domingo, 15 de junio de 2014

Efraín Huerta y los mapas

Junio/2014
Nexos
Juan Manuel Gómez 

Para hacer un retrato de Efraín Huerta (que este mes de junio cumpliría 100 años) habría que tirar un par de lugares comunes que se erigen como un muro a su alrededor y nos impiden ver al verdadero poeta. Para empezar, habría que decir que ese muro, ladrillo a ladrillo, lo construyó él con su manera de ser fácil y jacarandosa, con su risa franca, su afición por el autoescarnio bromista y su generosidad sin límites. Está claro que a mi generación no le tocó conocerlo en persona. El 2 de febrero de 1982, día en que murió, yo contaba apenas con 14 años y no había abierto ningún libro todavía con interés genuino. Seis años después, en cambio, ya en la universidad, uno de los primeros libros que deshojé con fruición y llevé conmigo como un talismán hasta que su sobrecubierta quedó primero deshecha fue el grueso tomo de su poesía completa que Martí Soler editó para el Fondo de Cultura Económica. Es cierto que los poemínimos me divertían, como todo aquello que fuera políticamente incorrecto e incitara a malpensar, pero Los hombres del alba causaron una revolución en mi alma. La “Declaración de odio” a la ciudad de México se volvió mi himno de guerra, con él afilé mi instrumental poético, y “La muchacha ebria” era mi estatuto romántico. Ahora que lo he revisitado no dejo de pensar que a Efraín Huerta le debo todo, cada línea que he escrito (para bien o para mal) se puede leer como un eco tímido de esos versos suyos, poderosos y contundentes. Tengo la impresión, incluso, de que la fuerza de un libro como Los hombres del alba ha impulsado no sólo mi escritura sino la de generaciones enteras. En el espléndido arranque del prólogo a esa edición de la poesía completa, David Huerta retoma una idea de José Emilio Pacheco: “La vasta descendencia de este libro ya es toda una ancha corriente de poesía mexicana; no la única, desde luego, y en ocasiones tampoco la más valiosa —en buena parte porque resulta devorada por una retórica de lo tremendo y de lo visceral que no ha limado sus asperezas en los delicados cristales de muchos poemas de, por ejemplo, Efraín Huerta”. Parece fácil empedrar de lo mundano el camino hacia lo sublime, pero lograrlo es casi un milagro. Es mucho más común caer (sí, caer) en la risotada que elevarse al poema. Detrás de ese muro hay que buscar al verdadero Efraín Huerta. Más allá del “poeta del relajo”, de la “explosión jovial”, de los “estallidos de sensualidad alburera dedicados a fastidiar a las almas bellas” o a hacer justicia social, revolucionaria, contra el capitalismo brutal, se encuentra el apasionado y minucioso descifrador de mapas (una de las caras aficiones de Efraín Huerta).
Cuando leí las conferencias que impartió en el Instituto Cultural Hispano Mexicano en 1965 (editadas por Mónica Mansour) comprendí lo que decía su hijo David: Efraín “se divertía haciéndose fama de maleducado y antilibresco, cuando la verdad simple y llana es que era un lector omnívoro, con un impecable juicio crítico”. Más allá del poeta y del chancista (no puede, eso sí, decir una frase sin hacer un malabarismo verbal y ensartar una puya), también había un Efraín preocupado por los procesos culturales históricos, hilvanando juicios y atando cabos. Traza ahí, en un ensayo que puede ser leído como un ajuste de cuentas con sus mayores, lo que él llama “La hora de los contemporáneos”, a quienes denomina “dioses de engallada figura” y de quienes rescata al poeta Jorge Cuesta: “Embriagarse en la magia y en el juego/ de la áurea llama, y consumirse luego”. También ajusta cuentas con su generación cuando toca “La hora de Octavio Paz”, de quien le parece admirable “el demonio de sus elementos expresivos” y a quien describe con palabras de Rodolfo Usigli: “Octavio Paz se busca. Buscarse es ya en sí un acto poético precursor del acto de la conciencia y del acto de luz en que el poeta se encuentra y se estremece en una sacudida más tremenda que la del espasmo, en un impulso vertical más dinámico que el del nacimiento, en un descendimiento más profundo que el de la muerte”. “Él no tiene la culpa de haber rebasado —dice también ya sin parafrasear a nadie—, como los inevitables Rulfo y Arreola en la prosa, los límites humanos, para convertirse en el mito publicitario casi extravagante que es ahora”. En lo que luego llama “La hora de los aficionados”, esboza lo que ocurrió en México tras la guerra de España. “Como hongos se multiplicaron los hijos del Sol, vulgo poetas, justamente raza más abundante que las setas”. Dice que La realidad y el deseo de Luis Cernuda es “uno de los más bellos volúmenes de verdadera poesía escritos en idioma español”, y Poeta en NY de Federico García Lorca le parece sobrevalorado. Frente al “charlatán Efraín Huerta” coloca a una verdadera poeta, Pita Amor, “criatura de pasión e ideas”. Dice que “el más claro, el más alto, el más noble y maravilloso poeta que jamás haya pasado por estas tierras se llamaba Paul Éluard. A su lado, Neruda es un elefante rodeado de todos los actuales cuentos verdes sobre elefantes; Nicolás Guillén es un tamborero de la Sonora Santanera; Alberti un mandarín gaditano, etcétera”. Difícil tomarse en serio a un lector tan apasionado, aunque es el impulso vital y no cerebral justamente el que lo define e invita a tomarlo en serio. Al final de este ensayo se ocupa de lo que llama “La hora de nadie”, que viene a ser su recuento final de lo que ocurría en la década de los sesenta, plagada de poetabernarios, poetarambanas, poetambres, poetarántulas y tragamusas. Habla de la poesía amordazada y de la poesía en bikini, y de las muchas revistas literarias que hay. Sin embargo, concluye, “no se está en un recinto de la poesía vital, sino en una capilla de Gayosso. No hay que excederse en el aspecto romántico, porque el romanticismo es un arte vertiginoso. Pero no hay vértigo en esa desquiciante tranquilidad, en las caras de palo, en la sociedad doctoral”.
En el desdibujado mapa de la literatura mexicana que estudia y traza de nuevo Efraín Huerta (con Los hombres del alba y Amor, patria mía —su gran poema sobre la historia de México dicho a su amante en la cama) brilla una verdad absoluta: “La poesía es algo muy importante, algo muy arrebatador, algo muy lúcido: algo que requiere un contenido, un lenguaje y un oficio”. Verdad (tan absoluta como su amor) que generaciones como la mía parecen olvidar.

