sábado, 1 de febrero de 2014

Inventario de sí mismo*

1/Febrero/2014
Laberinto
Víctor Manuel Mendiola

La vida y la obra de José Emilio Pacheco son, en varios sentidos, un ejemplo de tenacidad e independencia. En primer lugar, él representa la voluntad creativa del escritor. Los primeros libros de poesía de José Emilio Pacheco no nos ofrecen, probablemente, una voz original. Hay algo en ellos cansino, repetido, más un intento que una verdadera realización, pero a través de un esfuerzo de trabajo implacable, de la revisión continua tanto de sus poemas como de sí mismo, él logra transformarse, encontrar la voz individual e inventar ideas y metáforas propias.


En segundo lugar, él significa la conciencia de que el pensamiento sobre la naturaleza del hombre es una reflexión poética inevitable. Por eso, sus textos líricos nos dejan ver cómo la exploración moral puede devenir un análisis afilado, inmisericorde y transformarse en una reflexión ácida, dura y burlona. Los poemas irónicos, cínicos que escribió en su madurez son composiciones perfectas y poderosas. Las piezas “Cuento de espantos” y “Ulan Bator”, no solo nos conmueven, también nos cuestionan en nuestra condición de seres equivocados, precarios y ficticios.

En tercer lugar, de un modo sutil y al mismo tiempo decidido, nos mostró la pertinencia de la poesía, si no política, sí social, capaz de pensar nuestro tiempo real y concreto. A partir del momento que abandona el intento de crear una lírica del entusiasmo y las imágenes —admirada por él, pero una forma antagónica de su humor apocalíptico— y asume de manera creciente una profunda preocupación ética y metafísica, comienza a producir textos que tienen como propósito dar cuenta crítica de nuestro tiempo. Pueden gustarnos o no, pero son en varios casos composiciones insoslayables. Algunos de esos poemas han devenido un lema o un epigrama de la generación de los años sesenta y de nuestra condición contradictoria. Uno de estos textos es, desde luego, el poemínimo, la poesía en segundos: “Ya somos todo aquello/ contra lo que luchamos a los veinte años”.

No es verdad que la poesía de José Emilio Pacheco haya sido aceptada de una manera fácil. No fue así, ni podía serlo, ya que él se atrevió a nadar a contracorriente de las formas de escritura en boga y reivindicó no solo su visión personal sino el papel de la escritura como una forma
de conciencia del hombre en general y de la historia en particular. Además, afirmó su derecho como escritor a pensar diferente y no coincidir. Esto lo llevó a alejarse de Octavio Paz. Dejó de publicar con frecuencia en la revista Vuelta y se refugió en su magnifica columna de crónicas literarias, “Inventario”, de la revista Proceso. Por otro lado, durante los años de este distanciamiento fue objeto de ataques tanto de escritores de su generación como de una parte de los jóvenes de ese momento, directores o subdirectoresde revistas leídas o muy leídas. José Emilio Pacheco arrostró la embestida. Ignoró los accesos de vehemencia hacia su persona y, cuando fue necesario, contestó con exactitud e inteligencia. Frente a la opinión que apostó en su contra, subestimando su poesía y sus críticas escrupulosas, el inventario de sí mismo que él creo de un modo minucioso, con modestia, pero también con un temple admirable, lo convirtieron en un gran escritor mexicano. José Emilio Pacheco pertenece todavía a una época en la que el rigor y la universalidad eran la medida de nuestra literatura.
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*Este texto está basado en el artículo “Las batallas del sentido” publicado en Pequeños ensayos largos, Ed. Juan Pablos, México, 2001.

En la arena del mundo

1/Febrero/2014
Laberinto
Hernán Bravo Varela 

Dejemos que termine el empresario del Circo: “En la arena del mundo somos tigres y leones.”

                   -José Emilio Pacheco, “Circo de noche”


En una conversación sostenida en 2009 para celebrar su cumpleaños número setenta, José Emilio Pacheco me confesó lo siguiente: “A los seis o siete años me llevaron al Circo Atayde. Me fascinó a tal punto que pedí regresar el otro domingo. Mi decepción fue muy honda: todos los actos eran iguales a los de la semana anterior. Lo mismo me pasa al ser entrevistado.” Renuente célebre a las entrevistas, Pacheco observaba en ellas la autocondena a la reiteración. Con el paso del tiempo un escritor, esa criatura poco fabulosa que sabe contar fábulas, establece una rutina con base en declaraciones intercambiables. Lo que antes fuera un espectáculo nuevo y sorprendente, ahora es un ritual ilusionista: la multiplicación de un mismo reflejo inmóvil. De ahí que Pacheco revisara periódica y exhaustivamente sus poemas, novelas, cuentos, ensayos y traducciones. Dado que “en los mismos ríos entramos y no entramos, pues somos y no somos los mismos”, la obra no puede ser ajena a este principio heracliteano. Serlo implicaría negar la itinerancia o el escapismo de nuestros propios actos y opiniones. De una página a otra, Pacheco encarnó a aquella trapecista que aparece en un poema de El silencio de la luna (1994):

Se hunde y vuela en la noche en donde no hay red. 
Su cuerpo se hace vida ante la muerte. 
La trapecista es el deseo que se va. 
Se halla al alcance de la mano y escapa.

