domingo, 10 de noviembre de 2013

Nicanor: de cantera de cantores

10/Noviembre/2013
Jornada Semanal
Enrique Héctor González

No abundan los escritores que son o han sido nonagenarios en la América hispana: Cardoza y Aragón, Uslar Pietri, Gonzalo Rojas, Sabato, Mutis, Dulce María Loynaz, Eugenio Florit, Westphalen, Chumacero y algunos más; menos aún son los que, como Juan Filloy, han rebasado los cien años. Pero la mera duración no es mérito si no va aparejada de una obra de creación realmente original y decisiva, de una vida consecuente con el espíritu de la letra. Premio Cervantes en 2011, Nicanor Parra, el antipoeta chileno, ronda el Nobel desde hace tiempo y, como la mayoría de los eternos candidatos a la presea consagratoria (¿lo será en verdad?), quizá no lo reciba nunca, lo que de seguro lo satisfará plenamente.
Parra nació en la segunda mitad de 1914, como el siglo, y es un provocador natural de primeras guerras literarias, porque su poesía también lo es, porque resulta inevitable que lo sea cuando el medio literario hispanoamericano sigue pareciendo tan solemne y arcaizante como siempre; es antipoeta porque su propio nombre deviene negación de lo canoro y porque definirse como tal fue, en su momento, la mejor manera de curar de emplastos postmodernistas y vanguardistas y de la espesa épica nerudiana a la poesía de su país y, de paso, a la de la lengua entera.
Templado en la tesitura del mejor Ramón, del buen Macedonio, el prosaísmo que invoca la obra parriana le devuelve a la ocurrencia algo de terrosidad, la amarra al suelo para mejor engañarnos con su disfraz de sentencia sin revés: “No hablamos para ser escuchados/ sino para que los demás hablen/ y el eco es anterior a las voces que lo producen.” Pero luego da la vuelta y, naturalmente, se contesta en otro poema: “Yo también digo cosas por decir,/ cada cual teoriza por su lado.”
La antipoesía es prosa porosa, brusca y llena de escollos pero asimismo blanda y dicharachera, rugosa y exacta como un papel mil veces doblado y, sin embargo, atento siempre a recobrar su forma. Si a veces recuerda el tono “de los anunciadores de feria”, según apunta Leónidas Morales, otras nos devuelve a la preciosa precariedad del lenguaje infantil, a la difícil ingenuidad de una poética que está de regreso de todos los artificios: “Urgente:/ Por suicidio/ Vendo/ Nube perfumada”, puede leerse en alguna de esas páginas murales que animó con Lihn y Jodorowsky y que recibió el nombre de Quebrantahuesos, collage de frases tomadas de anuncios y noticias diversas, empotradas para formar un objeto verbal distinto con el descaro propio de un niño que lo sabe todo (incluido lo que ignora).
La observación de Roberto Bolaño, a este respecto, no ha perdido la fulminante efusividad que caracteriza a las mejores sentencias poéticas del autor de Versos de salón: “Parra escribe como si al día siguiente fuera a ser electrocutado.” Pero aquí no yace Nicanor, “antipoeta y mago”, sino en el continuo de una vida que devela su obra de la manera más inopinada: jugando a las madelenitas en el té, en la Casa Blanca, con la esposa de Richard Nixon en plena Guerra de Vietnam, distracción (por decir lo menos) que casi le costó el linchamiento en el medio literario. ¿Pero cuál es la sorpresa, si tiempo después declararía que Pinochet “hizo lo que hizo con las mejores intenciones”? Sólo una mirada miope podría excusarlo en ambos casos, pero una mirada igualmente extraviada es la que evitaría vincular tales alardes al inveterado gusto por fanfarronear y “chulear” de su poesía. Y ahí está el meollo de su coherencia: en la festiva incongruencia de lo que dice micrófono en mano, en el esfuerzo que hace para no convertirse en poeta nacional.
Que no se malentienda: “la desacralización de la escritura y de la vida misma” que está en la base del fenómeno Parra, según observa Rafael Gumucio, arrasa con todo lo que él pueda alegar, empezando por sus declaraciones públicas. No es ni ha querido ser un luchador social y sus aberraciones políticas no lo justifican en ese plano de la realidad, como a Borges. Pero desde la otra orilla, desde las otras realidades que genera su obra, tales exabruptos se inscriben en la ambivalencia propia del humor, del más ácido y lúcido sarcasmo, ése que a quien primero golpea –desaforado bumerang– es al propio emisor.
Así como la risa y la angustia se dan la mano en la obra de Saki y en la de Swift, en la poesía de Parra frivolidad y crítica social devienen demiurgos idénticos de una ceremonia textual donde la relativización humorística todo lo descuaja y deshereda, donde cada verso puede ser una trampa o la más trivial de las notas a pie de página del mundo cotidiano. Piglia lleva razón cuando advierte que Dadá se enreda con frecuencia en la madeja de la antipoesía: “Los artefactos de Parra son a la literatura en lengua española lo que la obra de Duchamp ha sido para el arte contemporáneo.”
Profesor de Física, heterodoxo matemático como Lewis Carroll, primogénito de una familia de músicos y guitarreros más que conocida, Nicanor Parra, a punto de cumplir los cien años, sigue subvirtiendo la historia de las cosas con sólo llamarlas por su nombre, por el que mejor les conviene, de modo que bien podría suscribir que la verdadera doctrina Monroe se evidencia en la sinuosa sonrisa de Marilyn.

