sábado, 19 de febrero de 2011

Jorge Cuesta y el nacionalismo

19/Febrero/2011
Laberinto
Evodio Escalante

Cuando se trata de hablar del nacionalismo, nada mejor que recordar el genio provocador de Jorge Cuesta. Para esta inteligencia mercurial y maldita que desplegó su talento en artículos de periódico, y que nunca tuvo el modo de publicar un libro, el nacionalismo era la peste. No porque fuera un adelantado de los estudios post-coloniales, que han hecho furor en la academia norteamericana de hoy, sino porque tenía una profunda aversión a todo lo que fuera dogma y esclerosis del pensamiento. El nacionalismo, esgrimido como bandera, era para él una manifestación de irracionalismo que sólo podía traer más atraso para el país. Es célebre su polémica con Abreu Gómez, cuando le replica: “El nacionalismo equivale a la actitud de quien no se interesa sino con lo que tiene que ver inmediatamente con su persona; es el colmo de la fatuidad. Su principio es: no vale lo que tiene un valor objetivo, sino lo que tiene un valor para mí. De acuerdo con él, es legítimo preferir las novelas de Federico Gamboa a las de Stendhal, y decir: don Federico para los mexicanos, y Stendhal para los franceses.” Concluye desafiante Cuesta: “Por lo que a mí toca, ningún Abreu Gómez logrará que cumpla el deber patriótico de embrutecerme con las obras representativas de la literatura mexicana. Que duerman a quien no pierde nada con ella; yo pierdo La cartuja de Parma y mucho más.”

El más agudo polemista del siglo XX mexicano tiene mucho más que decir al respecto. En efecto, en otro artículo sobre el mismo tema, Cuesta señala: “El nacionalismo es una idea europea que estamos empeñados en copiar.” Ergo, cuando más nacionalistas nos sentimos es cuando nos volvemos más extranjerizantes. La idea misma de una nación mexicana le parece a Cuesta tan sólo una ficción desprovista de referente. La Constitución política que nos rige, en tanto copiada de modelos extranjeros, poco tendría que ver —en este hilo de razonamiento— con la verdadera realidad del país. En consecuencia, nos hemos formado una idea falsificada de lo que somos: “La nación mexicana ha tenido una mera existencia convencional y política; no obedece a una razón constitucional verdadera. Y por eso, al haberse dado la idea europea de nación como la constitucional de ella, toda la vida de México ha adquirido un carácter ilícito y clandestino…”

El juicio se extiende por supuesto al campo artístico y literario, y no deja de ser terminante: “La idea más infecunda en el arte y la literatura mexicano ha sido la idea nacional. Las obras nacionalistas no han logrado otra cosa que imitar servilmente a los nacionalismos de Europa. El nacionalismo mexicano se ha caracterizado por su falta de originalidad, o, en otras palabras, lo más extranjero, lo más falsamente mexicano que se ha producido en nuestro arte y nuestra literatura, son las obras nacionalistas.”

Estos dictámenes tremendos, empero, no han brotado del puro talento del polemista. Muchas son las fuentes que nutren su pensamiento. Cuesta era un lector riguroso de Nietzsche, de Julien Benda, de pensadores anarquistas como Proudhon, y por supuesto, del filósofo mexicano Samuel Ramos, quien por entonces acababa de publicar El perfil del hombre y la cultura en México (1934). De este libro toma varias afiladas nociones que él esgrimirá como espadachín imbatible. ¿Qué cosas obsesionan a Ramos? Discípulo de Antonio Caso, quien habría acuñado la expresión de “imitación extra-lógica” para referirse a una asimilación que está fuera de lugar, Ramos también encuentra que la imitación sin discernimiento es uno de nuestros errores históricos más recurrentes y más nocivos. He aquí un pasaje que me parece central de su libro El perfil del hombre y de la cultura en México, y que, por supuesto, sirvió a Cuesta para articular su polémica posición: “El fracaso de múltiples tentativas de imitar sin discernimiento una civilización extranjera, nos ha enseñado con dolor que tenemos un carácter propio y un destino singular, que no es posible seguir desconociendo. Como reacción emanada del nuevo sentimiento nacional, nace la voluntad de formar una cultura nuestra, en contraposición a la europea. Para volver la espalda a Europa, México se ha acogido al nacionalismo… que es una idea europea.” (Subrayado mío.)

