sábado, 26 de marzo de 2011

Escribir sobre esta catástrofe

26/Marzo/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Hace unos días, Japón sufrió un potente terremoto, un tsunami avasallador y, de nuevo, la amenaza radioactiva. Esto nos hace preguntarnos como periodistas, historiadores o escritores: ¿es posible describir las catástrofes?

La prosa desarrolla lo lineal; el desastre, en cambio, lo destruye.

La prosa no puede describir lo desastroso. La prosa ordena. La catástrofe todo lo vuelve caos.

Y la poesía asemeja estructuralmente al desorden, la dispersión y el despedazamiento que producen los desastres y las guerras, pero si la poesía imita a la destrucción deja de narrar historia, la esencia de lo catastrófico: experiencia tremenda.

El desastre y la guerra son discontinuidad del orden normal pero continuidad de la fragmentación. Este doble cariz hace que ni la prosa ni la poesía puedan asemejárseles.

La escritura se declara impotente para describir siniestros.

Transcribo del ensayo “America’s Hiroshima, Hiroshima’s America” de P. Schwenger y J.W. Treat, incluido en el libro Asia/Pacific as space of cultural production, editado por Rob Wilson y Arif Dirlik:

“…el poeta Hara Tamiki, se preguntaba si el significado de la bomba atómica podía ser capturado por alguien cuya propia piel no hubiese sido quemada. Al afirmar que quienes no son hibakusha [sobrevivientes] permanecen por siempre externos a su experiencia, él situaba a Hiroshima más allá de una posible asimilación incluso a través de las herramientas culturales más avanzadas. La escritora Takenishi Hiroko especulaba sobre el potencial del lenguaje mismo después del 6 de agosto, cuando escribió: ‘¿Qué palabras podemos usar ahora? Y, ¿para qué fines? Y aun: ¿qué son las palabras?’”.

Algunas escrituras se desarticulan para parecerse a la catástrofe. Al hacerlo, mutilan, asimismo, la experiencia catastrófica.

Entonces, ¿se puede escribir la catástrofe? ¿O está la catástrofe condenada a no poder ser escrita?

Ante guerras y cataclismos, el periodismo se hace esta pregunta. La solución que suele adoptar en sus géneros escritos o audiovisuales es mostrar un pedazo de historia de sobrevivientes —mostrar ruinas—; dar voz al testimonio de aquellos que vivieron el desastre.

Mediante el testimonio-del-sobreviviente, la catástrofe se humaniza.

El testimonio-del-sobreviviente vuelve la catástrofe narrable. Pero al volverla narrable, al humanizarla, la catástrofe es reducida a microhistoria. Toma dimensión biográfica, pequeña; vuelve manejable aquello que es —hecatombe— gigantesca des-historia.

La catástrofe sobrepasa las capacidades de la escritura.

Parecería que la mejor representación de la catástrofe son las películas. Esto humilla a la escritura.

Sismo, maremoto, huracán e invasión también asolan al texto. La catástrofe hiere, descompone, hacen sucumbir a la escritura. El lenguaje no tiene la última palabra.

Por una ética de la lectura

26/Marzo/2011
Laberinto
Juan Domingo Argüelles

Un hombre discreto —escribió Descartes— no tiene la obligación de haber leído todos los libros ni de haber aprendido con esmero todo lo que se enseña en las escuelas; fuera incluso cierto defecto en su educación el haber empleado demasiado tiempo en el ejercicio de las letras. Tiene muchas otras cosas que hacer en su vida”.

Puesto que ha seguido caminos que otros le han marcado y repetido ideas bajo la autoridad de sus preceptores, resulta casi imposible que la mente de cualquier estudiante o graduado no se encuentre “llena de una infinidad de falsos pensamientos” y de conceptos nunca digeridos. Ha seguido instrucciones, ha leído manuales, ha cumplido con preceptivas. Lo que le ha faltado es el sabio ejercicio de pensar por sí mismo.

Este certero juicio del gran pensador francés del siglo XVII sigue vigente, y es más actual hoy que nunca. La sociedad escolarizada hace sentir en todo momento que la única posibilidad de aprender algo que valga la pena está en las aulas y en los libros.

Al igual que Montaigne, Descartes desconfiaba, razonablemente, de esta fe escolástica que no deja nada ni al azar ni a la propia iniciativa. Advierte que, luego de pasar tantos años en la escuela (tantos que, en muchos casos, abarcan toda la vida), una persona escolarizada en sistemas rígidos, esquemáticos y predecibles, necesitaría, para despertar sus capacidades dormidas, “deshacerse de las malas doctrinas que ocupan su espíritu” y que no le permiten comprender que la verdad no está establecida en ningún manual ni en ninguna autoridad irrebatible, sino en la propia experiencia que nos llevará más de una vez al error pero también, más de una vez, al acierto.

Padre del racionalismo, Descartes aconsejaba desconfiar incluso de los libros mismos, y emplear la duda y el razonamiento para conseguir algo más que simples definiciones eruditas, tan rígidas como cualquier fe religiosa, pues “aunque en los libros estuviese contenida toda la ciencia que deseáramos, lo que de bueno tienen está mezclado con tantas cosas inútiles y desperdigado confusamente en un montón de volúmenes tan gruesos, que fuera menester más tiempo para leerlos del que tenemos que permanecer en esta vida, y mayor ingenio para escoger las cosas útiles que para encontrarlas nosotros mismos”.

