viernes, 4 de octubre de 2013

Duerme el guerrero

29/Septiembre/2013
Confabulario
Juan Esteban Constaín

lvaro Mutis nació en Bogotá hace 90 años y un mes, el 25 de agosto de 1923, “día de San Luis Rey de Francia”, como a él mismo le gustaba recordarlo con énfasis y un recóndito orgullo. Pasó casi toda su infancia entre Bélgica y Francia, cuando su papá, Santiago Mutis Dávila, trabajaba en la legación del gobierno colombiano ante Bruselas. Allá conoció Álvaro su amor por el mar, por el puerto de Amberes, por París y por la lengua y la literatura francesas.

Pero al morir su padre y luego su abuelo, con quien su mamá y él se habían quedado en Europa, regresó a Colombia en un enorme buque, un transatlántico que muchos años después recordaría como un palacio flotante sobre el que atravesó el canal de Panamá hasta llegar a Buenaventura. Del puerto subió a la cordillera para instalarse otra vez en su país, un país que todavía no era el suyo; la infancia es la única patria que hay.

Entonces se produjo uno de los hechos más perdurables y definitorios en la vida de Álvaro Mutis, en su obra como poeta y narrador: su reencuentro con el trópico, con lo que él llamaba “la tierra caliente”: la vegetación desbocada del Tolima, con sus árboles enormes de frutos prohibidos, sus cafetales, sus ríos abrasadores que bajaban desde el alto de La Línea hasta caer en el valle, y en cuyas aguas Mutis dijo siempre que había descubierto el paraíso, el paraíso perdido y recobrado.

Allí, en la hacienda de Coello que acababa de heredar su mamá y donde él pasaba las horas en una hamaca leyendo a Julio Verne, Álvaro Mutis descubrió también algo que luego latiría en cada una de sus palabras, en sus poemas y en sus novelas y relatos: el poder corrosivo y nostálgico de la naturaleza, la manera en que el tiempo se sirve de ella para consumirnos a todos. Los elementos del desastre.

Pero la felicidad nunca es completa ni eterna —el otro gran tema de Mutis, la desesperanza— y pronto tuvo que dejar sus cafetales y sus ríos para ir a Bogotá, una ciudad que lo aburría en el alma por su clima, por su vocación colonial, por la manera en que hablaba su gente, como entre susurros; como si toda la ciudad fuera una iglesia. Entró entonces al Colegio del Rosario, donde, según sus propios recuerdos, leía cada vez más y estudiaba cada vez menos, rescatado del aburrimiento de las aulas sólo por las clases de literatura de Eduardo Carranza.

A los 17 años Mutis tenía muy claro que era mejor estar en los billares que estar en el colegio, y así se lo hizo saber al rector del Rosario, monseñor Castro Silva. “Mire, monseñor —le dijo—: yo tengo cosas muy importantes que hacer como para seguir perdiendo mi tiempo aquí…”. Esas cosas eran el providencial billar y la poesía, los libros que sólo se pueden leer por fuera de la escuela. La vida.

Así empezó Álvaro Mutis su vida de verdad, a los 18 años: como actor de teatro en Chapinero y como locutor nocturno de la Radiodifusora Nacional, donde un marido celoso una vez casi lo mata (la anécdota la contó Gabriel García Márquez, su mejor amigo), pensando que los comerciales que el joven poeta leía iban con mensajes cifrados para su esposa. Fue allí, en esa cabina, donde Mutis empezó también a escribir sus primeros textos, unos juegos a medio camino entre la poesía y la ficción que acusan la influencia indudable del surrealismo, que entonces lo fascinaba.

Poemas que contaban una historia donde todo era real, en especial lo inverosímil; historias que se iban destejiendo por la acción vacilante de la poesía, esa poesía que aún no sabía si lo era o no, pero en la que ya estaban todos sus elementos para siempre: la nostalgia, la desesperanza, el tiempo pasado y vivo. “Una gran flauta de piedra / señala el lugar de los sacrificios. / Entre dos mares tranquilos / una vasta y tierna vegetación de dioses/ protege tu voz imponderable…”.

En 1948, Álvaro Mutis publicó, junto con Carlos Patiño Roselli, su primer libro de poemas, La balanza. Siempre dijo que era el éxito más grande en la historia de la literatura universal, pues se agotó en menos de un día, por incineración. De hecho el libro salió de las prensas de la Editorial Prag en febrero de ese año horrible para Colombia, pero sus dos autores pudieron juntar la plata para recogerlo apenas en abril: el 8 de abril, un día antes del Bogotazo. Las llamas dieron cuenta de la ciudad con sus librerías y sus poetas y sólo un aguacero apocalíptico y las ruinas pudieron sofocarlas.

Y allí en La balanza aparece ya, entero, como una revelación, el protagonista de toda la obra de Álvaro Mutis, Maqroll el Gaviero. Una especie de vidente —la gavia es también el entablado en el palo mayor de un barco desde donde se presienten el tiempo, las tormentas o la calma—, un héroe que pasa su vida empeñado en las empresas más absurdas y perdidas, a las que se dedica con total seriedad. Maqroll el Gaviero sabe que vivir es siempre sobrevivir; que el mundo nunca es lo que parece.

Lo asombroso de Maqroll es eso: que desde el principio ya estaba allí, como los mejores personajes de toda gran literatura. Que apareció cuando Álvaro Mutis no sabía ni siquiera si iba a ser un poeta o no. Y lo fue en grado sumo (sí: digan lo que digan sus detractores), en libros magistrales que estaban por venir y en los que el Gaviero siempre aparece arrastrando sus heridas y su voz, su lucidez: Los elementos del desastre, Los trabajos perdidos, Caravansary, Los emisarios, Crónica regia.

Luego, cuando después de pensionarse de sus varios y truculentos oficios Álvaro Mutis empezó a escribir de una sola sentada siete novelas, de 1986 a 1993, Maqroll saltó de la poesía a la narrativa para demostrar que en su caso no había ninguna frontera entre la una y la otra, que siempre sería el mismo gaviero desastrado en la tierra caliente o en el mar, que vivir también es sobrevivir. “No olvides su rostro. Amén”.

En 1959, luego de tres años de estar viviendo en México, Álvaro Mutis pasó 15 meses encerrado en el Palacio de Lecumberri, en la ciudad de México. Lo acusaban de haber malversado fondos de la Esso cuando era su jefe de relaciones públicas en Colombia, financiando con esa plata los excesos de sus amigos; “un crimen que todos cometimos y sólo él pagó”, dijo García Márquez alguna vez. Allí adentro escribió uno de los mejores relatos históricos de todos los tiempos, La muerte del estratega, confirmando lo que decía su amigo Miguel de Ferdinandy —el gran historiador— de la visión del pasado de Mutis: que muchas veces la poesía y la ficción cuentan mejor la historia que la historia misma.

El mejor de los amigos, el provocador más eficaz de lecturas prohibidas. Reaccionario, monárquico, legitimista y presidente vitalicio de una organización mundial y secreta para acabar con Julio Iglesias. Maestro de tantos que somos lo que somos en parte gracias a él.

Me dicen que Álvaro Mutis se murió ayer en México, que se le paró el corazón. Lo primero lo creo, lo segundo jamás. “Duerme el guerrero, sólo sus armas velan”.

