domingo, 4 de marzo de 2012

En defensa del aburrimiento

4/Marzo/2012
Jornada Semanal
Jair Cortés

En su libro La conquista de la felicidad, Bertrand Russell ennumera diversas causas y motivos que provocan la infelicidad del hombre, entre las que destaca la pareja aburrimiento-excitación: “Ahora sabemos, o más bien creemos, que el aburrimiento no forma parte del destino natural del hombre, sino que se puede evitar si ponemos suficiente empeño en buscar excitación.” Aunque Russell publicó su libro en 1930, la situación, en sustancia, no ha cambiado mucho en la vida del hombre moderno, cuya agitación diaria le lleva al agotamiento físico, mental y espiritual. El hombre de ahora no camina, corre por las calles luchando contra el tiempo y el tráfico. El hombre de nuestros días no se informa, “navega” (¿naufraga?) en un mar de imágenes, noticias, sonidos y un sin fin de estímulos provenientes ya sea de una pantalla o de un frenético viaje por una ciudad saturada de anuncios. Nadie se imagina descansar “aburriéndose”, sentado cerca de una ventana de la casa mirando cómo se extingue la luz del día, en un posible silencio, sin televisores ni radios ni teléfonos celulares encendidos, sintiendo cómo el tiempo pasa lento, mientras nuestras fuerzas se reponen y nuestra memoria divaga o, simplemente, hace una pausa. ¿Alguna vez se han quedado sin energía eléctrica todo un día? Otro tipo de sonidos nos habitan: el ladrido de un perro a lo lejos, un silbido, las mareas de nuestra respiración. En esos momentos, que se parecen a la paz, pueden nacer ideas y emociones que en la turbulencia diaria no aparecerían.

La internet (mal empleada, claro está) cada vez se asemeja más a la televisión, “ese monitor por el cual nos asomamos es una ventana de luz”, dice Ernesto Sabato en su libro La resistencia, “la televisión nos tantaliza, quedamos como prendados de ella. Este efecto entre mágico y maléfico es obra, creo, del exceso de la luz que con su intensidad nos toma. No puedo menos que recordar ese mismo efecto que produce en los insectos, y aun en los grandes animales”.

No me considero un hombre viejo ni joven; sin embargo, creo que esa necesidad de excitación, de fervor, de “no perder ni un minuto”, que en la adolescencia experimentamos en toda su plenitud, pero que a toda costa queremos prolongar hasta el límite de no saber estar a solas con uno mismo, puede constituir la razón de nuestra ansiedad moderna, expresada en “Hurricane Jane”, canción de los Black Kids que revela la profunda angustia al quedar expuestos al “no hacer nada” un fin de semana, un terror ante el aburrimiento: “Es viernes por la noche y no tengo a nadie,/ Oh, ¿para qué tender la cama entonces?/ Me tomé algo y se siente como golpe de karate./ Me patea abajo y me deja muerto./ Es viernes por la noche y no tengo a nadie…”


sábado, 3 de marzo de 2012

Un ensayo es un ensayo es un ensayo

3/Marzo/2012
Laberinto
Luigi Amara

Hay que ser “muy mula”, como dice Yépez con su estilo lleno de poesía y ponencia, para interpretar que la vuelta a Montaigne comporte la idea de quedarse allí. Con afán de puya y una manía simplificadora incomparable, cuestiona que al asociar al ensayo con la serpiente lo haga “para evitar que mude de piel”. Más allá de que es improbable que yo pueda impedir nada, Yépez pasa por alto el epígrafe —si no es que el meollo del asunto—: “El ensayo no puede ser otra cosa, ya que le está permitido serlo todo”. La condición de la serpiente es mudar de piel, pero no puede dejar de ser serpiente.

Además de las simplificaciones, a Yépez le encantan las metáforas sobre la petrificación y la máscara. Es natural: usa la rancia estrategia de convertir en guiñol lo que lee, para luego darle de palos. Cuando conoció la idea de Bacon de atentar contra los ídolos de la tribu, la entendió en clave de piñata. El problema es que, tras su sesión acaso terapéutica de dale y dale, no se da cuenta de que el espantajo que creó está hueco y que así no gana un cacahuate.

Yépez, siempre original, aboga por un ensayo que hibride, es decir, no quiere desmontar el centauro de Alfonso Reyes. Insiste en su carácter teórico sólo para decir que, fuera de la psicohistoria que practica, todo es repostería y amenidad. No sin razón, cree que a la literatura mexicana le hace falta discutir ideas; se embrolla cuando señala que la vía es un regreso a las tesis. Al contrario de Lutero, que clavó la suya en la puerta y se encerró hasta no demostrarla, el ensayista se olvida de esa tesis y de esa puerta para enfrentar directamente las cosas. Quizá no vaya muy lejos, pero nada más contrario a la estrategia del avestruz, que en todo caso se respira en los cubículos. La preocupación de Yépez es clara: ¿cómo convertiría sus clases en ponencias para luego publicarlas con el título excesivo de “ensayos”? El reciclaje académico precisa de esa confusión.

Subrayar el cariz personal del ensayo lo interpreta como una posición ególatra, donde el escritor se solaza en el juego solipsista con su yo-yo. Haría bien en abrir el libro de Montaigne y advertir que rebosa en temas e ideas, y que aun sus naderías rara vez son evasiones. Para alguien que arroja sentencias desde la cúspide de La Verdad, el prisma falible de la subjetividad ha de saber a muy poco. Seguro le molesta que, ocupado en sí mismo, el ensayista no tenga por tema a Heriberto Yépez, único eje del ego válido.

