domingo, 23 de septiembre de 2012

Ramón López Velarde revisitado I

23/Septiembre/2012
Jornada Semanal
Hugo Gutiérrez Vega

Fue breve el periplo vital de Ramón López Velarde. Partió de Jérez para pasar por Aguascalientes, Zacatecas, San Luis Potosí y llegó a la ciudad capital de “la suave patria”. En su seno se extinguió cuando apenas se acercaba a los treinta y tres años. “No se ha visto/ poeta de tan firme cristiandad./ Murió a los treinta y tres años de Cristo/ y en poético olor de santidad”, decía nuestro vanguardista total, José Juan Tablada, en el poema-retablo que dedicó a la memoria de López Velarde, el padre soltero de la moderna poesía mexicana.
En los años que pasó en el Seminario de Aguascalientes se acercó a los clásicos grecolatinos y se inició en la lectura de los autores del Siglo de Oro de España. Ya estudiante de Derecho en San Luis Potosí lo deslumbraron los simbolistas franceses, especialmente Baudelaire (“entonces era yo seminarista sin Baudelaire, sin rima y sin olfato”, dice en uno de esos poemas en los que acostumbraba hacer burla de sí mismo), y leyó con cuidado a Othón (sabemos que admiraba su “Idilio salvaje”), Nervo, Gutiérrez Nájera, Lugones, Laforgue, Francis Jammes y Darío.
La antología publicada por el gobierno del DF, contiene poemas representativos de las distintas etapas de la obra de López Velarde, y viene a sumarse a dos esfuerzos editoriales que buscaron difundir masivamente la poesía de nuestro padre soltero. Me refiero a la antología publicada en los cincuenta, en los Cuadernos de la Secretaría de Educación Pública, y a la que apareció en el número 49 de la colección Material de Lectura de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Intentaré en este breve prólogo comunicarles mi experiencia como lector de la poesía de López Velarde. No pretendo asestarles verdades inapelables o convertirme, como lo han afirmado algunos académicos de ánimo prusiano, en dueño absoluto de la “interpretación y glosa” de la obra del poeta jerezano.
En primer lugar, pienso que la poesía tiene tantas interpretaciones como lectores que en ella se adentren, y está muy lejos de mi ánimo la pretensión de figurar como un especialista en los terrenos de una obra que admiro sin restricciones y leo constantemente. Su relectura me entrega algo nuevo, me obliga a rectificar sensaciones anteriores, me hunde en la perplejidad y me levanta gracias al asombro producido por la íntima esencia lírica de todas y cada una de sus palabras. Por otra parte y, para mayor abundamiento, sabemos que el poema habla por sí solo. Por eso el término “interpretación” no tiene mucho sentido. Recuerdo una respuesta dada por García Lorca  en una lectura de su “Poeta en Nueva York”. Ante la pregunta así formulada: “¿Qué quiso decir en este poema?”, Federico, educada, pero tajantemente, contestó “lo que dije”. Un comentarista como el que en este momento los abruma con sus quisicosas (Unamuno dixit), debe limitarse a dar un testimonio, tanto de su experiencia de lector de los poemas antologados, como de su entusiasmo renovado en cada lectura. Los hechos de que camine ya los cortos pasos de la compasivamente llamada “plenitud adulta” y de que sea oriundo de la misma región cultural de López Velarde, tal vez agreguen algunos aspectos curiosos, y eventualmente útiles, a estas observaciones.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Ernesto de la Peña o la persistencia de los clásicos

18/Septiembre/2012
La Jornada
Javier Aranda Luna

“Nosotros somos raza de muy breve vigencia/, de rápido estertor y ausencia larga… y nuestro cuerpo, pudridero del hombre, falaz mansión de los dioses”. Animado por estos versos le pregunté a Ernesto de la Peña, uno de los mayores conocedores de las religiones en el mundo, quién era Dios para él o qué era.
Alzó los hombros y después me dijo: es el gran deseo incumplido de los que no creemos en él.
El traductor de Los Evangelios, el experto al que teólogos y rabinos consultaban para cimentar su credo, ya me había anticipado en una comida lo que decían sus versos y no precisamente de manera velada: que era un hombre sin fe, un ateo feliz que gracias a sus estudios sobre asuntos religiosos había llegado a conclusiones similares a las del científico Stephen Hawking: que no hay nada después de la muerte, que todo termina aquí, que no somos hijos de alguna divinidad.
Era un ateo pero no un iconoclasta. Mejor aún: era capaz de encontrar en religiones de todo el mundo algunas de las expresiones artisticas más elevadas de la música y la literatura.
Hace tiempo pensé que la llamada conjura del silencio, que el famoso ninguneo del que se había quejado Octavio Paz eran cosa del pasado.
La muerte del escritor Ernesto de la Peña me mostró prácticamente lo contrario: el erudito sin pedantería que conocía más de 30 idiomas, el humanista que aborrecía la deshonestidad de los políticos con sotana o sin ella, el melómano contratado por el Metropolitan Opera House como comentarista, el minucioso lector del Quijote y Hamlet y La Comedia y Rilke y Holderlin y Mallarmé y de la Biblia en la que encontró espléndidas metáforas y algunos tufos de misoginia, había permanecido en buena medida, al margen de la llamada república de las letras. Un poco por voluntad propia, es cierto pero sobre todo por el famoso ninguneo.
¿Por qué este fenómeno cultural de erudición notable, como Carlos Monsiváis llamaba a De la Peña, había sido tan poco valorado? ¿Por su presencia en medios como la radio y la televisión?