Seis impresiones

28/Septiembre/2013
Laberinto
Francisco Goñi

I. Tatuaje
En su brazo izquierdo tiene un tatuaje en tipografía sencilla. Dice: “Poesía: Lo cura”. Verso del poeta colombiano Jaime Jaramillo Escobar, que descubrió durante una visita a la Casa de Poesía Silva. También es un juego de palabras que puede resumir —literalmente— una vida llena de contrastes, enfermedades, catarsis, premios, momentos de dicha y reconocimiento de un público fiel.
Este año cumplió 67 años y publicó Mal de Graves y Mi casa se cayó del caballoen una hermosa edición artesanal. Le concedieron el Premio Nacional de Ciencias y Artes en 2012 y, en semanas anteriores, el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines–Gatien Lapointe. Para sorpresa de sus lectores y editores, cada día en crecimiento, su creatividad no se detiene, todo lo contario, se reinventa y transgrede sus límites. Desde Mar de fondo en el lejano 1982 hasta el presente, ha forjado un decir poético de oscura belleza, contenidos eléctricos y musicalidad desbordada. Siempre denotando las maravillas de la vida cotidiana y sumergiéndose en los grandes temas. Francisco Hernández es, quizás, el poeta mexicano más leído y respetado de nuestro tiempo. Marco Antonio Campos no se ha cansado de expresar que es el mejor poeta de su generación, empresa nada sencilla.

II. La provincia
San Andrés Tuxtla es una pequeña ciudad sureña de Veracruz, vecina de las cascadas de Eyipantla. Durante la juventud de Francisco no brindaba mayores oportunidades de trabajo ni cubría las expectativas de un joven inquieto que comenzó a leer a poetas y escritores gracias a las recomendaciones su padre: Rubén Darío, Salvador Díaz Mirón y Stefan Zweig. La posibilidad de salir de casa lo más pronto posible cobraría cualquier rostro. Por ejemplo, cursar la preparatoria en Jalapa, aunque el intento fue trunco porque el joven Francisco cayó en las garras de los despiadados profesores de química y lógica.
Las alternativas para intentar una vida fuera de lo ordinario eran escasas hasta que un día, casualmente, vio un anuncio en el Excélsior que decía: “Si no sabe qué hacer con su imaginación, estudie en la Escuela Técnica de Publicidad”, ubicada en la Calle Tabasco de la colonia Roma. Con menos de 20 años decidió “irse a la capital”, como solía decirse, siguiendo el ejemplo de su hermano mayor, Sergio, quien trabajaba de químico en la Central Quirúrgica.

III. La publicidad como forma de vida y escritura
“Fue la beca que duró 29 años”, dice Francisco, con su característico sarcasmo. “Aunque no fue nada fácil, tenías que trabajar 8 horas diarias y hacerte tiempo para escribir”. La publicidad llegó por azar y se convirtió en vehículo de creatividad. De McCann Ericksson, Iconik a Bozell, Francisco estuvo en varias agencias. El trabajo le divertía y a la vez le permitía escribir vertiginosamente al compás de las producciones. Recuerda con particular emoción cuando grabó un comercial por el aniversario de Banamex: tenían que recrear la ceremonia prehispánica del fuego nuevo en El Tajín.
El escritor argentino, Pedro Organbide, colega de Hernández en Arellano Publicidad, era el lector piloto de sus poemas. Un día insistió en el talento que percibía y sugirió que metiera a concurso los textos que le compartía. Así, se decidió a enviarlos al Premio Aguascalientes. Para sorpresa, ganó. De la noche a la mañana irrumpió en la escena literaria y desde entonces conquistó un lugar central. Con Mar de fondo sublimó el dolor de la infancia lastimada y comenzó una trayectoria fulgurante. Con el dinero del premio se fue quince días a New York. Uno de sus viajes soñados: pagó por ver a los Yankees y de noche escuchó a Ella Fitzgerald en el Carnegie Hall. El reconocimiento impreso se lo envió a su padre, quien nunca creyó que la literatura fuera una vocación digna. 

IV. Psicoanálisis
Hace más de veinte años, Francisco llegó al consultorio de Miguel Kolteniuk sin poder escribir nada. Había dejado el alcohol y quería replantear su vida. Francisco ha trabajado duramente en los sótanos de la conciencia. Las sorpresas no han sido pocas. La oportunidad de exorcizar los fantasmas y demonios ha traído algo de sosiego y frutos palpables en la escritura. No ha parado desde entonces, cobró un ritmo veloz y preciso, adquirido en la publicidad, mayor foco, y perfeccionó técnicas. 
El psicoanálisis le dio comprensión sobre un tema fundamental: su padre. También aprendió los recursos para volver a sí y refundar un ser: expandirse y tratar de curarse. De la primera etapa de terapia nació Moneda de tres caras, el poemario que lo consagró. Pero, más allá del logro, esta experiencia dio paso a crear un sistema de escritura para sublimar el dolor y la enfermedad. Así se comprenden libros posteriores: Isla de las breves ausencias, sobre la epilepsia; Mi vida con la perra, frente a la depresión, o Mal de Graves, como bálsamo para la ceguera.

V. Polifonía
El jurado del último premio encomió su escritura espejo. Refiriéndose a los cientos de artistas que habitan su obra, fungiendo como espejos para que el autor exprese desde ellos torrenciales líricos, heridas, conflictos existenciales, apuntes estéticos y amores craquelados. La famosa imagen de Rimbaud, “Yo es otro”, es la estilográfica con la que Francisco puede entrar al “yo” del “otro” que le seduzca, y cantar desde otra isla. EnPoblación de la máscara radicaliza su estilo al intervenir a más de noventa artistas en el momento de autorretratarse. Posteriormente, en Un forma escondida tras la puerta, no solo escribe desde el yo de Emily Dickinson, sino que rompe las fronteras de la poesía, tomando en préstamo recursos de la narrativa. Es decir, también desdobla y espejea el lenguaje: la escritura espejo o polifonía, es la cualidad que funda su obra.

VI. Respirar el arte

El diálogo entre poesía y arte es elemental en la obra de Hernández. En sus libros da voz a todo tipo de artistas, convirtiendo al papel en recinto para la otredad plástica. Francisco ha sido Arturo Rivera, Claudio Bravo o Basquiat. Ha sido desde ellos, aportando elementos de la vida que no se encuentran en las obras. Francisco respira el arte todo el tiempo. Su pasión por la música (jazz, afroantillana y de cámara) también tiene ecos en los poemas. A través de la galería de su mujer, Leticia Arroniz, conversa con artistas y obras de vanguardia, aprendiendo perspectivas nuevas e ingeniando próximos espejos.

