miércoles, 10 de abril de 2013

El cuerpo del escritor

9/Abril/2013
Milenio
Cristina Rivera Garza

No son pocos los libros en que los escritores se explayan sobre sus procesos creativos. Sin duda diseñada para jóvenes aspirantes a escritores, esta pequeña industria se ha ido haciendo de libros denodadamente personales en los que ciertos escritores reconocidos abren las puertas de sus estudios, sus métodos de trabajo y sus ideas sobre el acto creativo para el gran público. Después de todo, a diferencia de otros creadores que hacen algo que se ve al momento de hacerse, tal como la pintura o la danza, lo que hace un escritor suele estar envuelto por un halo de misterio. La escritora, de hecho, parece no estar haciendo nada mientras hace lo que hace: estar sentada, empuñar un lápiz o presionar unas teclas en una computadora. Ver el techo.
Por mucho tiempo, la gran mayoría de estos libros de escritores sobre la escritura privilegiaron los aspectos más intelectuales, y menos visibles, de su quehacer. En un tono de confidencia íntima o de consejo bienintencionado, quedaban en esas páginas las influencias o las fobias, los gustos y, con mayor frecuencia, los disgustos del escritor. Con un gesto que intentaba invitar al lector a pasearse por su biblioteca privada o interna, se listaban ahí las primeras lecturas, los libros que provocaron duda o regocijo, o los que impulsaron la escritura del primer libro propio. Se hablaba de la escritura como una vocación o un llamado, raramente como un oficio.
Tal vez la creciente atención hacia la materialidad misma del lenguaje provocó, a su vez, un mayor énfasis en las actividades concretas y, aún más, físicas, de los escritores. Poco a poco, a través de anécdotas inolvidables, los lectores nos fuimos enterando que algunos no escribían sentados, como era la norma, sino de pie, como era el caso de Hemingway. Aunque las fotografías los seguían presentando detrás de un escritorio, de preferencia resguardado por grandes libreros repletos de libros bien o mal ordenados, con la mirada perdida en un horizonte que se antojaba lejano, más y más escritores fueron confesando sus manías de todos los días —desde escribir en la cama, hasta leer mientras se camina. El proyecto Escritorio, que puede visitarse en esta dirección, incluye anécdotas frescas al respecto.
Los que no murieron a los míticos 33, nos dejaron saber que escribir, esa actividad de apariencia inicua causaba, sin embargo, estragos muy concretos en el cuerpo. Un buen número de escritores lidian a diario, por ejemplo, con el síndrome de carpo, una enfermedad que se presenta cuando, como con el uso del teclado, se llevan a cabo, de manera repetitiva, movimientos muy pequeños. Una de las consecuencias es el dolor, a veces paralizante, en muñecas y manos. Aunque los estereotipos gustan de presentar al escritor como un eterno adolescente hiperactivo que derrocha energía, de preferencia en fiestas nocturnas o arriesgados viajes, lo cierto es que el oficio, que se lleva a cabo sobre una silla, usualmente adoptando una mala postura, requiere de una vida sedentaria. La vida sedentaria, como se sabe, no solo conduce a la obesidad y la flacidez de los músculos, sino a condiciones todavía más peligrosas que van desde la mala condición física hasta la diabetes. Los dolores de la baja y la alta espalda son legendarios entre aquellos que pasan horas frente a un ordenador. ¿Para qué hablar de la gastritis que responde al estrés y la mala alimentación? Y no ha de ser por pura casualidad que una buena cantidad de escritores, quienes por razones de oficio pasan una buena parte de su tiempo leyendo, sufran de miopía, u otras afecciones oculares, y lleven lentes.
Poco antes de morir, Roberto Bolaño, el escritor que falleció debido a una afección en el riñón, se burlaba de los escritores de la clase media para quiénes la escritura era poco más que una búsqueda de respetabilidad. Como evidencia ofrecía el gimnasio. Un escritor preocupado por su cuerpo, por la salud y consistencia de su cuerpo, era, según el escritor enfermo, poco más que un trepador social. Haruki Murakami publicó por ese entonces un libro revelador. No una novela sino un pequeño ensayo personal sobre la relación entre el entrenamiento para correr distancias largas y la escritura de sus novelas, De qué hablamos cuando hablamos de correr abría las puertas no a la historia intelectual del escritor sino a la mente, vuelta cuerpo, del mismo. Más que un simple elogio a la disciplina y la determinación necesarias para prepararse para un maratón, Murakami reflexionaba en sus páginas sobre la resistencia física y espiritual que requiere construir una frase, respirarla, atravesarla viva. Héctor Viel Temperley, el poeta argentino, había hecho lo suyo con los aspectos más místicos y poéticos del acto de nadar.
Tal vez el giro perfomativo de la escritura —que es como se le llama al momento posconceptual en el que vivimos— traiga a colación con más frecuencia, y de manera más punzante, la presencia del cuerpo en el trabajo creativo de todo escritor, develando mundos que aún permanecen en el misterio. ¿Cómo enfrentan los procesos de desgaste corporal aquellos que han elegido vivir a salto de mata, arriesgando la experiencia al límite, entre desveladas y drogas? ¿De qué manera concreta, es decir, corporal, se las arreglan las escritoras que se embarazan (o los escritores así embarazados) y deciden formar una familia? ¿Cómo se transforman los métodos de trabajo y los efectos de estos sobre cuerpos concretos cuando se deja atrás la vida sedentaria y se elige, en cambio, el reto del entrenamiento físico?
Hace no mucho, medio en broma y medio en serio, decía que un buen curso de escritura creativa tendría que involucrar idealmente al menos tres tipos de actividades para acentuar nuestro estado de alerta acerca de las múltiples materialidades implicadas en el acto de escribir: talleres de escritura (materialidad del lenguaje), talleres de encuadernación (materialidad de libro), y entrenamiento de triatlón (materialidad del cuerpo). El consumo de sal, eso sí, sería decisión de cada quién. No se preocupen.

domingo, 7 de abril de 2013

José Gorostiza: una voz en medio de la ruina y los discursos

7/Abril/2013
Jornada Semanal
Hugo Gutiérrez Vega

Una tarde de julio de 1963, me dirigí a la Secretaría de Relaciones Exteriores para despedirme de José Gorostiza, poeta y secretario en funciones. Unos días después debía dejar el país para cumplir mi primera misión diplomática en Roma y quería agradecer al maestro el interés que se había tomado para que el nombramiento de tercer secretario, así ordenado por el escalafón, sorteara con buena fortuna el oleaje burocrático y saliera del mundo de los acuerdos, sellos, palomitas rojas y oficialías de partes, con una prudente celeridad.
La cita era a las siete de la tarde y a esa hora fue. Lo veo (cuando la admiración se apodera del entonces primerizo diplomático, la memoria funciona sin tropiezos) viéndome tras los cristales de sus anteojos redondos y sonriendo con tal fineza que de la sonrisa huían la impostación y el deseo de agradar. No se habló mucho:
Esa palabra que jamás asoma
a tu idioma cantado de preguntas,
ésa, desfalleciente,
que se hiela en el aire de tu voz,
sí, como una respiración de flautas
contra un aire de vidrio evaporada,
¡mírala, ay, tócala!
¡mírala ahora!
¡mírala, ausente toda de palabra,
sin voz, sin eco, sin idioma, exacta,
mírala cómo traza
en muros de cristal amores de agua!
Me pidió que lo acompañara al teatro y nos fuimos caminando por la Alameda rumbo a Bellas Artes. No recuerdo guaruras a su alrededor, sólo al amable chofer que ya nos esperaba en la esquina de la catedral de nuestro art déco. Por esa época ya tenía casi listo para la imprenta mi primer libro y don José se interesó por él. Se llamaría Buscado amor y, por eso, pensó que el título tenía una clara influencia de Novo. Lo que yo quería era hacerle preguntas sobre un poema que mucho me inquietaba, “Declaración de Bogotá”:
En la virtud de su mentira cierta,
transido por el humo de su engaño,
he aquí mi voz
en medio de la ruina y los discursos...
Lo único que me comentó fue la circunstancia en la cual escribió el poema:
Detrás de tu figura
que la ventana intenta retener a veces,
la entristecida Bogotá se arropa
en un tenue plumaje de llovizna.
Respeté su silencio y su anhelo secreto de alcanzar una palabra más profunda, más esencial, menos engañosa e inútil:
Esa palabra, sí, esa palabra
ésa, desfalleciente,
que se ahoga en el humo de una sombra,
ésa que gira –como un soplo– canta
sobre bisagras de secreta lama...