Apoyarse en Montaigne equivale, para él, incurrir en argumento de autoridad, un gesto de castración y conservadurismo retrógrado. No concibe otra forma de traer al presente la tradición sino convirtiéndose en “tradicionalista”. Si la operación de elevar al cuadrado no estuviera hoy desprestigiada, diría que el énfasis del ensayo ensayo es potenciarlo: apoyarse en su linaje para mutar sin traicionarse. Coincidimos en que un género degenerado no puede prescindir de la experimentación y la audacia; la “resta” está en aferrarse a llamar “ensayo” aquello que ni siquiera lo intenta.

Los fantasmas de la autoridad empañan sus anteojos cuando juzga sintomático que mi texto se publique en Letras Libres. Como ya acometió la crítica de Alejandro Rossi, al reciclarla cree que desacredita en bloque. Así procede: la “belleza intrépida” la busca con la brocha más gorda. No sólo piensa desde el pasado —la literatura como camarillas—, sino que se empantana en supersticiones geográficas. La idea del “Norte”, su principal brújula, lo tiene norteado.

Lo que Yépez no dice, pero pudo decir, es que si el ensayo surgió como una forma de la modernidad, tal vez no sea apto para abandonarla. Quizás el ensayo sea incapaz de resistir la desaparición del sujeto y la muerte de la literatura y la derrota del lenguaje en manos del mercado y la academia. En ese caso habríamos de desmontarlo todo, escribir completamente diferente, como hizo Montaigne en el amanecer de una era. Pero entonces, ¿para qué llamar a esa nueva forma ensayo?

Es el debate, Yépez

3/Marzo/2012
Laberinto
Pablo Raphael

Hace dos semanas le dije a Heriberto Yépez que en cuanto me repusiera de los moretones iba a responder al agrio comentario que hizo sobre mi ensayo La fábrica del lenguaje, S. A. [en su columna Archivo hache]. Hay una norma no escrita de la crítica que dice que una vez publicado un libro, el autor calla y aguanta. Pero lo cierto es que uno de los dilemas más serios de la crítica contemporánea es la imposibilidad del diálogo. Primero porque el reseñismo que se cree crítica normalmente no se nutre de teoría literaria y luego porque la literatura no se trata de hechos fijados, opiniones inmutables e historias totales que se desconectan del debate, el mundo y la reflexión. El hecho literario sucede precisamente en lo que la escritura despierta, en el ámbito vivo de la imaginación y en el debate o la contemplación que debiera provocar. Esa es la deuda que la literatura en español tiene con la crítica.

Pero, por lo visto, las reflexiones y las coincidencias ideológicas que he compartido con Heriberto Yépez en mesas y caminatas no tienen nada que ver con su opinión escrita. Al menos en el caso de mi texto. En alguna ocasión Heriberto me dijo algo así como que el enojo y la incapacidad argumentativa pesaban más que la disposición a la reflexión compartida.

El deseo de “yo tengo algo que decir” quizá resulte más importante que la capacidad de “mirar al otro” y en esa lógica se vuelve imposible cualquier tipo de debate. Pero eso es algo que no sólo pertenece a la crítica, sino que es uno de los problemas que tienen al país paralizado.

Heriberto señala como algo mal hecho el zapping que sucede en La fábrica del lenguaje S. A. y lo raro es que el escritor odie tanto esa escritura rápida, si el estilo epigramático y veloz de párrafos que apenas alcanzan la línea y media está presente en toda su obra.

Luego me acusa de incongruente pero no explica por qué. Señala que esgrimo una serie de clichés sobre las mujeres y no leyó que se trata de un perfil del lector. Dice que todo lo considero indigno menos a mí, pero no hay explicación que justifique su argumento. Tal vez Heriberto está desarrollando una nueva categoría sobre la dignidad, pero en su artículo no se hace explícita. Dice que soy un disfrazado de centro y en estos días que me han dicho zapatista, liberal, neoliberal encubierto, extremista, indignado ruco, me pregunto si la falta de posición política y la crisis de las ideologías nos tienen tan desarmados como para creer que la rabieta es una cosa seria. La rabieta produce hartazgo y vaya que eso sí que alimenta el resentimiento social. Yépez me acusa de que el libro está escrito para lectores con déficit de atención, pero acaso La fábrica… no pudo con el suyo. Cuando el crítico dice que resulta penoso que yo diga que “Lo verdaderamente interesante que se produce en el ámbito de lo fantástico mexicano” es una lista de “autores relevantes… en cuya compañía tengo el gusto de aparecer con cierta frecuencia” (p. 214) el déficit de escritura y atención no es mío sino de Heriberto, a quien su lectura rápida no le permitió notar que no hablaba yo, sino que era una cita (dos puntos incluidos) de Alberto Chimal, quien respondía a una pregunta expresa sobre aquellos autores que siente cercanos. Tampoco le quedó clara mi opinión sobre la literatura de la frontera y la separación que ésta produce entre obras tan interesantes como la suya y la otra literatura de la violencia diseñada desde las oficinas de marketing editorial.

