Junio/2014
Nexos
Emiliano Delgadillo Martínez
A José Emilio Pacheco, in memoriam
“El poeta no pide ninguna admiración; quiere ser creído”.
—Jean Cocteau, transcrito por Efraín Huerta en un envío poético para Andrea de Plata,
mayo de 1935.
Efraín Huerta empezó a escribir poesía a raíz de su arribo definitivo
a la ciudad de México en 1930. Luego de un constante nomadismo,
distintivo de los habitantes del Bajío, se estableció en el número 39 de
la calle Paraguay, en el centro de la capital mexicana. El joven de
dieciséis años llegaba a una metrópoli verdadera en comparación con las
pequeñas y medianas ciudades que dejaba atrás: Silao, Irapuato, León,
Querétaro. El desplazamiento y el viaje tuvieron una influencia decisiva
en el escritor en ciernes, pues lo obligaron a practicar tempranamente
el género epistolar así como la prosa descriptiva. Las pocas pero
fundamentales nociones de tipografía, pintura, arquitectura o escultura
con las que Huerta llegó a la capital despuntan en su primerísima
poética:
dintel plateado (“Te llamaré mañana…”),
una sonrisa franciscana del Bosco (“Final”),
Letra capitular del día
(“Línea del alba”). Las estatuas del primer Huerta provienen de su
lozano interés en las Bellas Artes; las campanas no pueden ser otras
sino las de su infancia, las que repicaban para alertar a la población
cuando algún ejército se encontraba cerca; en su “Poema del Bajío”
escribe las palabras
agrarista y
máuser, no sólo
porque iban con la tradición popular del corrido, sino porque eran
palabras de uso cotidiano: al niño Huerta le tocó observar cómo los
soldados de Obregón persiguieron y derrotaron a los rebeldes
delahuertistas a finales de 1923 y comienzos de 1924. No por nada Efraín
Huerta sentía admiración por los cuentos de Cipriano Campos Alatorre y
por las novelas de Rafael F. Muñoz. Verdaderamente, Efraín Huerta es uno
de los “hijos de la revolución mexicana y de la primera guerra
mundial”, como bien ha señalado José Emilio Pacheco al hablar del
extraordinario trío de escritores nacidos en 1914: Octavio Paz (Mixcoac,
31 de marzo), Efraín Huerta (Silao, 18 de junio) y José Revueltas
(Santiago Papasquiaro, 20 de noviembre). Me asombra que la familia de
nuestro poeta haya sorteado tanto el acoso de los conservadores y
religiosos del Bajío como el de los revolucionarios triunfantes, pues
don José Merced Huerta, abogado y padre de Efraín, era simpatizante
declarado del general Francisco Villa, muy impopular en aquella región
que lo vio caer. No obstante, José Merced Huerta se instaló e hizo
carrera en Irapuato, y allá creció, de los tres a los diez años, el niño
Huerta:
En Silao viví muy poco tiempo porque mi padre se estableció como
abogado en Irapuato. Allí aprendí tipografía. Fíjate. No trabajaba como
impresor, porque las máquinas me daban miedo. Estaba chico. No, yo
limpiaba el disco, aprendía a componer la caja y todo eso. El olor de
aquellos años es el de la tinta fresca. Pero Irapuato también fue
importante para mí porque allá aprendí a jugar futbol.1
Si en Irapuato aprendió tipografía y futbol, en Querétaro aprendió a
dibujar. Rafael Solana recuerda que cuando conoció a Efraín Huerta,
todavía llamado
Efrén, se hizo pronto su amigo por su afición
compartida al dibujo. En 1940 Solana le hará un retrato, sin lentes, de
trazos veloces y finos, el cual apareció como viñeta en las dos
ocasiones en que Huerta publicó poemas en la revista
Letras de México
(15 de abril de 1940 y 15 de abril de 1942); como nota curiosa, en la
primera entrega el dibujo es atribuido erróneamente a Juan Soriano; por
otra parte, en la segunda también aparece un mínimo y extraordinario
apunte de José Luis Martínez, poco conocido, el cual nos muestra a un
atento y asombrado lector de la poesía de Huerta: “de él salen estos
poemas henchidos de un humor sórdido, de un prosaísmo sutil que esconde a
veces una ternura ultrajada. Es quizá un pariente no del todo lejano de
Rimbaud. Como él, dotado también de una torturada sensibilidad, que
afina el insomnio y la lividez del alba, para descubrir con horror las
terribles presencias que surcan sigilosamente las camelias y los rostros
infantiles”.