La escritura espejo

28/Septiembre/2013
Laberinto
Darío Jaramillo Agudelo 

Aunque el tema ya se insinúa en Portarretratos (1976)uno de los primeros libros de Francisco Hernández, el desdoblamiento del poeta en otras voces, voces siempre de solitario, aparece plenamente más tarde, en un libro excepcional, Moneda de tres caras (1994). Vicente Quirarte, al tocar el tema en el prólogo de su Poesía reunida, se refiere a que Hernández emprendió “una búsqueda de sí mismo a través de aventuras paralelas” y señala que el poeta se ha educado “en las vidas de los más altos torturados”, en este caso, Schumann, Hölderlin y Trakl.
En el mismo texto, Quirarte advierte que “la poesía de Francisco Hernández se encuentra más comprometida con la vida que con la literatura” y esta consideración vale para todas las veces que Hernández se puso una máscara para desnudarse, las mismas en que con sus palabras convirtió en suyas las vidas de otros, las veces en que otros tomaron como propias las palabras de Hernández, las mismas en que Francisco Hernández se refirió a su vida como mirada en un espejo o en otro, o a lo que las vidas ajenas le dejaron en palabras. “Escribo para verme/  en lo que escribo/ para nombrarme/ en lo que nombro/ para oírme pronunciado/ por mis palabras/ para sentirme caminar/ sin cuerpo/ por el cuerpo presente/ de la memoria”, dice en Cuerpo presente un poema de los años ochenta.
Diez años y cinco poemarios después de ese hito que es Moneda de tres caras, apareció Imán para fantasmas(2004), dividido en tres partes, la tercera con “veinte fragmentos pensados por Salvador Díaz Mirón”; la segunda con “veinte textos a partir de dieciocho fotografías de Octavio Paz” y la primera con “el cuaderno de un retorno a mi país natal”, en el que el poeta recorre el paisaje de su infancia acompañado con el libro análogo de Aimé Cesaire. En 2009 se editó La isla de las breves ausencias, el delirante itinerario de un supuesto Robinson Defoe y, sin pretender ser exhaustivo en la enumeración de los desdoblamientos de Francisco Hernández, en 2010 apareció Población de máscaras, un museo de poemas, una galería en donde se confiesa un artista en cada texto. Hablan Picasso o Toledo, Magritte o Rembrandt, Morandi o Durero, en fin, más de treinta creadores.
Hay, pues, un largo recorrido en estos desdoblamientos hasta llegar a Una forma escondida tras la puerta(2012), otro hito, otra vuelta a la tuerca, si cabe, si ello existe, un libro perfecto, deslumbrante, conmovedor. Adicional a que cada poema es un hermoso poema, Una forma escondida tras la puerta  puede leerse como una narración a tres voces. Es una novela contada con poemas, una historia con principio y fin que se cuenta resumiendo y citando la Nota  que precede a los poemas: dos locos alquilan una casa al frente de la mansión de Emily Dickinson en Amherst. Están enamorados de ella y se dedican “a espiarla meticulosa, obsesivamente, para después dispararle”. “Antes de quitarle la vida al ‘gorrión de Nueva Inglaterra’, ella muere”. De ahí la pertinencia del título, que proviene de un poema de Emily Dickinson que comienza: “morir no hiere tanto./ Nos hiere más vivir./ Un modo diferente, una forma escondida/ tras la puerta, es morir” (la traducción es de Rosario Castellanos).  
Una forma escondida tras la puerta se divide en tres partes. En la inicial, el primer testigo, un ciego, le cuenta al otro lo que sucede en la casa que espían (“pasar de la sombra de la ceguera/ a la ceguera del deslumbramiento./ Permanecer aislado por la inmovilidad,/ esa hermana bastarda de la invidencia./ Quienes ciegos nacieron imaginan la luz/ como un bastón de agua”). “Pasan semanas. El Segundo Testigo no resiste continuar siendo el amanuense de un débil visual enloquecido; decide sentarlo en el banquillo, atarlo, amordazarlo y dar así inicio a una tortura similar a la sufrida por él: le va describiendo las actividades de Miss Dickinson, aunque la mayoría de las veces sus narraciones sean producto de la invención”: esta es la segunda parte del libro.
El Segundo Testigo parece no ver a la poeta: “no hay nada enfrente, solo atmósfera./ No hay relojes, ni academias, ni cartas./ Hemos estado suspendidos ante/ un retrato de aire.” Más adelante insiste: “…Hoy no aparece. Debe estar dormida/ o deprimida o suprimida por/ el blanco absoluto o por el absoluto vacío./ Entonces, voy a hablarle de mí./ Soy por completo ajeno/ a las carcajadas naturales./ En la garganta cargo un desierto,/ un paraje desolado, una cañada seca…”. ¿Es la voz del poeta?, ¿es, escueta, desnuda, la evidencia de que la vida está más en la solitaria solterona de la casa de enfrente que en la precaria y desolada lucidez de los testigos?
Hasta aquí, la presencia de Emiliy Dickinson tiene connotaciones similares a la aparición de Schumann, de Hölderlin o de Trakl en Moneda de tres caras. Marco Antonio Campos dice que “Hernández, para retratar al personaje, utiliza algunos datos reales e inventa situaciones de trastorno, creando una atmósfera que encierraahoga al lector en una cárcel invisible de la que no puede salir”.  Así es. Pero en Una forma escondida tras la puerta da un paso más allá, y es que Emily Dickinson muere y la tercera parte, la culminación argumental y poética del libro, la otra vuelta a la tuerca, son los poemas en que habla la hermana Lavinia. Unos poemas lúcidos que hablan de un mundo que se ha vuelto completamente blanco: “Murió mi hermana Emily. […] De pronto el blanco es el color de la existencia./ De  lo inmóvil y lo volátil./ De lo que nace debajo de las piedras, de los celajes/  y de lo que repta y se escarcha. […] Blanco el cenit, blanco el nadir y blanca la carcoma./ Blanco lo indescriptible/ y blanca la torre gótica de la iglesia/ rodeada por panales, aguijones y sabanas. […] Niños de yeso juegan en la calle/ con una pelota de yeso, al lado/ de ancianos albinos que juegan/ al ajedrez en un tablero lechoso/ con piezas por completo difuminadas. […] Tengo fiebre. Mi corazón es un iglú”. Más adelante, en otro poema, la hermana Lavinia hará el reclamo central, que también es el más profundo elogio de su hermana: “Hermana,/ ¿por qué te llevaste/ todos los colores del mundo?”.

Con Una forma escondida tras la puerta, Francisco Hernández confirma, de nuevo, que es una de las voces más trascendentales de la poesía viva en nuestro idioma. 

Ambos mundos: Un bel morir

28/Septiembre/2013
Laberinto
Santiago Gamboa

“Un bel morir honra toda una vida”, escribió Petrarca, y es el epígrafe de la novela homónima de Álvaro Mutis, Un bel morir. Morir bien, ¿qué significa? Llegar a ese momento con ingenua dignidad, ligero de equipaje, agotada tal vez la fuerza pero no los sueños. ¿Cómo saberlo? Son suposiciones, pues los únicos que lo saben por definición no están. Tal vez por eso la muerte es uno de los temas centrales de la poesía de Mutis (pero también de la poesía en general, del arte, de la vida). Él mismo lo dijo en una entrevista concedida al escritor Héctor Abad, publicada hace más de diez años: “Cuando leí los Cuadernos de Malte Laurids Brigge a los 17 años, encontré por fin lo que a mí me obsesionaba de la muerte, y es, aunque puede parecer un lugar común (pero hay que tener cierta fe en los lugares comunes porque por algo existen), que nosotros llevamos la muerte, nuestra propia muerte, la llevamos con nosotros desde el instante en que nacemos. Ahora, Rilke sostiene que debemos ir diseñando, preparando, construyendo la muerte que nosotros merecemos, o más que merecemos, la muerte que nos pertenece, la que va con nosotros, la que termina de verdad nuestro destino. Y eso se construye día por día, dice Rilke. Esa idea de que llevamos nuestra propia muerte y de que debemos cultivarla y diseñarla para que esté en armonía con ciertas convicciones que tenemos, me parece muy bella y me ha acompañado el resto de mi vida”.
Mutis fue un hombre de convicciones, sobre todo literarias pero también vitales, y es esto lo que le da ese especial carisma a sus personajes, que son todos como él. Es el caso de Maqroll el Gaviero —el que, desde la gavia del barco, anuncia las tormentas, la cercanía del puerto, el porvenir—, que es capaz de atravesar el océano para cumplir una promesa o socorrer a un amigo. Su divisa es la lealtad, el sentido romántico de la libertad, oponerse a toda ley y rechazar cualquier autoridad.

Esa libertad que él veía representada en la vastedad del mar, por donde deambulan sus personajes, marineros pesimistas, con un profundo sentido de la discontinuidad de la existencia y un saludable desprecio por las leyes humanas. El mar, espacio de navíos y bajeles y Tramp Steamers. Espacio de la poesía y de la prosa que él confundió a su antojo. Lo recuerdo saludando la tumba de Chateaubriand, con una gorra azul de marinero, en la localidad portuaria de Saint Maló, capital de la piratería francesa. Frente al mar, delante del islote en el que está enterrado el autor de Memorias de Ultratumba (que consideraba el modernizador de la lengua francesa), Mutis unió sus manos, bajó la cabeza y se recogió un momento, y yo pude verlo con su chaqueta y su gorra, con las nubes al fondo, un violento atardecer a punto de reventar en el cielo, y así lo imagino ahora, alejándose hacia ese espacio entre violeta y plateado más cerca de la poesía, ese otro cielo creado por él para ser habitado en la muerte.

