sábado, 17 de septiembre de 2011

Cobardía

17/Septiembre/2011
Laberinto
David Toscana

A veces la historia pasa frente a ciertas personas con su rara belleza, con sus rubios cabellos de trigo garzul.

La primera vez que lo vi claro, fue en el mundial de futbol de España. Jugaba Alemania Occidental contra Austria. En el minuto diez, los alemanes anotaron un gol. Ese marcador calificaba a ambos equipos y mandaría a Argelia de vuelta a casa.

Sin duda fue el peor partido del siglo. Los ochenta minutos restantes se estuvieron pasando la pelotita de un lado a otro sin hacerse daño, sin siquiera simular que se hacían daño.

El árbitro era el escocés Robert Valentine, y yo estuve esperando el momento en que sacara la tarjeta roja y se la mostrara a los veintidós jugadores. Ahí estaba la historia susurrándole al oído: ¿quieres que te recuerden por los siglos de los siglos? ¿Quieres cambiar el futbol para siempre? ¿Quieres convertirte en un ejemplo de carácter, de valentía? ¿Quieres ser el hombre que hizo lo correcto en el momento correcto? ¿Quieres que antes de cada mundial se repita esa escena en que disparaste la tarjeta roja?

Robert Valentine respondió que no a todas las preguntas. Eligió conservar la chamba. Pitó en el minuto noventa y se fue a casa sin pena ni gloria.

Aunque un partido de futbol es poca cosa comparado con el destino de un país, me acordé varias veces de ese duelo entre germanos donde no pasó nada al experimentar día con día la presidencia de Fox. La historia lo puso en un sitio de privilegio y se conformó con pedalear la bicicleta apenas lo suficiente para no caer.

Claro que tiene un lugar en los libros, mas este es muy puntual: el 6 de julio de 2000. De ahí en delante hay poco que recordar.

Calderón, ni se diga, la mem chos, junto con todo su equipo de chambistas.

Hace años que nuestros políticos tienen sentada a la historia en una oscura antesala. De vez en vez se le aparece un funcionario para decirle que el licenciado está ocupado, que vuelva otro día u otro sexenio. Ella espera con paciencia, aunque no ve el momento de que la reciban.

Ayer la vi pasar. Qué innata realeza de porte, qué formas bajo el fino tul. Con febril premura la seguí, pero me dijo que no estaba interesada en alguien como yo. Sin embargo, aceptó tomarse una cerveza.

Entre trago y trago, me contó que López Portillo se la llevaba de juerga. De la Madrid le dio un soporífero y ni la tocó. En cambio Salinas la llevó de compras. Ya es algo.

Me dijo que hace poco estuvo en la SEP. Se hizo acompañar de Kant, Aristóteles, Hegel y Voltaire, pero el secretario la regañó. No me andes presentando gente que no conozco.

Al final de la noche, yo estaba enamorado de ella. En el bar, todos me miraban con envidia.

El que se acuesta conmigo es inmortal, me dijo, ninguna otra mujer da el placer, la grandeza, la belleza, el hechizo que yo doy. Vine a México porque me dijeron que aquí había hombres, pero sólo he hallado hombrecillos que me ignoran por dinero, por orgullo o por cobardía. También por estupidez.

Me dijo que esperaría hasta el siguiente sexenio. Porque le gustaba ser de un solo hombre. Después, se acostaría con todos, como lo hizo en 1910.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Así escribo: Kyra Galván

Septiembre/2011
Nexos
Kyra Galván

Desde que compramos la casa, le eché el ojo. Nadie le hizo caso, excepto yo. Era un espacio pequeño, pero iluminado y con vista al jardín. Originalmente, el espacio estaba destinado a servir de alacena, así que contaba con entrepaños, que no eran para libros porque eran profundos, pero en mi cabeza ya eran libreros. Sólo les faltaba una buena pintada. Instalé mi estudio y coloqué mis libros de poesía y algunos documentos personales de importancia. En las paredes coloqué dos litografías de Egipto que había comprado en el Museo Metropolitano y unas viejas acuarelas de Pompeya.

El problema empezó cuando mi estudio le gustó a toda la familia. De hecho, comenzó cuando mi marido me sorprendió regalándome una computadora de último modelo. Lo que no sabía entonces era que el regalo tenía plan con maña. El truco era compartir la computadora, y por ende, el espacio, con mi marido, a quien de pronto le urgía preparar sus clases para la universidad y tenía que entrar a internet y con su compu no podía. Con mi hija preparatoriana que le urgía escribir un ensayo de antropología para el día siguiente y no podía imprimirlo en la suya porque no tenía tinta, o con mi hijo menor, que cada semana descubría unos sitios nuevos de juegos en internet, plagados de virus.