Alta como una estrella en su desnudez, 
su arte de estar presente se llama ausencia.

En el breve relato que da título a El viento distante (1963), el narrador y su novia, Adriana, asisten a una feria. Entre ambos se percibe una tensión que el hastío dominguero no logra ocultar. (“Hallamos en esa tarde de domingo un espacio que permitía la dicha; es decir, el momentáneo olvido del pasado y el futuro”, señala el narrador.) Después de haber probado diversos juegos, caminan hasta las orillas de la feria y escuchan a un hombre recitar desde una barraca:

—Pasen, señores. Conozcan a Madreselva, la infeliz niña que un cas- tigo del cielo convirtió en tortuga por desobedecer a sus mayores y no asistir a misa los domingos. Vean a Madreselva. Escuchen en su boca la narración de su tragedia.

Movida por la curiosidad, la pareja entra. Nada será igual a partir de entonces. A través de la niña–tortuga, Adriana y el narrador comprenden la tragedia mecánica y circense de su relación sentimental. Ambos habrán de separarse al poco tiempo. Pacheco parece advertirnos que la escritura y el amor exigen, como lo hace aquella trapecista, dejarlo todo en cada función. Hasta la vida y, por qué no, hasta la muerte. Lo demás es silencio, pan y circo.

El sabio

1/Febrero/2014
Laberinto
Ignacio M. Sánchez Prado

Como muchos de los que lo han rememorado, conocí a José Emilio Pacheco una sola vez, en un con- greso académico en la universidad de Brown dedicado a su obra y a la de otros dos escritores. Pese a estar abrumado por la cantidad enorme de profesores y estudiantes que lo rodeábamos con admiración y cariño, nos preguntaba a los que tuvimos la oportunidad de comer o charlar con él sobre nuestros intereses de investigación con generoso y sincero interés. Aunque lo había leído bastante como estudiante de licencia- tura, a partir de ese encuentro fue que lo descubrí. Al leer sus ensayos sobre poesía y modernismo, informados por la obra de Walter Benjamin (de la cual él fue uno de sus primeros lectores en México) y por su monumental erudición, y al descubrir sus “Inventarios”, que educaron a varias generaciones de lectores en una forma amplia de entender la literatura sin prejuicios, me di cuenta que la actitud que tuvo hacia nosotros era en realidad una ética de lectura y escritura. Para Pacheco, la literatura era un saber que amaba profundamente, al que cortejaba sin descartar aproximación alguna, y del que siempre era tan aprendiz como maestro. Esa modestia proverbial con la que se conducía, y que resulta excepcional en la literatura mexicana, no era sino el reconocimiento de que el sabio es quien escucha y aprende, y que su escritura y magisterio no es sino parte de esa conversación continua con todos los lectores, sin importar su edad u oficio. La importancia de su obra es indiscutible y el afecto de sus admiradores y de aquéllos que lo conocimos mucho o casi nada se ha manifestado ya en estos días, en el casi unánime dolor por su partida. Pero su lección es más profunda. Radica en habitar la literatura como él lo hizo, aspirando a esa erudición inalcanzable para nosotros, pero en cuya búsqueda debemos estar siempre, leyendo y escuchando con esa generosidad y sabiduría que él nos dio como escritor, como maestro y como persona. En su primer “Inventario”, que el periódico Excélsior rescata mientras escribo estas líneas, Pacheco comenzaba discutiendo a Corín Tellado y a Henri Charrière, dos escritores que habitaban los afueras de las bellas letras, pasaba por Auden y otros clásicos y aterrizaba finalmente en Norman Mailer y su Marilyn Monroe. Es, creo, un texto que resume bien su legado: buscar una literatura que es siempre un mundo y no una provincia, y que él, ante todo, leía y escuchaba antes de juzgarla.

College Park

1/Febrero/2014
Laberinto
Tanya Huntington

Una tal Madame Flora se anuncia como vidente desde un local prefabricado que se encuentra en la carretera que pasa junto a la Universidad de Maryland en College Park. A lo largo de mis seis años inscrita en el programa de posgrado de Letras Latinoamericanas, José Emilio Pacheco no dejó de insistir, cada primavera, en que sus alumnos lo acompañáramos allí para averiguar cuál era su fortuna. Luego luego decía, riéndose, que mejor no: ¿para qué tentar a los dioses? A fin de cuentas, recurrir al oráculo siempre acaba mal.

Ese chiste macabro —más la certidumbre de que si existen dioses, son griegos y por lo tanto solo existen para entretenerse a nuestras costillas— se lo debo a José Emilio junto con neologismos como “teoría NesCafé”, “tabaratismo”, y “sabiduría de escalera” que mis compañeros, regados por todo el hemisferio, reconocerán y sin duda seguirán empleando, igual que yo.1


Curiosamente, los primeros siete años que viví en México no conocí a José Emilio, a pesar de que me dedicaba más que nada a frecuentar eventos literarios. Cuando las huelgas de la UNAM conspiraron con el error de diciembre para impulsarme a reiniciar la maestría fuera de México, su presencia cada primavera como profesor distinguido en el edificio que llevaba el nombre de su ilustre predecesor, Juan Ramón Jiménez, era un imán igual de poderoso como, por ejemplo, el hecho de que yo había crecido en Maryland y mi madre vivía allí. Todos los que estába- mos inscritos en el programa sabíamos que, de toda la facultad, el profesor con más probabilidades de que un edificio portara su nombre algún día era José Emilio Pacheco.

