miércoles, 18 de diciembre de 2013

Dante en Carpentier

Noviembre/2013
Nexos
Roberto González Echevarría

Como no hemos tenido a un T.S. Eliot en América Latina o a un H.D. Longfellow, Dante nunca ha llegado a convertirse en figura central de nuestra moderna literatura y reflexiones críticas, como lo ha sido en las letras norteamericanas y británicas.* Hay hasta quienes dicen que Dante es un poeta norteamericano. Pero sí tuvimos al militar, político y poeta argentino Bartolomé Mitre (1821-1906), que publicó una traducción en verso de La divina comedia en 1889 (Casa Editorial Félix La jouane, Buenos Aires). Mitre fue un poeta de no poco talento y su terza rima es muy respetable, aunque no faltan ripios y barbarismos en su texto. Hubo nuevas ediciones en 1891, 1893, 1894. La traducción se ha seguido publicando y sospecho que es la que leyeron la mayoría de los escritores e intelectuales latinoamericanos del siglo XX. Poseo tres ediciones: de 1839, 1946 y 1968. Uso aquí la de la Editorial Sopena, Buenos Aires, en su cuarta edición de 1946. Mitre, que también tradujo a Horacio y al propio Longfellow, fue, como es sabido, presidente de Argentina entre 1862 y 1868; me atrevo a decir que ha sido el único traductor de Dante en alcanzar semejante posición política.

La obra de Mitre inició una tradición de traducciones de Dante en Argentina, continuada en nuestros días por la de Antonio Jorge Milano, publicada por el Grupo Editor Latinoamericano. El interés de los argentinos por Dante debe reflejar la nutrida inmigración italiana al Río de la Plata porque no lo iguala, que yo sepa, el de ningún otro país latinoamericano. Jorge Luis Borges, el más argentino de los argentinos, como es notorio, ha sido el más notable comentarista de Dante en lengua española, pero a él no le hacía falta ningún incentivo histórico-social para interesarse en un clásico como La divina comedia.

En el caso de Alejo Carpentier, dado el período en que huellas de Dante empiezan a aparecer en su obra, sospecho que fue José Lezama Lima y su grupo Orígenes, con quien se asoció a principios de los cuarenta, que lo llevaron a La divina comedia, aunque tal vez también Borges, a quien ya leía, como he demostrado en otra parte (1983). La novela mayor de Lezama se intitula, después de todo, Paradiso. Pero los años cuarenta son, además, para Carpentier, que había nacido en 1904, el “mezzo del cammin della sua vita”. Regresó a Cuba, en 1939, después de 11 años en París, y su vida y obra tomaron un nuevo rumbo. Realizó entonces una revisión, revaluación, y renovación de éstas, como detallé hace años en mi Alejo Carpentier: The Pilgrim at Home (1977, hay dos traducciones al español). La divina comedia pudo haber sido el prisma a través del cual mirarse a sí mismo y sus proyectos literarios, que versarían de ahí en adelante sobre la historia latinoamericana y la cuestión de cómo se insertaba él en ésta.

Hay una razón fundamental por la que Carpentier se torna hacia Dante en su obra madura. Carpentier se convirtió entonces, al igual que Dante, a quien probablemente emulara, en un escritor enciclopédico, cuya obra absorbe la totalidad de la cultura occidental, así como otras culturas como la africana y la latinoamericana en el sentido más amplio. Antes Carpentier se había concentrado exclusivamente en lo cubano, con una inflexión africana. Pero de ahora en adelante su obra estará erizada de precisas alusiones a la literatura, la pintura, la arquitectura, la música, la teología, la filosofía, la astronomía, la astrología; una cornucopia de conocimientos desplegada de la forma más abarcadora pero a la vez detallada y específica. Ningún escritor latinoamericano, con la excepción de Borges, podía hacer alarde de semejante erudición; pero, mientras que el argentino escribió agudos ensayos sobre Dante, su obra narrativa no posee las dimensiones monumentales, dantescas, de las del cubano. Digo monumental en el sentido metafórico, pero también en el más literal posible porque las nuevas narrativas de Carpentier, como La divina comedia, despliegan una estructura arquitectónica que se refleja a su vez en los importantes edificios minuciosamente descritos e incorporados a la trama. En suma, Carpentier pudo haber visto en Dante un modelo a seguir en la composición de su obra, que ahora, y por el resto de su vida, la mueven las más elevadas ambiciones intelectuales y estéticas.

Hay tres períodos perceptibles en el proceso de asimilación de Dante por Carpentier, durante una carrera literaria que se inició en los años veinte y terminó con su muerte en 1980. El primero va de mediados de los cuarenta a mediados de los cincuenta, cuando los libros importantes de Carpentier empezaron a salir: novelas como El reino de este mundo (1949), Los pasos perdidos (1953), El acoso (1956) y la colección de relatos Guerra del tiempo (1958). El segundo abarca los sesenta y principios de los setenta e incluye novelas como El siglo de las luces (1962), El recurso del método (1974), Concierto barroco (1974) y el cuento largo o novela corta El derecho de asilo (1968). El tercer y final período consiste de una relativamente breve novela, El arpa y la sombra, que apareció en 1978, dos años antes de la muerte de Carpentier, y La consagración de la primavera, del mismo año, una novela autobiográfica malograda de considerables dimensiones que no gozó de una recepción crítica positiva. Esta postrera novela, que sufre por ser la autobiografía que Carpentier nunca se atrevió a escribir, torpemente transformada en prolija ficción, cae fuera de mi foco de estudio aquí, pero hay en ella también rastros de Dante. Un personaje secundario, el alardoso y gárrulo José Antonio, exclama: “Eso del amor sublime, inmaterial, es una pendejada que inventó Dante, porque tenía una fijación con una niña de nueve años llamada Beatriz. Prevenido, el poeta prefirió escribir La divina comedia a ser encarcelado por el delito de corrupción de menores” (pp. 389-90). Y una de sus protagonistas, la rusa Vera, alude al principio del Infierno en una de sus cavilaciones literarias, cuando dice: “me interesaba por saber si aquel que se había extraviado en una selva obscura al alcanzar el medio tránsito de su vida, había podido salir del atolladero, a pesar de las tres alimañas que lo molestaban” (p. 460). Se trata de meras alusiones de pasada sin mayores consecuencias. El rastro importante de Dante en este último período de la vida de Carpentier es el que aparece en El arpa y la sombra, obra maestra del final de su carrera.
El efecto más importante de Dante sobre Carpentier data de los años cuarenta, en las narraciones que eventualmente aparecerían incluidas en Guerra del tiempo y muy en particular su primera gran novela El reino de este mundo. Fue entonces cuando la obra del novelista adquirió profundidad, revelando una ambición profunda de trascendencia en sus temas, y el empeño de dejar atrás las modas efímeras de la vanguardia, sobre todo el surrealismo. El aspecto más visible de ese “efecto Dante” fue la compleja estructura numerológica manifiesta en las nuevas narrativas y la tendencia a la alegoría; esta última se convertiría en su rúbrica, y algo que algunos considerarían anacrónico en un autor moderno surgido de las vanguardias, ya que la alegoría parecería atar sus textos a sistemas fijos de significación. Ambas tendencias generaron ficciones rigurosamente construidas con intrincadas y coherentes arquitecturas, y a veces personajes con o sin nombres (El acoso, Los pasos perdidos), o con nombres genéricos (El siglo de las luces, El recurso del método) que parecen representar cualidades abstractas, oficios, o simplemente el Hombre, como en un auto sacramental calderoniano o La divina comedia. La estructura numerológica incorporaba no sólo la construcción interna de las narrativas, tales como la cantidad y el número de los capítulos, sino además las fechas de los acontecimientos históricos que narran. Las correspondencias integraban no sólo esas fechas sino el número de años que separaban a los sucesos relacionados al número de capítulos y al número de los capítulos, y la alegoría abarcaba no sólo el nombre de los personajes sino alusiones explícitas al año litúrgico.

En La divina comedia semejante estructura reflejaba el orden del universo y por lo tanto el armonía cósmica creada por Dios. Carpentier, en cambio, le atribuye el complejo diseño de El reino de este mundo a una fuerza telúrica que él denominó “lo real maravilloso americano”, que, sugería en el prólogo se expresaba a través de él, no debido a un esfuerzo creativo individual suyo. Esta es la marca de esa primera gran novela, El reino de este mundo, pero también de relatos como “Viaje a la semilla”, “Semejante a la noche” y “El camino de Santiago”, publicados en revistas durante los años cuarenta y recogidos en Guerra del tiempo. (Todo esto lo documenté y estudié hace años en Alejo Carpentier: The Pilgrim at Home.) Se trata de un esquema evidentemente dantesco, especialmente si además tomamos en consideración el concepto providencialista de la historia en la obra del florentino, que sobrevive en Carpentier, con variantes laicas pero poco estrictas (por ejemplo no se trata nunca de un milenarismo marxista), a lo largo de toda su obra.