No deja de ser curioso, ya que estamos con Ramos, que mientras los filósofos europeos redescubren la ontología y se proponen una indagación acerca del ser y del sentido del ser (como sucede con Heidegger), entre nosotros esta investigación se entrampe de inmediato en el asunto particularista del ser del mexicano, rasgo eminentemente provinciano que mucho me temo no hemos alcanzado a superar. Lo digo porque de tarde en tarde siguen surgiendo todavía en la actualidad estos intentos trasnochados de hacer una ontología del mexicano, expresión que encierra una contradicción en los términos.

Pero los embates más fuertes en contra del nacionalismo de Jorge Cuesta se despliegan en su artículo “La decadencia moral de la nación”. No es que el nacionalismo per se constituya un sentimiento aberrante. Lo que yo entiendo, y es preciso distinguir esto, es que habría en realidad dos nacionalismos muy distintos entre sí. El nacionalismo voluntarioso, estentóreo, vociferante y de aparador, vinculado a los aspectos más reaccionarios de nuestra ideología; y un nacionalismo sereno, inconsciente, decantado en el fondo de nuestro ser y que pertenecería a lo que Proust llamaba la “memoria involuntaria”. De tal suerte, seríamos nacionalistas justamente en aquellos momentos de nuestra vida en que no pensamos para nada en el nacionalismo; por el contrario, recaeríamos en lo extranjerizante tan pronto como la idea de lo nacional prende en nuestra conciencia obligándonos a adoptar actitudes artificiosas y convencionales.

El eje de este artículo, inspirado todo él en nociones anarquistas, es una sugerente definición de democracia aportada por Cuesta: es democrática aquella sociedad en la que puedes hablarle al Estado de tú. Los ricorsi revolucionarios, los estallidos recurrentes de la violencia que desmembran el cuerpo social y acarrean la caída de los poderosos, son para el Cuesta de este artículo la más señalada muestra de salud pública. Resulta lamentable que la misma autoridad se perpetúe por decenios (como sucedió en la época de Porfirio Díaz): esta eternización institucional conduce a la esterilidad y al adormecimiento de las conciencias. Por eso señala categórico: “Los movimientos revolucionarios, otorgándola de un modo inmerecido y caprichoso, desprestigian a la autoridad y elevan el espíritu de los que han sido aplastados por ella.”

Adviértase que Cuesta no desea el entronizamiento de la autoridad, cualquiera que ella pudiera ser, sino su desaparición. Por eso me parece notable en este sentido la referencia explícita a Proudhon: “Las inepcias de los gobiernos hacen la ciencia de los revolucionarios.”

La conclusión de Cuesta tiene mucho de terrible si pensamos que en estos momentos México atraviesa por una situación de crisis de las instituciones y de desprestigio creciente de la autoridad política que nos rige. Según Cuesta, en lugar de quejarnos y lamentarnos, como tanto nos gusta, tendríamos que sentirnos dichosos de estar inmersos en esta debacle y sus torbellinos: “Las inepcias de los gobiernos, por lo tanto, hacen la verdadera fortuna de los pueblos que les brindan ocasión de formar su carácter, que es la más apreciable virtud.” Dicho de otro modo: mientras que las administraciones eficientes provocan la molicie de Roma, las que fracasan son el verdadero pasto de le los revolucionarios porque elevan el espíritu de contradicción y de lucha.