En el escenario de Bellas Artes resonaba la voz de Vittorio Gassman recitando el Orestes de Alfieri. La escenografía blanca y el vestuario negro iban cambiando hasta que, al final, todo el vestuario era blanco y el escenario negro. Gorostiza habló de la tradición griega y de su continuación latina y renacentista. Lo hizo con brevedad, usando las palabras estrictamente necesarias. La temporada del Stabile di Roma, compañía de corta vida, debía terminar pronto. Sólo quedaba pendiente una obra de Pirandello. Me recomendó la lectura de dos obras de Ugo Betti: Lucha hasta el alba y Derrumbe en la estación del norte. Betti había sido magistrado y escribía sobre la problemática de la justicia.
Al terminar la obra fuimos a merendar a la Fonda Santa Anita que estaba en la calle de Humboldt. Ahí me recomendó escribir por lo menos un verso al día para mantener el pulso de la tarea poética. Con respeto y admiración me quejé por el silencio en que se había recluido después de escribir “Muerte sin fin”. Recuerdo casi literalmente su respuesta: “¿Usted cree que se pueda escribir un poema después de decir cincuenta veces al día: ‘reitero a usted las seguridades de mi más atenta y distinguida consideración?’” Repliqué que Claudel, Leger, Seferis, Gabriela Mistral, Reyes, Nervo, González Martínez, Neruda y Owen, entre otros, lo habían logrado. No contestó, pero me quedé con la impresión de que se había inquietado. Ahora siento que esa impresión era muy pretenciosa, pues Gorostiza ya había escrito todo lo que consideraba necesario escribir, entre otras cosas, el poema mayor de nuestro siglo XX. Pensamos que los dos escritores principales de la poesía moderna de México, López Velarde y Gorostiza, así como Juan Rulfo, nuestro mayor novelista, en su obra breve y exacta dijeron todo lo que querían decir. López Velarde partió en plena juventud; Rulfo y Gorostiza se decidieron por el silencio y a él se atuvieron. Sabían que “Muerte sin fin” y Pedro Páramo, al lado de la “La suave patria”, eran ya los textos principales de nuestra literatura moderna. Había otras obras más extensas, muy valiosas también y tal vez superiores en su conjunto, pero esos dos poemas y esa novela se habían convertido en los paradigmas de la literatura de un momento histórico del país.}
Más tarde, y en medio de los viajes, vino a mi memoria la cita de Lao-Tsé que Gorostiza destacó en sus “Notas sobre poesía”: “Sin traspasar uno sus puertas, se puede conocer el mundo todo; sin mirar afuera de la ventana, se puede ver el camino del cielo. Mientras más se viaja puede saberse menos. Pues sucede que, sin moverte, conocerás; sin mirar, verás; sin hacer, crearás.” Estas palabras hacían polvo mi pedantería viajera. Algo sospechaba sobre la pretendida utilidad de los peregrinajes, desde el momento de la despedida del Sr. Secretario. Así me dijo: “Recuerde, Hugo, que los viajes ilustran, pero también estriñen.”
Gorostiza nos enseñó que la poesía “se halla más bien oculta que manifiesta en el objeto que habita. La reconocemos por la emoción singular que su descubrimiento produce y que señala, como en el encuentro de Orestes y Electra, la conjunción de poeta y poesía”. Amaba todas las artes y gustaba de encontrar paralelos entre la pintura del Beato Angélico y las estrofas del “Cántico espiritual”, de San Juan de la Cruz, alfa y omega de nuestra poesía. Su pasión por la música lo llevó a afirmar que “la poesía es música y, de un modo más preciso, canto”. Esta realidad artística compuesta de palabras y de silencios (parecida a la del mundo rulfiano), suntuosa en sus imágenes, humilde en su brevedad y casi siempre ubicada en los terrenos de las notas mayores, todavía produce perplejidades en los perezosos o en ese conjunto, afortunadamente pequeño, de pedantes que, con un gesto de suficiencia eurocentrista, aseguran no entender “Muerte sin fin”. No es mi intención asestarles lecciones sobre lo que Auden llamaba, con ironía británica, the meaning of the poem. Que cada quien lo busque y pida a los dioses de la inteligencia, tal vez a Palas Atenea, que iluminen su búsqueda. Lo que sí puedo asegurarles es que el camino, a través del canto, será gozoso y la aventura espiritual llegará a su fin de la mano de la tradición judeocristiana, de la fuerza musical de la alabanza ambigua (“aleluya, aleluya”), del deslumbramiento ante los bellos seres de la creación, del horror ante su decadencia y caída, de la idea del Dios que crea y aniquila y del baile medieval o el día de muertos de nuestro mestizaje, ambos presididos por la “putilla del rubor helado”.
Gorostiza nos enseña (y advierto que nunca actuó como un pedagogo autoritario, dueño de un repertorio de certezas tajantes) que “todo está sujeto a medida, y la libertad puede no consistir en otra cosa que en el sentimiento de la propia posesión dentro de un orden establecido. Las reglas del ajedrez no oprimen al jugador, le trazan una zona de libertad en donde su ingenio se puede desenvolver hasta lo infinito”. Esta poética conduce al poema largo por los caminos del canto y, por otra parte, asegura la libertad asumida por el creador. El “Cántico espiritual”, “El barco ebrio”, “El cementerio marino”, “La oda marítima”, el “Llanto por Sánchez Mejías”, “La suave patria”, “Altazor”, “España, aparta de mi este cáliz”, “Piedra de sol”, el “Canto heroico y fúnebre por el subteniente caído en Albania” y “La tierra baldía”, entre otros, son ejemplos insignes de esa poética del poema largo tan comedidamente definida por Gorostiza.
“Hubo poetas que, a través de toda su obra, no buscaron sino perfeccionar un poema; y hay poemas que, en el dilatado proceso de su maduración, debieron consumir los afanes de muchos poetas”, decía el maestro, pensando en Jorge Guillén, Gilberto Owen, Jorge Cuesta y otros escritores afines a esa poética nacida de la iluminación y realizada con esmero.
La violeta de Gorostiza, como la margarita de Elytis, son milagros que la prisa del mundo hace que pasen inadvertidos: “Nadie sino el Ser Único más allá de nosotros, a quien no conocemos, podría sostener en el aire, por pocos segundos, el perfume de una violeta.” Gorostiza, como Montale, gozó y sufrió el delirio de nombrar las cosas y de alabar y padecer la grandeza y el horror de lo creado. Por eso le podemos llamar con justicia “un hombre de Dios”. Así lo decimos mientras, en el salón vacío, la putilla del rubor helado lanza una carcajada, la danza y el danzón comienzan y terminan y la luz se apaga lentamente.