Me tomó varios años de pleitos, gritos y sombrerazos convencerlos a todos que el lema “la computadora sí es personal”, era una verdad universal y bien asentada. Ya había, más o menos, salvaguardado mi espacio de intrusos, cuando una mañana de domingo, mi hija mayor encontró dos gatitos abandonados en la puerta de mi casa. Bueno, el caso es que uno escapó, y el otro estaba tan maltrecho que pensamos que no sobreviviría. Pero sobrevivió y le pusimos por nombre Moira, por eso del destino. Aunque siempre ha sido un poco amargada, lo que justificamos por su trauma inicial en la vida, adoptó, por alguna extraña razón, mi estudio como su territorio principal. Ahora tengo que lidiar con los mechones de pelo que hay que limpiar, quitar su cola peluda cuando se acuesta encima del regulador o tolerar sus súbitos ataques de amor, que la impulsan a pasear ronroneando enfrente de la pantalla de la computadora.

Ah, pero dirán queridos lectores, que fuera de esas nimiedades, mi estudio es un lugar de paz y tranquilidad, donde puedo explayarme ejerciendo mis labores literarias. Eso, porque no les he contado cómo se desarrolla un día más o menos normal.

Me siento a trabajar cerca de las diez de la mañana, después del baño y el desayuno, generalmente, parada, mientras “pienso” qué menú preparé para ese día, qué hay en el congelador y preguntándoles a mis muchachas, que más parecen margaritas gautiers a punto de tirar su pañuelo de seda, que aguerridos corchetes, si falta pan, tortillas, queso o jamón.

Mientras reviso mi correo electrónico, suena el teléfono. Y suena y suena y nadie contesta, porque Margarita Gautier estará en el baño. Contesto para encontrarme con alguien que está decidido a otorgarme una nueva tarjeta de crédito, que además me da descuentos en hoteles a los que nunca iré. Después de despedirlo de la manera más correcta posible y cuando estoy a punto de abrir el documento en el que trabajo, tocan el timbre. Margarita G. creo que está ocupada haciendo las camas, porque no contesta. Después de un rato vienen a avisarme que es el señor que nos trae el huevo, que si tengo dinero. Por no subir a traer mi bolsa y perder más tiempo, les digo que le pidan que nos fíe. Pero al rato vienen a preguntarme, cuando estoy empezando a concentrarme en mi documento, que si van a hacer pepinos o jícamas. Cuando estoy en el punto máximo de inspiración, mi hija, que ya es universitaria, me habla por teléfono para darme instrucciones urgentes, que vaya a su cuarto, prenda su computadora y busque un documento de autocad y que se lo envíe por correo porque si no seguro la reprueban. Me toma como media hora encender su computadora y buscar el programa porque tiene el Windows 7 del que no entiendo nada. Me toma otra media hora encontrar el documento y enviárselo. Cuando por fin regreso a mi sacrosanto lugar de trabajo, el que me ha costado tanto esfuerzo defender, me notifican que no hay crema para los tacos y que vienen a entregar un paquete y hay que firmar con una identificación oficial, la cual, Margarita Gautier, no posee.

Cuando por fin, para retomar el hilo de mi inspiración, tengo que volver a leer el documento completo por tercera vez, mi hijo menor llega de la escuela con cara de pocos amigos y se sienta en mi estudio, con el propósito de que le dé el cien por ciento de mi atención. He sido, pienso, medio-cocinera, medio-administradora, medio-recepcionista, y ahora seré medio-madre. El ser escritora ya es un completo milagro.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Borges: la inmortalidad como destino

11/Septiembre/2011
Jornada Semanal
Carlos Yusti

Mirar el río hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.

Jorge Luis Borges

La noria de recuerdos y celebraciones cada tanto vuelve a tocar a Jorge Luis Borges. Ocasión propicia para recordar uno que otro libro en torno a su obra y que por esa rara mecánica del azar de la literatura han quedado como sepultados/olvidados.

Alejandro Rossi aseguró que escribir sobre Borges era resignarse a ser el eco de algún comentarista escandinavo o el de un profesor estadunidense, sesudo y tesonero. Lo cierto es que Borges da para mucho (y para todos).

En un texto de Tomás Eloy Martínez sobre una visita-entrevista realizada al poeta Saint-John Perse no podía faltar el autor argentino. La crónica se inicia con un tono grave: “Hace quince días iba yo en busca de un hombre que estaba a punto de morir.” Con un buen pulso narrativo entramos a la casa del poeta en un pueblito perdido cerca del mar. Perse está en cama aquejado de gota. Durante la conversación el tema Borges fue inevitable, para ese tiempo el escritor de laberintos y ficciones se había convertido más que un autor en un tema incomodo. Perse, que había tenido breves encuentros con Borges, contó: “Me sorprendió saber que detestaba a Rimbaud y que consideraba en cambio a Verlaine y a Victor Hugo como los únicos poetas de Francia. Me sorprendió aún más saber que concedía a sus poemas, demasiado lógicos, demasiado enfermos de racionalismo, una importancia superior a la de sus esplendidas ficciones.”