El diseño arquitecto-alegórico también figura en estas narrativas de los años cuarenta, cincuenta y principios de los sesenta, y las que siguen, de manera refleja en los múltiples edificios imponentes que aparecen en ellas, que figuran como emblemas del texto mismo y sus sólidos vínculos con sistemas de significado. (No carece de interés que el padre de Carpentier haya sido arquitecto, y que él mismo haya iniciado estudios de arquitectura en la Universidad de La Habana, que tuvo que abandonar por razones económicas.) En El reino de este mundo las majestuosas fortalezas de Henri Christophe, La Ferrière y Sans Souci, desempeñan papeles relevantes en la trama, tanto como evidentes alardes de su poder político como construcciones que representan el propio yo de Carpentier y el montaje de la novela misma. Tras su muerte, Christophe termina emparedado en uno de los muros de su fortaleza La Ferrière, lo cual sugiere su consubstancialidad con estos edificios y la de éstos con el texto que leemos. Estos monumentos representan una especie de archtextualidad, figuraciones fundacionales de la composición de estas narrativas. El más significativo edificio desde un punto de vista gráfico es la mansión de “Viaje a la semilla”, que ha sido demolida cuando abre la narrativa, pero que se va reconstruyendo a medida que el relato se desarrolla, retrocediendo en el tiempo, en lo que constituye una evidente imagen de la elaboración del texto mismo. Éste está compuesto mediante una rigurosa numerología como la de El reino de este mundo: los números de los capítulos, el número de capítulos, la edad del protagonista en cada momento, y cualquier sistema reductible a guarismos, como el calendario o la música, se enlazan entre sí como los fragmentos de la casa que va siendo rehecha.

Pero este tipo de esquema hace crisis en dos novelas que Carpentier publica en los años cincuenta: Los pasos perdidos y El acoso. En la primera, que muchos consideran la obra maestra de Carpentier, el protagonista-narrador, un musicólogo, emprende un viaje por la selva del Orinoco (aunque no se nombra, lo cual contribuye a su carácter alegórico), en busca de unos instrumentos musicales primitivos, que en realidad constituye una exploración de los orígenes del tiempo y de la cultura humana. El personaje se ve atrapado en el tipo de red numerológica imperante en las  narrativas anteriores sin estar consciente de ello, aunque él mismo es el narrador de su propia narración. La ignorancia de su circunstancia se le hace evidente al lector, en parte, por un error en las fechas del diario que el protagonista lleva y que se incorpora al texto de la novela, una falla interna que abre una perspectiva irónica.

La aventura del protagonista-narrador pronto se amplía con el inicio de una relación amorosa con una mujer oriunda de la región llamada Rosario (Rosa-rio), de claros ecos dantescos. Como ésta aparece al final de su trayecto, su destino, Rosario es una figura criolla de Beatriz, y su nombre parece aludir también a la rosa mística que aparece casi en la culminación de La divina comedia, en Paradiso pp. 30-32. Pero el romance del narrador-protagonista con Rosario fracasa. El período menstrual de ésta llega en un momento inoportuno que entorpece que hagan el amor, lo cual imposibilita que tengan un hijo —ella lo tendrá más adelante con Marcos, un joven de la región—. El protagonista-narrador no está en sincronía con los ritmos de la naturaleza, de la misma manera que no lo está con la trama numerológica en que está fraguada su historia, que él mismo cuenta. La penosa travesía del autobiográfico protagonista-narrador está traspasada por resonancias alegóricas y es reminiscente del inicio del Infierno —de la selva selvaggia—, y los varios estadios de la historia humana representados en la selva tropical que atraviesa se corresponden con otros lugares de la Comedia. Su fracaso al final, tanto de cumplir su misión como de componer un treno, además de no poder regresar a la aldea en la jungla donde Rosario se ha casado con otro, revela la naturaleza falaz de la red numérica, que no lo conduce a la satisfacción personal o a descubrir el sentido del tiempo, excepto que él no pertenece al que se manifiesta en los ritmos naturales. La naturaleza y su vida no empalman y sólo puede vislumbrar un futuro incierto en que la acumulación de los conocimientos adquiridos en el pasado no será capaz de ofrecerle un fundamento o guía. Sólo sabe que ha sido arrojado a la historia, cuya armazón temporal y su inserción en ella todavía está por descubrir. En esto, claro, Los pasos perdidos difiere radicalmente de La divina comedia, cuyo apoteósico final ya no es posible en la modernidad.

En 1956 Carpentier publicaría una novela corta, El acoso, en que, como en Los pasos perdidos, habrá un contrapunto entre la organización numerológica del tiempo y la historia y la conciencia del protagonista. La novela se adhiere al calendario litúrgico marcado por la Semana Santa, y culmina con el sacrificio del personaje, un activista político, que ha delatado a sus compañeros y es perseguido y asesinado por éstos en una sala de conciertos. En esto coincide la novela punto por punto con la cronología de La divina comedia, cuya acción empieza el Viernes Santo y culmina el Domingo de Resurrección (aunque el poema en sí empieza el Jueves Santo). Como en Los pasos perdidos Carpentier ha engranado el tiempo narrativo y la música, aquí la Quinta sinfonía de Beethoven, que se interpreta en la sala de conciertos en la que se refugia el acosado. Pero aquí el acoplamiento es aún más concreto porque Carpentier sugirió que el tiempo de la trama coincidía con el de la ejecución de la sinfonía. Pero hay una disyunción dramática entre la conciencia del protagonista, cuya voz interior “oímos”, y el desenvolvimiento de la acción, cuya concordancia desconoce, así como con el ritmo de la música, una especie de cacofonía que refleja el sesgo trágico del relato. Como en Los pasos perdidos, hay un fuerte contraste dantesco entre la ciudad, una Habana descrita en detalles tangenciales pero precisos, y el campo, las provincias de donde proviene el protagonista —es como el florentino, un exilado—. La ciudad, con su monumental arquitectura empareda y petrifica al protagonista-narrador y lo somete a los terrores de la política y su inherente maldad, igual que los residentes del Infierno. Hay también ecos de La divina comedia en el personaje de Estrella, la prostituta que el protagonista visita, versión invertida de Beatriz y del mundo estelar del Paraíso donde ésta aparece. Naturaleza e historia, e historia y conciencia no se armonizan, como en Los pasos perdidos. La gran novela que surge de esa revelación será El siglo de las luces, que es una crónica de la entrada de América Latina en la historia moderna de Occidente como resultado de la revolución francesa. Los movimientos políticos, no los ciclos naturales, serán los que de ahora en adelante darán forma al tiempo en las narrativas de Carpentier.
Este giro decisivo será, a su vez, revisado en su ficción de los años sesenta y setenta con el surgimiento de un Carpentier renovado, provisto ahora de humorismo, sin duda porque ha internalizado la perspectiva irónica de Los pasos perdidos (no hay ironía ni comicidad en El acoso). Tanto en Concierto barroco como en El recurso del método la estructura numerológica como la alegoría persisten, pero con una nueva inflexión. En Concierto barroco la historia es como una espiral ascendente en la cual los protagonistas se elevan desde el siglo XVIII y la música de Scarlatti y Vivaldi hasta el XX y el jazz de Louis Armstrong. Hay un sentido de liberación inminente en ese movimiento, cuya inherente fluidez ablanda la dureza de la alegoría y la arquitectura. En El recurso del método un dictador latinoamericano clownesco, que gobierna un innominado país que representa a todos los países latinoamericanos, despilfarra su fortuna y tiempo, mayormente en París, donde se codea con artistas e intelectuales, entre otros, Gabrielle d’Annunzio. Un tosco ignorante, el anónimo dictador, que sólo se identifica por sus extravagantes títulos, alienta desorbitadas aspiraciones culturales. Obra que se asemeja en el estilo a la ópera bufa, esta novela sobre el dictador de dictadores, está también imbricada en un torbellino numérico que incluye el Tarot, surrealista visión del futuro en sus permutaciones. Es un jocoso andamiaje que representa el mundo político latinoamericano. Concierto barroco y El recurso del método son versiones paródicas del Infierno y el Purgatorio, pobladas de personajes con exagerados defectos de carácter, inmersos en un mundo carnavalesco.

Una de las más explícitas de estas ficciones de los sesenta y setenta en sus reflejos de Dante es una novela corta, El derecho de asilo (1972), cuyo tema central es precisamente el del exilio, tan central en la vida y obra del autor de La divina comedia. El relato está ambientado otra vez en un arquetípico país latinoamericano, con su dictador de turno. El protagonista es uno de sus subordinados que, a causa de un golpe de Estado, se refugia en la embajada de un país vecino en la capital del suyo. Allí permanece por tanto tiempo que, a la larga, puede pedir la ciudadanía en ese país, que a su vez lo nombra a él embajador en su propio país. Un exilado que nunca ha abandonado su tierra natal, se transforma en extranjero por el mero pasar del tiempo. Mientras se esconde en la embajada, el asilado pasa el tiempo leyendo, meditando sobre el transcurrir de las horas, que marca el tañer de las campanas de una iglesia cercana, y tratando de seducir a la esposa del embajador. Esto último lo logra en una escena de lectura (él le lee un pasaje lascivo del Tirant lo Blanc) en que hay referencia explícita a Infierno V, el conocido episodio de Paola y Francesca: “y aquel día, a fuer de pedante, diré que ‘no leímos más allá’ ” (p. 50). Falso exilado que “sufre” una conversión risible, el innominado protagonista es un peregrino que nunca abandona su patria, pero “regresa” a ésta transformado en forastero. El relato es una parodia del gran tema de la literatura occidental del exilio, tan presente en Dante, y de la literatura latinoamericana en especial. El relato es uno de los textos más humorísticos de Carpentier.