Si uno revisa el indispensable Diccionario de escritores mexicanos de Aurora Ocampo, sorprenden las escasas referencias a la obra de este poeta. ¿Por qué? ¿Por no coleccionar títulos ni diplomas? ¿Por no haber entrado al circuito commercial de las novedades literarias?
Uno de los propósitos de Ernesto de la Peña fue, al parecer, compartir sus asombros y su gusto por los clásicos al mayor número posible de personas. Y si no logró eso como hubiera querido, la persistencia de sus obsesiones en la radio y la televisión nos hizo ver que autores como Goethe, Cervantes, Homero, Dante o Shakespeare son, en realidad, una actualísima voz de la tribu, la voz de lo que llamamos condición humana. “Es obligado –decía–, leer a los clásicos y es necesario alejarse de los libros de moda”.
De los muchos mitos que abordó Ernesto de la Peña en su obra de ficción, en sus traducciones y ensayos, tuvo un lugar destacado la accidentada y sorprendente leyenda del rey Arturo, el más famoso soberano irreal de Europa.
En sus textos da cuenta cómo se construyó el reino de ese reino legendario donde cupo una isla, Avalon, que surge y se sumerge entre las aguas, y aquel mago profeta que ha inundado la fantasía de varias generaciones con sus historias inverosímiles y sus profecías: Merlín, una de las más notables creaciones de la imaginación literaria.
Ahora que Ernesto de la Peña cambió de costumbres, como dice el poeta, nos convendría acercarnos a sus textos para encontrarnos con algunos de los mejores momentos de la tradición literaria: con la sulamita y el unicornio, el dubitativo Tomás, o el Cristo niño, con el infierno circular de Dante, o con el poeta que escribió en un réquiem para cualquier hombre muerto que no podremos saber, ni siquiera en el alba de la vida, para qué esta estación perecedera, por qué los hombres somos raza de muy breve vigencia, de rápido estertor y ausencia larga.
Ernesto de la Peña nació en una biblioteca el 21 de noviembre de 1927. Hace unos días, el 10 de septiembre, murió en otra.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Rafael Bernal el pionero de la novela policiaca