Un rasgo oculto de Efraín Huerta

Junio/2014
Nexos
Carlos Ulises Mata

1932, el año de sus 18 (había nacido en 1914, el 18 de junio), fue un año crucial en la vida del poeta Efraín Huerta.
Nacido Efrén Huerta Romo, en Silao, Guanajuato, en la fecha indicada, en 1932 el escritor adoptó el nombre con el que firmó todos sus libros y el que figura en la lápida que cubre su tumba. Lo hizo a sugerencia de su amigo Rafael Solana, quien, sobre la base de una razón literaria, lo convenció de la mejoría eufónica que significaba pasar de un hexasílabo de pronunciación algo hueca (efrénhuertarrómo) a un pentasílabo de mayor viveza y concisión (efraínhuérta).
Ese mismo año, con toda exactitud en “Irapuato-15-9-932”, el joven Huerta fecha su primer poema, escrito al reverso de una hoja membretada del despacho de su padre —“Lic. José M. Huerta / Guadalupe 17 (antes 21) / Irapuato, Gto.”—. El poema se llama “Tarde provinciana” y hay en sus versos la huella delatora de su frecuentación de Ramón López Velarde:
Toca la campana
el toque de oración.
Hay en mi calleja
silencio y unción.1
También en 1932, Huerta comienza a escribir con regularidad en El Estudiante y, al cierre de éste, en 1934, en el periódico La Lucha, ambos editados en Irapuato, ciudad a la que regresaba a visitar a su padre. Desde 1930 vivía en la ciudad de México, a donde se trasladó con la intención de inscribirse en la Academia de San Carlos para estudiar dibujo, lo cual no consiguió, por lo que al fin ingresó a la preparatoria en San Ildefonso. Según su propio testimonio, en aquellas modestas publicaciones colaboró con crónicas, con “una columna de tipo satírico” y, claro, con poemas, siendo en El Estudiante en donde debió de aparecer el primero suyo puesto en letras de imprenta, cuya identificación precisa está por hacerse, aunque ya pueda decirse —gracias a las indagaciones de Emiliano Delgadillo— que no fue “El Bajío”, como llegó a asegurar el poeta, repiten todas las bibliografías, y consta incluso en su Poesía completa (1ª ed., 1988, 3ª ed., 2014, FCE).
En una carta de “enero 23” de 1934 a su novia Mireya Bravo (se casaría con ella en 1941), Efraín Huerta —lleno ya entonces su mundo de libros y afanes de escritura—, le entrega un emocionado parte de novedades:
¿Te acuerdas de mis primeras andanzas periodísticas en El Estudiante? Pues bien, como ese periódico está bien muerto, ya que Manuel se fue a Guanajuato, su hermano trabaja ahora en otro, La Lucha, semanario también de crítica municipal y sus artículos queman y estorban a todo el mundo, desde el Presidente Municipal, jueces, ediles y paisanos. En el próximo número saldrá algo mío. Me exigen que hable de mis temas favoritos: calles, edificios, monumentos, etc. Hoy mismo escribo el artículo, con más ánimo todavía si es que hoy tengo carta tuya.
La lectura de ese pasaje epistolar —citado también por Briones en su libro— nos deja una impresión alucinante: no había cumplido Efraín Huerta aún los 20 años y ya su escasa obra, y la divulgación entre sus amigos de sus gustos, habían configurado en torno suyo el prestigio de “escritor de la ciudad”.
Como lo señaló Octavio Paz en el emocionado escrito de despedida que le dedicó en 1982, atribuir a Huerta esa etiqueta, con ser exacto, es una simplificación que oculta otras facetas relevantes de su obra y deja sin analizar la preeminencia en la tesitura urbana de otros autores, de Propercio a Baudelaire. José Emilio Pacheco puntualiza mejor que nadie el asunto al observar que Huerta fue “poeta de la ciudad entre los treinta y los cincuenta”, que “se despide de ella en 1956” con “Buenos días a Diana Cazadora” y “Avenida Juárez”, y que tras ese momento se convierte en “el primer poeta de la nueva realidad que, en todo sentido, no tiene nombre y llamamos por sus siglas burocráticas DF”.
Muy lejos de esa aproximación desesperanzada a la catástrofe citadina actual, a la que Huerta se anticipó y cuyo registro poético se inicia en Los hombres del alba (1944), se sitúan los tres textos que se presentan: “Estética de la calle”, “Atardeceres de la Feria” y “Fe de errores”, que no fueron incluidos en El otro Efraín. Antología prosística de Efraín Huerta (FCE, 2014), de reciente aparición. En esa compilación se reúnen 176 textos, entre crónicas urbanas; artículos sobre libros, autores, cine y arte; piezas polémicas; prólogos y entrevistas publicados de 1936 a 1980 en periódicos y revistas, y una parte de ellos luego republicados en compilaciones que circularon en medios muy restringidos o están agotadas, lo cual hace de ellos escritos prácticamente desconocidos, como desconocido y otro es el Efraín Huerta que descubren.
Publicado en El Estudiante, “Quincenal estudiantil de información”, en uno de sus dos números de septiembre de 1933, “Estética de la calle” es el escrito en prosa de Efraín Huerta más antiguo que se ha documentado; el recorte de donde se transcribió apareció doblado entre las páginas de un libro que guarda su hija Andrea. Situado literariamente en una de las cuatro ciudades del Bajío —Silao, León, Guanajuato e Irapuato— en donde Huerta residió antes de instalarse en México, previa estancia en Querétaro, “Estética de la calle” recoge con una espontaneidad no exenta de candor las expansiones líricas de un joven de 18 años que se emociona de emocionarse y de descubrir que tiene la facultad natural para reconocer maravillas en la más humilde avenida de una ciudad pequeña: “¡Tan poético es el tema que suministra un irapuatense saltando cualquiera esquina inundada con un palo para tender ropa!”.
También, y sin incurrir en la impostación, el breve escrito es el homenaje que el incipiente poeta le dedica, otra vez, a López Velarde, a quien llama en el segundo párrafo “el poeta de la voz sonámbula y picante”, y en cuya estela inscribe sus ensayos de adjetivación desusada (“las campanas centaveras”, “la desconcertante vía”, “las visiones acertadamente desérticas”), sus notas de humor implícito y hasta la sinceridad de su confesión final.
A su vez, “Atardeceres de la Feria” y “Fe de errores” se publicaron juntos en la Revista Mexicana de Cultura, suplemento cultural de El Nacional, el 4 de mayo de 1947, acompañados de un dibujo de Raúl Anguiano. Apenas un mes antes, Huerta se había integrado al brillante equipo de colaboradores formado por Fernando Benítez para lanzar la nueva etapa de esa publicación —estaban ahí Max Aub, Juan Rejano, Salvador Moreno y tres “Antonios”: Acevedo Escobedo, Rodríguez y Magaña Esquivel—. Desde el número 1 (6 de abril de ese año) y hasta el 281 (17 de agosto de 1952) Huerta tuvo a su cargo en el influyente suplemento dominical la sección —de una página completa— “Close-up de nuestro cine”, calificada por Gustavo García como “uno de los sueños de la crítica de cine en México”, al tener “el espacio suficiente para extenderse ensayando, sin atenerse a la cartelera sino a las mil reflexiones a que se presta el cine”. Huerta aprovechó de forma óptima ese privilegio al incluir en su sección artículos críticos, reseñas, comentarios de actualidad, colaboraciones solicitadas, traducciones de textos tomados de revistas norteamericanas, inglesas, italianas y francesas (hechas en muchos casos por él) y, en generoso despliegue, fotogramas de sus películas preferidas y fotografías de sus estrellas favoritas (algunas con cariñosas dedicatorias: “Best wishes to EH: Gale Sondergaard”).
Deudor también, a su modo, de las crónicas de El minutero, en las que la anécdota se adelgaza a favor de la elaboración de retratos memorables (“Francisco Díaz de León, con su sonrisa a flor de espíritu, sin su acordeón de gratos recuerdos”) y del registro atmosférico de sensaciones (“Allá a lo lejos, una carcajada atruena la espaciosa Plaza de la República. Naturalmente, es Rafael Heliodoro Valle”), “Atardeceres de la Feria” es una amabilísima —en todos los sentidos— divagación hecha también de pequeñas noticias, de guiños privados y de una casi voluptuosa, aunque sobreentendida, declaración de afecto a la ciudad, a sus sitios y ciclos emblemáticos: “Allí queda la Feria del Libro, magistral y única, calumniada, zaherida, necesaria siempre”.
Al fin, “Fe de errores”, firmada con el pseudónimo El Periquillo, asociado desde 1940 a la actividad periodística de Huerta, es algo más que una curiosidad: basta situarse en la fecha de su publicación (mayo de 1947) para tomar conciencia de que sus traviesos apuntes son un anuncio en prosa y con 22 años de antelación de los célebres poemínimos, el primero de los cuales —“Mansa hipérbole”: “Los lunes, miércoles y viernes/ Soy un indigente sexual;/ Lo mismo que los martes,/ Los jueves y los sábados./ Los domingos descanso”— su autor fechó el 29 de mayo de 1969, al incluirlo en Los eróticos y otros poemas (1974).
Y no se trata de ver moros aforísticos con tranchete poético. Los apuntes de “Fe de errores” están compuestos con exactamente los mismos recursos retóricos que más adelante utilizó Huerta para elaborar los poemínimos: el juego de palabras; la alteración humorística de frases proverbiales; el uso del doble sentido; las alusiones privadas a los amigos y la invención de “neohuertismos”. Así, según El Periquillo, al apoltronado corrector de pruebas todo mundo lo llama “corruptor de pruebas”; a los amantes de los libros conviene aplicar “el tremendo adjetivo de libróvoros”; a Rafael, que busca al editor Botas para pedirle un dato, un amigo le aconseja evitar que le den “dato por liebre”. Siguiendo esa línea creativa, en una sección de 1951 llamada “Aforismos del Periquillo”, Huerta acabará por componer poemínimos estrictos, salvo por el hecho de estar en prosa y no en versos. Por ejemplo: “¡Sonetófagos de todos los países, moríos!”, idéntico a “Arenguita” (divulgado en 1986), que dice: “Paranoicos/ De todos/ Los/ Matices/ ¡Uníos!” (y como ése, otros tantos).
Como Octavio Paz y José Revueltas; como Alberto Quintero Álvarez, Enrique Guerrero Larrañaga, María del Carmen Millán y como María Félix también, Efraín Huerta llega en 2014 a su primer centenario natal. No es una casualidad que sobre cada uno de sus compañeros de efeméride secular el poeta de Silao haya escrito una reseña elogiosa, un artículo de reivindicación, un comentario generoso, una conferencia, un poema y hasta una declaración de rendición amorosa. No lo es porque, como Salvador Novo y Alfonso Reyes, durante cinco décadas Huerta se allanó alegremente al precepto atribuido a Plinio el Viejo, que nadie ha localizado en texto alguno y sin embargo explica sus miles de páginas en prosa que siguen en espera de ser descubiertas: Nulle dies sine linea. O dicho en prosa huertiana: yo ni en domingo dejo de escribir.