El cariz erótico de El derecho de asilo aumenta en El arpa y la sombra, que es la obra más abiertamente inspirada por Dante de todas las de Carpentier. Aquí las relaciones amorosas son nada menos que entre Cristóbal Colón, el protagonista, y no otra que la reina Isabel de Castilla, de quien recibe el futuro Descubridor el apoyo político y económico para su ambicioso proyecto, inspirada por el fogoso idilio. La novela es como una vasta alegoría burlesca en la que el nacimiento de América es producto de este improbable amorío, una unión platónica vuelta explícitamente carnal en la extravagante bufonada de Carpentier. Es una empresa cumplida no en la apoteosis de la visión sublime de Dios al final del Paraíso, sino que culmina con la más trascendental ruptura en la historia occidental desde el nacimiento de Cristo, según Bartolomé de las Casas: el Descubrimiento del Nuevo Mundo. En este burlesco nivel alegórico, América vendría a ser el fruto de esta portentosa unión de protagonistas históricos.

Carpentier seguramente vio en Colón un descendiente del Ulises de Dante, que expía sus culpas en el canto 26 del Infierno por haber sobrepasado los límites del conocimiento de su época y causado la inmolación de sus hombres en un naufragio al pie del monte del purgatorio, víctimas de una tormenta. (Este es un episodio que pasma por la forma en que anticipa La tempestad de Shakespeare y buena parte de la literatura del Caribe.) Ulises, que Dante deriva de la tradición oral porque no había llegado a él La Odisea, es un transgresor, que embauca y embarca a sus compañeros con un falaz pero hábil discurso animándolos a ir más allá de las Columnas de Hércules, es decir, el Estrecho de Gibraltar. Dante lo presenta como culpable no sólo por la catástrofe, sino por el abuso de la retórica, del lenguaje, como haría, siglos más tarde, Colón para convencer a sus amotinados marineros a seguir adelante hacia lo desconocido. Hay, de todos modos, una cierta admiración por Ulises en La divina comedia, es una figura que reaparece y que evidentemente fascinó a Dante. Lo mismo se puede decir del Colón de Carpentier. El novelista siempre alabó al navegante en entrevistas y otras declaraciones, y se puede detectar su identificación con él en esta novela.

Pero lo más patentemente derivado de Dante en El arpa y la sombra es uno de los relatos que enmarca la trama de la novela. En éste, Colón y su camarada Andrea Doria aparecen como espíritus que flotan por el Vaticano, observando el juicio en que se debate la beatificación del Almirante, iniciada por el papa Pío IX, el otro protagonista de la novela y de otro relato marco. Andrea y Cristóbal vuelan sin ser vistos espiando el proceso durante el cual se sopesa y analiza una vasta bibliografía sobre la vida y obras del Descubridor, y las porfías provocadas por el abogado del diablo y otros que le imputan a Colón los consabidos cargos de haber traído la esclavitud al Nuevo Mundo y abusado de los nativos que allí encontró, algunos de los cuales (tanto en la vida real como en la novela) Colón trajo contra su voluntad a España para animar el espectáculo ambulante que montó para recaudar fondos para sus próximos viajes. Los cargos más severos contra él son el haber llevado una vida licenciosa que resultó en un hijo ilegítimo, que sería la contrapartida, o el gemelo del Nuevo Mundo al nivel de la amplia e hilarante alegoría sobre el nacimiento de América que El arpa y la sombra encierra.

La beatificación se deniega y los dos amigos planean en retirada, con la queja de Colón de que “me jodieron” (p. 202). El espíritu errante del Descubridor alcanza el medio de la Plaza de San Pedro, epicentro de la columnata diseñada por Bernini en el que convergen los radios del vasto semicírculo, y se evapora en ese centro de centros que es Roma, punto de reunión de todas las líneas del universo, la meta de todos los peregrinajes, el final de todo viaje —todos los caminos conducen a Roma. Así finaliza la obra.
La última parte de la novela, en la que transcurren estos episodios, abre con un epígrafe, en el original, del canto cuarto del Infierno (versos 31-32), donde aparece el Limbo, como para no dejar dudas sobre el carácter dantista de la ficción: “Tu non dimandi/ che spiriti son questi que tu vedi?” (“¿No me preguntas/ qué espíritus son estos que tú ves?” —Mitre traduce “Quiero que sepas que espíritus llorosos son esos que tú ves”— p. 23). Pienso que la apropiación de Dante en El arpa y la sombra obedece a un fuerte impulso autobiográfico y jocosamente autocrítico. No se debe ignorar que cuando Carpentier terminó la novela era consciente ya de que se moría de cáncer. En la novela, por lo tanto, medita sobre su destino en la otra vida y su lugar en la historia de la literatura. ¿Qué mejor punto para proyectarse en el más allá que en ese cónclave de escritores famosos que sólo habitan este lugar del Infierno porque vivieron antes del cristianismo, por lo que no pueden ser ni condenados ni salvados, y que constituye una especie de salón de la fama de la filosofía y literatura clásicas? Carpentier probablemente vio en la invención de Dante un anticipo extraordinario de la situación y actitud del escritor moderno, sólo que la falta de fe de éste no se debe al accidente histórico de los individuos residentes en el Limbo. Vio también  —Limbo deriva de límite, de margen— la posición de marginalidad respecto a las doctrinas que los modernos prefieren. Pensó, o quiso, que él y los modernos tampoco merecieran el fuego temporal o eterno por semejantes actitudes.

En Dante los condenados muestran una ambigua sonrisa, moderna en su irónico despego, como expresando un juguetón menosprecio de sí que por el contrario refleja su enorme presunción y orgullo. Carpentier sugiere, me atrevo a pensar, que a él le gustaría sumarse a esa sesión permanente de un coloquio dedicado a las obras de los presentes, deambulando por el magnífico palacio que allí se eleva, como si hubiese sido financiado justo para ese propósito por una generosa fundación contemporánea, como el comité del Premio Nobel, por ejemplo. Porque en todo este asunto del juicio de beatificación del Almirante se vela también una broma para los enterados, porque es sabido que Carpentier fue propuesto varias veces para el Nobel, pero que siempre lo eludió. A eso es a lo que el “me jodieron” alude. Me impresiona la manera tan fina con que Carpentier supo responder a semejante fracaso.

Otra broma para enterados en El arpa y la sombra, que no fue descubierta sino hasta 15 años después de la muerte de Carpentier en 1980, es que su identificación con el Almirante velaba otra condena propia de resonancias dantistas. Colón es conocido no sólo por su famosa hazaña, sino también por sus mentiras, las que les dijo a sus marineros para apaciguarlos, sobre cuánta distancia habían recorrido, y otras concernientes a sus orígenes, que han provocado innumerables conjeturas y polémicas. ¿Cuál era la nacionalidad de Carpentier? En 1995 se supo que había mentido a lo largo de toda su vida sobre su lugar de nacimiento (ver mi libro Cartas de Carpentier). Siempre declaró haber nacido en La Habana, el 26 de diciembre de 1904. Pero ahora se descubrió que sí había nacido en esa fecha, pero en Lausana, Suiza. Pienso que reconoció esta mentira mediante su identificación con Colón quien, en El arpa y la sombra, confiesa sus propios engaños mientras se prepara para confesarse en su lecho de muerte. Carpentier también sabía que sus días estaban contados y sospechó que su mentira sería a la larga descubierta.

La novela no podía haber alcanzado la grandeza de La divina comedia, pero el resumen y balance que Carpentier hace de su vida en El arpa y la sombra, que incluye las ficciones en que ésta se basaba, es una apoteosis digna de sus ansias de trascendencia, aun cuando su espíritu se deshace en ese cómico “puff” final, al desvanecerse en medio de la columnata de Bernini, una consumada unificación de ser y arquitectura, como la de Christophe en su fortaleza.

Los escritores mayores latinoamericanos dialogan con los grandes autores de la tradición occidental, no sólo con sus coterráneos. En el caso de Dante, no sólo Borges y Carpentier, sino también Neruda, Paz y sobre todo Rulfo y Lezama Lima también incorporaron la visión del florentino a sus obras, dándoles de esa manera un peso y alcance que no habría tenido de otra manera. No podía ser de otra manera. Por laicos que sean todos esos escritores, escriben en la estela de una tradición artística e intelectual que es en su origen católica, con todo lo que tiene ésta de rescatable aún en la modernidad. Lo irónico es que con Eliot, Longfellow y tantos otros, Dante haya llegado a ser una presencia tan importante en las letras anglosajonas. Tal vez se deba a una nostalgia por el orden y sentido de la literatura medieval en sus más altas manifestaciones.
Bibliografía

Alighieri, Dante, La divina comedia (traducción de Bartolomé Mitre), cuarta edición, Sopena, Buenos Aires, 1946.

Carpentier, Alejo, La consagración de la primavera, Siglo XXI Editores, México, 1978.

González Echevarría, Roberto, Alejo Carpentier: The Pilgrim at Home, Cornell University Press, Ithaca, 1977. (Hay dos ediciones en español, Alejo Carpentier: el peregrino en su patria, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1993, y Alejo Carpentier: el peregrino en su patria, segunda edición, Gredos, Madrid, 2004.)

González Echevarría, Roberto, “Carpentier, crítico de la literatura hispanoamericana: Asturias y Borges”, en Isla a su vuelo fugitiva: ensayos críticos sobre literatura hispanoamericana, Porrúa, Madrid, 1983, pp. 179-203.