Aquellas palabras de Perse subrayaban mi convicción de que Borges poeta era prescindible y que en sus poemas, de manera deliberada, recurría a la pirotecnia de la erudición para volverse un clásico antes de tiempo. Pero Borges comenzó como poeta y su primer libro se lo costeó él mismo. El libro impreso se lo mostró a su padre y éste le dijo que no tenía nada qué decirle, que debía enfrentar por su cuenta sus errores. Borges confesó: “mi padre hubiera querido ser escritor y no pudo. Dejó algunos sonetos, una novela, muchos trabajos que destruyó. Entonces se entendía de un modo tácito, que es el modo más eficaz para que se entienda una cosa, que yo iba a cumplir ese destino que le había sido negado a mi padre”.

Al respecto de sus poemas dijo que muchos de sus amigos le decían que era un intruso en la poesía y que debía dejar de escribir versos. En su defensa alegó que a él le gustaban los versos que escribía. Apreciar la poesía de Borges en su justa dimensión pasa por un pequeño libro escrito por Guillermo Sucre titulado Borges el poeta. Sólo un buen ensayista e inobjetable poeta como Sucre, aparte de traductor de Saint-John Perse, podía encarar el reto de una poesía escrita desde el raciocinio de ese lector inverosímil que en suma fue Borges. Sucre destaca: “El Borges que reflexiona en sus relatos y en sus ensayos es el mismo que medita ensimismado o fervorosamente en sus poemas. Incluso hay páginas de su prosa que se imponen más por cierto arrebato, cierto juego libre del pensamiento y de la sensibilidad; hay en ellas tanta pasión como en su poesía. La poesía de Borges no pierde, sino rara vez, su contención, su secreto rumor; su simplicidad puede a veces desorientar: hay en ella más profundidad de la que se cree.”

Sucre asevera que es más bien un escritor que exige mucho y no hace concesiones: “Ni los que aspiran a enrarecer al Borges de los relatos y los ensayos, ni los que simplifican al Borges poeta, parecen estar en lo cierto.” El libro Borges poeta no sólo le otorga cualidades a la poética de Borges, sino que va develando sus trucos eruditos para sorprender; va descubriendo al autor que piensa con verbosidad libresca sus metáforas y al hombre sensible que desde niño se crió “detrás de una verja de lanzas, y en una biblioteca de ilimitados libros ingleses”. Sucre como poeta va a la raíz de los poemas de Borges y los examina también sin hacer concesiones: “Son sus metáforas menos persuasivas y, queriendo sorprender, son precisamente las que menos sorprenden. Descubren demasiado su mecanismo. Ya es el gusto por la brusquedad, por el impacto: “La luz a puñetazos/ abre un boquete en los cristales.” Ya la excesiva intencionalidad y el cálculo: “Vienen del patio donde el aljibe es una torre invertida/ entre dos cielos.” Ya el rebuscamiento: “Alguien descrucifica los anhelos/ clavados en el patio.” Otras veces se cae en un inútil hermetismo, en una desmedida acumulación de elementos. No son ejemplos aislados, pero tampoco dominantes. Abundan especialmente en Fervor de Buenos Aires, no así en los dos libros posteriores. Hay, incluso, pequeños poemas que no consisten sino en un puro juego metafórico. Citaremos un ejemplo, pero no sin añadir también que en él se intuye una influencia más que todo expresionista, y sin dejar de reconocerle cierta fuerza expresiva:

“Más vil que un lupanar/la carnicería rubrica como una afrenta la calle./ Sobre el dintel/una cabeza ciega de vaca preside el aquelarre/de carne charra y mármoles finales/ con la confusa majestad de un ídolo.”

El libro de Sucre sobre el poeta que hay en Borges es una lección de lectura por encima de cualquier prejuicio, y entre algunas de las conclusiones del libro esta me parece la más acertada: “El destino de Borges se identifica, en última instancia, con el destino de la palabra, del poema, de la poesía misma. De ahí su valor ejemplar.”

Borges escribió su poesía pensado en lectores futuros y se sirvió de su inteligencia y memoria libresca para escribir poemas como pasajes a la inmortalidad; no quería estar en el ruido del momento, quería ser un rumor que viaja a través de los siglos cabalgando sobre metáforas sin fisuras en las cuales la perfección fue lograda con paciente artesanía, quizás su poesía parezca fría o sin emoción, quizá carezca de esa vibración musical de la piel, pero su efectividad lírica estriba en lo que expresan, en lo que dicen con un inesperado efecto de lucidez, ilustración y belleza. Borges apostó por ello y sólo el tiempo tendrá la última palabra.

sábado, 10 de septiembre de 2011

Desmantelar las universidades

10/Septiembre/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

En estos años ocurre un giro que no recibe suficiente atención en los medios: la agresión hacia el sistema público universitario a nivel global.