Nota para Heriberto: si te sentiste aludido por la palabra Tijuana, te pido una disculpa. Si quieres, incluyo la palabra Colima.

A lo largo del ensayo hice varias preguntas expresas a su obra que el crítico obvió responder. No sé la razón. Supongo que, independientemente de ser mi amigo, en verdad asume las opiniones personales que vierte sobre mí y yo me acabo de enterar. Pero eso no es asunto de la crítica. Ni hablar. Supongo que me quedaré esperando las respuestas a los cuestionamientos que hice sobre su idea de la identidad nacional (muy cercana a Vasconcelos) y supongo que tampoco tendrá la generosidad para responder a la pregunta que ahora reformulo gracias al artículo de Rogelio Villarreal: ¿por qué alguien que es un convencido de terminar con el pensamiento mágico, los complejos sociales y la influencia nefasta de la cultura de masas acepta que un director de cine, promotor del pensamiento mágico, artífice de una película de manipulación y activista de una secta que no tiene coincidencia con el ateísmo de Heriberto Yépez, aparezca como autoridad que, en su solapa, recomienda la lectura de La increíble hazaña de ser mexicano?

El crítico neoliberal apuesta por el espectáculo y el escándalo. Y en ello Heriberto se ha revelado como aficionado. Pendejear es su truco. Como digo en el ensayo, no seremos otra cosa hasta que nos atrevamos a serlo. Mientras tanto neoliberales. Afectuosamente le pido que de la chistera saque algo de humildad. La mesa para hablar sigue puesta. Lo otro se arregla con unas cervezas y Séneca, si es que el escritor entendió la crítica a los moralistas.

Un año para García Márquez

3/Marzo/2012
Laberinto
Armando González Torres

Este año se conmemoran 30 años de que Gabriel García Márquez ganara el Premio Nobel de Literatura y 45 de que publicara su novela más célebre, Cien años de soledad. Cuando en 1982, García Márquez acudió a Oslo con una vestimenta y un discurso heterodoxos, culminaba el proceso de canonización literaria de un autor, de una figura y, sobre todo, de un libro, Cien años de soledad. Como todas las obras verdaderamente significativas, esta novela ofrece al lector una liberación y una constricción. Una liberación porque culmina una renovación (no sólo suya sino generacional) del acto narrativo y de los hábitos de lectura; una constricción porque un escrito tan deificado suele ser una influencia aplastante y cubrirse con un dogma laudatorio, reacio a los matices del gusto y la interpretación. Esta novela hace famoso a García Márquez y representa la obra cumbre del llamado boom latinoamericano, ese fenómeno cultural, comercial y político que propició que un grupo de escritores fungieran como representantes privilegiados de un lenguaje, una cosmovisión y una realidad social, que mezclaban lo más moderno con lo más arcaico, lo más desgarrador con lo más esperanzador. No es extraño que, como consigna Roberto González Echeverría, la traducción al inglés de Cien años de soledad de García Márquez haya sido devorada no sólo por la academia literaria, sino por las facultades de política y sociología. En particular, ciertos rasgos de la personalidad de García Márquez (su antisolemnidad y buen humor), más que a otros escritores de su generación, lo alejaron del estereotipo glacial del intelectual y lo convirtieron en una suerte de ídolo popular, afable y cercano y, al mismo tiempo, envidiable, capaz de bailar con actrices inalcanzables o de tutear y aconsejar a jefes de Estado.

Con su facultad imaginativa, García Márquez crea en Cien años de soledad un territorio sin fronteras lógicas o genéricas, donde seres indefinidos deambulan entre lo humano, lo sobrehumano y lo infrahumano, entre el costumbrismo y el prodigio, entre el imaginario popular y la alusión histórica. Es natural que, en su tiempo, esta literatura fascinara a un público europeo ávido de exotismo o a un público latinoamericano que se descubría en un referente tan familiar en lo cultural como novedoso (y prestigioso) en lo literario. Pasados los años del boom, uno se pregunta si se sostiene la lectura de este escritor caracterizado por sus poses anti-intelectuales y sus posiciones (u omisiones) políticas controvertibles. Lo cierto es que, pese a las muchas arrugas e imperfecciones que ocultan sus exégetas, Cien años de soledad mantiene lozano su encanto adictivo y, físicamente, es casi imposible suspender la lectura, pues con una finísima labia narrativa García Márquez logra que el archisabido relato de las peripecias de una prole de lunáticos y de un pueblo perdido se vuelvan un tema nuevo, íntimo e impostergable.

La UNAM, las tesis y Dios

3/Marzo/2012
Laberinto
Heriberto Yépez

Hay dos géneros que aniquilan el deseo de muchos jóvenes de escribir. El primero es la “tarea” que critiqué hace tiempo; el segundo, la tesis universitaria.

El vía crucis de la tesis mexicana empuja a muchos jóvenes a jamás volver a escribir.

Los profesores usan la tesis para tiranizar y torturar.

Hacer una tesis muchas veces resulta sinónimo de hacer mucha paja, idolatrar autoridades, escribir capítulos que jamás podrían publicarse, en suma: burocratizar el texto.

Volver odioso, engorroso, el proceso del libro.

Las actuales reglas de las tesis mexicanas proceden de una funesta mezcla del “arte” de la exégesis bíblica y la tramitología de la burocracia virreinal, donde por cada requisito ¡hay un pre-requisito!

