domingo, 11 de julio de 2010

De princesas promiscuas y malhabladas

11/Julio/2010
Suplemento jornada
Adriana del Moral

Existen en la literatura muchos arquetipos que los escritores repiten una y otra vez en sus obras, añadiéndoles matices y convirtiéndolos finalmente en símbolos de una época. El modelo de la protagonista de lenguaje eróticamente explícito, cínica y provocativa, puede considerarse iniciado con La princesa del Palacio de Hierro de Gustavo Sáinz.

El autor es de los pioneros en registrar el habla de una edad cuya voz era hasta entonces desconocida. Junto con Parménides García Saldaña, José Agustín y otros, su obra se caracteriza por un lenguaje coloquial libre, directo, a menudo procaz, que rechaza las convenciones.

Aunque con La princesa del Palacio de Hierro (1975) Sáinz inaugura una tradición de heroínas con varios amantes y pocos prejuicios morales que hablan de su vida sin reticencias, la novela también tiene raíces en la antigua tradición picaresca española: es una historia autobiográfica donde el narrador está siempre en evidencia. La protagonista es alegre, despreocupada, inconsciente, y se expresa con un lenguaje que va de lo coloquial a lo poético.

En momentos de tensión o dramatismo utiliza interjecciones falsamente populares como “¡Tortugas ninfómanas!”, mensaje cuyo sentido no resulta claro al principio. Estas frases aparecen desligadas del resto del texto: “Cuando recuerdo me ataco de risa. ¡Vampiros capados!” Y se suceden unas a otras, abriendo otra dimensión en el habla: ¡Penes garapiñados!, ¡urólogos despeinados!, ¡hienas cachondeadas!, ¡unicornios en celo!...

La narradora de Sáinz pertenece a la alta clase media mexicana y cuenta a un interlocutor anónimo sus aventuras amorosas y las de sus amigos, en lo que para Karen J. Hardy es “una llamada telefónica de trescientas páginas”. No hay héroes en la historia, más bien una serie de personajes con obsesiones, temores y defectos que aparecen claramente señalados.

Entre ellos, la princesa parece la única capaz de entrega y de afecto. Como ella misma explica: “Yo no salía con mis pretendientes por acostarme, no, y también busqué en mucha, mucha gente, encontrar un entendimiento sexual. Para mí, si un muchacho me gustaba mucho y hacía el amor con él, lo importante era hacerlo todo para que fuera el más feliz del mundo. Siempre traté de que fueran los más jubilosos, los más satisfechos, los más gratificados del universo.”

LAS OTRAS PRINCESAS

El modelo que Sáinz creó con su princesa será seguido por varios novelistas. En Señorita México (1991), de Enrique Serna, Selene Sepúlveda relata su vida a un periodista. Su relato tiene como contrapunto la voz del narrador omnisciente que cuenta las escenas cruciales que ella omite. Como Sáinz, Serna logra con éxito la oralidad: la protagonista hace digresiones con frecuencia, hay interjecciones y muletillas, y su discurso parece la transcripción de las cintas que el reportero ha grabado.

En Virgen de medianoche (1996), de Josefina Estrada, el personaje principal es una prostituta judía de clase media alta que cuenta a una periodista –se adivina que la propia Josefina– sus peripecias, desde su estancia en un manicomio y la adicción a la cocaína, hasta su paso por la cárcel.

Guillermo Fadanelli también muestra predilección por este tipo de heroínas. Bellini, protagonista de Para ella todo suena a Frank Pourcel (1999), es una joven outsider sin restricciones familiares o de tipo alguno, y Peggy López (seudónimo del autor en No hacemos nada malo, libro de relatos cómico-eróticos publicado en 1996) es una mujer que persigue el placer con el único deseo de sobrevivir a la orgía o al cataclismo. Fadanelli describe a este alter ego como una mujer “y cínica, inteligente, amante de propios deseos y vicios, pero nunca vulgar”. Peggy tiene una filosofía que se basa en dos principios angulares: coger y comprar.

DIABLO GUARDIÁN, NI TAN ÚNICA NI TAN ORIGINAL

La más conocida en este linaje de heroínas –que quizá no tienen mucho de heroicas–, es quizá Violetta, personaje principal de la novela Diablo guardián (2003) de Xavier Velasco. Sobre todo para los lectores más jóvenes, o para quienes desconocen a los autores antes mencionados, Violetta representa un paradigma: el retrato más auténtico que conocen de una mujer moderna, hecho por un hombre.

Este personaje se define a sí mismo como “una chica llena de virtudes negociables”. Como sus precursoras, es parte de la clase media, y su familia agringada se tiñe el pelo de rubio y busca hablar inglés a todas horas.

Velasco sigue la estrategia empleada por los escritores que le antecedieron: utiliza la propia voz de Violetta para contar la historia. En este caso, ella narra los sucesos a una grabadora (igual que en Señorita México) y el destinatario de sus cintas es un personaje que aparece como narrador en varios capítulos de la historia: Pig, un publicista con vocación frustrada de escritor.