“Un poeta que desata y libera su idioma”

Junio/2014
Nexos
Emiliano Delgadillo Martínez

A José Emilio Pacheco, in memoriam
“El poeta no pide ninguna admiración; quiere ser creído”.
—Jean Cocteau, transcrito por Efraín Huerta en un envío poético para Andrea de Plata,
mayo de 1935.
Efraín Huerta empezó a escribir poesía a raíz de su arribo definitivo a la ciudad de México en 1930. Luego de un constante nomadismo, distintivo de los habitantes del Bajío, se estableció en el número 39 de la calle Paraguay, en el centro de la capital mexicana. El joven de dieciséis años llegaba a una metrópoli verdadera en comparación con las pequeñas y medianas ciudades que dejaba atrás: Silao, Irapuato, León, Querétaro. El desplazamiento y el viaje tuvieron una influencia decisiva en el escritor en ciernes, pues lo obligaron a practicar tempranamente el género epistolar así como la prosa descriptiva. Las pocas pero fundamentales nociones de tipografía, pintura, arquitectura o escultura con las que Huerta llegó a la capital despuntan en su primerísima poética: dintel plateado (“Te llamaré mañana…”), una sonrisa franciscana del Bosco (“Final”), Letra capitular del día (“Línea del alba”). Las estatuas del primer Huerta provienen de su lozano interés en las Bellas Artes; las campanas no pueden ser otras sino las de su infancia, las que repicaban para alertar a la población cuando algún ejército se encontraba cerca; en su “Poema del Bajío” escribe las palabras agrarista y máuser, no sólo porque iban con la tradición popular del corrido, sino porque eran palabras de uso cotidiano: al niño Huerta le tocó observar cómo los soldados de Obregón persiguieron y derrotaron a los rebeldes delahuertistas a finales de 1923 y comienzos de 1924. No por nada Efraín Huerta sentía admiración por los cuentos de Cipriano Campos Alatorre y por las novelas de Rafael F. Muñoz. Verdaderamente, Efraín Huerta es uno de los “hijos de la revolución mexicana y de la primera guerra mundial”, como bien ha señalado José Emilio Pacheco al hablar del extraordinario trío de escritores nacidos en 1914: Octavio Paz (Mixcoac, 31 de marzo), Efraín Huerta (Silao, 18 de junio) y José Revueltas (Santiago Papasquiaro, 20 de noviembre). Me asombra que la familia de nuestro poeta haya sorteado tanto el acoso de los conservadores y religiosos del Bajío como el de los revolucionarios triunfantes, pues don José Merced Huerta, abogado y padre de Efraín, era simpatizante declarado del general Francisco Villa, muy impopular en aquella región que lo vio caer. No obstante, José Merced Huerta se instaló e hizo carrera en Irapuato, y allá creció, de los tres a los diez años, el niño Huerta:
En Silao viví muy poco tiempo porque mi padre se estableció como abogado en Irapuato. Allí aprendí tipografía. Fíjate. No trabajaba como impresor, porque las máquinas me daban miedo. Estaba chico. No, yo limpiaba el disco, aprendía a componer la caja y todo eso. El olor de aquellos años es el de la tinta fresca. Pero Irapuato también fue importante para mí porque allá aprendí a jugar futbol.1
Si en Irapuato aprendió tipografía y futbol, en Querétaro aprendió a dibujar. Rafael Solana recuerda que cuando conoció a Efraín Huerta, todavía llamado Efrén, se hizo pronto su amigo por su afición compartida al dibujo. En 1940 Solana le hará un retrato, sin lentes, de trazos veloces y finos, el cual apareció como viñeta en las dos ocasiones en que Huerta publicó poemas en la revista Letras de México (15 de abril de 1940 y 15 de abril de 1942); como nota curiosa, en la primera entrega el dibujo es atribuido erróneamente a Juan Soriano; por otra parte, en la segunda también aparece un mínimo y extraordinario apunte de José Luis Martínez, poco conocido, el cual nos muestra a un atento y asombrado lector de la poesía de Huerta: “de él salen estos poemas henchidos de un humor sórdido, de un prosaísmo sutil que esconde a veces una ternura ultrajada. Es quizá un pariente no del todo lejano de Rimbaud. Como él, dotado también de una torturada sensibilidad, que afina el insomnio y la lividez del alba, para descubrir con horror las terribles presencias que surcan sigilosamente las camelias y los rostros infantiles”.2 Tanto José Luis Martínez como Alí Chumacero, y muy probablemente también el poeta tapatío Jorge González Durán, otro de los jóvenes entusiastas de la revista universitaria Tierra Nueva, fueron algunos de los primeros lectores de Efraín Huerta, esto es, de los primeros que leyeron sus poemas por gusto y admiración; sus comentarios tempranos dan prueba de ello.3
Cuando Huerta llegó a la ciudad de México quiso estudiar dibujo en San Carlos, pero tuvo que quedarse en la “Perrera” de San Pedro y San Pablo, en donde cursó el primer año del bachillerato en filosofía y letras antes de incorporarse al edificio de San Ildefonso. Allí conoció a Rafael Solana, Cristóbal Sáyago, Ignacio Carrillo Zalce, Adela María Salinas, José Rodríguez, Héctor Montiel, Carlos Villamil, Guillermo Olguín y Carmen Toscano, su primer círculo de amigos con inclinaciones literarias; todos escribieron poesía en esos años, aunque casi todos desertaron. Gracias a Carmen Toscano —que sí llegó a publicar sus poemas (Trazo incompleto, 1934)—, conoció a los muchachos de la revista Barandal, quienes cursaban un año arriba que Huerta: Octavio Paz, Enrique Ramírez y Ramírez y Rafael López Malo, entonces los más inquietos de San Ildefonso. En esos años Huerta no tenía dinero para libros, y las novedades europeas no llegaban a las bibliotecas, de modo que toda la literatura moderna que leyó fue en los libros de sus amigos, en especial en los de Nacho Carrillo Zalce, quien no sólo tenía dinero, sino un refinado gusto literario (aunque pronto se apartó de la literatura este amigo de la juventud). Muy probablemente fue él quien le prestó a Huerta la exquisita revista madrileña Los Cuatro Vientos, o los dos tomos de La montaña mágica traducida por Mario Verdaguer. En esos años Huerta leyó casi todos los poemarios de los Contemporáneos, así como todo lo que pudo encontrar de Alfonso Reyes, Pedro Salinas, Juan Ramón Jiménez y Rafael Alberti; también devoró los poemas de Juan Larrea, Luis Cernuda y Federico García Lorca de la antología Poesía española de Gerardo Diego. Efraín Huerta nunca desaprovechó la oportunidad de copiar en sus libretas los poemas preferidos de los libros que sus amigos le prestaban.
En marzo de 1933 conoció a Mireya Bravo Munguía, estudiante también en San Ildefonso. A partir del encuentro, Efraín Huerta la volverá su Fuensanta y la bautizará con el nombre poético de Andrea de Plata; con ella comenzará una intensa correspondencia, la cual apenas empezamos a conocer, que se extiende hasta el año de su matrimonio: 1941. Inspirado por Mireya Bravo, Huerta se volcó a escribir una buena cantidad de poemas entre 1933 y 1934, de los cuales escogió veinticinco, los ordenó meticulosamente en tres secciones, y se los dio a leer a Enrique Ramírez y Ramírez y a su amigo incondicional José Alvarado:
Naturalmente tengo esa noche en mi memoria. Efraín, Enrique y yo fuimos a pie desde la calle de San Ildefonso hasta el departamento donde vivía el primero con su familia. En un pequeño cuarto con vista a los árboles, tenía Huerta sus libros y una mesa con papeles escritos con esa esbelta letra suya. Allí estaba, inédito, Absoluto amor, poemas de los veinte años, pero de expresión segura y relámpagos originales, a veces oscuros, a veces amarillos. Enrique y yo los leímos, cada uno en silencio; Efraín fumaba interrogante. Ramírez y yo nos vimos a los ojos y, casi al mismo tiempo, dijimos uno y otro: debes publicar este libro inmediatamente. Efraín sonrió entre dudoso y entusiasta. Insistimos. A poco el libro salía de la imprenta y el nombre de Efraín Huerta empezó a ser conocido.4
Absoluto amor (Fábula, 1935), editado y cuidado por Miguel N. Lira, se publicó gracias a Carmen Toscano, quien ayudó a pagar el papel y la impresión. Huerta quedó profundamente agradecido por ello, aunque luego renegó de los poemas del libro. Un año después, en 1936, el joven poeta volvió a acudir a las prensas de Lira para ver cómo el escritor, mecenas y diplomático Genaro Estrada le formaba su segundo volumen, Línea del alba, sólo que en esta ocasión con el sello editorial de la naciente revista de Rafael Solana, Taller Poético, una publicación dedicada exclusivamente a la poesía. Cuando muchos años después, en 1963, Rafael Solana dictó la conferencia sobre las revistas literarias de su generación, al referirse a Taller Poético, no dudó en declarar: “allí comenzó a darse a conocer Efraín Huerta”.5 En efecto, en las páginas de Taller Poético Huerta publicó tanto poemas como reseñas de libros de poesía; por ejemplo, allí reseñó No pasarán y Raíz del hombre de su amigo Octavio Paz (muchas reseñas fueron atribuidas erróneamente a Efrén Hernández Campos en la edición facsimilar, debido a que Huerta firmaba con la inicial de su apellido materno, Efraín Huerta Romo: “E.H.R.”). El mismo Genaro Estrada publicó en el tercer Taller Poético una nota sobre la plaquette que él había editado, la cual vale la pena reproducir:
El tono de Línea del alba corresponde hondamente al tema, por la fresca gracia matinal que de todo él se vaporiza, dejando ver entre nube y nube de la mañana, entre los nacientes rayos del sol y el capitoso aroma del campo, un fino sentido de la poesía, una dulce hermandad en donde sobre un paisaje de naturaleza tan amable, se tienden a descansar, en muelle laxitud, los ensueños en azul y blanco del poeta.