Desde la crisis general de presupuesto de la Universidad de California —el sistema universitario público más prestigioso del planeta— hasta el particular fin del Departamento de Filosofía en la Universidad de Middlesex en Inglaterra, la universidad en Occidente tambalea.

Aun casos excepcionales como Suecia —cuyo acceso a la universidad era gratuito— han dado un giro preocupante.

Los datos muestran que internacionalmente vivimos un retiro de fondos gubernamentales que empuja a las universidades a cerrar programas, aumentar colegiaturas y perder autonomía.

El modelo neoliberal privatiza las universidades públicas y las modifica para proveerse de empleados acríticos.

La autocrítica de Occidente fue alimentada por las universidades. Pero hoy se busca destruir la (débil) alianza que construyó la vida universitaria con distintos anti-capitalismos.

En Norteamérica, por ejemplo, muchas universidades públicas fueron refugio de ideas izquierdistas. Reagan las puso en la mira. Des-izquierdizarlas es el objetivo final.

Se alega que simplemente les llegó la crisis económica mundial y la homogenización a reglas trasnacionales. Por eso se les obliga a seguir lineamientos de empresa.

Pero aún hay algo detrás de la ya de por sí salvaje conversión al neoliberalismo.

Después del medievo, Occidente reformó paulatinamente su educación superior hasta volverla bandera del laicismo, el racionalismo y la superación integral (o, al menos, socioeconómica) de los estudiantes. La Ilustración fue un proceso contradictorio —en nombre de la Razón se justificó la barbarie— pero sólo hay algo peor que la Ilustración: la anti-Ilustración.

El desmantelamiento de las universidades no sólo obedece al “nuevo orden mundial” —lema de los últimos cinco presidentes norteamericanos— sino a un movimiento cultural mucho más hondo: Occidente se arrepintió de propagar los valores educativos (humanistas) del Renacimiento.

Hoy peligra la idea de la universidad como método de liberación; debido a que la universidad, a pesar de todos sus defectos, funcionó.

Si no del yugo económico, la universidad ayudó a liberar a millones de humanos del yugo psicológico de religiones y gobiernos. No sólo vía sus aulas sino, sobre todo, por las ideas desarrolladas y propagadas desde las universidades.

Si la universidad (incluso tal como la conocemos) continuase, las religiones caerían en pocos siglos y la esclavitud política de muchas regiones del planeta cada vez sería menos tolerable.

El sistema capitalista ya se dio cuenta que si permite que las universidades sigan operando, lo echarán abajo.

En la era post-moderna, la universidad —utopía moderna— será dinamitada.

Palabra y pensamiento de Jerome Rothenberg

10/Septiembre/2011
Laberinto
Evodio Escalante

Imagino a Jerome Rothenberg como un bardo de los tiempos homéricos. Como un testigo tribal, porfiado y aglomerante, que da cuenta de las victorias y los desastres comunitarios, de los triunfos sublimes y las recaídas en el cieno de la mercadería o la barbarie civilizada. Lo imagino como un actor multitudinario. Como un recitador sonambúlico. Como un performancero de la talla de John Cage o de María Sabina. Como un feliz émulo de Tzara y de Huelsenbeck trasplantado a ese gigantesco Cabaret Voltaire que son los Estados Unidos. Lo imagino como el portavoz de una sabiduría ancestral que se disfraza de poeta dadaísta, o mejor, como un poeta dadaísta que se coloca encima la piel del chamán para engañarnos a todos con la verdad. La vanguardia o la muerte, este podría muy bien ser su grito de batalla. Pero se trata de una vanguardia pluricéntrica y a la vez pluriétnica que mezcla sin ningún problema lo más antiguo con lo más nuevo, la tradición más legendaria de una poesía curativa que pervive en los indios americanos con la poetry of language, en apariencia inocua, surgida del posmodernismo. Lo imagino sediento de verdad y de alucinaciones subiendo a pie la sierra Mazateca, en Oaxaca, en busca de los hongos sagrados, o recorriendo mudo de asombro el camino que lleva de Ostrow-Mazowiecka, el pueblo donde habían vivido sus padres en los años veinte del siglo pasado, a lo que queda del campo nazi de exterminio en Treblinka a poco más de veinte kilómetros de distancia, y casi lo escucho pronunciar en voz alta mientras se aproxima al campo khurbn, khurbn, khurbn otra vez, la palabra yiddish que significa destrucción, ruina, devastación, estrago, khurbn, como si se tratara de una oración profana, tierna y rabiosa a la vez, en lugar de la palabra holocausto que él rechaza por sus asociaciones religiosas y ceremoniales. Lo imagino escuchando a Ornette Coleman con la misma devoción con que habría que escuchar a Karlheinz Stockhausen. Lo imagino devastado por el lenguaje, expulsado de él por fuerzas muy superiores, por duendes malignos que García Lorca no llegó a percibir, y lo veo igual recuperando como de milagro ese flujo precioso que el Querubín Guardián había tratado de arrebatarle, celoso de las puertas del paraíso. Lo veo recuperando la semántica de la piedra, el aura del escupitajo, el resplandor del improperio, la impronunciable voz que hablamos y que habla simultáneamente a través de nosotros: “la única palabra que el poema permite/ pues es la suya/ la palabra como preludio al grito/ que entra/ a través del culo/ circulando por las tripas/ y se rompe/ en un alarido en un grito/ es su grito lo que me pone a temblar/ sollozando en oshvientsim/ y el que permite que el poema surja”.