Más tarde, en el siglo XIX, Schopenhauer llegaría a la misma conclusión: “Hay que leer sólo cuando se seca la fuente de los propios pensamientos”. Más aún: no hay que leer en demasía pues, en este exceso, el espíritu se habitúa al sucedáneo del libro y pierde de vista la realidad. “El mucho leer —sostiene— priva al espíritu de toda elasticidad, ya que es como mantener un muelle bajo la presión continua de un gran peso, y el método más seguro para no tener pensamientos propios es coger un libro en la mano en cuanto disponemos de un minuto libre”.

Esta idea es anterior a Cristo. En el Fedro, Platón la atribuye a Sócrates y éste al rey egipcio Tamus, hasta convertirla en un apotegma impopular: “No hay que confundir la escritura con la verdad”. El libro es sólo una reminiscencia del pensamiento; un medio, nada más, jamás un fin: idea que reactivan y actualizan, a lo largo de los siglos, Montaigne, Descartes, Lichtenberg, Hazlitt, Schopenhauer y Henry Miller, entre algunos de los más ilustres escritores y lectores que aconsejan cultivar con esmero el arte de pensar para no hacer un dogma del hábito de leer.

Descartes nos llama, muy particularmente, a emplear útil y placenteramente el ocio y el estudio, a no confiar demasiado en la memoria (que suele retener muchas cosas inútiles) y a desarrollar del mejor modo nuestras capacidades de reflexión y de sentimiento, más allá de las aulas y más allá de los libros, “pues el fin de los estudios debe ser la dirección del espíritu”.

Desgraciadamente, son muchos los espíritus escolarizados que se oponen a Descartes, y creen, con absoluta fe, que sus grados académicos o sus muchos libros leídos son pruebas irrefutables de inteligencia y equivalen al saber incontestable. Son aquellos, dice Hazlitt, que cuando se les pregunta qué piensan sobre determinado asunto, no dicen lo que ellos piensan (porque no suelen pensar nada) sino lo que han leído, y si no tienen los libros a la mano, para certificar sus dichos, se sienten abandonados.

Es bueno leer libros, con tal de que los libros agucen nuestros sentidos y nuestro pensamiento, activen y reactiven nuestro cerebro, para pensar en lo que estamos leyendo o en lo que ya hemos leído, y enriquecer esa experiencia de la lectura con nuestra propia reflexión autónoma. De otro modo, leer es sólo un buen pasatiempo que, en su peor extremo, puede hacernos creer que somos sabios. Los libros deberían enseñarnos a dudar, incluso de los libros, pues nada se compara con la experiencia propia de hallar respuestas, no necesariamente escritas, a lo que nos inquieta, nos perturba o simplemente nos interesa. Hay que dudar incluso de la duda, es decir del propio pensamiento.

Deberíamos tener muy claro que sin el pensamiento propio los grandes escritores sólo hubieran escrito comentarios de libros. Por ello, las bibliotecas antiguas están llenas de lápidas más que de pensamiento vivo. En coincidencia con otros espíritus doctos, Alfonso Reyes concluyó que la paulatina destrucción de la Biblioteca de Alejandría no fue, como suele afirmarse, una terrible desgracia para la humanidad, pues “si llega a conservarse íntegro el acervo de los antiguos, ni la Antigüedad nos parecería tan estimable, ni acaso nos dejaría pensar por nuestra cuenta”.

Dice Descartes: “Es preciso saber lo que sea la duda, el pensamiento y la existencia, antes de quedar plenamente persuadidos de la verdad de este razonamiento: dudo luego existo, o, lo que es lo mismo, pienso luego existo”. En otras palabras, a pensar se aprende pensando, y a dudar se aprende dudando. Tal es el principio no sólo de toda filosofía, sino de todo pensamiento. Los libros nos enseñan muchas cosas, pero lo mejor que tienen los libros está sin duda fuera de los libros: es la realidad viva y avasallante de la que están hechos precisamente los libros.

Los libros pueden reforzar nuestra conciencia de ser, pero es la experiencia de cada quien, con libros o sin libros, la que le enseña el sentido común y la noción de lo que es valioso y grato. Por ello, se puede llegar a ser feliz sin libros, y por ello, también, sin que esto sea una fatalidad, se puede llegar a ser muy infeliz a pesar de los libros, el mucho saber y la más amplia erudición.

La cultura escrita no nos promete jamás la felicidad que no seamos capaces nosotros mismos de procurarnos en la realidad. Los libros tendrían que ser buenos reactores, pero somos nosotros, y no ellos, quienes los dotamos de vida. Las palabras no pueden nunca sustituir a los actos; la teoría no es experiencia.

Descartes escribe: “No puedo creer que existiera nunca nadie tan estúpido que, antes de que le hayan enseñado lo que sea la existencia, no pueda concluir y afirmar que existe. Lo mismo sucede con la duda y el pensamiento. Digo más: es imposible que alguien aprenda esas cosas por otra razón que por sí mismo y que esté persuadido de ellas de otro modo que por experiencia propia y por esa conciencia o testimonio interno que cualquiera experimenta en sí cuando examina las cosas. Así como en vano definiríamos el color blanco para que llegara a comprenderlo alguien que no viera nada, y así como bastaría abrir los ojos y ver el color blanco para conocerlo, así también para conocer lo que sean la duda y el pensamiento basta con dudar o pensar. Eso nos enseña todo lo que podemos saber al respecto y nos muestra mucho más que las más exactas definiciones”.