Detrás de muchos profesores universitarios se esconden monjes de oficina.

En el número de febrero de la Revista de la Universidad de México aparece el artículo “La tesis como tradición” de Rosa María Fernández de Zamora y Héctor Guillermo Alfaro López, insuperable ilustración de por qué la idea de la tesis debe ser actualizada.

Según estos autores, en la UNAM la tesis “a la par de ser un documento que debe llenar ciertos requisitos académicos, es una entidad nimbada de simbolismos y sacralizada por un rito” ya que “a lo largo de su trayectoria por la universidad el estudiante va asimilando los símbolos y rituales... propios y definitorios de esta institución”.

Lo valioso de este artículo es que, sin tapujos, exhibe el modelo eclesiástico que posee la tesis nacional, llevándolo hasta el delirio místico: “El rito del examen profesional, cuyo hontanar de donde mana el simbolismo es la tesis... es el momento en que en la breve temporalidad del ritual del examen se instaura la fisura de la intemporalidad”. No bromeo. Transcribo tal cual. ¡La tesis nos eterniza!

(Y casi nunca se publica.)

“La toma de jura del tesista es el instante en que se alcanza el clímax de la solemnidad del ritual. Después de cruzar por semejante rito de paso... es simbólicamente consagrado... Con lo que la tradición de la tesis sigue su cauce”. Amén.

Bautizo burocrático y primera comunión académica, empero, nada se dice de la tesis como innovación del conocimiento.

Sus figuras poético-religiosas —¿mística académica?— aluden a la tesis como “rito” o “tradición”, en que la paráfrasis es recuperación del paraíso perdido y las ejemplares tesis resultan reliquias históricas.

Conservar o quitar las telarañas al ensayo afecta a los escritores, es decir, poca gente.

Ensalzar las telarañas de la tesis, en cambio, perjudica a decenas de miles de jóvenes.

La tesis no es parte de una “tradición” eclesiástico-académica. La tesis es parte de hacer ciencia y escritura analítica intrépida.

En las tesis debería ocurrir la escritura más innovadora.

Descrucifiquemos las tesis de la Divina Burocracia.

Samuel Noyola: el hijo del vértigo

3/Marzo/2012
Laberinto
Marco Antonio Campos

Desde hace más de tres años los conocidos y amigos no saben nada de él. Si acaso vive, a Samuel Noyola le alegraría mucho ver su poesía reunida (El cuchillo y la luna, El Tucán de Virginia/ CONARTE) por Víctor Manuel Mendiola y Minerva Margarita Villarreal. Reúne los tres libros que publicó: Nadar sabe mi llama (1986), Tequila con calavera (1993) y Palomanegra productions (2003). No podía esperarse algo más o algo menos de Mendiola; lo vio desde sus inicios como el mejor poeta de su generación, y si alguien, sin buscar reciprocidad, se empeñó en divulgar su poesía, fue él. Más: lo apoyó hasta donde era humanamente dable y cuando Samuel cayó en la cárcel por un delito que no cometió, el propio Mendiola y un noble y solidario Juan Villoro consiguieron que el notable abogado Gonzalo Aguilar Zinser lo sacara a los pocos meses. Aguilar Zinser no cobró un centavo.

Me parece un acierto el título general del volumen. Está tomado parcialmente de un poema dedicado a Daniel Sada (“Fábula del cuchillo y la luna”). El cuchillo y la luna serían dos contrarios que en la persona y en la obra de Noyola debatieron, se confrontaron, se integraron: el filo cortante y la luz espléndida. Es curioso que una personalidad altanera y violenta como la de Samuel, en sus versos estuviera en ocasiones más cerca de las claridades de la luna que de la hoja del cuchillo.

En su primer libro, Nadar sabe la llama, Noyola aún está hechizado ante el mundo y su visión nos hechiza; en el segundo, Tequila con calavera, que es el mejor para Mendiola, ya empiezan a notarse en él las incisiones quemantes en el alma, la punta aguda del cuchillo haciendo cortes en el corazón y el cerebro, y, en esta dirección, si tiene una real familiaridad con un poeta mexicano, con un gran poeta mexicano, es con Francisco Hernández. Sin embargo, cuando en 2003 publica, a los 39 años, su último libro (Palomanegra productions), hay un buen número de poemas que parecen bosquejos y otros en los que se halla más preocupado por tintineos rítmicos o elaboraciones barrocas, que no iban muy bien con su sensibilidad, y que le ayudaron poco o nada en la escritura. Pero sobre todo en la segunda mitad de Palomanegra productions hay piezas líricas que son como navajazos al rostro y donde Samuel se pinta y figura tal cual es y despinta y desfigura lo que le parece o a quien le parece desdeñable: el ácido y caricaturesco “Brindis”; “Hotel Managua”, en el que rememora, cosa de veinte años atrás, su bohemia despreocupada en la Nicaragua postrevolucionaria, y “Otra vuelta al mundo”, que nació de una letra de rock y podría ser una letra de rock. Y en ese desorden, que a veces llega al delirio verbal, hallamos a veces ráfagas que arrasan árboles, llamas que prenden fuego, flechas envenenadas al corazón.