Fáustico, agónico, abismal, Cuesta propone una visión relampagueante de la historia de México: puesto que siempre hemos estado implicados en procesos de cambio, nuestra verdadera tradición no es la estabilidad sino la revolución. La paz social propiciada por el estado paternalista es sólo una ilusión que ha de quebrarse con el saludable “instante explosivo”. Por ello mismo argumenta: “Puede decirse con mayor fundamento que nuestra verdadera tradición es el estado revolucionario, y que las perturbaciones de nuestra historia son las épocas de administración y de paz.” Serían estas últimas, en efecto, las que propiciarían la bancarrota de la nación. Por fortuna, agrega Cuesta: “Nuestra historia está más preocupada por hacernos un carácter que por hacernos un paraíso; está más ávida de experiencias y de poder que de tranquilidad. En consecuencia, las épocas de administración, de felicidad y de economía dirigida son las que habrían de significar un abandono de nuestro destino y una decadencia moral de la nación.”

No estaría mal que tomáramos en cuenta este sorprendente diagnóstico.

lunes, 14 de febrero de 2011

La ebriedad

14/Febrero/2011
Universal
Guillermo Fadanelli

La bebida nos vuelve a todos un poco artistas y esto sucede incluso si se carece de una fina sensibilidad. Quien critica a los bebedores sólo por serlo y no por sus actos acusa una moral disminuida. Habitar la oscuridad, la nada, la absoluta nulidad del vivir no es sencillo sin acudir a la bebida, ya sea esporádicamente o todos los días. Expertos en los estados del alma, los ebrios hacen que el relativismo de las cosas sea placentero. Los escritores deben aprender a estar borrachos todos los días, escribió Hemingway. Pero no habría que limitarlo sólo a los escritores o artistas sino a toda persona prudente: tomarse unos tragos sin volverse insoportable ni hacer que la vida de los demás se vuelva más miserable. El ebrio que no daña a los demás, sino sólo a sí mismo es un santo. Y si uno vive atormentado y encuentra en la bebida una veta de alivio y conmiseración de sí mismo, no nos queda más que celebrarlo y evitar aumentar su amargura con el peso de la acusación y el desprecio.

No todos los bebedores encuentran el reposo o la calma durante su estar en el mundo. Joseph Roth acusó en sus últimos años la intensidad que suele acompañar al constante presagio de la desgracia, a la muerte de su mujer amada, a la culpa o al pudor que revelan en sus actos quienes tienen vergüenza de vivir. Stefan Zweig no culpaba a Roth de su hundimiento en el vino, sino a su tiempo, “un tiempo desaforado e injusto que empuja a los más nobles a tal desesperación y que para escapar del odio contra ese mundo no conocen otra salida que la de aniquilarse a sí mismos.” Quien haya leído aquella breve novela de Roth, “El peso falso”, encontrará en sus páginas a un hombre aniquilado por el vino, por la mala sangre que echa a perder cualquier buena bebida y que da a los borrachos tan mala fama entre los puritanos y los arrogantes. Es la mala sangre y no la bebida la que pierde a los hombres. “Bebo porque quiero sufrir más vivamente”, confesó Dostoiewski y ese sufrir más vivamente no quiere decir nada más que retar y enfrentar al rostro voraz y primitivo de la muerte.

Entre los hombres de los últimos siglos se abre una grieta insalvable, una fisura que nos vuelve tan distintos pese a decir que pertenecemos a una misma especie: por una parte estamos quienes creemos que lo único que tenemos para conocer y habitar el mundo a partir de ese conocimiento es una fe animal (desde Hume, Hamann y la cauda de románticos hasta los más recientes filósofos relativistas como Feyerabend y Rorty): todo lo que sabemos son mentiras que aceptamos como verdades para poder hacer más habitable la vida. Por otra lado, están quienes creen que es posible medir el mundo y que algunas de nuestras creencias pueden ser comprobadas con absoluta certeza. Estos últimos son de algún modo mis eternos contrincantes, pues creen que la verdad está de su parte y no dudan —a la manera de fanáticos religiosos— en imponerla a quienes no piensan como ellos. La ebriedad es una interpretación más del mundo y aunque muchos se deslicen en ella hasta la muerte nadie, sino un necio, podría condenarla por sí misma y negar que es una forma más de placer y de conocimiento.