17/Septiembre/2012
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

En 1969, el nombre de Rafael Bernal saltó a la palestra de las letras mexicanas con una novela de detectives: El complot mongol; esa historia que tiene como protagonista a Filiberto García, un hombre que ni es héroe ni es antihéroe, se ha ganado el gusto de los lectores que la han convertido en una obra de culto. Sin embargo, el éxito de esa historia que va más allá de novela policiaca -es un drama existencia y un cavilar sobre la soledad y la muerte-, ha puesto a su autor casi en el olvido.
Si bien es cierto que bastó una sola obra para que Rafael Bernal (Ciudad de México, 28 de junio de 1915) alcanzara la inmortalidad, su bibliografía supera los 20 títulos; el narrador de quien hoy se cumplen 40 años de su muerte -ocurrida en Berna, Suiza, el 17 de septiembre de 1972, cuando ejercía la diplomacia, que fue otro de sus múltiples oficios- es celebrado.
¿Qué ha hecho que ese escritor viva en el olvido y sólo se le recuerde como el autor de El complot mongol? Las razones son varias y distintas, las señalan el académico Vicente Francisco Torres, y los escritores Élmer Mendoza y Juan José Rodríguez.
¿Tiene que ver acaso con la confección perfecta de El complot mongol?: pues se trata de un thriller al que no le falta ni le sobra nada, hay un investigador duro, hábil con la pistola y con los puños; orientales misteriosos e inescrutables; la intervención de investigadores de potencias hegemónicas; la historia de la chica bella en apuros; las persecuciones, muertes y un final sorpresivo.
El investigador y académico de la UAM Azapotzalco, Vicente Francisco Torres, asegura que los lectores desconocen el resto de sus libros porque las ediciones son poco accesibles y poco publicitadas. “Hoy la publicidad pesa más que el análisis literario”, señala el estudioso de la obra de Rafael Bernal, y agrega que éste no sólo escribió novela, sino también cuento, ensayo y obras de teatro.
Pero también es un escritor mal conocido porque su trabajo diplomático lo mantuvo lejos de México, sumado a que no hizo vida literaria social. A ello se suma el hecho de que era un hombre de derecha y un sinarquista.
Juan José Rodríguez dice que “lo que más ha opacado la obra de Bernal, no es tanto el éxito de El Complot Mongol, sino sus filiaciones políticas. El señor creyó en el sinarquismo, era alguien de derecha y eso es un pecado que, para muchas generaciones tanto de izquierda como ligadas al priísmo tradicional en el poder, fue un asunto difícil de digerir o, simplemente, aceptar”.
Y es que el autor de Asesinato en una lavandería china, recuerda que a Bernal se le acusa de haber sido quien le colocó personalmente una tela negra al Benemérito en el Hemiciclo a Juárez “pero como acotaba su viuda, en aquel momento él ya era un hombre mayor y enfermo y dicho acto lo hicieron dos jóvenes manifestantes”.
Hombre de su tiempo
En su libro La otra literatura mexicana, donde Torres aborda la literatura de tres grandes de las letras mexicanas: Rafael Bernal, Francisco Tario y Ramón Rubín, asegura que Bernal es uno de los poco prosistas mexicanos que, como José Revueltas y Martín Luis Guzmán, vivieron intensamente su tiempo y su vida.
“Se dice que fue de derecha, que encapuchó a Juárez y que fue sinarquista, pero ¿eso qué importa si su obra literaria es valiosa, si cuestionó lo que a estas alturas nadie puede negar que estaba y está mal -el sindicalismo, la reforma agraria, la burocracia- y, sobre todo, si sabemos que fue un hombre honrado, que vivió de su trabajo -guionista de radio y televisión, dramaturgo, diplomático- y no murió en la opulencia siempre sospechosa?”, señala Torres.
Élmer Mendoza, también escritor de novelas policiacas, asegura que Bernal no es un escritor olvidado, y que el hecho de que sea frecuentado sólo por El Complot, no es grave. “El sueño de todo autor es escribir una obra maestra y Bernal lo consiguió. ¿Qué sería de Cervantes sin Don Quijote?”
Destaca que El complot mongol es una obra de gran finura “y en efecto, ha borrado el resto de la obra de Rafael Bernal; pero no es un accidente, es una obra clásica, maestra, y un laboratorio para aprender”.
Rodríguez afirma que hoy en día el autor de otras obras como Memorias de Santiago Oxtotilpán, Caribal. El infierno verde y Gente de mar, está siendo revalorado y que algunas de sus obras han sido reeditadas; ahí están El gran océano -publicada hace unos días por el FCE, 20 años después de la primera edición-, y los trabajos de Vicente Francisco Torres, dedicados a la rehabilitación literaria de Bernal.
En reciprocidad, Idalia Villarreal, heredera y viuda, donó el acervo personal de Bernal -constituido por unos 600 volumenes- a la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia.
Los temas de su literatura
Por la calidad de su trabajo, Bernal debería estar entre los escritores mexicanos más reconocidos, porque su obra es una de las más completas del siglo pasado, su producción es de vanguardia y se debate entre el reconocimiento y el olvido.
Juan José Rodríguez dice que como sus temas fueron la provincia algunos críticos lo vieron de soslayo, en ese tiempo, como sucedió con Ramón Rubín y muchos otros autores similares. “No olvidemos que uno de sus libros está dedicado al martirio del Padre Pro y su primer libro, en este caso de poemas, se titulaba Federico Reyes, el cristero.
Rodríguez afirma también que Bernal tiene novelas valiosas. “A mí me gusta mucho Gente de mar, que si bien no me parece bien resuelta, aporta elementos de realismo muy interesantes a la literatura marina. Tenemos a un grupo de náufragos en una isla que están dedicados a reparar un barco... Son detalles que casi no han tocado otros escritores de la aventura marina y Bernal los manejó con maestría”.
Francisco Vicente Torres, por su parte, asegura que en la obra de Rafael Bernal hay cinco obsesiones capitales: la narración policiaca, el cristianismo, la selva como un espacio corruptor, el mar con sus habitantes y el fracaso de la Revolución convertida en gobierno y todo ello lo lleva a señalar que “Bernal es un autor consumado pero olvidado”.
Afirma Torres: “Estoy seguro que la obra de Bernal crecerá con el tiempo, tal como sucede con la obra de Francisco Tario. Cuando la gente lea sus escritos sobre el mar, los piratas, la guerra cristera y la selva hará juicios más equilibrados y el autor ocupará el lugar que le pertenece”.
A pesar de que su obra ha sido estudiada por Vicente Francisco Torres, Alfonso de María y Campos, Eduardo Antonio Parra y Francisco Prieto; que ha sido objeto de estudio de tesis universitarias como Pesquisa biobibliográfica de Rafael Bernal de Mauricio Bravo Correa en la UNAM; su obra cumbre y multicitada es El complot mongol que fue llevada al cine por el director Antonio Eceiza en 1978 y fue adaptada a versión de cómic en 2000, en un proyecto que quedó inconcluso, por desgracia.
A 40 años de su muerte, Rafael Bernal sigue oculto detrás del éxito de una sola de sus obras, pero cultivó todos los géneros literarios. Élmer Mendoza dice que sería correcto que más mexicanos lo leyeran y que deberíamos hacerle un homenaje, “es un autor al que no se puede olvidar. Filiberto García -protagonista de El complot- es un detective poderoso. Vicente Francisco Torres concluye enfático: “estoy seguro que la obra de Bernal crecerá con el tiempo”.