In memóriam Álvaro Mutis

28/Septiembre/2013
Laberinto
Víctor Flores García


Durante más de tres décadas, dos escritores colombianos compartieron en una casa de la Ciudad de México, en San Jerónimo, largas veladas de nostalgia por los cafetales colombianos de Manizales, la pasión por la literatura francesa y la memoria de las capitales europeas. Rebelados ante la literatura del boom latinoamericano de sus amigos, sobrevivieron a sus naufragios. Mutis, el anfitrión de “whiskies inolvidables”, murió poco después de cumplir 90 años el domingo pasado. García Aguilar acaba de cumplir 60 y escribió de aquellas tardes la biografía intelectual de Mutis: Celebraciones y otros fantasmas.

A finales de agosto pasado viajaste desde París a Bogotá para celebrar junto con otros escritores los 90 años de la vida de Álvaro Mutis en la Biblioteca Nacional. ¿De qué hablaron sobre Mutis, en ausencia de Mutis?
De su obra, que es un tratado profundo de preparación a la enfermedad, la podredumbre y la muerte. No es una obra de entretenimiento sino de revelación y guía para enfrentar el desastre. Dimos testimonio del hombre para quien la amistad fue una forma de guardar para siempre el niño que llevamos dentro; un amigo mayor cuyo afecto y complicidad literaria nos hizo a todos mejores.

¿Cuál fue aquel día tu elogio como biógrafo?
Dije que Mutis escribió por necesidad. Él dijo lo que tenía que decir y se silenció en la última década. Hubiera podido seguir con la saga de su personaje, Maqroll el Gaviero, crear una exitosa serie, pero no era el caso. Ese gran tratado de preparación para la muerte fue su obra compacta con vasos comunicantes entre la poesía y la prosa. Su hijo Santiago, que es un poeta y un sabio, destacó que Mutis había tenido una bella amistad con la parca. A lo largo de su vida habló con ella y la hizo su amiga. La muerte, la naturaleza y el deseo son los centros primordiales de su poesía y su narrativa.

¿Qué lugar ocupa Bogotá para Mutis? 
En los días del homenaje caminamos por las calles que él transitó de joven; y donde se formó como poeta al lado de maestros como Eduardo Carranza y el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón; en las tertulias de los cafés bohemios de entonces, donde se formó y fue muy feliz, antes de la tragedia del 9 de abril de 1948. Su primera colección de poemas, La balanza, quedó incinerada por los disturbios y los incendios de la ciudad después del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, que partió la historia del país en dos. Caminando por esas calles hoy decrépitas uno podía imaginar al joven Mutis conversando con los poetas de su generación y sus maestros, como los colombianos Eduardo Carranza, Jorge Zalamea y León de Greiff. Por ahí cerca estudiaba el bachillerato, que abandonó por el billar y la poesía. En esas calles se inició como locutor y relacionista público de empresas aéreas y petroleras. Por ahí caminó con García Márquez y transcurrieron los primeros años de amistad con quien sería su casi hermano, el Premio Nobel.

¿Cómo impactó en la obra de Mutis el contraste de viajes transatlánticos a Bélgica y  la tierra caliente colombiana?
Mutis pasó la infancia en Bruselas y cada año viajaba en transatlánticos a la tierra caliente. Salía de Hamburgo o Le Havre en esos enormes barcos de entreguerras con su padre Santiago, que era diplomático, y su madre Carolina Jaramillo. Cruzaban el Atlántico hasta el Canal de Panamá. De ahí seguían hasta el puerto de Buenaventura, en el Pacifico colombiano. Luego subían por tierra hasta Cali y después a Bogotá. Eran largos los viajes del niño Álvaro, donde se aficionó a los barcos, al mar y al viaje como elementos básicos de su existencia. Ese viejo mundo europeo con sus catedrales góticas, castillos reales, viejas ruinas romanas y medievales, avenidas y urbes magníficas que siempre constituyeron sus fantasmas infantiles de húsares y monarcas; y al otro estaba lado la tierra caliente, con la enfermedad, el sopor, los mosquitos y la muerte. Esos viajes anuales de ida y regreso conformaron su primer imaginario.

La muerte del padre puso fin a esa etapa…
Así es. Todo ese mundo europeo se derrumbó de repente. Su padre murió joven, a los 33 años, y Mutis quedó huérfano a los 9 años de edad. Fue arrancado de repente de esa vieja Europa de reyes e imperios idos y traído por su madre Carolina, originaria de la ciudad andina de Manizales, mi ciudad, de regreso al país. Mutis es dejado en esa gran finca cafetera de su abuelo, entre los ríos Coello y Cocora y allí, entre guaduales, cafetos y platanales vive sus primeros deseos con las recogedoras de café, y aprende a amar la tierra caliente, los ríos desbordados que traen en la creciente árboles arrancados, vacas muertas, hombres despedazados y asesinados.

¿Por qué la memoria de cafetales, donde tú también creciste, aparece en su obra de manera distinta al realismo mágico?
En esa finca cafetera Mutis vivió años básicos y siempre dijo que deseaba que sus cenizas fueras vertidas en el río Coello y en esos montes, el verdadero paraíso terrenal perdido de la infancia. Toda su poesía está marcada por lo que vivió en esa finca. Uno de sus primeros poemas, “La creciente”, se origina allí. En los primeros poemas telúricos establece su terreno: la lucha imposible del hombre con la naturaleza de la tierra caliente. En muchos de los poemas habla de los cafetales, del río, de los aguaceros. Y mucho después en su obra narrativa, en libros como La mansión de AraucaímaLa nieve del AlmiranteUn bel morir y Amirbar vuelve siempre a esos lugares, los recorre, los aborda desde todas las aristas posibles. Primero la certeza de que no somos nada frente a esa naturaleza, como los animales muertos que lleva la creciente, seremos devorados por ella. El destino inapelable es la muerte.

¿Qué tanto de Mutis hay en el personaje de Maqroll el gaviero?
Maqroll el Gaviero es el viajero, el judío errante que viaja y emprende las más inverosímiles aventuras sin la más mínima esperanza de éxito. Inicia empresas y actividades muchas veces ligadas a la ilegalidad, porque no hay de otra. Comercia con los hombres aunque no cree en la humanidad y es escéptico sobre sus designios, pero no juzga al hombre y sus crímenes y traiciones. Maqroll deambula en esa naturaleza feraz, recorre ríos en planchones, llega a puertos infelices y sórdidos, sube por las montañas y se protege de la lluvia bajo los platanales, se encuentra en esos parajes con el ejército o los guerrilleros o los traficantes y al final siempre se salva para contar esas aventuras que son muy colombianas. Colombia es un país que ha vivido en la guerra desde siempre y sus montañas y paisajes están infestados por el mal de la violencia y las armas. Maqroll siempre se encuentra con esas fuerzas en el camino, no puede evitarlas, y en Un bel morir, nos las cuenta a través de personajes tenebrosos o militares secos con los que se cruza en el camino.

¿Y el deseo de dónde proviene y dónde queda?
Además de la muerte y la violencia, el deseo es la arteria y el sistema sanguíneo de su obra toda. Las mujeres, sus cuerpos, belleza, sabiduría, complicidad y talento están siempre presentes en figuras como Amparo María, Flor Estévez, Ilona y Doña Empera. Todos esos personajes femeninos son fundamentales y el deseo que corroe a Maqroll, esa sensación “de mariposas desbocadas en el esófago” que es el amor según él, está descrita con maestría. Las escenas de amor, la descripción de los cuerpos, la sensación posterior al coito, las caricias, el sudor, la piel, recorren todos los caminos de su poesía y su prosa. Y ese deseo, el sexo desnudo, están ligados a la enfermedad y la muerte, la presagian, la advierten.