sábado, 9 de noviembre de 2013

Cien años de soledad

9/Noviembre/2013
Laberinto
David Toscana

Para un escritor es siempre una bajeza aceptar que forma parte de una moda. Si hoy le preguntamos a un joven autor por qué escribe sobre el narco o sobre vampiros, difícilmente responderá que sigue lo que está en boga. En cambio, no le costará trabajo decir que rechaza las modas.
Mi generación tuvo como moda denostar el realismo mágico. Se le acusó de absurdo, como vender al extranjero una falsa imagen sobre América Latina, y algunos autores alcanzaron notoriedad insultando a García Márquez. A pesar de que lo leímos con admiración, hoy es casi imposible encontrar un escritor que mencione a García Márquez como una de sus influencias.
Se le dio la espalda de tal modo al realismo mágico, que por puro miedo se le cerró la puerta a algo esencial: la imaginación. Y entonces nos llovieron narraciones fielmente históricas y peroratas de personajes cínicos que no se dejan tocar por el mundo, meras autobiografías defensivas.
Así es que, como lector pasado de moda, ayer terminé de leer, quizá por quinta ocasión, Cien años de soledad. Y otra vez quedé asombrado. Qué maravillosa novela. Y, sobre todo, qué bella novela.
La volví a leer porque quiero aprender algunas cosas del maestro. Sin duda el realismo mágico, o esa naturalidad con la que ocurren cosas sobrenaturales, se agotó con la generación de García Márquez, pero eso es apenas una fracción de lo admirable en esta novela.
Detrás de Cien años de soledad hay un mago del tiempo y de las historias. ¿Cómo se pueden contar tantísimas anécdotas que ocurren durante un siglo en tan poco espacio novelesco? La narración, además, anticipa el futuro y salta a pasados cercanos y remotos con tal naturalidad que nunca sentimos un bache.
García Márquez también es genio para crear personajes. No digo para inventarlos, sino para crearlos. Con unas cuantas pinceladas, sin necesidad de farragosas descripciones, pone al menos veinticinco personajes sustanciosos, de carne y hueso, en su novela.
Sus parlamentos no tienen desperdicio. Cuando el narrador calla para que hable un personaje, es porque tiene algo que decir. Algo breve y contundente.
Es un prosista excepcional. En la frase larga le da al español un ritmo y una tersura tan placenteros que invita a leerlo en voz alta.
Es un virtuoso del adjetivo. Los usa en racimos, pero nunca se siente un abuso. Así sean comunes, regionales o garciamarquecinos, le dan al sustantivo o a la frase una vida perpetua y feliz.
Nos vive dando lo que no esperamos. Sorprende con la historia y con la frase. Sus personajes se la pasan diciendo y haciendo lo que no esperamos. Por ejemplo, cuando Amaranta dice: “No seas ingenuo, Crespi, ni muerta me casaré contigo”.
Aunque está muy lejos de la novela de suspenso, el lector está lleno de curiosidad y devora las páginas para saber qué va a pasar.
Sobre todo, García Márquez es algo que muy pocos escritores llegan a ser: un artista. Es mucho más que un hábil contador de historias. Aprovecha todas las posibilidades de la novela para crear una experiencia estética y espiritual. No ve en las palabras una herramienta sino la esencia de su arte. Tiene un mundo interior lo suficientemente rico como para no pedirlo prestado.
Señalar Cien años de soledad con el virus del realismo mágico es perdernos de una obra maestra. Hace falta mucha mediocridad para no querer aprender del gran maestro latinoamericano. 






























































































































































































































































































































































































































Entrevista: Mauro Armiño, La traducción total

9/Noviembre/2013
Laberinto
Nieves Martín Díaz

Escritor, periodista, crítico teatral, Mauro Armiño ha desarrollado desde hace décadas una ingente labor como traductor. Además de haber recibido importantes premios por otras obras es, sin duda, el gran traductor de Marcel Proust al español. Así lo confirma su voluminosa edición de A la busca del tiempo perdido, en la que trabajó diez años, publicada por Valdemar en 2000. Próximos al centenario de la primera entrega de la obra, Por la parte de Swann, publicada por Proust en noviembre de 1913, revaloramos la importancia de su traducción.

Su edición de A la busca del tiempo perdido es la más reconocida en español, por su valía, investigación, creación, en suma, por la necesidad de un trabajo semejante con respecto a las publicaciones anteriores. 
Hacia 1995, cuando inicié la traducción de A la busca del tiempo perdido, las traducciones que circulaban en España habían traspasado ya esa barrera de los cincuenta años que deja obsoleta una parte, un sentido o un aliento, en la traducción de las grandes obras clásicas. Además, desde que se inició, en vida de Proust, la más conocida de ellas, la de Pedro Salinas, había corrido mucha agua bajo los puentes de la investigación proustiana, que dilucidaba el texto, la acción, los matices lingüísticos y los personajes.

Junto a su traducción, la edición contiene tres diccionarios para entender personajes, lugares y obras de arte, entre otras notas. Llegó a decir que “es imposible que un lector, por muy culto que sea, pueda leer a Proust sin un apartado de notas”. A la exigencia y profundidad de Proust, ¿se añadiría la de su traductor? 
La lectura de Proust mantiene exigencias agravadas por el paso de casi un siglo: ni los lectores franceses identifican ya las referencias históricas, literarias, artísticas o incluso personales inscritas en el texto. Con los tres Diccionarios quería ofrecer al lector la posibilidad de una lectura total, no solo de la novela, sino del contexto en que fue creada, pero sin pretender explicarla por el biografismo. Sirven para quien desee bucear en el mundo proustiano.
A pesar de su reconocimiento como traductor de Proust, se siguen utilizando los títulos de traducciones anteriores, En busca del tiempo perdido y Por el camino de Swann, ¿mereció la pena contradecir la inercia de estos títulos del pasado?
La “querella” no ha pasado a mayores; el primero, es una opción personal que el español no solo permite sino que se inscribe en la literatura más clásica; en el segundo, la discusión es imposible; Por el camino de Swann queda muy bonito, pero no tiene nada que ver con el original, Du coté de chez Swann (Por la parte de Swann), un localismo cuya elección el propio Proust explica.
¿Qué fue lo más difícil de traducir a Proust? Al menos al principio, antes de tenerlo dominado. La melaza de la construcción gramatical en que Proust sumerge el texto; el enredo del fraseo que, pese a la apariencia, no es ningún juego: tiene sentido en sí mismo.
En el centenario de la obra de Proust, de su primera entrega, Por la parte de Swan, ¿tenemos que considerarla la gran obra del siglo XX o sigue la disputa con Kafka y Joyce?
Esas disputas suelen servir para rellenar páginas supuestamente culturales de los periódicos, para dar alicientes a la fijación de cánones, variables poco más o menos cada década, y para alimentar la cháchara; es un juego que nada dice ni explica de la obra de ninguno de los tres. La literatura no es una carrera ciclista, no hay primeros ni segundos; un mismo lector puede no tener un orden entre ellos (y hay más nombres que unir a esos tres) o alterar sus preferencias varias veces a lo largo de su vida sin que por ello pierda su significación cada uno de esos escritores.

Baroja y Sartre no acabaron de apreciar a Proust, todo lo contrario. Lo mismo ocurre con autores actuales como Luis Alberto de Cuenca o César Antonio Molina. ¿Cómo explicarlo?
Como en todo, en esas posiciones hay intereses, ignorancias, insuficiencias, necedades; el mundo de Baroja y su escritura no tienen nada que ver con el de Proust, era muy difícil que hubiera empatía por su parte; y Sartre, mediatizado por sus ideas políticas, solo consideraba la obra de Proust en una dirección que, medio siglo más tarde, ha quedado en parte arrumbada. El autor de La náusea no vio la crítica del hundimiento de la aristocracia, del ascenso rampante de la burguesía que A la busca del tiempo perdido contiene, crítica que no alcanza ninguna de las novelas más sociales del momento. Eso le impidió ver el meollo del mundo de Proust y de su escritura.