2
Tanto José Luis Martínez como Alí Chumacero, y muy probablemente
también el poeta tapatío Jorge González Durán, otro de los jóvenes
entusiastas de la revista universitaria
Tierra Nueva, fueron
algunos de los primeros lectores de Efraín Huerta, esto es, de los
primeros que leyeron sus poemas por gusto y admiración; sus comentarios
tempranos dan prueba de ello.
3
Cuando Huerta llegó a la ciudad de México quiso estudiar dibujo en
San Carlos, pero tuvo que quedarse en la “Perrera” de San Pedro y San
Pablo, en donde cursó el primer año del bachillerato en filosofía y
letras antes de incorporarse al edificio de San Ildefonso. Allí conoció a
Rafael Solana, Cristóbal Sáyago, Ignacio Carrillo Zalce, Adela María
Salinas, José Rodríguez, Héctor Montiel, Carlos Villamil, Guillermo
Olguín y Carmen Toscano, su primer círculo de amigos con inclinaciones
literarias; todos escribieron poesía en esos años, aunque casi todos
desertaron. Gracias a Carmen Toscano —que sí llegó a publicar sus poemas
(
Trazo incompleto, 1934)—, conoció a los muchachos de la revista
Barandal,
quienes cursaban un año arriba que Huerta: Octavio Paz, Enrique Ramírez
y Ramírez y Rafael López Malo, entonces los más inquietos de San
Ildefonso. En esos años Huerta no tenía dinero para libros, y las
novedades europeas no llegaban a las bibliotecas, de modo que toda la
literatura
moderna que leyó fue en los libros de sus amigos, en especial en los de
Nacho
Carrillo Zalce, quien no sólo tenía dinero, sino un refinado gusto
literario (aunque pronto se apartó de la literatura este amigo de la
juventud). Muy probablemente fue él quien le prestó a Huerta la
exquisita revista madrileña
Los Cuatro Vientos, o los dos tomos de
La montaña mágica
traducida por Mario Verdaguer. En esos años Huerta leyó casi todos los
poemarios de los Contemporáneos, así como todo lo que pudo encontrar de
Alfonso Reyes, Pedro Salinas, Juan Ramón Jiménez y Rafael Alberti;
también devoró los poemas de Juan Larrea, Luis Cernuda y Federico García
Lorca de la antología
Poesía española de Gerardo Diego. Efraín
Huerta nunca desaprovechó la oportunidad de copiar en sus libretas los
poemas preferidos de los libros que sus amigos le prestaban.
En marzo de 1933 conoció a Mireya Bravo Munguía, estudiante también
en San Ildefonso. A partir del encuentro, Efraín Huerta la volverá su
Fuensanta y la bautizará con el nombre poético de
Andrea de Plata;
con ella comenzará una intensa correspondencia, la cual apenas
empezamos a conocer, que se extiende hasta el año de su matrimonio:
1941. Inspirado por Mireya Bravo, Huerta se volcó a escribir una buena
cantidad de poemas entre 1933 y 1934, de los cuales escogió veinticinco,
los ordenó meticulosamente en tres secciones, y se los dio a leer a
Enrique Ramírez y Ramírez y a su amigo incondicional José Alvarado:
Naturalmente tengo esa noche en mi memoria. Efraín, Enrique y yo
fuimos a pie desde la calle de San Ildefonso hasta el departamento donde
vivía el primero con su familia. En un pequeño cuarto con vista a los
árboles, tenía Huerta sus libros y una mesa con papeles escritos con esa
esbelta letra suya. Allí estaba, inédito, Absoluto amor,
poemas de los veinte años, pero de expresión segura y relámpagos
originales, a veces oscuros, a veces amarillos. Enrique y yo los leímos,
cada uno en silencio; Efraín fumaba interrogante. Ramírez y yo nos
vimos a los ojos y, casi al mismo tiempo, dijimos uno y otro: debes
publicar este libro inmediatamente. Efraín sonrió entre dudoso y
entusiasta. Insistimos. A poco el libro salía de la imprenta y el nombre
de Efraín Huerta empezó a ser conocido.4
Absoluto amor (Fábula, 1935), editado y cuidado por Miguel
N. Lira, se publicó gracias a Carmen Toscano, quien ayudó a pagar el
papel y la impresión. Huerta quedó profundamente agradecido por ello,
aunque luego renegó de los poemas del libro. Un año después, en 1936, el
joven poeta volvió a acudir a las prensas de Lira para ver cómo el
escritor, mecenas y diplomático Genaro Estrada le formaba su segundo
volumen,
Línea del alba, sólo que en esta ocasión con el sello editorial de la naciente revista de Rafael Solana,
Taller Poético,
una publicación dedicada exclusivamente a la poesía. Cuando muchos años
después, en 1963, Rafael Solana dictó la conferencia sobre las revistas
literarias de su generación, al referirse a
Taller Poético, no dudó en declarar: “allí comenzó a darse a conocer Efraín Huerta”.
