sábado, 14 de enero de 2012

Letras Libres y La Jornada

14/Enero/2012
Laberinto
Braulio Peralta

1. Carlos Payán había dejado la dirección del diario; un periodo terminaba. Carmen Lira, la nueva directora, me mandó de corresponsal a España. Fue el año en que la organización armada ETA, que pugnaba por la independencia vasca, secuestró y asesinó a Miguel Ángel Blanco Garrido, concejal del Partido Popular en la comunidad de Ermua, Vizcaya. Mi cobertura no fue del otro mundo: la de un simple redactor que brinda la información del día, desde Madrid, cubriendo todos los aspectos posibles. Cuando la nota se publicó, nada tenía que ver con lo que había escrito. Mandé una carta a “El correo ilustrado” para exponer que eso que yo firmaba no era mío. No se publicó. Mandé una carta personal a Carmen Lira, molesto. Ninguna respuesta. Hablé con ella. Le conté la historia. Me dijo que lo vería. Después me llamó el entonces jefe de información, Manuel Meneses, para tratar de explicarme diplomáticamente que me ocupara de otros asuntos y que ellos, desde México, cubrirían el tema de ETA. Me negué. Después supe que Blanche Petrich estaba en el País Vasco para realizar un reportaje sobre el caso. Fue cuando solicité mi renuncia al diario. Para finales de 1997 dejaba un trabajo de casi quince años en un periódico del que fui cofundador.

2. No me interesa platicarles mi historia profesional sino intentar comprender, por difícil que resulte, que un diario tiene derecho a una línea editorial, nos guste o no. Es cuando uno toma decisiones, políticas y personales. Seguir o no seguir. Como dije a mis compañeros en su momento: “Están equivocados si quieren informar de ETA desde México. Sería sano que viniera a España Josetxo Zaldúa para que comprenda los cambios que este tema tan delicado ha provocado entre los independentistas vascos y el gobierno español”. Pero no cambiaron. Tuve que renunciar.

3. Todo esto no quiere decir que Letras Libres tenga la razón. La razón fue de la Suprema Corte de Justicia que, en realidad, no le dio el triunfo a ninguna de las partes, aunque parezca un éxito de la revista. Les dijo lo que todos sabemos a partir de la multicitada frase de Francisco Zarco: “La prensa se combate con la prensa”. Ideas y opiniones contra otras ideas y otras opiniones. Discutan. Que el público elija. Decir más es echarle mucha crema a los tacos. Lo cierto es que La Jornada nunca debió demandar a un medio que, lo sabe, no piensa ni trabaja como ellos, y viceversa. Es, en pleno siglo XXI, una guerra abierta, de papel, que aún no termina. Ni La Jornada ni Letras Libres son tan democráticos, no, como presumen. Lo expuesto por Letras Libres en su último número, y lo publicado por el diario antes y después de la resolución los desnuda a ambos. Por eso la gente pensante se apartó de esa polémica ideologizada. Letras Libres debería saber que hay millones de personas en el mundo que creen en la independencia del País Vasco. De las formas de lograrlo, muchos disensos. De ETA: a pesar de todo, miles de vascos los siguen. La Jornada atiende esa parte de la opinión. Es su derecho. Como lo fue el mío abandonar ese barco que tanto quise. Años después me dieron la oportunidad de escribir en Milenio, sin restricciones.

¿Fui censurado por aquella nota del 97? Más bien imperó una idea del diario que, legítima o no, le correspondía en su línea editorial, de izquierda. Esa misma línea editorial —liberal, dicen— que sustenta Letras Libres. No se trata de medirle el agua a los camotes de la revista para saber de qué carecen. La gente lo sabe. Nadie es inocente. En ambos casos la gente sabe qué medio es qué. Por eso cada quien escoge qué leer, según su punto de vista. No neguemos ese debate posible que tanto quiere o dice buscar Letras Libres. Viva la pluralidad.

Hoy, el mundo intelectual e informativo es algo más que sólo dos medios impresos.

Coda

Desde entonces ni mi nombre ni mi foto aparecen en La Jornada. Con todo, respeto a ese diario y a su gente, que me permitió crecer profesionalmente.

El archivo de Fernando Benítez

14/Enero/2012
Laberinto
Jorge von Ziegler

Entre las mejores celebraciones de los cien años ya transcurridos desde el nacimiento de Fernando Benítez, está sin duda la organización de sus papeles y sus libros. Las reediciones de sus títulos diversos, los recuerdos y comentarios en conmemoraciones y homenajes, los números monográficos de suplementos y revistas, los nuevos ensayos y estudios sobre su personalidad y su trabajo, aun cuando aporten nuevos juicios y perspectivas, abundarán sobre algo que pertenece ya a la historia de la literatura mexicana: su obra. Pero el ordenamiento de sus papeles personales pone a salvo y saca a la luz un cúmulo de testimonios y de textos enteramente desconocido y expuesto hasta ahora a la pérdida definitiva o el olvido.

Este suceso para las letras de México se debe a la afortunada conjunción del deseo de la familia de Benítez de asegurar la conservación de su biblioteca y del propósito de un grupo empresarial regiomontano de hacer de ese patrimonio la punta de lanza de un proyecto de cuidado y recuperación de acervos documentales mexicanos. A diez años de la muerte del escritor, con la aceptación de la familia, dicho grupo se comprometió a conservar íntegro y en México su legado documental y constituyó, para hacer viable la tarea, una asociación civil, la Fundación Dr. Ildefonso Vázquez Santos, depositaria y responsable del acervo en la ciudad de Monterrey.

A mediados de 2010, sin pensarlo demasiado, acepté la propuesta de Jorge Vázquez González de iniciar el proyecto: el solo nombre de Benítez bastaba para garantizar una experiencia intelectual y literaria irresistible para cualquiera. Pero había aún más, la singularidad de la biblioteca de Fernando Benítez ante la de otros escritores mexicanos: el hecho de que fuese, más que una biblioteca de bibliófilo o coleccionista, una biblioteca de trabajo, y de que incluyera el extenso acervo de documentos personales y una enigmática —“asombrosa”, la ha llamado Carlos Fuentes— colección de arte prehispánico.

Que se trate, en el caso de Benítez, de una biblioteca de trabajo, no es rasgo menor: hace de los libros una extensión del archivo, y no dos colecciones paralelas. Benítez escribió sobre ellos como lo hizo en el papel de sus cartas, sus cuadernos de notas, sus manuscritos o sus originales mecanográficos, y dejó así escrita su historia como lector. El libro anotado, subrayado, adicionado con comentarios y reflexiones, adquiere en él, a diferencia del libro apenas tocado del bibliófilo, la condición de documento. De un documento tan íntimo o personal como los otros y también tan revelador y profundo. Sumemos a eso el que Benítez, siguiendo una costumbre poco aconsejable en la que muchos lectores nos reconoceremos, les dio a muchos la función de verdaderos cartapacios en los que guardaba —y perdía— fotografías, cartas, tarjetas, recibos, notas, recortes de prensa y aun documentos personales.

Este solo hecho describe o sugiere la naturaleza de su archivo, que no lo era, en el sentido técnico de la palabra: apenas un conjunto, un vasto conjunto, de documentos y grupos de documentos que, como los libros, respiraba vida, la vida con sus azares, sus prisas, su organizado descuido, su dispersión, su desenfado y sus indefinidas postergaciones. Es el archivo de un hombre más ocupado en hacer sus cosas que en documentarlas, registrarlas o contarlas; de un hombre que anota una dirección o un teléfono en la carta que acaba de recibir de un presidente o de un autor célebre y la deja olvidada en la novela que está leyendo, despreocupado de la historia —él, que casi sólo se ocupa de ella— y de los coleccionistas y las casas de subastas del futuro.