Lo he de haber conocido en Monclova, Coahuila, en un encuentro regional de escritores, por 1986. Se me acercó para decirme que había leído mi traducción de Una temporada en el infierno y me halagó diciéndome que la llevaba en los bolsillos cuando viajaba. Tenía 21 años. Acababa de publicar su primer libro (Nadar sabe la llama); al leerlo, me asombró —me alegró— encontrar a un poeta dotadísimo, y ahora, al releerlo, no dejo de entristecerme al pensar en el notable poeta que fue y lo grande que pudo ser. Por más que hago memoria no encuentro un poeta mexicano que haya publicado a esa edad un primer libro de tal altura. Tenía todas las virtudes como poeta y las ahogó en las aguas cenagosas de los túneles sombríos del underground. Leamos estos versos que sin exageración podrían leerse como un proverbio de William Blake: “Porque no soy más que un hijo del vértigo:/ bendición y transgresión, y exceso”. O estos dos que compendiarían también su paso por la tierra: “Bajé hasta el fondo de mí,/ al ser entregado al cero”.

Gustaba decir de memoria poemas ajenos y propios y fue un ferviente lector de los poetas clásicos españoles. Por alguna vía, iba dando pistas de sus preferencias a lo largo de sus composiciones: el verso de hierba y aire de San Juan de la Cruz, los sonetos severos de Quevedo, las catedrales barrocas de Góngora y Sor Juana Inés de la Cruz, la alta música amorosa de Garcilaso y el caudal prodigioso de Lope de Vega, y después, ya en el modernismo, la lira sonora de Rubén Darío y las “palomas barrocas” de Ramón López Velarde.1 Entre los poetas del siglo XX de nuestra lengua, le atrajeron, sobre todo en la escritura de su primer libro, los descuadramientos verbales de Gonzalo Rojas, y de otras lenguas admiró a Eliot y Pound, y muy en especial a Rimbaud, al adolescente Rimbaud, quien fue incluso un modelo de vida. Pero quien fue su “verdadero dios”, quien se halla aquí y allá en su breve obra, es al que llamó —así lo puso en la dedicatoria de su último libro— “la constelación Octavio Paz”. Y más aún: al poeta de Mixcoac le escribió un poema donde es figura y tema (“Octavio”) y hay un buen número de piezas líricas o versos donde hallamos su profunda impronta. Asimismo, sus poemas más extensos, “Calzada Madero” y Arcano Cero”, no se explican sin la lectura de “Nocturno de San Ildefonso”. Desde luego, guardando las grandes proporciones entre la capacidad reflexiva entre uno y otro, del “Nocturno” Noyola toma dos ideas que él varía y lo retratan en su escepticismo radical. Donde Paz, al hablar del anhelo de su generación, escribe “El bien, quisimos el bien:/ enderezar la historia”, Noyola adapta: “El Bien: una quimera”; donde Paz sentencia: “La historia es el error”, Noyola, luego de su experiencia en Nicaragua en los primeros años de “la revolución tropical”, hablará de la “histeria de la historia”. No deja de resultarme curioso o paradójico que un marginal de lo marginal tuviera esa ilimitada admiración por Paz, quien a su vez le tuvo deferencias: le dio trabajo un tiempo como corrector en la revista Vuelta y le publicaba poemas.

Uno de los soles espléndidos de sus dos primeros libros es la mujer (Marcela, Angie, Joseta, Michela). Abeja sexual, la mujer representó para él ternura y alegría, desdicha y desesperación. Nada más encumbrado para el adolescente que alguna vez fue que el encuentro en el lecho de un hombre y una mujer: “La sábana/ es íntima luna que ilumina/ el afiebrado beso de dos cuerpos/ el más alto momento de la espuma”. De las tres naranjas que le regaló su madre, en una descubre de pronto virtudes maravillosas: “La naranja pequeña estalla/ y germina una muchacha”. Un sencillísimo terceto suyo, en el que la joven es envidiada por la naturaleza, es un sortilegio rítmico en su repetición: “Marcela: la mar/ está celosa de ti./ Marcela, la mar”.

En el último libro los poemas de amor —salvo destellos aquí y allá— prácticamente desaparecen. “Clava saca otro clavo, pero cuatro clavos hacen una cruz”, escribiría Pavese en una de las últimas reflexiones de su diario, las cuales se leen como si se tuviera una cuchilla en el vientre (Il mestiere di vivere). Como lo leería Noyola.

Noyola estuvo dividido entre la ciudad y el desierto del norte mexicano y aun escribió que tenía un pie en una y un pie en el otro. La ciudad era la condenación y el desierto la redención, pero acabó hundiéndose en el triángulo de grandes urbes mexicanas: Saltillo, Monterrey y la Ciudad de México. Sentía horror por las grandes urbes, pero no tuvo la pequeña ciudad idílica de infancia que recordar o donde refugiarse y a la cual realzar. Como López Velarde, vino a ser alguien en la capital y la capital lo devoró. “Sombra dantesca en la ciudad”, aun en algún poema comparó a la Ciudad de México con el infierno, y la Ciudad de México lo acabó hundiendo en el infierno. En otro poema, en una visión helada, encontraba en la gran ciudad sólo avenidas frías, vidrieras sin alma, palabras de ceniza, calles donde los hombres desaparecen. Sabía que su otro yo, su conciencia moral, como a William Wilson, lo perseguía feroz e incesantemente. No sabía a veces si vivía entre personas o entre máscaras delirantes.