5 En efecto, en las páginas de
Taller Poético Huerta publicó tanto poemas como reseñas de libros de poesía; por ejemplo, allí reseñó
No pasarán y
Raíz del hombre de su amigo Octavio Paz (muchas reseñas fueron atribuidas erróneamente a Efrén Hernández
Campos en la edición facsimilar, debido a que Huerta firmaba con la inicial de su apellido materno, Efraín Huerta
Romo: “E.H.R.”). El mismo Genaro Estrada publicó en el tercer
Taller Poético una nota sobre la
plaquette que él había editado, la cual vale la pena reproducir:
El tono de Línea del alba corresponde hondamente al tema,
por la fresca gracia matinal que de todo él se vaporiza, dejando ver
entre nube y nube de la mañana, entre los nacientes rayos del sol y el
capitoso aroma del campo, un fino sentido de la poesía, una dulce
hermandad en donde sobre un paisaje de naturaleza tan amable, se tienden
a descansar, en muelle laxitud, los ensueños en azul y blanco del
poeta.
Los temas, generalmente sensuales, como de buen mediterráneo, que componen esta Línea del alba,
se presentan bajo delicadas veladuras de expresión, con esos tonos de
plata gris de los fondos de Mantegna, con dibujística poética firmemente
realizada con “pedazos de nieve volando” de las figuras soñadas por el
autor, con motivos de expresión que son aciertos y felices hallazgos,
como de quien —por fortuna— ofrece las todavía frescas influencias de
sus más finas lecturas de las maneras dialécticas de la poesía nueva.
En diciembre de 1944 Efraín Huerta publicó
Los hombres del alba,
el libro central de su obra poética; allí incluyó un “Autorretrato” que
parece una respuesta al dibujo hecho por Solana cuatro años antes: el
busto mira en dirección contraria; las cejas, el pelo y la oreja son de
trazos más finos; los ojos son minúsculos porque se esconden detrás de
los característicos lentes de pasta; lo más relevante, sin duda, es que
en vez del traje con que Solana vistió a su amigo en el dibujo de 1940,
Efraín difumina los hombros en dos señales de primer orden: la hoz y el
martillo dentro de una estrella, por un lado, y la indicación “México
1935-1944” por el otro. Huerta lograba imprimir su libro crucial gracias
a Rafael Solana; al viejo amigo —que doce años atrás le había sugerido
cambiar su nombre de
Efrén a
Efraín— en esta ocasión
le tocaba presentar la labor mejor madurada del poeta Efraín Huerta.
Muchos años después, Solana escribió un nuevo prólogo para la
Antología poética
de Huerta, publicada en 1977 como parte del “Homenaje a Efraín Huerta”
organizado por el gobierno de Guanajuato al año siguiente. Allí, Solana
se pregunta: “Si ahora se hiciera otro autorretrato, como el que se hizo
en 1944 para
Los hombres del alba, ¿volvería a colgarse de la
solapa una estrella, con una hoz y un martillo dentro? Es posible; pero
ya ese símbolo no lo describiría con exactitud”.
6
Solana tiene razón: Huerta fue comunista toda su vida; todavía antes de
morir apoyó las luchas revolucionarias de Nicaragua y El Salvador. No
obstante, para ese año de 1977, el símbolo no podía ser otro que el del
cocodrilo.