Cuatro décadas sin Alejandra Pizarnik

7/Abril/2013
Jornada Semanal
Gerardo Bustamante Bermúdez

El veinticinco de septiembre de 1972, la poeta y narradora argentina Alejandra Pizarnik puso fin a su vida al consumir una fuerte dosis de barbitúricos. Después de haber obtenido la anuencia de las autoridades del hospital psiquiátrico de Buenos Aires para pasar unos días fuera del nosocomio, Alejandra logra el anhelado suicidio, anticipado en varios de sus poemas y fragmentos de diarios. La poeta sólo dejó como despedida su último poema, en cuyos versos se advierte: “no quiero ir/ nada más/ que hasta el fondo”. Estas líneas, sumadas a su obra poética, son el testamento de una mujer atormentada que siempre simpatizó con la idea de la vida como tortura.
En varias de sus composiciones líricas, la propuesta de Pizarnik es la desconstrucción del lenguaje mismo que incluso no la salva de la angustia, los estados de ansiedad y las perturbaciones depresivas. En su caso, la escritura es sólo el medio para entender y asimilar el hastío que la lleva al final. Lejos está la idea de la escritura como salvación; en ella cada conjunto de versos le advierten el destrozo de su vida. Por eso habla de un yo a un tú: “Hoy te miraste en el espejo/ y te fue triste/ estabas sola/ la luz rugía el aire cantaba/ pero tu amado no volvió.”
Los biógrafos de Pizarnik anotan su descontento con el cuerpo, así como la depresión no controlada. La poesía es el medio para entender el dolor de su vida que, además, acepta. Por eso su segundo libro, titulado La última inocencia (1959), se lo dedica a Óscar Ostrov, su psiquiatra en la etapa juvenil: “Partir/ en cuerpo y alma/ partir./ Partir/ deshacerse de las miradas/ piedras opresoras/ que duermen en la garganta.”
En 2003, gracias al trabajo de rescate de Ana Becciu se publicaron los Diarios de Pizarnik, que a decir de su compiladora sirven para entender que la vida de Alejandra “no fue una pose, que fue una escritora, que le dolió serlo, porque casi nadie podía mirarla y comprenderla tal cual era, y cuidarla, para que pudiera seguir escribiendo esos poemas que ahora son lenguaje”.
La publicación de estos diarios efectivamente permite comprender la dimensión psíquica de Pizarnik, desde 1951 y hasta 1971, año en que ya se siente muy enferma y los desequilibrios mentales son cada vez mayores, al grado de impedirle escribir de forma constante. Al leer los diarios, el lector comprende que el insomnio o “el sueño de la vigilia” le produce una gran angustia en medio de la noche silenciada, ya sea en Buenos Aires, Nueva York o París. Se trata a sí misma como una artista que “se consume en la aridez de la noche”. Con frecuencia se advierte en los diarios que su vida es sentida como monótona, que no puede escribir su “obra cumbre” y que, además, se encuentra en un éxtasis o anhelo sexual casi frenético.
El conflicto de Pizarnik a lo largo de su vida fue una lucha encarnizada consigo misma; con frecuencia se sentía fea, sin posibilidades de igualarse a otra mujer. Una de las muchas maneras de autocastigo es fumar compulsivamente y abandonarse a un destino trágico y desolador que visualiza entre la angustia, la neurosis, la depresión y sus constantes taquicardias: “Fumo y bebo más que nunca. Ya no hay tiempo para recuperar mi infancia”, escribe a los treinta y dos años. Para los años sesenta, y a pesar de que las becas literarias comienzan a llegar, escribe: “Dentro de muy poco me suicidaré. Siento claramente que estoy llegando al final. Veo cerrado. Ni afuera ni adentro, simplemente la locura me domina.” La medicación de antidepresivos hacen que pueda pasar hasta dieciocho horas dormida o despierta más de treinta. Para finales de 1970 y durante 1971, los registros que hace en su diario se centran en la necesidad del suicidio. El 9 de octubre de 1971 escribe: “Hace cuatro meses intenté morir ingiriendo pastillas. Hace un mes quise envenenarme con gas.”
La orfandad, la sombra, el hastío, el silencio, la escritura y los ambientes grises u otoñales son algunos de los tópicos que plasma en su poesía. A lo largo de su producción poética, en Alejandra Pizarnik no hay una fiabilidad en el lenguaje, sino experimentación en asuntos como el ritmo, el uso del verso o de la prosa poética. La misma voz lírica se desdobla: “Yo voces./ Yo el gran salto.”
El tratamiento amoroso en Pizarnik dista mucho de la poesía romántica tradicional; ella se erige como la poeta maldita, a la que merodea la náusea por la existencia misma; no comprende el mundo que se le ofrece indiferente y por eso dice: “Nunca encontré un alma gemela. Nadie fue un sueño. Me dejaron con los sueños abiertos, con mi herida central abierta, con mi desgarradura.”
La poesía de Alejandra Pizarnik queda como el testimonio atormentado de una mujer fragmentada que se debate entre la escritura como comprensión de su desolada vida y su necesidad por mostrar que la existencia no es suficiente ni necesaria.

sábado, 6 de abril de 2013

EL ARTE VIEJO DE FINGIR RESEÑAS

6/Abril/2013
Laberinto
Heriberto Yépez

Recién apareció El arte nuevo de hacer libros de Ulises Carrión. El 30 de marzo, Álvaro Enrigue en El Universal saca una reseña llena de tropiezos.

Enrigue abre diciendo que le parece “divertidísimo” que un texto de Carrión sobre el fin del libro salga en un libro de “formato convencional”. La ironía podría ser medio divertida de no ser porque Carrión la explora para despedirse del libro dentro del libro.

Enrigue, ¿lo leyó?

Luego —por ninguneo, cerrazón o descuido— dice que el “personaje” Carrión“definitivamente no era un escritor” ni “tampoco era exactamente un artista”.

Quizá debió decir que Carrión no es el tipo de escritor o artista que él logra aceptar, ubicar o entender.

Dice que “para los que despertamos a los placeres de la cultura después del estreno de Star Wars”, Carrión es un “enigma” e inventa que “hasta ahora su trabajo se conocía sólo por Poesías, un libro–esquema de 1972 que Taller Dittoria convirtió... en un objeto editorial —casi un libro—”. Sí, “casi un libro”.

Carrión tiene una gran obra. Fue célebre internacionalmente; lo atestiguan catálogos, exposiciones, homenajes, traducciones, compilaciones, reediciones. Es Enrigue quien lo desconoce.

Otra falsedad es que Ediciones Hungría reeditó ¿Poesías? Enrigue se confunde. E–Hungría hizo un libro-objeto (con otro texto).

Curioso también que Enrigue vincule libros-objeto con Carrión, ¡cuando todo su libro es una crítica al “libro-objeto”!

Dice que Carrión no era “galerista” sino “socio” de Other Books and So, la galería que fundó (como el libro dice).

Apoda a Carrión “bocanada final del romanticismo” a pesar de que claramente es anti–romántico.

Atribuye a Tumbona la decisión de “publicar las ideas de Carrión” pero primero fue de Carrión en 1980, y para la actual edición, de Juan J. Agius, ¡como anota el libro!

Enrigue termina su singularmente errático texto sentenciando —ironía incluida— que “siempre hay que tener, debajo de la mesa, un archivo material, y para eso, sigue sin inventarse nada tan eficaz como el objeto que antes solo llamábamos libro”.

Lo intrigante es que el libro aboga por el archivo y la materialidad.

¿Por qué tantos errores?

Una posibilidad es que Enrigue alabe el arte de leer libros y, simplemente, los lea mal.

Y así atribuya sus paradojas a otros, desinforme a los lectores, finja reseñas.

Otra posibilidad —y quizá esta es la efectiva— es que Enrigue no leyó el libro impreso de Carrión.