Mazzotta, Giuseppe, “Paradiso en el Paradiso”, en Cuba: un siglo de literatura, coordinadores Anke Birkenmaier y Roberto González Echevarría, Colibrí, Madrid, 2004, pp. 147-63.

domingo, 15 de diciembre de 2013

La resistencia alucinante de Reinaldo Arenas

15/Diciembre/2013
Confabulario
Rafael Lemus

1. El 12 de marzo de 1965 se publica en el semanario uruguayo Marcha una carta abierta
de Ernesto Guevara a su amigo Carlos Quijano. El texto, “El socialismo y el hombre
nuevo en Cuba”, es quizás el escrito teórico más significativo de Guevara y, a la vez,
una enfática declaración de objetivos del régimen emanado de la Revolución cubana,
entonces ya declarado marxista y en pleno proceso de conversión socialista de la isla.
Tal vez en ninguna otra parte se enuncia con tanta claridad la intención del régimen de
intervenir en todos los órdenes de la sociedad cubana, de transformar radicalmente la
vida mental y física de sus ciudadanos y de producir un nuevo sujeto: el Hombre Nuevo.
Ese afán de regular la existencia de los individuos y de actuar sobre los
fundamentos biológicos de la vida —antes más bien al margen de la acción política— no
es, desde luego, exclusivo del régimen cubano, y ni siquiera de los sistemas socialistas.
Como descubrió Michel Foucault, se trata de una característica fundamental del poder
en las sociedades modernas occidentales. A partir del siglo XVIII, detalla Foucault
en Seguridad, territorio, población, el poder toma en consideración “el hecho biológico
fundamental de que el hombre constituye una especie humana” y crea una serie de
mecanismos disciplinarios y de normalización —desde hospitales y colegios hasta
campos y prisiones— que persiguen “la transformación eventual de los individuos”.
 Entonces todavía al frente del Ministerio de Industria cubano, Guevara escribe
en aquella carta: “Para construir el comunismo, simultáneamente con la base material,
hay que hacer al hombre nuevo”. La tarea, advierte, no es sencilla: “las taras del pasado
se trasladan al presente en la conciencia individual” y, para erradicarlas, los individuos
“deben ser sometidos a estímulos y presiones de cierta intensidad”. Esos estímulos y
presiones pueden ser de “índole moral” o bien administrados, a veces brutalmente, por
las instituciones revolucionarias, ese “conjunto armónico de canales, escalones, represas,
aparatos bien aceitados” que garantiza “la selección natural de los destinados a caminar
en la vanguardia”. En esa “dictadura del proletariado, ejerciéndose no sólo sobre la
clase derrotada sino también, individualmente, sobre la clase vencedora”, es de especial
importancia el aparato educativo del Estado, ya que actúa directamente sobre la juventud,
“arcilla maleable con que se puede construir al hombre nuevo sin ninguna de las taras
anteriores”.
Uno de esos jóvenes se llama Reinaldo Arenas y no es, a pesar de su
apellido, “arcilla” y menos aún “maleable”. Entonces, cuando se publica “El socialismo y
el hombre nuevo en Cuba”, Arenas tiene 21 años y está a punto de entrar por primera
vez en conflicto con el régimen de la Revolución. Ese año el Estado crea las Unidades
Militares de Ayuda a la Producción —campos de rehabilitación y trabajo forzado para
los “inadaptados” sociales— y atiza su homofobia. Ese mismo año Arenas termina su
primera novela, Celestino antes del alba, y la presenta a un concurso nacional en el que
obtiene una mención honorífica —el principio de sus difíciles, enconadas relaciones con
la burocracia cultural de la isla—. Es entonces, cuando coinciden la radicalización de la
represión castrista y la emergencia de Arenas como figura pública, que se inauguran las
fricciones entre el escritor y el régimen, fricciones que pronto devendrán en un
enfrentamiento cabal y asimétrico, ya sea porque Arenas es homosexual, ya porque
publica sus obras en el extranjero, ya porque se resiste a los procesos de disciplinamiento
auspiciados desde el Estado. Durante los siguientes quince años Arenas soportará el
acoso y el castigo de los dispositivos de poder estatales: será forzado a trabajar en una
plantación cañera, será recluido en una prisión, será obligado a firmar una retractación
pública y verá frustrados sus repetidos intentos de abandonar la isla, hasta que en 1980,
durante el éxodo de Mariel, consigue hacerlo y marchar hacia Estados Unidos. Es allí —
enemistado con el exilio cubano de Miami, primero animado y después aturdido por la
vida neoyorquina y, al final, enfermo de sida— donde termina de escribir Antes que
anochezca, las memorias que empezó a redactar un día de 1973 en las alcantarillas del
Parque Lenin mientras se ocultaba de las fuerzas de seguridad del régimen.

2. “Toda dictadura —escribe Arenas en un pasaje de Antes que anochezca— es casta
y antivital: toda manifestación de vida es en sí un enemigo de cualquier régimen
dogmático. Era lógico que Fidel Castro nos persiguiera, no nos dejara fornicar y tratara
de eliminar cualquier ostentación pública de vida”. Esta imagen, la de un Estado que
censura la “ostentación pública de vida” y se afana en controlar la existencia física de los
ciudadanos, se repite una y otra vez a lo largo de las 343 páginas del libro. Ya sea que el
régimen se conceda “la potestad de informar cómo debían vestir los varones”, que se
proponga “romper los vínculos amistosos” mediante la organización, calle por calle, de
los Comités de Defensa de la Revolución o que penalice las relaciones homosexuales,
la imagen que emerge aquí es la de un poder para el que la vida de sus ciudadanos no
representa el límite de la política sino, precisamente, su centro y objetivo. Dicho en otras
palabras: un biopoder que, para seguir siéndolo, debe intervenir en, y regular, todos los
aspectos vitales de la población.
     No casualmente Arenas se demora, en Antes que anochezca, en la descripción de tres
de los dispositivos disciplinarios y de normalización del régimen cubano: la educación,
el trabajo forzado y la prisión. Miembro de la primera generación de estudiantes
universitarios educados por el Estado revolucionario, Arenas recrea aquellos años no
como un periodo de formación sino más bien de adoctrinamiento en un colegio que, de
acuerdo con sus palabras, era un “monasterio donde imperaban nuevas ideas religiosas
y, por lo tanto, nuevas ideas fanáticas” y donde “no era fácil sobrevivir a todas aquellas
depuraciones que tenían un carácter moral, religioso y hasta físico”.
     Años después, en 1970, Arenas es enviado a una planta cañera, el Central Manuel
Sanguily en Pinar del Río, para cortar caña y escribir un elogio de la Zafra de los Diez
Millones. Allí se topa con una nueva generación de jóvenes, ya no adoctrinados en el
colegio sino peones en una campaña de trabajo forzado: “aquellos jóvenes de dieciséis,
diecisiete años, tratados como bestias de carga, no tenían un futuro que aguardar ni un
pasado que recordar. Muchos se daban un machetazo en una pierna, se cortaban un
dedo, hacían cualquier barbaridad con tal de no ir a aquel cañaveral”.
En vez de “guiar ideológicamente” a esa juventud, Arenas es acusado de
pervertirla. Con más precisión: en el otoño de 1973 se le acusa de haber abusado, junto
con otro amigo, de dos menores de edad, cargos que rechaza. Para evitar ser detenido, se
oculta durante cuatro meses en los sitios más inesperados (detrás de una boya en el mar,
en la copa de un árbol, debajo de una cama, en las alcantarillas del Parque Lenin), en una
serie de desventuras casi dignas del fray Servando Teresa de Mier que había recuperado
y reinventado años antes en la novela El mundo alucinante (1969). Cuando al fin es
detenido, en enero de 1974, es recluido en la prisión del Morro y dos meses más tarde es
trasladado a Villa Marista, sede de la Seguridad del Estado, donde es forzado a firmar una
retractación en la que se “arrepiente” lo mismo de su homosexualidad que de sus obras
literarias y promete “rehabilitarse”. Enseguida es devuelto al Morro y, poco después,
llevado a una prisión “abierta” a las afueras de La Habana, hasta que a principios de 1976
es finalmente “liberado”.
     Estos hechos, desde que Arenas es acusado hasta que es puesto en “libertad”,
ocupan dos años y medio de su vida pero casi una cuarta parte de la autobiografía. Es en
esas páginas donde aparecen las aristas más represivas del Estado cubano, como en este
pasaje sobre las torturas en Villa Marista:

Un día empecé a sentir en la celda de al lado una especie de ruido extraño que
era como si un pistón estuviera soltando vapor; al cabo de una hora empecé a
sentir unos gritos desgarradores; el hombre tenía un acento uruguayo y gritaba
que no podía más, que se iba a morir, que detuviesen el vapor. En aquel momento
comprendí en qué consistía aquel tubo que yo tenía colocado junto al baño de mi
celda y cuyo significado ignoraba; era el conducto a través del cual le suministraban
vapor a la celda de los presos que, completamente cerrada, se convertía en un
cuarto de vapor. Suministrar aquel vapor se convertía en una especie de práctica
inquisitorial, parecida al fuego; aquel lugar cerrado y lleno de vapor hacía a la
persona casi perecer por asfixia.
3. Imágenes como esta se repiten a lo largo de las páginas centrales de Antes que anochezca
y hacen pensar, con frecuencia, en escenas típicas de la literatura carcelaria. No es eso,
sin embargo, lo que más sorprende en esta autobiografía: no el sórdido retrato que
Arenas pinta del régimen cubano sino la manera en que él mismo enfrenta ese poder.
Dicho de otro modo: lo más singular en Antes que anochezca no es tanto la denuncia de la
represión castrista —al fin y al cabo presente en los textos de otros muchos escritores
y en los reportes de diversas agencias de derechos humanos— como las características
de la resistencia de Arenas, muy diferente a la oposición acostumbrada en las sociedades
liberales y poco afín a esa plataforma liberal desde la que se suelen disparar las críticas
contra el régimen de Castro. En una frase: la resistencia de Arenas —vital, corporal,
erótica— comparte no pocas de las nociones del mismo biopoder que enfrenta, y por lo
mismo podría ser calificada, si se quiere, como una resistencia biopolítica.
     Leyendo el primer volumen de la Historia de la sexualidad de Foucault, Thomas
Lemke nota que “los procesos de poder que buscan regular y controlar la vida provocan
formas de oposición que formulan sus reclamos y demandan reconocimiento en nombre
del cuerpo y de la vida misma”. Es decir, y como señala el propio Foucault: “Contra
ese poder [...] las fuerzas que resisten se apoyan en la misma cosa que está en juego,
es decir, la vida y el hombre como un ser vivo”. No se trata ya de una resistencia que
sucede exclusivamente en la esfera pública, o que concentra su acción en los procesos
electorales, o que persigue un reacomodo de las instituciones o una parcela del poder
en juego. Se trata de una resistencia que tiene lugar en todas partes y en todo momento,
que emplea como herramienta principal los cuerpos de quienes resisten y que se opone,
fundamentalmente, a las políticas de normalización y disciplinamiento dictadas desde el
poder.
     Basta recorrer una vez más las páginas de Antes que anochezca para notar que
la resistencia de Arenas es, sin duda, de ese tipo. Hay que ver: aunque decididamente
opuesto al régimen, Arenas no pretende derrumbarlo a través de medios políticos
ni se plantea la posibilidad de organizar un grupo político en su contra. Del mismo
modo, parece descreer de las bondades del diálogo de ideas y hasta reprueba a aquellos
disidentes que se manifiestan a favor del diálogo con las autoridades cubanas. Quizá aun
más revelador es que no hay en toda su autobiografía un solo momento de nostalgia
por ese orden político en el que la vida era el límite, el “otro lado”, el “afuera”, de la
política. Por el contrario: esa conflictiva asociación de vida y política dota al cuerpo y a
su erotismo de una intensidad que Arenas extraña en el exilio, ya en Nueva York, donde
las relaciones homosexuales parecen transcurrir rutinariamente, sin transgredir norma
alguna.
     De la misma manera, Arenas no parece interesado en reinstaurar la —siempre
relativa— autonomía del campo literario o en alejar la literatura de las pugnas políticas.
Tampoco parece querer restituir los viejos límites entre lo público y lo privado y menos
todavía devolver la sexualidad al lado de la esfera privada. De desearlo, eso haría:
reservaría los relatos sobre su vida erótica para sí mismo y escribiría obras literarias —
densas, difíciles, orgullosas de su “autonomía”— ajenas a la circunstancia política. Está
claro que no lo hace: escribe, casi sin excepción, obras belicosamente políticas y publicita
en ellas sus experiencias homosexuales. Esa es, de hecho, su estrategia política más
efectiva: la repetida exhibición de sí mismo.
     La primera imagen del primer capítulo de Antes que anochezca es la de un cuerpo
sano y se diría que casi nuevo: “Yo tenía dos años. Estaba desnudo, de pie; me inclinaba
sobre el suelo y pasaba la lengua por la tierra”. La última imagen es la de un cuerpo
enfermo, contagiado de sida y minado por el cáncer, que contempla la luna mientras
espera la muerte: “Y ahora, súbitamente, Luna, estallas en pedazos delante de mi cama.
Ya estoy solo. Es de noche.” Entre un momento y otro se suceden otras muchas
imágenes de Arenas, del cuerpo de Arenas, casi todas textuales pero también, a la mitad
del libro, algunas fotográficas. En casi todas ellas es notorio el afán de Arenas por
presentar su cuerpo despojado de metáforas, al margen de las categorías con las que los
Estados y las ideologías suelen vestir a los cuerpos. Exhibe su cuerpo para mostrar la
arbitrariedad de todas esas etiquetas —pájaro, escoria, proletario, varón, cubano— con
que han querido reducirlo. Lo exhibe, también, como si se tratara de un trofeo: la prueba
de que ese cuerpo, a pesar de los repetidos intentos por reprimirlo y normalizarlo, se
mantiene inestable y deseoso.
     Así se mantiene también hoy, 23 años después de la desaparición de ese cuerpo,
el fantasma de Reinaldo Arenas: desobediente, incorregible, alucinante.

Poesía y educación: algo huele a podrido en la enseñanza

15/Diciembre/2013
Jornada Semanal
José Ángel Leyva

La poesía insiste una y otra vez sobre la desdichada condición humana, en su sentido erróneo y su existencia efímera. La educación se consolida como un sistema operativo, utilitario, pragmático, forjador del “éxito” y el consumo. Como dice Shakespeare en Hamlet: “Algo huele a podrido en Dinamarca.”
“Para que guste la poesía hay que cambiar el sistema educativo”, rezaba el encabezado del diario La Jornada, del 1 de agosto de 2013. Palabras del investigador de El Colegio de México Anthony Stanton. La sentencia pesa más en un país donde se expulsó a la filosofía del programa educativo del nivel secundario y los filósofos se movilizaron para recuperar su sitio; al menos eso afirma el filósofo Gabriel Vargas. Una paradoja si se evoca la exclusión de los poetas de la República ideal de Platón. André Gide expone el tema en su novela Los inmoralistas: “¿Sabe usted por qué ya no se lee poesía ni filosofía?”, pregunta un personaje a otro. Ante la ignorancia de la respuesta, continúa: “Porque la filosofía abandonó a la poesía como recurso estético y sensible de su lenguaje y la poesía a su vez desechó la reflexión y la experiencia como parte de su discurso; pero a la vez ambas dejaron de lado la vida, la vida concebida en algún momento de la antigüedad como una obra de arte, como un todo integral.”
En México podemos constatar que no se educa para formar ciudadanos conscientes de la existencia y de las necesidades de los otros, del otro, sino bajo la idea de la educación para triunfar, para poseer y para imponerse sobre los demás. ¿Cómo puede hablarse de democracia en un país con una población elevadamente ágrafa y analfabeta? ¿Se trata entonces de una democracia analfabeta?
La educación en o por competencias, como respuesta a la era de la información, parece responder más al sentido de la industria y el mercado, más a la eficiencia laboral, que a lo que anota Noam Chomsky como capacidad lingüística para interpretar y activar la realidad del sujeto, sus posibilidades comunicativas, sus capacidades y competencias. Lo cultural, por tanto, queda minimizado ante la importancia del individuo como parte de un sistema productivo y de consumo. Así, la lectura como ejercicio crítico, como herramienta de transformación, de albedrío, es ignorada.
La literatura no sólo no conserva su lugar como motor lingüístico de la enseñanza, tampoco como base del humanismo y de una sociedad imaginativa y crítica. En los niveles más bajos queda la filosofía, pero más abajo aún la poesía, al ser considerada como impráctica, difícil de comprensión e inútil para la vida laboral y profesional, para lo técnico y lo cotidiano. En su Método fácil y rápido para ser poeta, Jaime Jaramillo Escobar arremete contra los vates que suelen destacar el carácter improductivo y la inutilidad de la poesía. Flaco favor le hacemos a la poesía si enarbolamos tal pensamiento, si no aclaramos que lo es con respecto al mercado, que es inmensamente útil y necesaria para desarrollar las capacidades humanas, para aprender y aprehender la historia emocional, para reconocernos en el lenguaje, para construirnos en el lenguaje.
Nuestras comunidades indígenas comienzan apenas a reivindicar sus lenguas originarias, a ejercerlas en la escritura y a dar muestras de su fortaleza en la poesía. No como expresiones exóticas dentro de un mundo en el que se habla y se comunica en español, donde domina lo español, sino como auténticas obras que proponen poéticas diversas y atractivas. En América Latina domina lo español porque así resulta desde la perspectiva del mercado editorial. Las grandes empresas ibéricas mantienen un dominio casi absoluto en nuestras naciones americanas, pero cierran sus puertas a las editoriales latinoamericanas y, por consiguiente, a los traductores de estos países. Para la industria editorial ibérica sólo es válida el habla de su país. Con un mercado tan grande, la poesía podría dejar algunos dividendos a los poetas y mejorar la capacidad lectora de nuestros ciudadanos en América Latina.
La educación se concibe aún dentro de esa lógica de las dos culturas que Charles Percy Snow describió ya hace tanto tiempo: la cultura de las humanidades y la cultura de la ciencia y la tecnología. Un divorcio que privilegia la utilización del conocimiento como instrumento de dominio y de enajenación, pero no como herramienta de sabiduría, de imaginación, de búsqueda, de preguntas.
Hace algunos años, en una conversación con el entonces rector de la Universidad Intercontinental, el teólogo Sergio César Espinosa comentaba que el propósito de toda universidad debería ser formar buenos ciudadanos antes que profesionistas exitosos. Insistía en que la mayoría de las instituciones educativas, privadas y públicas, enarbolaban el éxito profesional como bandera. Pero, se preguntaba el rector, ¿para qué muchachos que sólo sean capaces desde el punto de vista técnico, diestros para acumular riquezas, si carecen de ética y de principios ciudadanos? ¿Para qué una riqueza, pocas veces bien habida, si para disfrutarla hay que vivir blindados, escoltados, perseguidos por el miedo?
La poesía, como la filosofía, le dan a nuestras comunidades la capacidad de reflexionar, de preguntar, de ver aquello que no ven, de descubrir otras dimensiones del tiempo, de reconocerse en los otros, de entender la libertad y el valor de la palabra. Es improbable que los sistemas educativos cambien para acoger a la poesía y a la filosofía como vías de lectura, como potencias intelectuales y estéticas. Esa labor, por fortuna, la hacen los propios poetas haciéndose escuchar en festivales, ferias del libro, recitales, presentaciones. Allí está la poesía a las puertas de los colegios, de las universidades, de los hogares, en las calles, sin explicar su presencia, su utilidad práctica, sólo allí, con la pregunta a flor de labios: ¿para qué poetas?

sábado, 14 de diciembre de 2013

LEMUS ABANDONA PACTO CON LETRAS LIBRES

14/Diciembre/2013
Laberinto
Heriberto Yépez

Rafael Lemus denuncia que Letras Libres está “ocupada en censurar toda práctica de izquierda”. Pero si hubo una nueva práctica de ese grupo en el último lustro fue declararse de izquierda.