La idea de llevar un archivo personal parece haber surgido muy temprano en Benítez, pero también muy pronto fue abandonada, cuando verdaderamente se convirtió en escritor y más se justificaba. Al principio, a sus veinticinco años, empezó a llevar un registro cuidadoso de los numerosos artículos sobre temas históricos y literarios que publicaba en El Nacional, en 1937 y 1938, y más tarde, en revistas como Nosotros; los recortaba, los pegaba en hojas tamaño carta y anotaba la fuente y la fecha, en ocasiones en varias copias. Es muy notable el número de recortes que hizo de las reseñas y comentarios que aparecieron de su primer libro, el volumen de cuentos Caballo y Dios, editado en 1945, a sus treinta y tres años, al que más tarde olvidaría y no volvería a reeditar. Cuando, después, se publicaron las traducciones al inglés de La ruta de Hernán Cortés (1950) y La vida criolla en el siglo XVI (1953), pareció revivir el entusiasmo juvenil por lo que debió considerar logros importantes y guardó las copias de las reseñas que le enviaban de periódicos y las revistas especializadas de Estados Unidos. Pero es muy claro que cuando su prestigio de escritor se consolidó, la resonancia que lograban sus libros empezó a excederlo y a hacer inútil cualquier intento de mantener su registro puntual. Fue recogiendo un poco al azar, aquí y allá, algunas entrevistas y artículos, suyos y sobre él.

Algo semejante ocurre con su correspondencia y sus expedientes personales. Sus inicios como director de publicaciones periódicas quedaron bien documentados en el expediente que conservó de la etapa en que dirigió El Nacional (1947-1948) y que lo muestra dueño ya de la audacia y la concepción de la prensa y del periodismo cultural que más tarde desplegó a placer en sus legendarios suplementos culturales. Pero después, los largos periodos ocupados por éstos se vuelven imposibles de abarcar y de testimoniar, más allá de los números publicados de los suplementos mismos. Sólo formará expedientes de su extenso periodo como profesor de la Universidad Nacional y, particularmente, como embajador de México en la República Dominicana, de 1990 a 1994. Y un significado íntimo, personal, habrá tenido el que conservara las decenas de telegramas de condolencias que recibió a la muerte de su madre, coincidente casi con su salida del suplemento México en la Cultura en 1961.

El resto de la correspondencia, que abarca un periodo de más de sesenta años, de 1936 a 1999, resume un itinerario diverso y azaroso de afectos, amistades, vínculos artísticos y literarios, asuntos editoriales y quehaceres, en el que sólo la cercanía de algunos escritores como Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis, o artistas como Vicente Rojo, José Luis Cuevas y Juan Soriano, tiene lugar aparte.

Como conservador de su propio trabajo y sus documentos personales, Fernando Benítez parece haberse concentrado más en sus libretas y cuadernos de notas y en los originales mecanográficos de sus libros. Testimonio sorprendente de su disciplina, su capacidad de trabajo, su fecundidad y su permanente reflexión, esta ingente masa de manuscritos es el paso intermedio entre los libros que utilizó, anotándolos y comentándolos, y los libros que publicó con su nombre. En ella es posible reconstruir, paso a paso, el proceso de ideas, conocimientos y estilo que llevó a la forma definitiva de obras como Los indios de México, Los demonios en el convento y Lázaro Cárdenas y la Revolución Mexicana. Inimaginable en la era de las computadoras, extraña ya en la de la máquina de escribir que a Benítez le tocó vivir, esta extraordinaria colección de manuscritos es un genuino festín para los practicantes de la crítica textual y la crítica de fuentes.

Todos conocimos, gracias a las imágenes de fotógrafos como Daisy Ascher y Rogelio Cuéllar, esta biblioteca, donde Fernando Benítez aparece escribiendo o posando junto a sus esculturas prehispánicas. Los libros se ordenan en la alta estantería; los ficheros guardan tarjetas bibliográficas y apuntes; en sitios que escapan a la mirada descansan centenas de documentos como huellas de la vida de Fernando Benítez. Es una buena noticia que estos papeles, que fueron la materia de creación del escritor, pasen a formar parte, ahora, de las fuentes esenciales de la historia de la literatura mexicana.

Correspondencia inédita

Después de los cuentos de Caballo y Dios (1945), su primera obra, La ruta de Hernán Cortés (1950) es el primero de esos libros híbridos, mezcla de literatura y periodismo, crónica y reportaje, relato y ensayo histórico, que darían fama a Fernando Benítez. Al mismo tiempo, es uno de los clásicos dentro de su bibliografía. Estos testimonios epistolares pertenecientes a su archivo, publicados por primera vez, sacan a la luz parte de la intimidad de su escritura; de la estrecha amistad de Benítez con Arturo Arnáiz y Freg y Héctor Pérez Martínez; de la ética y la estética de esa generación y de su literatura, hechizada por la historia y fundida con el periodismo. Revelan también la dura “prueba” que Benítez tuvo que enfrentar antes de convertirse en uno de los autores mexicanos más fecundos y de más admirable disciplina de la segunda mitad del siglo XX.
(Jorge von Ziegler)

De Arturo Arnáiz y Freg
a Fernando Benítez
Austin, 12 de julio de 1943.

Muy querido Fernando:

Recibí hoy tu carta y la contesto sobre la marcha. Gracias por tus indicaciones siempre constructivas. Me conoces, y sabes decir las cosas. Tienes razón: hay que precaverse de esa casi inevitable tendencia a la dispersión.

Es necesario que estemos en comunicación directa y que manejemos en colaboración el lápiz rojo. Mora¹ ha avanzado bastante y pronto empezaré a escribir en firme. ¿Qué te parece si el próximo día 25 de julio te envío el primer capítulo por vía postal?

Espero tus primeras cuartillas sobre la ruta de Cortés. No importa sobre qué parte del camino sean, lo que interesa es que las escribas. No hay derecho a que una gente con tu estupenda inteligencia y tu capacidad de trabajo —sobre la que pocas veces se insiste— tenga que guardar silencio, mientras el gremio próspero de cagatintas y grafómanos hace cada día más gorda la lista de sus esperpentos.

Urge que tengas un libro y yo sé bien que puedes hacer un “Señor Libro”. En La Ruta de Cortés tienes todo lo que necesitas, hombres y paisajes, y lo histórico en lo que lleva de hermoso y de vital, despojado del olor de las exhumaciones hechas por manos torpes y a destiempo. Los días de Tonantzintla te abrirán muchos caminos: El Popo y la Pirámide; el Indio y su religiosidad confusa; la huella feudal de la Colonia. Todo adquirirá en tus manos la vida nueva que sabes dar a tus cosas.

Te ruego que a lo que pueda yo enviarte, le des el tratamiento que habitualmente hemos dado a nuestros borradores. Tacha, enmienda, limita, amplía, sugiere. Dame tu impresión personal, entre más severamente la expongas será mejor. Deberíamos escribirnos cartas llenas de improperios. Sólo con la más severa autocrítica podremos ayudarnos verdaderamente.