La escuela se ha arrogado el derecho ya no sólo de vender el conocimiento como una mercancía, sino también de certificarlo y, en no pocas ocasiones, de deslegitimar todo aquel saber autónomo que haya sido adquirido fuera de las aulas. Ha convertido en fe lo que en un principio era duda: la fe universitaria como moderna religión laica. Asimismo, en el caso de la lectura, la sociedad culturalista ha venido confundiendo el medio con el fin, el instrumento con el valor final. Del mismo modo que alguien con un título académico se torna dogmático porque “sabe”, la cultura ilustrada está autoconvencida de que sabe porque lee, y de que todo el saber que importa está contenido únicamente en dos recipientes: el aula y el libro. Confunde, obviamente, la erudición con la inteligencia, la memoria con el saber, y la destreza con el conocimiento. La duda, en cambio, es el principio de la filosofía. Será quizá por esto que la educación tecnocrática la ha desterrado de su república escolar perfecta.

Vivimos en una sociedad ávida de diplomas y de grados, sin que importen demasiado el sentido común y la sensatez. Asimismo, vivimos en permanente angustia de acumulación de lecturas (el famoso índice lector), sin importar casi nada la asimilación e integración al espíritu de lo leído. Bajo este supuesto, quien lee más es mejor. Sin embargo, como lo ha señalado atinadamente Jaime Smith Semprún, en La cara oculta de la inteligencia, lo importante no es almacenar información ni coleccionar destrezas, sino saber qué hacer con ellas y con un propósito benéfico. En otras palabras, “la cultura no es exhibir, es asimilar que nuestra alma e inteligencia absorban y digieran una serie de conocimientos, experiencias y facultades que le permitan ejercitarlas”.

No por leer más libros se comprende mejor o se es más inteligente. La inteligencia implica muchas cosas más allá de leer. La inteligencia también involucra las emociones y, muy especialmente la ética de nuestros actos. Mientras más torpe y dañosamente se comporte un experto en algo, mientras menos respetuoso sea del pensamiento y la libertad de los demás, menos inteligente es, aunque haya alcanzado todos los grados académicos y se haya leído toda una biblioteca.

Smith Semprún tiene una caracterización del ser inteligente que va más allá de las definiciones: “Ser inteligente es armonizar todas las facultades, dosificarlas, desarrollarlas, utilizarlas, comprenderlas, saber para qué sirve cada una. Por ejemplo, la razón para razonar, para pensar lógicamente, pero también para saber que, a veces, más importante que tener razón es ser razonable”.

Esta última observación la hubieran podido firmar Montaigne y Descartes, lejos siempre de todo fanatismo, y siempre dispuestos a encontrarles el mejor servicio a las paradojas. Ser razonable siempre es por supuesto mejor que tener siempre la razón, porque el que tiene siempre la razón, o desea tenerla siempre, es alguien que no admite otra razón que no sea la suya.

Para comenzar a desarrollar una ética de la lectura y, más todavía, una ética de la cultura, hay que comenzar por ir desterrando los fundamentalismos culturalistas y las viejas creencias insostenibles, desde el determinismo del coeficiente intelectual —el famoso IQ de Stern y Binet— hasta el valor absoluto que se concede a los instrumentos de persuasión, como la cátedra y el libro. Hay que comprender mejor para distinguir bien, y para aceptar con humildad y con inteligencia que, como ha escrito Smith Semprún, “no es inteligente saberse la guía de teléfonos de memoria; no es inteligente ganar a todos al ajedrez; no es inteligente saberse todos los teoremas y ecuaciones matemáticas, ni ser el primero de la clase y tener un coeficiente intelectual de más de 120”.

Lo realmente inteligente es saber que nada de eso nos salva de cometer estupideces y dañar a los demás y a nosotros mismos. Lo realmente inteligente es poseer imaginación para saber utilizar la inteligencia, y saber que de poco sirve absorber, aprender y adquirir conocimientos si lo único que hacemos con ellos es almacenarlos en un confuso depósito, sin darles jamás la armonía y la integración en nuestro espíritu. Hoy hasta los criminales pueden ser calificados de inteligentes, como si la inteligencia no estuviera en contradicción con la maldad; y muchos hombres públicos (políticos, funcionarios, empresarios, especuladores, etcétera), reputados de inteligentes, han sido responsables de la ruina del mundo, lo cual es suficiente para probar que no eran muy inteligentes.

En su calidad de fetiche de la Cultura Culta, desde sus orígenes le hemos concedido al objeto libro connotaciones mágico-religiosas que llegan a nuestros días con un místico y dogmático manto pedagógico y un inocultable tufo demagógico-redentorista más cercanos al mesmerismo que a la lógica. Pensamos que el libro por sí mismo posee poderes magnéticos y nos olvidamos que la fuerza del libro no reside en el libro en sí, sino en el pensamiento, las ideas y las emociones que podemos activar al leer libros. Más allá de misticismos, incluso lo más importante de los libros no es lo que contienen, sino lo que suscitan.

El día que comprendamos y admitamos, razonablemente, que muchos de nuestros supuestos culturales y librescos requieren de un buen análisis, una amplia reflexión y la prueba de fuego de la razón ética, ese día comenzaremos a entender algo más valioso que únicamente leer libros y acumular lecturas.

Cioran o la lucidez

26/Marzo/2011
Milenio
Ariel González Jiménez


Empecemos por las correcciones, si es que se acostumbran en estos casos: no recuerdo quién —pero seguro sabía de qué hablaba– me dijo que Cioran no se pronunciaba tal como lo hacemos casi siempre (literalmente), sino Chioran, lo mismo que el nombre de su paisano Mircea (Eliade), que viene a ser algo así como Mirchea. Bueno, pues desde entonces los pronuncio a ambos de esta manera causando no poco desconcierto entre algunos.