Mantengo un esmerado respeto hacia los ebrios prudentes (e incluso hacia uno que otro desmesurado) y jamás haría escarnio de uno de ellos ni lo señalaría en la plaza pública como si se tratara de un maleante. Quien lo hace es un tacaño del alma, un policía de causas injustas y una especie de depredador de la felicidad. A veces el vino restituye la unidad perdida y alivia la conciencia de la dispersión o el sin sentido de nuestros actos. Uno se reconcilia consigo mismo y aunque avanza a oscuras sus pasos son más firmes porque al menos han inventado un camino.

sábado, 12 de febrero de 2011

Contracultura y neoconservadurismo

12/Febrero/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Hace tres lustros apareció La contracultura en México de José Agustín, epílogo a la trilogía La tragicomedia mexicana, crónica contada desde un punto de vista contracultural.

Como todo buen libro, La contracultura en México tiene muchos defectos.

Pero no practiquemos ese jodido pasatiempo nacional de descalificar todo para yo sentirme el mero-mero (si jodo al otro, ergo, yo estoy menos jodido: consuelo de los muy jodidos); La contracultura en México, crónica-ensayo, es un libro provocador que llenó un hueco. Hay que celebrarlo.

En los noventa José Vicente Anaya insistía en que en los setenta mexicanos ocurrió una actitud contracultural mexicana que ni Monsiváis ni la República de las Letras ni José Agustín anotaron. Poco después apareció Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, una novelización de su versión de la contracultura infrarrealista. Pero historia íntegra de la contracultura en México no hay.

En las últimas dos décadas, Carlos Martínez Rentería ha publicado la revista Generación, que ha documentado calles, callos, callejones y calpullis de distintas contraculturas mexicanas (el plural es obligatorio). Para entender el archipiélago contracultural mexicano de este periodo, Generación es una crónica-a-entregas imprescindible y sobreviviente. La historiografía futura de la contracultura mexicana mucho le deberá.

Como dije en un Congreso de Contracultura que Generación organizó —otra de sus aportaciones— el concepto de “contracultura” es inexacto en el caso mexicano; y su praxis actual, retro.

No hay que moralizar —las típicas quejas fresas, ay, si se vende en Sanborns no es contracultural—; hay que replantear la idea de contracultura, tanto en México como en Occidente, precisamente, para reinventarla.

Hago este breve recuento porque hay señales alarmantes: después de cierta apertura de la cultura literaria nacional hacia otras formas de concebir la función literaria, hoy en México el conservadurismo se revigoriza.

Nótese, por ejemplo, ¡la absoluta carencia de pensadores de izquierda entre las nuevas generaciones de poetas o narradores! Refugiados en la pureza del “creador” ocultan su apatía.

¡Incluso la Generación X parece politizada en comparación con la Generación Millenial!

¿El feminismo? Una más de las muertas de Juárez. ¿No hay escritoras recientes feministas en este país? Cristo, en cambio, recupera portavoces.

Una parte de la responsabilidad la tuvo la contracultura. (Sin José Agustín, ¿tendría historia pública?). Deshistorizada, autocomplaciente, mitificada, rota, la contracultura literaria mexicana se diseminó sin autocrítica.

¿Se ha actualizado? ¿O es ya la contracultura otro más de nuestros usos y costumbres?

¿La gran ganadora del stand-by (me) de la contracultura? La creciente neoconservadora.

Literatura contra violencia

12/Febrero/2011
Laberinto
Armando González Torres

Suena ingenuo, pero ¿puede la literatura contribuir a moderar la violencia, a restituir formas de vinculación y solidaridad entre individuos? En ciertos territorios, todo extremo del mal se vuelve parte de una difusa normalidad, pues la violencia encarna en una cosmovisión pasiva y fatalista que apenas distingue la calidad moral de los actos y la identidad de los agentes. Impera entonces la tendencia a juzgar a partir del resentimiento o el prejuicio y se opera una reducción del espacio social comúnmente habitable. Contrarrestar los devastadores efectos del miedo, la desconfianza, el rencor social y los estereotipos encontrados requiere un esfuerzo bien organizado de apertura intelectual y emotiva: pasar de los juicios globales a los específicos, confrontar los estereotipos temidos o despreciados, dirimir resentimientos. En particular se trata de suscitar la empatía y mirar como ser humano al que sería la presa, la víctima o el extraño. En este sentido, la literatura contribuye a identificarse con personajes y situaciones, a las que la costumbre o el prejuicio acostumbran mirar simplemente como objetos amenazantes. Como dice Martha Nussbaum en Justicia poética: “Podemos enterarnos de muchas cosas sobre la gente de nuestra sociedad y sin embargo mantener ese conocimiento a distancia. Las obras literarias que promueven la identificación y la reacción emocional derriban esas estratagemas de autoprotección, nos obligan a ver de cerca muchas cosas que pueden ser dolorosas de enfrentar. Y vuelven digerible este proceso al brindarnos placer en el acto mismo del enfrentamiento”.