Noyola solía aliar, con mirada irónica, referencias del mito y la poesía, de la historia y la religión, con la realidad pedestre que circunda al hombre moderno. Por ejemplo, hacía convivir, en una fiesta nocturna, a San Juan de la Cruz y a los Rolling Stones; no ignoraba que en nuestro tiempo “las ninfas se casan con los ingenieros”; con el ojo de Goya podía mirar su noche bocabajo luego de acostarse con una prostituta, o podía encontrar a Cristo “con zapatos de oficina”. Sobre todo, en la última parte de su obra se preocupó mucho por el lenguaje y las fiestas del México urbano y se sintió íntimamente ligado al orbe del rock psicodélico y el heavy rock. Tenía destrozada la figura paterna —lo escribe en una confesión dolorosa—; la materna era de ternura y luz.

Su lenguaje puede ser en ocasiones rabioso y duro pero muy raramente procaz. Su humor despreciativo se encuentra muy bien logrado en poemas como “Todólogos”, donde se burla sangrientamente de los marxistas de cantina y café (“gloricuelas locales”), o “Domus”, en el que dibuja la muerte simbólica de los amigos de infancia que viven “instalados frente al televisor” y “sentados en la mujer”, o el ya citado “Brindis”, sátira de nuestro mundillo cultural y artístico donde se codean en los salones Doña Cultura y Don Pedante y se ven “las plumas del fuckcionario engalanado”.

Una palabra ilustraría en gran medida lo que de él noté desde las primeras veces que lo traté: destino. Era visible en él —como en Rimbaud o en Trakl— la marca, o como diría Baudelaire sobre Poe, “tenía escrito en caracteres misteriosos en los pliegues sinuosos de su frente la palabra guignon”. Entre la salvación y la condenación, uno sabía, no sin resignación y tristeza, que terminaría condenado y su final sería, entre el horror y el dolor, el naufragio sin luz entre bares, cantinas, ínfimos rincones citadinos, la pepena, el círculo del delirio de la droga y el alcohol, el callejón sin salida que daba a la ventana de niebla de la muerte.

Hay una breve elegía, angustiosa e impresionante, en la que Noyola relata una suerte de batalla boxística figurada: “Soñé con un amigo que está muerto./ No sé si por furia o alegría/ nos empezamos a golpear./ Ya no sé si le pegaba a la muerte/ o al amigo”. Ahora sabemos con cuál de los dos peleaba. O con los dos. William Wilson cazando —alcanzando— a William Wilson.

Pero más allá de una posible desaparición o una posible muerte, gracias a su poesía, la cual escribió con las manos en el fuego, él sabía que iba a perdurar, y aun transcribió dos líneas de una letra del grupo de rock Greatful Dead: “We will get back./ We will survive” (“Regresaremos./ Sobreviviremos”). O si se me permite singularizarlo: Regresará. Sobrevivirá.

Con la publicación de este libro empieza un mito urbano.

1 Curiosamente, a López Velarde se le ha visto de varias maneras: Neruda lo vio como el último arcángel del modernismo; para Octavio Paz, fue el puente entre el modernismo y la poesía moderna, o, dicho de otra manera, el primer poeta mexicano verdaderamente moderno; a Noyola le parecía, no sé por qué, un poeta barroco.


Poemas inéditos

Pregón

Olvida los relojes descarados
Devuelve al mar el pez contorsionista
Retoza en un colchón de hojas rejegas
Aspira con la mente en cero índigo
Deposita el silencio en un ánfora
Congrega un círculo de agua bendita
Pisotea las uvas de tu vino

Acostúmbrate a volar con muletas
A capear el temporal de sus ojos
A descender el tiro de una mina

Haz amistad con la pantera en celo
Despierta brujo el fin de la semana
Fabrica una alcancía para el sueño
Dona tus dedos al fuego doméstico
Ayúntate al idioma en pleno ayuno
Bailotea descalzo en la tiniebla
Deletrea en voz alta tus pecados.



El rehilete de Sami

Mi perro es medio loco, como yo.

Resulta que de buenas a primeras,
sin importarle a él, menos a nadie,
se persigue a sí mismo por la cola.

Y girando centrífugo, inclemente,
del mareo humorístico que entraña,
enloquece la brújula y el tiempo.

Pide que sea el centro de la casa,
el punto de partida y de llegada,
la cerveza más fría del desierto,
el peludo astronauta de su género,
el dueño de la regla y el compás.

Es como yo, mi perro loco y medio.

Samuel Noyola


¿Sabes quién soy?

Alicia Quiñones

Conocí a Samuel Noyola en septiembre de 2005, en la Casa Refugio Citlaltépetl, a donde llegué para solicitar un espacio para la presentación de mi primer poemario. Esperaba que me recibieran cuando se me acercó el poeta. Con olor a alcohol, voz grave y tono norteño, me dijo:

—Soy Samuel Noyola, ¿sabes quién soy?

—No —respondí un poco asustada.

—Presento mi libro en dos semanas, ¿vienes? —preguntó extendiéndome la invitación donde destacaba el título Tequila con calavera, reeditado por Conaculta.

La impresión que me dejó fue de miedo. El editor y escritor Édgar Krauss, dueño de la librería de la Casa Refugio, me explicó quién era Noyola, me habló de su poesía y me pidió —inusitadamente— que lo acompañara en la mesa de la presentación de su libro. Llegué ese día con mi texto. Éramos alrededor de veinte personas y Samuel leyó sus poemas con fuerza y devoción.