Ahora que estamos en la antesala del centenario del primero, me da igual, sin embargo, cómo habré de pronunciar en lo sucesivo su nombre, porque de seguro a él —que escribió: “Todo el secreto de la vida se reduce a esto: no tiene sentido, pero todos y cada uno de nosotros le encontramos uno”— no le habría importado. ¿O sí?

Dígase como sea, estamos hablando de un pesimista cuya lucidez nos hacía pensar en términos optimistas cuando menos acerca del futuro de la literatura de la desazón. La nombro así deliberadamente, porque aunque todas las evocaciones que se hacen por estos días del rumano hablan sobre todo del filósofo, yo prefiero hablar del escritor, porque no encuentro un sistema que permita suponer una filosofía como tal (a menos que se entienda por filosofía lo que popular y ampliamente se entiende: una forma de ver la vida). Cuando él dice: “Toda lucidez es la consecuencia de una pérdida”, creo que es claro que está observando el pensamiento no desde el pensamiento mismo, esto es, desde sus reglas, tendencias y estructuras lógicas y argumentales, sino desde ese universo insondable que a veces llamamos alma.

Nacemos solos y morimos solos, pero casi siempre lleva toda la vida entender esta perogrullada. Y es que algunas gentes tienen la suerte de no pensar demasiado, entonces se la pasan ignorando la evidencia de que enfrentamos un destino único, irremediable, decididamente nuestro, muy personal y demasiado simple, pero siempre parcial o totalmente absurdo (desde el mirador de Sastre, quien escribió “es absurdo que hayamos nacido, es absurdo que tengamos que morir”).

Ese también es el gran tema de Cioran, si bien en su obra el sentido que tiene ese recorrido (la vida) que persistimos en completar como si en ello nos fuera algo trascendental, adquiere destellos antes que existenciales, nihilistas; antes que teóricos, vivenciales; antes que filosóficos, literarios.

Saber pesa, es una carga con la que no todos pueden marchar por ahí. “La lucidez —dice el autor de El ocaso del pensamiento— es el resultado de una mengua de vitalidad, como cualquier falta de ilusión. Darse cuenta de algo va en contra de la vida; tenerlo claro, todavía más. Se es mientras no se sabe que se es. Ser significa engañarse”.

Paradójicamente, el examen de la desesperación que hace Cioran enseña que ésta puede no ser tan lacerante cuando es entendida como inherente a la condición humana; y revelado su secreto queda desmontada también su maquinaria más cortante y destructiva. Si no supiéramos de dónde viene (y viene de la esperanza, por ejemplo; viene de las ilusiones en el porvenir) sería una desesperación absoluta, de una irracionalidad tan triste que sólo podría movernos al suicidio (“La muerte es lo sublime al alcance cualquiera”).

Y qué decir del sufrimiento, ese inesperado compañero que llega muchas veces para quedarse con su equipaje de horrendas y crueles verdades. “Eres hombre hasta el momento en que los huesos empiezan a chirriar de tristeza… Después se te abren todos los caminos”. Pero aun ahí surge la certeza de que sólo podemos enfrentar los acontecimientos más adversos y terribles con dura y clara reflexión: sólo así nos liberamos y se abren todos los caminos. Lo demás es una patraña para quienes sólo saben sonreír por temor de aprender a llorar y no parar ya nunca.

En su prólogo para la edición italiana (Adelphi) de La tentación de existir, Roberto Calasso describe con precisión el talante de este singular escritor:

“Pertenece por vocación al pelotón de los condenados a la lucidez. Nadie ha sabido mostrarnos con tanta precisión y con tanta inventiva —casi camuflándose en novelista— que la lucidez es una condena, además de un don. Se trata de una lucidez madurada en el tiempo, en la herencia de toda nuestra cultura. Si «existe un ‘olor’ del tiempo» y hasta «de la historia», Cioran es, entre los animales metafísicos, el mejor adiestrado para reconocerlo, para buscarlo, incluso allí donde, donde con frecuencia, quien hace profesión de historiador no advierte las huellas de esta «agresión del hombre contra sí mismo». No hay observador más perspicaz de ese «lado nocturno» de la historia que hoy envuelve al mundo con su manto oscuro”.

El centenario de Cioran es un buen pretexto para reconsiderar toda esta lucidez, indispensable, quién lo dijera, para no quedar atrapados en el vacío de nuestras tristes existencias.

domingo, 20 de marzo de 2011

Contemporáneos: los poetas con revista

20/Marzo/2011
Jornada Semanal
Ricardo Venegas

La revista Contemporáneos (1929-1931) fue resultado de una serie de conversaciones y reuniones amistosas a bordo de un barco en que regresaban a Veracruz, después de un viaje a La Habana, Jaime Torres Bodet, Enrique González Rojo, Xavier Villaurrutia y Bernardo Ortiz de Montellano. El nombre, según Ermilio Abreu, “lo inventó [José] Gorostiza. Sutil invento, pues ni supone compromiso social, ni político, ni estético de los socios”. Su principal objetivo, después de la Revolución, fue que se advirtiera lo sucedido en el mundo hasta 1910.