A la vista de los últimos escritos de Proust, incluida su extensa correspondencia, ¿añadiría algo a su edición de A la busca del tiempo perdido, o es mejor esperar que pasen varias décadas hasta una nueva edición?
Mi edición de A la busca... empezó a publicarse hace ya casi quince años; y hay algunos datos, muy pocos, nuevos, que no son sustanciales para la lectura de la novela. Pero sí tengo en mente preparar una edición de bolsillo, releyendo la traducción y ajustando las notas a una lectura más directa para el lector.
La edición de Valdemar cuidó toda su labor como traductor e investigador, también todos los demás detalles, incluso el papel que se conserva en perfecto estado al correr de los años. 
Es algo de agradecer a la editorial en un momento en que los editores, para reducir costes, han bajado la calidad del papel hasta niveles impensables; en muchos libros, a los tres años el papel se ha vuelto negro y hasta cruje.
En 2013 sigue traduciendo a Proust: La confesión de una joven y otros cuentos de noche y crimen, su última obra publicada este año también con Valdemar, ¿aún le queda algo de Proust por traducir, algo que le sea imperioso trasladar al español?


Además de A la busca del tiempo perdido, he reunido todos los relatos de Proust con el título de La confesión de una joven y otros cuentos de noche y crimen; el primer libro que publicó, Los placeres y los díasy el llamémoslo así, borrador o primer intento de La recherche..., titulado Jean Santeuil. Queda, por supuesto, mucha obra de Proust por traducir; no digo ya la correspondencia completa, pero sí una buena antología, pero el género no anima a los editores. Publiqué una selección de sus poemas (la poesía de Proust tiene un interés muy relativo), en la revista Turia, y al poco tiempo aparecieron sus poemas completos traducidos por Santiago R. Santerbas (Ediciones Cátedra), con lo que ese campo ya está cubierto. Y a finales de año o principios de 2014 aparecerá mi edición, también anotada, de Sobre la lectura en la Editorial Fórcola. 

Entrevista: El placer de leer a Proust

9/Noviembre/2013
Laberinto
Raúl Ortiz y Ortiz

Raúl Ortiz y Ortiz nació el 2 de mayo de 1931 en la calle de Puebla, en la colonia Roma de la Ciudad de México, aunque desde hace 75 años vive en Antonio Sola, en la Condesa. Ahí ha formado una biblioteca–fonoteca–fil- moteca considerada entre las más valiosas del país, con primeras ediciones en varios idiomas. Entre ellas, la de Por el camino de Swann. Fue director de la Escuela para Extranjeros de la UNAM y fundador de la compañía teatral Shakespeare. En 1987 obtuvo el Premio Alfonso Décimo de Traducción Literaria por su célebre versión de Bajo el volcán, de Malcolm Lowry. Reconocido políglota, una de las pasiones de Ortiz y Ortiz ha sido la obra de Marcel Proust, de la que es uno de los grandes conocedores. Sin falsa modestia, afirma: “Creo que en México nadie tiene la documentación, los videos, las películas que yo tengo acerca de Proust”.
A unos días de cumplirse el centenario de la publicación de Por el camino de Swann, primera entrega de En busca del tiempo perdido, en entrevista, de la que se han suprimido las preguntas, el maestro Ortiz y Ortiz narra su experiencia como lector de Proust y su incomparable saga.
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Empecé a leer En busca del tiempo perdido en la adolescencia, en la versión de Pedro Salinas. Poco después mi padre me regaló una edición en dos tomos de la novela, traducida al inglés por C.K. Scott Montcrieff; a los 19 años, recibí mi primera edición en francés.

Leer En busca del tiempo perdido me llevó de 1945 a 1949–50, lo cual resulta explicable por dos razones. En primer lugar porque era demasiado ambicioso de mi parte comenzar a los 14 años a leer al escritor más complejo de la literatura francesa de los siglos XIX y XX. Me costaba mucho trabajo, pero también me daba un gran placer. Como si se tratara de disfrutar de un acto sexual, no quería llegar al orgasmo sino estar deleitándome con párrafos, con páginas, con episodios; eso fue lo que me retrasó tanto en acabarla.

Desde el principio, Proust se convirtió para mí en un compañero inseparable. Me ha permitido conocer la vida fuera de la colonia Condesa y de la calle de Antonio Sola, a donde llegué en 1938, a los 7 años, y en la que todavía sigo.

En busca del tiempo perdido implica toda una filosofía del arte. En una época en la que se ha perdido la fe en un más allá, el encontrar como única justificación de la vida la obra de arte, es una lección de Proust.
El tiempo perdido, el tiempo desperdiciado en amoríos, en aventuras, en procesos de ascenso social, de conquista de triunfos, se justifica a través de la obra de arte; de la experiencia personal volcada en la prosa más extraordinaria y más alejada de la tradición francesa.
Yo aprendí el francés con Voltaire, con Gide, con Balzac, con Flaubert, que son unos titanes. El idioma francés es racional, frío, analítico, suele expresarse en frases y oraciones muy concisas, muy concretas; esa es la tradición que desde el tiempo de Voltaire respeta todo gran autor, con la excepción de Saint–Simon, el cronista de las cortes de Luis XIV y Luis XV, quien, como Proust, no usa frases cortas sino que envuelve el tema del que está hablando con toda un serie de revestimientos que nos dejan absolutamente agotados.

En la primera entrega de En busca del tiempo perdido, en la primera recepción a donde llega Swann, se está tocando una composición de Chopin. Por la descripción que hace Proust de la música de Chopin, parecería que estuviera hablando de su propia prosa, de su propia sintaxis y no solamente de la obra, de la frase musical de Chopin.
La música es trascendental en la novela, porque Proust crece en un momento en que está realizándose una transformación radical de la música francesa. Uno de sus mejores amigos de la infancia fue Georges Bizet, el autor de Carmen. Es uno de los más grandes compositores, desgraciadamente mal conocido a pesar de ser el creador de la ópera francesa más famosa; tiene melodías y otras óperas con una riqueza extraordinaria. Una de las figuras que inspiran al personaje de Madame Rigamont es la viuda de Bizet.
El compositor de mayor éxito en la época en que Proust escribe es Jules Massenet, autor de Werther, de Manon; y la primera relación sentimental que tiene Proust en su juventud es con un discípulo de Massenet, de origen judío, como él, Reynaldo Hahn, que vive hasta los años cuarenta.
Pero no es la música de Massenet la que le interesa a Proust sino el cambio que se da en el vocabulario musical a partir de César Franck, Debussy, Ravel, con ellos cambia por completo. Hay otro músico que le interesa, Camille Saint–Saëns, uno de los compositores más reaccionarios. Tiene una sonata para violín y piano que contenía lo que Proust y Hahn llamaban la pequeña frase, que expresaba la belleza de su relación. Pero Proust no retrata nada, mete todo lo que lee o escucha en una licuadora y lo que entra allí sale convertido en otra cosa.

La sonata de Vinteuil, el himno de amor de Swann y de Odette, no es la sonata de Saint–Saëns, ni tampoco es la más famosa sonata para violín y piano que existe en el repertorio francés, que es la de César Franck; es una mezcla de todo: Debussy, Ravel, Stravinsky, quien estrenó La consagración de la primavera el mismo año que se publicó Por el camino de Swann.