Ustedes dos compartieron dos pasiones: Manizales y la literatura francesa. ¿Cómo las vivieron?
Conocí a Mutis poco después de llegar a México en 1981 y desde entonces tuve la alegría de compartir con él muchas cosas. Su madre, Carolina Jaramillo, era de mi ciudad natal, Manizales. Mutis pasaba ahí, junto a los volcanes y las cordilleras de la tierra templada, temporadas en su adolescencia que lo marcaron y visitaba la biblioteca municipal que yo visité también cuando hacía mi bachillerato. Desde entonces, en Manizales, cuando se quedaba en casa de sus tías las Jaramillo, Mutis tuvo contacto con los clásicos y autores que como Charles Dickens y Dostoievsky lo marcaron para siempre. El otro punto que compartíamos era París, donde he vivido mucho tiempo; y la literatura francesa. Con él revisitábamos a Balzac, Stendhal, Céline y Malraux y yo descubrí a otros como Chateaubriand y sus Memorias de ultratumba, las Memorias de Casanova, así como a Valéry Larbaud y Joë Bousquet, quien decía que la “poesía expresa lo que nosotros somos sin saberlo”, una de las consignas poéticas mutisianas.

¿De allí surgio la biografia intelectual que escribiste de él?

Gracias a Manizales y Francia, los encuentros tenían casi un carácter familiar y fueron tantos, que al final decidimos grabar parte de las conversaciones, en sesiones de 40 minutos, después de lo cual me ofrecía sus deliciosos y prolongados whiskies. Después yo salía muy feliz y ebrio de la casa de San Jerónimo. Me regalaba algunos libros franceses en ediciones que ya no quería conservar. Yo bajaba por la avenida larga que salía de la esquina de su casa, en busca de un lugar donde seguir hojeando esos libros y degustar las charlas en las que aprendí tantas cosas. Cada tarde fue un curso acelerado en temas como Bizancio, ese imperio de mil años que se derrumbó en 1453, fecha para él definitiva. De esas conversaciones que transcurrieron durante cinco años en su estudio biblioteca, salió mi libro Celebraciones y otros fantasmas. Una biografía intelectual de Alvaro Mutis, donde abordamos por temas los aspectos fundamentales de su pensamiento y su estética. La poesía, la novela, la historia, la democracia, la monarquía, el amor, el deseo, la muerte, Bizancio, la guerra, Francia, la poesía latinoamericana, el surrealismo, Rimbaud, Baudelaire, Conrad, Proust, todos esos temas los revisamos en conversaciones pausadas al calor de esos whiskies inolvidables. En aquellas noches y en su vida, Carmen Miracle, su esposa catalana, fue siempre un pilar omnipresente.

Piedra de sol y el 68

28/Septiembre/2013
Laberinto
Armando González Torres

El pie de imprenta de “Piedra de sol”, el poema más célebre y celebrado de Octavio Paz, data del 28 de septiembre de 1957. Como ha documentado Víctor Manuel Mendiola en su libro El surrealismo de piedra de sol, la plaquette recibió un amplio beneplácito crítico y se convirtió rápidamente en una referencia generacional. ¿Qué ocurrió para que un poema largo y complejo, escrito por un autor controvertido, alcanzara tal popularidad?  Piedra de sol es muchas cosas: un ejercicio de sincretismo y diálogo intercultural; un prodigio de virtuosismo técnico y, sobre todo, un arrebatado elogio de la rebeldía, el amor y el placer. Es este rasgo el que embona con el clima de ideas por venir y el que establece la mayor empatía con los lectores futuros. Puede decirse que hay una profunda conexión emocional entre el poema y las consignas que, años más tarde, se popularizarán y pretenderán pasar de la utopía a los hechos en los movimientos estudiantiles del 68. Cierto, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, la preocupación en torno al cultivo de la personalidad autoritaria, la represión de los sentidos y el nacimiento del hombre unidimensional ocupa a muchos pensadores; sin embargo, la articulación poética de estas inquietudes en Paz resulta especialmente seductora. Con la alusión al calendario azteca (que está lejos de ser un recurso nacionalista), Paz erige el tiempo arquetípico y circular del mito frente a la temporalidad lineal y cronológica de la historia. Lo que hace el poema es ilustrar esas dos formas de temporalidad y encontrar un vínculo entre ellas: el amor. La poesía y el amor son perturbadores, pues extraen el lenguaje y el sexo de su función pragmática y los vuelven, a la vez, gratuitos y trascendentes; pero, sobre todo, porque trastornan el sentido del tiempo. En el encuentro amoroso pueden reconciliarse historia y mito, fugacidad y eternidad, fragilidad y perdurabilidad.

Regresar al tiempo original cuestiona las nociones de futuro, progreso, productividad, normalidad y todas las categorías cerradas que, a decir de los críticos de la modernidad, caracterizan esta época desencantada. El hombre atado al reloj, al dinero y al qué dirán ha dejado de ser humano. Salir del tiempo  reivindicando la ritualidad de la poesía y el éxtasis del placer es, entonces, un acto de libertad poética. Así, las distintas gradaciones del amor aparecen en el poema de Paz, con énfasis en la fuerza telúrica que es el amor loco. Este amor implica una rebelión integral: contra el fanatismo político, el conservadurismo social y el imperio de la rutina. No es extraño que Paz, aunque crítico de sus extremismos, haya mostrado simpatía y solidaridad hacia los movimientos juveniles. Pero lo más importante es que este poema escrito por un hombre de cuarenta y tantos años, desengañado de la ideología y con algunos tropiezos sentimentales a cuestas, no parece decir adiós a la juventud, sino recuperarla en su elocuente elogio amoroso.

