sin la más mínima noción de prisa, como si el tiempo estuviera siempre de su lado. Es verdad que ya desde que llego, si me fijo bien, puedo tener pistas de los lugares por donde andará la cosa: papeles o libros dejados a propósito en el brazo del sillón del lado en el que yo me siento; un pequeño montón de sobres manila puestos entre él y yo; una caja a sus pies, en la que apoya el bastón de proporciones fabulosas que le regaló el poeta Julio Hubard…

Es sabido que los viajes son una de sus especialidades más preciadas, él que ha sido casi toda su vida un sedentario: si el destino es el Tíbet, por ejemplo, se rodea de los libros que tiene sobre el tema, entre ellos una guía en inglés tan traída y llevada que se diría que cruzó el mundo y ascendió de su mano hasta el Potala; si en cambio se trata de Venecia, ediciones especializadas, guías de museos y edificios profusas de datos históricos, biografías e imágenes; o si Ginebra, como sucede con recurrencia relativa, una serie de mapas viejos cada uno más destartalado que el otro en los que me hace buscar los rincones de la ciudad en los que vivió con sus padres entre 1936 y 1942, es decir de los dos años a los siete de su edad. (A últimas fechas le he prestado un par de biografías ilustradas de Borges en las que suele haber fotos de los tiempos del poeta argentino en la ciudad helvética.)

Pero las ciudades extranjeras, con ser una de sus especialidades, son apenas una vertiente de su interés. En una ocasión pasamos parte del miércoles hablando de una bellísima colección de libros de arte japonés (Hokusai, Utamaro, Hiroshige…), impresos en Japón y solicitados en la Librería Británica en 1958, que acabó regalándome. Otra tarde escuchamos en un pequeño aparato, en el que fue poniendo cintas grabadas veinte años atrás, algunas piezas para Ondas Martenot, ese instrumento musical poco menos que indescifrable que tanto le simpatiza. Aunque, por supuesto, el asunto puede carecer completamente de referencias físicas como sucede la gran mayoría de las veces, pongamos por caso con Dante, al que vuelve una y otra vez: por ejemplo hace poco me explicó su lectura personal, que por cierto se opone a todas las que él conoce, de cierto verso del Canto Primero del Infierno —y por ningún lugar apareció siquiera rastro de alguno de los volúmenes anotados por su admirada Dorothy Sayers.

Desde luego, la cosa se agrava si el tema es la historia de su vida: los papeles y los libros que tienen que ver con ella brotan como hongos mágicos. Hace poco dejó de mi lado del sillón un ejemplar del segundo tomo de la obra en cuyas galeras, ayudando a su padre como atendedor en 1945, se inició en el oficio de lector de pruebas. Se trata de Productos químicos y farmacéuticos, de Francisco Giral-Rojahn, y fue el título crucial para que “coagulara” —así dijo— su entusiasmo por la química.

Hace no mucho, el tema fue la infancia. Los lectores de Deniz saben que el texto fundamental sobre su llegada a México y sus primeras impresiones del país es “Verano del 42”, publicado originalmente en 1991 por El Tucán de Virginia y la revista Milenio, un poema extenso en ocho partes cuyos versos finales resumen su postura respecto a esa edad: “Mi infancia, como la mayoría, no fue feliz. / Interesante sí lo era”.

En esa ocasión, en cuanto me senté a su lado, me señaló un par de cajas casi cuadradas, no muy grandes ni muy profundas, que estaban colocadas —una encima de la otra— en el sillón a mi derecha. Durante una hora larga fui sacando de una de ellas toda suerte de documentos escolares, ginebrinos y defeños: calificaciones, retratos, fólders… Sobre todo, cuadernos: primero los de la etapa suiza, hechos a mano por su padre aprovechando materiales diversos, que acusan lo complicado de la situación económica de la familia una vez perdida la Guerra Civil en abril de 1939.