Los temas, generalmente sensuales, como de buen mediterráneo, que componen esta Línea del alba, se presentan bajo delicadas veladuras de expresión, con esos tonos de plata gris de los fondos de Mantegna, con dibujística poética firmemente realizada con “pedazos de nieve volando” de las figuras soñadas por el autor, con motivos de expresión que son aciertos y felices hallazgos, como de quien —por fortuna— ofrece las todavía frescas influencias de sus más finas lecturas de las maneras dialécticas de la poesía nueva.
En diciembre de 1944 Efraín Huerta publicó Los hombres del alba, el libro central de su obra poética; allí incluyó un “Autorretrato” que parece una respuesta al dibujo hecho por Solana cuatro años antes: el busto mira en dirección contraria; las cejas, el pelo y la oreja son de trazos más finos; los ojos son minúsculos porque se esconden detrás de los característicos lentes de pasta; lo más relevante, sin duda, es que en vez del traje con que Solana vistió a su amigo en el dibujo de 1940, Efraín difumina los hombros en dos señales de primer orden: la hoz y el martillo dentro de una estrella, por un lado, y la indicación “México 1935-1944” por el otro. Huerta lograba imprimir su libro crucial gracias a Rafael Solana; al viejo amigo —que doce años atrás le había sugerido cambiar su nombre de Efrén a Efraín— en esta ocasión le tocaba presentar la labor mejor madurada del poeta Efraín Huerta. Muchos años después, Solana escribió un nuevo prólogo para la Antología poética de Huerta, publicada en 1977 como parte del “Homenaje a Efraín Huerta” organizado por el gobierno de Guanajuato al año siguiente. Allí, Solana se pregunta: “Si ahora se hiciera otro autorretrato, como el que se hizo en 1944 para Los hombres del alba, ¿volvería a colgarse de la solapa una estrella, con una hoz y un martillo dentro? Es posible; pero ya ese símbolo no lo describiría con exactitud”.6 Solana tiene razón: Huerta fue comunista toda su vida; todavía antes de morir apoyó las luchas revolucionarias de Nicaragua y El Salvador. No obstante, para ese año de 1977, el símbolo no podía ser otro que el del cocodrilo. Lo que intuye Solana es que la intransigencia y la seriedad del joven estalinista se han difuminado con los años, se han escondido detrás de la socarronería, el sentido del humor y la alegría del Huerta más conocido. La seriedad del joven poeta se va perdiendo con los años, al punto de encontrarlo en una imagen de 1969 jugando futbol con Mario Benedetti, ambos en traje de baño, durante uno de los múltiples viajes a Cuba. (A su regreso de este viaje, Huerta escribió el ensayo “Un deporte, unos escritores”, a propósito del Mundial de Futbol de México 70, en el que hace una revisión del tema del futbol en distintos escritores: de Onetti a Vargas Llosa, pasando por Borges y, por supuesto, Mario Benedetti.)
Hacia 1940 fueron fotografiados Efraín Huerta y Rafael Solana junto a Xavier Villaurrutia y Carlos Pellicer en la plaza de toros El Toreo. Todos eran asiduos a los toros, así como eran adictos a las crónicas de Juan Pellicer, quien también aparece en la fotografía, aunque alejado de los demás (Huerta soñó con leer el epistolario taurino de Carlos y Juan Pellicer; no sé si lo consiguió). Años atrás, Rafael Alberti había escogido la misma plaza para rendirle homenaje al torero Ignacio Sánchez Mejías, en la edición mexicana de Verte y no verte (edición de lujo, ilustrada por el pintor Manuel Rodríguez Lozano, amigo íntimo de Villaurrutia). Efraín Huerta lo recuerda:
Yo hacía viajes vespertinos a Portales, a ver cómo iba la impresión de mi primer libro, Absoluto amor. Me lo estaba haciendo en sus prensas de Fábula el inolvidable Miguel N. Lira. Muchas veces coincidí con los Alberti, porque ya Miguel estaba parando a mano el inmenso poema Verte y no verte, de Rafael. Es un poema elegíaco a Ignacio Sánchez Mejías, pensado desde que el poeta navegaba por el Mar Negro rumbo a Constanza, y la fecha es importante: “Plaza de Toros El Toreo/México/13 de agosto/1935”.7
Lo que Huerta no dice es que la fecha de su primer libro también es significativa: “12 de agosto de 1935”, es decir, un día antes de la fecha de publicación del libro de Alberti, quien estuvo en México de mayo a septiembre de 1935. Aunque Huerta tuvo su ejemplar de la plaquette Verte y no verte, Alberti prefirió firmarle la Poesía 1924-1930 (Cruz y Raya, 1934). Sin saberlo, el poeta gaditano dedicó el librito que mayor influencia había tenido en el crecimiento poético del joven Huerta; los versos de Sobre los ángeles, Sermones y moradas y sobre todo el poema Con los zapatos puestos tengo que morir —todos incluidos en dicha Poesía 1924-1930— son los que transformaron la poesía de Huerta, la cual se apropió tanto del estilo versicular, como de la imagen del alba albertiana:
Oíd el alba de las manos arriba,
el alba de las náuseas y de los lechos desbaratados.
Estos versos de Con los zapatos puestos tengo que morir fueron transcritos por Huerta, a modo de epígrafe, en uno de los primeros poemas del ciclo de Los hombres del alba, el cuadernillo entonces llamado El deseo o Los ruidos del alba, escrito entre el 22 de abril y el 4 de mayo de 1935. Las fechas arriba señaladas, “México 1935-1944” (del “Autorretrato”), hacen referencia a ello: los primeros poemas de Los hombres del alba (“Los ruidos del alba”, “La lección más amplia”, “La poesía enemiga”, “Verdaderamente” y “Línea del alba”) nacieron de la lectura de los poemas surrealistas de Rafael Alberti. Si Huerta había sido seguidor del primer Alberti (el de Marinero en tierra y Cal y canto), ahora sufría un cambio de la mano de su maestro. Sólo otro libro logrará sacudir de tal forma a Efraín Huerta: Residencia en la tierra, de Pablo Neruda, en la edición de Cruz y Raya en dos tomos, publicado por José Bergamín en 1935 y leído por Huerta en 1936.
1935 fue un año de suma importancia para nuestro poeta, pues no sólo conoció a Alberti, sino que fue el año en que debutó con Absoluto amor, así como el año en que decidió militar activamente en la Federación Estudiantil Revolucionaria, antesala obligada para los jóvenes que querían hacerse de un carnet oficial del Partido Comunista Mexicano (PCM). Hacia finales de este año crítico, Huerta quedó deslumbrado por un joven que acababa de regresar de la Unión Soviética: José Revueltas. El novelista en ciernes ya había estado recluido en las Islas Marías en dos ocasiones; además, acababa de presenciar el VII Congreso de la Internacional Comunista, en donde Giorgi Dimitrov oficializó la política del frente popular (o de “unión total contra el fascismo”). José Revueltas le escribirá a Huerta un poema en 1937 titulado “Nocturno de la noche”, y nuestro poeta responderá mucho tiempo después con el poema “Revueltas: sus mitologías”, escrito tras la muerte y el entierro de su amigo en 1976. Los dos escritores estuvieron siempre cercanos a Pablo Neruda, otro de sus queridos maestros y guías políticos. Hay que recordar que Revueltas y Huerta formaban parte de la célula José Carlos Mariátegui del PCM, conformada por escritores y periodistas, finalmente disuelta por Dionisio Encina el 17 de noviembre de 1943. Tras la muerte de Efraín, ocurrida el 3 de febrero de 1982, Carlos Monsiváis escribió:
Sólo la falta de atención concedida a la poesía evita el escándalo en torno a las profanaciones y la subversión de Los hombres del alba. En pleno idilio de la Unidad Nacional, en la confiada apoteosis de las virtudes burguesas, un poeta desata y libera su idioma, niega las normas de la decencia, rompe con una preceptiva de las alusiones y llega a rendirle homenaje a la pérdida de los sentidos [...] En esos años, sólo José Revueltas (Los días terrenales [1943], El luto humano [1949]) se propone empresa parecida.
Efraín Huerta Romo y Mireya Bravo Munguía se casaron el 30 de agosto de 1941; Octavio Paz fue testigo de boda. De los tres amigos nacidos en el año 1914, Huerta fue el último en casarse; seguramente les gustaba recordar cuando Efraín Huerta precipitó indirectamente el matrimonio de Octavio Paz con Elena Garro, en 1937, pues fue gracias a Huerta que Paz se enteró de que había sido invitado por Pablo Neruda, Arturo Serrano Plaja y Rafael Alberti a participar en el Congreso de Escritores para la Defensa de la Cultura (celebrado en Valencia, Madrid, Barcelona y París). En ese entonces Paz vivía en la lejana y aislada Mérida, donde trabajaba como maestro rural. Guillermo Sheridan cuenta la historia:
La invitación había llegado a México a tiempo. El cubano Juan Marinello la recibe en la LEAR9 y enfurece: ¿cómo pueden invitar a poetas ajenos a la LEAR y al PC? (el otro invitado es Carlos Pellicer). Para anularla sin quedar mal con los anfitriones, Marinello diseña una treta: envía a Paz su invitación por el barco que, una vez al mes, tarda quince días en viajar de Veracruz a Progreso. De no ser por una secretaria indiscreta, Marinello podría haber llegado a España achacando la inasistencia de Paz a lo remoto del domicilio. Pero la secretaria de la LEAR comentó la invitación ante Huerta, que a su vez le avisó a Elena Garro.10