Castro Leal —que ha dejado por aquí una impresión muy grata— me ha dado una receta estimulante (y hay que oír a las recién paridas): —“Hacer un libro es como comer alcachofa, hoja por hoja”; y Alfonso Reyes agregó: —“Sí, y tirando lo demás”.
(…)
_____
1 Se refiere a su Estudio biográfico del doctor José María Luis Mora (N. de la R.).

De Fernando Benítez
a Héctor Pérez Martínez (borrador)
(Sin fecha, ¿1943?)

Mi muy querido Héctor:

Aquí me tiene Ud. convertido en un verdadero salvaje. Mi barba, una barba inédita, prospera con gran contento de mi parte. He cambiado de piel varias veces y voy recobrando fuerzas perdidas en años de estúpido desgaste, a pesar de que tomo café y fumo en exceso para conservar siempre una presión satisfactoria.

El libro avanza aunque no tanto como yo quisiera. He concluido los capítulos de Tlaxcala y Cholula que hacen un total de 50 cuartillas y he tomado un buen número de notas. Muchos son los problemas a que me enfrento. Quise hacer un libro terso, apacible y se me está volviendo un libro apasionado. ¡No hay remedio! No puedo permanecer indiferente frente al feudalismo y la barbarie de nuestro campo. Las manifestaciones del arte religioso, la atmósfera mágica que me rodea, tienen un alcance social del que no quiero desentenderme.

Por otro lado, ¡cuántos problemas estéticos apenas tocados, cuántas dificultades de expresión, qué número infinito de temas complican la aventura! Mi falta de método me ha obligado a andar tres veces el camino, como los perros, y he terminado por seguir su sistema. No escribo ya sobre tres o cuatro temas de acuerdo con el humor, sino que copio lo ya hecho y lo continúo aunque me atraiga más abordar un nuevo asunto. La próxima semana iré a Veracruz, la última y más difícil etapa, y luego regresaré a Tonantzintla para terminar los capítulos de la ruta, dejando los de la ciudad de México y los iniciales para mi regreso. Es mi esperanza llevarme 150 cuartillas terminadas. El resto —unas cien más— podré darle fin en uno o dos meses.

No tenía idea de lo que es escribir a destajo. Me acompaña siempre la preocupación de no estar a la altura de la prueba y es esta preocupación la que me sostiene, pero después de una semana, el cansancio me rinde, y tengo obligación de descansar. En este (…)

De Héctor Pérez Martínez
a Fernando Benítez
Campeche, julio 1° (1943)

Muy querido Fernando:

Perdóneme que no le escribiera. No ha sido descuido. Me pidieron de México, con urgencia, unos datos sobre chicle, que me obligaron a hacer todo un estudio económico, y eso me ató las manos. Pero aquí me tiene usted reanudando nuestro diálogo.

No sabe usted con qué gusto me entero de sus noticias sobre el libro de la Ruta de Hernán Cortés. Estoy seguro de que hará usted una cosa redonda y cumplida. El hecho de que se publique en la colección Austral, es mucho más importante de lo que a primera vista parecería. Va usted a codearse con los indudablemente consagrados. Y a consagrarse también. Las notas que usted me enseñó son prometedoras de un libro que encerrará, quiéralo o no, gajos de nuestra tragedia y nuestro destino. No será sólo el descubrimiento de México, sino el de un mundo extraño, nuevo todavía y maravilloso.

Efectivamente, Lázaro es Campeche. Fue Campeche. Después se llamó Salamanca de Campeche. Estos dos nombres son ya un símbolo. ¿No lo cree usted así?

Del Cuauhtémoc no he hecho sino reunir materiales. Me he encontrado un plano casi contemporáneo del viaje a Hibueras, en el que se marca, sobre un río, el dato de que allí existen vigas de maderas de “una puente que hizo el marqués”. Conseguí copias del lienzo de Tepechpan, donde se muestra la muerte del joven rey azteca; conseguí, igualmente, copia del Códice Aubin, con referencias a Cuauhtémoc. Y mañana me llegarán de México otros documentos relacionados con Pax Bolon. He reunido todas las referencias a la muerte, y datos sobre Tabasco. Tengo, pues, por ahora, sólo un informe montón de materiales, listos para ordenar, meditar, elaborar y escribir. No sé si haré una biografía, o un relato exclusivo de su muerte.

Mi viaje lo haré a mediados de agosto. Antes no pues como es el último año que pasamos aquí, y es santo de María el 15 de ese mes, le van a hacer una fiesta en la que por necesidades protocolarias debo estar presente. Pero si puedo salir el 16, lo haré. Estaré en México hasta la lectura del mensaje del Presidente, para volver de carrera a entregar el Gobierno. Presenciará usted, pues, ascenso y bajada.

Ojalá esta carta le alcance todavía en México. Me gustaría que se llevase usted a esa exploración preliminar estas palabras mías de confianza en su obra.

Reciba un fuerte abrazo de quien le profesa hondo afecto.

miércoles, 11 de enero de 2012

Fernando Benítez: ombudsman de los lectores

11/Enero/2012
Jornada
Javier Aranda Luna

Imposible imaginar la segunda mitad del siglo XX en nuestro país sin los suplementos culturales de Fernando Benítez. México en la cultura, La cultura en México, Sábado y La Jornada Semanal registraron bajo su dirección, los hechos más significativos de México y el mundo y fueron divulgadas las obras más importantes del arte y la cultura. Benítez quiso que sus suplementos fueran una ventana para mostrar lo mexicano de trascendencia universal y enriquecer lo nuestro con lo mejor de otras culturas.

El creador de los suplementos culturales en México, el mejor promotor de los escritores mexicanos que haya existido, el primer ombudsman de los lectores por el estándar de excelencia de sus propuestas literarias que tuvo el mérito de haber llamado la atención sobre dos premios Nobel de Literatura y varios premios Cervantes cuando eran escritores desconocidos, tuvo el don de la generosidad. Gracias a ese don animó, como muy pocos lo han hecho, la mesa de la cultura y nos hizo ver la terrible deuda que como sociedad seguimos teniendo con los indios de nuestro país cuya tragedia general esta hecha de sufrimientos singulares. Para José Emilio Pacheco los cinco tomos de Los indios de México es la obra cumbre del new journalism de nuestro país que coincidió con las obras de Norman Mailer, Truman Capote y Tom Wolfe.

Al menos tres generaciones de lectores se enriquecieron con sus suplementos que fueron el más eficaz motor de búsqueda de obras perdurables entre 1949 y 1994. Sus propuestas estéticas y de lectura son hoy el catálogo de nuestros clásicos: Augusto Monterroso, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Jaime Sabines, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Alfonso Reyes, Gabriel García Márquez, José Luis Cuevas, Francisco Toledo, Vicente Rojo, Rufino Tamayo, José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska y por ejemplo, Carlos Monsiváis. Su mérito, decía Benítez, fue detectar talentos, y así fue. Por eso no resulta exagerado decir que los suplementos de Benítez han sido la más productiva universidad abierta y sin gasto al erario.

Aunque Fernando Benítez vistiera trajes diseñados por Campdesuñer, camisas de seda y acostumbrara llevar un paraguas a manera de bastón y zapatos lustrosos como todo un dandy, fue un hombre de acción y reflexión que conoció como muy pocos al México paupérrimo de los indios y no dudó en defender a los jóvenes estudiantes después de la masacre de Tlatelolco, o a Octavio Paz, cuando renunció a la embajada de la India a manera de protesta. Si Paz puso en riesgo su carrera diplomática en el oscuro año de 1968, Benítez y un puñado de sus colaboradores (Pacheco, Monsiváis, Rojo) pusieron en riesgo su seguridad personal por cuestionar, en México, la mano dura del entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz.