Una revelación literaria acaso puede ofrecer alternativas de visión a seres, con una imaginación cercenada y un sentimiento muerto, prisioneros de su ambiente o su pasado, oponiéndose a la violencia sin replicarla. Muchos de los dilemas más controvertidos y sutiles de la convivencia y el derecho o muchos relatos extremos de las consecuencias del odio se encuentran expresados en la literatura y no es extraño que el pensamiento legal acuda seguido a la imagen literaria. Habría entonces que explotar el aspecto formativo y curativo de la literatura para iluminar la mente en situaciones límite. La literatura es verdaderamente subversiva en ese mundo mudo que muchos habitamos, encarnado sólo en accesos violentos, pues multiplica la capacidad de vivir experiencias distintas, revela analogías profundas entre personajes antagónicos, señala lo que es inaceptable y nutre un poco la sensibilidad restituyendo aptitudes morales adormecidas. Esa moralidad ambigua de la literatura apunta diversos caminos y, al exigir al mismo tiempo la identificación y la distancia, hace reflexionar sobre el horror y la esperanza de redimirlo. Por eso, aunque no sea dueña de un mensaje estrictamente edificante, la literatura puede cumplir una función pública, sin duda no para instaurar las buenas causas, pero si para interpelar y combatir lo execrable.

lunes, 7 de febrero de 2011

El ruido

7/Febrero/2011
El Universal
Guillermo Fadanelli

Cuando el diablo tiene descendientes los tiene en masa, reza un dicho eslavo. Es una manera de decir que cuando la desgracia toca a tu puerta viene siempre acompañada. Y además se quedará a cenar (si no es que se instala cómodamente en el sillón de tu sala). Existe un momento preciso en que la desgracia se anuncia por primera vez y uno debe ser sensible a sus pisadas. Cuando por un motivo cualquiera debo conversar o cruzar palabras con un desconocido me pregunto qué clase de vida llevará o si su sonrisa no estará sostenida por un infame cúmulo de pesares. Me gustaría pensar que todos mienten y que son amables actores que no desean darnos más problemas de los que ya uno afronta personalmente. Apenas el jueves pasado un hombre tocó el timbre de mi casa para preguntar si podía darle dinero porque según sus palabras había aseado la coladera de la esquina. Le respondí de la manera más amable posible que si finalmente la coladera estaba limpia por qué motivo no regresaba a vivir en ella. En seguida me arrepentí porque pese a que el hombre era un truhán mi sarcasmo resultaba innecesario.

Dos semanas atrás abrió sus puertas una escuela de baile flamenco justo en la planta baja del departamento en que habito. Así las cosas y pasadas las nueve de la noche se escucha un ruido desquiciante de seres humanos que golpean las suelas de sus zapatos contra el piso. ¿Qué extraño entusiasmo llevará a estas personas a arremeter de tal manera contra una duela recién formada? Es probable que la ausencia de sexo lleve a todos estos bailadores a inventarse un arte que debe parecerles por lo menos exótico. El ruido no es expresión de la libertad. Creo que una tristeza profunda se respira en el alma de estas almas danzantes. Esto me ha llevado a recordar que en Parque de ciervos, la novela de Norma Mailer, un joven emprendedor funda una escuela de toreo en el piso veinte de un edificio de Nueva York. Lo más extraño es que varias personas se inscriben a la escuela para aprender el arte taurino mientras miran las nubes desplazarse entre los rascacielos. La ciudad en que vivo es una de las más ruidosas de cuantas he conocido. En el DF todos se expresan contra la salud de los oídos ajenos. Los “ciudadanos” son carne parlante y adonde marchan llevan consigo una bocina que tortura el silencio. La sordera es una epidemia en todos los ámbitos sociales y eso es notorio cuando intentamos realmente escuchar o conversar con los otros.