martes, 28 de agosto de 2012

Cortázar otra vez

28/Agosto/2012
Milenio
Cristina Rivera Garza

ulio Cortázar, nuestro Gran Contemporáneo. El escritor de su presente que, precisamente por serlo hasta la médula, ha podido dar el salto y hablar de tú a tú con generaciones enteras del mundo entero
Cuando imparto talleres de creación literaria usualmente asigno el ensayo “How Writing is Written” (en traducción al español de la poeta tijuanense Laura Jáuregui) de la escritora norteamericana Gertrude Stein —autora experimental, alumna de William James y exiliada, junto con su compañera Alice B. Toklas, en Paris. Lo tomo como punto de partida porque ahí Stein explora la cuestión de las “expresiones” de la escritura desde su sustrato más material. La escritura como una realidad encarnada. La escritura como una indagación en el sentido temporal. Así, tratando de explicar cómo sucede el proceso de la escritura, cómo la escritura es escrita, Stein declara desde el mismo primer párrafo que “todos ustedes son contemporáneos unos de otros, y todo el asunto de la escritura es vivir en esa contemporaneidad”. Saber en qué consiste el sentido temporal de tal contemporaneidad es, al decir de Stein, el deber de todo escritor que no quiere vivir bajo la sombra del pasado o la imaginación del futuro —dos de los territorios donde se perviven las obras menores. “Un escritor que está haciendo una revolución tiene que ser contemporáneo”, afirma.
Indagar en ese sentido temporal, por otra parte, no es una labor abstracta sino radicalmente material. Para el escritor, esta indagación no se lleva a cabo en la mente o en las ideas de una época, sino que tiene que realizarse en el lenguaje, en la sintaxis, en la oración. De ahí, por ejemplo, el interés de Stein por la composición, por las partes del discurso y por los métodos del habla. De ahí que, al considerar que la repetición no existe, que no hay tal cosa como la repetición, puesto que toda narración involucra una variación, Stein escribiera su célebre: una rosa es una rosa es una rosa.
También decía Stein que el escritor contemporáneo, el que escribe con/desde el sentido temporal de su época, y en contra, luego entonces, de los hábitos heredados del pasado o los imaginarios del futuro, siempre producirá algo “con la apariencia de fealdad”. Y aquí, por “fealdad” Stein quiere decir algo “irreconocible”, algo con lo que los habitantes de esta época todavía no están “familiarizados”. Esta resistencia, que para Stein era tanto interna como externa, ocasiona que el escritor contemporáneo sea usualmente rechazado por su generación (el producto es demasiado “feo”) pero que sea aceptado por la siguiente —para cuyos integrantes el producto será más “perceptible”.
Son estos tres puntos contenidos en How Writing is Written los que me llevan a considerar a Julio Cortázar como nuestro Gran Contemporáneo. El escritor de su presente que, precisamente por serlo hasta la médula, ha podido dar el salto y hablar de tú a tú con generaciones enteras de lectores no solo en Latinoamérica sino en el mundo entero. Me explico: no el visionario creado por los mitos románticos, no el nostálgico de lo que pudo haber pasado, no el adelantado a su época, sino el anegado, el inmerso a tal grado en el propio sentido temporal de su contemporaneidad que produjo esa cosa “fea”, esa cosa ciertamente atípica que fue, por ejemplo, Rayuela.
Suelo asignar Rayuela de una manera más o menos regular y a la menor provocación en las clases que enseño en Estados Unidos. Cuando lo hago, cuando finalmente vuelvo a caer en la tentación, me digo a menudo que tal decisión se debe, sin duda alguna, a la importancia del libro en el contexto de la literatura latinoamericana y a la necesidad, luego entonces, de aproximar a los nuevos lectores foráneos. En realidad yo creo que lo hago porque, de cuando en cuando, tengo que introducirme de nueva cuenta en el experimento cortazariano para ver si cambio de opinión.
Lo que sucede es más o menos esto: abro el libro y, siguiendo las instrucciones para la lectura alternativa, me pierdo en una lectura horizontal que en mucho se parece, precediéndolo, al laberinto del hipertexto. El juego me emociona. Ahí está otra vez el lado generativo de la interrupción y el placer singular de la deriva. Ahí está el famoso capítulo en que dos oraciones se persiguen la una a la otra dentro de la misma página, e incluso dentro del mismo párrafo, aparentando ser una pero siendo, irrevocablemente, dos. Ahí está el sutil movimiento de las manos sobre el papel: lectura con cuerpo. Ahí está el juego para el cual o dentro del cual lo que cuenta es el proceso —físico, intelectual, senti-mental— y no el punto final (si es que existe un punto y si es que existe un final). Este es el lado de Rayuela que comparo al momento en que, un rato después de iniciada la carrera, se produce la levitación de las endorfinas. Para mí, el placer de Rayuela está en todo eso.
Lo que resta, la otra lectura, la que inicia al inicio y se sigue hasta el final, continuada si así se quiere por un apéndice acaso moroso, esa otra parte me sigue pareciendo marchita. Ahí es donde está La Maga en su mundo separatista y donde los hombres discurren sin parar sobre ideas más bien sobadas. Ahí están las observaciones snob, marcadas por larguísimas citas textuales de libros que se quieren de culto pero que con los años se han convertido en manual. La sapiencia docta y la erudición fácil y la memoria exacta están ahí, con nombre de autor, título y fecha de publicación. Ahí es donde se plantea la separación entre la razón y lo demás. Se trata, sin duda, del lado más conservador de Rayuela, la sección donde las definiciones hegemónicas de género y clase brotan como si fueran cosa natural. Este es el modo de Rayuela por donde se nota más el paso del tiempo. Aquí es donde cae pétalo a pétalo, marchita.
Siempre me ha parecido interesante, que los críticos tiendan a rescatar esa parte conservadora y pro establishment de Rayuela (el sexismo y el elitismo siempre son pro establishment, se sabe), describiendo simultáneamente a su aspecto más lúdico, es decir, a su cara más cierta, como una exageración decorativa o una recaída meramente formal. ¡Pero si es todo lo contrario!, termino diciéndome una vez más, comprobando que, acaso a mi pesar y 98 años después del nacimiento del siempre querido Cronopio, esta vez tampoco he cambiado de idea.