Lo que intuye Solana es que la intransigencia y la seriedad del joven
estalinista se han difuminado con los años, se han escondido detrás de
la socarronería, el sentido del humor y la alegría del Huerta más
conocido. La seriedad del joven poeta se va perdiendo con los años, al
punto de encontrarlo en una imagen de 1969 jugando futbol con Mario
Benedetti, ambos en traje de baño, durante uno de los múltiples viajes a
Cuba. (A su regreso de este viaje, Huerta escribió el ensayo “Un
deporte, unos escritores”, a propósito del Mundial de Futbol de México
70, en el que hace una revisión del tema del futbol en distintos
escritores: de Onetti a Vargas Llosa, pasando por Borges y, por
supuesto, Mario Benedetti.)
Hacia 1940 fueron fotografiados Efraín Huerta y Rafael Solana junto a
Xavier Villaurrutia y Carlos Pellicer en la plaza de toros El Toreo.
Todos eran asiduos a los toros, así como eran adictos a las crónicas de
Juan Pellicer, quien también aparece en la fotografía, aunque alejado de
los demás (Huerta soñó con leer el epistolario taurino de Carlos y Juan
Pellicer; no sé si lo consiguió). Años atrás, Rafael Alberti había
escogido la misma plaza para rendirle homenaje al torero Ignacio Sánchez
Mejías, en la edición mexicana de Verte y no verte (edición de lujo,
ilustrada por el pintor Manuel Rodríguez Lozano, amigo íntimo de
Villaurrutia). Efraín Huerta lo recuerda:
Yo hacía viajes vespertinos a Portales, a ver cómo iba la impresión de mi primer libro, Absoluto amor.
Me lo estaba haciendo en sus prensas de Fábula el inolvidable Miguel N.
Lira. Muchas veces coincidí con los Alberti, porque ya Miguel estaba
parando a mano el inmenso poema Verte y no verte, de Rafael. Es
un poema elegíaco a Ignacio Sánchez Mejías, pensado desde que el poeta
navegaba por el Mar Negro rumbo a Constanza, y la fecha es importante:
“Plaza de Toros El Toreo/México/13 de agosto/1935”.7
Lo que Huerta no dice es que la fecha de su primer libro también es
significativa: “12 de agosto de 1935”, es decir, un día antes de la
fecha de publicación del libro de Alberti, quien estuvo en México de
mayo a septiembre de 1935. Aunque Huerta tuvo su ejemplar de la
plaquette Verte y no verte, Alberti prefirió firmarle la
Poesía 1924-1930
(Cruz y Raya, 1934). Sin saberlo, el poeta gaditano dedicó el librito
que mayor influencia había tenido en el crecimiento poético del joven
Huerta; los versos de
Sobre los ángeles,
Sermones y moradas y sobre todo el poema
Con los zapatos puestos tengo que morir —todos incluidos en dicha
Poesía 1924-1930—
son los que transformaron la poesía de Huerta, la cual se apropió tanto
del estilo versicular, como de la imagen del alba albertiana:
Oíd el alba de las manos arriba,
el alba de las náuseas y de los lechos desbaratados.
Estos versos de
Con los zapatos puestos tengo que morir fueron transcritos por Huerta, a modo de epígrafe, en uno de los primeros poemas del ciclo de
Los hombres del alba, el cuadernillo entonces llamado
El deseo o Los ruidos del alba,
escrito entre el 22 de abril y el 4 de mayo de 1935. Las fechas arriba
señaladas, “México 1935-1944” (del “Autorretrato”), hacen referencia a
ello: los primeros poemas de
Los hombres del alba (“Los ruidos
del alba”, “La lección más amplia”, “La poesía enemiga”,
“Verdaderamente” y “Línea del alba”) nacieron de la lectura de los
poemas surrealistas de Rafael Alberti. Si Huerta había sido seguidor del
primer Alberti (el de
Marinero en tierra y
Cal y canto), ahora sufría un cambio de la mano de su maestro. Sólo otro libro logrará sacudir de tal forma a Efraín Huerta:
Residencia en la tierra, de Pablo Neruda, en la edición de Cruz y Raya en dos tomos, publicado por José Bergamín en 1935 y leído por Huerta en 1936.