La circunstancia del padre, Juan Almela Meliá, empleado del gobierno de la República en un organismo internacional con sede en Ginebra, estaba ya seriamente comprometida cuando a partir del 1 de septiembre de ese mismo año —fecha de inicio de la Segunda Guerra Mundial— empeoró con la disolución de la Sociedad de Naciones, para la que trabajaba, lo que lo obligó a incorporar todo género de economías y ahorros, a inventarse un nuevo oficio y hasta a cultivar un huerto doméstico. Almela hijo recuerda a Almela padre volviendo de la biblioteca pública donde acababa de consultar cómo construir una conejera o sembrar unas zanahorias… La tapa de uno de los cuadernos, por ejemplo, en la que puede leerse “Almela y Castell, Juan. Français” y en cuyas páginas el niño Deniz hace ejercicios en esa lengua, está forrado con una bolsa de papel de estraza.

Es mucho el contraste entre los ejercicios de escritura suizos, de fines de los años treinta, y los mexicanos, de sólo dos o tres años más tarde. Desde hace mucho tiempo oigo a Almela referirse a su “letra ginebrina” y ahora entiendo lo que quiere decir. La letra que se enseñaba hacia 1939 en Suiza es la que (me consta) la Secretaría de Educación Pública introdujo en las escuelas mexicanas hacia 1973, y que me parece que aquí se llamaba script: son casi cuarenta años de distancia que dan idea de nuestro atraso educativo —que me temo que hoy se ha triplicado y debe ya andar más allá de la centuria…

Al llegar a México, el niño Almela fue obligado a olvidar la letra nítida, perfectamente legible, aprendida en Ginebra, para adoptar las escritura que entonces se hacía en el país… Según él, y a las pruebas es justo remitirnos, su caligrafía entró en crisis. Con los años, sin embargo, la letra ginebrina fue reapareciendo hasta resplandecer en la escritura almeliana de los días actuales.

Los cuadernos de este lado del océano parecen lujosos comparados con los europeos de la inmediata preguerra: son de la marca Primavera, anuncian que tienen 120 páginas y muestran en la tapa, como aprovechando cada resquicio para extremar sus fines pedagógicos, una especie animal (por ejemplo, el halcón común) con un texto explicativo que continúa en la contratapa, en la que aparece la “tabla de dividir”. Con sentido del humor, a la preposición “De:”, el niño Deniz, de nueve años, escribe en uno de ellos: “Juan Almela Castell y Cía.”

Para otra ocasión dejo un asunto que me interesa en particular: los poemas transcritos por su mano que confirman, de manera anecdótica si se quiere, la pertenencia de su poesía al tronco más firme de la tradición hispánica, del Marqués de Santillana a Góngora. El hecho de que haya ente ellos un Machado o hasta una anónima “Oda al Obrero”, delatan que el niño Deniz ya está inscrito en el Colegio Luis Vives, fundado por refugiados españoles —ingreso que sucedió a partir de 1945, cuando tenía 11 años, después de que desapareciera el Colegio de los Insurgentes donde hizo los dos primeros cursos en la capital mexicana y fue vacunado desde el principio, afirma, contra los “excesos” (se refiere a las posturas forzadas, los énfasis y las retóricas) del exilio político español.

La mayoría de los dibujos infantiles está en una carpeta aparte, hecha por su padre, quien escribió con pulso firme: “Dibujos de BOTÁNICA y GEOGRAFÍA. Juan Almela Castell.” Pero a ellos se han añadido otros: una interesante mayoría de tema egipcio, y dibujos de anatomía humana, de plantas y animales, muchos de ellos calcados.

De común acuerdo con el poeta, que me ha regalado la carpeta, y que primero me expresó sus dudas respecto de que alguien pudiera interesarse en su contenido pero luego me manifestó suavemente su curiosidad por todo el asunto, he decidido publicar el puñado de ellos que ilustra este artículo. Quizás sólo deba añadir que ninguno es posterior a 1946, es decir que todos fueron hechos antes de los doce años del poeta, y que anuncian desde muy pronto los intereses que conocemos del futuro Deniz.

martes, 7 de octubre de 2014

¿Quiénes necesitan antologías?