Enrique Krauze, director de la revista, dijo: “El camino debe venir de la izquierda” (Reforma, 21/3/2010). Su hijo, León Krauze, quizá fue el primer colaborador joven en anunciarlo: “Soy, pues, un hombre de izquierda. Y en México soy un huérfano político” (Milenio, 9/12/2009).

Uno de los legados de Ebrard fue hacer posible a una generación de intelectuales mexicanos decir que él y ellos eran de izquierda. El proceso viene desde el “liberalismo social” de Salinas.

Este 5 de diciembre, Rafael Lemus se declaró de izquierda. Lo hizo en carta abierta a E. Krauze para renunciar al consejo de Letras Libres y denunciarlo públicamente por censura.

El término es vago. Pareciera que Lemus dice que Letras Libres reprueba (censura) toda manifestación política o cultural de izquierda.

Pero líneas abajo acusa a Krauze de algo más: “Se me ha dicho que puedo expresar mi disenso —siempre y cuando no sea radical”.

Para los historiadores, esta carta es un documento que confiesa cómo se autocensuraba el grupo paceano.

Obviamente, en su carta Lemus omite recordar que por más de un centenar de colaboraciones y más de una década en Letras Libres, aceptó tal censura.

En la primera década del siglo, Lemus fue el vocero oficial joven de la crítica reaccionaria nacional. Por más de un decenio, usó su foro en Letras Libres para elogiar la estética hegemónica y censurar manifestaciones que la rebasaban.

Todo un acervo de artículos, reseñas, podcasts, etc., lo documenta.

¿Qué sucede hoy? Lemus abandona el barco que lo fabricó intelectualmente porque ese barco intelectualmente se hunde.

El grupo paceano está en crisis interna. Los miembros menos comprometidos con el viejo legado (y suficientemente ya capitalizados) hacen maletas.

La carta de Lemus es una cortina de humo para atribuir a Krauze lo que durante muchos años Lemus aceptó, incluidas la “censura” y las “cruzadas” contra los opositores de ese sistema.

Por muchos años, Lemus aceptó las reglas del juego: derechismo político y estético.

Una parte de la opinión ciudadana rebasó esa línea, la crisis interna creció y Lemus ahora busca otro puesto político, dice, en la “izquierda”.

La carta nos permite conocer directamente el contrato ideológico que mantuvo un colaborador duradero de Letras Libres con el sistema que lo fabricó y el modo en que busca conservarse diciéndose ya-no-conservador.

Lemus nos muestra que el intelectual ex-paceano teme que su sistema se caiga.

Leyendo los signos de los tiempos, ese intelectual se deslinda de su propia historia, de su propio génesis.

Como neo-progresista oficial, Lemus apuesta por un viejo par de valores: solapamiento gremial y desmemoria general.

jueves, 12 de diciembre de 2013

Contra los premios

7/Diciembre/2013
Milenio
Ariel González Jiménez

Un debate persigue a los cenáculos literarios: los premios. Son muchos y se siguen multiplicando a gran velocidad (en ciertas épocas del año se anuncia uno por semana), con no pocos montos exorbitantes; pero, sobre todo, generan tantas dudas acerca de los autores y las obras que los ganan, que en distintos casos se van haciendo cada vez más discutibles.
No llevo la suma de cuántos tenemos ya en México, pero creo que entre los municipales, estatales y nacionales (y estos pueden ser de instituciones o de las más grandes editoriales) debemos sumar tranquilamente varias decenas de premios dedicados a reconocer la labor
de poetas, novelistas, ensayistas y cuentistas. Tienen un propósito noble e incuestionable en principio: estimular a aquellos que en nuestro país o en América Latina, a pesar de los entecos índices de lectura y de interés por los asuntos culturales, deciden dedicarse a las letras.
Si hubiera pocos premios, el asunto se tomaría con mayor seriedad: a menos galardones, más competencia y obras de calidad, o bien, menos oportunidades para las páginas del montón. Pero siendo una legión, y estando tan cerca el día en que todos los escritores con un nivel de reconocimiento público medio hayan recibido alguno (el equivalente a sus 15 minutos de fama futura anunciada por Warhol), cada entrega de un galardón literario despierta más decepciones, sospechas e inconformidades. Pero lo más grave es que cada vez nos dicen menos sobre la calidad de un autor y su obra.
Se supone que un premio literario es un referente, una guía o recomendación que los lectores deberían tomar en cuenta al momento de enfrentarse a una mesa de novedades al entrar a una librería. ¿Lo son realmente? No siempre y en algunos casos nunca. Los premios no son ya sinónimo de excelencia literaria. ¿Cuáles son las excepciones? Partamos del hecho de que los más importantes galardones fincan su prestigio en la calidad de los autores y obras a las que han reconocido y que, con el paso del tiempo, su criterio para otorgar un premio queda confirmado por varias generaciones de lectores.
Otros premios, sin embargo, nacen siendo menores y poco después se alejan más y más del reconocimiento de los lectores, jueces más serios y legítimos (pero sin voto) que los jurados que los otorgan. A la consabida injusticia de que frecuentemente no los reciben quienes más los merecen, hay que añadir que muchas veces recaen en escritores cuyas páginas están condenadas desde siempre al olvido. Cuesta decirlo, pero no es difícil constatar que ni
los premios ni la fama que conllevan logra sacar a algunos autores de los grises barrancos en los que
 dormita su obra.
Por supuesto, también están los grandes premios internacionales, comenzando por el Nobel, que tiene entre sus desaciertos el que nunca lo hayan recibido Proust, Kafka o Borges (aunque el listado es mucho más grande). Para no ir más lejos, por ejemplo, hace apenas unas semanas el nombre de Fernando del Paso figuraba entre los posibles ganadores del premio Cervantes 2013, que finalmente recayó en Elena Poniatowska. Celebro —escribí en otro espacio— que haya sido una escritora mexicana la ganadora, pero personalmente soy de los que creen que si las consideraciones del Ministerio de Cultura de España (que a su vez integra las propuesta de las Academias de la Lengua de los países de habla hispana) fueran estrictamente literarias, la obra del escritor debió ser considerada como primera opción en el terreno de las letras de nuestro país. Allá ellos, que no han valorado aún la fuerza y trascendencia superiores de la novelística de Del Paso.
Ahora bien: ¿por qué en México hay tantos premios? Quizás porque una de las primeras ocurrencias de muchos alcaldes,
gobernadores y, por supuesto, funcionarios culturales, es precisamente congraciarse con el mundo intelectual y artístico creando un premio. No importa que su entrega comprometa recursos públicos que podrían destinarse a mejores causas (culturales también), ni que las administraciones próximas vayan a tener problemas para mantenerlos. Lo importante es pasar a la historia (de las administraciones dilapidadoras).
No ignoro desde luego que los magníficos montos que alcanzan algunos galardones obviamente hacen felices a los escritores que los reciben. A veces (las menos) le salvan la vida a un escritor distinguido pero en la miseria; pero en otras solo sirven para engordar las arcas de los ganadores profesionales de premios (que también los hay), y que otras veces son los mismos que los otorgan (en un perfecto juego de rotación de cuates frente al que la mismísima clase política de nuestro país parece una niña de pecho).
No puedo ni pretendo generalizar. Hay de premios a premios, y entre estos también enormes diferencias de un ganador a otro. Pero en lo que hace a los dineros públicos (las empresas editoriales sabrán a qué lo dedican) sí creo que no le vendría mal a nuestro ambiente literario y cultural menos premios y más promoción de la lectura; menos galardones millonarios y más apoyo a la infraestructura cultural; menos obras premiadas que nadie lee y más textos gratuitos y de calidad probada (¡no regalen baratijas literarias!).
No necesitamos más premios: requerimos mejores bibliotecas e instalaciones educativas de las que seguramente saldrán mejores escritores, aunque nunca sean premiados.

lunes, 2 de diciembre de 2013

¿Papasquiaro o Zaid?