Su defensa de la Revolución cubana, cuando lo era, le valió el despido de Novedades y sus reportajes para documentar el asesinato de Rubén Jaramillo y su familia, le valieron fuertes presiones del gobierno de Adolfo López Mateos. Su sistemática lucha contra la injusticia lo convirtió, según decía, en un guerrero de conducta intachable.

Su gusto por la literatura, su ideario liberal, su necesidad de empatar a la reflexión la acción concreta, da continuidad a una tradición que Fernando Benítez recibió de los grandes liberales del siglo XIX mexicano de manera directa.

En 1986, su discípulo José Emilio Pacheco nos reveló cómo las ondas expansivas de la Academia de Letrán habían alcanzado nuestros días: Ignacio Ramírez, El Nigromante –el de la sentencia prenietzschiana de Dios no existe– tuvo un joven discípulo talentoso, Ignacio Manuel Altamirano. Este último también tuvo un seguidor distinguido, don Luis González Obregón, quien fomentó la pasión por la literatura al adolescente Fernando Benítez. Los académicos de Letrán, dirigidos por don Andrés Quintana Roo, secretario de Morelos, tuvieron en Fernando Benítez a uno de sus más distinguidos seguidores que recibieron de manera directa su ideario liberal, su idea de la política como compromiso ético, su pasión periodística y su profundo gusto por la literatura.

Cronista, novelista, dramaturgo, editor, Benítez fue sobre todo, según su propia opinión, un gran lector. En un México en el que las reacciones antintelectuales surgen de manera recurrente luchó porque los pintores, escultores, escritores y músicos no fueran tratados como si fueran limosneros. Quería hacer que el país se sintiera en deuda con ellos.

En estos días en los que se cumplieron cien años de su nacimiento recordarlo es recordarnos que la cultura es el único antídoto contra la violencia y la inversión más duradera para consolidar la democracia. Sin cultura, sin la diversidad de miradas sobre el mundo, sin los distintos gustos para apropiarse de él no hay proyecto democrático posible, civilización sana, persona con derechos humanos, y con derechos a la imaginación y a la memoria.

martes, 10 de enero de 2012

Lo que pasa es que yo trabajo

10/Enero/2012
Milenio
Cristina Rivera Garza

Son numerosos los escritores que describen su encuentro con los libros de Juan Rulfo como un momento crucial de asombro y de liberación confundidas. Generalmente bien recibida por la crítica, tanto de su tiempo como después, la obra rulfiana generó especial entusiasmo entre aquellos escritores que buscaban con avidez nuevas rutas de exploración. No es de extrañarse, luego entonces, que autores tan diversos como Gabriel García Márquez o Sergio Pitol, por mencionar sólo dos, reaccionaran casi de inmediato con un gusto y un asombro irrevocables. En sus respuestas, como en tantas otras, no sólo queda la huella de la admiración que surge ante lo conocido sino también, acaso de mayor importancia, está ahí el extraño estupor que marca a las cosas hasta ese momento inconcebibles. ¿Cómo pudo un hombre de provincias, de poco menos de 40 años, casado y con hijos, que había desempeñado, además, oficios tan variados como el de agente de inmigración y agente de viajes para una compañía de neumáticos, componer un universo de escritura y de lectura tan lejano a la tradición imperante?

Acaso la respuesta a esta interrogante se encuentre en la pregunta misma: únicamente un hombre nacido lejos de la Ciudad de México, sólo de manera tangencial vinculado a los círculos literarios de la época, habituado a leer con avidez tanto dentro como fuera de los cánones establecidos, y con una rica y muy privada vida personal pudo haber trasgredido, sin afán principista alguno, los gestos automáticos de la literatura circundante, y haber puesto de manifiesto una versión resumida e íntima de las enseñanzas de la vanguardia. Porque si Rulfo es, en efecto, nuestro gran escritor experimental, habrá que decir que lo es tanto dentro del texto como fuera del mismo. Con él no sólo se inauguran o se develan rutas inéditas en el mapa literario mexicano sino que también surgen maneras singulares, maneras alejadas del ejercicio del poder cultural, de vivir esos procesos de escritura.

En el México de medio siglo, cuando escritores de la más diversa índole comprendían, y empezaban a utilizar a su favor, los beneficios de una relación estratégica con el estado, la reticencia rulfiana no deja de ser especialmente notoria. Después de todo la hegemonía del estado pos-revolucionario descansó, a decir de muchos, en el uso estratégico y más bien flexible de una arena cultural dinámica e inclusiva. Así, evadiendo tanto el margen minimalista de un Efrén Hernández como la afanosa búsqueda de prominencia de un Octavio Paz, más que encontrar el punto medio, Rulfo fundó un lugar a la vez incómodo y tangible para el escritor mexicano moderno. Una posibilidad, al menos. Notorio, sí, pero rodeado de distancias. Asequible a traducciones y reediciones, pero modesto en presentaciones públicas y contacto con los incipientes medios. Sin rechazar a instituciones y grupos culturales, pero autónomo respecto a ambos en lo concerniente procuración de sus medios de vida. Calificado por Vila Matas como un escritor del No, Rulfo fue tomando decisiones peculiares en tanto autor de una obra cada vez más reconocida tanto a nivel nacional como internacional. Es cierto que, a simple vista, Rulfo únicamente publicó dos libros y que, después, dejó de escribir. Pero esta realidad por todos conocida, no quiere decir que Rulfo haya dejado de producir una obra que tomó vericuetos distintos y altamente singulares para su época o para la nuestra.

Rulfo aceptó, por una parte, la afanosa ayuda de los colegas que buscaban, y conseguían, traducciones de sus libros, pero en lugar de concentrarse en la acumulación de la obra personal, editó por muchos años textos de antropología e historia para el Instituto Nacional Indigenista —un trabajo cuyas demandas al decir de biógrafos y lectores especializados no eran muchas, pero cuyo horario cumplió de manera más bien medrosa. Si esto es cierto, entonces he aquí no sólo al Rulfo que dejó de publicar, sino también, acaso sobre todo, al Rulfo editor que publicó de otra manera. Habrá que tomar en cuenta también que, en lugar de multiplicar su obra literaria como era de esperarse, Rulfo concentró sus energías en el ejercicio de la fotografía, sin dejar de lado sus incursiones en el cine. He aquí a Rulfo en su activo papel de artista visual, continuando con su producción igualmente de otra manera. En lugar de convertirse en el literato oficial del régimen, continuó con un empleo que le permitía hacerse responsable de una familia que crecía. He aquí al Rulfo de lo cotidiano. En lugar de buscar, ya activa o pasivamente, posiciones en la burocracia cultural, ejerció su gusto por la conversación y el discurrir literario en el Centro Mexicano de Escritores y en el mundo semi-privado del café y del bar. ¿Es este el Rulfo bohemio? Claro que sí y qué va. Guardando sus distancias de las canonjías oficiales, Rulfo no sólo creó una leyenda sino, sobre todo, una ética: una leyenda basada en una ética que incluía el trabajo. No por nada, en aquella famosa entrevista que concedió a la televisión española en 1977, justo cuando el periodista se esforzaba por entender los mecanismos más oscuros de su proceso creativo, Rulfo aclaró de manera sucintamente rulfiana: “Lo que pasa es que yo trabajo”. Se refería, sin lugar a dudas, a las horas que, a lo largo de su vida, fue dejando en diversas oficinas tanto de la iniciativa privada como en el Instituto Nacional Indigenista. Pero quiero creer que también hacía referencia a la interrupción que representaba ese trabajo, a las necesidades que satisfacía, a la independencia que otorgaba. Todo junto y todo a la vez. El Rulfo escritor, artista visual, editor.