1935 fue un año de suma importancia para nuestro poeta, pues no sólo conoció a Alberti, sino que fue el año en que debutó con
Absoluto amor,
así como el año en que decidió militar activamente en la Federación
Estudiantil Revolucionaria, antesala obligada para los jóvenes que
querían hacerse de un carnet oficial del Partido Comunista Mexicano
(PCM). Hacia finales de este año
crítico, Huerta quedó
deslumbrado por un joven que acababa de regresar de la Unión Soviética:
José Revueltas. El novelista en ciernes ya había estado recluido en las
Islas Marías en dos ocasiones; además, acababa de presenciar el VII
Congreso de la Internacional Comunista, en donde Giorgi Dimitrov
oficializó la política del
frente popular (o de “unión total
contra el fascismo”). José Revueltas le escribirá a Huerta un poema en
1937 titulado “Nocturno de la noche”, y nuestro poeta responderá mucho
tiempo después con el poema “Revueltas: sus mitologías”, escrito tras la
muerte y el entierro de su amigo en 1976. Los dos escritores estuvieron
siempre cercanos a Pablo Neruda, otro de sus queridos maestros y guías
políticos. Hay que recordar que Revueltas y Huerta formaban parte de la
célula José Carlos Mariátegui del PCM, conformada por escritores y
periodistas, finalmente disuelta por Dionisio Encina el 17 de noviembre
de 1943. Tras la muerte de Efraín, ocurrida el 3 de febrero de 1982,
Carlos Monsiváis escribió:
Sólo la falta de atención concedida a la poesía evita el escándalo en torno a las profanaciones y la subversión de Los hombres del alba.
En pleno idilio de la Unidad Nacional, en la confiada apoteosis de las
virtudes burguesas, un poeta desata y libera su idioma, niega las normas
de la decencia, rompe con una preceptiva de las alusiones y llega a
rendirle homenaje a la pérdida de los sentidos [...] En esos años, sólo
José Revueltas (Los días terrenales [1943], El luto humano [1949]) se propone empresa parecida.
Efraín Huerta Romo y Mireya Bravo Munguía se casaron el 30 de agosto
de 1941; Octavio Paz fue testigo de boda. De los tres amigos nacidos en
el año 1914, Huerta fue el último en casarse; seguramente les gustaba
recordar cuando Efraín Huerta precipitó indirectamente el matrimonio de
Octavio Paz con Elena Garro, en 1937, pues fue gracias a Huerta que Paz
se enteró de que había sido invitado por Pablo Neruda, Arturo Serrano
Plaja y Rafael Alberti a participar en el Congreso de Escritores para la
Defensa de la Cultura (celebrado en Valencia, Madrid, Barcelona y
París). En ese entonces Paz vivía en la lejana y aislada Mérida, donde
trabajaba como maestro rural. Guillermo Sheridan cuenta la historia:
La invitación había llegado a México a tiempo. El cubano Juan Marinello la recibe en la LEAR9
y enfurece: ¿cómo pueden invitar a poetas ajenos a la LEAR y al PC? (el
otro invitado es Carlos Pellicer). Para anularla sin quedar mal con los
anfitriones, Marinello diseña una treta: envía a Paz su invitación por
el barco que, una vez al mes, tarda quince días en viajar de Veracruz a
Progreso. De no ser por una secretaria indiscreta, Marinello podría
haber llegado a España achacando la inasistencia de Paz a lo remoto del
domicilio. Pero la secretaria de la LEAR comentó la invitación ante
Huerta, que a su vez le avisó a Elena Garro.10
Finalmente, Paz llegó sin contratiempo a la ciudad de México y no
sólo logró realizar el viaje a Europa, sino que días antes de la partida
se casó con Elena Garro para poder llevarla al congreso. El único
perjudicado de todo el enredo fue Efraín Huerta, quien seguramente fue
reprendido por haber provocado que un joven señalado como
trotskista
se colara en la delegación de la LEAR. Sheridan documenta los anuncios
periodísticos que especulan sobre los asistentes, en los cuales Efraín
Huerta parece un candidato indiscutible. No obstante, Huerta no viajó “y
tuvo que darse por bien representado en la figura de Paz”, concluye
Sheridan.