Jerome Rothenberg viene de la antropología y de Charles Olson, de la poesía indígena norteamericana y de sus raíces hebraicas, de la poesía visionaria de Blake y de Walt Whitman, de Rilke y Pound, de Hölderlin y Vallejo, del cubismo de Gertrude Stein y de los cantos ceremoniales de María Sabina, de las audacias de William Carlos Williams y de las propuestas de John Cage y de Marcel Duchamp, que para él son fundamentalmente poetas. Mesósticos y discos visuales como gran prueba.

Su interés por lo originario no tiene ninguna relación con la arqueología, o con lo que Nietzsche llamaría la “historia anticuaria”. Lo primordial está vivo en nosotros, aunque acaso está sepultado o reprimido por las capas dizque civilizatorias. El propio Rothenberg lo precisó bien en el prefacio de su libro Técnicas de lo sagrado: “Primitivo significa complejo”. La idea de una poesía centrada-en-el-lenguaje no remite en él a una idea elitista o conformista del quehacer poético; al contrario, implica redescubrir la fuerza de la palabra que anida en las más antiguas oraciones y en las prácticas ancestrales de los chamanes. Este lenguaje, por fuerza, conduce a un más allá de la experiencia cotidiana, limitada por el hábito o el “sentido común” y se convierte en visión. Cito una amplia declaración de Rothenberg: “El proyecto etnopoético —el cual me concierne de manera central— ha buscado derogar el desprecio a la conciencia, honorar las formas subterráneas que han mantenido viva una virtual poética de liberación, conectar nuestra obra con obras tradicionales que ponían el énfasis en la transformación y no en la estasis. Y esto no ha sido solamente una búsqueda estética sino una búsqueda de modelos para una nueva sociedad basada en su pasado humano real y en su potencial: modelos comunales, ecológicos, participatorios, liminales (transformacionales). Éstos no han sido invenciones efímeras —la obra de una vanguardia que ha perdido su visión a futuro y su nombre, sino el propósito y el proyecto central de este siglo, que ahora se rinde para nuestro propio riesgo”.

La palabra es para Rothenberg un reactivo alquímico que ha de servir para transformar la mente, para despertar lugares oscuros de la conciencia. Para iluminar, si empleamos este término tan manoseado pero que algo conserva de su significado trascendental. Me ilumino del mundo cuando lo contraigo y lo sintetizo, cuando depongo el yo limitado de la conciencia burguesa en favor de un yo plural que da la voz por todos, cuando trasciendo el ojo retiniano, pintoresquista, y el plano estrecho de la experiencia en favor de imágenes que condensan una visión: una forma de penetrar en la realidad. Afirma Rothenberg: “El poema es el registro de un movimiento de la percepción a la visión”. Este solo enunciado lo coloca en la misma posición de Blake y de Rimbaud. Su búsqueda es la misma. Qué equivocados quienes piensan que las vanguardias ya se desgastaron y que son cosa del pasado, que las podemos arrumbar en el clóset de los cachivaches viejos e inservibles. Qué equivocados aquellos que sugieren que las vanguardias se quedaron girando en las dos o tres primeras décadas del siglo anterior, como sostenía por cierto Octavio Paz. Hay que ser muy reaccionarios para no darse cuenta que la vanguardia es nuestra ave Fénix de la estética, y muy ciegos para no advertir que Hölderlin y Rimbaud, que Kurt Schwitters y Hugo Ball son perfectamente nuestros contemporáneos.

No el ilusionismo de la imagen impresionista. En su lugar: la imagen honda, profunda, que brota de la tierra, la visión que trastorna, el alucine del brujo o de la hechicera que al transformar la mente transforma al mismo tiempo la realidad. Aunado esto, por supuesto, a una lucha desde abajo contra la opresión. La imagen honda termina siendo una imagen antiautoritaria y de cierto modo anarquizante pues quiere cambiar el mundo. Lo cambia desde la marginalidad de una palabra que siempre está en peligro de ser excluida y pisoteada. Por eso ha dicho Marina Tsvetayeva: Todos los poetas son judíos. Son judíos aunque no sean judíos. Esto quiere decir que al escribir poemas devengo el judío de mi propia lengua y que me someto por ello a una extranjeridad radical. Voz del pueblo, palabra comunitaria, por un lado, inusitada soledad del poema, por el otro. Kafka, citado por Rothenberg, se pregunta: “¿Qué tengo en común con los judíos?” Y él mismo inmediatamente se contesta: “Difícilmente tengo algo en común conmigo mismo”. Esta, aunque no nos guste, es una tremenda verdad de la literatura bien entendida. Diría más: es su verdad abismal. Rimbaud, el genio de las visiones, ya lo anticipó cuando condensó en tres palabras: Yo es otro.