La música es esencial en la obra de Proust, como lo fue en su vida. Enfermo de asma, no podía asistir a las salas de concierto, por lo que tenía un servicio telefónico que lo conectaba con la ópera de París. Oía los conciertos desde su casa por un parlophone. Una noche incluso mandó por un cuarteto de cuerdas para que en su departamento le interpretaran su música favorita.
Una de las aportaciones de Proust es convertir la novela en una estructura crítica; hace estudios críticos sobre Ruskin, sobre Dostoievsky, pero estos estudios forman parte de la acción, son inseparables de ella. Muchos años después de muerto Proust, se publica una colección de ensayos llamados Contra Sainte–Beuve, y en ella se demuestra que no solamente es el mayor novelista de la literatura francesa de los siglos XIX y XX, sino que es el más profundo de los críticos de carácter literario y artístico.
Para un neófito que no estuviera familiarizado con la crítica de arte, bastaría con que leyera los párrafos o las secciones en donde habla de Vermeer, de Monet. Los lirios de Monet son la pintura de Elstir.
Hay un enfoque erróneo, en mi opinión, en querer encontrar personajes reales, históricos, como protagonistas de la novela. Proust es como un alambique, toma elementos caracterológicos de vestuario, de modalidades y va creando su universo. No es sino hasta últimas épocas cuando tenemos la visión total de En busca del tiempo perdido, porque a su muerte, cuando le toca a su hermano, el doctor Robert Proust, publicar La prisionera, Albertina desaparecida, El tiempo recobrado, encuentra páginas tan escabrosas que las omite, y no aparecen sino hasta hace seis o siete años, en la última edición de la Plèiade.
Por el camino de Swann causó una gran admiración en el extranjero. A los franceses les costó mucho trabajo digerir este alimento condimentado con ingredientes que no les eran conocidos. Pero en Alemania, en Inglaterra, en la misma España de Pedro Salinas se le consideró un innovador. Por el camino de Swann es un rompecabezas, ahí están todas las piezas y nosotros como lectores tenemos que convertirnos en cómplices para ir formando las figuras que él nos va a dar seis volúmenes más tarde; un detalle que, aparentemente, no tiene ninguna importancia, va a adquirirla en La prisionera o en La fugitiva.

Para mí, Por el camino de Swann es, sin lugar a dudas, la obra más acabada, más perfecta desde el punto de vista formal de En busca del tiempo perdido, porque tuvo tiempo para hacerla. Comienza a escribirla, si no me equivoco, en 1905, a la muerte de su madre. Existe el antecedente de una novela muy semejante que no fue publicada sino hasta 1950: Jean Santeuil. La trama es muy semejante, pero todo el aspecto filosófico, psicológico, toda la teoría de la memoria involuntaria, toda la influencia que Bergson tuvo sobre él —o él sobre Bergson— no está en Jean Santeuil.

Todas las casas editoriales rechazan Por el camino de Swann y Proust tiene que acudir a Bernard Grasset, que consiente en publicarla siempre y cuando el autor pague la edición. En esa primera entrega nadie se salva del cataclismo proustiano, de su pesimismo, de su manera de retratar la vileza humana, excepto su madre y su abuela, que son equivalentes.
Mucha gente afirma lo mismo que yo: si me voy a una isla desierta donde voy a romper con todo contacto humano, ¿qué me llevo? No me llevaría a Shakespeare que me ha acompañado toda la vida, que lo he enseñado y lo admiro. No me llevaría a Cervantes ni a Dante, no me llevaría a Pérez Galdós, que es para mí uno de los monumentos más grandes de la literatura. Me llevaría a Proust, porque es el que mejor ha conocido la naturaleza humana.

domingo, 3 de noviembre de 2013

La imagen de Cernuda, hoy

3/Noviembre/2013
Confabulario
Antonio Rivero Taravillo

La atención sobre los grandes creadores suele moverse entre las fechas que delimitan los aniversarios de su nacimiento y muerte, esas balizas que guían a quien no tiene otra brújula. Si en el promedio del vivir de un ser humano ambas efemérides suelen distar un par de décadas (y más, con el aumento progresivo de las expectativas de vida), en el caso de Luis Cernuda se pueden fijar en 2002, centenario del nacimiento, y 2013, cincuentenario de su muerte. Un periodo no muy largo, como se ve, como tampoco lo es el número de días que distan entre el de su alumbramiento (un 21 de septiembre) y el de su deceso (el 5 de noviembre).

En el intervalo de 2002 a 2013 se ha avanzado mucho en el conocimiento de su figura. El centenario propició un buen número de publicaciones entre las que descuellan el Álbum y el Epistolario, con un trabajo encomiable de James Valender, de El Colegio de México; en fechas posteriores, quien esto firma agavilló cuanto se había publicado sobre el poeta sevillano, más fuentes hasta entonces ignoradas, y puso manos a la obra en escribir la biografía amplia que Cernuda exigía y con la que aún no contaba. Un defecto tiene esta, sobre todo en el primer volumen: cierta prolijidad; y una virtud, acaso: la exhaustividad, que si la puede hacer premiosa a veces, también puede premiar al lector más amigo del detalle. En cualquier caso, creo que en el segundo tomo (con edición en Tusquets México) se corrigió algo esa tendencia. Y hoy se puede establecer en qué medida los hallazgos de nuevos datos permiten forjarse otra imagen, algo modificada, del personaje que nos había sido retratado con anterioridad.

Además de su obra, generalmente muy apreciada, y de lo que él contaba de sí mismo como autor de ella en “Historial de un libro”, de Cernuda se sabía que fue un hombre de izquierdas, que participó en la labor de extensión cultural republicana a través de las Misiones Pedagógicas, que abrazó la causa antifascista y que al marchar al exilio en plena contienda, febrero de 1938, comenzó una penosa andadura por Inglaterra, Francia, Escocia, de nuevo Inglaterra y, ya en mejor posición, Estados Unidos de América. La estancia en Cuba fue un paréntesis gozoso, como el primer contacto con México, donde recuperaría la lengua, los amigos, y recobraría el amor. Luego, ya al final de su vida, impartiría dos cursos escolares y otro de verano en California. También es notorio que mantuvo una relación de amor/odio con su tierra nativa (Sevilla, Andalucía, España) e incluso con la adoptiva mexicana.

Pero tras este resumen, una mirada más detenida y a tenor de los testimonios descubiertos en fecha reciente permite establecer precisiones, matices.