Más bien leyó en línea el adelanto que sacó Laberinto la semana previa, con el texto que Enrigue comenta.

Por cierto, su cita de otro texto no corresponde a la versión impresa.

Vaya paradoja: Enrigue cree ironizar a Carrión y se pone de pie para elogiar la inigualable experiencia de leer libros impresos y, en verdad, checó Internet, como sugiere su info a medias.

¿Así leen los escritores? ¿Así analizan los críticos? ¿Divertidísimo?

El lector periférico

6/Abril/2013
Laberinto
David Toscana

Pertenecer a la periferia cultural del mundo nos pone, como escritores, en desventaja; pero en cambio, como lectores, nos imbuye una actitud de curiosidad, de querer descubrirlo todo, de no quedarnos en nuestro barrio. El lector de geografía periférica es lector  de espíritu cosmopolita.
Hay escritores, lectores, académicos, intelectuales gringos que solo leen literatura gringa, solo ven cine gringo, solo leen prensa gringa. Es el pecado del centro. Hacen su canon con sus parientes.
En una periferia civilizada, como Polonia, lo normal entre la gente educada es conocer tres, cuatro o cinco lenguas; pues de entrada saben que nadie les hablará en su idioma. En este rubro, por supuesto, bajan la guardia los países angloparlantes y también Francia.
Cuando converso con alemanes, inevitablemente se sorprenden de la cantidad de autores germanos que he leído; no porque sea yo un especialista en esta literatura, sino porque por contraste se dan cuenta de que ellos ignoran casi por completo la literatura latinoamericana. Yo puedo hablarles de su historia, su literatura, su arte de un modo que ellos jamás podrían hacerlo sobre mi mundo. Conozco mucho mejor a Federico el Grande de lo que ellos conocen a Benito Juárez.
Cierta ocasión estaba cenando en Estocolmo con un grupo de suecos en el que había académicos, escritores y traductores. Me preguntaron qué me gustaba de la literatura sueca. Después de mencionarles algunos de sus clásicos, les comenté que recientemente había leído una novela que me gustó mucho: Kärlekens bröd, de Peder Sjögren.
Enseguida vino un silencio en el que se intercalaron miradas. Lo primero que pensé es que había mencionado un nombre incómodo. Luego se paró el dueño de la casa, volvió con un tomo de la enciclopedia de la literatura sueca y dijo: “Sí, aquí está. Peder Sjögren…” y comenzó a leer el texto sobre su vida y obra.
Algo muy parecido me pasó con unos profesores suizos. Entre copa y copa salió el tema. Entonces les solté el nombre de Robert Walser. “Se llama Martin Walser,” me corrigió uno de ellos, y no es suizo, sino alemán.
“Martin Walser no me gusta,” le dije. “Yo hablo de Robert.” No puedo pensar que en Suiza desconozcan a su Walser, pero sí estoy cierto de que no tiene la categoría de escritor de culto que se ganó en Latinoamérica. Su mente trastornada quizá no es para banqueros y relojeros.
Conocemos a los poetas románticos ingleses de un modo que los lectores ingleses jamás osarían conocer a nuestros modernistas. Es más fácil encontrar a Boccaccio, Chaucer y Rabelais en un librero latinoamericano que en uno de los viejos imperios.
Un lector latinoamericano conoce mucho mejor a Shakespeare de lo que un inglés conoce a Cervantes. Un brasileño lee a Maupassant sin esperar que un francés corresponda con la lectura de Machado de Assis.
En una olimpiada cultural, los lectores latinoamericanos demostraríamos que volamos muy alto en conocimiento, imaginación, cosmopolitismo, cultura, dominio de lenguas, sensibilidad, comprensión, temperamento, hambre de saber.
Lástima que seamos tan pocos.