Murió, me lo recuerda la fecha, hace unos 26 años. Por estos días. Va un traguito de mezcal todo discreto a su salud, cómo no.

lunes, 9 de enero de 2012

Fernando Benítez, cien años después

9/Enero/2012
La Jornada
José Emilio Pacheco

Pocas personas tendrán recuerdos de 1961. Medio siglo es un enorme trozo de tiempo. Y 50 años se han cumplido en diciembre de 2011 desde que a Fernando Benítez le pidieron la renuncia a México en la cultura y todos renunciamos con él, un gesto insólito e irrepetido en la historia del periodismo mexicano.

Yo tenía 22 años. No podía creer que en el viejo edificio de la Guay, la Asociación Cristiana de Jóvenes, que ocupaba Novedades y había sido escenario bélico de la Decena Trágica me encontrara con personajes de aquella época remota, como don Nemesio García Naranjo y Ernesto García Cabral. Así de prehistóricos nos verá quien tenga hoy mi edad de entonces.

Todo pasa, todo se va y está bien que así sea, porque sin la incesante renovación se acabaría el mundo. Pero no puede haber auténtico cambio si no hay memoria. Y la memoria de México tiene una inmensa deuda con Fernando Benítez como el gran empresario cultural, a falta de un mejor término, de la segunda mitad del siglo XX mexicano.

Para hacerle justicia en su centenario veo problemas irremontables. En primer término, la magnitud y la extensión de su trabajo. ¿Por dónde empezar? ¿Por los innumerables libros, por los varios suplementos? Tendríamos que releer estas páginas como la gran tarea democratizadora que continuó y ahondó el trabajo de muchas generaciones y la dejó abierta al porvenir.

Conmueve pensar que Benítez fue el continuador de Ignacio Manuel Altamirano quien, sobre la patria en ruinas, luchó por levantar el edificio de las letras y las artes como una respuesta y una barrera contra la ola de sangre y de barbarie. Ya que la sangre y la barbarie han vuelto a ser nuestro pan cotidiano, la tentación de la desesperación es muy grande: nada sirvió de nada, la inmensa tarea resultó inútil. México es un país mucho peor de lo que era en 1961.

Adolescente, Benítez va a leerle al viejo cronista ciego Luis González Obregón, el último discípulo de Altamirano. Recoge una antorcha, para emplear la imagen griega, que trasmite de generación en generación a través de México en la cultura, La cultura en México, Sábado, hasta desembocar ya en el fin de siglo en La Jornada Semanal.

No podemos concebir lo que serían el pensamiento, las artes y las letras de México si en los 50 años transcurridos entre 1949 y 1999 no hubieran existido las publicaciones semanarias de Fernando Benítez. Esta labor sin paralelo es digna de grandes estudios que no excluyan, sino que privilegien la crítica, sin olvidar que los trabajos de Benítez sólo pudieron parecer elitistas a quienes querían salvar al pueblo de la alta cultura, sin saber que con ello, como ha demostrado Beatriz Sarlo, sólo estaban celebrando la desigualdad, la injusticia y el despojo.

Hoy perduran suplementos como los de La Jornada, Reforma y Milenio, y de otros diarios en toda la República, pero en general la cultura ha vuelto a ser el patito feo, la paginita escondida entre las secciones de espectáculos. Más que nunca es necesario el viaje a las entrañas de ese pasado escrito, tan difícil de consultar por su aterrador volumen y porque deben de existir muy pocas colecciones completas.

Apuntado este aspecto, quisiera insinuar otro más: Benítez como uno de los fundadores de lo que a partir de 1966 llamamos nuevo periodismo, es decir, aquel que respondió al triunfo de la televisión subrayando los elementos literarios que estaban en su origen y en su comienzo. Es decir, el periodismo que incorporó las estrategias narrativas del cuento y la novela.

Desde luego eso ya estaba en las páginas de grandes autores mexicanos como Martín Luis Guzmán. Sin embargo, Benítez fue el primero en desarrollar esa tendencia hasta hacerla el centro mismo de su trabajo. Es la columna vertebral que sostiene su gran obra acerca de Los indios de México. Si hubiéramos sabido leerla y aprovecharla de verdad sería muy otro el panorama que se nos presenta al comenzar 2012.

En muchos otros campos se desplegó el talento de Benítez. Imposible nombrar aquí todos sus libros, pero al menos insinuar lo que significan La ruta de Hernán Cortés, Los primeros mexicanos: La vida criolla en el siglo XVI, sus biografías de Cárdenas y Juárez, su historia de la ciudad de México, sus crónicas de las devastaciones ecológicas e históricas que han hecho tan amarga, como la explotación y la violencia, la realidad de este país.

No quisiera pasar por alto El rey viejo, tal vez nuestra primera nueva novela histórica”, ni El agua envenenada, a medio camino entre la invención y el reportaje, que toca el fuego nunca apagado del caciquismo mexicano, otra herencia y venganza de una colonia de la que no hemos sabido librarnos.

Me conmueve y me honra estar aquí en Bellas Artes en compañía de los grandes amigos de Benítez: Fernando Canales, Carlos Fuentes, Vicente Rojo, Carlos Slim. Me duele la ausencia de otros que debieran estar presentes con mucha mayor justificación que yo. Individualmente, espero que sigamos viéndonos durante mucho tiempo. Como grupo de amigos, no grupo de poder ni de fuerza, nunca jamás volveremos a estar juntos. Es triste, pero es también inevitable. Ojalá nuestra última acción colectiva sea este inicio del gran homenaje que merece Fernando Benítez. Y la mejor recordación será siempre no dejarlo morir en la oscuridad de los libros cerrados y hoy y siempre leerlo. Veremos hasta qué punto sigue siendo el más vivo y el más actuante de todos.

El periodismo es literatura bajo presión, decía Fernando Benítez

9/Enero/2012
La Jornada
Arturo Jiménez

Escribió dos novelas y varios libros de ensayos y reportajes, entre ellos los cinco tomos de Los indios de México; es considerado el padre de los suplementos culturales modernos, desde los que promovió a varios escritores y artistas; para los periodistas era escritor, para los escritores, periodista, y los antropólogos e historiadores recelaban de sus investigaciones; fue uno de los fundadores de La Jornada y del suplemento La Jornada Semanal; generó incontables anécdotas e ingredientes para su propio mito; a todos decía hermanito y casi siempre estaba alegre; solía acostarse en el suelo cuando le tomaban una foto en grupo y cuentan que su tarjeta de presentación decía: Fernando Benítez, lector de novelas.

Ahora, Fernando Benítez realizará otra hazaña: cumplir 100 años de nacimiento y seguir vivo en la memoria de muchos. Nacido en la ciudad de México el 10 de enero de 1912, esta fecha también es un misterio, pues algunos consignan que fue el día 16 y otros que el año fue 1910. Incluso Augusto Monterroso y varios amigos sospechaban que el año podría ser 1905. Lo cierto es que Benítez murió el 21 de febrero de 2000, luego de una vida y obra considerada como reflejo de la historia del México del siglo XX.