La lealtad de Cernuda hacia el proyecto ilustrado de la República es indudable, y hoy se pueden pormenorizar sus viajes con el Museo del Pueblo; también su horror ante el alzamiento militar apoyado por elementos civiles, y el compromiso del autor de La realidad y el deseo con la legalidad vigente: tras una breve estancia en el Batallón Alpino en la defensa de la capital, pasó a actividades culturales en Madrid y Valencia, y participó en esa gran revista que fue Hora de España. En ella se publicó su elegía a Lorca con la censura de la estrofa que aludía a la homosexualidad del granadino, y revisando en los talleres gráficos pruebas de uno de sus números fue como conoció a Octavio Paz. Con todo, se hacía preciso a tenor de los testimonios disponibles llamar la atención sobre el hecho de cómo él mismo fue víctima indirecta del estado de terror que imperaba en la retaguardia por mor del temible SIM (Servicio de Información Militar), dominado por los comunistas. En este sentido hay que señalar cómo una y otra vez se cita desde la izquierda el emocionante poema “1936” de Desolación de la Quimera, en que se recuerda la causa justa defendida por un combatiente de las Brigadas Internacionales, pero se suele pasar de puntillas sobre los versos “Que tantos otros, pretendiendo fe en ella / sólo atendieran a ellos mismos”, y más sobre el homenaje en el mismo libro a Víctor Cortezo, el figurinista del montaje de Mariana Pineda que fue detenido por los “sacripantes del partido” (que no es otro que el comunista) y llevado a una checa.

El testimonio de Carmen Antón, actriz de La Barraca, vierte luz sobre aquellos días valencianos y el episodio también lleno de riesgos de la pérdida de las claves secretas de una embajada, que pudo haber costado un disgusto, si se hubiera considerado aquello espionaje, a Concha de Albornoz, gran amiga de Cernuda. Las memorias de Antón, Visto al pasar, fueron publicadas en una editorial gallega en 2002, año del centenario del poeta; es por ello que escapó a las recapitulaciones biográficas aparecidas entonces. Sin embargo, me fue de gran ayuda para el primer tomo de la biografía que obtuvo el Premio Comillas en 2007. Y sirve para, lejos del todo blanco o negro, destacar una gama de grises. Pues con las ideas políticas de Cernuda hay que tener en cuenta lo que él veía necesario en lo referente a su nostalgia de España: un poema en este sentido debería siempre tener el contrapeso de otro en el que asomara su lado más crítico hacia su país. Él mismo lo hizo en Desolación de la Quimera, donde el homenaje al anónimo luchador por la República está pocas páginas después del dedicado a Cortezo.

Dos días después del cincuentenario de la muerte de Cernuda se conmemorará el de Camus. Salvando las enormes distancias, el carácter independiente de Cernuda, su ansia de libertad por encima de toda cosa, y conciliado ese afán con una idea de justicia ajena a totalitarismos, lo aproxima, si bien no buscó él protagonismo social ni político, al autor de El primer hombre; como el más ortodoxo Rafael Alberti, con su mujer María Teresa León, sería (ya sé que no se puede extrapolar la poesía al pensamiento filosófico, ni un país a otro) un equivalente estalinista de Jean-Paul Sartre y su pareja Simone de Beauvoir. Cernuda emitió juicios severos sobre el doctrinarismo de Alberti en el capítulo que le dedicó en Estudios sobre poesía española contemporánea. Hay allí una pista para demostrar su alejamiento del comunismo, algo en lo que va paralelo a Paz, y ambos a Camus.

Pero también matiza la imagen que teníamos de Cernuda la correspondencia inédita que mantuvo con Salvador de Madariaga, que hallé en el archivo de este y pude incorporar junto con otros materiales desconocidos al segundo tomo de la biografía. En esas cartas aparece un hombre que sin renegar de sus anteriores ideas filocomunistas se hace consciente, en la distancia del exilio, de la importancia de la historia de su país, y hasta celoso de su integridad territorial lo mismo frente al separatismo que frente al imperialismo británico (así en una nota que envía a Madariaga, catedrático de Oxford, acerca de una reivindicación de la colonia inglesa de Gibraltar). También ahí se ve, y de una manera sorprendente, cómo gracias a su compatriota (biógrafo de Cortés y autor de una novela sobre la conquista española, El corazón de piedra verde) Cernuda adquiere conciencia de lo que es México, y un interés por el país que será una constante en su atención hasta que en 1952, jugándose el todo por el todo como quien tomó Tenochtitlán, “quemó las naves” y decidió vivir en la capital de lo que había sido la Nueva España.

Fue fundamental también para trazar el retrato de cerca del Cernuda mexicano reconstruir la vida de los dos grandes amores del poeta: el español Serafín y el mexicano Salvador (a uno le dedicó, tras la ruptura, Donde habite el olvido y al otro la secuencia “Poemas para un cuerpo” de Con las horas contadas). Antonio Bertrán me auxilió en ello, y hoy conocemos más de las interioridades de Cernuda, que dicho sea de paso sólo deberían interesarnos como ángulos desde los que mejor apreciar su poesía. “Que no se llama gloria, fortuna o ambición, sino amor o deseo”, escribió en Los placeres prohibidos en una declaración que puede ser todo menos marxista (siendo también cualquier cosa menos conforme con el capitalismo). Ya ahí manifiesta su reivindicación de la libertad, y su ejemplo de poeta que admite su homosexualidad y escribe con naturalidad de ella ha ayudado a muchos otros a reconciliarse con su orientación más íntima, como él mismo se halló conforme tras la lectura de Gide recomendada por alguien que lo conoció bien: su profesor, y maestro fuera del aula, Pedro Salinas. La relación con Serafín deja la duda de si volvieron a encontrarse en el Distrito Federal, adonde este se exilió. La de Salvador, el verdadero carácter de la misma, que pudo haber sido sólo platónica.

Son 2002 y 2013 de esas conmemoraciones contra las que se revolvió Enrique Vila-Matas en Para acabar con los números redondos. En el lapso, una biografía y más ponencias, estudios, artículos. Y más que vendrán sin duda, perfeccionando lo escrito, porque la altura, y hondura, de la poesía de Cernuda harán que —no me cabe la menor duda— la atención sobre él se mantenga más allá de esta planilla de las fechas redondas.

El Salvador de Cernuda

3/Noviembre/2013
Confabulario
Sergio Téllez-Pon

El deseo insumiso al tiempo
Luis Cernuda
Luis Cernuda (Sevilla, Andalucía, España, 1902- ciudad de México, 1963) llegó a México luego de un largo peregrinar por el mundo: había huido de España por la guerra civil y llegó a París donde siempre pensó que regresaría a Madrid; huyó de Francia engañado por un amante, Stanley Richardson, a dar unas supuestas conferencias en universidades británicas; una vez más, escapó de Inglaterra para dar clases esta vez en universidades estadounidenses y finalmente huyó de Estados Unidos en busca del clima que le recordara la costa andaluza que lo vio nacer y fue por eso que llegó a Acapulco, entonces el paradisíaco puerto del océano Pacífico. México fue, pues, el único lugar al que no llegó para volver a escapar, el que conscientemente eligió para vivir.