domingo, 19 de agosto de 2012

José Carlos Becerra Revisitado

19/Agosto/2012
Jornada Semanal
Ricardo Venegas

Al enterarse de la repentina muerte de José Carlos Becerra (1936-1970), José Emilio Pacheco y Gabriel Zaid comenzaron a reunir su obra poética, encontrándose con la sorpresa de que además de los libros publicados, Becerra había dejado otros cuatro que fueron escritos entre 1964 y 1970. Es verdad que por momentos la leyenda rebasa la realidad. Advierto que la obra completa de Becerra debería leerse en dos partes: la primera, compuesta por el conjunto de libros y poemas que el poeta escribió, corrigió y publicó en vida; y la segunda, que comprende los libros y poemas que Zaid y Pacheco decidieron publica. En el caso de los libros Fiestas de invierno y Cómo retrasar la aparición de las hormigas (a todas luces libros en proceso, apuntes muchas veces), habría que cuestionar si, en su interés por dar a conocer los libros inéditos de Becerra, Pacheco y Zaid no contradicen el espíritu autocrítico de Becerra. Ellos mismos expresan que: “José Carlos siempre mostró sentido crítico para publicar y, revisando lo que dio a la imprenta, lo que dejó inédito, las variantes que siempre son clarísimas mejoras, etcétera, llegamos a la conclusión de respetar sus decisiones, aunque al precio de omitir páginas que nos gustaría haber incluido.”  Siguiendo esta dinámica, los antologadores decidieron no incluir tres libros de juventud del propio Becerra. Aún así creo que es necesario establecer esta división en la obra del tabasqueño, ya que no podemos, desde un sentido justo, evaluar con la misma mirada crítica una obra publicada de manera póstuma que nació de una circunstancia fatal y ajena a su autor.
El momento de madurez en la poética de Becerra se encuentra en Relación de los hechos y La Venta; sin embargo, José Joaquín Blanco dice que La Venta es: “El libro fundamental de Becerra y uno de los mejores que ha producido su generación: de hecho hace innecesarios los demás libros reunidos en El otoño recorre las islas: los subordina, rebasa, opaca y casi (o sin el casi) suprime”. Su incendiaria crítica a Relación de los hechos no está lejana a la realidad (sólo si lo pensamos como un libro, como un universo poético). Si bien encontramos poemas verdaderamente memorables como “La otra orilla”, “La bella durmiente” y “Causas nocturnas”, como libro, Relación de los hechos es excesivo a nivel discursivo. Pero de un libro a otro Becerra fortalece sus recursos. Relación de los hechos está cargado de densidad, pero en La Venta el yo se disuelve, por momentos, y se torna más trascendente el tema que aquel que lo enuncia: “El yo es odiable, escribió Pascal/ mientras limpiaba sus armas para pelear con el infinito.” Si en Relación de los hechos el poeta buscaba frenéticamente su identidad, después de la muerte simbólica que implica la ruptura amorosa, en La Venta hay una mirada hacia la Historia y sus mitos (arcaicos y modernos).  José Carlos Becerra pasa de la fragmentación y organización del rompecabezas de la identidad perdida y reinventada (de ahí el uso de la sinécdoque como fórmula maestra: labios, manos, ojos, mirada) al deseo absoluto de totalidad.