29/Noviembre/2013
Laberinto
Heriberto Yépez

La poesía de Mario Santiago Papasquiaro es más fea; la de Gabriel Zaid, más bonita. La poesía de Papasquiaro, sin embargo, es más novedosa: ninguna otra poesía mexicana se le parece. Causa molestia, risa, rechazo.
Zaid se parece a otras poéticas mexicanas; es un buen poeta convencional. Papasquiaro es un poeta no–convencional: defectuoso.
¿Qué es poesía? ¿Escritura que cumple y gusta a quienes esperan formas sublimes? ¿Escritura que rompe convenciones y gustará poco?
Históricamente la poesía ha sido ambas.
A muchos no gusta que eso sea la poesía. Elaboran fantasías en que la poesía solo es lo gustoso. ¿Lo otro? Infra, pseudo, no–poesía.
Aferrarse a gustos es aferrarse a berrinches.
¿Quiénes son los mayores poetas (en verso o no) de nuestras sociedades? Los que trabajan material popular con un grado suficiente (pero no excesivo) de nuevas técnicas estéticas. Shakespeare y Cervantes, Pessoa y Neruda.
La poesía de Zaid está hecha de palabras y formas de otros poemas y libros; la de Papasquiaro, de palabras y referencias callejeras, chilangas y contraculturales.
Zaid y Papasquiaro están lejos de ser poetas que la humanidad canonizará. Pero la tentativa de Papasquiaro se acercó más que la de Zaid a la poesía por la materia con la que trabajaba: el habla, lo bajo, lo nuevo, lo feo, que es la materia que poetizan los grandes poetas, como Góngora y Rimbaud.
La poesía de Zaid manejó pura materia ya literaria, ya precocida: poética porque otros ya la hicieron poética. Eufónico recalentado.
Ni la poesía de Papasquiaro ni la de Zaid me gustan. Me gusta la poesía de Lorca y la de Celan. Quizá, por encima de todo, Vallejo. Pero quizá me gusta porque fue uno de los primeros poetas que conocí y se quedó marcado en mi espíritu. Leerlo me exalta. Pero eso es solo un gusto personal. Nada relevante.
Como crítico, si alguien me pregunta qué poesía me interesa más ¿la de Papasquiaro o la de Zaid? Papasquiaro, evidentemente. Ahí se agita algo distinto, no logrado, lo larvario que me disgusta y disuade.
El éxito de Zaid en repetir patrones y vocabularios ya poéticos me parece menos poético que el fracaso de Papasquiaro en convertir su nueva materia vulgar en poesía técnica o psíquicamente avasallante.
Schopenhauer tocaba la flauta. Pero al escribir era el más pesimista.
El crítico debe disfrutar a sus poetas favoritos; en unos pocos conocer el máximo potencial de lo poético hasta ese momento.
Pero al leer a los poetas de su propia época debe considerar aquello que no le resulta placentero, aquello que no corresponde a sus gustos, esa música que la tradición no le inculcó. Lo que su oído no aprobaría, el raro ruido de lo otro.
Los grandes poetas enseñan que la poesía puede ser un gusano. El crítico es aquel que logra separarse de sus gustos. El oro no es todo.

Revisión del humanismo en México

31/Noviembre/2013
Laberinto
Marcos Daniel Aguilar

En 1946, Martin Heidegger envió una carta a su colega y amigo Jean Beaufret, que se convirtió en un tratado sobre la reflexión del ser y la esencia del hombre, es decir, del “humanismo”.

La verdad —escribió Heidegger— se encontraba alejada de las posturas y los conceptos filosóficos, pues la simple y solitaria reflexión de la existencia de las cosas, bastaba para que el individuo hallara los porqués de la vida. Para el pensador alemán, el término “humanismo” fue un invento de la época de la República romana con el que se intentó explicar por qué los griegos de la antigüedad se preocupaban por entender las manifestaciones del ser.

En México, las pesquisas para desentrañar las pulsiones y la visión del hombre sobre el hombre, se encuentran en obras como las de Sor Juana, Carlos de Sigüenza y Góngora o Bartolomé de las Casas y, hacia el siglo XX, en la de personajes como José Vasconcelos y Samuel Ramos, cuyas ideas son, prácticamente, instituciones culturales. En esta lista encontramos al humanista mexicano por excelencia, Alfonso Reyes, quien creía que el humanismo era “poner al servicio del hombre todo nuestro saber y todas nuestras actividades”, que debemos ejercer en un “suelo de la libertad”.

Reyes, preocupado por entender la condición de lo mexicano en relación con el mundo y el entorno de la cultura dentro de la civilización occidental, legó muchas de las imágenes que forjaron la idea de lo mexicano —y de lo americano en general—, que aún sobreviven a pesar de los cambios que se produjeron a partir de su muerte y de la muerte de estos pensadores que en su tiempo fueron vistos como guías para entender la vida cultural.

Ahora, en el siglo XXI, se tiene la impresión de que ese pensamiento “humanista” se ha desvanecido entre la inmediatez y la rapidez. Es por ello que los escritores Evodio Escalante, Marco Lagunas, Héctor Orestes Aguilar; los académicos Fernando Escalante Gonzalbo, Ignacio Sánchez Prado; la historiadora Patricia Galeana y la bióloga Rosaura Ruiz, nos hablan sobre la condición del humanismo mexicano en el siglo XXI. ¿Qué se entendió y qué se entiende ahora por ese concepto?, ¿dónde están los humanistas?, ¿son indispensables para la sociedad mexicana?

                                                           ***
“El humanismo nos remite al Renacimiento, a la recuperación de los saberes clásicos de la filosofía, la historia, la literatura —comenta Fernando Escalante Gonzalbo, académico de El Colegio de México—. Los humanistas europeos eran quienes ponían al ser humano en el centro de sus preocupaciones. Volvían a leer a Aristóteles, a Sófocles, a Lucrecio en oposición al pensamiento centrado; es decir, al pensamiento religioso”.

¿Con qué fin pusieron al ser humano en el centro? La historiadora Patricia Galeana menciona que después de este periodo de renacimiento “el término humanismo se quedó para explicar a las nuevas generaciones el sentido de preocupación por lo humano, su condición y sus derechos”.

El concepto puede entenderse también como “una corriente del pensamiento que se alimenta de las mejores aportaciones de la cultura en el mundo. El humanismo tiene una vocación progresista que se impone a las fronteras nacionales, enriquece la mente y la cultura humana”, afirma el crítico literario y poeta Evodio Escalante.

No solo las llamadas disciplinas humanistas, digamos la historia, la filosofía o la crítica literaria, son las que asumen esta manera de pensar la humanidad. También las ciencias exactas, como la biología, han adquirido, con el paso del tiempo, esta vocación por contribuir al desarrollo del conocimiento, comenta la directora de la Facultad de Ciencias de la UNAM, Rousara Ruiz: “El humanismo significa conocer al hombre y su entorno; se debe conocer su entorno biológico, geológico, cultural en general, para mejorar sus condiciones”.

Ignacio Sánchez Prado, estudioso de la vida intelectual latinoamericana, considera al humanismo como una actitud frente a la cultura que tiene dos vertientes: una es de corte clasicista, que contó con figuras como la de Rubén Bonifaz Nuño y Carlos Montemayor, quienes establecieron una relación con el llamado cuerpo social, “intelectuales públicos” que han ido desapareciendo con el tiempo. La otra sería la del humanismo académico, que en el siglo XXI ha tenido que enfrentarse, según Sánchez Prado, a “una cultura proliferante y diversificada, con instituciones que a veces pesan más de lo que ayudan y con una crisis del cuerpo social y del sistema educativo”.
                                                                         ***

“Hoy contemplamos al pensamiento humanista en retirada. A mí eso me resulta evidente, y supongo que será una opinión generalizada sobre el humanismo ecuménico planteado por Alfonso Reyes”, responde Héctor Orestes Aguilar a la pregunta sobre la vigencia de esta forma de interpretar al mundo en personajes que le dieron sentido en el siglo pasado, y menciona que actualmente se vive en el llamado “posthumanismo”, el cual se caracteriza por la falta de rigor y la pérdida de curiosidad intelectual. “Ahora podemos acceder a información de una gran heterogeneidad, a muchos temas secretos u olvidados de la cultura, sobre todo de la cultura pop; existe una sobreabundancia de información que no ha traído consigo el aumento de la capacidad para procesarla”.

Ignacio Sánchez Prado afirma que el humanismo, por ejemplo el de Reyes y su generación, fue producto de las necesidades intelectuales de su época: se requería, entre otras cosas, construir instituciones culturales que tradujeran los saberes de la clase letrada a audiencias más amplias: “Reyes abogó por la figura del intelectual que tuviera autonomía. Esa posibilidad de estar en todo: en la teoría, en la práctica, en el estudio, en la diplomacia, en la pedagogía, pero esa figura ha ido desapareciendo”.

Escalante piensa que Reyes y Jaime Torres Bodet fueron los últimos humanistas con presencia nacional que, con sus conocimientos del mundo clásico y de la antigüedad, se insertaron como hombres políticos de su época, como creadores de instituciones. Sin embargo, advierte que rescatar ese humanismo sería tomar algo caduco, pues la cultura cambia y el humanismo debe cambiar también para “transformar a la sociedad y enriquecerla”.

Marco Lagunas, premio nacional de ensayo joven “José Vasconcelos”, señala que los intelectuales del siglo XX ayudaron a construir un país mejor, cuya ambición fue compartir el conocimiento. “Uno quisiera formar parte de los que hacen posibles esos espacios de libertad y de saber en México, pero su influencia y la de aquellos que siguieron su ejemplo es ahora de poco alcance. ¿O quién de nuestros presidentes ha hecho del humanismo una política de Estado para combatir la pobreza, la ignorancia, hacer valer la justicia? No es ni será una de sus preocupaciones”.
                                                                       ***
Parecería claro que pensar lo humano en lo individual y en su conjunto, produjo ciertas prácticas e ideas con las que la sociedad mexicana pudo construir algunos espacios de libertad a lo largo de su historia, en donde la cultura pudo debatirse con valores como la tolerancia, la diversidad, el compromiso y la justicia. Pero, ¿en qué estado se encuentra esta preocupación por entender los conocimientos del pasado, del presente y transitar hacia un futuro mejor? Sánchez Prado, profesor de Literatura Latinoamericana en la Washington University in St. Louis, tiene la idea de que el humanismo debería ser un campo abierto que procure la “crítica democrática” con base en el amor por el libro, el respeto al otro, la emancipación del sujeto por la cultura y la iluminación por medio del saber, pero en México “tenemos limitaciones para la construcción de este tipo de humanismo. Tenemos una crítica de arte que le gusta prescribir a los artistas lo que debe ser arte o no, una crítica que destaza filmes comerciales por ser comerciales, crítica literaria ad hominem que no valida los libros con justeza”.