Aquí, además, se reencontró con su lengua, el castellano, que había dejado de escuchar hacía muchísimos años (como lo cuenta en el primer poema de Variaciones sobre tema mexicano) y en Acapulco encontró el clima cálido que tanto le recordó sus días en la playa de Valencia frente al Mediterráneo mientras España se desangraba, tal y como lo recuerda Elena Garro. Pero también, y sobre todo, encontró el cuerpo del deseo en un joven del que por el primer poema de Poemas para un cuerpo sólo se sabía que se llamaba Salvador y que hoy se sabe respondía al nombre de Salvador Alighieri. Aunque Cernuda era un señor de casi cincuenta años, la pasión por Alighieri lo hizo declarar en Historial de un libro: “Creo que ninguna otra vez estuve, si no tan enamorado, tan bien enamorado, como acaso pueda entreverse en los versos antes citados [los Poemas para un cuerpo], que dieron expresión a dicha experiencia tardía. Mas al llamarla tardía debo añadir que jamás en mi juventud me sentí tan joven como en aquellos días en México”.


En 1949, Cernuda había venido a pasar las vacaciones de verano a la ciudad de México y luego fue unos días al puerto: “un poco de sol puede consolarme de tantas cosas”, confesó. Un año después se empeñó en regresar y pasó aquí las vacaciones del verano de 1950; el encuentro con la cultura mexicana, en la que veía tantas reminiscencias de la española, le inspiraron para empezar a esbozar los poemas en prosa que después serían Variaciones sobre tema mexicano —que en principio tituló como Concerniente a México. “El sentimiento de ser un extraño, que durante tiempo atrás te perseguía por los lugares donde viviste, allí callaba, al fin dormido. Estabas en tu sitio, o en un sitio que podía ser tuyo; con todo o con casi todo concordabas, y las cosas, aire, luz, paisaje, criaturas, eran amigas. Igual que si una losa te hubieran quitado de encima, vivías como un resucitado”, se decía a sí mismo en una de las Variaciones


Volvió por tercera vez, en 1951, y fue entonces cuando conoció a Salvador Alighieri. Después de ocho meses en los que hizo una fructífera escala en La Habana (donde pronunció tres conferencias y entabló una estrecha amistad con Lezama Lima), regresó a Estados Unidos, al colegio de Massachusetts donde impartía clases durante el crudo invierno del norte que tanto detestaba, pero ya con la firme idea de volver, y por qué no, establecerse en México definitivamente así pareciera un impulso incontenible: “Sé que es, desde el punto de vista práctico, un disparate. Pero también sé que por no haber hecho otro disparate semejante, me quedé en Sevilla y me quedé en Londres más años de los que eran convenientes. Y el tiempo perdido viviendo en un ambiente que nos aburre, ahora lo veo, es lo que luego más nos remuerde y acongoja”, le escribió en una carta a Pedro Salinas. Al fin consiguió establecerse en la ciudad de México en noviembre de 1952. Poco más de diez años estuvo entre nosotros (con una corta estadía en San Francisco y Los Ángeles donde, una vez más, impartió clases), hasta su muerte el 5 de noviembre de 1963.


En el furor de los locos años veinte, Cernuda, a diferencia de otros compañeros de generación como Vicente Aleixandre —quien escribía sus poemas a un supuesto personaje femenino que en realidad era masculino—, García Lorca o Emilio Prados, nunca escondió su homosexualidad ni en su persona ni en su obra: desde muy joven no sólo la hizo saber sino que después la reivindicó en su rebelde Los placeres prohibidos, que escribió a principios de los años treinta influido todavía por el surrealismo. En uno de los poemas de ese libro, “Si el hombre pudiera decir”, por ejemplo, el hombre al que se refiere en el título no es al de la especie (no eran los tiempos del lenguaje políticamente correcto que distingue lo masculino y lo femenino) sino a un ejemplar del sexo masculino. El amor, la pasión por ese hombre, pues, es “la única libertad que me exalta, la única libertad porque muero”; es decir, era ajeno a las libertades que se conseguían en España con la segunda República; esas libertades a él no le importaban, no le exaltaban, no moría por ellas.


Entre finales de 1931 y 1932, se había paseado, aunque no de la mano pero como si lo hubiera hecho, por todo Madrid con Serafín Fernández Ferro (1914-1954), un joven gallego, linotipista en la imprenta de su amigo Manuel Altolaguirre, que le presentaron sus otros cofrades del “epentismo” (Aleixandre, Rafael Martínez Nadal y García Lorca, quien inventó el neologismo para llamar a sus allegados homosexuales), que al final resultó más un chichifo que un amante y cuya ruptura amorosa le inspiró los poemas de Donde habite el olvido; años después, Serafín acabó sus días transterrado en México, enfermo de tuberculosis, pobre y malcasado. Después, en el verano de 1934, Cernuda tuvo un romance con el ya mencionado Richardson, un joven británico que tradujo algunos de sus poemas al inglés, quien al sacarlo con mentiras de Francia prácticamente le salvó la vida y, sin embargo, se ganó el odio gratuito de Cernuda; Richardson murió poco después durante un combate en la guerra civil española, pues se había enrolado en las filas republicanas. Por su parte, Luis Antonio de Villena aventura que Cernuda pudo haber tenido otro enamoramiento en Glasgow durante 1940: ese año lo habían invitado a Cuba pero se negó, en palabras del propio Cernuda, “por no huir del miedo a una pasión”. Pero ninguna de esas relaciones lo había dejado satisfecho. Ahora, en México, hecho ya un hombre, un señoritingo de refinadas maneras inglesas, se enamoraba de un joven muchos años menor que él. “Mano de viejo mancha / El cuerpo juvenil si intenta acariciarlo”, dice en “Despedida”, uno de sus poemas más célebres.


Cuando conoció a Cernuda, Salvador Alighieri, El Chocolate (que aparece en algunas de las Variaciones… como el indito “Choco”), tenía toda la apariencia de mayate, tan apreciada por los gays: era un joven de 20 años, moreno (“oscuro” es el adjetivo que usa Cernuda en los poemas), que además practicaba fisicoculturismo. Se conocieron en La Roqueta, una playa de la bahía de Acapulco, en el verano de 1951. Cernuda, quien siempre había apreciado el cuerpo juvenil masculino y así lo cantó en varios de sus poemas, quedó prendado de la figura del joven y casi de inmediato lo protegió. Martínez Nadal le contó a De Villena que por el tiempo que salía con Serafín, Cernuda también tenía algunos encuentros con meseros a cambio de una ayuda económica, algo que después repetirá con Alighieri, como lo reconoció él mismo ante el periodista Antonio Bertrán. Cernuda sabía que el mundo era de los jóvenes, por eso sucumbía ante ellos, y es de ellos de quienes se despide en ese poema memorable:



Adiós, adiós, compañeros imposibles.
Que ya tan sólo aprendo
A morir, deseando
Veros de nuevo, hermosos igualmente
En alguna otra vida.