Finalmente, Paz llegó sin contratiempo a la ciudad de México y no sólo logró realizar el viaje a Europa, sino que días antes de la partida se casó con Elena Garro para poder llevarla al congreso. El único perjudicado de todo el enredo fue Efraín Huerta, quien seguramente fue reprendido por haber provocado que un joven señalado como trotskista se colara en la delegación de la LEAR. Sheridan documenta los anuncios periodísticos que especulan sobre los asistentes, en los cuales Efraín Huerta parece un candidato indiscutible. No obstante, Huerta no viajó “y tuvo que darse por bien representado en la figura de Paz”, concluye Sheridan.11 Gracias a Paz, el poema que da título al libro central de Huerta, “Los hombres del alba” (el cual, por cierto, estuvo a punto de perderse), fue publicado en la revista valenciana Nueva Cultura, al lado de la “Elegía a Simón Bolívar” de Carlos Pellicer, en el triple número de 1937 (junio-julio-agosto). Un año después, Paz, Huerta y Solana ponían en marcha la revista por la cual serán recordados como generación, Taller, cuyo primer número salió en diciembre de 1938. Cuando Mireya Bravo y Efraín Huerta se casaron, Taller había llegado a su fin, pero la amistad entre Octavio Paz y Efraín Huerta duraría toda la vida. Quien pueda consultar el cuarto número de Taller podrá deleitarse con la magnífica labor editorial de los jóvenes de la revista, por no hablar de la nómina de autores: María Zambrano, Xavier Villaurrutia, José Bergamín, Emilio Prados, Alberto Quintero Álvarez (otro poeta nacido en 1914, quien se unió al grupo desde el primer número de Taller Poético), Enrique González Rojo, Octavio Paz, Rafael Solana, Efraín Huerta… El número lo cierra la versión de José Ferrel de Una temporada en el infierno.
Tiempo después, en los albores de las antologías que sacudieron la poesía mexicana, Octavio Paz le escribió a Efraín Huerta una carta en agradecimiento al espaldarazo que le había dado al defenderlo de quienes lo señalaban como el autor de ciertos ensayos anónimos contra Neruda. La carta, fechada en Nueva Delhi el 19 de octubre de 1964, dice lo siguiente:
Querido Efraín: Ya te imaginarás cómo me conmovió tu artículo. Gracias de verdad. Entre nosotros —espero que me creas— te diré que ni me interesa el famoso premio ni creo merecerlo. Si es que los premios se merecen, cosa que tampoco creo. Por supuesto me gustaría tenerlo, pero ni yo me propongo, al escribir, obtener premios ni me parecen éstos garantía alguna acerca del valer de lo que escribimos.
Los premios no son un juicio: son una casualidad y, a veces, un reconocimiento. Por todo esto pienso que, aunque no hay que aspirar a ellos, tampoco se deben rehusar cuando, por azar, le caen a uno en la mano como una fruta.
Tu artículo contiene una alusión a un chisme del que me enteré hace poco en París. Gracias de nuevo por tu fraternal defensa. Parece mentira que un hombre y poeta como Neruda pueda creer en semejantes tonterías y, lo que es más infantil, suponer que yo posea influencia sobre los jurados de la Academia Sueca. No conozco a ninguno de ellos. Y ya que toco este tema, debo decirte mi opinión: creo sinceramente que dos escritores latinoamericanos merecían el premio: Neruda y Borges. Si pienso así, ¿cómo podría intrigar contra un poeta al que admiro? Una admiración, casi es inútil aclararlo, que no implica aprobación de todo lo que dice y hace.
¿Qué has escrito? Hace unos meses leí, no sé si en la Revista de la Universidad o en Siempre!, un hermosísimo poema tuyo sobre el Tajín. Me alegro que hayas vuelto con tal decisión y certeza a la poesía. ¡Te felicito!
Te abraza con afecto, tu amigo, Octavio Paz.
Alrededor de este año Huerta fecha su “Borrador para un testamento”, dedicado a Octavio Paz: 1962-1965. Asimismo, en 1964 y 1965 dicta una serie de conferencias en el Instituto Cultural Hispano Mexicano sobre el panorama de la literatura nacional (de López Velarde en adelante), cuya figura estelar es merecidamente Octavio Paz. “La hora de Octavio Paz”, como se llamó la sesión dedicada a este poeta, es una muestra del afecto que siempre sintió por su amigo Octavio, y sobre todo por su poesía. Mónica Mansour recogió todas las conferencias en el libro póstumo Aquellas conferencias, aquellas charlas,12 en donde, por cierto, aparece el “Autorretrato” de 1944 ilustrando la portada (no está de más añadir que el otro protagonista de las conferencias es Jorge Cuesta, a quien le rinde un justo homenaje en “La hora de los Contemporáneos”). Probablemente la última vez que Paz y Huerta estuvieron juntos fue en el Palacio de Minería, en la lectura poética del domingo 9 de octubre de 1977 en la que fueron el centro de la larga mesa ocupada por la “primera división” de la poesía mexicana, como bien dijo Vicente Quirarte, quien, junto con su hermano Xavier (a quien debemos las fotos de ese día), presenció a Rubén Bonifaz Nuño, Jaime García Terrés, Ulalume González de León, Efraín Huerta (en la voz de Esteban Escárcega), Eduardo Lizalde, Octavio Paz, Hugo Gutiérrez Vega, Tomás Segovia e Isabel Fraire leer sus poemas.
En el año 1966 se publicaron dos antologías que removieron las aguas poéticas de esa década crítica de los años sesenta: La poesía mexicana del siglo XX, con notas, selección y resumen cronológico de Carlos Monsiváis, publicada por Empresas Editoriales; y Poesía en movimiento, firmada por Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis, y publicada por Siglo XXI Editores. Ambas antologías recogieron poemas de Huerta: Monsiváis incluyó “Declaración de odio”, “Los hombres del alba”, “Éste es un amor”, “Avenida Juárez” y “El Tajín”; mientras que Poesía en movimiento recogió “Declaración de odio”, “Los hombres del alba”, “La muchacha ebria”, la parte quinta de “Problema del alma”, “El Tajín” y “Sílabas por el maxilar de Franz Kafka”. En 1967 Efraín Huerta les respondió, más a Paz que a Monsiváis, con un ensayo titulado “La poesía actual de México”, en donde Huerta, además de copiar la carta arriba transcrita, se deslinda de la idea anacrónica lanzada por Paz en el prólogo: que Huerta se había aprovechado del “escupitajo” final de Muerte sin fin para hacer su poesía. Si Efraín Huerta sacó partido de algo fue más bien de la poesía de Ramón López Velarde, como indirectamente lo dice en ese ensayo de 1967 publicado en la revista Espejo (hay que recordar que el libro favorito del joven Efraín Huerta es Zozobra). En febrero de 1968 dictó una conferencia en la Universidad Veracruzana titulada “¿Qué sucede con la poesía en México?”, en la cual debió repetir algunas ideas del ensayo “La poesía actual de México” o de las conferencias de 1964, como “La hora de nadie”. La inquietud de aquellos años sobre el estado de la poesía mexicana (son los años de las fabulosas revistas Pájaro Cascabel y El Corno Emplumado) va acompañada del proyecto de reunir su obra poética en la editorial Joaquín Mortiz; desde 1965 Huerta se volcó a editar sus poemas y a formar el libro. Cabe señalar que no recogió todos los poemas, pues quiso “mejorar la visión de conjunto”13 de su obra, más que exponerla en su totalidad; es la misma voluntad que lo llevó a seleccionar diecinueve poemas para grabarlos en uno de los discos de la colección universitaria Voz Viva de México (1968). Y es lo mismo que hizo el joven José Emilio Pacheco en su célebre presentación al disco:14 sopesar el lugar de Huerta en la literatura mexicana.
El volumen de Joaquín Mortiz finalmente se terminó de imprimir el 22 de noviembre de 1968, con el título Poesía 1935-1968. El éxito editorial fue rotundo, pues Díez-Canedo había tenido la fabulosa idea de publicar el libro de Huerta no sólo en la colección poética Las Dos Orillas, sino también en la Serie del Volador, más económica. Poesía 1935-1968 se convirtió en un hito poético generacional. A partir de entonces, Efraín Huerta tuvo el impulso necesario para convertirse en uno de los poetas más leídos y queridos de nuestro país. La prueba es que después de ser intervenido en la laringe, en 1973, sus lectores y amigos no dejaron de animarlo y de darle palabras de aliento. La carta que le envía José Lezama Lima (21 de octubre de 1974) es una muestra excepcional del amor fraternal, no ya entre poetas, sino entre amigos.
Efraín Huerta no sólo fue cinéfilo, sino que incursionó muy pronto en el periodismo cinematográfico; fue miembro fundador de la asociación Periodistas Cinematográficos Mexicanos (Pecime) en 1946. En 1948 ayudó a formar El libro de oro del cine mexicano, de Antonio Castro Leal, y en 1950 viajó a la otrora Checoslovaquia con el estupendo Gabriel Figueroa. Tiempo después, en 1958, Huerta contrajo matrimonio con Thelma Nava en medio de amigos y colaboradores del ámbito cinematográfico (Thelma Nava trabajaba en Películas Nacionales). Por otra parte, si Huerta escribió abundantemente sobre cine, lo hizo aún más sobre política y literatura. No hay que olvidar que Huerta fue un periodista profesional (“es reportero, reseñista, editorialista, crítico de cine, entrevistador, cronista de espectáculos”15), y por profesional me refiero a que vivió de sus artículos y notas publicados por aquí y por allá en, por lo menos, veinticuatro periódicos y en más de quince revistas literarias. Los libros Textos profanos (1978), Aurora roja (2006) y Close up (2009) son una muestra de la labor periodística que Huerta realizó ininterrumpidamente durante casi cincuenta años.