11
Gracias a Paz, el poema que da título al libro central de Huerta, “Los
hombres del alba” (el cual, por cierto, estuvo a punto de perderse), fue
publicado en la revista valenciana
Nueva Cultura, al lado de
la “Elegía a Simón Bolívar” de Carlos Pellicer, en el triple número de
1937 (junio-julio-agosto). Un año después, Paz, Huerta y Solana ponían
en marcha la revista por la cual serán recordados como generación,
Taller, cuyo primer número salió en diciembre de 1938. Cuando Mireya Bravo y Efraín Huerta se casaron,
Taller
había llegado a su fin, pero la amistad entre Octavio Paz y Efraín
Huerta duraría toda la vida. Quien pueda consultar el cuarto número de
Taller
podrá deleitarse con la magnífica labor editorial de los jóvenes de la
revista, por no hablar de la nómina de autores: María Zambrano, Xavier
Villaurrutia, José Bergamín, Emilio Prados, Alberto Quintero Álvarez
(otro poeta nacido en 1914, quien se unió al grupo desde el primer
número de
Taller Poético), Enrique González Rojo, Octavio Paz, Rafael Solana, Efraín Huerta… El número lo cierra la versión de José Ferrel de
Una temporada en el infierno.
Tiempo después, en los albores de las antologías que sacudieron la
poesía mexicana, Octavio Paz le escribió a Efraín Huerta una carta en
agradecimiento al espaldarazo que le había dado al defenderlo de quienes
lo señalaban como el autor de ciertos ensayos anónimos contra Neruda.
La carta, fechada en Nueva Delhi el 19 de octubre de 1964, dice lo
siguiente:
Querido Efraín: Ya te imaginarás cómo me conmovió tu artículo.
Gracias de verdad. Entre nosotros —espero que me creas— te diré que ni
me interesa el famoso premio ni creo merecerlo. Si es que los premios se merecen,
cosa que tampoco creo. Por supuesto me gustaría tenerlo, pero ni yo me
propongo, al escribir, obtener premios ni me parecen éstos garantía
alguna acerca del valer de lo que escribimos.
Los premios no son un juicio: son una casualidad y, a
veces, un reconocimiento. Por todo esto pienso que, aunque no hay que
aspirar a ellos, tampoco se deben rehusar cuando, por azar, le caen a
uno en la mano como una fruta.
Tu artículo contiene una alusión a un chisme del que me enteré
hace poco en París. Gracias de nuevo por tu fraternal defensa. Parece
mentira que un hombre y poeta como Neruda pueda creer en semejantes
tonterías y, lo que es más infantil, suponer que yo posea influencia
sobre los jurados de la Academia Sueca. No conozco a ninguno de ellos. Y
ya que toco este tema, debo decirte mi opinión: creo sinceramente que dos escritores latinoamericanos merecían el premio:
Neruda y Borges. Si pienso así, ¿cómo podría intrigar contra un poeta
al que admiro? Una admiración, casi es inútil aclararlo, que no implica
aprobación de todo lo que dice y hace.
¿Qué has escrito? Hace unos meses leí, no sé si en la Revista de la Universidad o en Siempre!, un hermosísimo poema tuyo sobre el Tajín. Me alegro que hayas vuelto con tal decisión y certeza a la poesía. ¡Te felicito!
Te abraza con afecto, tu amigo, Octavio Paz.
Alrededor de este año Huerta fecha su “Borrador para un testamento”,
dedicado a Octavio Paz: 1962-1965. Asimismo, en 1964 y 1965 dicta una
serie de conferencias en el Instituto Cultural Hispano Mexicano sobre el
panorama de la literatura nacional (de López Velarde en adelante), cuya
figura estelar es merecidamente Octavio Paz. “La hora de Octavio Paz”,
como se llamó la sesión dedicada a este poeta, es una muestra del afecto
que siempre sintió por su amigo Octavio, y sobre todo por su poesía.