5/Octubre/3014
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

La aparición del segundo volumen de la Antología general de la poesía mexicana (Océano/Sanborns, 2014), con el cual concluyo la muestra que inicié en 2012 con el primer tomo, y que comenzó como un proyecto de investigación y selección en 2008, me lleva a plantear la pregunta con la que encabezo estas líneas: ¿Quiénes necesitan antologías?
En todo momento, desde que fue un proyecto, hace ocho años, la idea de una Antología general de la poesía mexicana surgió de la necesidad de que los lectores contaran con un panorama amplio (tan amplio que fuera general y plural) de nuestra lírica, desde la época prehispánica hasta nuestros días. Y se denomina “antología general” (como las hay de la poesía española, de la inglesa, de la francesa, etcétera) porque existen muchas que, pese a su importancia, son muestras parciales, es decir fragmentarias: de la poesía prehispánica, de la poesía virreinal, de la neoclásica, de la poesía insurgente, de la romántica, de la modernista, del siglo XIX, del siglo XX, de la generación del cuarenta, de la generación del cincuenta, de los más jóvenes, etcétera. No hay, por cierto, contradicción alguna entre los términos “antología” y “general”: existen antologías generales de las poesías catalana, peruana, nicaragüense, puertorriqueña, etcétera, y antologías generales de diversas literaturas nacionales.
Necesitábamos la mexicana.
Desde el primer acuerdo con mis editores de Océano (Rogelio Villarreal Cueva y Guadalupe Ordaz), el planteamiento fue una antología de la poesía mexicana realmente incluyente: un panorama general en cuyas páginas los lectores comunes y los interesados en la poesía pudieran saber y apreciar el pasado y el presente de la lírica mexicana: desde las obras y los nombres más preclaros hasta las obras y los nombres de los más jóvenes. El propósito principal al llevar a cabo esta empresa que absorbió gratamente mi tiempo y mis afanes fue que la poesía mexicana regresara a los lectores comunes, ya que en las aulas, es decir en la escuela, se le ha expulsado groseramente.
¿Quiénes necesitan antologías? Quizá no los poetas o no tanto los poetas, que tienen los libros de poesía al alcance en sus libreros, incluso dedicados por sus autores, es decir por sus colegas a los cuales leen y releen o bien al menos conocen (sea que les gusten, les disgusten o les apasionen), pero sí los lectores comunes, el lector en general que no tiene fácil acceso a los libros de poesía que no se consiguen en el circuito comercial de librerías. Desde hace décadas, los lectores comunes no tienen un buen acceso a la poesía mexicana. El Fondo de Cultura Económica, el Conaculta, Era, Almadía, Ediciones sin Nombre y otras editoriales independientes publican poesía, pero los sellos editoriales más ubicuos únicamente publican novelas y libros coyunturales de no ficción.
Por ello, el propósito de la Antología general de la poesía mexicana fue reencontrar a los lectores perdidos. Recuerdo que en la casa paterna había antologías de poesía española e hispanoamericana. Ahí leí mis primeros poemas. Hoy las antologías de poesía prácticamente no existen en los hogares mexicanos. Desde el punto de vista de la divulgación y la distribución, fue afortunado que Sanborns participara en el proyecto y ello, además, contribuyera a disminuir el precio de venta al público. Muchos lectores estarán, quizá, leyendo por primera vez poesía contemporánea mexicana.
Lo importante es darle visibilidad a nuestra poesía. Si publicamos es porque queremos público, y el público que hasta ahora hemos tenido es, especialmente, el de los propios colegas. Pero el lector en general, el lector común, no debe quedar marginado del gozo de este género que ha producido obras tan extraordinarias en la literatura mexicana. Leernos entre nosotros ha hecho que la poesía perviva independientemente de que los tiempos no sean buenos para las ediciones de poesía. Pero esto no es suficiente. Debemos conseguir que la poesía regrese a la gente común y retorne a las aulas, de donde fue expulsada por la burocracia educativa. Un dato: el año pasado, de los 270 títulos del programa de adquisición para las Bibliotecas Escolares y de Aula, únicamente se seleccionaron dieciocho de poesía, la mayoría de ellos didácticos y no para todos los grados escolares de primaria y secundaria. Es como si se ignorara que la poesía es el género por excelencia de la concentración del idioma.
Ante este panorama, que existan dos grandes tomos de poesía mexicana para el lector común, tal vez permita que alguien quede atrapado, para siempre, entre sus páginas. ¿Quiénes necesitan antologías? Tal vez no los poetas, pero sin duda, sí, los lectores comunes.