La generación fundadora de la modernidad intelectual mexicana que trabajó en la búsqueda de nuevos modos de escribir literatura fue, al igual que la revista, la de los Contemporáneos (1929-1932), un grupo de pensamiento complejo y sólido. Son los poetas que impiden el deterioro de la literatura mexicana; por ello y con toda razón Octavio Paz afirmó que “casi todo lo que se está haciendo ahora en México les debe algo a los Contemporáneos, a su ejemplo, a su rigor, a su afán de perfección”. Se trata, en palabras de Guillermo Sheridan, de un “lugar imaginario en el que coincidieron diversos discursos y maneras de ejercer el quehacer literario”, al que Jorge Cuesta señaló como una “coincidencia del destino”. Convergían con la idea de T. S.

Eliot sobre la importancia de ostentar una conciencia del pasado, de la tradición; era importante conocer lo que iban a modificar. No tuvieron ningún manifiesto –como los Estridentistas– he ahí el mole de guajolote más que el de su obra. Tal como Xavier Villaurrutia lo describió, era un “grupo sin grupo”; “un archipiélago de soledades”, en palabras de Jaime Torres Bodet. Ellos son, según las antologías y testimonios recabados por Luis Mario Schneider: Carlos Pellicer, Bernardo Ortiz de Montellano, Enrique González Rojo, José Gorostiza, Jaime Torres Bodet, Elías Nandino, Jorge Cuesta, Celestino Gorostiza, Gilberto Owen, Salvador Novo, Xavier Villaurrutia y Rubén Salazar Mallén.

Durante la Revolución la idea de la ortodoxia defendió los valores viriles, a saber: el nopal, el sombrero y la pistola fueron los paradigmas a seguir. En este sentido, los Contemporáneos vivieron en una sociedad machista que no toleró a sus escritores: vieron a un México con forma chata, un país en el que más de un setenta por ciento de sus habitantes eran analfabetas (y hoy debemos preguntarnos sobre la efectividad del actual fomento de la lectura). Ello nos dice que prácticamente fueron incomprendidos. Buscaron temáticas que regresaran al nacionalismo, pero que también lo rebasaran, trataron de incorporar imágenes distintas al rostro de la patria.

Es cierto lo que asegura Vicente Quirarte en sus cátedras de la UNAM: en los Contemporáneos se advierte una profunda enseñanza moral y educativa (tan evidente como el esfuerzo que abanderó José Vasconcelos con la memorable campaña de alfabetización en 1920).

A la distancia, sabemos que la de Contemporáneos es una generación que “no morirá del todo”

lunes, 14 de marzo de 2011

Introspección y enojo en la poética de Flores

14/Marzo/2011
Milenio
Mary Carmen

Desde el poema o el ensayo dialoga Malva Flores con el pasado literario. La autora de El ocaso de los poetas intelectuales publica Luz de la materia (Era/Conaculta, 2010).

Para Malva Flores (Ciudad de México, 1961), la poesía es un libro móvil de respuestas íntimas. “Tú las encuentras cuando las escribes y si se publican en forma de libro puedes tal vez compartirlas. Es, para el que escribe, una explicación del mundo como experiencia de algo invisible: la tensión entre tu necesidad y tu deseo”.

En Luz de la materia se construye un poemario de nostalgia y melancolía. ¿Cuál es la historia de este libro?
La mayor parte la escribí cuando vivía en México, en un momento que entonces percibí difícil en mi vida. Tenía necesidad de recordar el sitio de mi infancia como un asidero de paraíso y así reconstruirlo desde la memoria. Eso ocurre en “Dominio”, la primera parte, y en “Mudanza del árbol”, la última. Pero quería también burlarme de mí misma, de la que era en ese momento y de la que yo hubiera querido ser entonces: eso es “Malparaíso”, la segunda sección del libro.

Los poetas enmudecieron

¿Tu obra ensayística o tus investigaciones literarias tienen eco en los poemas?
Ya había escrito la mayor parte de ese libro cuando un día desperté y me di cuenta de que ya no estaba triste, ya no me cuestionaba a mí, es decir, ya no escribía poemas: estaba enojada. El arribo de la tan deseada transición democrática a manos de un partido que no tenía interés real en la cultura mostró muy pronto lo vano de los afanes que habían dividido el mundo cultural pocos años atrás. Entonces, te digo, ya había pasado de la introspección del poema al enojo. No con el gobierno, que es lo más sencillo, sino con quienes habían dejado de criticarlo.

En esa época, dice Malva, no entendía por qué los poetas habían olvidado expresarse críticamente sobre los asuntos públicos.

¿Cómo sientes la crítica literaria sobre poesía?
No creo que los poetas escriban pensando en los lectores profesionales, pero es triste que no existan una o varias publicaciones que de forma sistemática, no como una dádiva mensual, se ocupen de la poesía.

Hubo un tiempo en que la crítica de poesía, incluso las reseñas, la hacían grandes poetas. Eso no existe más y es una lástima porque de algún modo se cercena la conversación que con el mundo establecen los poetas.

Hoy nuestros “orientadores” son “líderes de opinión”, “especialistas”, payasos o astrólogos: comunicadores, no interlocutores. Pero no hay que llorar por eso. La poesía ha sido, también, una forma de crítica. Y pocas veces la crítica ha tenido adeptos, mas no por eso ha dejado de existir.

sábado, 12 de marzo de 2011

Žižek, el intelectual contraataca

12/Marzo/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Poco después de que Foucault había decretado que la época de los intelectuales había acabado, apareció Slavoj Žižek.

No es accidente que Žižek buscase la presidencia de Eslovenia. Žižek quiere el poder. Lo tiene. Ningún otro filósofo obtiene tanta atención en los medios, la academia e internet.

Un célebre documental sobre Derrida captó cierta desazón ante la cámara y alguna incapacidad para improvisar “filosofía”. Eso jamás será un problema para Žižek, filósofo hecho para YouTube.

