Jornada Semanal
José Ángel Leyva
La  poesía insiste una y
 otra vez sobre la desdichada condición humana, en su  sentido erróneo y
 su existencia efímera. La educación se consolida como un  sistema 
operativo, utilitario, pragmático, forjador del “éxito” y el consumo.  
Como dice Shakespeare en Hamlet: “Algo huele a podrido en Dinamarca.”
“Para que guste la poesía hay que cambiar  el sistema educativo”, rezaba el encabezado del diario La Jornada,
  del 1 de agosto de 2013. Palabras del investigador de El Colegio de 
México  Anthony Stanton. La sentencia pesa más en un  país donde se 
expulsó a la filosofía del programa educativo del nivel  secundario y 
los filósofos se movilizaron para recuperar su sitio; al menos eso  
afirma el filósofo Gabriel Vargas. Una paradoja si se evoca la exclusión
 de los  poetas de la República ideal de Platón. André Gide expone el 
tema en su novela Los inmoralistas: “¿Sabe usted por qué ya no 
se lee poesía ni filosofía?”,  pregunta un personaje a otro. Ante la  
ignorancia de la respuesta, continúa: “Porque la filosofía abandonó a la
  poesía como recurso estético y sensible de su lenguaje y la poesía a 
su vez  desechó la reflexión y la experiencia como parte de su discurso;
 pero a la vez  ambas dejaron de lado la vida, la vida concebida en 
algún momento de la  antigüedad como una obra de arte, como un todo 
integral.”
En México podemos constatar que no se educa  para 
formar ciudadanos conscientes de la  existencia y de las necesidades de 
los otros, del otro, sino bajo la  idea de la educación para triunfar, 
para poseer y para imponerse sobre los  demás. ¿Cómo puede hablarse de 
democracia en un país con una población  elevadamente ágrafa y 
analfabeta? ¿Se trata entonces de una democracia  analfabeta?
La educación en  o por competencias, como respuesta a
 la era de la  información, parece responder más al sentido de la 
industria y el mercado, más a la eficiencia laboral, que a  lo que anota
 Noam Chomsky como capacidad lingüística para interpretar y activar  la 
realidad del sujeto, sus posibilidades comunicativas, sus capacidades y 
 competencias. Lo cultural, por tanto, queda minimizado ante la 
importancia del  individuo como parte de un sistema productivo y de 
consumo. Así, la lectura  como ejercicio crítico, como herramienta de 
transformación, de albedrío, es  ignorada.
La literatura no sólo no conserva su lugar  como 
motor lingüístico de la enseñanza, tampoco como base del humanismo y de 
 una sociedad imaginativa y crítica. En los niveles más bajos queda la 
filosofía, pero más abajo aún la poesía, al ser  considerada como 
impráctica, difícil de comprensión e inútil para la vida  laboral y 
profesional, para lo técnico y lo cotidiano. En su Método fácil y rápido para ser poeta,
 Jaime Jaramillo Escobar arremete contra los vates que suelen destacar  
el carácter improductivo y la inutilidad de la poesía. Flaco favor le 
hacemos a  la poesía si enarbolamos tal pensamiento, si  no aclaramos 
que lo es con respecto al  mercado, que es inmensamente útil y necesaria
 para desarrollar las  capacidades humanas, para aprender y aprehender 
la historia emocional, para  reconocernos en el lenguaje, para 
construirnos en el lenguaje.
Nuestras  comunidades indígenas comienzan apenas a 
reivindicar sus  lenguas originarias, a ejercerlas en la escritura y a 
dar muestras de su  fortaleza en la poesía. No como expresiones exóticas
 dentro de un mundo en el  que se habla y se comunica en español, donde 
 domina lo español, sino como auténticas obras que proponen poéticas  
diversas y atractivas. En América Latina domina lo español porque así 
resulta  desde la perspectiva del mercado editorial.  Las grandes 
empresas ibéricas mantienen un dominio casi absoluto en  nuestras 
naciones americanas, pero cierran sus puertas a las editoriales  
latinoamericanas y, por consiguiente, a los traductores de estos países.
 Para  la industria editorial ibérica sólo es válida el habla de su 
país. Con un  mercado tan grande, la poesía podría dejar algunos 
dividendos a los poetas y  mejorar la capacidad lectora de nuestros 
ciudadanos en América Latina. 
La educación  se concibe aún dentro de esa lógica de
 las dos culturas que Charles Percy Snow describió ya hace tanto  
tiempo: la cultura de  las humanidades y la cultura de la ciencia y la 
tecnología. Un divorcio que  privilegia la utilización del conocimiento 
como instrumento de dominio y de  enajenación, pero no como herramienta 
 de sabiduría, de  imaginación, de búsqueda, de preguntas.
Hace algunos  años, en una conversación con el 
entonces rector de  la Universidad Intercontinental, el teólogo Sergio 
César Espinosa comentaba que  el propósito de toda universidad debería 
ser formar buenos ciudadanos antes que  profesionistas exitosos. 
Insistía en que la mayoría de las instituciones  educativas, privadas y 
públicas, enarbolaban el éxito profesional como bandera. Pero, se 
preguntaba el  rector, ¿para qué muchachos que sólo sean capaces desde 
el punto de vista  técnico, diestros para acumular riquezas, si carecen 
de ética y de principios  ciudadanos? ¿Para qué una riqueza, pocas veces
 bien habida, si para disfrutarla  hay que vivir blindados, escoltados, 
perseguidos por el miedo?
La poesía, como la filosofía, le  dan a nuestras 
comunidades la capacidad de  reflexionar, de preguntar, de ver aquello 
que no ven, de descubrir otras  dimensiones del tiempo, de reconocerse 
en los otros, de entender la libertad y  el valor de la palabra. Es 
improbable que los sistemas educativos cambien para  acoger a la poesía y
 a la filosofía como vías de lectura, como potencias  intelectuales y 
estéticas. Esa labor, por fortuna, la hacen los propios poetas  
haciéndose escuchar en festivales, ferias del libro, recitales, 
presentaciones.  Allí está la poesía a las puertas de los colegios, de 
las universidades, de los  hogares, en las calles, sin explicar su 
presencia, su utilidad práctica, sólo  allí, con la pregunta a flor de 
labios: ¿para qué poetas? 
 

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