sábado, 4 de octubre de 2014

ESTABILIZAR A ULISES CARRIÓN

4/Octubre/2014
Laberinto
Heriberto Yépez

 En el número 195 de Tierra Adentro —que alguna vez pensó impulsar la descentralización y hoy premia el re–centralismo entre los escritores de todo el país se publica “El proceso Carrión”, una reseña de Roberto Cruz Arzabal sobre los tres volúmenes del Archivo Ulises Carrión.

Cruz Arzabal dice: “se hubiera agradecido un plan editorial más claro”. Los responsables, sin embargo, compartimos el gusto de Carrión por el suspenso. El plan completo es un secreto.

Al igual que otra reseña en Letras Libres, Cruz Arzabal dice que la serie “debió contar con mejores apoyos institucionales. Esto generaría una lectura distinta de la figura de Carrión en relación con el medio artístico actual, más estable pero también más clara”.

¿Carrión vuelto coffee table book? ¿Obras Completas en el FCE? (ahora más oficialista que nunca).

No, Carrión no necesita Canon.

Es muy probable que Tumbona se encargue de publicar al menos tres volúmenes más del Archivo Carrión. Pero el concepto será visible al mismo tiempo que el proceso.

En general, Cruz Arzabal cuestiona la estructura y orden de los libros para luego, en contradicción (inadvertida), apoyarse en esa estructura y orden.

Lo mismo ha ocurrido, por cierto, con otros reseñistas.

En el primer volumen agregué una introducción general (y breve) sobre todos los periodos literarios y visuales de Carrión; en el segundo, preparé un largo estudio especializado sobre su posición en el arte correo de los años setenta; y en el tercero, un estudio de mediana extensión de su relación con otras estéticas concepto–contextuales.

Con estos tres primeros y heterogéneos estudios he querido darle al lector tres opciones para entender a Carrión respetando su maravillosa complejidad.

Cruz Arzabal es un crítico inteligente, mejor informado que otros. Pero sigue siendo presa de las inercias de la poética y crítica mexicanas; sus paráfrasis y omisiones, sus gustos y metáforas (querer que Carrión, por ejemplo, sirva para volvernos el “Gran Monstruo del Gran Monstruo”) delatan la pervivencia del tradicionalismo tras la nueva prosodia académico–irónica, situación característica de la nueva crítica mexicana, de la que —si lo pide el diablo— escribiré en otra oportunidad.

De la nacional a la virtual, Ulises Carrión desestabiliza el consenso estético actual; por ende, se desea estabilizar a Carrión. Reseñas, redesocialitis y academia–estándar generalmente son parte de un intento multilateral de neutralizar todo aquello que produce inestabilidad.

Casi toda crítica procura un relativo control de daños. El campo pide al comentarista–“crítico” purgar de elementos indeseables (enunciados, personas, relaciones) a la forma inquietante.

Carrión produce ya un corto circuito. El corto circuito está siendo más o menos administrado y, ciertamente, se intentará repararlo. Pero Carrión va a ganar; tomará cierto tiempo y nada será igual.