Kawabata y García Márquez:dos novelas habitadas por muchachas

29/Septiembre/2013
Jornada Semanal
Juan Manuel Roca

La casa de las bellas durmientes
He vuelto a leer La casa de las bellas durmientesjalonado por la novela de Gabriel García Márquez, por los guiños que el escritor colombiano hace a la obra de Yasunari Kawabata.
Y he vuelto a recibir una mirada terrible, lacerante y ominosa sobre la vejez. Ni por asomo se siente la caída en algo que prevenía Aristóteles, aquello de que hablar con frases hechas es lo propio de la senectud. Porque no hay ninguna reflexión que resulte tópica en esta inquietante novela.
Una casa a la que van los ancianos a pasar algunas de sus noches, acostados junto a muchachas dolorosamente bellas y dormidas, narcotizadas, le sirve a Yasunari Kawabata como epicentro para crear una novela pérfida, bella y enrarecida, encabalgada entre el erotismo y la muerte.
A través de la desnudez de la muchacha, cada vez una distinta, Eguchi, un hombre de sesenta y siete años, establece un diálogo fantasmal con otros ancianos a los que nunca ha visto, pero que sabe integrantes de una oscura membresía a un club secreto que asiste a la casa, cuyo único nexo es la posadera, una celestina oriental tan enigmática como sus estancias.
Estar viejo junto a una muchacha desnuda y dormida es como vivir a orillas de un recuerdo. De ahí que la novela sea un prontuario de evocaciones, una suerte de suplicio de Tántalo carnal, pues no otra cosa es reposar o dormir al lado de la belleza en los linderos del deseo. Y que sea el extraño pero creíble retrato de un hombre que quiere pactar la paz consigo mismo, en un viaje con escalas hacia la muerte.
Eguchi es un hombre reflexivo, un hombre racional y ordenado que no duda en acatar las leyes de la casa en el marco de algo que el propio Kawabata llama una “frivolidad senil”.
Difícilmente pueden llamarse putas a las muchachas desnudas, pues aunque comercian con su desnudez no lo hacen más allá de un ámbito visual. Y es allí, en un pulso entre la realidad y el deseo, entre el anhelo senil y los leves roces contenidos al borde de una piel fresca de mujer, en donde la muerte tiene su señorío.
Como el rey bíblico que en su vejez dejaba que alguna doncella le calentara su lecho antes de él acostarse a dormir, Eguchi y los otros viejos de la casa ejercen una dictadura visual, un derecho usurpado al calor del cuerpo femenino.
Es una novela sensorial, en la que el olfato, que según el novelista japonés es el sentido más ligado al recuerdo, tiene su claro protagonismo.
Podría afirmarse que el tacto, el oído y la vista son como tres reyes magos que visitan al viejo trocado en niño, en una atmósfera de perversión y de inocencia a un mismo tiempo. Siempre se oye, muy cerca, roncando al mar y hay un paisaje de nieblas y aguanieve que acentúan el deseo de calor, de un “otro” que de forma inconsciente lo prodigue.
Todo muy a la japonesa, con una fuerte carga de descripciones impresionistas, con matices muy sutiles, con esa manera tan oriental de mezclar olores de sangre y de magnolias, como quien dice, de entreverar en un mismo ámbito la sordidez y lo sublime, la bajeza y lo celeste. Sutilezas como aquella de saber que en noches de niebla se descomponen los relojes, como si a sus minuteros se les velara el tiempo, están entrelazadas a una evidente idea de temor e hipocresía frente a la muerte, a las aguas de la senectud que a veces simulan de manera fraudulenta el color de la sabiduría.
La atmósfera enrarecida y densa, el silencio de las mujeres, pues sólo la vieja celestina tiene una voz que escinde un mundo de sombras –la sombra puede repetir como un amaestrado mono la gestualidad del cuerpo pero nunca su voz–, logra un clima de zozobra que nos hace sentir como si asistiéramos por una fisura a un mundo cerrado y un tanto mefítico, a una cruenta revelación.
Con mucha certeza, Yukio Mishima, que fuera sin duda un discípulo y admirador de Yasunari Kawabata, advierte que “las técnicas de diálogo y descripción de personajes son inútiles en La casa de las bellas durmientes, sencillamente “porque están dormidas”.
Lo portentoso del recurso de Kawabata radica en que, estando siempre hundidas en el foso del sueño, las muchachas parecen transmitir una actitud vivificante. De tal manera logra crear un estado de hibernación, pero la idea de una vida anterior y otra futura, de un antes y un después tras las orillas del narcotizado sueño.
No puede hacerse una lectura serena de esta novela. Agobia y cuestiona en lo moral y en lo sensitivo, a cada tramo. No hay artilugios sino confrontaciones, como ocurre con toda gran obra.
Cuando empezamos a acostumbrarnos a su rareza, a un mundo en que la soledad jala de un extremo de la vida y el deseo de compañía lo hace desde otro lado del deseo, empieza la saga de los ancianos muertos, idos de sí sin que lo perciban las muchachas.
A lo mejor, como en el célebre episodio narrado por Lewis Carroll donde un personaje de un sueño camina en puntillas pues si hace ruido puede despertar a quien lo sueña y desaparecer, los ancianos sólo son la pesadilla de las muchachas desnudas. Además, despertar a la muchacha pudiera ser como despertar, aún más, a los demonios del mediodía.
Eguchi, un hombre al borde de sus últimos días –¿y quién puede tener la garantía de que cada día no es el último?–, pasa revista a su pasado, a sus mujeres, a sus pequeñas y grandes conquistas, que son flores secas de un tiempo perdido que poco a poco se asfixia entre sucesivos otoños.
De toda esa vastedad de vírgenes irredentas y lascivias recordadas y muchachas “acariciadas únicamente con palabras”, como diría Mishima, nos queda en la memoria y en los sentidos una obra de amor y de terror, de lirismo y de crueldad, mientras la belleza sigue siendo una ambición más lejana que dormida.
Memoria de mis putas tristes
La más reciente novela de Gabriel García Márquez,Memoria de mis putas tristes, despega con un epígrafe de la novela de Kawabata, precisamente con el fragmento con el que inicia la novela del japonés: “No debía hacer nada de mal gusto, advirtió al anciano Eguchi la mujer de la posada. No debía poner el dedo en la boca de la mujer dormida ni intentar nada parecido.”