martes, 14 de agosto de 2012

Puntos ciegos

14/Agosto/2012
Milenio
Cristina Rivera Garza

No soy una defensora de la ignorancia, por supuesto. Pero en el mundo de la escritura, que es un mundo signado por la incertidumbre y el claroscuro, saber es, a menudo, saber demasiado. Atiendo a mi historia como lectora y atestiguo que los libros que me han marcado, esos a los que regreso una y otra vez con la curiosidad intacta, no son aquellos que me aclaran, ilustran o develan (todos verbos luminíferos, en efecto) la así llamada realidad, sino aquellos otros que me inquietan con su oscuridad, me problematizan con sus preguntas sesgadas o secretas, y me atenazan con sus desvaríos. Cosa incesante. Lo que esos libros me dan no es conocimiento sino algo a la vez enteramente distinto y todavía más hondo: la posibilidad de desconocer lo que conozco y, sobre todo, lo que aparentemente conozco (y por eso es que un libro es primeramente y sobre todo una crítica de todo lo que es y todo lo que está).
La imagen, a veces, es brutal: hay un trampolín y, abajo, una alberca vacía. El lector avanza por el tablón que tiembla y se avienta para sentir el vértigo.
El libro marea.
La imagen, a veces, es sagrada: hay algo sin palabras allá, más lejos. El lector avanza por el camino más largo para participar de una comunión.
El libro se deshace sobre la lengua.
Un libro verdadero, quiero decir, no porta un mensaje sino un secreto (Gruner dixit), las páginas convertidas en el velo de lo que está hecho. Más que enunciar algo, ese libro alude a otra cosa. Esa otra cosa es, precisamente, lo que el libro no sabe: su propio punto ciego. Un libro así no pide ser digerido o descifrado o consumido, sino ser compartido, estar implicado. Un libro es un pacto (no necesariamente entre caballeros). Inacabado siempre, lleno de ángulos imposibles, ese libro sabe hacerse de lado dentro de sí mismo para que yo entre. Es, luego entonces, un libro aptamente, vicensinamente diríamos en mexicano, vacío.
Las páginas de ese libro comparten forma con la puerta, la mesa, la cama, la tumba: el rectángulo de las experiencias básicas. Por ahí entro, en efecto. Ahí me alimento y descanso y siento placer y ahí, también, fallezco para volver, si eso me toca, a nacer. Por ahí también salgo, ciertamente, pero convertida en otra. Metamorfosis única.
Los autores de esos libros, de Dostoievski a Duras, de Woolf a Rulfo, de Lispector a Pizarnik, saben. Saben mucho, incluso. Saben que saben y saben, de hecho, más. Acaso por eso sus personajes no abren la boca para soltar datos o argumentos de lo conocido. Oscuros, paradójicos, aptos sólo para representarse a sí mismos, esos personajes a menudo, y por algo, se quedan con la boca abierta, incapaces de articular sonido o sentido. Hondos, escarban hacia abajo. Categóricos, guardan silencio y escupen y entierran. Únicos. Irrepetibles. Irrevocables. Si el personaje está en lugar del concepto, entonces no es personaje sino, literalmente, un concepto disfrazado de personaje. Si el personaje es, como se dice, de carne y hueso, entonces no es personaje sino calca de lo real. Artificial (en el sentido más amplio de ser lo contrario a lo “natural”), el personaje cuando es, es puro texto. Garabato. Galimatías. Entresijo. Espejo de lo que producirá en el reflejo.
No soy una defensora de la ignorancia, lo repito. Asumo que el trabajo del escritor es leer. Disfruto de la sapiencia y la erudición, a menudo trémula, de muchos. Me gusta aprender. Participo con frecuencia en discusiones maniáticas alrededor de datos y de cifras, detalles nimios. Admiro sin reservas un argumento bien documentado y mejor medido. Desconfío, vamos, de la puntada de ocasión o el chiste o la cosa visceral que quiere hacerse pasar por ácida crítica. Pero el saber de los libros fundamentales, ese que conmueve desde el sesgo de su punto ciego, ese que me implica desde su propia inarticulación, cerca como está de esos varios conoceres, se encuentra, sin embargo, en otro lado. Prefiero el trampolín, quiero decir. Prefiero el momento del salto (los pies en el aire) y el momento estrepitoso del colisión. Esa sacudida. Prefiero la cabeza rota sobre la superficie azul de la alberca vacía. Prefiero el libro que, pegado a la lengua, se disuelve dentro del cuerpo para ser lo que es: cuerpo. Cosa viva. Cosa que tiembla. Prefiero esa página aptamente rectangular donde

