jueves, 12 de diciembre de 2013

Contra los premios

7/Diciembre/2013
Milenio
Ariel González Jiménez

Un debate persigue a los cenáculos literarios: los premios. Son muchos y se siguen multiplicando a gran velocidad (en ciertas épocas del año se anuncia uno por semana), con no pocos montos exorbitantes; pero, sobre todo, generan tantas dudas acerca de los autores y las obras que los ganan, que en distintos casos se van haciendo cada vez más discutibles.
No llevo la suma de cuántos tenemos ya en México, pero creo que entre los municipales, estatales y nacionales (y estos pueden ser de instituciones o de las más grandes editoriales) debemos sumar tranquilamente varias decenas de premios dedicados a reconocer la labor
de poetas, novelistas, ensayistas y cuentistas. Tienen un propósito noble e incuestionable en principio: estimular a aquellos que en nuestro país o en América Latina, a pesar de los entecos índices de lectura y de interés por los asuntos culturales, deciden dedicarse a las letras.
Si hubiera pocos premios, el asunto se tomaría con mayor seriedad: a menos galardones, más competencia y obras de calidad, o bien, menos oportunidades para las páginas del montón. Pero siendo una legión, y estando tan cerca el día en que todos los escritores con un nivel de reconocimiento público medio hayan recibido alguno (el equivalente a sus 15 minutos de fama futura anunciada por Warhol), cada entrega de un galardón literario despierta más decepciones, sospechas e inconformidades. Pero lo más grave es que cada vez nos dicen menos sobre la calidad de un autor y su obra.
Se supone que un premio literario es un referente, una guía o recomendación que los lectores deberían tomar en cuenta al momento de enfrentarse a una mesa de novedades al entrar a una librería. ¿Lo son realmente? No siempre y en algunos casos nunca. Los premios no son ya sinónimo de excelencia literaria. ¿Cuáles son las excepciones? Partamos del hecho de que los más importantes galardones fincan su prestigio en la calidad de los autores y obras a las que han reconocido y que, con el paso del tiempo, su criterio para otorgar un premio queda confirmado por varias generaciones de lectores.
Otros premios, sin embargo, nacen siendo menores y poco después se alejan más y más del reconocimiento de los lectores, jueces más serios y legítimos (pero sin voto) que los jurados que los otorgan. A la consabida injusticia de que frecuentemente no los reciben quienes más los merecen, hay que añadir que muchas veces recaen en escritores cuyas páginas están condenadas desde siempre al olvido. Cuesta decirlo, pero no es difícil constatar que ni
los premios ni la fama que conllevan logra sacar a algunos autores de los grises barrancos en los que
 dormita su obra.
Por supuesto, también están los grandes premios internacionales, comenzando por el Nobel, que tiene entre sus desaciertos el que nunca lo hayan recibido Proust, Kafka o Borges (aunque el listado es mucho más grande). Para no ir más lejos, por ejemplo, hace apenas unas semanas el nombre de Fernando del Paso figuraba entre los posibles ganadores del premio Cervantes 2013, que finalmente recayó en Elena Poniatowska. Celebro —escribí en otro espacio— que haya sido una escritora mexicana la ganadora, pero personalmente soy de los que creen que si las consideraciones del Ministerio de Cultura de España (que a su vez integra las propuesta de las Academias de la Lengua de los países de habla hispana) fueran estrictamente literarias, la obra del escritor debió ser considerada como primera opción en el terreno de las letras de nuestro país. Allá ellos, que no han valorado aún la fuerza y trascendencia superiores de la novelística de Del Paso.
Ahora bien: ¿por qué en México hay tantos premios? Quizás porque una de las primeras ocurrencias de muchos alcaldes,
gobernadores y, por supuesto, funcionarios culturales, es precisamente congraciarse con el mundo intelectual y artístico creando un premio. No importa que su entrega comprometa recursos públicos que podrían destinarse a mejores causas (culturales también), ni que las administraciones próximas vayan a tener problemas para mantenerlos. Lo importante es pasar a la historia (de las administraciones dilapidadoras).
No ignoro desde luego que los magníficos montos que alcanzan algunos galardones obviamente hacen felices a los escritores que los reciben. A veces (las menos) le salvan la vida a un escritor distinguido pero en la miseria; pero en otras solo sirven para engordar las arcas de los ganadores profesionales de premios (que también los hay), y que otras veces son los mismos que los otorgan (en un perfecto juego de rotación de cuates frente al que la mismísima clase política de nuestro país parece una niña de pecho).
No puedo ni pretendo generalizar. Hay de premios a premios, y entre estos también enormes diferencias de un ganador a otro. Pero en lo que hace a los dineros públicos (las empresas editoriales sabrán a qué lo dedican) sí creo que no le vendría mal a nuestro ambiente literario y cultural menos premios y más promoción de la lectura; menos galardones millonarios y más apoyo a la infraestructura cultural; menos obras premiadas que nadie lee y más textos gratuitos y de calidad probada (¡no regalen baratijas literarias!).
No necesitamos más premios: requerimos mejores bibliotecas e instalaciones educativas de las que seguramente saldrán mejores escritores, aunque nunca sean premiados.

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