En el perfil especial Fernando Benítez, un hijo del siglo, publicado por La Jornada el 17 de enero de 2000, un mes antes de su muerte, Carlos Monsiváis resume y perfila con humor: “Nota de un no tan hipotético diccionario del siglo XXII: Benítez, Fernando. Nació en la ciudad de México en 1910 y desapareció en 2032 en un vuelo de reconocimiento de la expedición en busca del sitio donde se supone estuvo la selva Lacandona (cerca de donde estuvo Chiapas). Entre sus obras destacan Los indios de México (cinco tomos de Ediciones Era), un valioso documento literario y antropológico sobre las etnias hoy en buena parte radicadas en el estado de California. Dramaturgo gozosamente fallido (Cristóbal Colón), novelista a reconsiderar (El rey viejo, El agua envenenada), historiador (La ruta de Hernán Cortés, Los demonios en el convento, La ciudad de México), embajador de México en la República Dominicana, fue también periodista y promotor cultural de primer orden. Tuvo a su cargo los siguientes suplementos: México en la cultura de Novedades; La cultura en México, de Siempre!; Sábado, de Unomásuno; La Jornada Semanal, de La Jornada. Antes de unirse a la ‘expedición nostálgica’, publicó una serie de artículos protestando contra la instalación de MacDonald’s en los centros ceremoniales prehispánicos, y contra la estatua en el Zócalo al Turista Desconocido.”

El periodista

Desde muy joven Benítez ingresó en el periodismo en Revista de Revistas. Ya está presente en sus artículos su destreza narrativa y su pasión por la historia mexicana, apunta el poeta José Emilio Pacheco en el suplemento citado y recuerda que fue reportero estrella de El Nacional en la época de Lázaro Cárdenas. “Su primer libro, Caballo y dios, no ha vuelto a ser impreso ni releído. Contiene algunos relatos que mezclan ficción y realidad, como no se usaba entonces.”

Recuerda además que Benítez y Octavio Paz cubrieron para diversas publicaciones mexicanas la creación de la Organización de las Naciones Unidas, en San Francisco. Y resume: “Dirige El Nacional. Se pelea con Ernesto P. Uruchurtu, subsecretario de Gobernación. Renuncia. Queda desempleado. En 1949 aparece como director de México en la Cultura, suplemento de Novedades. Todo el medio siglo posterior estará dominado por los suplementos que él dirige”.

En México en la Cultura, creado en 1949, estuvieron figuras como Alfonso Reyes y el destacado diseñador gráfico español Miguel Prieto, así como jóvenes promesas como los escritores Monsiváis, Pacheco, Carlos Fuentes y Elena Poniatowska, y los artistas plásticos José Luis Cuevas y Vicente Rojo, este también como diseñador.

Poco antes de morir, Alfonso Reyes dijo en 1959 acerca de México en la Cultura: “La vida cultural de México (...) podrá reconstruirse, en sus mejores aspectos, gracias al suplemento de Novedades. Cuantos en él pusimos las manos tenemos mucho que agradecerle”.

Por un problema de censura Benítez tuvo que salir en 1961 de Novedades y con él se fueron más de 40 escritores y artistas. Casi todos y otros más reaparecieron en 1972 en La cultura en México, que Benítez dirigió hasta 1972, cuando lo sustituyó Monsiváis. En esa época publicaron un reportaje sobre el asesinato del líder campesino Rubén Jaramillo, que no agradó al gobierno priísta de Adolfo López Mateos.

Progresista y democrático

En un texto de 1992 publicado por La Jornada y reproducido en el citado perfil de 2000, Carlos Fuentes destaca acerca de la visión política de Benítez: Las batallas libradas por Fernando fueron incontables, por toda nación latinoamericana injustamente agredida, por la libertad de España y contra Franco. Los suplementos culturales dirigidos por Fernando fueron generoso asilo de la emigración española y, más tarde, de la sudamericana. Una foto sumamente dinámica muestra a Benítez enfrentándose al entonces jefe de la policía metropolitana que quería impedirles a los republicanos españoles manifestarse contra la visita de Eisenhower a Madrid ante la embajada estadunidense en el Paseo de la Reforma.

Los años 60 fueron particularmente relevantes en la vida política de Benítez, como apunta Fuentes: “Junto con Fernando, defendimos a los muchachos del 68, a José Revueltas y a Octavio Paz cuando renunció a la embajada en India y fue zaherido de manera infame por el presidente Díaz Ordaz, su gobierno y los medios de información. Tlatelolco nos marcó profundamente y quizá temimos en exceso que derivase hacia un gorilato mexicano: la argentinización del país”.

En los años posteriores Fernando Benítez dirigiría el suplemento Sábado, de Unomásuno, y más adelante, en 1984, participaría en la fundación del diario La Jornada, al lado de Carlos Payán, Carmen Lira y otros periodistas. Ahí, Benítez se encargaría del suplemento La Jornada Semanal, que también ha marcado una pauta en el periodismo cultural de México y que ahora es dirigido por el poeta Hugo Gutiérrez Vega.

Los indios de y en México

Acerca del fuerte vínculo del trabajo de Fernando Benítez con los indígenas de México, Monsiváis apunta en un fragmento, reproducido en la exposición Benítez en la cultura, que se exhibe en el Palacio de Bellas Artes hasta el 22 de enero: “Una obra literaria escrita en un idioma tenso, desgarrado, ávido, entusiasmado por la descripción, es también casi una novela, con el doloroso don narrativo que preside sus páginas; es etnología y antropología y sociología y una lección de teoría política porque, aun cuando la intensidad y la concentración de Los indios de México no permiten ni toleran la demagogia, la situación actual, la desesperación y la desesperanza de nuestra población indígena, no permiten ni toleran la indiferencia”.

En la muestra se recurre también a un fragmento del propio Benítez: Mi trabajo con los indios ha sido una experiencia espiritual que ha enriquecido notablemente mi vida. Yo no les he dado voz a los indios. No, no es así. Pero si no he sido yo quien les ha enseñado algo a esos 6 millones de mexicanos, son ellos los que me han enseñado a mí.

Pacheco reflexiona de igual modo: “Los indios de México, la gran serie que coincidió en el tiempo con Mailer, Capote y Wolfe, y representa para nosotros la cumbre del new journalism”.

Acerca de este nuevo periodismo referido por Pacheco, el propio Benítez decía: Yo no establezco esas fronteras arbitrarias que en México se hacen entre periodismo y literatura. Creo que el periodismo es literatura, literatura bajo presión, la presión del tiempo y de la actualidad. El periodista no tiene tiempo de pulir sus escritos, sin embargo ofrece los hechos antes de que pierdan actualidad.

En entrevista con La Jornada por esta celebración del centenario del nacimiento de Fernando Benítez, Elena Poniatowska resume: Benítez creía muchísimo en sí mismo y en su suplemento. Siempre decía que lo que él había escrito era genial, que lo que los demás escribían era genial, que era genial Carlos Fuentes, José Luis Cuevas. Y tenía razón. Decía que los que antes había promovido, ahora eran sus maestros, como Pacheco y Monsiváis. También destacaba el trabajo de Gastón García Cantú y de Jaime García Terrés. Benítez tenía el don de la alegría y de hacer reír a los demás. Por ejemplo, decía que llevaba paraguas en todo momento sólo para subrayar su elegancia.

domingo, 8 de enero de 2012

¿Por qué el silencio?