Žižek es famoso no sólo por sus ideas punzantes sino por su cuerpo un tanto grotesco, su eterna comezón de la nariz —oh conflicto fálico—, su pronunciación ruda del inglés, despeinarse al hablar, un repertorio político de chistes vulgares, en suma, su voracidad al pensar en voz alta, muy alta.

¿Es original? No. Žižek es un marca marxista (stand up estaliniano) y un psicoanalista lacaniano: verborrágico, neurótico y grandilocuente. (Lacan es el Marcel Marceau del psicoanálisis).

Su relación con el capitalismo se parece a la de Baudrillard: un crítico acérrimo del mercado que, sin embargo, está fascinado por el cine, de donde Žižek extrae toda suerte de implicaciones teoréticas. Žižek es un intérprete certero del inconsciente político de Hollywood.

Opositor del relativismo cultural y totalitario ocasional, Žižek se clona en sus artículos, charlas, conferencias y libros.

Es un filósofo del cual se puede hablar sin referirse esencialmente a sus obras. Sus intervenciones mediáticas lo definen. Uno lee sus libros y, en realidad, son siempre el mismo, desde El sublime objeto de la ideología hasta Visión de paralaje.

¿Cuál es la clave de su éxito mundial?

Žižek es un personaje. Cómico. Alimenta el cliché de que un filósofo es un loco, un maníaco, un idéatico. Žižek cumple estereotipos.

Además, es un comentarista de la cultura popular. Aplica teorías psicomarxistas; las hace accesibles. La Escuela de Frankfurt convertida en entrevista.

Y, sobre todo, Žižek —¿y qué occidental no?— es un gringo de clóset. Es Marx des-cubriendo la ideología detrás de Matrix con la boca de llena de palomitas.

Es el retorno del intelectual que puede explicarlo todo y que contraataca al imperio; he ahí su peligro.

Su legado será ambivalente. Por una parte divulga ideas de izquierda en países del Primer Mundo en plena crisis capitalista. Por otra, banaliza la crítica.

En Žižek, filosofar se convierte en un espectáculo exótico: stand up digerible y políticamente incorrecto. Teoría-reality Žižek no es la teoría sino su performance. Una prueba fachosa de que la filosofía postmoderna ya se ha mezclado con la cultura global. Y eso a Žižek y al mundo le provoca tics.

Si usted no ha leído a Žižek, no se preocupe. Žižek ya lo ha leído a usted.

martes, 8 de marzo de 2011

El boxeo como una de las Bellas Artes

6/Marzo/2011
El Universal
Alejandro Toledo

Los duelos entre la experiencia artística y el boxeo están aquí y allá, van del pasado al presente y viceversa. Son peleas a diez o doce rounds con combatientes de peso y estilo tan diversos como Salvador Novo y Miles Davis, Jack Johnson y Arthur Cravan, John Jackson y Lord Byron, en las que adquiere este deporte proporciones estéticas al ser visto como la férrea coreografía, construida a golpes de sudor y sangre, de dos que buscan eliminarse o eternizarse.

Hacia 1925, en uno de sus primeros trabajos ensayísticos, atreve el joven Salvador Novo “Algunas sugestiones al boxeo” para que este oficio, dice, pueda pasar a la categoría de arte que tanto ha ambicionado. Inmune en un principio a los encantos del pugilismo, cuyas reglas modernas se deben a John G. Chambers y el marqués de Queensberry, unas pocas visitas a la arena (a razón de dos pesos la entrada en ring general) convencen al cronista, entre otras cosas, de que se trata del más completo de los espectáculos descubiertos porque “hace un actor de cada espectador”:

“Todos nuestros muslos siguen el dinamismo de los contrincantes, nos sentimos capaces de aconsejarlos, de competir con ellos y, ebrios de fuerza, de retar al vencedor. No pueden leerse sentados estos pentateucos de rounds. Arrancan de la luneta como los libros esenciales, y he ahí lo auténtico de su calidad. Pienso que, de seguir asistiendo, seré pronto un atleta, tanta es la gimnasia sueca que se hace con los brazos, que ‘al imán de sus golpes atractivo sirven los pobres de obediente acero’”. (Los versos finales parodian a sor Juana: “Si al imán de tus gracias, atractivo / sirve mi pecho de obediente acero”.)

Sin embargo, cree Novo que el arte del boxeo precisa de algunas ligeras adiciones para merecer esa categoría, entre ellas el acompañamiento musical. Anhela un Wagner que componga La hora del ring; y sugiere además en el foro una orquesta oculta que toque un tempo di valse a cada clinch.

Tan arriesgada propuesta tendrá sus ecos décadas más tarde. No serán el vals ni la música de concierto los que den la armonía adecuada a un encuentro boxístico, sino el jazz; y el Wagner de este deporte es Miles Davis, cuyo álbum A tribute to Jack Johnson (1970) imita los ritmos o respiraciones adecuados a la danza del cuadrilátero. Como informa Ian Carr en su extensa biografía de Miles Davis, éste recibió el encargo de hacer la música de fondo para un extenso documental sobre el gran peso pesado, el primer negro en conquistar ese título en los Estados Unidos. Davis se identificaba con el personaje por ser él mismo asiduo a los gimnasios, a los amores furtivos con las damas y también alguien que navegaba a contracorriente en ríos aún hostiles a la raza negra. Al final del disco se escucha al actor Brocks Peters decir estas palabras: “Soy Jack Johnson, campeón del mundo en peso completo. Soy negro, nunca me dejaron olvidarlo. Soy negro, nunca dejaré que lo olviden”.