1 Efraín Huerta: bajo la dura piel de un cocodrilo”, entrevista de Cristina Pacheco, El Gallo Ilustrado, 833, 4 de junio de 1978, p. 6.
2 José Luis Martínez, sin título, Letras de México, número 15, 15 de abril de 1942, p. 3. El texto de Martínez precede a los poemas “Declaración de amor” (fragmento), “Problema del alma” (primera parte) y “Precursora del alba”.
3 Como enseguida veremos, los primeros lectores de Huerta fueron stricto sensu José Alvarado, Enrique Ramírez y Ramírez y, por supuesto, Mireya Bravo. No tengo duda de que también lo fueron Octavio Paz, José Revueltas y Ricardo Cortés y Tamayo (quien reseñó Absoluto amor en la revista Taller Poético).
4 José Alvarado, “Sí, Efraín, me acuerdo…”, La Cultura en México, 648, julio de 1974, p. 5.
5 Rafael Solana, “Barandal, Taller Poético, Taller, Tierra Nueva”, en Las revistas literarias de México, INBA, México, 1963, p. 193.
6 Rafael Solana, “Prólogo” a Efraín Huerta, Antología poética, Gobierno del Estado de Guanajuato, 1977, p. 12.
7 Efraín Huerta, “Sonetos olvidados”, en Textos profanos, UNAM, 1978, pp. 11-12 (Cuadernos de Humanidades 11).
8 Carlos Monsiváis, “E. H. Te declaramos nuestro odio, magnífica ciudad”, La Cultura en México, 1039, 24 de febrero de 1982, pp. 4-5.
9 Es la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, hecha a imagen de las agrupaciones francesa y española de escritores antifascistas.
10 Guillermo Sheridan, Poeta con paisaje. Ensayos sobre la vida de Octavio Paz, Era, México, 2004, p. 232.
11 Ibíd., p. 253.
12 Efraín Huerta, Aquellas conferencias, aquellas charlas, prólogo de Mónica Mansour, UNAM, México, 1983 (Cuadernos de Humanidades 35).
13 Martí Soler, “Nota a la edición”, en Efraín Huerta, Poesía completa, FCE, 2013, p. 3.
14 Esta presentación, titulada “Esquema para un diccionario (abreviado) de la poesía de Efraín Huerta”, fue publicada en varias ocasiones; por ejemplo: en la Revista de la Universidad (julio de 1968), o bien, en la revista Nivel (diciembre de 1968). José Emilio Pacheco —uno de los mejores comentaristas de Huerta— publicó un “Suplemento de 1982 al ‘Esquema para un diccionario (abreviado) de la poesía de Efraín Huerta’”, en la revista Proceso del 19 de abril de 1982, esto es, a dos meses de la muerte de Huerta.
15 David Huerta, “Prólogo” a Efraín Huerta, Poesía completa, p. XVI.