Con la princesa de Gustavo Sáinz, Violetta comparte la precocidad y la mala relación con sus padres: a los quince años se escapa de su casa con cien mil dólares robados a la Cruz Roja por sus progenitores. En Nueva York gasta en menos de seis meses el dinero robado; luego se hace adicta a la cocaína y se prostituye en hoteles de lujo. Esos dos elementos, la droga y la prostitución, ya habían aparecido también en Virgen de medianoche.

A diferencia de La princesa del Palacio de Hierro, Violetta es más cínica, materialista y llena de racismo; ni ella escapa a sus propios prejuicios: “Tiene su chic ser indita newyorka, por lo menos te sientes ladina internacional. Aparte tienes la tranquilidad de que siempre habrá un cabrón galante que te diga: You don’t look very Mexican y tú le puedas contestar que tu papá es alemán y tu mamá española, Sí, cómo no, de Naucalpanburgo y Sevillatlán”, dice haciendo escarnio de sí misma. Además, para ella el sexo no es tanto un placer como un medio para conseguir dinero.

Sin embargo, Sáinz y Velasco retratan a la perfección un momento histórico: el primero, los años sesenta y setenta en las colonias Roma y Narvarte, y el segundo el fin de la década de los noventa en Ciudad de México y Nueva York. Ambos presentan de manera muy convincente a un modelo de mujer que seguirá excitando la imaginación de los lectores, al menos por algunas generaciones más.

sábado, 10 de julio de 2010

Edgemont Drive

Julio/2010
Nexos
E. L. Doctorow.

¿Qué coche era?
No sé. Un coche viejo. ¿Qué importa?
Hay un tipo que se la ha pasado tres días sentado en el coche frente a la casa. Deberías saber qué tipo de coche era.
Es un coche americano.
Ya ves.
Un coche cuadrado de cajuela larga. Largo como un lanchón.
¿Un Ford?
Tal vez.
Bueno, definitivamente no es un Cadillac.
No, se veía chico. Un coche viejo. Rojo desteñido. Tenía manchas de óxido grandes en la salpicadera y la puerta. Y estaba lleno de cosas. Parecía que todas sus pertenencias estaban ahí adentro.
Bueno, ¿y qué quieres que haga? ¿Que falte al trabajo y me quede en casa?
No, no importa.
Si no importa, ¿por qué sacas el tema?
No debí hacerlo.
¿Te miró?
Por favor.
¿Te miró?
Cuando me di la vuelta, arrancó el coche y se fue.
¿Qué quieres decir? Así que antes de que te voltearas…
Sentí su mirada. Estaba deshierbando el jardín.
¿Agachada? ¿Inclinada?
No empieces.
¿Hay un tipo que se estaciona todos los días frente a la casa y sales al jardín y te empinas?
Fin de la conversación. Tengo cosas que hacer.
Tal vez yo también podría estacionarme y ver cómo arreglas el jardín empinada. Los dos podríamos hacerlo juntos. Debe tener lo suyo eso de verte empinada en shorts.
No se puede hablar contigo.
Era un Ford Falcon. Dijiste que era cuadrado, de líneas duras y aspecto achaparrado. Un Falcon. Caja manual de tres velocidades. Sólo noventa caballos de fuerza.
Perfecto. Maravilloso. Sabes todo de coches.
Escúchame, señorita jardín, conocer el coche de un hombre es conocer al hombre. No es información inútil.
Está bien.
El tipo debe ser un inmigrante de Tijuana.
¿De qué hablas?
Quién otro manejaría una carcacha de hace cuarenta años. Buscando trabajo. Buscando algo que pueda robar. Buscando algo de la chica con las piernas blancas que se empina en el jardín.
Estás loco. Tienes esa actitud de señor-sábelo-todo…
Voy a pedir el día libre mañana.
Los inmigrantes no tienen el pelo largo y blanco, ni bajan la ventana para que puedas ver su cara rosa y sus ojos pálidos.
¡Ah, muy bien! Ahora sí que estamos llegando a algún lado.


No se mueva de aquí. Estoy apuntando sus placas. La policía lo identificará para ver si lo están buscando…
¿Está llamando a la policía?
Sí.
¿Por qué?
Si no se va de aquí, ¿por qué no? Estaciónese en otro lado. Le estoy dando la oportunidad.
¿Cuál es el problema?
No se haga el tonto. En primer lugar, no me gusta ver chatarra estacionada frente a mi casa.
Lo siento. Es el único coche que tengo.
Desde luego. Me queda claro que nadie manejaría un coche así si tuviera otro. ¿Y todas esas maletas? ¿Vende cosas en el coche?
No. Estas son mis pertenencias. No me gustaría desprenderme de nada de esto.
Porque nadie en este vecindario necesita nada que salga de una cajuela.
Mire, lo siento, creo que hemos empezado mal.
De hecho, sí. No soy muy amigable cuando un pervertido decide acosar a mi esposa.
Oh, me temo que se está confundiendo.
¿Usted cree?
Sí. No quería molestar a nadie, pero debí saber que iba a llamar la atención si me estacionaba siempre frente a su casa.
En eso estamos de acuerdo.
Si estoy acosando algo, es la casa.
¿Qué?
Yo solía vivir ahí. Llevo tres días tratando de reunir las fuerzas necesarias para tocar su puerta y presentarme.