No pasó ni una semana cuando recibí una llamada suya en Contacto, una revista de negocios donde yo trabajaba.

• • •

Las charlas con él fueron pocas pero sustanciales. Desaparecía con frecuencia, como lo saben sus amigos y conocidos. Un día me llamó de casa de su hermana, desde el Ajusco. Me dijo que había dejado de tomar definitivamente y que su mejor compañía era Sami, el perrito que vivía con ellos.

“Tengo nuevos poemas, quiero terminar un libro”, dijo entusiasmado.

Quedamos de vernos en el Starbucks de Coyoacán, un viernes de julio de 2006, a las cinco de la tarde. Llegó con un aspecto muy diferente al habitual: su ropa era nueva y pidió un té negro.

Samuel hablaba fuerte, por lo que de las mesas vecinas volteaban con insistencia. Me contó de la publicación de uno de sus primeros libros de poesía en Monterrey, de cómo fue sacado alguna vez de la mesa de redacción de la revista Vuelta e incluso de la ocasión cuando, en Madrid, despertó a Octavio Paz de madrugada para pedirle un poco de dinero.

Al terminar la breve charla, en un fólder azul me entregó cinco poemas que acababa de terminar. Me llamó al día siguiente para saber qué pensaba del texto dedicado a Sami. No me dio tiempo de contestarle: enseguida comenzó a hablar del perro y de la felicidad que le provocaba verlo al entrar a su casa.

• • •

La última vez que vi a Samuel fue en una inesperada visita que hizo a las oficinas de Contacto. Una mañana llegó preguntando por el editor, Luis López, a quien conocía. Era muy temprano y no había llegado ni la recepcionista, pero sí el director general, un señor alto y robusto. Él le abrió la puerta.

—Usted debe ser el mero-mero aquí, ¿no? —le dijo Samuel al observar su aspecto.

—Sí —respondió el director.

—Estoy buscando a Luis.

—No está.

—Lo espero... ¿Sabía que ésta es la nueva moda en Londres? Mañana vuelo para allá.

El poeta señalaba una corbata que traía de cinturón. Llegué antes que Luis. Al verme me pidió cien pesos, me habló de su viaje a Londres, donde se hospedaría con una amiga. Me dijo que deseaba que tradujeran su poesía, y que tal vez nunca volvería.


La maldición del lector de prosa

3/Marzo/2012
Laberinto
David Toscana

A veces me gustaría ser un lector de novelas que busca la emoción, la profundidad, las revelaciones sobre la vida y la muerte, sin andarme fijando en las minucias de la prosa, en la ortografía y gramática, en los significados de las palabras. No sé en qué momento me convertí en un lector de prosa, pero eso me resultó una calamidad, pues me pierdo de disfrutar a todos esos autores que dominan el qué pero no el cómo.

Quisiera tener una capacidad infinita para disculpar los descuidos de los escritores y poder leer frases sin sentido o redundantes o jaladas de los cabellos o simplemente erráticas, suponer que son un mero bache en el camino y que lo importante es el paisaje.

García Márquez es un maravilloso prosista. Él dijo más o menos algo así: “Un punto o una coma mal puestos rompen el hechizo de la novela, hacen que ya no pensemos en los personajes y las situaciones, sino en la mala puntuación”.

Ayer leía una novela. De pronto me topé con esta frase: “Enzo tuvo la impresión de que el trompetista lo seguía como si esa mañana hubiera estado esperándolo”. Tengo que detener mi lectura. He de preguntarme si hay una manera distinta de seguir a alguien si no se le esperaba. Para cuando termino de reflexionar sobre el asunto ya no recuerdo quién seguía a quién y me siento tentado a leer otra cosa.

Si en otro libro encuentro: “Sus ojos parecían dos ventanas por donde un gato se asoma para ver sin interés las luces de una marquesina de cine de barrio”, mi dolor de cabeza se vuelve monumental.

En cambio las erratas no me molestan. Si leo: “Esa mamana despertó temprano”, me sigo derecho como si la Ñ hubiese estado claramente pintada en su justo lugar. Las erratas no vienen de una pretenciosidad ineducada ni de un descabelle de lo poético ni de la mera ignorancia. Suelen ser un mero accidente.

En el libro que leía antier, el autor usaba la palabra “insecto” para referirse a una araña. Para mí era tanto como llamarle reptil a una gallina.

En el libro del fin de semana un autor argentino insistía en usar el “hubiera” como condicional: “Si yo hubiera estudiado, hubiera sido médico”.

Pongo apenas unos ejemplos que tengo a la mano porque el espacio de esta columna es inadecuado para tratar el estado de la prosa contemporánea. Ni siquiera intento hacerlo, pues no quiero hablar sobre la escritura sino sobre la lectura.

No sé usted, amigo lector, si su mente esté tan adormecida o tenga tan buenos amortiguadores para pasar por todos esos baches sin sentirlos. Lo envidio sinceramente.