8/Enero/2011
Jornada Semanal
Javier Sicilia

Cuando hace casi nueve meses, en la Plaza de Cuernavaca, leí mi último poema dedicado a mi hijo Juan Francisco y me sumí en el silencio de la poesía, evoqué las palabras de Adorno: “No se puede escribir poesía después de Auschwitz. ” Para un padre, el asesinato de un hijo se llama Auschwitz. Para ese mismo padre, un país con 63 mil 700 muertos, más de 10 mil desaparecidos, más de 250 mil desplazados, cuyos números aumentan día con día, y noventa y ocho por ciento de impunidad, se llama también Auschwitz.

La afirmación de Adorno no quiere decir, sin embargo, que todo poeta debería, a partir de Auschwitz, o de su propio Auschwitz, dejar de escribir. Adorno es muy claro. No dice: “no debe escribirse”, sino: “no puede escribirse”. Yo, después del libro que escribí antes del asesinato de mi hijo, que concluye con el poema que le dedico, y que llevaba ya el aterrador y premonitorio título de “Los restos”, no puedo. Otros sí. Pienso en ese gran poeta que es Juan Gelman, que ha sufrido lo mismo que yo y que, sin embargo, desde su propio Auschwitz ha escrito muchos de los más bellos poemas de la lengua española. Pienso también en ese contemporáneo de Adorno, Paul Celan, que retomó la lengua alemana destrozada por los asesinos, para lanzarse en una de las más profundas e inquietantes aventuras poéticas: “Accesible –escribió en 1958, en su discurso de Bremen–, próxima y no extraviada, permanecía la lengua [alemana], en medio de todo lo que se perdió. Sí, la lengua no estaba perdida. Quedaba salvaguardada, a pesar de todo. Pero tenía que atravesar todavía su propia incapacidad de hallar respuestas, atravesar su terrible mutismo. Atravesar las mil oscuridades de un discurso homicida. Atravesó sin hallar palabras para describir lo que sucedía. Atravesó y le fue dado reaparecer, enriquecida por todo aquello. Esa es la lengua en que he intentado, a lo largo de aquellos años, y desde entonces, escribir poesía.”

La poesía de Celan se fue haciendo, sin embargo, más críptica, más intrincada, casi un balbuceo que frisaba el silenció y que concluyó con el silencio definitivo de su suicidio –su último gesto poético en el Puente Mirabeau, del que habla Apollinaire en ese poema que revela algo del amor y del tiempo– en 1970.

Yo, al dejar de escribir poesía, elegí estar en ese reverso: el silencio, de donde emana la palabra y en el cual se recoge.

El silencio, en este sentido, no es una renuncia, sino un retiramiento. Es también, como lo decía otro autor cuyo nombre no recuerdo: “Un grito, quizá el más poderoso de todos los gritos”; un grito que, en mi caso –porque nada, ni el poeta mismo, puede silenciar a la poesía que es una Gracia en él–, se ha articulado de otras maneras: a través de actos, de símbolos y de otras formas de la escritura.

Aunque la lengua española de México está salvaguardada, en medio del Auschwitz que continuamos viviendo, en sus poetas; en mi caso –y aunque sé que mi Juanelo se encuentra ya en la resurrección del Padre– habita –porque yo continúo en el cronos, es decir, en la historia– en el silencio del Viernes Santo, en ese sitio silencioso que busca, para retomar a Celan, atravesar su incapacidad de hallar respuestas, “su terrible mutismo”, “las mil oscuridades de un discurso homicida” que se ha adueñado de mi nación. Busca la resurrección de la carne de la Patria “para reaparecer enriquecida” y, en su dolor, transfigurada. Al decir esto, me miro en un poema del propio Celan: “En los ríos, al norte del futuro/ echo la red, que tú/ vacilante cargas/ con sombras escritas por/ piedras.” Celan habla de un esperado “aún no”, es decir, de un tiempo y un sitio que se hallan “al norte del futuro”, en unas aguas inaccesibles en las que las propias redes que pueden arrojarse en ellas están cargadas con todo el peso de lo que es y ha sido.

Mi vida hoy se encuentra, como he dicho, en el silencio del Viernes Santo –un sitio cargado del terrible dolor de mi historia y de la historia. Desde ese silencio oteo, dentro del tiempo, las aguas misteriosas y refrescantes de la resurrección que, “al norte del futuro”, aún no llega.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.



La palabra clara de Gabriela Mistral

8/Enero/2011
Jornada Semanal
Ximena Ortúzar

El nombre de Gabriela Mistral se vuelve universalmente conocido el 12 de diciembre de 1945, fecha en que recibe el Premio Nobel de Literatura, el primero para América Latina. Cincuenta y seis años antes –el 7 de abril de 1889– había nacido en Vicuña, pequeño pueblo del norte de Chile. Fue hija de Juan Jerónimo Godoy y de Petronila Alcayaga, quienes la llamaron Lucila. Su niñez, marcada por situaciones adversas –su padre abandona el hogar cuando ella tiene tres años y sus estudios primarios son interrumpidos por una injusta acusación de robo–, no anulan su férrea decisión de estudiar: nada ni nadie le cerrará las puertas del conocimiento.

Autodidacta, lee cuanto llega a sus manos. A los trece años tiene acceso a la magnífica biblioteca personal de un periodista. Se acerca así a los novelistas rusos, a los pensadores franceses, a los filósofos universales y a los grandes poetas.

A los quince años comienza a dar clases como ayudante en una escuela rural del poblado de Montegrande, donde su hermana Emelina es maestra.

En periódicos de la zona publica cuentos, poemas y artículos, firmados a veces como Lucila Godoy y otras con los seudónimos de Alma, Alguien y Alejandra Fussler. A los dieciséis se inicia como maestra rural en una escuela primaria de la ciudad de La Serena. Está capacitada para hacerlo, pero quiere legitimar su labor y obtener el título. Solicita el ingreso a la Escuela Normal de esa ciudad, pero es rechazada porque, a juicio del capellán de esa escuela, las ideas contenidas en sus escritos son “ateas y revolucionarias, incompatibles con la misión de formar niños.” Sin título, sigue como educadora.

Trasladada a la escuela de La Cantera, caserío cercano a La Serena, conoce a Romelio Ureta, empleado ferrocarrilero con quien, se cree, tuvo un breve romance mal correspondido. Tiene diecisiete años y sufre su primera decepción amorosa.

El 25 de noviembre de 1909 él se suicida. Ella escribe –en su memoria– los Sonetos de la muerte y con ellos gana –en diciembre de 1914– el primer premio de los Juegos Florales de Santiago, certamen de literatura organizado por la Sociedad de Artistas y Escritores de Chile. Los firma como Gabriela Mistral, seudónimo que adopta en homenaje a dos de sus poetas favoritos, Gabriele D’Annunzio y Frédéric Mistral, y que usará el resto de su vida. Tiene entonces veinticinco años. Sigue dedicada a la docencia y sigue escribiendo poesía.

Aunque en 1910 convalida sus conocimientos en la Escuela Normal N°1 de Santiago y obtiene, por su preparación y experiencia, el título oficial de Profesora de Estado, sus colegas no la reconocen como tal. Recorre el país enseñando, de norte a sur. En 1918 Pedro Aguirre Cerda, ministro de Educación –que en 1936 será presidente de la República–, le concede el título honorífico de Profesora de la Lengua Castellana y la nombra directora del Liceo de Punta Arenas. Dirigirá después un liceo en Temuco y otro en Santiago. Pese a sus avances, no está conforme. Nada le ha sido fácil en Chile. Y no lo será.