Pero no le teníamos afecto por eso. Lo queríamos, en primer lugar, porque él también nos quería. Lejos de emular la renuencia de los profesores a fraternizar con nosotros, los estudiantes de posgrado, quienes ocupábamos dentro del mundo académico más o menos el mismo rango social que el intocable Gunga Din,2 José Emilio parecía preferir nuestra compañía a la de sus multititulados colegas. Si bien la mayoría de las ciudades universitarias en los Estados Unidos se encuentran, ¡oh paradoja!, fuera de las ciudades, la nuestra evoca aun más el ambiente campestre de aquellas dedicadas originalmente a los estudios agrícolas. En otras palabras: está lejos de todo. Y José Emilio no sabía (o no quería) manejar. Sus alumnos teníamos, por lo tanto, la costumbre de canjear nuestro apoyo logístico por largas e inolvidables conversaciones acerca de diversos temas literarios.

Para colmo, Maryland carece totalmente de un encantador pueblo o college town dedicado a las necesidades de esa enorme población flotante que habita sus aulas; por lo que José Emilio rentaba departamentos deteriorados ubicados en los arrabales que rodeaban los edificios —preciosos, eso sí— donde se impartían las clases. Era, precisamente, el tipo de entorno repleto de mala fortuna económica donde las Madame Flora del mundo florecen. Tal vez mi máximo acto de rebeldía como estudiante fue, después de que se cometiera un homicidio estilo The Wire en el edificio de al lado, exigir a la cátedra del Departamento que intercediera para cancelar su contrato de arrendamiento y trasladarlo a un lugar si no más seguro, menos peligroso.

Si no hubiera metido mi cuchara, José Emilio probablemente se hubiera quedado allí, con todo y balazos, porque acostumbraba vivir sin lujos. Mejor dicho: su único lujo eran los libros. Cuando no estaba leyendo, pasaba su tiempo escribiendo (uno de sus poemas de esa época comparaba al estruendosamente violento vecino con Segismundo) o trabajando en su traducción anotada de los Cuatro cuartetos de T.S. Eliot, o investigando —porque gracias a los préstamos interbibliotecarios, hay poco que no se puede conseguir en una biblioteca gringa, incluso cuando es pública. Carecía en absoluto del divismo y dandismo que cultivaban otros profesores (de otros autores, ni hablar); también de la beligerante actitud anti–yanqui que era tan común entre los expatriados latinoamericanos. Insistía en que lo lleváramos a desayunar en cadenas de tan poca alcurnia como la International House of Pancakes, sin la menor pena. Consciente de que los estudiantes de posgrado, igual que Gunga Din, carecíamos de fondos, a menudo nos invitaba la cuenta.


A la hora de enseñar, José Emilio se las arreglaba para ser el más erudito y a la vez, el más travieso del salón. Lo de la erudición no es hipérbole: poseía una memoria fotográfica formidable, solamente equiparable tal vez con la de su contemporáneo, Carlos Monsiváis.3 Durante la clase, si alguien llegase a mencionar una obra menor de un autor cuyo nombre hubiera salido a colación —está bien, lo confieso, a veces lo hacíamos para ponerlo a prueba— cerraba los ojos y, después de concentrarse un momento, comenzaba a recitar la obra susodicha de memoria. Aun más importante en términos pedagógicos: fue siempre capaz de contagiarnos su desbordante entusiasmo. Yo, que desde la adolescencia había rehuido del modernismo por culpa de esa princesa con boca de fresa, terminé por contarlo entre mis corrientes literarias predilectas.

Acabo de hojear el cuaderno de apuntes que llevaba a su seminario de prosa modernista. Solía mantener libre una ancha columna a mano derecha, donde apuntaba las sabrosas divagaciones que acompañaban todas las materias que José Emilio impartía. El primer día de clases, no solo aprendimos con lujo de detalles sobre las trayectorias respectivas de Manuel Gutiérrez Nájera, José Martí, Manuel Díaz Rodríguez, José Asunción Silva y Federico Gamboa; tengo anotados los siguientes apartes:

Trotsky salió de cacería y se enfermó —no pudo asistir a la Asam- blea cuando Stalin se apoderó de ella. 
Sobre 9/11: fue verdadero, mas no verosímil.

También las siguientes observaciones sobre la escritura en general:

La novela ordena al mundo, que se nos presenta como un caos. 
La novela detectivesca de antes sugería que la brutalidad puede controlarse con la ciencia. (Lo terrible siempre es que tantos sospe- chosos hayan querido asesinar a la víctima.) 
Según Ricoeur, la experiencia humana solo puede ser llevada a la realidad a través del relato. Según Barthes, el relato está presente en todos los lugares, en todas las sociedades; luego, es inmortal.
 Conocemos mejor a los personajes que leemos que a nuestros prójimos, o a nosotros mismos.