Música en el cuerpo

Jack Johnson visitó la ciudad de México, como recuerda Novo en su ensayo, pero también otras urbes, en su huida de la justicia estadounidense que lo condenó a cárcel y multa por el doble crimen de sostener relaciones con una mujer blanca de 19 años de edad. Con esta dama se instala en Europa (casorio incluido), lo que propicia el encuentro de Johnson en Barcelona con el extravagante Arthur Cravan, poeta y boxeador, quien llegó a ostentar el campeonato semipesado de Francia. El combate se realiza el 23 de abril de 1916 en la plaza de toros Monumental con no muy buena entrada.

Refiere Jérôme Gauchet que ese domingo de Pascua el poeta Cravan no dio la talla: “Se niega a combatir, huye de la gran masa negra, lo que irrita a Johnson, que lo deja k.o. en el sexto asalto bajo los abucheos de los cinco mil espectadores”.

Se afirma que la mejor arma de Arthur Cravan era el uppercut irónico, del que se sirve profusamente en la revista unipersonal Maintenant (con seis números publicados entre 1912 y 1915) y que aplica a André Gide en una visita inesperada, cuando al presentarse en el hogar del autor de Los monederos falsos le espeta de buenas a primeras: “Creo mi deber declararle que prefiero, con mucho, por ejemplo, el boxeo a la literatura”, un golpe del que André Gide ese día no se repondrá.

Para Cravan era el boxeo una forma de poner música a su cuerpo. Algo similar habrá sentido, más de un siglo atrás, George Gordon Byron cuando entrenaba no con Jack Johnson sino con un casi homónimo de éste, John Jackson (“de cabellos ralos traídos hacia delante, de gran nariz rota, de ojos muy separados y cejas pronunciadas y caídas”, describe Eduardo Arroyo), que fuera campeón británico. Lord Byron escuchaba en el gimnasio por parte de su instructor esta letanía: “Golpea a derecha, golpea a la izquierda, quien no está contigo está contra ti”.

El esfuerzo físico era para Byron un umbral hacia la epifanía. “Ayer por la mañana he boxeado de nuevo con Jackson y mañana voy a repetir la sesión de ayer”, escribió. “Mis hombros y mis brazos están cansados, pero después del ejercicio estoy mejor dispuesto para el trabajo intelectual. Cuando el esfuerzo es frecuente, más fresco está mi espíritu el resto del día. No soy mal boxeador, cuando puedo controlar mi sangre fría, y la práctica del pugilato me permite resaltar la parte etérea de mi persona. He boxeado una hora y he escrito una oda a Napoleón y la he copiado.”

Según el pintor español Eduardo Arroyo, posee Byron un carácter forjado en los golpes, dados y recibidos, un carácter de boxeador; por su cojera se llamaba a sí mismo el “Tullido transformado”, por lo que habría que ubicarlo en la estirpe de los boxeadores cojos que tuvo entre nosotros al Macetón Cabrera como estandarte. El epitafio de John Jackson reza que tenía “el corazón de un león y la fuerza de un gigante”. De su casi homónimo y fulgor futuro, Jack Johnson, dijo Arthur Cravan: “En la estela de Poe, Whitman y Emerson, es la mayor gloria de América. Si hubiera de darse aquí una revolución, lucharía para que se le entronizara rey de los Estados Unidos”. Lo entroniza Miles Davis, de algún modo, en un tributo musical en donde boxeo y armonía se funden, como quería Salvador Novo, cual si un Richard Wagner hubiera compuesto, en efecto, La hora del ring.

Suena en el cuadrilátero la campana del arte señalando el fin de la batalla, y en la arena retumba, como colofón de la gimnasia sueca que por diez rounds no dejaron de practicar los espectadores, un gran alarido.

Las mujeres también le hacen al cuento

8/Marzo/2011
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

No es fácil ser cuentista en el siglo XXI. Aunque tienen detrás una larga tradición en la literatura breve, las escritoras jóvenes que practican el cuento en México saben que en ocasiones es remar a contra corriente. Las editoriales comerciales no se interesan por publicar cuento; es un género que accede cada vez menos a los diarios y revistas y son pocas las mujeres, comparadas con el número de hombres, que han obtenido premios, becas o apoyos.

A cambio, ese género literario que debe cumplir tres axiomas: precisión, habilidad para fabular y un universo propio, goza de excelente salud en este país de cuentistas y en el que las mujeres también tienen mucho que contar. Ocho cuentistas jóvenes mexicanas, nacidas entre la década de los años 70, reflexionan de su quehacer literario y sobre las problemáticas que enfrentan en el día a día.

Liliana Pedroza, Daniela Bojórquez, Cristina Rascón, Glafira Rocha, Nadia Villafuerte, Maritza Buendía, Paulette Jonguitud y Socorro Venegas comparten varias cuestiones, una de ellas es su perseverancia, pero más allá de ella, su formación. Ninguna de estas mujeres es autodidacta, a todas las respalda una sólida formación académica, que incluso llega a maestrías y doctorados dentro y fuera del país.

Todas ellas han obtenido premios y becas como la de Jóvenes Creadores, todas tienen más de un libro publicado y un blog en crecimiento, todas ven al Internet como un gran aliado y aseguran que la red ha cambiado “la manera de relacionarnos con el lenguaje y las estructuras tradicionales del texto”, como afirma Daniela Bojórquez; pero al mismo tiempo están en “la búsqueda de los géneros híbridos”, según comenta Liliana Pedroza.