Mónica Mansour recogió todas las conferencias en el libro póstumo
Aquellas conferencias, aquellas charlas,
12
en donde, por cierto, aparece el “Autorretrato” de 1944 ilustrando la
portada (no está de más añadir que el otro protagonista de las
conferencias es Jorge Cuesta, a quien le rinde un justo homenaje en “La
hora de los Contemporáneos”). Probablemente la última vez que Paz y
Huerta estuvieron juntos fue en el Palacio de Minería, en la lectura
poética del domingo 9 de octubre de 1977 en la que fueron el centro de
la larga mesa ocupada por la “primera división” de la poesía mexicana,
como bien dijo Vicente Quirarte, quien, junto con su hermano Xavier (a
quien debemos las fotos de ese día), presenció a Rubén Bonifaz Nuño,
Jaime García Terrés, Ulalume González de León, Efraín Huerta (en la voz
de Esteban Escárcega), Eduardo Lizalde, Octavio Paz, Hugo Gutiérrez
Vega, Tomás Segovia e Isabel Fraire leer sus poemas.
En el año 1966 se publicaron dos antologías que removieron las aguas poéticas de esa década crítica de los años sesenta:
La poesía mexicana del siglo XX, con notas, selección y resumen cronológico de Carlos Monsiváis, publicada por Empresas Editoriales; y
Poesía en movimiento,
firmada por Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero
Aridjis, y publicada por Siglo XXI Editores. Ambas antologías recogieron
poemas de Huerta: Monsiváis incluyó “Declaración de odio”, “Los hombres
del alba”, “Éste es un amor”, “Avenida Juárez” y “El Tajín”; mientras
que
Poesía en movimiento recogió “Declaración de odio”, “Los
hombres del alba”, “La muchacha ebria”, la parte quinta de “Problema del
alma”, “El Tajín” y “Sílabas por el maxilar de Franz Kafka”. En 1967
Efraín Huerta les respondió, más a Paz que a Monsiváis, con un ensayo
titulado “La poesía actual de México”, en donde Huerta, además de copiar
la carta arriba transcrita, se deslinda de la idea anacrónica lanzada
por Paz en el prólogo: que Huerta se había aprovechado del “escupitajo”
final de
Muerte sin fin para hacer su poesía. Si Efraín Huerta
sacó partido de algo fue más bien de la poesía de Ramón López Velarde,
como indirectamente lo dice en ese ensayo de 1967 publicado en la
revista
Espejo (hay que recordar que el libro favorito del joven Efraín Huerta es
Zozobra).
En febrero de 1968 dictó una conferencia en la Universidad Veracruzana
titulada “¿Qué sucede con la poesía en México?”, en la cual debió
repetir algunas ideas del ensayo “La poesía actual de México” o de las
conferencias de 1964, como “La hora de nadie”. La inquietud de aquellos
años sobre el estado de la poesía mexicana (son los años de las
fabulosas revistas
Pájaro Cascabel y
El Corno Emplumado)
va acompañada del proyecto de reunir su obra poética en la editorial
Joaquín Mortiz; desde 1965 Huerta se volcó a editar sus poemas y a
formar el libro. Cabe señalar que no recogió
todos los poemas, pues quiso “mejorar la visión de conjunto”
13
de su obra, más que exponerla en su totalidad; es la misma voluntad que
lo llevó a seleccionar diecinueve poemas para grabarlos en uno de los
discos de la colección universitaria Voz Viva de México (1968). Y es lo
mismo que hizo el joven José Emilio Pacheco en su célebre presentación
al disco:
14 sopesar el lugar de Huerta en la literatura mexicana.
El volumen de Joaquín Mortiz finalmente se terminó de imprimir el 22 de noviembre de 1968, con el título
Poesía 1935-1968.
El éxito editorial fue rotundo, pues Díez-Canedo había tenido la
fabulosa idea de publicar el libro de Huerta no sólo en la colección
poética Las Dos Orillas, sino también en la Serie del Volador, más
económica.
Poesía 1935-1968 se convirtió en un hito poético
generacional. A partir de entonces, Efraín Huerta tuvo el impulso
necesario para convertirse en uno de los poetas más leídos y queridos de
nuestro país. La prueba es que después de ser intervenido en la
laringe, en 1973, sus lectores y amigos no dejaron de animarlo y de
darle palabras de aliento. La carta que le envía José Lezama Lima (21 de
octubre de 1974) es una muestra excepcional del amor fraternal, no ya
entre poetas, sino entre amigos.