Otros, inevitablemente, vemos la novela como una sucesión de frases. Esto nos vuelve mezquinos, hasta amargados. Pasamos las páginas como si nuestra ilusión fuera trabajar como correctores en una editorial; como si disfrutáramos al pillar a un autor en falta, máxime si se trata de un laureado; como si no reconociéramos a los escritores el derecho a la incorrección necesaria, pues nos hemos oxidado en el pasado, con nostalgia de aquellos días en que se estudiaba griego, latín y retórica. Que se estudiaba español.

En fin, ahí está otra vez el Toscana mirando la paja en el ojo ajeno, pero ¿cuántos errores tiene este artículo?

Escritores de mala entraña

3/Marzo/2012
Milenio
Ariel González Jiménez

De pronto uno está preparado para entender que los escritores pueden ser no sólo gordos, feos, miopes, flojos o insoportables, sino también vividores, granujas, pillos y hasta asesinos.

Provenientes de los campos más fértiles de la ingenuidad, muchos no supimos —o no quisimos saber– hasta cierta edad—, que los escritores, aun los considerados artistas, son sobre todo gente común y corriente. No digo “gente como uno”, porque eso siempre se presta a malos entendidos (¿cómo es uno?), pero sí personas que pueden ser exactamente, en cuanto a carácter, trato y hasta ciertas formas de comprensión del mundo, igual que el tendero de la esquina, el peluquero o el más humilde burócrata.

A muchos les parecerá una perogrullada este hallazgo, pero es bueno recordar lo decepcionante que resultó —sobre todo en nuestras mocedades— conocer, escuchar o ver de lejos a quien habíamos leído con gran atención, a ese escritor que nos sumía en una suerte de trance como lectores y que, sin embargo, en persona, nos pareció ordinario o hasta vulgar. Desde luego, esto no ocurre siempre y cabe la posibilidad de que escuchar a nuestro admirado autor y, con suerte, tratarlo, se convierta en una experiencia fascinante, inolvidable, única.

Pero el caso de la mayoría, por desgracia, no es ése. Ya de puro ver su imagen surge a veces una desilusión: no es alto, de mirada penetrante, de presencia imponente, de voz firme o cálida, como lo imaginábamos; no nos atrapan sus palabras, ni nos sacuden sus ideas, como esperábamos. Simplemente no es quién creíamos o, mejor, quien construimos desde la idealización de sus libros.

Así que de pronto uno está preparado para entender por fin que los escritores pueden ser no solo gordos, feos, miopes, flojos, insoportables (mamones, pues), torpes, nerviosos, acomplejados, enfermos o pasar inadvertidos en cualquier lugar, sino que también pueden ser vividores, granujas, pillos, plagiadores, ladrones y, por qué no, también asesinos.

José Ovejero ha escrito un libro a este respecto: Escritores delincuentes (Alfaguara, 2011), que nos muestra una sorprendente galería de hombres de letras que antes de serlo —o paralelalemente— han gustado de diversas facetas de la vida criminal y de la que malamente se despliega en esos que solían llamarse los bajos fondos.

Su listado es intachable: François Villon, Sir Thomas Malory, Jean Genet, Burroughs, Sir Jeffrey Archer, Maurice Sachs, entre otros infractores conspicuos (al lado de muchos otros menores o que francamente tuvieron mala suerte y quedaron enredados en algún ilícito, como Álvaro Mutis, a quien debemos uno de los más lúcidos retratos de la vida de los internos en Lecumberri, el ominoso Palacio Negro).

“¿Atracción del mal?”, se pregunta Ovejero en el primer capítulo, y ensaya algunas posibles respuestas. En todo caso, dice, “adentrarse en las biografías de estos escritores hace que pierda relieve el acto delictivo y se revele el contexto social y familiar en el que tiene lugar… El escritor delincuente que narra sus crímenes, incluso aunque no lo pretenda, narra también los crímenes de la sociedad: el delito no surge sólo de una mente trastornada; el individuo es un síntoma que llama la atención sobre un organismo enfermo”.

El libro de Ovejero no tiene pierde. Para quienes ya conocían —y para quienes por primera vez lo hacen—, las fechorías de geniales autores como Genet o Villon, se lee como un buen relato oscuro, estrictamente cierto, de varias existencias fuera de la ley. Unas con más talento y gracia que otras, pero todas finalmente atenidas a principios muy irregulares que les permitieron saciar en la ilegalidad sus deseos y adicciones, o sobrepasar los límites de la furia cotidiana y llegar hasta el asesinato.

Quizás lo que no le conviene al texto es esa preocupación de por qué los escritores se pueden sentir atraídos por el crimen o los criminales. Creo que ahí Ovejero se mete en honduras innecesarias, porque sólo si pensamos que el escritor es gente fuera de lo común, como venida de otro planeta, podemos ver con absoluto asombro que William Burroughs (completamente drogado) jugara a ser Guillermo Tell con su esposa y terminara por volarle los sesos.

Burroughs cometió este crimen involuntario (suponemos) no por ser Burroughs, sino por estar bajo el influjo de las drogas. Y eso mismo podría haber hecho el panadero, el médico o el albañil de la esquina en una situación semejante.

Los criminales que han gustado de la literatura (y que la han producido) no lo son en función de ésta, sino por otros motivos tal vez más banales. Y lo que demostraron (dolorosamente) con sus vidas es lo que dice Michel Houellebecq en un artículo: “La literatura puede con todo, se adapta a todo, escarba en la basura, lame las heridas de la infelicidad”.

Ya lo creo.