viernes, 5 de abril de 2013

Bolaño: la construcción de un mito

19/Septiembre/2009
La Nación
Leonardo Tarifeño

La tarde del 7 de febrero del 2003 hablé con Roberto Bolaño por última vez. Yo vivía en México DF y era coeditor de El Ángel , la revista cultural del diario Reforma , para la que él colaboraba con cierta regularidad. Esa tarde había muerto Augusto Monterroso, y mi jefe me ordenó reunir testimonios de distintos escritores sobre el gran cuentista guatemalteco, exiliado en México desde 1944. Bolaño era amigo de la casa, admiraba cierta literatura exquisita emparentada con la de Monterroso, conocía de primera mano la cultura mexicana y también sabía, como el autor de "El dinosaurio", lo que significaba vivir y escribir muy lejos del país natal. Para mí, llamarlo era una buena idea; para él, no tanto. Me atendió con afecto y franqueza, como siempre, y muy amablemente declinó la invitación. "Además, la próxima necrológica que te toque escribir va a ser la mía", me dijo, con un tono que entonces no supe si era de tristeza o ironía. No lo tomé en serio y le pedí que, si estaba tan seguro, la escribiera él y me ahorrara el trabajo (y el disgusto, debí agregar). Él insistió, entre risas, y ambos prometimos pensar en el artículo de su muerte. Menos de seis meses después, el 14 de julio de ese mismo año, Bolaño moría en España, víctima de una larga enfermedad hepática.
No sé por qué, esa tarde de julio, mi jefe no volvió a pedirme que reuniera opiniones de escritores, en ese caso acerca del creador de Los detectives salvajes . Yo no cumplí mi palabra, no escribí su necrológica (me gusta y me da miedo pensar que lo estoy haciendo ahora). Bolaño sí cumplió la suya, y de sobra, con 2666 , su monumental novela inconclusa, toda una necrológica enloquecida y brutal cuya última palabra es "México". En otra de las conversaciones que sostuvimos, siempre por vía telefónica, le reclamé que nunca apareciera por su teóricamente queridísimo Distrito Federal. Hasta donde yo sabía, lo más cerca que había estado de volver al país al que le debía, según sus palabras, su "formación intelectual" había sido en 1999, cuando Chile fue el invitado de honor de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL). Bolaño ya tenía su pasaje y había comprometido su participación en varias mesas literarias, pero a último momento prefirió quedarse en casa y pidió que en su lugar se invitara a Pedro Lemebel. "¿Por qué no vienes, si aquí se te admira, tienes amigos y la ciudad te encanta?", llegué a preguntarle alguna tarde. "Porque no se regresa al lugar del crimen", me respondió, otra vez, con un tono entre irónico y triste. Y otra vez, como si fuera un destino o simple irresponsabilidad, en aquella ocasión yo tampoco lo tomé en serio. Hasta ahora, cuando pienso que "México" fue la última palabra que escribió e intento ver allí una pista que delate al prófugo imposible de atrapar.
Pero, ¿cuál es el "crimen" cometido por Roberto Bolaño? ¿A quién o a quiénes afecta su "delito"? ¿Y qué huellas conviene seguir para absolverlo o condenarlo? En las calles de Barcelona, el esténcil con su retrato compite con los grafitis hiphoperos o las pintadas en favor del nacionalismo catalán. El pasado jueves 10 se presentó en Pekín la traducción al chino mandarín de Los detectives salvajes . En Estados Unidos, 2666 recibió el National Book Critics Award, y Time la eligió como la novela del 2008. Por esos días, la dirección de la cárcel de Huntville, en Texas, le negó el pedido de Los detectives salvajes al preso número 1.385.412, ya que el libro "transgrede el manual de orientación para reos". Un año antes, The New York Times y The Washington Post destacaron a Los detectives salvajes entre las diez mejores novelas de 2007. En octubre pasado, el temido agente literario Andrew Wylie, actual encargado de los derechos de la obra del escritor chileno, dio a conocer la aparición de El Tercer Reich , novela oculta e inédita de Bolaño, de quien su editor español, Jorge Herralde, nunca había tenido noticias. Y hace apenas tres meses se anunció que Gael García Bernal podría interpretar a Arturo Belano (álter ego de Bolaño) en la versión cinematográfica de Los detectives salvajes , dirigida por el mexicano Carlos Sama. El extraño y heterogéneo caudal de noticias a su alrededor y la creciente mitificación de su figura confirman que Bolaño se ha convertido en un fenómeno global de la literatura latinoamericana, un impacto que en términos de aceptación crítica en otras lenguas sólo parece comparable al que en su día conquistó Gabriel García Márquez con Cien años de soledad (1967). Si lo de Bolaño fue un crimen, hay motivos para pensarlo como un crimen perfecto.
¿Y sus huellas? Para aquella FIL de 1999, Bolaño rechazó el viaje a Guadalajara pero no la invitación a escribir un artículo en una edición especial del suplemento cultural Hoja por Hoja , en ese momento la principal publicación de la feria, de distribución gratuita. El motivo de su artículo era José Donoso, por cierto uno de los escritores ampliamente homenajeados en aquel encuentro. El texto de Bolaño, "El misterio transparente de José Donoso" (compilado en Entre paréntesis ), empieza de la siguiente manera:
Me cuesta escribir sobre Donoso. En casi todo estoy en desacuerdo con él. Cuando agonizaba, leí que pidió que le recitaran "Altazor", de Huidobro, y la imagen de Donoso en una cama de la que ya no iba a salir, escuchando los versos de "Altazor", me pone enfermo. No tengo nada contra Huidobro, me gusta Huidobro, pero ¿cómo alguien que se está muriendo puede querer que le lean ese poema?
Sigue así:
La herencia de Donoso es un cuarto oscuro. En el interior de ese cuarto oscuro pelean las bestias. Decir que él es el mejor novelista chileno del siglo es insultarlo. No creo que Donoso pretendiera tan poca cosa. Decir que está entre los mejores novelistas de lengua española de este siglo es una exageración, se lo mire como se lo mire.
Y concluye:
Sus seguidores, los que hoy portan la antorcha de Donoso, los donositos, pretenden escribir como Graham Greene, como Hemingway, como Conrad, como Vonnegut, como Douglas Coupland, con mayor o menor fortuna, con mayor o menor grado de abyección, y desde esas malas traducciones llevan a cabo la lectura de su maestro, la lectura pública del mayor novelista chileno.
Tal vez valga la pena aclarar que los "donositos" a los que se refería en ese párrafo eran muchos de sus colegas presentes en la FIL. Con semejante artículo-bomba, el autor no necesitó ir a la feria para estar allí y en boca de todos. El tono, el gesto y el sentido de la oportunidad visibles en "El misterio transparente de José Donoso" manifiestan los intereses de un escritor para el que la intervención y la ética literaria eran tan importantes como la obra (y de alguna manera la complementaban). Si Donoso encarnaba el rol del padre de la narrativa chilena, ahí aparecía Bolaño para dar, con tantos argumentos como recelos, la nota discordante. En sus años de joven promesa había hecho lo mismo en México, por entonces contra Octavio Paz, de quien saboteaba sus lecturas públicas junto a su amigo Mario Santiago (Ulises Lima en Los detectives salvajes ). "Bolaño tuvo una clara estrategia de solitario que impone su ley, repudia la convención, descree de la gloria y sus poderes. La condición única era su signo", escribió Juan Villoro en el prólogo a Bolaño por sí mismo . En una ya célebre entrevista para la edición mexicana de Playboy , la periodista argentina Mónica Maristain le preguntó por qué le gustaba llevar siempre la contraria, a lo que él respondió, magistral: "Yo nunca llevo la contraria". Y a Eliseo Álvarez le confesó que se hizo trotskista porque no le gustaba "la unanimidad sacerdotal, clerical, de los comunistas. Siempre he sido de izquierda y no me iba a hacer de derechas porque no me gustaban los clérigos comunistas, entonces me hice trotskista. Lo que pasa que luego, cuando estuve entre los trotskistas, tampoco me gustaba la unanimidad clerical de los trotskistas, y terminé siendo anarquista [...]. Ya en España encontré muchos anarquistas y empecé a dejar de ser anarquista. La unanimidad me jode muchísimo".