Todo lo anterior lo decía José Emilio no solo porque venía al caso en un seminario sobre la literatura. Esas citas y reflexiones formaban parte de la vida examinada de un autor que era, sobre todo, un lector, un autor que insistía siempre en seguir parado en los hombros de gigantes.
Al retratar a los grupos con una cámara desechable al final de cada semestre, José Emilio decía que era porque nunca volveríamos a ser los mismos, reunidos en el mismo lugar. Al regresar a México con el doctorado bajo el brazo, tomé la decisión de no buscar a José Emilio más. Tenía aversión a comulgar con la creencia de que todos merecemos un café, un prólogo, una presentación u otra reliquia de los que han sido nuestros maestros. Pensaba (y sigo pensando) que agobiarlo solo hubiera logrado estropear aquel tiempo pasado que, como bien sabemos todos los nostálgicos, siempre fue mejor.
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1Teoría NesCafé: Cualquier teoría instantánea, soluble, que se le ocurre a uno en el instante. Tabaratismo: Ideología prevaleciente de los Tabaratos, es decir, los latinoamericanos que viajan a Estados Unidos con tal de pro- clamar a cada oportunidad, “¡Ta' barato, ta' barato!”
Sabiduría de escalera: Formular la réplica perfecta al némesis que va ganando el debate, pero solo tiempo después, mientras uno va bajando por las escaleras.
2 El encargado de llevar agua, o Bhishti, que se sacrifica en el poema homónimo de Rudyard Kipling.
3 ¿Qué les habrán dado de desayunar a esos chicos, me pregunto?
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El desierto del pasado*

1/Febrero2014
Laberinto
José Emilio Pacheco

1957 ya es una fecha tan remota como 1492. Vol- ver al 57 es adentrarse por unos minutos en lo que Chateaubriand llamó el desierto del pasado. Agradezco a Carlos Martínez Assad que permita recordar con ustedes el encuentro—para citar eltérmino de este quinto centenario— de dos mundos no por mexicanos y contemporáneos menos apartados hasta entonces. 

En la madrugada del domingo 28 de julio hubo el terremoto que echó por tierra “el ángel”, en realidad victoria alada, de la Independencia. No me reponía de aquellas impresiones, tan benignas ante las que me esperaban en 1985, cuando el miércoles 31 recibí una llamada que me sobresaltó: Carlos Monsiváis me invitaba a colaborar en la revista Medio Siglo. Había leído mis textos en Símbolo, una publicación estudiantil de la Facultad de Derecho, y me citaba para que conversá- ramos por la tarde en el café de Filosofía y Letras. Pregunté: “¿Cómo puedo reconocerlo, señor Monsiváis?”. Respondió: “Llevaré un clavel rojo en la solapa.” Escuché por vez primera

su carcajada. Se reía del lugar común, de mí, de sí mismo.

EL POETA DE LA C.U.
Conocía de lejos a Monsiváis. Acababa de leer en Medio Siglo su ensayo sobre literatura policial, asombroso para un adolescente de 18 años y todavía muy legible, cosa que no puedo afirmar acerca de mis textos iniciales. Indagué en torno a él. “Es un estudiante de Economía”, me dijeron. Una tarde me fue señalado en un corredor: “Mira, ahí va el poeta”.

En 1957 el joven Monsiváis era El poeta. Lamento no darles algunas muestras de sus versos, pero hemos pactado no citar nunca nuestros poemas de esa etapa aciaga. Desde luego a veces rompemos el convenio y, muertos de risa, leemos a quien se deje nuestras páginas de los cincuenta, pero siempre las atribuimos al otro.

Antes del 31 de julio jamás hubiera pensado que yo también iba a colaborar en Medio Siglo. Para mí era lo que debe de haber significado para un estudiante de 1927 la Revista de Occidente o Contemporáneos. Aquel encuentro iba a cambiar mi vida y a convertirme en escritor. Nacido apenas un año antes que yo, Monsiváis me dio aquellas enseñanzas que uno solo puede obtener de las personas de su edad. Hay unas líneas de Cavafis que no puedo leer sin invocar aquellos años finales de los cincuenta:

Y revivió de nuevo ante mis ojos 
Calles que ahora desconocería, 
Lugares ya cerrados y en silencio, 
Teatros, cafés de épocas que fueron.

EL SIDRAL MUNDET Y LA XEW
Los cafés que ya no existen —el Kikos, el Chufas, el Palermo, el Sorrento, la Farmacia Elsa— resultaron el taller literario en que sin saberlo tomé clases particulares con Monsiváis. Teníamos el hábito, venturosamente abolido por los medios electrónicos, de leernos en voz alta nuestros textos. Yo escribía de todo y a todas horas. A diario le leía a Monsiváis versos, cuentos, notas, obritas de teatro. Nunca intentó corregirme ni me indujo a escribir como él. Solo me habituó desde un principio a la crítica. Somos por completo distintos y sin embargo nos parecemos. Vicente Rojo dice que no somos escritores sino reescritores. Eliot diría que “solo estamos invictos porque seguimos intentando”.

Gracias a esta que tal vez podríamos llamar política del desaliento —el mejor estímulo negativo a que puede some- terse una vocación— y a la severa lista de lecturas que me impuso Monsiváis, en solo un año pude pasar de la edad de las tinieblas al paleolítico. En 1958 publiqué mis primeros cuentos en La sangre de Medusa y los poemas iniciales que cinco años después aparecieron en Los elementos de la noche.