domingo, 12 de agosto de 2012

Su majestad William Faulkner

12/Agosto/2012
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

No es un secreto a voces; lo dijo Mario Vargas Llosa y lo evidenció Gabriel García Márquez en Cien años de soledad: William Faulkner es el santo patrono para la literatura latinoamericana; sin embargo, y aun cuando la narrativa de este continente le debe tanto al escritor estadounidense que en 1949 recibió el Premio Nobel de Literatura, no hubo grandes actividades ni ediciones conmemorativas ni mucho menos congresos en su honor a propósito del 50 aniversario de su muerte.
Faulkner, quien nació en New Albany, en 1897, y murió en Byhalia, en 1962, es autor de novelas como El ruido y la furia, Mientras agonizo, Luz de agosto, ¡Absalón, Absalón! y ¡Desciende Moisés!, además de infinidad de cuentos. Con una amplia obra, sobre todo cuentística, se sitúa como uno de los más innovadores y destacados escritores del siglo XX y su obra se mantiene vigente.
Los narradores latinoamericanos han reconocido siempre la trascendencia del escritor que fue considerado el rival estilístico de su compatriota Ernest Hemingway. En su discurso de recepción del Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Alicante, Mario Vargas Llosa afirmó que Faulkner fue el "escritor con mayor influencia entre los cuentistas de su generación" y sobre todo que "sin la influencia de Faulkner no hubiera habido novela moderna en América Latina".
Hoy, a manera de homenaje, escritores mexicanos de diversos estilos hablan de la obra del narrador y poeta que situó la mayor parte de sus ficciones en Yoknapatawpha Country, un condado inventado por Faulkner, que se localiza al noroeste de Misisipi y cuya capital, también ficticia, es Jefferson.
Guillermo Fadanelli, Élmer Mendoza y Juan José Rodríguez, colaboradores de EL UNIVERSAL, establecen su relación con el escritor, considerado uno de los creadores de ficción más importantes del siglo XX, a la altura de Joyce, Proust y Kafka; recrean la influencia de su estilo literario en sus obras y establecen la importancia de William Faulkner en la literatura de América Latina.
"El realismo mágico tiene ligas, deudas y relaciones palpables con Faulkner. Mientras agonizo, su novela de sombras, podría hacernos pensar en la obra de Rulfo", dice Guillermo Fadanelli.
Y es que el estilo literario de Faulkner late en la obra de muchos narradores latinoamericanos, lo dijo Vargas Llosa: "Los mejores escritores lo leyeron y, como Carlos Fuentes y Juan Rulfo, Cortázar y Carpentier, Sábato y Roa Bastos, García Márquez y Onetti, supieron sacar partido de sus enseñanzas".
Esa sentencia de Vargas Llosa la refrenda el escritor Élmer Mendoza: "Según confesiones de algunos de nuestros maestros como García Márquez o Vargas Llosa, Faulkner fue de gran influencia; en mi generación leímos su famosa entrevista donde se lanzaba contra las técnica de narrar, y algunos, como (Javier) Marías lo tradujeron y escribieron mucho sobre él. Para mí es uno de los jefes".
La influencia literaria del autor de Sartoris, Banderas sobre el polvo y Los invictos es potente. Está en cuestiones técnicas como su magistral uso del fluir de la conciencia, sus diálogos indirectos y un manejo cronológico del tiempo; pero también en los temas: las genealogías familiares, la mezcla de razas, el fracaso, la creación de un territorio ficticio propio.
Esas fueron influencias fundamentales para que Gabriel García Márquez creara su Macondo; Juan Rulfo su Comala y Juan Carlos Onetti edificara su mítica Santa María, y que en 1989, en una entrevista también afirmara: "Con Faulkner y su novela ¡Absalon, Absalon! me pasó algo extraordinario, la consideré tan buena que tuve días en los que me pareció inútil seguir escribiendo".
Juan José Rodríguez confirma que Faulkner es fundamental como lectura porque es un maestro de la novela del siglo XX y sus hallazgos siguen vigentes, además de su malicia y pericia narrativa.
"A Faulkner le pasa lo que a Fuentes: mucha gente se concentra en sus primeras grandes novelas y se pierde de disfrutar sus últimos libros por creer que sólo lo fundacional fue bueno. Novelas como La ciudad y La mansión son muy buenas y mi favorita es precisamente la última, The Reivers, que narra la llegada del primer automóvil al pueblo", señala el autor de Asesinato en una lavandería china.
 