La anterior es una divisa o el anuncio de que, como el mismo García Márquez lo reveló, estamos frente a un homenaje al formidable Yasunari Kawabata, en una suerte de remake o, si se quiere mejor, de palimpsesto.
Nada más legítimo y más bello que hacer literatura sobre la literatura, en un sistema de muñecas rusas o de cuáquero que porta un tarro de avena en donde hay otro cuáquero que porta otro tarro de avena, de manera reproductiva.
Lo primero que encontramos no tiene por qué sorprendernos: el ejercicio de estilo y la prosa nerviosa y vibrante de García Márquez no han entrado en barrena. Tampoco ocurre algo sobre lo que previene el tantas veces anglocentrista Harold Bloom, su afirmación de que al autor de El coronel no tiene quien le escriba –que, dicho al paso, es mi libro de cabecera dentro de su obra‒ se le reconoce por la repetición de un restringido recetario. Si bien es cierto que García Márquez, como casi todos los escritores, se guaquea a sí mismo, es decir, escarba en sus propios tesoros, acá sigue fiel a algunas de sus obsesiones pero no se reitera en lo formal ni en sus recursos mágicos.
Sucede que toda magia repetida aburre. La primera vez que en una piñata el mago saca una liebre de su chistera hay asombro, la siguiente merma la perplejidad y en la última ya hay una desembozada y casi agresiva manifestación de tedio.
Así como hay mujeres que pasados los años parecen las abuelas de sí mismas, en algunos libros de Gabriel García Márquez se nota demasiado la influencia de sí mismo. Pero en este pequeño volumen no hay ese contubernio con un yo creativo, privativamente garciamarquiano, ni se muestra como si fuera el devorador Saturno y su hijo devorado, al mismo tiempo.
La novela se lee con fluidez, nos permite asistir una vez más a las bondades narrativas de un gran escritor. Pero la historia, la verdad sea dicha, pues no acaba de cuajar. El profesor Mustio Collado y su conflicto no parecen lograr en el lector una carga dramática, sobre todo si cometemos la torpeza de leer el libro en conjunción con la novela del homenajeado Kawabata.
No es ésta de las putas tristes una novela mimética aunque haya reflejos de ese espejo tratados con amoroso respeto: la celestina de uno y de otro libro viven en una tranquila amoralidad como epicentro, las muchachas en uno y otro volumen duermen siempre sobre su costado izquierdo, los dos personajes son descritos como présbitas, existe la tentación y el freno como pulso de los días, etcétera.
Una diferencia que introduce García Márquez entre muchas, pero quizá la más poderosa, es que si Eguchi cambia de vírgenes dormidas y en un rasgo de pérfida inocencia se pregunta si eso se puede llamar promiscuidad, no obstante no las posea nunca, Mustio Collado siempre lo hace con la misma muchacha, en un rasgo de matiz romántico y, si cabe el término, monogámico.
En ambos casos cabe la afirmación moral de un anarquista, Eliseo Reclus, cuando afirma que “repugna por igual que la mujer sea declarada mueble conyugal y que el hombre sea reputado como el propietario de semejante mueble”. Por supuesto que tiene toda la razón Reclus en la condena de las sociedades machistas y patriarcales. Pero otra cosa ocurre en la literatura, valdría la pena agregar, donde la moral no tiene necesariamente por qué asistir a sus personajes, ni siquiera al lector que quiere palpar seres de verdadera carnadura humana que se mueven entre la luz y la sombra, entre las dos orillas de un mismo río.
Como en un paraje de la vida de Rimbaud, Mustio Collado encuentra a la belleza amarga. Pero no la injuria, aunque le teme. Delgadina, la muchacha seductora y silente, es costurera, lo que le significaría tener la vida pendiente de un hilo.
Mustio es un viejo envilecido quizá por la literatura o, mejor, atrapado en una campana neumática de letras que pasea su andadura por la ciudad de Barranquilla, descrita de manera elusiva por la cordialidad de las gentes y por esos aguaceros que se convierten en arroyos que entran a las casas para llevarse los muebles, las sillas mecedoras y hasta algunas mujeres sentadas en ellas que pasan tejiendo un saco con rumbo hacia el mar. No es que García Márquez lo exprese de esta misma manera, pero sí nos hace sentir esa ciudad del trópico que en invierno tiene aspiraciones venecianas, en un rasgo de belleza oculta y de ciertos guiños locales que espigan en algunas de sus páginas.
La novela es fundamentalmente una historia del tráfico turbio que anida en los diálogos del profesor Mustio y su celestina, Rosa Cabarcas, cuyo leitmotiv son los amores sin logros, las pasiones imposibles, en un tema que ronda a personajes de otras obras suyas, como Florentino Ariza o Cayetano Delaura y algunos otros seres de su amplio y celebrado fantasmario.
Es una requisitoria sobre la vejez, una reflexión de fruta amarga, de esos días que con el nombre de madurez recubren un sentimiento de patetismo. Pero el conflicto, la trama y los personajes de la novela prometen más de lo que dan hasta llegar a un final débil, no falto de resolución ni abierto, sino débil, que deja una sensación de cosa inacabada.
No son las suyas las putas convincentes en pocas pinceladas de “Es que somos muy pobres”, insertas en El Llano en llamas, de Juan Rulfo, o en “Las mellizas”, de Juan Carlos Onetti, o en “Josefina, atiende a los señores”, capítulo de Así en la paz como en la guerra, de Guillermo Cabrera Infante, ni aún en la propia Eréndira, la cándida muchacha que fuera víctima de su abuela desalmada, del mismo Gabriel García Márquez.
Ocurre, eso sí, que la menos buena de las novelas suyas es mejor que las mejores de muchos de quienes lo critican de manera estentórea y parricida. Por su ejercicio estilístico, por su sabiduría en el lenguaje, pero sobre todo por su avisada y larga malicia literaria.
Sin duda que vale la pena leer esta novela, porque a pesar de lo que he señalado y a pesar de que para algunos podría ser una esquirla salida de otro de sus libros, como lo señala Koetzee, puede leerse como una prueba de rigor estilístico.
Lo digo, así la historia no logre, y hablo privativamente de mi lectura, una seducción o una fascinación que como en alguna de sus crónicas, antes de salir al público, ya viene anunciada. A lo mejor si no cumple con la expectativa es por tratarse de un escritor de su rango.