En la feliz ignorancia del porvenir, combinamos sin saberlo alta cultura y cultura popular: programas triples en viejos cines ya también desaparecidos y lecturas de la Biblia en la versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera. Como buen niño católico, yo ignoraba esta obra maestra y me había mantenido a distancia de poetas rojos como Pablo Neruda y César Vallejo. También hicimos en colaboración traducciones de autores ingleses y norteamericanos.

No éramos todavía “hijos del rock y de la Coca–Cola”, sino apenas hijos del Sidral Mundet y la XEW: todavía nos sabemos de memoria boleros, canciones rancheras, pre- históricos rocks. Nuestra idea de la parodia y el montaje le debe todo a los programas cómicos del Panzón Panseco y nuestro concepto de la información y de la trivia fue engendrado por el Doctor I.Q., Los Niños Catedráticos y el Bachiller Álvaro Gálvez y Fuentes.

LA APARICIÓN DE SERGIO PITOL
Aquel aprendizaje se enriqueció gracias a Sergio Pitol. Nos aventajaba en unos cuantos años de edad y en muchos siglos de conocimiento y oficio literario. Alguna vez Pitol dijo que formábamos una generación de tres personas, una isla de soledades en el mar de las generaciones.

En este fin de siglo se han establecido dos en las que no cabemos: la de aquellos que nacieron en torno a 1932 y se agruparon en la Revista Mexicana de Literatura, y la de quienes llegaron al mundo después de 1940. Para entender la diferencia debe recordarse que en 1957, por ejemplo, Juan García Ponce era ya un escritor que había obtenido el premio Ciudad de México, y en cambio José Agustín era apenas un adolescente de 13 años. (Entre paréntesis: Monsiváis escribió en el número 8 de Estaciones, invierno de 1957, el que tal vez sea el primer cuento de la Onda: “Fino acero de niebla”,)

Como cronista Monsiváis estaba destinado a ser el gran narrador, el gran testigo del proceso brutal que convirtió a la Ciudad de México en el D.F., con todas las resonancias de horror y de pasión que evocan estas dos letras. Oscuramente sabíamos que una época terminaba (cuántas otras han muerto en el transcurso de estos años) y tratábamos de rescatar algo de ella antes de que se la llevara la corriente del tiempo, como hoy devora la nuestra.

EL DOCTOR NANDINO Y “EL ÚNICO TORERO COMUNISTA”
Jamás hubiéramos pensado que un día iba a darse este reconocimiento a Monsiváis por su incomparable labor descentralizadora. Mucho menos que para financiarnos el lujo de escribir tendríamos que comprar tiempo con dinero ganado hablan- do en público. Como tantas otras cosas debemos ambos impulsos al doctor Elías Nandino. Cuando nos puso al frente de la sección “Ramas nuevas” de Estaciones, nos permitió entrar así en una revista de Guadalajara hecha por causalidad en el D.F.

Productos del llamado “milagro mexicano” y la fe en el porvenir radiante que esperaba al país gracias al “desarrollo estabilizador”, el término provincia nos pareció siempre abominable, no distinguimos nunca entre la capital y la república.

Respecto a indios, mestizos y criollos, supusimos en nuestra ingenuidad que todas las contradicciones se habían resuelto en una sola palabra: mexicanos.

A los pocos meses de habernos conocido, Monsiváis y yo dimos nuestra primera lectura en Querétaro, invitados por el poeta Francisco Galerna, director de Ágora. Solo mientras lo buscábamos desesperadamente por las plazas y calles queretanas, nos enteramos de que Galerna era en realidad el pseudónimo de Francisco Cervantes y no había acudido a la cita porque en esos momentos estaba en el ruedo. Nos señalaron un cartel que lo anunciaba como Stalin, el único torero comunista y en nombre suyo nos invitaron a presenciar la corrida.

Ni Monsiváis ni yo hemos pisado ni pisaremos nunca una plaza de toros. Esperamos en un café la llegada sin traje de luces de Cervantes. Al volver abrimos en Estaciones una sección de revistas en la que comentábamos cuanto nos llegaba de todos los horizontes mexicanos. Así establecimos relaciones con Enrique Florescano en Jalapa, con los que ha- cían Katarsis en Monterrey, Voces Verdes en Mérida y muchos otros de nuestros contemporáneos en distintas ciudades. Ahora no pasa semana sin que Monsiváis dé tres o cuatro conferencias, el lunes en Tijuana, el martes en Guadalajara, el viernes en San Cristóbal de las Casas, por ejemplo. No sé de dónde saca la energía para hacerlo ni el tiempo para leer y escribir sobre tantos y tan variados temas.

PAZ, FUENTES, BENÍTEZ
Para nosotros aquellos años están marcados por dos libros que nos deslumbraron: Piedra de Sol y La región más transparente. Visitábamos a sus autores en el edificio ya demolido de Relaciones Exteriores y —no puedo contarlo sin temblar de vergüenza— les leíamos nuestros bodrios en los cafés arrasados por el terremoto de 1985.