Maestro de generaciones
Élmer Mendoza dice que la influencia de William Faulkner en su literatura es mucha, pero sobre todo en la tipificación de personajes psicológicos, más allá de que fueran urbanos, rurales o marítimos.
"Ese es un asunto que ayuda a resolver los porqués en la narrativa. Y fue parte importante de mi deseo, sobre todo en la postura de escribir fuera de grandes centros urbanos. Para mí, es uno de los escritores que se deben leer, no es fácil crear atmósferas de conflicto prolongadas y en esto Faulkner es un maestro", dice el autor de El amante de Janis Joplin.
Mendoza afirma que la literatura latinoamericana le debe a Faulkner la primera forma de crear espacios, de conseguir que una atmósfera sea parte del proceso narrativo. "Desde luego que sería distinta. Desde la brevedad intensa de Mientras agonizo, al perfil abstracto del devenir en El sonido y la furia, hay una escuela de narrar que ha contribuido para conseguir una narrativa que combina la profundidad con el juego de las miradas".
Juan José Rodríguez dice que quizás por su entorno rural, sureño y apasionado, Faulkner está cerca a través del filtro de Rulfo y García Márquez. "Desde que William Faulkner dijo que un burdel era el mejor lugar para un escritor -y más especialmente desde que García Márquez repitió esa cita en su consagratoria entrevista de El olor de la guayaba- no pocos autores se han sentido satisfechos de que tan patricias testas coronadas por el Nobel sacramenten la vagancia nocturna".
Así, William Faulkner, el maestro y patriarca que hizo fluir de la sangre la metáfora de las pasiones, el obsesivo del lenguaje y creador de párrafos que rozan lo críptico, el narrador que al recibir el Premio Nobel de Literatura, en 1949, dijo que en su literatura estaba "el corazón humano en lucha consigo mismo"; el mentor de América Latina está vivo aunque murió hace 50 años.

sábado, 11 de agosto de 2012

UN POETA, UN CRITICO ¿Y LA VERDAD?

11/Agosto/2012
Laberinto
Heriberto Yépez

Evodio Escalante tiene un pie en la crítica cultural (el gusto) y otro en la academia (la investigación). Pero pisa con la filosofía (la casa-caza de la verdad). ¿Cuáles son sus alcances y peligros?

Metafísica y delirio. El Canto a un dios mineral de Jorge Cuesta (Ediciones Sin Nombre) es su nuevo estudio. El libro abre y cierra con Salazar Mallén, a quien Escalante hace tres décadas confesó no entender el poema de Cuesta.

El libro resarce la deuda, lo cual es una paradoja porque Escalante cree que el “anclaje en el pasado puede ser desorientador”.

Escalante no quiere ser el típico crítico canónico mexicano, a quien se le pide podar el Gran Árbol (mero bonsai) de la Tradición —el Partido—; huye de esa corruptela apelando a los “escuchas de futuras generaciones”.

En lo social, este apunte utópico muestra que Escalante fue empujado a un margen de la crítica literaria mexicana ¡a pesar de ser su más brillante ejecutante!

A Escalante le interesa más la literatura zurda mexicana, por ende, es incompatible con las caciquiles letras libres de autocrítica.

Continúa la tradición de exaltar las obras mejores pero —a diferencia del crítico promedio— es un hermeneuta. Por asaltos, sistemático.

Escalante no sólo pondera calidad estética —aquí se separa del académico— sino historiza y, sobre todo, analiza (capacidad desconocida por esos reseñistas de las revistas regimentales o plurinominales).

No detallaré las tesis de Escalante sobre el Canto de Cuesta. Sólo diré que lo interpreta filosóficamente. “La descripción del mundo exterior es al mismo tiempo... una descripción de estados de conciencia del personaje”. Cuesta hegelizado.

El gran acierto de Escalante: leer con microscopio (mexicanización del close reading y último Heidegger); su gran riesgo: convertir el poema largo en una revelación y su análisis en desciframiento de una verdad oculta.

Escalante interpreta a Cuesta como si fuera un filósofo.

Como si ese poeta-filósofo tuviera la razón y escudriñarlo, adquirir una sabiduría. Hace unas líneas dije Hegel, dije Heidegger, pero debía decir que Escalante busca a su Hölderlin.

No quiero ironizar y recordar que los poetas están más poseídos por la ideología que por el saber, pues el tipo de crítica que Escalante realiza los dignifica, en época en que la crítica lo envilece todo.

Pero tampoco quiero ignorar que Escalante ratifica la lectura religiosa del texto en la medida en que, precisamente, es filosófica.

Escalante cree que el poema posee un saber. Para un descreyente de toda escritura y escritor, su postura me resulta admirable y errada.

Pero —última idea de este mínimo comentario— he de decir que Escalante es el único crítico literario mexicano que me parece enteramente respetable.

Investiga, analiza, escribe con conciencia de la posible heterodoxia.