Mutis en la era de los setenta*

29/Septiembre/2013
Jornada Semanal
Javier Wimer

Álvaro Mutis llega a sus edades como si tuviera cita con ellas o, más bien, como si pudiera imponerles el rumbo que exigen: empresas.
Mutis, el hombre de carne y hueso, es un personaje inventado sucesivamente por Mutis, el soñador, el poeta, el argumentista, e interpretado sucesivamente por Mutis, el actor, con la fuerza, la convicción y el brillo de los grandes comediantes.
El azar parece adaptarse a sus designios, proporcionándole la materia prima que requiere para seguir un itinerario urdido obscuramente en las trastiendas de la conciencia. Por eso Maqroll es Maqroll pero también es Mutis, no en el sentido elemental de una transposición autobiográfica sino como resultado de la comunidad de estilos entre un hombre y un personaje de ficción, del trasiego e intercambio de elementos entre la realidad y la imaginación.
En un lejano intento por definir la esencia de la literatura, Sartre encontraba dos arquetipos de escritores: los que viven su vida y además escriben, y los que escriben como si ejercieran una profesión burguesa. Mutis pertenece al primer género aunque reniegue a veces, de la sangre que comparte con Maqroll y aunque ahora tenga domicilio fijo, orden familiar y agentes literarios.
Tal vez la clave para entender el sentido de su vida y de su obra se encuentre, precisamente, en la capacidad que tiene para mantener su identidad mientras cambia de edades y de papeles. Así transita por el círculo de las sucesiones y de las decantaciones: a la aventura sigue el reposo, al derroche la mesura y a la avidez por el mundo la reflexión sobre el mundo.
El Mutis de los últimos tiempos vive amenazado por la fama. Una amenaza de tal magnitud que, además de transfigurar sus tareas cotidianas, de dotarlas de un cierto aire épico, lo obliga a un interminable andar de aquí para allá como una especie de argonauta: homenajes, premios y seminarios sobre sí mismo. Manera final, por cierto, de completar la trinidad especular del autor, del actor y del crítico.
En su descargo podemos decir que, como hombre elegante e irónico que es, nunca buscó la fama y que ahora no la toma en serio. De todas maneras, se instala en ella con la displicencia del joven poeta que, según Goethe, considera perfectamente natural que lo coronen de laureles. No se trata, pues, de falsos pudores sino de simple acuerdo con el reconocimiento ajeno.
Mi amistad con Álvaro viene de lejos. Lo conocí a pedazos. Primero, en la anónima, densa y sentenciosa voz del cronista de Los intocables, luego en dos libros de lectura obligada: Reseña de los hospitales de ultramar y el Diario de Lecumberri. Al fin y de cuerpo presente, lo comencé a encontrar con amigos comunes: Pablo González Casanova, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Carlos Payán, Víctor Flores Olea, José Luis Cuevas y Jorge Ruiz Dueñas.
Tiene Álvaro un verdadero rosario de virtudes personales. No las menciono en lista para evitar que este intento de apología se convierta en un principio de inventario. Diría, sin embargo, que dos de ellas sobresalen entre las otras: su intensidad humana y su poder de seducción intelectual. Ambas constituyen ingredientes esenciales de su simpatía.
Una parte de este atractivo le viene del aspecto físico: alto, corpulento y con andares de condotiero renacentista o de actor shakesperiano. La nariz borbónica, las cejas espesas y levantadas en los extremos, los párpados entornados y la mirada maliciosa le confieren, ocasionalmente, un aire de Mefistófeles en los jardines de Bomarzo. Completa estos rasgos una voz preparada desde siempre para el diálogo, el discurso y el poema: para contar antiguos mitos sobre el origen del tiempo: sagas sobre estirpes, dinastías e imperios olvidados o historias de prodigios y fantasmas.
Mención especial merecen las risas de Álvaro, desde una que suena a murmullo de agua hirviente hasta la carcajada rotunda, delirante y prolongada. Carcajada enorme y rabelesiana; carcajada que arrasa el silencio: carcajada que avanza incontenible como tempestad de arena: carcajada que sacude los cristales, atraviesa los muros y los impregna; carcajada que se va riendo sola y que se aleja, tambaleante, hacia el valle feliz donde los ecos viven eternamente.
Su risa se queda largo tiempo por donde ha pasado, como fragancia de marfil o de porcelana, y es tan intensa que si fuera necesario devolver al lugar su neutralidad sensorial, habría que voltearlo de cabeza, lavarlo con algún jabón silenciático, sacarlo a orear con tapetes, muebles y cortinas. También se queda su voz.
Álvaro sabe escuchar y sabe tomar la palabra, hilar extensos relatos que guían y modulan el ánimo cambiante del interlocutor. No al modo  de esos insoportables tribunos de salón cuyo autismo les impide registrar el aburrimiento ajeno, sino al modo antiguo de los hades, de los maestros de cosas o de los narradores de pueblo.
El temperamento, el modo de ser y el discurso de Álvaro llevan la marca de la sensualidad y de la ironía. Su conversación está llena de materia sensible y vacía de solemnidades. Le merecen el mismo respeto y la misma falta de respeto todos los temas, desde la  metafísica hasta el erotismo y la gastronomía. Se acerca a cualquiera de ellos con semejante erudición, entusiasmo y desenfado, y siempre encuentra en el deslumbrante bazar de su memoria los recuerdos necesarios para que el relato siga su infatigable camino.
No es la política, al menos desde hace algunos años, la principal de sus preocupaciones. Se confiesa conservador y le gusta presentarse como anarquista y monárquico sin esforzarse en ser tomado en serio. Acaso porque cree en la libertad y en la justicia pero no en la capacidad del poder para convertirlas en un bien público o acaso por simple cortesía para quienes atribuyen a la política una importancia mayor de la que, a su juicio, merece.
Pero las burbujas de superficie, el encanto del personaje no deben ocultar su verdadera naturaleza. Si en una edad pasada, antes de que lo conociera, se detuvo más tiempo del debido en alguna de sus advocaciones mundanas, fue un incidente menor. Su destino de escritor era definitivo y se impuso siempre a sus otros destinos transitorios.
Los ciclos de la vida de Álvaro tienen una clara relación con su actividad literaria. A los veinticuatro años publicó su primera colección de poemas en un libro que, con el título de La balanza, fue distribuido unas horas antes del bogotazo de 1948. A esta edición que desapareció en la revuelta, siguieron Los elementos del desastre y luego, en 1959 y 1960, la Reseña de los hospitales de ultramar y Diario de Lecumberri, su primer libro en prosa.
Ambos textos se escriben y se publican en torno de los meses que Álvaro pasó en una cárcel mexicana. Probablemente descubrió entonces, como el Lugones de Borges, que la entraña de la realidad no es verbal, y también, que el sufrimiento es fuente de legitimidad y de hondura del lenguaje. Este privilegio trágico constituye un parteaguas en la vida y en las tareas del poeta. Atrás queda la niñez vivida en dos paraísos, la juventud despreocupada y el placer por abandonarse al deslumbramiento del mundo. Adelante, el compromiso con la tarea creadora.
II
Desde 1959 escribe y publica a un ritmo regular otra decena de títulos de poesía hasta la aparición de la Summa de Maqroll el Gaviero, en 1992, que recoge toda su obra poética.
Otro itinerario y ritmo tiene su producción en prosa. Entre el Diario de Lecumberri yLa mansión de Araucaíma transcurren trece años y habrán de pasar quince más para que aparezca La muerte del estratega, en 1988, que es la brillante obertura de un ciclo de narraciones y novelas que se detienen, por ahora, en el Tríptico de mar y tierra.
En total ha publicado una veintena de libros. Es una obra escueta, concentrada, que nos depara los placeres de la buena escritura y nos ahorra los materiales sobrantes de otras obras más extensas y menos rigurosas.
Mutis, que como Julio Cortázar pasó en Bruselas los primeros años de su vida, asumió tempranamente la diversidad del mundo y las bibliotecas. La vida misma, el dominio de varias lenguas y la cultura adquirida en una insaciable pasión por la lectura, le proporcionará los elementos para encontrar un modo personal de decir las cosas.
Se le conoció primero como poeta, en el significado estrecho e insuficiente que esta palabra tiene en el castellano de uso corriente. Es decir, como autor de poemas en verso, cuya excelencia le valió el inmediato reconocimiento de los entendidos.
Su poesía es culterana y muy elaborada. Extiende sus raíces por las mejores regiones literarias pero no se deja arrebatar por seducción de sus extremos estilísticos: la prolongada vehemencia iberoamericana: la lenta y laboriosa respiración de Saint-John Perse o la contención iniciática de T. S. Eliot.
En esta poesía, la libertad tiene un lugar privilegiado. Como programa implícito y como mecanismo creativo en la elección de temas y de formas. Sin embargo, el empeño por alcanzar el orden y claridad domina los puntos de fuga hacia el barroco y domina la amenazante opulencia del lenguaje. El poema adquiere entonces grado y ligereza, se sostiene entre una natural exuberancia y un deliberado ascetismo.
Toda la obra poética de Mutis tiene un carácter sustantivo. Se construye fundamentalmente con substantivos y con epítetos exactos y deslumbrantes. Sobresale en el tono épico, en el elogio y en la diatriba, en los rituales de la fiesta, de la guerra y de la muerte.
No existe un verdadero punto de ruptura entre su poesía y su prosa. Más bien una continuidad orgánica, un proceso de metamorfosis que cambia a las palabras de lugar y de sentido. Los textos en prosa aparecen, primero, como extensiones y reflejos de su poesía y, poco a poco, adquieren la masa crítica del relato, del cuento y de la novela.
La destreza adquirida en el manejo de un género sirve, sin duda, para ingresar a otro pero también para deformarlo si no se respetan las características propias de cada uno. Mutis pudo separar sus dos oficios y se abstuvo de recargar la nueva casa con muebles ajenos. Supo que una narración eficaz no admite rodeos ni digresiones sino que ha de centrarse en una acción dramática que se desarrolla en el cumplimiento de sus propios fines.
En la suma de unas páginas con otras ha crecido un personaje que ocupa el centro de una saga, de un interminable ciclo de aventuras. El personaje es Maqroll el Gaviero, memorioso aventuró que conoce todas las aguas del planeta y que podría decir, como Gilberto Owen, combatí contra el mar toda la noche, desde Homero hasta Joseph Conrad.
Cumple Maqroll funciones adicionales en tanto que alter ego y narrador substituto de Mutis. Tiene la misma versión del mundo, mezcla de melancólica esperanza y de risueño escepticismo, la misma certidumbre en ciertos valores irreductibles y el mismo lenguaje literario que sorprende en un áspero marino.
La novela de aventuras recrea un género que conoció sus mejores momentos durante el siglo XIX y que mantuvo un alto grado de popularidad hasta el triunfo del cine y de los cómics. Sólo que, en este caso, el relato no se agota en la pura descripción de los acontecimientos sino que esconde una reflexión continua sobre el destino del hombre.
Se apoya la narración en dos seguras vertientes simbólicas: el viaje como imagen del tránsito temporal y como imagen de la evolución interna del ser. Ambas son metáforas de legitimidad y de eficacia inobjetables, como lo prueba ese “Ulises salmón de los regresos” que puede ser indistintamente el héroe griego o el héroe de Joyce, quien hizo de su Dublín nuestro universo.
El mérito mayor de Mutis es haber encontrado la forma estilística apropiada para hacer funcionar un argumento que encubre otro argumento y para construir personajes que tienen el peso, la densidad y la textura de verdaderos seres humanos. Así ha creado un ciclo novelístico que evoluciona por cuenta propia y cuya siguiente entrega esperan con avidez sus lectores.
Este homenaje para Álvaro Mutis coincide con la plenitud de su oficio de hombre y de escritor. A sus espaldas deja, con provecho la infancia de un príncipe, las tentaciones bucólicas y las tentaciones urbanas, la inevitable travesía por el desierto, los titubeos y las encrucijadas vocacionales. Enfrente tiene años de trashumancia y de reposo, de imaginación creadora, de páginas y libros que exigen ser escritos, y que un día serán frutos redondos, perfectos y deslumbrantes sobre su mesa de trabajo.

* Texto leído el 26 de agosto de 1993 en el Homenaje Nacional organizado por el Instituto Colombiano de Cultura con motivo de los setenta años de Álvaro Mutis.