 Este texto forma parte de Efraín Huerta. Iconografía (editada por el autor), que el FCE pondrá a circular en estos días.

Un enano en una maleta, un amante en el refrigerador, el comunista, la rata y tres presos apandados

15/Junio/2014
Jornada Semanal
Ana García Bergua

José Revueltas estuvo en prisión en tres ocasiones: en el Reformatorio y la cárcel de Belén y Santiago en su adolescencia; dos veces en las Islas Marías y posteriormente en Lecumberri, a raíz de su participación en el movimiento estudiantil de 1968, del que se declaró dirigente para que se exculpara a los estudiantes. Al leerlo me han interesado mucho algunos elementos en los que lleva a la locura la claustrofobia del encierro, transformándola en un elemento grotesco, casi humorístico, casi patético y al final de cuentas muy efectivo. Es el caso de El apando, el célebre  relato que José Revueltas publicó desde la cárcel en 1969, en el que los presos “apandados”, es decir recluidos en la celda de castigo, pelean por una rendija por la que tuercen la cabeza tratando de atisbar a los policías que uno de ellos ve como monos tras las rejas y la prosa de Revueltas lo convierte en una única cabeza o un ojo único, “la cabeza sobre la charola de Salomé, fuera del postigo, la cabeza parlante de las ferias, desprendida del tronco –igual que en las ferias, la cabeza que adivina el porvenir y declama versos, la cabeza del Bautista, sólo que aquí horizontal, recostada sobre la oreja–, que no dejaba de mirar nada de allá abajo al ojo izquierdo.”
Adentro del apando hay otro preso apodado El carajo, deforme, cojo y tuerto, al que su madre visita y los otros convencen de que les traiga droga “enredada en las verijas”. El Carajo me parece un poco pariente de otro personaje encerrado, terrible, genial y también grotesco de Revueltas: Elena, es decir el enano, que aparece en su última novela publicada, Los errores, calificada por unos críticos como la mejor armada de las que escribió y por otros como una novela sin tanta vida como Los días terrenales, por lo mismo. Este personaje es encerrado por el hampón Mario Covián en una maleta para asaltar al usurero don Victorino, como una especie de mini caballito de Troya. A mí me parece que la presencia de Elena en Los errores le da a la novela un aire verdaderamente literario, más allá de la metafísica materialista y el conflicto dostoievskiano que Revueltas desarrolla en toda su obra. Es un elemento un poco absurdo, casi surrealista, que funciona para tensar la trama –durante gran parte de la novela sabemos que Elena está encerrado en la maleta, esperando a que salga don Victorino del despacho, y en ella bebe, ronca, se ríe y se mea, en aquella oscuridad a la que sólo él pertenece y que es su universo– y le da a la novela otra dimensión más allá de los conflictos entre el hampón y sus mujeres, y los de los comunistas expulsados y mandados asesinar por el propio Partido.
También en Los errores hay otro episodio en el que el comunista Olegario rememora su huida de la cárcel por el conducto del desagüe, entre los desperdicios, perseguido por las ratas que le mordisquean los tobillos y se le trepan por las piernas. La escritura de esta parte de la novela es magnífica, especialmente angustiosa y en ella las ratas (una de ellas aplastada por el propio Olegario) juegan ese papel siniestro, irracional y a la vez paradójicamente estético, en el que asoma la literatura.
El enano en la maleta funciona como el amante en el refrigerador del cuento “La sinfonía pastoral”, que se encuentra en el libro Material de los sueños. Este cuento, según don José Luis Martínez “acaso excesivamente estirado”, trata de una pareja que va al cine a ver la película basada en el libro del mismo título de André Gide. El marido, importador de carnes, ha invitado a su mujer luego de sorprenderla escondiendo al amante en el enorme frigorífico congelador de carnes. Ella no sabe si él sabe y así ven la película, que resulta ser una tortura para la esposa, atenazada con la imagen del hombre que ama muriéndose entre los costillares de cerdos y reses colgados, al que no puede salvar. Aquí no sabemos qué siente el amante, como sabemos lo que sienten y viven los presos en el apando o el enano en la maleta, pero ese sufrimiento queda, por omisión deliberada, en la imaginación del lector, obligado a escribir esa parte para sí mismo.
Siete encerrados siete (con la rata), productos del genio de Revueltas, quien seguramente meditó mucho al respecto en la cárcel y por cierto escribió: “Quien no puede soportar la desesperación de la cárcel es que tampoco puede soportar la desesperación de la libertad.”

sábado, 14 de junio de 2014

Para llegar a Efraín Huerta

14/Junio/2014
Laberinto
Heriberto Yépez

Para llegar a Efraín Huerta hay que reconocer sus mejores poemas, sus ingredientes y, ante ellos, reconocer sus rodeos y caídas. No perdernos en el bosque de su poesía meramente reunida.

Para comenzar, descártense sus poemas cívicos, que hacían sonrojar incluso a la bandera soviética.

Resistamos el encanto de sus poemínimos: graciosa fiesta de globos y larga serie con unidad de tono y forma, pero que no son la máxima arte poética de Huerta. Son solo la más sistemática.

Sus dos mejores poemas deben guiarnos: “Declaración de odio” y “Avenida Juárez”. Huerta de aliento entero: una voz saliendo de una visión.

“Declaración de odio” —dirigido al Distrito Federal, perdón, Mexico City— es su cima. El mejor Huerta ocurre cuando es profeta: interpela a la ciudad y la condena. Ahí su aliento sacude lo que impreca y usa diversos tonos sin relajar su gravedad extrema.

Hacia el final, Huerta canta contra los poetas y “niños de la teoría” de la Ciudad de México, por sus “flojas virtudes de ocho sonetos diarios” y mascullar su tedio “especulando en libros ajenos a lo nuestro”.

En “Avenida Juárez” re–anuncia la ruina de la urbe y ve una patria corrompida por sí misma y Norteamérica, hasta quedar “con los oídos despedazados/ y una arrugada postal de Chapultepec/ entre los dedos”.

Este par de poemas son muy superiores al resto suyo y de sus coetáneos (allí, por cierto, critica a Contemporáneos). Son poemas alimentados por esa fuerza extraliteraria que separa a los poetas de los literatos.

Sus implicaciones políticas, intelectuales, culturales, literarias han sido ignoradas; es como si no fueran unas sublimes mentadas de madre.

Nuestra literatura está en crisis. Se tapó los oídos para no oír a este Huerta —o tampoco a Rulfo, Revueltas y Carrión—, cultivando el “estilo” y disimulando su alianza con el gobierno brutal.

La literatura mexicana se desinfló al no escuchar el dolor del pueblo ni el llamado a descolonizarse; a cambio, Octavio Paz fue izado. Amén.

El problema de Huerta fue distraerse con oratorias doctrinarias, poemas derivativos y declaraciones de amores menores. Escribir no desde una visión sino desde vocabularios, idealizaciones y retratos inmediatos.

Huerta debió trabajar solo hacia dos libros: la reunión iracunda de sus poemas de visión y llaga, y sus poemínimos. La primera serie está dispersa entre sus libros; los poemínimos, en cambio, son vecinos.

Añadamos a la primera serie El Tajín, una poética que describe el drama de su voz al perder la conexión con la visión (que ata pasado y futuro comunales: el alba). Ahí están las claves de sus éxtasis y bajones; es un poema peligroso: taja poesía y violencia de su final poder regenerativo.

Para llegar a Huerta hay que identificar los altibajos, la tajadura y entender la honda relación de su mayor voz con la profecía.

La mirada

14/Junio/2014
Laberinto
Iván Ríos Gascón

Contempló a la ciudad como un esteta de lo triste, lo sórdido, lo umbrío. Desentrañó el signo de los árboles y sus alambradas mecidas por la noche, versificando el universo prostibulario, la mesa de cantina, los sueños de celuloide y ese otro mundo, no menos irreal, que se expresaba en los impalpables lamentos del espíritu. El poeta inmortalizó prodigios y monstruos peregrinos, reconociendo en el alba la eclosión de una acuarela caprichosa, así percibía al temperamento de la urbe: atrabiliario e inestable, necio y solitario. Su mi- rada trazó un viaje monumental de los labios a las nalgas femeninas, supo descifrar la línea tenue entre besos y blasfemias (cuántas revelaciones fue tejiendo en cada línea de vocablos indomables, al fin y al cabo, la poesía es así, no restringe —ni reprime— el ímpetu voraz de las esencias).
 
Hay ciertas imágenes en la poética de Efraín Huerta que vitalizan y estremecen. Imposible huir del desconcierto del paisaje oxidado y las sombras que lo habitan, esos espectros de eternidad forjada en la belleza extraña, la insensatez, la existencia en bancarrota. Digamos “La muchacha ebria”, cuya boca sabía a taza mordida por dientes de borrachos,/ y sus brazos y piernas con tatuajes,/ y su naciente tuberculosis,/ y su dormido sexo de orquídea martirizada recrea el nebuloso frenesí por poseer los harapos de un misterio genital marchito y vano; imposible no olfatear en los abrazos de la muchacha del sonreír estúpido y la generosidad en la punta de los dedos un encanto de resaca. Digamos, también, la sublime fugitiva de un “Juárez–Loreto”, la que rebasa por la derecha y ve de arriba abajo el chamagoso firmamento de la Ruta 85, transporte que solapa a los ladrones porque Rozadora, pescadora en el río revuelto/ de las horas febriles; ladrona de mi mala suerte,/ abyecta cómplice del “dos de bastos”, hembra de los flancos/ como agua endemoniada;/ cachondísima hasta la parada en seco/ del autobús de la muerte: la agonía de El Cocodrilo es epifanía de cadáveres, lágrimas, quejidos, rastros de entelequia que se quedan en la piel humedecida por el llanto o tan solo por la lluvia, esas tormentas que —decía Paul Valéry— el poeta no debe mencionar sino crear: el rocío que se desborda es emblema recurrente en los episodios cotidianos, sea el Agua espesa, divinamente pantanosa/ agua de olvido, espesa de tinieblas,/ agua donde penetra el alma y nada se oye./ Fresca agua para el rostro, para toda la carne/ mancillada y expuesta/ sanguinolenta en todos los mercados. Agua —como la patria— abierta en canal (“Agua del dios [2]”).
 