De culto: Kennedy Toole La inmortalidad del absurdo

4/Octubre/2014
Laberinto
Paulina del Collado

Al escribir sobre Kennedy Toole uno no puede evitar cuestionarse qué significa ser un escritor de culto. Vienen a la mente muchas pautas aparentes: un escritor de culto debe colocarse al margen de las modas editoriales y estéticas, sus fanáticos deben creer que son los únicos que lo han leído, debe ser adorado con vehemencia, y un gran etcétera.

En el caso de autores como J. D. Salinger, Jack Kerouac o Roberto Bolaño la afición a sus textos corre paralela a la afición por su vida; hay algo en su historia individual que los hace únicos, disidentes de un determinado modo de vivir y de crear literatura. También porque han colocado en el día a día de sus lectores a personajes tan inscritos en el imaginario colectivo como Holden Caulfield, Sal Paradise o Arturo Belano y Ulises Lima.

En este sentido, vale la pena detenerse en la figura de John Kennedy Toole, originario de Nueva Orleans, quien el 26 de marzo de 1969 —a los 31 años— decidió acabar con su vida. Sin conocer la magnitud que alcanzaría su legado literario y abrumado por el fracaso, dejó la asfixiante rutina de la casa de sus padres. Doce años después de su muerte, La conjura de los necios, su primera novela publicada, fue acreedora al Premio Pulitzer y desató un fanatismo profundo entre sus lectores, tanto que perdura hasta el día de hoy. A raíz del éxito obtenido, también fue publicada La Biblia de neón (1986) novela de iniciación que Toole escribió a los dieciséis años.

La historia detrás de la publicación de La conjura de los necios también añade peso a esta suerte de misticismo biográfico alrededor del culto literario. Fue la madre de Toole, la sobreprotectora Thelma Toole, quien después de haber enterrado a su hijo se dedicó por más de una década a tocar las puertas de una infinidad de editoriales hasta que el manuscrito cayó en las manos de Walker Percy, quien además prologa la novela; estaba seguro de que el amor de una madre era suficiente para nublar la objetividad literaria y que se enfrentaría a una novela mediocre. Tenía poca fe en el texto y terminó amándolo.

No es para nada extraño que las mejores muestras de humor vengan de las plumas más desesperanzadas. La conjura de los necios fue una novela incómoda en su momento porque visibilizaba la hipocresía, la desigualdad, el estado de corrupción y el absurdo que encontraban cabida en la Nueva Orleans de los años cincuenta. Todo a través de los ojos de Ignatius O’Reilly, un inadaptado social que padece sobrepeso, tiene un doctorado en Filología, una insana dependencia materna y vive bajo la convicción de estar rodeado de mentes inferiores. La novela narra los fallidos intentos de Ignatius por entrar a la vida laboral.
No puedo esculpir el nombre de Kennedy Toole en el mausoleo de la literatura de culto porque esta categoría tan extraña y multiforme la construyen los lectores. También, de alguna forma más velada, el mercado. Lo que sí puede hacerse es celebrar su vida, por trágica que haya sido. También cuidar de Ignatius, y comprender que, como reza el epígrafe de Jonathan Swift que inaugura la novela: “Cuando en el mundo aparece un verdadero genio puede reconocérsele por este signo: todos los necios se conjuran contra él”.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Nicanor Parra: el poeta de la demolición