Con Salvador, Cernuda no era el hosco y malhumorado que la mayoría recuerda; al contrario, en su testimonio, Alighieri lo recuerda tierno y hasta paternal, una relación más propia de erómenos y erastes. Para él, para Alighieri, escribió los Poemas para un cuerpo que se escribieron casi al mismo tiempo que las Variaciones… y se publicaron por primera vez como plaquette en Málaga en 1957, editada por Bernabé Fernández-Canivell, quien tuvo la feliz ocurrencia de que fueran ilustrados por Álvarez Ortega pero Cernuda se rehusó calificando los dibujos de “mariconerías de la peor especie”; más tarde los incluyó en su libro Con las horas contadas:


I
Salvador

Sálvale o condénale
Porque ya su destino
Está en tus manos, abolido.

Si eres salvador, sálvale
De ti y de él; la violencia
De no ser uno en ti, aquiétala.

O si no lo eres, condénale,
Para que a su deseo
Suceda otro tormento.

Sálvale o condénale,
Pero así no le dejes
Seguir vivo, y perderte.

Como pocos poetas, Cernuda dejó demasiados guiños y pistas de su vida en su gran obra poética, de manera que cuando Bertrán encontró a Salvador Alighieri en Guadalajara y pudo entrevistarlo, sus palabras arrojaron nuevas pistas para reinterpretar los Poemas para un cuerpo, que aunque están inspirados en él, Alighieri no conocía y Bertrán se los proporcionó. A pesar de su corta edad, Alighieri ya estaba casado y tenía un primogénito, Salvador, de 2 años, a quien Cernuda aceptó confirmar para así hacerse compadres. Alighieri le confesó a Bertrán que no hubo entre ellos sino una relación afectiva, que Cernuda se conformaba con contemplarlo hacer sus ejercicios con el torso desnudo y entonces el poeta, mientras fumaba su pipa, se ponía a escribir (¿los Poemas para un cuerpo acaso?). Tal vez fuera el suyo un enamoramiento más platónico que una relación carnal. Sin embargo, en varios poemas de Variaciones…, Cernuda dice un poco más sobre “Choco”. En “La posesión”, escribió: “En un abrazo sentiste tu ser fundirse con aquella tierra; a través de un terso cuerpo oscuro, oscuro como penumbra, terso como fruto, alcanzaste la unión con aquella tierra que lo había creado. Y podrás olvidarlo todo, todo menos ese contacto de la mano sobre un cuerpo, memoria donde parece latir, secreto y profundo, el pulso mismo de la vida”; y en “Dúo” dice todavía más: “A tu ternura envolvente responde con su abandono, y no te cansas de acariciarle ni de besarle”. También sobre esa última pasión cernudiana escribió el poeta Jaime Gil de Biedma: “ese enamoramiento no fue sino la concreción final, en un cuerpo y en una persona, del deslumbramiento instantáneo, del inesperado brote de felicidad sensual que aquella tierra propició en él, cuando en su edad madura apenas ya nada esperaba”.


La relación con Alighieri duró hasta 1955 o 1956, poco más de cuatro años que sin embargo fue la más duradera de Cernuda. En 1960, le escribió Cernuda en una carta a Sebastian Kerr: “Un amigo mío, Salvador Alighieri, al que tenía una amistad muy distinta de la que tengo a [Octavio] Paz, entre otras raras peculiaridades tenía la de no decirme jamás cuándo iba a marcharse fuera de México capital.” Otra de esas particularidades que molestaban a Cernuda del comportamiento de Salvador, como buen joven, era su irresponsabilidad: “Luis me regañaba y aconsejaba como si fuera un padre. Íbamos a un café, el Night and day, y ahí insistía en que no fuera tan loco, que respetara a mi mujer”, le cuenta a Bertrán. Alighieri desaparecía por semanas y luego regresaba a buscar al poeta: “Jamás pude conseguir de él —escribe Cernuda en la carta a Kerr—, a pesar de nuestra amistad, que me dijese su marcha antes de emprender una. El procedimiento era: citarnos en algún sitio, y su no comparecencia. Ya comprenderá que mi mal humor llovía sobre él cuando aparecía luego”. Un mal día, Salvador no volvió a aparecer. Según le contó a Bertrán, empezó a tener problemas en su matrimonio y se fue al norte, a intentar cruzar a Estados Unidos; no lo consiguió y se instaló en Nuevo Laredo, donde ganó algunos premios de fisiculturismo (Mr. Espalda y Mr. Laredo). A finales de 1963 volvió a la ciudad para competir por el título de Mr. México Junior, que también ganó, y entonces se enteró de la muerte de Cernuda.


Tal vez por esos mismos años de la carta a Kerr escribió Cernuda “Epílogo (Poemas para un cuerpo)”, que incluyó en su último libro, Desolación de la quimera (Joaquín Mortiz, 1962), con toda seguridad cuando Alighieri ya había desaparecido definitivamente, sin avisarle:


Tu imagen de hace años,
Hermosa como siempre, sobre el papel, hablándome,
Aunque tan lejos yo, de ti tan lejos hoy
En tiempo y en espacio.
Pero en olvido no, porque al mirarla,
Al contemplar tu imagen de aquel tiempo,
Dentro de mí la hallo y lo revivo.

Tu gracia y tu sonrisa,
Compañeras en días a la distancia, vuelven
Poderosas a mí, ahora que estoy,
Como otras tantas veces
Antes de conocerte, solo.

Un plazo fijo tuvo
Nuestro conocimiento y trato, como todo
En la vida, y un día, uno cualquiera,
Sin causa ni pretexto aparente,
Nos dejamos de ver. ¿Lo presentiste?
Yo sí, que siempre estuve presintiéndolo.
¿Salvó Alighieri a Cernuda? Desde luego, aunque sólo por un tiempo. Tal vez si no se hubieran conocido, Cernuda no habría tenido las fuerzas y el motivo suficiente para emigrar una vez más, y sin embargo lo hizo, vino aquí donde se sintió más joven que nunca… aunque la consecuente felicidad se le haya presentado casi al final de su vida.