Fuentes, siempre generoso, se empeñó en llevarnos muy prematuramente a la confirmación en la catedral: México en la Cultura, nuestra Biblia laica de entonces. Monsiváis ya había escrito su ensayo, aun más notable que el primero, acerca de la ciencia ficción, pero en modo alguno nos atrevíamos a dar el gran paso.

Elena Poniatowska se divierte contando que un día hallamos a Fuentes con Benítez a las puertas del Hotel del Prado. Para evitar la presentación, muertos de timidez huimos dos cuadras y nos ocultamos en la Librería del Caballito. Quién nos iba a decir que Monsiváis en 1973 sustituiría a Benítez en la dirección de La Cultura en México y que antes, a lo largo de los sesenta, yo iba a acompañar como jefe de redacción a Fernando y a Vicente Rojo.
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*Texto publicado en Laberinto 255 (3 de mayo de 2008), con el título de "Carlos Monsiváis: el desierto del pasado".

Un libro de amor

1/Febrero2014
Laberinto
Juan Vicente Melo

En la colección “Poesía y Ensayo” que dirige Jaime García Terrés para la Imprenta Universitaria, José Emilio Pacheco reúne, con el título de Los elementos de la noche, poemas escritos entre 1958 y 1962, la mayor parte de los cuales se hallaban dispersos en varias publicaciones y sujetos, por tanto, a la suerte imprevisible que corren nuestras revistas y suplementos literarios. (Con criterio antológico que no olvidaba las condiciones tipográficas, la revista Nivel recogió —número 28, 25 de abril de 1961— algunos excelentes poemas de Pacheco acompañados de unas estimulantes frases de Rosario Castellanos. En esta ocasión, la muestra era suficiente para conocer a Pacheco, para seguir sus pasos y poder adivinar o suponer el sitio que ya ocupa en el panorama actual de nuestra literatura. Sin embargo, Los elementos de la noche tendrá que ser, obligadamente, la publicación que señale el paso primero, la piedra inicial de la trayectoria poética de este muy joven escritor, cuya precocidad no ha dejado nunca de provocar envidia).


El nombre de José Emilio Pacheco no es, desde luego, extraño al público y a la crítica que frecuentan la literatura mexicana. Por el contrario: se le tiene por un escritor de prestigio. Dueño de una riqueza verbal y de un oficio sorprendentes, Pacheco incursiona, desde hace mucho tiempo y con una asiduidad digna de imitación, por la poesía, la crónica literaria, el cuento. Una sección en la Revista de la Universidad de México (“Simpatías y Diferencias”), notas ocasionales sobre textos y autores, lo califican como infatigable lector, poseedor de una cultura literaria vasta y sólida, herencia adquirida del repetido trato con la obra de Alfonso Reyes, autor a quien admira casi tanto como a Octavio Paz y Jorge Luis Borges. Cierto es que en esas páginas sueltas impera la información y el riesgo crítico se halla subordinado a la reconstrucción de hechos y fechas, al recuerdo o a la cita textual de numerosas lecturas. Pareja a esta actividad, Pacheco ha cultivado el cuento, la prosa poética, esa abstracción que se ha dado en llamar, por definición, el “texto”: en 1958, y bajo el amparo de los Cuadernos del Unicornio que una vez animó Juan José Arreola, apareció La sangre de Medusa, título de ficción que agrupaba dos “textos” clara e irremediablemente influidos por la fascinación de Jorge Luis Borges, quien no ha dejado de señalar su presencia en los siguientes ensayos de Pacheco. Recibidos siempre con más simpatías que diferencias, estos trabajos (crónica, cuento) dominaron en algún tiempo toda la atención de su autor y hasta postergaron su experiencia poética, renglón vital y, a mi juicio, terreno propicio que siempre le ha permitido expresarse plenamente por representar un acceso al encuentro consigo mismo, a su propio descubrimiento. Estimo que, ante todo y sobre todo, José Emilio Pacheco es un poeta. Un excelente poeta. Lo prueba repetidamente el libro que hoy publica con extremo rigor y autocrítica severa: la selección de poemas traduce exactamente su intención y nos revela algo (o mucho) más de lo que esos mismos (y otros) poemas ofrecían aisladamente. En ellos se encuentran, desde luego, el espléndido dominio del lenguaje, la sorprendente facilidad con que se domina a las palabras, la sumisión que éstas muestran al unirse entre sí, al acompañarse, al convertirse en ritmo fluido, musical, muy puro, en todo momento justo. Pero esta condición de la poesía de José Emilio Pacheco, siempre a un paso de la retórica y siempre libre de ella, al igual que la luminosa perfección formal, mantenía ocultos un romanticismo y una pasión que la lectura fragmentaria no dejaba suponer. Ahora, reunidos, esos poemas son ya otra cosa: se complementan al mismo tiempo que se constituyen en sistema cerrado, en un todo, en intercambio de señales, en preguntas y respuestas. Se desvanece el hielo que presidía la habilidad de su construcción; aparece, con pudor, una pasión secreta que es sinónimo de nostalgia, conciencia del desastre, silencio.