Hay ciertas imágenes en la poética de Efraín Huerta que perturban y armonizan al sosiego con el desorden impulsivo. El Tajín, Circuito interior —la Transa poética—, algunas barbas que desatan la lujuria o el nalgaísmo transplantado en confesión de polvo de amor de la maldita lengua: el auténtico poeta sabe conciliar lo bello con la palabra impía, reconcilia al cuerpo con todo lo que hay en él de inexpresable.

La entropía en los poemínimos

14/Junio/2014
Laberinto
Andrea Abarca Orozco

En la etapa de la madurez lírica, Efraín Huerta sintetiza sus voces poéticas a condición de moléculas conviviendo en el escenario de la brevedad, la convulsión, el gancho, la vuelta de tuerca y el golpe. La maestría del laconismo en sus versos enclaustra la epifanía de un discurso sarcástico con trasfondo histórico, político y social, sin caer en el coloquialismo del pensamiento, a pesar de la aparente simpleza constructiva del texto. La ilación que hay en cada uno de sus poemínimos conecta la expresión estética con un trago de ácido muriático, idóneo para corroer cualquier estado anímico.

Efraín Huerta va de un hemisferio a otro, como quien dice: del poemáximo al poemínimo, del verso de largo aliento al instante de la metáfora escueta. Dice Huerta: “el poemínimo está a la vuelta de la esquina, o en la siguiente parada del metro. Un poemínimo es una mariposa loca, capturada a tiempo y a tiempo sometida al rigor de la camisa de fuerza”. El poemínimo parece un producto fácil, pero su terminación arquitectónica es compleja de abordar. El poema no solo contiene niveles de abstracción sino también abraza la magnitud del cosmos, lo sustituye, lo asedia, lo prostituye y lo santifica. La reflexión del poeta guanajuatense acerca de su vanguardia es la concepción de un poemínimo que requiere de una espontaneidad diferente a la de un epigrama —que fundara Guillaume Apollinaire— y de una perversa fricción poética que dista del haikú —que tiene como máximo exponente a Matsuo Basho—, pues tampoco es un aforismo, un apotegma o un dogma, por lo que el mismo Huerta inventa un término, apodogma, que nadie reconoció. El libro que contuvo el primer balazo de poemínimo fue Los eróticos en 1947. Pero un año antes, en Poemas prohibidos y de amor, se presentó un manojo de éstos, siendo la pauta para el libro que le siguió. Luego, como tornado de arena, surgieron Circuito interior y 50 poemínimos.

Cuenta Efraín Huerta, a modo de anécdota y aclaración, que Octavio Paz y su hija Raquel coincidieron en la misma opinión: “Durante mucho tiempo, supuse con ingenuidad que estos breves poemas podían ser algo así como epigramas frustrados. Error. Mi hija Raquel (de 8 años), al leer algunos declaró lo siguiente: ‘Son cosas para reír’. Poco después, en la casa de un famoso pintor, Octavio Paz los definió de esta manera: ‘Son chistes’. Me alegro en extremo que, separados por medio siglo de experiencias y cultura, Raquelita y Octavio hubieran coincidido”.

El desorden que provocan los poemínimos de Huerta progresa en la destrucción suntuosa del pensamiento y la estructura de los versos. Esta expresión lírica corta de tajo la monotonía de la tradición y busca el lado innovador de la poesía. Con ello se da por cumplida la entropía, inherente al universo que se recrea constantemente a partir del caos consecuente con el orden.

La termodinámica es una especialidad de la física que utiliza la entropía para determinar la energía que no puede emplearse en la fuerza de trabajo, y que crece en un sistema aislado con base a un proceso de carácter natural. La palabra entropía significa en griego “evolución”, “transformación”. Umberto Eco la emplea en la teoría de la información para explicar el modelo de comunicación. En este caso, la entropía en los poemínimos funciona como la cantidad de información promedio que contienen los símbolos usados, y los que aportan con menor probabilidad son los que mayormente ofrecen información. Es decir, las ideas concretas son dirigidas al lector sin necesidad de figuras retóricas complicadas. La intención del texto es directa, con máximos niveles de entropía, fáciles de digerir, como lo explica “La ley”: “Todo/ Cabe/ En un/ Poemínimo/ Sabiéndolo/ Acomodar”.

Considerando al poemínimo como energía indispuesta para colocarlo en la tradición poética de su momento histórico, Efraín Huerta logra situarlo por sí solo en una clasificación en la que nadie habita más que él. Su jocosa perspicacia hace posible que los poemínimos sigan creciendo en una atmósfera inseparable de la realidad, a tal grado que jóvenes poetas intentaron imitarlo: “Primero/ Que nada:/ Me complace/ Enormísimamente/ Ser/ Un buen/ Poeta/ De segunda/ Del/ Tercer/ Mundo”.

Sean pues estos poemínimos espasmódicos un ejemplo claro para alcanzar el equilibrio y la entropía absoluta, que significativamente conducen hacia la nada o la transformación del establishment, en un afán lúdico de contener toda la materia en la menor cantidad de versos posibles.

Eterna adolescencia

14/Junio/2014
Laberinto
Armando González Torres


La relación del escritor maduro con su vocación adolescente es compleja: para unos, la lejana adolescencia puede ser una época pueril y divertida, afortunadamente superada; para otros, el testimonio de una promesa traicionada. Pero hay quienes pueden armonizar toda su trayectoria con esa inflamada mocedad y encontrar en la escritura una perpetua ilusión y placer juvenil. Gran parte de la poesía de Efraín Huerta tiene ese aire de descubrimiento y renovación juvenil y ni el ortodoxo militante político de mediana edad o el hombre ya maduro y enfermo logran acallar las chanzas, ilusiones y genio poético del muchacho. El joven Huerta es un poeta excepcionalmente dotado que escribe piezas magistrales antes de los treinta años. Sus textos siguen conmoviendo porque recuerdan esa edad de oro en que coinciden el despertar poético con el despertar sexual y civil y el artista adolescente busca simultáneamente la reivindicación amorosa y la reivindicación política. Los temas recurrentes de la juventud de Huerta y que reaparecerán transfigurados en diversas formas y tonos a lo largo de los años, son precisamente la revolución y el amor. No es extraño que una imagen capital en Huerta, alrededor de la que construye toda su primera poesía, sea la del alba, una imagen que señala una expectativa de nuevo amanecer, de despertar y renacimiento, de recuperación temprana de la conciencia vital y política tras el sopor del sueño. Huerta canta al alba con un lenguaje audaz que combina la lectura atenta de la generación del 27 con algunos hallazgos surrealistas y con la incorporación incipiente del lenguaje cotidiano y callejero. Esta primera poesía ya hace evidente un toque estrambótico, una delicada sonoridad y una unidad de tono propias, que alcanzan su culminación en Los hombres del alba.
 
Luego de este gran libro, hay un periodo en que parecen dominar la convicción y la seriedad política, pero no deja de estar presente el poeta adolescente y, si sus doctrinas son intransigentes, su idioma es liberador. Eso le permite patentar una poesía plebeya y coloquial que celebra y condena a la vez la monstruosidad de la urbe y que hace a Huerta precursor de la mayoría de los registros de inspiración citadina. La referencia concreta a espacios de la urbe aterriza las imágenes; el apego genuino a la ciudad y sus criaturas hacen creíble la figura del poeta peatón. Con espontaneidad, sin poses, Huerta logra armonizar ciudad y poesía y sin ningún esfuerzo una lírica deviene urbana, sin descender jamás a lo típico, sino guardando su misterio y su capacidad de impacto e indignación. Su última actualización son sus poemínimos, esos juegos de ingenio, que le permiten una auténtica renovación y un encuentro con las generaciones más jóvenes y que revelan un Huerta mucho más humano, sabio y escéptico que ya no cree en el cambio mágico del hombre y que tiene una visión antropológica más ácida, pero también más noble y risueña.