Sus ídolos eran los "pistoleros, exploradores, gambusinos, gauchos, hombres apartados de la ley común pero que se asignan a sí mismos una moralidad severa, determinada por las arduas condiciones de su oficio", recuerda Villoro. En una entrevista donde se le preguntó de qué forma regresaría a la Tierra después de muerto, Bolaño contestó que lo haría convertido en "colibrí, que es el más pequeño de los pájaros y cuyo peso, en ocasiones, no llega a los dos gramos. La mesa de un escritor suizo. Un reptil del desierto de Sonora". Como los francotiradores, el detective salvaje en persona sólo era tal si actuaba en soledad (a lo mejor por eso disfrutaba tanto la presencia de los amigos, como han asegurado Rodrigo Fresán, Antoni García Porta y Villoro, entre otros compañeros de ruta). Hijo de un boxeador, parecía creer que sus palabras sólo tenían sentido si las pronunciaba desde el ring. Lo curioso es que sus provocaciones y desmesuras, hoy transformadas en la marca registrada de una rebeldía neobeatnik, tienen más de guanteo con un sparring que de pelea por el título mundial. Años después de atacar a Octavio Paz en su propio territorio, comentó en más de una oportunidad que admiraba algunos de sus ensayos y al menos "cuatro poemas" suyos. La crítica a Donoso termina por orientarse a sus probables discípulos. Y de Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, prohombres del boom a los que alguna vez miró con desconfianza, en 1999 afirmó que "son superiores, y no creo que el tiempo vaya a perjudicar sus obras". En cada escaramuza del hombre que trabajó como descargador de barcos (en Francia) y sereno de un camping (en España) no late el dogma concluyente del gurú, sino la búsqueda permanente de quien no ignora que "la literatura no se hace sólo de palabras". La misma búsqueda que realizan Ulises Lima y Arturo Belano en pos de Cesárea Tinajero en Los detectives salvajes , la aventura que recorre la esquiva identidad de Benno von Archimboldi en 2666 .
Tal vez el crimen no tan perfecto de Bolaño haya sido sostener que el oficio literario exige algo más que destreza lingüística, sin ser nunca lo suficientemente explícito con lo que trataba de decir. Es posible que no haya manera de ser explícito en esas cuestiones; quizás en la literatura y el arte hay ciertos asuntos importantes que no se pueden explicar. No parece exagerado afirmar que el escritor chileno murió en el intento por ser lo más claro posible en este asunto, y que de veras lo fue gracias a la insólita potencia que vibra en 2666 . "Muchas pueden ser las patrias de un escritor, se me ocurre ahora, pero uno solo el pasaporte, y ese pasaporte evidentemente es el de la calidad de la escritura -dijo, en voz alta, en su discurso de agradecimiento por el premio Rómulo Gallegos a Los detectives salvajes -. Que no significa escribir bien, porque eso lo puede hacer cualquiera, sino escribir maravillosamente bien, y ni siquiera eso, pues escribir maravillosamente bien también lo puede hacer cualquiera. ¿Entonces qué es una escritura de calidad? Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso." En sus libros, en especial Estrella distante y La literatura nazi en América , da la impresión de que el mayor peligro de la literatura consiste en la formación de eruditos inmorales, torturadores ilustrados, "dandys del horror", en palabras de Villoro. En Bolaño, la cultura no salva, y por el contrario, muchas veces es garantía de exquisita sordidez. Como en los cuentos de Llamadas telefónicas , el narrador -de fuerte impronta autobiográfica- advierte que el mundillo de escritores y críticos es de lo más turbio y dudoso que se pueda imaginar, y allí sospecha que la presunta nobleza del arte debe de estar en otro lado. Ante ese panorama, el detective salvaje busca, y en su investigación descubre que tal vez aprenda a saltar al vacío si es fiel a una fuerte ética literaria y personal. El escritor sube al ring, y ahí descubre que enfrente lo esperan los enigmas de su oficio. La ética y la estética son lo mismo. Por eso es que salir a dar batalla es tan importante como escribir un gran libro.
Con razón, el crítico español Ignacio Echevarría ha señalado que la figura dominante en la obra de Bolaño es el poeta. El prosista consagrado se veía a sí mismo como poeta, y los poemarios Tres , Los perros románticos y La universidad desconocida son algo más que la bitácora del narrador clandestino. En su mirada, el poeta es aquel donde ética y estética consuman su particular matrimonio, lo más parecido a un superhéroe de la literatura. En alguna entrevista, el autor dijo que si tuviera que asaltar el banco más seguro del mundo lo haría en compañía de poetas, y el relato "Enrique Martín" comienza con un enunciado que también es una declaración de principios: "Un poeta lo puede soportar todo. Lo que equivale a decir que un hombre lo puede soportar todo. Pero no es verdad: son pocas las cosas que un hombre puede soportar. Un poeta, en cambio, lo puede soportar todo". Durante una cena, a Villoro le dijo: "Soy un marine; donde me pongas, resisto". Y en el formulario con el que pidió la beca Guggenheim, a la hora de rellenar el apartado de "trabajos realizados", Bolaño anotó: "Todos los oficios". La extraordinaria candidez que recorre a los jovencísimos Ulises Lima y Arturo Belano en la búsqueda de los secretos de la poesía (y de la vida) parece asomar en ese formulario indiscreto. Con la candidez no se va muy lejos, pero el mundo no se cambia si no se es un poco cándido. ¿Qué seriedad hay en el escritor que pide una beca y se define como trabajador de "todos los oficios"? La insobornable seriedad del cándido. En esa línea, quienes lo conocieron recuerdan que le gustaba considerarse "cazador de cabelleras". La frase aparece en el relato "Sensini" y apunta a los escritores que, como el propio Bolaño, vivían de alzarse con los jugosos e ignotos premios literarios de provincias. Pero el premio máximo del "cazador de cabelleras" es conquistar la del rival más poderoso (Paz, Donoso) y cuidar la propia, tarea para la cual quizá no haya nada mejor que haberse ejercitado en "todos los oficios". Aunque el mundo lo entienda y lo valore por eso, o no lo entienda y lo desprecie por la misma razón.
Hoy resulta difícil saber si el éxito de Bolaño es una huella que lo condena o lo absuelve en su peculiar aventura literaria y vital. Es el escritor en lengua española más reconocido de su generación, y la unanimidad que tanto despreciaba comienza a amenazarlo. A mí me gusta creer que la clave de su presente y futuro está escondida en una escena de La pista de hielo (1993), novelita muy menor si se la compara con Los detectives salvajes o 2666 . El fragmento en el que pienso es cuando Nuria, campeona de natación, entra en el mar, y uno de los personajes masculinos, enamoradísimo de ella, la sigue. Nuria avanza y se mete cada vez más adentro entre las olas; el hombre da su mejor esfuerzo para alcanzarla y cuando llega advierte que no tendrá energías para volver. Para él, cada brazada es algo que lo conduce a la felicidad o al abismo, y lo único seguro es que el momento es un mal momento; sin embargo, y aun en contra de las evidencias, las da igual, simplemente porque es algo que no puede dejar de hacer. A lo lejos, desde el mar, la playa es un horizonte alucinado e imposible, pero la mujer se acerca y lo ayuda para que pueda regresar. Del mismo modo, Bolaño y su literatura fueron más llá de donde creían poder ir, y serán algunos de sus nuevos lectores -no el marketing ni el cine- los que ubiquen sus libros, ilusiones y salidas de tono en su justa dimensión. De eso se trata el verdadero crimen perfecto.