Este axioma (Yo es otro) sigue siendo la premisa insuperable de nuestro tiempo. Quiero decir, del tiempo al que pertenece Jerome Rothenberg.


El Encuentro Internacional de Escritores “Literatura en el Bravo”, que hoy concluye en Ciudad Juárez, dedica su última velada a Jerome Rothenberg (1931), al que le será entregada la Medalla al Mérito Literario del Festival Internacional Chihuahua 2011. Participan en este homenaje Jorge Humberto Chávez, coordinador de Literatura en el Bravo, el poeta francés Pierre Joris y los mexicanos Enrique Servín, Evodio Escalante y Heriberto Yépez, uno de los más atentos lectores de Rothenberg, de quien este año tradujo y prologó el poemario 25 caprichos a partir de Goya y la antología Ojo del testimonio. Escritos selectos 1951-2010. Asimismo, el próximo 13 de septiembre, en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes, acompañado por Evodio Escalante y José Vicente Anaya, Rothenberg ofrecerá una lectura de sus poemas.

sábado, 3 de septiembre de 2011

La universidad no es para ti

3/Septiembre/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Mucha gente no cree que todo ser humano deba llegar a la educación superior. Hay quien incluso despotrica contra el derecho a la universidad.

Alegan, por ejemplo, que llegar a la universidad es un privilegio para quienes puedan pagarla o para quienes alcancen cierto puntaje en un examen.

Pero hacerle una prueba de admisión a alguien —de 18 años— para permitirle la profesionalización es tan ilógico como hacer una entrevista para dar ficha a la escuela primaria.

Muchos no lo ven así. Los gobiernos ya los amaestraron para justificar la exclusión.

En la realidad desprejuiciada, alguien puede entrar a la universidad incluso con un bajo nivel académico y en cuatro años de trabajo terminar con un nivel sobresaliente (tomando en cuenta estándares internacionales).

El acceso a la universidad, no obstante, está siendo bloqueado en el primer y tercer mundos.

Entre 1982 y el 2007, el costo de estudiar en una universidad se incrementó 439 por ciento en Estados Unidos.

En el 2008, el costo promedio de ir a un college público era de 14 mil dólares mientras que pertenecer a un privado, 35 mil dólares al año.

Paradoja: frecuentemente un estudiante se endeuda con una institución privada para poder estudiar en una universidad pública norteamericana. Además, el sistema de universidades públicas en Estados Unidos prácticamente está siendo desmantelado.

En Inglaterra, debido a reformas recientes, a partir del 2012 el 58 por ciento de las universidades cobrarán 9,000 libras (más de 180 mil pesos) ¡por un año de universidad!

Se calcula que en el 2027, los estudiantes deberán el equivalente a la cuarta parte de la deuda nacional de Inglaterra.

El futuro gris de los jóvenes ingleses es uno de los combustibles de las intensas protestas y disturbios callejeros de los últimos meses.

Si alguien quiere entender las actuales protestas estudiantiles en Chile hay un dato esclarecedor: el 25 por ciento del costo del sistema educativo es cubierto por el Estado, mientras que el 75 por ciento es sostenido por las familias de los estudiantes.

Esta situación se remonta a la dictadura de Pinochet.

Estudiar la universidad en Chile, Estados Unidos e Inglaterra (y otros países) significa, para muchos, endeudarse y, obviamente, excluir a las clases pobres.

Aunque el costo parecería menor en México, la universidad casi está prohibida para la mayoría. Menos del 20 por ciento de los jóvenes en edad de universidad, accede a una licenciatura.

Podría citar más cifras alarmantes. Baste un último —referente a la cultura que originó la idea de universidad hace más de dos milenios—: entre el 2010 y 2011 el presupuesto de las universidades en Grecia fue reducido a la mitad.

Estos datos son apenas la punta visible de una crisis brutal de Occidente. El próximo sábado explicaré cuál es la base oculta de este iceberg.