Los datos de la desigualdad

Curioseando en las páginas de Internet del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca) y del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), Cristina Rascón (Sonora, 1976) pudo determinar que en los 30 años de existencia del Premio San Luis Potosí, sólo tres mujeres lo han recibido, ellas son: Cristina Rivera-Garza, Beatriz Espejo y Alejandra Bernal; que de los 16 escritores que entraron al Sistema Nacional de Creadores en 2009, hay sólo tres mujeres: Ana Clavel, Ana García Bergua y Carmen Boullosa; que de los 36 escritores eméritos del FONCA, hay únicamente tres mujeres: Margarita Michelena, Elena Poniatowska y Margo Glantz.

El dato más parejo es que de los 15 escritores que recibieron la beca Jóvenes Creadores del Fonca en 20092010, siete son mujeres: Diana Gutiérrez, Luisa Iglesias, Maritza Manríquez, Nubia Yazmín Montes de Oca, Gabriela Damián, María José Gómez y Lilián del Carmen López.

“Creo que las mujeres escritoras nacidas en los 70, 80 y 90 están explorando aún más el género del cuento. Sobre todo en los estilos híbridos donde se combinan poesía, prosa poética, cuento, microrrelato y novela. También en los textos con apoyo visual o en interacción con otras disciplinas artísticas como pintura o música”, dice Rascón.

Maritza Buendía (Zacatecas, 1974), asegura que desde hace tiempo el cuento clama a gritos la atención de los lectores y de las casas editoriales en su pugna por sobrevivir, pues sea por mercadotecnia o por asuntos extraliterarios se suele preferir la publicación de la novela al cuento. “A pesar de ello, creo que estamos en un momento propicio para dotar al cuento de un nuevo impulso y una nueva energía”.

¿Una mirada femenina?

Liliana Pedroza (Chihuahua, 1976) afirma que en la cuentística hecha por mujeres hay una exploración intensa en lenguaje narrativo, en la forma de presentar una historia y, claro, será interesante ver cómo ser mujer puede influir en tema y forma en la escritura.

“Somos una generación con temáticas y búsquedas diversas, lo cual es bueno porque lo vuelve muy enriquecedor; tenemos motivaciones e influencias literarias distintas, de allí la diversidad. Quizá nos distinga en su conjunto el no abanderamiento sobre lo feminista, ese énfasis sobre la búsqueda de lo femenino y el papel de la mujer en la sociedad que no está resuelto del todo en nuestra cotidianidad yo creo que sí en lo narrativo. Somos una generación con más libertad de temas”, comenta Liliana Pedroza.

Hay las que creen en las coincidencias. Daniela Bojórquez (ciudad de México, 1979) destaca las coincidencia a partir del surgimiento de Internet, que lo concibe como un fenómeno que ha cambiado “la manera de relacionarnos con el lenguaje y las estructuras tradicionales del texto. La red como tema o escenario, el autodescubrimiento, la explicación, expiación sobre el lugar de origen y el viaje interior son algunos de los temas que tenemos en común”.

Nadia Villafuerte (Chiapas, 1978) asegura que la violencia es fuerte vínculo temático entre las cuentistas de su generación, que exploran desde diferentes propuestas formales y niveles discursivos. “Hay narradoras que recrean la violencia a partir de un referente realista; otras recurren al humor; hay quien lo hace desde el punto de vista de la psique alterada por un entorno agresivo; hay quienes diseccionan la violencia desde el lenguaje o desde el cuerpo; y también habrá quienes indaguen sobre otras temáticas, otros entornos que no guardan ninguna relación con la violencia”, comenta Villafuerte.

Pero hay algo que comparten las cuentistas jóvenes: la búsqueda. Paulette Jonguitud (ciudad de México, 1978) asegura que toda joven cuentista busca su propia voz. “Hay que escribir muchos cuentos para ir desnudando la piel de cada una, para quitarle las vestimentas heredadas, las aprendidas, y dar al fin con esa mezcla de herencia y experimentación que tiene olor y humores propios. Esta búsqueda quizá tome muchos años, e incluso podría decirse que siendo cuentista joven, la búsqueda apenas está en sus primeras etapas”.

Por el contrario, Glafira Rocha (Sinaloa, 1974) no encuentra muchas semejanzas; para ella, el cuento escrito por mujeres tiene diferencias muy marcadas en cuanto a estilos narrativos, tiende a temáticas cada vez más diversas, incluso se ha enfocado a una multiplicidad de géneros literarios y de temáticas. “Pertenezco a una generación de escritores que se dirigen hacia una exploración individual mas que generacional. Mi búsqueda está enfocada en el eclecticismo de temas, formas y géneros que van desde el cine, el teatro, el cuento, la novela”.

No importa el sexo

Contrario a escritoras como Inés Arredondo, Amparo Dávila, Rosario Castellanos, Guadalupe Dueñas y Elena Garro, quienes hablaban en su obra de la condición femenina, en la actualidad no importa si un cuento fue escrito por un hombre o una mujer.

En las escritoras de esta generación, esa línea entre escritores femeninos o masculinos se ha ido borrando.

Socorro Venegas (San Luis Potosí, 1972) reconoce que el cuento es un género que exige mucho trabajo del autor y que tal vez tome más tiempo terminar de escribir un buen libro de cuentos que una buena novela; además, todo va más allá de si se trata de una pluma masculina o femenina la que está en juego, el cuento en México tiene grandes exponentes. “Me gusta pensar que hay buenos o malos escritores, a secas, sin género”, dice Venegas.