martes, 2 de abril de 2013

Sobre el mito Bolaño

Abril/2013
La Nación
Horacio Castellanos Moya  

Me había propuesto no volver a hablar o escribir sobre Roberto Bolaño. Ha sido objeto de demasiado manoseo en los dos últimos años, sobre todo en cierta prensa estadounidense, y me dije que ya bastaba de intoxicación. Pero aquí estoy de nuevo escribiendo sobre él, como un viejo vicioso, como el alcohólico que promete que ésa es la última copa de su vida y a la mañana siguiente jura que sólo se tomará una más para salir de la resaca. Y la culpa de mi recaída la tiene mi amiga Sarah Pollack, quien me hizo llegar su agudo ensayo académico precisamente sobre la construcción del "mito Bolaño" en Estados Unidos. Sarah es profesora en la City University de Nueva York y su texto, titulado "Latin America Translated (Again): Roberto Bolaño’s The Savage Detectives in the United States", será publicado en el próximo número de la revista trimestral Comparative Literature.
Albert Fianelli, un colega periodista italiano, parodia al doctor Goebbels y dice que cada vez que alguien le menciona la palabra "mercado" él saca la pistola. Yo no soy tan extremista, pero tampoco me creo el cuento de que el mercado sea esa deidad que se mueve a sí misma gracias a unas leyes misteriosas. El mercado tiene dueños, como todo en este infecto planeta, y son los dueños del mercado quienes deciden el mambo que se baila, se trate de vender condones baratos o novelas latinoamericanas en Estados Unidos. Lo digo porque la idea central del trabajo de Sarah es que, detrás de la construcción del mito Bolaño, no sólo hubo un operativo de marketing editorial sino también una redefinición de la imagen de la cultura y la literatura latinoamericanas que el establishment cultural estadounidense ahora le está vendiendo a su público.
No sé si sea mi mala suerte o si a otros colegas también les sucedió, pero cada vez que me encontraba en territorio estadounidense -podía ser en el bar de un aeropuerto, en una reunión social o donde fuera- y cometía la imprudencia de reconocer ante un ciudadano de ese país que soy escritor de ficciones y procedo de Latinoamérica, éste de inmediato tenía que desenvainar a García Márquez, y lo hacía además con una sonrisa de autosuficiencia, como si me estuviera diciendo "Los conozco, sé de qué van ustedes" (claro que me encontré con otros más silvestres, que alardeaban con Isabel Allende o Paulo Coelho, lo que tampoco hacía diferencia, porque se trata de versiones light y de autoayuda de García Márquez). En los tiempos que corren, sin embargo, esos mismos ciudadanos, en los mismos bares de aeropuertos o en reuniones sociales, han comenzado a desenvainar a Bolaño.
La idea clave es que durante treinta años la obra de García Márquez, con su realismo mágico, representó la literatura latinoamericana en la imaginación del lector estadounidense. Pero como todo se desgasta y termina percudiéndose, el establishment cultural necesitaba un recambio, hizo tanteos con los muchachos de los grupos literarios llamados McOndo y Crack, pero no servían para la empresa, sobre todo porque, como explicaSarah Pollack, era muy difícil vender al lector estadounidense el mundo de los iPods y de las novelas de espías nazis como la nueva imagen de Latinoamérica y su literatura. Entonces apareció Bolaño con Los detectives salvajes y su realismo visceral.
"Que nadie sabe para quién trabaja" es una frase hecha que me gusta repetir, pero también es una realidad grosera que me ha golpeado una y otra vez en la vida. Y no sólo a mí, estoy seguro de ello. Sigamos. Los cuentos y las novelas breves de Bolaño venían siendo publicados en Estados Unidos, con esmero y tenacidad, por New Directions, una editorial independiente muy prestigiosa pero de difusión modesta, cuando de pronto, en medio de las negociaciones para la compra de Los detectives salvajes, apareció, como surgida de los cielos, la poderosa mano de los dueños de la fortuna, quienes decidieron que esta excelente novela era la obra llamada para el recambio, escrita además por un autor que había muerto hacía muy poco, lo que facilitaba los procedimientos para organizar la operación, y pagaron lo que fuera por ella. La construcción del mito precedió al gran lanzamiento de la obra. Cito a Sarah Pollack:
El genio creativo de Bolaño, su atractiva biografía, su experiencia personal en el golpe de Pinochet, la calificación de algunas de sus obras como novelas de las dictaduras del Cono Sur y su muerte en 2003 a causa de una falla hepática a sus cincuenta años de edad contribuyeron a "producir" la figura del autor para la recepción y el consumo en Estados Unidos, incluso antes de que se propagara la lectura de sus obras.
Quizá no haya sido yo el único sorprendido cuando, al abrir la edición norteamericana de Los detectives salvajes, me encontré con una foto del autor que no conocía. Es el Bolaño posadolescente, con la cabellera larga y el bigotito, la pinta de hippie o del joven contestatario de la época de los infrarrealistas, y no el Bolaño que escribió los libros que conocemos. Celebré la foto, y como soy un ingenuo, me dije que seguramente había sido un golpe de suerte para los editores conseguir una foto de la época a la que alude la mayor parte de la novela. (Ahora que los infrarrealistas han abierto su sitio web, ahí se encuentran colgadas varias de esas fotos, en las que descubro a mis cuates Pepe Peguero, Pita, el "Mac" y hasta al periodista peruano radicado en París José Rosas, de quien yo desconocía su pertenencia al grupo). No se me ocurrió pensar entonces, pues el libro apenas salía del horno y comenzaba el revuelo en los medios de Nueva York, que esa evocación nostálgica de la contracultura rebelde de los años 60 y 70 era parte de una bien afinada estrategia.
No fue casual entonces que en la mayoría de artículos sobre el perfil del autor se hiciera énfasis en los episodios de su juventud tumultuosa: su decisión de salirse de la escuela secundaria y convertirse en poeta; su odisea terrestre de México a Chile, donde fue encarcelado luego del golpe de Estado; la formación del fracasado movimiento infrarrealista con el poeta Mario Santiago; su existencia itinerante en Europa; sus empleos eventuales como cuidador de camping y lavaplatos; una supuesta adicción a las drogas y su súbita muerte.
Estos episodios iconoclastas eran demasiado tentadores como para que no fueran convertidos en una tragedia de proporciones míticas: he aquí alguien que vivió los ideales de su juventud hasta las últimas consecuencias. O como rezaba el titular de uno de esos artículos: ¡Descubran al Kurt Cobain de la literatura latinoamericana!
Ningún periodista estadounidense resaltó el hecho, advierte Sarah Pollack, de que Los detectives salvajes y la mayor parte de la obra en prosa de Bolaño "fueron escritos cuando éste era un sobrio y reposado hombre de familia", durante los últimos diez años de su vida, y un excelente padre, agregaría yo, cuya mayor preocupacion eran sus hijos, y que si al final de su vida tuvo una amante, lo hizo en el más conservador estilo latinoamericano, sin atentar contra la conservación de su familia. "Bolaño aparece ante el lector (estadounidense), incluso antes de que uno abra la primera página de la novela, como una mezcla entre los beats y Arthur Rimbaud, con su vida convertida ya en materia de leyenda."
Digo yo que a Bolaño le hubiera hecho gracia saber que lo llamarían el James Dean, o el Jim Morrison, o el Jack Kerouac de la literatura latinoamericana. ¿Acaso no se titula la primera novelita que escribió a cuatro manos con García Porta Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce? Quizá no le hubiera hecho gracia saber los motivos ocultos por los que lo llaman así, pero ésa es harina de otro costal. Lo cierto es que Bolaño siempre fue un contestatario; nunca un subversivo, ni un revolucionario involucrado en movimientos políticos, ni tampoco un escritor maldito (como sí lo fue su mentor de aquellos primeros años, el poeta veracruzano Orlando Guillén, pero ésa es otra historia que espera ser contada), sino un contestatario, tal como lo define la Real Academia: "Que polemiza, se opone o protesta contra algo establecido".
Fue contestatario contra el establishment literario mexicano -ya fuera representado por Juan Bañuelos u Octavio Paz- a principios de los años 70; con esa misma mentalidad contestataria, y no con una militancia política, se fue al Chile de Allende (a propósito de ese viaje, que un periodista del New York Times ha puesto en duda, he llamado a mi amigo el cineasta Manuel "Meme" Sorto a Bayonne, Francia, donde ahora vive, para preguntarle si no es cierto que Bolaño pernoctó en su casa en San Salvador cuando iba hacia Chile y también a su regreso -el mismo Bolaño lo menciona en Amuleto- y esto es lo que Meme me ha dicho: "Roberto aún venía conmocionado por el susto de haber estado en la cárcel. Se quedó en mi casa de la colonia Atlacatl y luego lo llevé a la parada del Parque Libertad a que tomara el autobús hacia Guatemala"). Y se mantuvo contestatario hasta el final de su vida, cuando ya la fortuna lo había tocado y arremetía contra las vacas sagradas de la novelística latinoamericana, en especial contra el boom, a quienes llamaba, en un email que me envió en 2002, "el rancio club privado y lleno de telarañas presidido por Vargas Llosa, García Márquez, Fuentes y otros pterodáctilos".
Fue esa faceta contestataria de su vida la que serviría a la perfección para la construcción del mito en Estados Unidos, del mismo modo que esa faceta de la vida del Che (la del viaje en motocicleta y no la del ministro del régimen castrista) es la que se utiliza para vender su mito en ese mismo mercado. La nueva imagen de lo latinoamericano no es tan nueva, pues, sino la vieja mitología del "the road-trip" que viene desde Kerouac y que ahora se ha reciclado con el rostro de Gael García Bernal (quien también interpreta a Bolaño en el film que viene, a propósito). Con la novedad de que, para el lector estadounidense, dos mensajes complementarios, que apelan a su sensibilidad y expectativas, se desprenden de Los detectives salvajes: por un lado, la novela evoca el "idealismo juvenil" que lleva a la rebeldía y la aventura; pero, por el otro, puede ser leída como un "cuento de advertencia moral", en el sentido de que "está muy bien ser un rebelde descarado a los diecisiete años, pero si uno no crece y no se convierte en una persona adulta, seria y asentada, las consecuencias pueden ser trágicas y patéticas", como en el caso de Arturo Belano y Ulises Lima. Concluye Sarah Pollack: "Es como si Bolaño estuviera confirmando lo que las normas culturales de Estados Unidos promocionan como la verdad". Y yo digo: es que así fue en el caso de nuestro insigne escritor, quien necesitó asentarse y contar con una sólida base familiar para escribir la obra que escribió.
Lo que no es culpa del autor es que los lectores estadounidenses, con su lectura de Los detectives salvajes, quieran confirmar sus peores prejuicios paternalistas hacia Latinoamérica, como la superioridad de la ética protestante del trabajo o esa dicotomía por la cual los norteamericanos se ven a sí mismos como trabajadores, maduros, responsables y honestos, mientras que a los vecinos del Sur nos ven como haraganes, adolescentes, temerarios y delincuentes. Dice Sarah Pollack que, desde ese punto de vista, Los detectives salvajes es "una muy cómoda elección para los lectores estadounidenses, pues les ofrece los placeres del salvaje y la superioridad del civilizado". Y repito yo: nadie sabe para quién trabaja. O como escribía el poeta Roque Dalton: "Cualquiera puede hacer de los libros del joven Marx un liviano puré de berenjenas, lo difícil es conservarlos como son, es decir, como un alarmante hormiguero".