El placer no conoce el ruido. Y yo no haré nada para acallar las voces que todos los días me llevan a la horca. Cada vez que deseo que se cumplan las mínimas normas de la convivencia la bestia anarquista que me habita abre un ojo y me sonríe socarrona. No soy bueno para prohibir ni para decir a las personas lo que deben hacer (prefiero odiar a prohibir). Toda historia puede ser comprendida como un alud de desgracias y buena parte de los individuos sobreviven sin encontrar ningún sentido a su estancia en el mundo, las acciones buenas o justas no inciden en el entorno, los intelectuales (o aquellos que podrían dar buenos consejos) son despreciados y confinados en universidades o centros que funcionan como castillos medievales donde sus habitantes se resguardan de la barbarie que asuela más allá de sus murallas. La hipótesis desgraciada, es decir la conciencia de que el mal se impone sobre el bien nos hace vivir en melancolía y parece dotarnos de una paciencia resignada ante la muerte. Yo creo que el diablo existe porque el ruido lo anuncia todo el tiempo. Y cuando el diablo tiene descendientes, como cité en un principio, los tiene en masa.

sábado, 5 de febrero de 2011

El logo de WikiLeaks decodificado

5/Febrero/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

El logo de WikiLeaks es un reloj de arena con obscuro globo terráqueo arriba aclarándose abajo.

Mensaje: es cuestión de tiempo para que el mundo real sea revelado.

El propio logo, empero, deshace este sentido.

Ojo: es hacker atrapado en tecnología premoderna: ¡un reloj de arena!

La cibercultura persiste en una visión maniquea: Noche oscura (Los de Arriba) vs. Día claro (Los de Abajo).

Véase cómo la parte superior traza inconscientemente una cara de mujer.

El wikilogo es un T’ai Chi T’u (emblema del yin-yang) muy judeocristiano. En el taoísmo, lo oscuro no es malvado, aunque sí femenino y acuático como en Wikiworld.

En el wikireloj, la arena no es arena sino ¿hielo? Oh guerra fría.

Un reloj de arena una vez precipitado, se invierte. Pero este wiki-gadget no tiene dialéctica: ¡los planetas están atorados al contenedor! No son globos sino ollas.

Es imposible que se filtre totalmente un mundo en el otro. Por eso aunque el mundo de arriba está goteando, ¡sigue intacto!

El Otro Mundo no se deshace. Sólo se despinta.

La idea que magia, metafísica y religión trazaron del otro mundo será reiterada (descoloridamente) en nuestra imagen de este mundo.

Después de Wikileaks, el mundo revelado resulta idéntico al oculto: ¡Ya sabíamos todo lo que Wikileaks nos dijo! Top Secret = Top Ten.

Este mundo: copy-paste, pastiche, stencil, clonación del viejo mundo metafísico. Excepto en un detalle: el otro mundo —antes oscuro— también terminará siendo paliducho.

El Wikilogo señala sin saberlo que vamos de una era dualista (dos mundos contrapuestos y complementarios) a una época telefísica (con dos mundos tenues e idénticos).

Pero aún el reloj no se invierte.

Qué curioso: en la hora actual del wikilogo nuestra imagen del otro-mundo (a la vez cielo y tinieblas) está más completa que nuestra imagen del mundo ordinario.

(Sabemos lo que hace el Presidente pero no lo que hacemos nosotros).

Al planetoide inferior le falta una parte. Parece dos delfines esperando alimento.

El logo involuntariamente indica que después de la filtración tendremos una imagen del mundo idéntica a la que ya teníamos, aunque más clara, más pálida, más light.