Los elementos de la noche es un libro de amor, el recuento de los actos, las sensaciones, las consecuencias de un amor que se ha convertido en la terminación del mundo. Por una parte, la conciencia, la certidumbre del desastre (Mientras avanza, el día se devora/ y sus ruinas se esparcen sobre un reino asolado... Pero tu nombre llega lacio y gastado como una promisión que no se cumple... El sol se desvincula y ya no late y es un clamor desértico... Los mundos atraviesan la sorpresiva fecha,/ y dejan como estela, como ruinosa huella,/ los instintos del polvo). Por otra, la añoranza del tiempo primero, del origen de todas las cosas, la búsqueda del linaje (Todo lo que has perdido, concluyeron, es tuyo/ Es tu sola heredad, tu recuerdo, tu nombre... En lo alto del día/ eres aquel que vuelve/ a borrar de la tierra la oquedad de su paso... La edad de piedra petrifica el misterio. Y la ceniza, oh tierra, siente nostalgia del incendio...) El amor —o sea el tiempo, el paraíso también perdido— buscará refugio y consuelo en el “silencioso estruendo del olvido”, en el “acre sabor de lo que muere y lo que comienza”, en el símbolo de una infancia demolida como el castillo de arena edificado en la playa cuando el poeta tenía nueve años, pero también en el rostro nocturno de las cosas (Se apaga el ruido: áspera la noche/ ya vulnera mi voz, arrasando sus símbolos), en la fidelidad última al desastre (Porque hoy el día amaneció de cobre/ y era su advenimiento/ la multitud del término.) Sin embargo, y pese a que repetidas veces se afirme que es “inútil el lamento, inútil la esperanza, el desterrado adjetivo del viento”, la causa —objeto del amor, o sea de la pérdida del paraíso, del fin del mundo, de la abolición del tiempo— se mantiene viva, cierta, soledad que desea ser compartida (Más tú, señora, creces sobre ese largo acotamiento,/ sobre el filo desnudo de ese acontecer que nos llega de lejos... Alguien que no eres tú/ vive esa vida/ para que tú la vivas).
Los elementos de la noche es un libro definitivo para su autor y para la literatura mexicana. El libro más hermoso que ha dado nuestra joven poesía. Uno de los más importantes que se han escrito en los últimos años. No nos preocupamos por relatar exhaustivamente las influencias, las voces que en él se encuentran: a esa ingrata e inútil tarea preferimos la de ocupar nuestra oreja con la voz con que el autor nos habla. No nos preocupemos amenazando, exigiendo a José Emilio Pacheco la superación en libros futuros: a ese afán inquisidor preferimos la decisión de acompañar al poeta en su peregrinaje sobre la tierra, a participar de la resurrección de las cosas y del nombre que otorga a lo que había muerto.
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* “José Emilio Pacheco: un libro de amor” en Revista Mexicana de Literatura, núms. 3-4, marzo-abril, 1963, pp. 65-67.
 

Inventario

1/Febrero2014
Laberinto
Gabriel Zaid

El centro más visible de la obra de José Emilio Pacheco es su poesía, creciente y corregida una otra vez en cada nueva edición. No menos admi- rables son sus traducciones, desde los epigramas griegos hasta Schwob, Wilde, Eliot y Beckett.

En otra órbita, pero con el mismo centro, están sus relatos (de ficción o históricos), sus libretos de cine, su abreviación de La Numancia y ese cometa inesperado que se desprendió como best seller, aunque no fue escrito como tal: Las batallas en el desierto.

Más los artículos de lujo que dejó perdidos en la fugaci- dad de la prensa, aunque están notablemente escritos, y no solo son informativos y amenos, sino que, de pronto y sin avisar (lo anterior puedes verlo en una enciclopedia, pero lo que sigue nadie lo ha dicho) crean conexiones inesperadas que no a cualquiera se le ocurren.

Menos visible es su obra anónima: las soluciones como el epígrafe homenaje (sin conexión con el artículo) que ahora tantos usan sin saber quién lo inventó; o los cui- dados editoriales que no lucen como obra creadora, y sin embargo lo son. Su Antología del modernismo es de una creatividad asombrosa.

Cuando tantos que escriben no están dispuestos a revisar ni sus propios textos; cuando tantos que editan no leen lo que publican; cuando parece no importarle a nadie que los libros, revistas y páginas culturales lleguen hasta el lector con todo tipo de descuidos, hay que admirar y agradecer el amor al oficio y a los textos ajenos que demostró Pacheco, siguiendo a Alfonso Reyes, Octavio Paz, Juan José Arreola y Antonio Alatorre. Hizo talachas a las que nunca “descenderían” hoy muchos becarios, periodistas culturales e investigadores que tienen cosas más importantes que hacer que cuidar los intereses del lector anónimo.

Hay que cuidar de esa manera su obra, respetando los libros que él mismo organizó y revisó, pero recogiendo lo que está a la deriva. Por una parte, lo que haya dejado inédito (incluso grabaciones de sus conferencias, partici- paciones en mesas redondas, declaraciones, entrevistas). 

Separadamente, la prosa cuidada y publicada por él mismo, pero dispersa. De ésta hay que hacer inventario, y proceder a la pepena, por lo pronto tal cual. De esa cantera pueden salir después las ediciones, ya no se diga las consultas de lectores e investigadores.