La impertinencia salvaje de los infrarrealistas

2/Abril/2013
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

En agosto de 1976, un grupo de escritores latinoamericanos, comandados por el chileno Roberto Bolaño y el mexicano Mario Santiago Papasquiaro, fundaron el movimiento infrarrealista. A más de 35 años de distancia, esos escritores “infras” viven más en la leyenda edificada por Bolaño en su novela Los detectives salvajes -donde los llama “realvisceralistas”- que en la realidad; casi como en la novela, en la vida real ese grupo de poetas no dejó textos escritos ni documentación poética por ninguna parte.
Fuera de Bolaño y Bruno Montané -considerados sus guías y teóricos-, de Mario Santiago Papasquiaro y acaso de Pedro Damián Bautista, el infrarrealismo es más un momento que un movimiento literario. Para algunos estudiosos, ensayistas y poetas, ellos fueron un pequeño grupo de amigos pero no un movimiento; para otros, fue una rebelión vitalista.

En este 2013, cuando se cumplen 15 años de la muerte de Papasquiaro, ocurrida en la ciudad de México el 10 de enero de 1998, y una década del fallecimiento de Bolaño, ocurrido en Barcelona el 15 de julio de 2003, ese grupo de poetas que vivieron seducidos por la utopía de “volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial”, es revisado por los poetas y ensayistas José María Espinasa, Armando González Torres, Aurelio Asiain y Luis Felipe Fabre.

Sobre si los infrarrealistas fueron en realidad una corriente literaria o un movimiento, si hicieron verdaderos aportes, si los unía una convicción creativa o se perdieron en la utopía de “volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial”, si dejaron libros o poemas que sobrevivan al tiempo, si les ayudó o pesó demasiado la figura de Roberto Bolaño, hablan los poetas consultados por EL UNIVERSAL.

José María Espinasa asegura que Los detectives salvajes le otorgó al infrarrealismo un lugar en la mitología literaria mexicana y latinoamericana. “El talento de Bolaño -indudable, sobre todo como narrador- se combinó, después de su lamentable fallecimiento, con un fenómeno de ventas que hizo que los profesores y académicos se pusieran a leer aquello que antes despreciaban. También provocaron un cierto interés entre los verdaderos lectores, pero este se diluyó pronto”.

El poeta y editor mexicano señala que, como todos los movimientos grupales, su importancia literaria se define por la calidad de cada uno de ellos de forma independiente y que los llamados infrarrealistas en los años 70 animaron un poco el ambiente literario mexicano, pero sus escritos resultaban más síntomas de la época que verdadera literatura. “El desparpajo del verso y las mezclas de alta cultura, cultura popular y contracultura ya eran habituales en aquellos años. Su novedad no tenía nada de nuevo”.

Para González Torres “el infrarrealismo resulta ante todo una rebelión vitalista. Quizá su rasgo más característico es el intento de expropiar la poesía de sus referentes elitistas y volverla más callejera, plebeya, elocuente y vital. Este intento permanece más en la leyenda y la anécdota que en las obras”.

Los infrarrealistas eran una pandilla de amigos que se impuso “volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial”, como señala en algún punto El Manifiesto Infrarrealista de poco más de seis cuartillas, redactado por Roberto Bolaño en 1977. Hay quien dice que era un grupo de unos 40 poetas, otros dicen que no eran más de 30 “alegres muchachos proletarios”.

Niños salvajes
Es simbólica la foto de los jóvenes poetas sentados en las escalinatas de la Casa del Lago, donde tomaban el taller con Juan Bañuelos, a quien “renunciaron” en una carta contestataria; ahí están Bolaño -al centro- y Santiago Papasquiaro -arriba- con otros siete “infras” que se perdieron en el tiempo.
Aurelio Asiain asegura que “los infrarrealistas fueron un pequeño grupo de amigos, no un movimiento, con intención contestataria, enamorados de la vieja figura romántica del poeta como encarnación de una sensibilidad en carne viva y una conciencia crítica y en permanente crisis, inasimilable a ningún valor social y a ninguna moral establecida, rebelde a toda forma de institucionalización y transgresora por definición”. El poeta, ensayista, traductor y profesor universitario agrega que fueron una figura ideal que responde en último término a un narcisismo adolescente elemental. “Como poetas son deleznables. No tuvieron ninguna repercusión ni en la poesía mexicana ni en la vida literaria del momento, más allá de un solo episodio minúsculo. Que el genio narrativo de Roberto Bolaño haya magnificado ese gesto en epopeya es admirable. Que haya quienes confundan esa versión novelesca con la realidad es ridículo. La versión de la tradición mexicana que parte de esa fantasía novelesca es una tontería sublime”.

Espinasa dice que compartían una convicción creativa con la utopía de “volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial” y eso es lo que permitió que retrospectivamente y con la nostalgia de esos niños salvajes en un medio tan acartonado como el mexicano se volvieran un referente. “Aunque la cultura oficial ni se despeinó con sus impertinencias iconoclastas”.
Y es que el infrarrealismo es complicado de definir, Luis Felipe Fabre asegura que aun leyendo los poemas de sus integrantes, resulta difícil definir en qué consistía, y que tal vez ni ellos mismos lo sabían con claridad; si acaso se nota una inconformidad frente al modelo imperante representado en la figura de Octavio Paz.

Sin embargo, González Torres encuentra ciertas coincidencias estéticas entre algunos de ellos: “hay, en general, una tendencia a la dislocación sintáctica, a la supresión de la puntuación, al uso de onomatopeyas y violencia verbal y a la libre asociación de ideas como forma de composición. Pero tal vez más importante que estos rasgos estilísticos, sea el culto a una figura del artista maldito, bohemio y contestatario que asume su marginalidad como un apostolado. No extraña que mucha de la producción infrarrealista sea una poesía confesional y descarnada que combina una rebeldía adolescente con un tono de insurrección y resentimiento”.

¿Sin legado?
Si tenían a Efraín Huerta como una de sus figuras tutelares e incluso cariñosamente lo llamaban “Infraín”, los infrarrealistas denostaban la figura de Octavio Paz y se manifestaban en lecturas de poesía.
González Torres dice que aunque existen una serie de manifiestos y proclamas que dan cuenta de su actividad, el infrarrealismo más bien es un movimiento poco afecto al testimonio escrito, que exalta, a la vez, la rebeldía y el exceso, que señala una regla de vida en la marginalidad y la renuncia a las convenciones y que, en el plano literario, busca subvertir las rígidas concepciones y jerarquías poéticas de la época y son legendarias sus irrupciones para escandalizar en los recitales de los años 70 y 80.

Para José María Espinasa, los infrarrealistas no dejaron ningún legado. “Cuando sus líderes y teóricos -Bruno Montané y Roberto Bolaño- se fueron de México, el movimiento prácticamente desapareció. Fue la salida de Los detectives salvajes y el fenómeno editorial entorno a su autor lo que hizo que se les prestara de nuevo atención”.
En los últimos años han aparecido algunos libros, en especial de Papasquiaro, pero en general son poetas sin libros. “Habrá que esperar que la sacralización de las actitudes y actividades extrapoéticas del infrarrealismo no incidan, en sus nuevos adeptos, en una lectura complaciente de su obra”, concluye Armando González Torres.