martes, 14 de agosto de 2012

Puntos ciegos

14/Agosto/2012
Milenio
Cristina Rivera Garza

No soy una defensora de la ignorancia, por supuesto. Pero en el mundo de la escritura, que es un mundo signado por la incertidumbre y el claroscuro, saber es, a menudo, saber demasiado. Atiendo a mi historia como lectora y atestiguo que los libros que me han marcado, esos a los que regreso una y otra vez con la curiosidad intacta, no son aquellos que me aclaran, ilustran o develan (todos verbos luminíferos, en efecto) la así llamada realidad, sino aquellos otros que me inquietan con su oscuridad, me problematizan con sus preguntas sesgadas o secretas, y me atenazan con sus desvaríos. Cosa incesante. Lo que esos libros me dan no es conocimiento sino algo a la vez enteramente distinto y todavía más hondo: la posibilidad de desconocer lo que conozco y, sobre todo, lo que aparentemente conozco (y por eso es que un libro es primeramente y sobre todo una crítica de todo lo que es y todo lo que está).
La imagen, a veces, es brutal: hay un trampolín y, abajo, una alberca vacía. El lector avanza por el tablón que tiembla y se avienta para sentir el vértigo.
El libro marea.
La imagen, a veces, es sagrada: hay algo sin palabras allá, más lejos. El lector avanza por el camino más largo para participar de una comunión.
El libro se deshace sobre la lengua.
Un libro verdadero, quiero decir, no porta un mensaje sino un secreto (Gruner dixit), las páginas convertidas en el velo de lo que está hecho. Más que enunciar algo, ese libro alude a otra cosa. Esa otra cosa es, precisamente, lo que el libro no sabe: su propio punto ciego. Un libro así no pide ser digerido o descifrado o consumido, sino ser compartido, estar implicado. Un libro es un pacto (no necesariamente entre caballeros). Inacabado siempre, lleno de ángulos imposibles, ese libro sabe hacerse de lado dentro de sí mismo para que yo entre. Es, luego entonces, un libro aptamente, vicensinamente diríamos en mexicano, vacío.
Las páginas de ese libro comparten forma con la puerta, la mesa, la cama, la tumba: el rectángulo de las experiencias básicas. Por ahí entro, en efecto. Ahí me alimento y descanso y siento placer y ahí, también, fallezco para volver, si eso me toca, a nacer. Por ahí también salgo, ciertamente, pero convertida en otra. Metamorfosis única.
Los autores de esos libros, de Dostoievski a Duras, de Woolf a Rulfo, de Lispector a Pizarnik, saben. Saben mucho, incluso. Saben que saben y saben, de hecho, más. Acaso por eso sus personajes no abren la boca para soltar datos o argumentos de lo conocido. Oscuros, paradójicos, aptos sólo para representarse a sí mismos, esos personajes a menudo, y por algo, se quedan con la boca abierta, incapaces de articular sonido o sentido. Hondos, escarban hacia abajo. Categóricos, guardan silencio y escupen y entierran. Únicos. Irrepetibles. Irrevocables. Si el personaje está en lugar del concepto, entonces no es personaje sino, literalmente, un concepto disfrazado de personaje. Si el personaje es, como se dice, de carne y hueso, entonces no es personaje sino calca de lo real. Artificial (en el sentido más amplio de ser lo contrario a lo “natural”), el personaje cuando es, es puro texto. Garabato. Galimatías. Entresijo. Espejo de lo que producirá en el reflejo.
No soy una defensora de la ignorancia, lo repito. Asumo que el trabajo del escritor es leer. Disfruto de la sapiencia y la erudición, a menudo trémula, de muchos. Me gusta aprender. Participo con frecuencia en discusiones maniáticas alrededor de datos y de cifras, detalles nimios. Admiro sin reservas un argumento bien documentado y mejor medido. Desconfío, vamos, de la puntada de ocasión o el chiste o la cosa visceral que quiere hacerse pasar por ácida crítica. Pero el saber de los libros fundamentales, ese que conmueve desde el sesgo de su punto ciego, ese que me implica desde su propia inarticulación, cerca como está de esos varios conoceres, se encuentra, sin embargo, en otro lado. Prefiero el trampolín, quiero decir. Prefiero el momento del salto (los pies en el aire) y el momento estrepitoso del colisión. Esa sacudida. Prefiero la cabeza rota sobre la superficie azul de la alberca vacía. Prefiero el libro que, pegado a la lengua, se disuelve dentro del cuerpo para ser lo que es: cuerpo. Cosa viva. Cosa que tiembla. Prefiero esa página aptamente rectangular donde

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