Un mundo telefísico que ha perdido la idea de lo otro y el contraste.

Wikileaks suena en inglés como “weaky leaks” (fugas debiluchas).

Los wikimedias son WYSIWYG, es decir, interfases que permiten al usuario ver un documento que está siendo creado de modo similar a cómo resultará al terminar.

WYSIWYG es un acrónimo de “What you see is what you get”, una frase norteamericana que significa: esto que ves es todo lo que hay, lo que te vas a llevar.

Wikileaks quiere que conozcamos al mundo oculto. Pero lo que su logo sugiere sin saberlo es lo opuesto: la idea pragmatista de que no hay más mundo que “este”, el mundo del que ya estabas informado.

Villoro y el poder

5/Febrero/2011
Laberinto
Alicia Quiñones

Si hay una constante en el teatro de Juan Villoro es el poder. Un tema que puede obsesionar a cualquiera. El poder en la obra del autor de Llamadas de Ámsterdam es taciturno, aparentemente en calma; tranquilidad que hace que los personajes revienten en el escenario. Sobre esto y su siguiente pieza teatral —que escribe actualmente— cuyo personaje principal es un ex presidente de México habla Juan Villoro.

En sus obras aborda el poder. ¿Por qué?

Sí, en ambos casos hay una exploración sobre los registros del poder, en Muerte parcial se toca mucho el tema de la impunidad. Uno de los personajes que es el que arma toda una estrategia para desaparecer al otro; es un político, es alguien que ha actuado en lo “oscurito”, como decimos en México, que ya pasó por tres partidos políticos y es un tránsfuga profesional de la política y el único resquicio que le queda es inventar su propia muerte y labrar su más allá. Desde el más allá opera y vigila su reputación. Se trata de anticiparse a eso para perfeccionar su vida post mortem. También en la obra hay un elemento de la paranoia que estamos viviendo hoy en día, que podemos ser filmados en cualquier lugar y tenemos una existencia vigilada. En el caso de El Filósofo declara [con temporada en el Teatro Santa Catarina] tiene que ver con la participación de los intelectuales —digámoslo así— en la glorificación de una cultura nacional que muchas veces es una puesta en escena: el intelectual que tiene una gran reputación sin que nadie lo haya leído, pero que pertenece a todas las academias, a los grupos de influencia. Contrasto un filósofo que ha hecho obra y otro que ha sido más bien un grillo, un político de la cultura, que le ha ido bien en la vida pero tiene el pecado de no haber hecho obra.

Es evidente que en El Filósofo declara hay una reflexión marcada de la situación de los intelectuales en México que han sido muy favorecidos por becas, por apoyos y no siempre han tenido que jugársela a través de un trabajo que tenga que ver con un público o una obra. El Estado mexicano ha favorecido muchísimo a los autores, en ocasiones, creando generaciones de becarios.

¿Tienen una función política su teatro?

El teatro cumple una función de catarsis muy importante, en la Grecia clásica surgía para reflexionar sobre lo que pasaba en la polis, en Atenas. En países que han pasado por regímenes totalitarios ha sido muy importante para decir lo que no se puede por otra vía. No es casual que el gran disidente checo fuera Vaclav Havel, que también es dramaturgo. Cuando viví en Berlín Oriental el teatro era muy interesante porque se podía reflexionar de cosas que en los periódicos no era posible; se hacía de manera simbólica, no obvia. El teatro puede ser en este momento incluso de sanación ante los problemas que estamos viviendo. Frente al horizonte de destrucción, de violencia, de degradación en que vivimos, ver una puesta en escena puede ser una manera de tener un espejo que nos haga pensar y, en cierta forma, nos reconcilie con nosotros mismos. Por eso el teatro requiere de público para suceder.

Estoy preparando una obra que es abiertamente política y está protagonizada por un ex presidente. Pero, en general, creo que siempre el teatro es político.

La puerta estrecha se ha cerrado.