Tentaciones de la promesa

3/Septiembre/2011
Laberinto
Armando González Torres

En Alfonso Reyes habitan muchos autores potenciales y el fantasma de un genio malogrado; habitan también un hombre público prominente y un personaje privado que fascina por su humor y bonhomía. Por su utilidad para develar estas distintas facetas y por su inmenso valor testimonial, la publicación de los diarios de Reyes era largamente esperada. Aunque escritos con presentimiento de posteridad y, por ende, cuidadosamente administrados en desgarramientos o confidencias, los registros vitales de Alfonso Reyes no son sólo un festín para especialistas, sino que muestran retratos de época y miniaturas íntimas, dramas artísticos y dilemas personales, que resultan entrañables e instructivos para cualquier lector. He leído, con una mezcla de fascinación literaria y angustia burocrática, el primer volumen, de los tres publicados hasta ahora. Este primer tomo, en parte ya conocido, abarca a retazos el periodo de 1911 a 1927: comienza con un recuento de esos “días aciagos” en los que Reyes y sus parientes dormían con rifles en la cabecera, sigue con algunas páginas fragmentarias de su exilio y recomienza en 1924, cuando Reyes ha culminado su primer periplo europeo, primero como modesto y fugaz empleado en la legación mexicana en Francia, y luego como intelectual mil-usos en Madrid donde lo mismo se incorporó a una época de esplendor de la filología académica, que escribió a destajo en periódicos. Cuando recomienza sus diarios de manera sistemática, en 1924, Reyes se encuentra en México en espera de ser nombrado embajador en Argentina, aunque, en vez de eso, es enviado a España en una misión confidencial en la que el entonces presidente Obregón le ofrece al Rey Alfonso ¡la mediación de México en su conflicto con los rebeldes marroquíes! Luego de que esta misión previsiblemente fracasa, Reyes será nombrado embajador en París y gran parte del Diario relata las vicisitudes de este encargo.

Los diarios permiten reconstituir una etapa histórica cuyos grandes protagonistas han sido olvidados, pero también los chismes y absurdos burocráticos, algunos avatares personales y el torbellino de actividades sociales que parecen desangrar al escritor. El registro alfonsino mezcla desde el recuento de las tareas diplomáticas más relevantes hasta minucias sobre la disposición de los asientos y el costo de una cena, desde esbozos de proyectos artísticos o apuntes al vuelo sobre artistas contemporáneos suyos hasta comentarios sobre ciertos desencuentros generacionales. Describe igualmente, en medio del ritmo frenético del coctel y de la fiesta que desgasta al escritor, la gestación del promotor y esa labor que, sin desdeñar la propia promoción, busca hacer del intercambio cultural un instrumento capaz de ensanchar el diálogo, conectar temperamentos afines, promover constelaciones y crear una patria de la inteligencia allende las fronteras geográficas y las lenguas, donde puedan dirimirse diferencias políticas e ideológicas.

La dualidad de Fernando Vallejo

3/Septiembre/2011
Laberinto
Víctor Núñez Jaime

Cuando el próximo 26 de noviembre Fernando Vallejo (Medellín, 24 de octubre de 1942) reciba el Premio de Literatura en Lenguas Romances 2011 de la FIL de Guadalajara habrán pasado más de treinta años desde que llegó a vivir a México, diecisiete desde que publicó la novela que lo catapultó al éxito, La virgen de los sicarios, ocho desde que ganó el Premio Rómulo Gallegos por El desbarrancadero y cuatro desde que publicó su ensayo más polémico, La puta de Babilonia.


Adjetivos sobre el estilo literario de Fernando Vallejo: provocador, rabioso, feroz, corrosivo, mordaz, descarnado, iracundo, trágico, virulento, despiadado, insoportable, iconoclasta, sardónico, irredento, rebelde, deslenguado, explosivo, desvergonzado, escatológico, conflictivo, violento, arrollador, áspero, furioso, pasional, hiriente, soez, sarcástico, hostil, heterodoxo, brutal, desgraciado, loco, cabrón, hereje, desesperanzador, aberrante, cáustico, desmesurado.

Sólo se siente a gusto escribiendo en primera persona. Considera que es la única manera en que puede decir su verdad: “escribo como pienso que puedo tener un efecto más definitivo. Como vivo en un mundo hipócrita, utilizo las palabras más precisas para que no queden dudas sobre lo que sostengo”.

Su primer libro fue Logoi. Una gramática del lenguaje literario, una especie de manifiesto que ha marcado toda su obra. Es su amor por la lengua española: “siempre he buscado escribir en un español correcto, sin los descuidos de casi toda la gente que escribe en español. Yo voy a ser el último defensor de este idioma”.

Tiene 20 libros publicados a un ritmo discontinuo. La biografía del poeta colombiano Barba Jacob, El mensajero, le llevó diez años de investigación. Mi hermano el alcalde, en cambio, lo escribió en seis semanas. Pero de entre todos sus títulos hay algunos que destacan.

La virgen de los sicarios es una historia de amor y violencia. En ella, Fernando (“un personaje, no el autor”) regresa a Medellín después de 30 años de ausencia. En la casa de su amigo José Antonio le presentan a Alexis, un adolescente que vive en las laderas, que se convertirá en su amante y guía por la ciudad. Pero Alexis es un sicario cuya devoción por la Virgen María Auxiliadora no le impedirá toparse con la muerte. Un día le disparan desde una motocicleta. Desolado, Fernando conoce a Wilmar, otro muchacho que también pertenece a una banda criminal. Es muy parecido a Alexis y por eso le gusta. Cuando los dos están a punto de irse del país, asesinan a Wilmar. Es la espiral de violencia que envuelve a Medellín y a Colombia entera. Y al escribirla hizo de La virgen de los sicarios la transposición de Muerte en Venecia a Latinoamérica.