Poesía en las aulas

3/Noviembre/2013
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Hace poco más de dos décadas, en 1992, le pregunté lo siguiente a Efraín Bartolomé, a propósito de la publicación de su breve libro Mínima animalia (dirigido, preferentemente, a los niños): “¿Existe una poesía específica para un público infantil?” He aquí su respuesta: “No lo creo. A veces se le da al niño, bajo el abusivo rubro de poesía, una serie de rimitas sosas de torpe factura. Creo que el poema para niños debe pasar, también, el examen del gusto poético más riguroso. Que sea un manjar probado de alto poder nutricio.”
Traemos a cuento este diagnóstico y este dictamen, de uno de los mejores poetas mexicanos contemporáneos, al revisar la lista de libros de poesía (preseleccionados para las bibliotecas escolares y de aula) que leerán el próximo año los alumnos mexicanos de primaria y secundaria como parte del Programa Nacional de Lectura y Escritura (ciclo escolar 2013-2014).
Cumpliendo con una de las bases de la convocatoria para la selección de Libros del Rincón que serán integrados a las Bibliotecas Escolares y de Aula, la Secretaría de Educación Pública dio a conocer el 18 de septiembre la lista de títulos preseleccionados: 270 en total, de los cuales catorce son de poesía: El espejo de los ecos, de José Emilio Pacheco; Poemas de juguete II, de Antonio Granados; Lo que no sabe Pupeta, de Javier Mardel; Clasificados y no tanto, de Marina Colasanti; Versos que el viento arrastra, de Karmelo C. Iribarren; Íntimo nocturno, de Xavier Villaurrutia; Huellas de pájaros, de Ramón Iván Suárez Caamal; El baile diminuto, de María José Ferrada; Oops!, de Kevin Johansen; Arte de pájaros, de Pablo Neruda; Árbol del trópico, de Carlos Pellicer, y las antologías El tigre en la calle y otros poemas, Poesía y narrativa de la antigua China, y La poesía del siglo XX en México, esta última con selección y prólogo de Marco Antonio Campos.
La mayoría de los libros son ilustrados y todos sin excepción los agrupa la SEP en la ambigua y equívoca “categoría: poesía popular”, aunque en realidad se trata de “poesía lírica” más que de poesía “popular”, pues ¿qué es lo popular en poesía? Poetas populares son los que se leen mucho o los que están en el más directo acceso de la gente, pero aquí de lo que se trata, en algunos casos, es de poesía didáctica, más que de poesía popular.
La preselección de estos catorce libros de poesía para las Bibliotecas Escolares y de Aula es acertada pero exigua, y lo que no se comprende del todo es por qué si estas bibliotecas están destinadas a despertar y desarrollar el gusto por la lectura y por la escritura se le da tanta importancia (entre los 270 títulos preseleccionados) a los materiales informativos. Y esto que es malo no es lo peor. Lo peor es que la poesía sólo entre a las bibliotecas escolares y de aula ¡hasta el quinto año de primaria! Para los grados anteriores lo literario se concentra en mitos y leyendas, cuentos clásicos y cuentos históricos. ¿Por qué? ¿Quién piensa que –pedagógicamente– los alumnos de preescolar y de los cuatro primeros años de primaria sólo tienen interés en la narrativa pero no en la poesía?
En realidad, uno de los graves problemas de la lectura en la escuela es el que hemos venido apuntando en esta columna y en otras colaboraciones: a la poesía se le ha expulsado de la escuela y la mayor parte de los alumnos (y de los maestros) no sabe leer poesía porque este alimento nutricio no se les da desde los primeros años.
Las bibliotecas escolares y de aula tendrían que ser bibliotecas de lectura, no bibliotecas de tareas. Los catorce libros de poesía son casi nada entre 270 títulos de los cuales 139 pertenecen al género “informativo”. Y si seguimos analizando la lista de títulos y sus asignaciones por grados, encontramos más absurdos. Entre los 81 títulos destinados a los alumnos de secundaria, sólo cinco son de poesía (o más bien cuatro y medio, porque hay una antología mixta de narrativa y poesía), y estos cinco están clasificados para el segundo grado; es decir, no hay ninguno específicamente destinado a los grados primero y tercero.
La idea de que los alumnos desean preferentemente cuentos y libros informativos es, en esencia, falsa. A los niños y adolescentes les encanta la poesía si se les proporciona y, además, se les acompaña en la lectura, la comprensión y la interpretación. Pero, además, la poesía apela a las emociones y al sentido musical y a la riqueza del idioma. Que muchos pedagogos y especialistas en lectura no sepan leer poesía (o no les guste la poesía), no es razón para limitar de este manjar extraordinario a los niños y adolescentes.

¿COMO PUBLICAR TU PRIMER LIBRO?

2/Noviembre/2013
Laberinto
Heriberto Yépez

El otro día alguien me emaileó preguntándome cómo publicar su primer libro. Le prometí pensar mi respuesta. Aquí está.
Si tu primer libro tiene potencial de ventas —es una novela de trama que atrapa y está bien escrita, aunque no necesariamente sea una obra de arte; o es un libro de temática interesante al lector general— ve a editoriales grandes.
No dejes el engargolado en la recepción o lo envíes por paquetería. Los editores están saturados de trabajo y desconfían de autores desconocidos. Se supone que un libro recibido debe ser dictaminado. Pero alguien puede abrir el paquete, hojear y echarlo al bote. Pide una cita breve.
Si tu libro no tiene potencial de ventas pero sabes que es interesante literariamente, prueba en concursos literarios que incluyan publicación.
Hay jurados serios que sí leen, discuten y eligen el que más les gusta, es decir, debes ser consciente que en un concurso todo depende del gusto de los jurados.
Si tu novela, libros de relatos o poemario está bien escrito y es tradicional, tienes probabilidades de ganar. Casi todo lo que llega a concursos está lleno de clichés y deficiencias técnicas.
Si sabes que escribes bien —tienes una imaginación o sensibilidad heterodoxa y tienes dominio técnico de la escritura— pero tu libro es poco tradicional en forma o contenido, tienes menos probabilidades: la mayoría de los escritores (es decir, de los jurados posibles) son tradicionalistas.
¿Editoriales independientes? No tienen presupuesto y prácticamente sólo publican a sus contactos. No están abiertas a propuestas de ciudadanos.
Piensa en esto: la mayoría de la gente en el mundo literario no sabe mucho de literatura. Paradójicamente, es más difícil encontrar un buen lector que un buen escritor.
Por eso no funciona la mayoría de los canales de decisiones literarias.
Pero siempre hay una minoría de lectores, escritores, editores e internautas que saben distinguir lo nuevo, lo interesante, lo bien hecho, lo sorprendente o, al menos, lo prometedor.
Si sabes que tu libro es interesante, autopublícalo. Esa es hoy la mejor ruta.
¿Autopublicarlo en Internet? Hace diez años Internet era alternativo; hoy es mainstream. Si quieres que circule, autopublícalo electrónicamente (como pdf basta) o en un blog, pégalo. Pero en Internet casi no se lee: se consumen textos.
Autopublícalo como libro impreso. Busca una imprenta local y prepara 200 ejemplares modestos.
No lo regales jamás. Intercámbialos y véndelos donde sea posible. Pero nunca lo regales, porque los libros de autores nuevos regalados son percibidos como algo que hay que desechar.
No pienses en los escritores mayores que tú. Pocos tienen interés en lo nuevo.
Si el libro que autopublicaste es interesante le irá bien. Deja que los lectores hagan su parte.
Ese es el único canal literario confiable: el libro que se recomienda de boca en boca. Esos son los libros que duran siglos.