La única intervención inicial sobre el material es- caneado sería añadir la fuente, detallada como en la ficha bibliográfica de un artículo. No hay que esperar a terminar, para ir haciendo cederrones sucesivos cada vez más completos que circulen entre los colaboradores del proyecto. Cuando el avance lo justifique, se puede crear un sitio de Internet interactivo para ampliar las oportunidades de consulta y colaboración. Con buenos cimientos, se puede construir algo perdurable.

Llegan escritores, pero no los libros

1/Febrero/2014
Milenio
Ariel González Jiménez

Cartagena es una ciudad más pequeña de lo que uno —viniendo de una ciudad monstruosa en tamaño y en muchas otras cosas, como la capital mexicana— puede imaginar con un mapa al lado; pero también más hermosa de lo que prometen sus imágenes turísticas en internet. Al final, entonces, es una población caribeña que hace cumplir sobradamente aquello de que “lo pequeño es hermoso”.
La idea (que autores como Mark Twain sembraron en todos los itinerarios posibles) de que no hay como viajar con otra persona para saber si la odias o la amas es cierta, sin duda. Ahora bien, en mi caso, viajando solo, únicamente he tenido oportunidad de odiarme por no haber conocido antes Cartagena, si bien sé que han sido las circunstancias y no mis deseos los que han privado para tamaña falta.
Entre la Sudamérica más profunda y la Norteamérica que compartimos con Canadá y esa poderosa nación que, por lo mismo, se hace llamar como toda la región, existen sitios que representan esas inmediaciones donde todo es diferente, tal vez porque lo viejo y lo nuevo de la América que conocemos está siempre reconstituyéndose, huyendo de los extremos.
Un lugar así es sumamente propicio para el intercambio de ideas. Ello bastaría para felicitar a los organizadores del Hay Festival de Cartagena de Indias, y a eso hay que añadir que su exitoso encuentro de escritores se ha convertido ya en una tradición regida por la maravilla de la diversidad de talentos, humores y perspectivas. Las voces que de todas partes del mundo se dan cita en este espacio construyen un diálogo literario de alcance global, y eso no es poco.
Desde luego, queda lugar también bastante espacio para la amistad y la generosidad de los participantes, entre ellos y hacia un público ejemplar que los sigue y escucha con sorprendente y genuino interés. Las razones de este entusiasmo pueden ser muchas, pero al fin solo cabe remitirse a los autores y sus obras, a sus planteamientos y
propuestas, que se conectan de muy variadas formas con lo que los lectores esperan.
Por supuesto, esto no es el mundo cotidiano que viven los autores, lectores y sus obras: es un momento, una  pausa, un festival, una fiesta que cuando termina debe dejar en todos la ansiedad por la que sigue y un sinnúmero de inquietudes que puedan ser procesadas después.
En una conversación Ricardo Piglia me hacía notar que los escritores se ocupan principalmente de —además de su literatura, claro está— ejercer el análisis y la crítica en torno de distintos asuntos públicos, pero que dicen poco o casi nada de su oficio y de los problemas que enfrentan sus obras para llegar a los mercados locales e internacionales.
Y ocurre también, me dice Piglia, que a los festivales y ferias “llegan los escritores, pero no llegan los libros”. Es decir, muchas veces el autor es, debido a la penosa circulación de sus obras más allá de su propio país, un forastero que llega sin cartas credenciales. Esto, en medio de las nuevas tecnologías, las redes sociales y todos los mecanismos de globalización, es algo muy común.

Lo que le sorprende a Piglia —y tiene toda la razón— es que antes de que fuéramos tan globales los libros de las principales editoriales de la región y de otras incluso pequeñas circulaban con más facilidad. De algún modo, estábamos mejor enterados de lo que se publicaba en la región, de las novedades que estaban calando entre los lectores o aquellas que estaban provocando nuevos temas, estilos y hasta transformaciones radicales; y lo mismo para el caso de España, a donde no dejábamos de mirar por obvias razones. ¿Qué fue lo que pasó? ¿Cuándo la globalización literaria quedó en manos de unas cuantas editoriales no muy globales, por lo demás?
Sus palabras, le comenté a Piglia, se confirman por un hecho: antes, hasta en las librerías de viejo encontrábamos sellos editoriales como Claridad, Losada, Norma, etcétera, y ahora ese tipo de librería se nutre, por lo menos en México, básicamente de saldos de best sellers y otros desperdicios. Pero si vamos a las librerías convencionales, la conclusión es igual o peor: nunca hubo más uniformidad y pobreza en materia de distribución editorial que en nuestros días, especialmente para los libros de los escritores latinoamericanos.
El caso es que los buenos libros de Iberoamérica, en tiempo y forma, no están llegando allende las fronteras de los países en que son producidos. Y para darnos cuenta de eso, desde luego, no es necesario ir a Cartagena de Indias sino a cualquier librería de Chile, Perú, Argentina o México, pero no deja de ser simbólico que una charla sobre este tema pueda tener lugar precisamente aquí, donde pareciera que todas nuestras raíces hispanoamericanas afloran y se magnifican espléndidamente. Después de todo, Cartagena también dio gloria a Bolívar, y si hay un espíritu bolivariano que debamos promover (perdonarán los chavistas, que han explotado hasta el delirio este término), seguro pasa por el libro.