En El desbarrancadero cuenta la enfermedad y la muerte a causa del sida de su hermano Darío y reflexiona sobre la enfermedad, la familia, la violencia, la Iglesia, entendiendo todo esto como lo peor de la sociedad de su país de nacimiento: “Colombia asesina, malapatria, ¡país hijo de puta engendro de España! ¿A quién estás matando ahora, loca?”

Porque considera que la Iglesia es “una empresa criminal” y porque quería echarle en cara la culpa que la religión le hacía sentir cuando se masturbaba pensando en sus compañeros de colegio, escribió La puta de Babilonia (título tomado del Apocalipsis): “La puta, la gran puta, la grandísima puta, la santurrona, la inquisidora, la torturadora, la falsificadora…”

En El don de la vida repasa su “libreta de los muertos” ante su compadre y emite juicios acerca de sus obsesiones. “No hay civilización, sino barbarie. Ensalcemos a la naturaleza y no a la humanidad”, concluye.


Adjetivos sobre el estilo personal de Fernando Vallejo: noble, amable, tranquilo, tierno, amoroso, dulce, tímido, huidizo, introvertido, melancólico, indignado, sincero, lúcido, duro, claro, preciso, discreto, modesto, cordial, sencillo, atento, ocurrente, risueño, afectuoso, benévolo, espontáneo, tremendo, conmovedor.

“¿Por qué será que hay gente que no distingue entre el autor y sus personajes? Hay muchos rasgos autobiográficos en mis libros, sí, pero los cuenta un loco. Un personaje. Yo soy yo. Otro”. Uno conversa con él y lo primero que llama la atención es el contraste entre su personalidad y sus historias. Con su acento paisa que no ha abandonado, sus suaves ademanes, su piel tersa, sus ojos oscuros, sus manos de pianista, comunica paz y amistad.

Es colombiano naturalizado mexicano. Es escritor, biólogo, músico, cineasta y defensor de los animales. “A los animales los considero mis prójimos. Me repugna que los tengan pudriéndose en los mataderos y que las religiones no los respeten”. Vive en el silencioso séptimo piso de un edificio de la colonia Condesa. Pasa los días tocando el piano, navegando en internet, oyendo los discos de José Alfredo Jiménez, Leo Marini, Daniel Santos y los principales exponentes de la música clásica. Comparte todo esto con su compañero David Antón, dramaturgo y escenógrafo, y con Kim, una perra de ojos azules a la que le lava los dientes todos los días.

Es hijo de un abogado que fue ministro y senador de Colombia. Mandó al carajo la relación con su madre. Su hermano Silvio se suicidó con un tiro en la cabeza. Pero lo que más le dolió fue la muerte de su hermano Darío a causa del sida: “Uno se va muriendo de a poquito. Uno no se muere de golpe. Se va muriendo con la muerte de sus familiares más queridos, de sus amigos”.

El año pasado en la FIL, cuando lo invitaron a hablar sobre “la función social del editor” aceptó ir. Pero ante el público dijo que eso no le interesaba y prefirió hablar sobre el futuro del libro: “los libros electrónicos se pueden manipular: cambiarles el tipo de letra, la interlínea, la caja, la sangría; y al poderles cambiar uno la tipografía también les puede cambiar el texto, y eso es gravísimo. Por ahí va a empezar el acabose. ¿Se imaginan cuando a la canalla de internet le dé por poner en un libro ajeno y firmado por otro las calumnias y miserias propias y lo eche a andar por el mundo? ¿Qué va a ser del autor?... Por mí, que se roben todos los libros míos. Me hacen un honor. Total, no me gustan. Ah, pero eso sí, que no me los toquen. Ni una tilde. Ni una coma. Eso para mí es sagrado. Yo un trueno lo oigo, no lo escucho”.

Es vegetariano. Le gusta “molestar a los hipócritas”. No lee novelas. Está a favor de la libertad sexual “siempre y cuando no esté ligada a la reproducción porque este planeta ya está superpoblado”.

Detesta las entrevistas: “Los periodistas aniquilan al escritor. Todo lo tergiversan, todo lo banalizan, todo lo estupidizan. ¿Dice uno algo bien? Lo repiten mal. ¿Se equivoca uno? Dejan la equivocación. ¿Dice uno una frase genial? La borran”.


Fernando Vallejo, quien abraza y quema, ataca de frente a la hipocresía y a la simulación. Construye diatribas contra el país que lo vio nacer, contra sus pesadillas, contra la capacidad del ser humano para agredir y horrorizar a sus semejantes.

Por eso lo leen.

Por eso no lo leen.