México, alternativa y desafío

Sin haber publicado un libro, sus versos recorren América Latina y llegan a Europa. Su prestigio como educadora crece también. En 1922, José Vasconcelos, secretario de Instrucción Pública, la invita a México para integrarse al proceso de la primera reforma educativa de grandes dimensiones tras la Revolución mexicana, con una misión concreta: alfabetizar. Gabriela Mistral tiene treinta y tres años. Chile vive tiempos de “ausencias y abandonos”. Decide alejarse y ser, ella misma, “La Extranjera” que describe en su poema de ese nombre.

México le ofrece la invaluable oportunidad de desarrollar en plenitud su idea de un quehacer educativo innovador, que intentó en las escuelas rurales chilenas y para el cual no tuvo apoyo. Esa invitación es una alternativa y un desafío. Asume el compromiso y se entrega plenamente a la labor educacional. Va en busca de quienes necesitan saber leer y escribir; lo hace “en trenes de locomotora a vapor, entre revolucionarios, en carreta tirada por caballos o bueyes... y sin miedo al vértigo [cruza el país] en los primeros aeroplanos”.

Aporta a México el sistema básico de enseñanza de las primeras letras en comunidades de campo y marginales –creado por ella y hoy vigente en toda América– y sugiere la creación de la Escuela Nocturna para trabajadores, que experimentó en Punta Arenas, ciudad austral de Chile, entre 1918 y 1920.

En México escribe –a solicitud de Vasconcelos– Lecturas para mujeres, editado por la Secretaría de Educación en 1923; una recopilación de textos para las alumnas de la escuela que ha fundado y donde enseña. Está segura de que la mayoría de ellas no continuará sus estudios. Se trata, dice, de “darles en esta obra una mínima parte de la cultura universal, que no recibirán completa y que una mujer debe poseer”.

En 1924 parte rumbo a Estados Unidos, donde su libro Desolación ha sido publicado dos años antes, para seguir luego a Europa. A bordo del barco Patrie, escribe:

Desde la otra orilla, la ajena, yo miro con el espíritu, yo recojo en una gran bebedera de recuerdo, el país que he recorrido con los trenes trepidantes o con el paso lento de mi caballo de sierra, México, el territorio trágico y suave a la vez, donde un pueblo parecido al nipón vive en cada día la cordialidad y la muerte. Y esta mirada mía, recogedora de cuarenta panoramas, me lleva al corazón una oleada de sangre calurosa.

Gracias a México, por el regalo que me hizo de su niñez blanca; gracias a las aldeas indias donde viví segura y contenta, gracias al hospedaje, no mercenario, de las austeras casas coloniales, donde fui recibida como hija; gracias a la luz de la meseta, que me dio salud y dicha; a las huertas de Michoacán y de Oaxaca, por sus frutos cuya dulzura va todavía en mi garganta; gracias al paisaje, línea por línea, y al cielo, que como en un cuento oriental, pudiera llamarse siete suavidades.

Pero gracias, sobre todo, por estas cosas profundas: viví con mi norma y mi verdad en esa tierra y no se me impuso otra norma; enseñando tuve siempre el señorío de mí misma; dije con gozo mi coincidencia con el ambiente, muchas veces, pero dije otras mi diversidad. No se me impuso forma de trabajo: tuve la gracia de elegirlo; cuidaron de no darme fatiga, tal vez porque me vieron interiormente rendida; nada de la patria me faltó, y si la patria fuese protección pudorosa, delicadísima, México fuera patria mía también.

Nada la detuvo, nada la cambió

Trabajar a los quince años de edad –desde 1904– dejará huella en Lucila. En Chile y en América, las mujeres luchan por su derecho al voto. Ella apoya sus demandas y va más lejos: pide igualdad salarial para hombre y mujeres que realicen igual trabajo. Defiende los derechos de los trabajadores, de los indígenas, de los campesinos. Aboga por una reforma agraria y por educación pública universal. Todo esto ocurre en el primer cuarto del siglo XX.

En 1925, invitada a participar en el Consejo Nacional de Mujeres, advierte que aceptará si participan también las sociedades obreras, para reflejar la realidad de las clases sociales de Chile. Dice: “La clase trabajadora no puede ser menos de la mitad de los representantes en una asamblea cualquiera, ella cubre la mitad de nuestro territorio, forma nuestras entrañas y nuestros huesos. Las otras clases son una especie de piel dorada que la recubre.” Muchos años después, enaltecida y laureada, reitera: “La clase dentro de la cual me siento, aquélla de la que espero más y a la que amo de corazón es la clase obrera.” No aceptó límites a sus propósitos, ni renunció a su esencia.

Consagrada por el Premio Nobel, reconocida a nivel internacional, editada en múltiples idiomas, homenajeada y honrada con cargos diplomáticos –es la primera mujer chilena en ejercerlos–, Gabriela Mistral sigue fiel a los principios que la llevaron, por intuición primero y por conocimientos después, a apoyar causas nobles y a denunciar injusticias.

Sigue con interés cuanto ocurre en el mundo. Mantiene correspondencia y amistad con intelectuales y líderes de diversos países. Define posiciones. Famosa y respetada, utiliza sus tribunas para apoyar abiertamente la lucha de Augusto Sandino contra la intervención estadunidense en Nicaragua. Afirma: “El general carga sobre sus hombros vigorosos de hombre rústico, sobre su espalda viril de herrero y forjador, con la honra de todos nosotros.” Y urge –en numerosos artículos de prensa publicados entre 1928 y 1930– a apoyar al que llama “pequeño ejército loco de voluntad de sacrificio”. Sandino la nombra “abanderada intelectual del sandinismo, benemérita del ejército de liberación”.

Se opone con fuerza al fascismo desde sus inicios. Critica a Mussolini, adhiere a la causa republicana durante la Guerra civil española y dona los derechos de autor de su libro Tala a los albergues catalanes para niños vascos huérfanos o desplazados por las fuerzas de Francisco Franco. No vuelve jamás a España.

En 1950, desde Veracruz –donde es cónsul de Chile– publica “La palabra maldita”, texto que recorre el mundo, en plena Guerra fría. Habla de la paz, “este vocablo tachado en los periódicos, este vocablo metido en un rincón, este monosílabo que nos está vedado como si fuera una palabra obscena”. Entretanto, escribe sin cesar: 379 poemas suyos son publicados. Hoy se sabe que existen al menos otros 150 inéditos.

Después de viajar por el mundo, se establece en California. Regresa brevemente a Chile en 1954 y recibe múltiples homenajes con sabor a desagravio: Desolación se publicó allí un año después que en Estados Unidos; el Premio Nacional de Literatura le fue otorgado seis años después de recibir el Premio Nobel.

En 1923 se erige en México una estatua de Gabriela Mistral en la escuela-hogar que lleva su nombre, décadas antes de que algo similar ocurra en Chile. En ese viaje y en ese año se publica el libro Lagar, la única de sus obras cuya primera edición es editada en Chile. (Su último libro, Poema de Chile, se publicará en 1967, diez años después de su muerte.) Su país, al que llenó de gloria, le ha sido esquivo.

Sabe que no regresará. Dispone en su testamento que todos los derechos de sus obras que se publiquen en Sudamérica sean destinados a los niños de Montegrande, donde se inició –cincuenta y dos años antes– como maestra rural.

Gabriela Mistral encarna lo que dice en sus versos y muere en tierra ajena, “de una muerte callada y extranjera”, el 10 de enero de 1957, en Nueva York.