1/Octubre/2014
La Jornada
Javier Aranda Luna

Dicen que Nicanor Parra es el poeta de la incertidumbre, de la demolición. Del ya no más, del se acabó, de los tres amargos puntos suspensivos que nos hacen ver la inutilidad de toda empresa y que pese a todo también son puente de esperanza. Para él también existen las buenas noticias: “La tierra –escribe el poeta– se recupera en un millón/ de años/ Somos nosotros los que desaparecemos”.
Físico matemático de profesión Nicanor Parra ha renovado como pocos la forma de acercarse a la poesía. Notoriamente desde Poemas y antipoemas y no me refiero a la mera cuestión formal, que cuenta, claro, sino a los temas y sus conclusiones.
En Manifiesto, un poema verdaderamente memorable –y memorable es lo que se puede memorizar– Nicanor Parra nos dice que los poetas bajaron del Olimpo. Que la poesía para sus mayores era un objeto de lujo pero para él y los suyos, un artículo de primera necesidad: nosotros no podemos vivir sin poesía.
Para Parra el poeta no es un alquimista sino un hombre como todos: un albañil que construye su muro/ Un constructor de puertas y ventanas. Él, apunta más adelante, conversa con el lenguaje de todos los días y es cierto. Lejos de la tradicional retórica poética, el lenguaje de Nicanor Parra rehúye de la sofisticación solipsista, del onanismo literario. Quiere que lo escuchen en la plaza pública, en las calles donde fluye la vida.
Por eso repudia la poesía de gafas obscuras de capa y espada, de sombrero alón. Descree de los signos cabalísticos, de las ninfas y tritones para su quehacer poético. No sólo eso: sostiene que los poetas de la retórica vacua deben ser procesados por construir castillos en el aire, malgastar el espacio y el tiempo redactando sonetos a la luna o por agrupar palabras al azar a la última moda de París.
Sería un error considerar a Parra un iconoclasta improvisado, un destripado de la literatura. Su formación literaria, por el contrario, esta hecha a la antigüita, leyendo a los grandes autores, conversando con los clásicos e intercambiando con sus contemporáneos. Nicanor Parra diálogó largamente con sus poemas con uno de sus más distinguidos contemporáneos. Con Pablo Neruda compartió la indignación por la injusticia pero sus poemas no fueron de la militancia de Neruda.
Para el autor de El hombre imaginario el pensamiento no nace en la boca sino en el corazón del corazón. Por eso denuncia al poeta demiurgo, al poeta barato, al poeta ratón de biblioteca que practica un surrealismo de segunda mano, un decadentismo de tercera, para ofrecer al lector una Poesía adjetiva/ Poesía nasal y gutural/ Poesía arbitraria/ Poesía copiada de los libros.
Poesía, en fin, de círculo vicioso. Conversar con el lenguaje de todos los días para hablar de las cosas de todos los días es lo realmente importante para este escritor chileno a quien Harold Bloom considera uno de los mejores poetas de Occidente y Roberto Bolaño un verdadero desafío:
“El que sea valiente que siga a Parra. Sólo los jóvenes son valientes, sólo los jóvenes tienen el espíritu puro entre los puros. Pero Parra no escribe una poesía juvenil. Parra no escribe sobre la pureza (…) Parra escribe como si al día siguiente fuera a ser electrocutado.”
Este poeta iconoclasta cumplió el pasado 5 de septiembre cien años y según testimonios periodísticos aún conduce un Volkswagen sedán.
Recuerda Phillip Ward que un antipoeta es para Parra, una persona non grata que se reserva el derecho de decir lo que se le antoje.
Parra publicó Cancionero sin nombre en 1937. Tenía entonces 23 años y no fue sino hasta 1954 que dio a conocer el célebre Poemas y antipoemas.
Temporal es su libro más reciente. Aunque el libro cuenta el desbordamiento del río Mapocho también es una denuncia de la dictadura. Un río de voces que transcurren y se desbordan de su cauce.
Al poeta mismo le debemos su mejor autorretrato. Escribe en Epitafio:
De estatura mediana,/ Con una voz ni delgada ni gruesa,/ Hijo mayor de profesor primario/ Y de una modista de trastienda;/ Flaco de nacimiento/ Aunque devoto de la buena mesa. Y apunta más adelante:
Ni muy listo ni tonto de remate
Fui lo que fui: una mezcla
De vinagre y aceite de comer
¡Un embutido de ángel y bestia!
Patti Smith le compuso una canción a este traductor del Rey Lear al español, a este escritor centenario que quiere vivir 116 años y que tal vez por pura rebeldía lo cumpla.