Efraín Huerta no sólo fue cinéfilo, sino que incursionó muy pronto
en el periodismo cinematográfico; fue miembro fundador de la asociación
Periodistas Cinematográficos Mexicanos (Pecime) en 1946. En 1948 ayudó a
formar
El libro de oro del cine mexicano, de Antonio Castro
Leal, y en 1950 viajó a la otrora Checoslovaquia con el estupendo
Gabriel Figueroa. Tiempo después, en 1958, Huerta contrajo matrimonio
con Thelma Nava en medio de amigos y colaboradores del ámbito
cinematográfico (Thelma Nava trabajaba en Películas Nacionales). Por
otra parte, si Huerta escribió abundantemente sobre cine, lo hizo aún
más sobre política y literatura. No hay que olvidar que Huerta fue un
periodista profesional (“es reportero, reseñista, editorialista, crítico
de cine, entrevistador, cronista de espectáculos”
15), y por
profesional
me refiero a que vivió de sus artículos y notas publicados por aquí y
por allá en, por lo menos, veinticuatro periódicos y en más de quince
revistas literarias. Los libros
Textos profanos (1978),
Aurora roja (2006) y
Close up (2009) son una muestra de la labor periodística que Huerta realizó ininterrumpidamente durante casi cincuenta años.
1 Efraín Huerta: bajo la dura piel de un cocodrilo”, entrevista de Cristina Pacheco,
El Gallo Ilustrado, 833, 4 de junio de 1978, p. 6.
2 José Luis Martínez, sin título,
Letras de México,
número 15, 15 de abril de 1942, p. 3. El texto de Martínez precede a
los poemas “Declaración de amor” (fragmento), “Problema del alma”
(primera parte) y “Precursora del alba”.
3 Como enseguida veremos, los primeros lectores de Huerta fueron
stricto sensu
José Alvarado, Enrique Ramírez y Ramírez y, por supuesto, Mireya Bravo.
No tengo duda de que también lo fueron Octavio Paz, José Revueltas y
Ricardo Cortés y Tamayo (quien reseñó
Absoluto amor en la revista
Taller Poético).
4 José Alvarado, “Sí, Efraín, me acuerdo…”,
La Cultura en México, 648, julio de 1974, p. 5.
5 Rafael Solana,
“Barandal, Taller Poético, Taller, Tierra Nueva”, en
Las revistas literarias de México, INBA, México, 1963, p. 193.
6 Rafael Solana, “Prólogo” a Efraín Huerta,
Antología poética, Gobierno del Estado de Guanajuato, 1977, p. 12.
7 Efraín Huerta, “Sonetos olvidados”, en
Textos profanos, UNAM, 1978, pp. 11-12 (Cuadernos de Humanidades 11).
8 Carlos Monsiváis, “E. H. Te declaramos nuestro odio, magnífica ciudad”,
La Cultura en México, 1039, 24 de febrero de 1982, pp. 4-5.
9
Es la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, hecha a imagen de
las agrupaciones francesa y española de escritores antifascistas.
10 Guillermo Sheridan,
Poeta con paisaje. Ensayos sobre la vida de Octavio Paz, Era, México, 2004, p. 232.
11 Ibíd., p. 253.
12 Efraín Huerta,
Aquellas conferencias, aquellas charlas, prólogo de Mónica Mansour, UNAM, México, 1983 (Cuadernos de Humanidades 35).
13 Martí Soler, “Nota a la edición”, en Efraín Huerta,
Poesía completa, FCE, 2013, p. 3.
14
Esta presentación, titulada “Esquema para un diccionario (abreviado) de
la poesía de Efraín Huerta”, fue publicada en varias ocasiones; por
ejemplo: en la
Revista de la Universidad (julio de 1968), o
bien, en la revista Nivel (diciembre de 1968). José Emilio Pacheco —uno
de los mejores comentaristas de Huerta— publicó un “Suplemento de 1982
al ‘Esquema para un diccionario (abreviado) de la poesía de Efraín
Huerta’”, en la revista
Proceso del 19 de abril de 1982, esto es, a dos meses de la muerte de Huerta.
15 David Huerta, “Prólogo” a Efraín Huerta,
Poesía completa, p. XVI.
Este texto forma parte de Efraín Huerta. Iconografía (editada por el autor), que el FCE pondrá a circular en estos días.