Así escribo (Hernán Lara Zavala)

Febrero/2011
Nexos
Hernán Lara Zavala

Escribir ante el espejo

Escribir es un acto de comunicación contra uno mismo. Soy el tipo de escritor que necesita estar solo para concentrarse. Mis amigos formados en el periodismo escriben donde caiga y en las condiciones más adversas, como lo exige la naturaleza de su oficio. Otros escriben en cafés. Se llevan su cuaderno, piden algo de beber, se instalan en una mesa del rincón e inician la tarea. Autores tan prolíficos como David Martín del Campo o César Aira escriben de este modo sus novelas.

Mi amigo Marco Aurelio Carballo me preguntaba en alguna ocasión cuáles eran mis hábitos de escritura y si necesitaba un ritual para comenzar. Le contesté que mi tiempo ideal de escritura es durante las mañanas, luego de desayunar, cerca de las nueve, sin bañarme ni acicalarme, a veces en pijama, a veces en fachas o en shorts. Le comenté que no necesito ritual aunque muchas mañanas, antes de levantarme, leo fragmentos de algún libro por placer, no para imitar a su autor sino para que me infunda ganas de escribir, para que me dote de energía potencial, de inspiración. Pero lo único que necesito es tiempo, silencio y soledad.

El tiempo es más o menos prolongado (dos horas mínimo) y la intimidad absoluta. El espacio puede ser cualquiera pero el ideal es el estudio en mi casa con sus fetiches, mi ordenado desorden y con los libros que necesito a la mano. Escribo en una suerte de tapanco rodeado de ciertas imágenes —mis ídolos con pies de barro— que me alumbran y me fustigan: Shakespeare, Cervantes, Kipling, Stevenson, Conrad, Joyce, Faulkner, Lowry, William Trevor y San Gregorio Hernández a quien no sé por qué razón me he encomendado desde hace ya varios años. De no estar en mi estudio mi condición se restringe a la soledad pues si hay otra persona, sea quien sea, la camarera del hotel, alguno de mis hijos o mi esposa me impide la concentración y la posibilidad de perderme en mi imaginación. Nunca escucho música, no porque no me guste sino porque me distrae. Antes escribía con pluma fuente y tinta sepia en blocks rayados de color amarillo tamaño oficio cuyas páginas resultaban equivalentes a una cuartilla, que luego mecanografiaba. Desde 1987, cuando estuve en el International Writing Program en Iowa, me convertí a la computadora. Soy fanático de la Macintosh y nunca le he sido infiel. Escribo directamente sobre la pantalla aunque me auxilio con mis libretitas de notas con las que siempre cargo para trazar breves bosquejos, hacer apuntes, registrar bitácoras y elaborar notas que me servirán cuando quede solo y a mis anchas. Nunca corrijo en pantalla sino en papel.

Al hablar del tiempo pienso sobre todo en la fase de calistenia por la que tiene que pasar necesariamente todo escritor. A mis alumnos muchas veces los reconvengo en sus trabajos porque se nota que empezaron a escribir en frío y eso salta en los principios de sus cuentos o ensayos. La escritura requiere un proceso de calentamiento y no es sino hasta después de un rato que las palabras fluyen. El momento cumbre llega cuando ya no me doy cuenta de que estoy escribiendo sino que ya me hallo una octava por arriba de mi percepción normal, donde la imaginación se pierde entre personajes y situaciones y se establece una comunicación secreta de entes reales y ficticios, recuerdos, ocurrencias e invenciones.

Por cuestiones de trabajo a veces me veo en la necesidad de escribir en cuartos de hotel. Esto significa que si viajo y dispongo de una mañana o de una tarde libre muchas veces aprovecho ese momento de relativa paz y absoluta privacidad para ponerme a escribir. Pero a menudo me sucede algo horrible. Dispongo de los preciados espacios, tiempo y soledad pero, para mi desgracia, la mayoría de los hoteles no tiene escritorio o mesa de trabajo sino un tocador con una silla y un espejo enfrente. Por eso cuando me trato de concentrar y levanto la vista del papel o de la lap me veo mí mismo y siento que hay alguien más en el cuarto contra el que voy a tener que luchar si acaso deseo escribir algo que realmente valga la pena.