Para Aguilar, “el humanismo se vuelve necesario en la medida que puede oponerse a la sobreabundancia de información fútil, superficial y desechable. La cantidad y la calidad de información que recibe el individuo en la actualidad, va en contra de la inteligencia crítica”.

Lagunas cree que hoy las cosas no van nada bien: “Lo lamentable es que este humanismo se da en cantidades insignificantes, ridículas; se supone que nuestras instituciones están fundadas bajo estos principios de conocimiento y libertad, pero ahora en ellas priva un pensamiento de indiferencia ante el otro”. Evodio Escalante coincide con esa idea y agrega que las humanidades no están en su mejor momento, “estamos en el crepúsculo de los ídolos, parafraseando a Nietszche, y eso inquieta. ¿Dónde están las grandes figuras que nos puedan orientar? No lo sé. Creo que hacen falta esas grandes figuras intelectuales que le dan color a una época como lo hizo Hegel en Alemania o como lo fue Torres Bodet, gente que impone una tesitura por sus raíces universales. Estamos en un tiempo de decadencia, en la política no veo grandes figuras, todos decepcionan. La decadencia actual es una especie de fisura en el pensamiento, la época de un Ramos, de un Vasconcelos o de un Paz ya pasó, fallecieron y no hay nadie que tenga su nivel”.

La doctora Rosaura Ruiz considera que el humanismo hace mucha falta en estos momentos, “porque hay gente que estudia muchísimo pero no es suficiente, ese humanismo debe ir ligado a la ética en el arte, en las humanidades, en la ciencia, por ello existe, por ejemplo, la bioética, que tiene que ver con todo lo que le afecta al ser humano como ser vivo”. También expresa que el humanismo debe recuperarse para lograr que la medicina llegue a todos lados, para que no haya gente sin educación o acceso al conocimiento, lo cual es un derecho humano, “porque México es un país tremendamente injusto”.

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Una posible respuesta al por qué de la decadencia del humanismo en el siglo XXI está en el sistema educativo y, sobre todo, en instituciones que tradicionalmente se encargaban de promoverlo. Sobre esto, Escalante Gonzalbo comenta que en los últimos 30 o 40 años se definió que las disciplinas que centraban su atención en el estudio del hombre lo deberían hacer de manera científica: “Disciplinas como la historiografía o la crítica literaria se convirtieron en crítica de las estructuras sintácticas y morfológicas, y esto se alejó mucho del espíritu de la tradición, de la recuperación y transmisión de la cultura clásica. Hoy en día son cada vez menos las instituciones que se toman en serio el dar a conocer esa tradición”.

El académico de El Colegio de México asegura, también, que es importante conocer estos saberes para enterarse del pasado y asimilar el presente, ya que “no se puede sustituir un modelo en el que individuos racionales maximizan su beneficio; no podemos sustituir una tradición moral que venimos discutiendo desde Aristóteles, pasando por Kant, hasta llegar a Habermas, por un modelo matemático impuesto por los Estados Unidos desde hace 40 años. Ellos dominaron el criterio académico y tuvieron una afición científico–matemática para aproximarse a los fenómenos sociales. Los métodos cualitativos mucho más cargados en información humana e histórica, ofrecen un conocimiento más rico y complejo”.

Patricia Galeana, directora del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (INEHRM), cree que las disciplinas humanistas se siguen estudiando y pensando en las universidades, pero no así en el resto del sistema educativo nacional. “En los pasados 12 años hubo una reforma educativa que se dio en primaria, secundaria y preparatoria, con una visión muy pragmática. Con el argumento de que se estaba dando ‘una enseñanza enciclopédica’, se redujo el tiempo de estudio de las disciplinas humanistas, se redujeron las horas de enseñanza de historia, y se quitó civismo y lógica, las materias filosóficas”.

Para Sánchez Prado, no hay duda de que la casa del humanismo en México ha sido y será la universidad, aunque reconoce que hay académicos mediocres que no deberían estar en ella, porque “la universidad bien administrada es un recinto de libertad intelectual y de recursos para preservar la cultura”.
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Para hacer un mapeo y saber dónde están y quiénes son los humanistas mexicanos del siglo XXI, Aguilar sugiere observar a quienes están escribiendo obras o ensayos sobre la historia y la cultura mexicanas, como en su tiempo lo hicieron Samuel Ramos con El perfil del hombre y la cultura en México u Octavio Paz con El laberinto de la soledad, pese a que, hoy por hoy, “quienes ensayan la historia social o política tratan temas coyunturales; nadie piensa en hacer un ensayo de ese calado”. Al autor de Un disparo en la niebla le llama la atención que en 2013 no haya un canon con el cual se pueda formar una imagen–país de México, que incluya las obras fundamentales de la cultura mexicana del cambio de siglo, pues “nuestro canon cultural se remonta a las grandes obras y creadores del nacionalismo revolucionario, que siguen siendo los referentes con los que conocen a México en el exterior, establecidos en la postguerra”. Ese canon está por hacerse, y Orestes propone algunos nombres “que estudiarán los historiadores del futuro”. Estos son los de Sergio González Rodríguez, Armando González Torres, Mauricio Montiel, Javier García­­–Galiano, Héctor de Mauleón, Pablo Soler Frost. “Me gusta también —agrega— el perfil intelectual de escritores que viven la historia como Antonio Saborit, la autoficción de Rafael Pérez Gay; hay que seguir a autores como Ana García Bergua, a Cristina Rivera Garza, novelistas de alto nivel”.

Escalante Gonzalbo cree que los humanistas están tanto en las universidades e institutos, como son los casos de Rafael Segovia, Adolfo Castañón y Juliana González, y también fuera de la academia, y cita el caso de Christopher Domínguez Michael, “quien nunca ha sido profesor de una universidad y, sin embargo, tiene un conocimiento y una densidad en su capacidad de reflexión sobre el humanismo que ya quisieran la mayor parte de los profesores de literatura”.

Sánchez Prado ve en la obra de Gabriel Zaid o Enrique Krauze una especie de humanismo por su compromiso con las formas liberales del trabajo con la esfera pública. “En todos ellos se ve una práctica de la lectura y una noción de cultura que tienen deudas con el humanismo. Es el caso de Zaid, cuyas ideas de la cultura libre, aunque no las comparto del todo, son absolutamente necesarias en un país excesivamente institucional. Pero también está Sergio Ugalde, joven crítico que piensa el humanismo con gran rigurosidad. Cristina Rivera Garza que quizá resentiría el adjetivo humanista, pero piensa como lo hacen también González Rodríguez y Heriberto Yépez, desde nociones de cultura que buscan expandirse, más que restringirse. Incluso revistas como Nexos o Letras Libres dedican sus espacios a formas de la cultura que hubieran sido anatema en los años ochenta”.

Rosaura Ruiz y Patricia Galeana coinciden en apuntar que instituciones como la UNAM, el IPN, el Cinvestav o El Colegio de México, son las únicas que tienen el carácter y siguen practicando el humanismo desde su condición de sector público. Mientras que Marco Lagunas piensa que el humanismo está en algunos grupos ecologistas, y en aquellos que ayudan a los migrantes o quienes piden justicia en medio de la violencia, pero también señala que en el mundo del arte están personajes como Francisco Toledo, quien sí ha tenido esa aspiración por compartir su quehacer con los demás. Escalante tiene una visión contraria al resto de los entrevistados, pues no ve “algún humanista que brille con luz propia y que nos trace un camino. Claro, hay pensadores, artistas, pero no encuentro a alguien. Tal vez no se van a volver a dar y eso sería triste”.


Estas son algunas reflexiones sobre lo que se puede entender por “humanismo” en el siglo XXI; la urgencia por no perderlo en el mundo académico, artístico y social, y algunos nombres de personajes que —de acuerdo con los entrevistados— son los que siguen practicando esta forma de pensamiento en torno al ser humano, para entender su pasado, su presente y, tal vez, para mejorar su porvenir. No obstante, parece ser que esas figuras del humanismo en México o se están construyendo o simplemente aún no existen en el panorama cultural de nuestro país.
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LOS CONVOCADOS

Evodio Escalante, crítico, poeta, ensayista y académico. Su más reciente libro es Las sendas perdidas de Octavio Paz (Ediciones Sin nombre, 2013) 

Fernando Escalante Gonzalbo, licenciado en Relaciones Internacionales y doctor en Sociología por el Colegio de México. Autor de Ciudadanos Imaginarios (1992).

Patricia Galeana, historiadora, académica y autora de más de veinte títulos. Ha sido directora del Archivo General de la Nación y titular de la Secretaría Ejecutiva de la Comisión Nacional de Derechos Humanos.

Marco Lagunas, ensayista y traductor. Ganador del Premio Nacional de Ensayo Joven José Vasconcelos 2011 con el libro Centro de gravedad.

Héctor Orestes Aguilar, ensayista y traductor. Fue agregado cultural de México en Hungría. Entre sus libros se encuentra El asesino de la palabra vacía.

Ignacio Sánchez Prado, poeta, crítico, ensayista y profesor de Literatura y Estudios Latinoamericanos en la Washington University. Autor de Poesía para nada.

Rosaura Ruiz, bióloga. Fue presidenta de la Academia Mexicana de la Ciencia y actualmente es directora dela Facultad de Ciencias de la UNAM. Autora de El Darwinismo en España e Iberoamérica.