Veo que la cocina está muy cambiada. Todo a la medida, empotrado. Nosotros teníamos un lavabo independiente, de porcelana blanca, con patas de piano. Aquí había una despensa donde mi madre guardaba la comida. Y teníamos un estante con una lata para cernir harina. Eso me impresionaba.
Probablemente yo lo hubiera dejado así. Esta es su remodelación, la de la gente que vivió aquí antes. Yo tengo mis propias ideas sobre andar cambiando cosas.
Seguro le compraron la casa a la gente a la que se la vendí. ¿Hace cuánto que viven aquí?
Veamos. Llevo las cuentas con las edades de los niños. Nos mudamos justo después de que nació el mayor. Deben ser como doce años.
¿Y cuántos hijos tiene?
Tres. Todos hombres. A veces pienso que me hubiera gustado una niña.
¿Todavía van a la escuela?
Sí.
Yo tengo una hija. Ya es mayor.
¿Quiere un poco de té?
Sí, gracias. Es usted muy amable. Generalmente las mujeres son más amables. Espero que su esposo no se moleste mucho.
Para nada.
Para serle sincero, estar aquí es un poco inquietante. Es como ver doble. El vecindario se parece mucho, pero los árboles son más altos y más viejos. Y las casas, bueno, siguen ahí, aunque ya no tienen ese aire orgulloso y próspero que tenían antes.
Es un vecindario acomodado.
Sí, pero, ¿sabe qué? El tiempo es desgarrador.
Sí.
Mis padres se divorciaron cuando yo era niño. Viví con mi madre. Ella murió en el cuarto principal.
Oh.
Lo siento. A veces no tengo tacto. Después de la muerte de mi madre me casé y traje a mi esposa a vivir aquí. Nunca me quedé mucho tiempo en ningún otro lado. Y desde luego nunca volví a tener una propiedad. Así que esta es la casa —por favor, no me malinterprete—, esta es la casa donde he seguido viviendo. Mentalmente, quiero decir. Habité todos estos cuartos desde mi niñez. Hasta que reflejaron quién era yo, como un espejo. No quiero decir sólo que los muebles reflejaran la personalidad de la familia, nuestros gustos. No quiero decir eso. Era como si las paredes, las escaleras, los cuartos, las dimensiones fueran tan yo como yo mismo. ¿Estoy diciendo algo coherente? Me veía dondequiera que mirara. Como si estuviera repartido en todos esos lugares. ¿Le ha pasado alguna vez?
No estoy segura. Su esposa...
Oh, eso no duró mucho. No le gustaban los suburbios. Se sentía aislada de todo. Yo me iba a trabajar y ella se quedaba aquí sola. No teníamos muchos amigos en el vecindario.
Sí, aquí la gente es muy cerrada. Mis hijos tienen amigos en la escuela, pero nosotros casi no conocemos a nadie.
El té ayuda. Porque esto es una experiencia vertiginosa para mí. Es como si estuviese encuadrado, dimensionado en estos cuartos, como si yo fuera el espacio contenido entre estas paredes, los pasillos, los caminos de ida y vuelta, de un cuarto a otro, como si todo se encendiera previsiblemente dependiendo de la hora del día o la estación del año. Todo esto es indistinguiblemente… yo.
Creo que si se vive mucho tiempo en el mismo lugar…
Cuando la gente habla de casas encantadas quieren decir que hay fantasmas revoloteando por todas partes, pero eso no es todo. Cuando una casa está encantada —estoy tratando de explicarme— tiene que ver con la sensación de que la casa se parece a ti, que tu alma se ha transformado en arquitectura, y que la casa, en algo parecido al encantamiento, te ha absorbido en todos sus materiales. Como si tú fueras el fantasma. Y mientras la miro a usted, una mujer encantadora, una parte de mí me dice, no que yo no pertenezca aquí, que es cierto, sino que usted no pertenece aquí. Lo siento, dije una cosa muy fea. Yo simplemente quería decir…
Que la vida es desgarradora.


¿Regresó? ¿Estuvo aquí otra vez?
Sí. Parecía tan triste sentado ahí afuera… Así que lo invité a pasar.
¿Que qué?
No era lo que tú pensabas, ¿o sí? Así que, ¿por qué no?
Claro, por qué no invitarlo si le advertí que si regresaba llamaría a la policía.
Debiste invitarlo tú mismo cuando te contó que había vivido en esta casa.
¿Y eso justifica algo? Todo el mundo ha vivido en algún lado. ¿Quieres aliviar tu pasado glorioso? No creo. Y esta no es la primera vez.
No empieces, por favor.
El marido dice blanco y la mujer dice negro. Así funciona. Así que el mundo sabrá lo que opinas de tu esposo.
¡Por qué todo tiene que girar a tu alrededor! No somos la misma persona. Tengo mi propia mente.
¿Ah, sí? ¡Ahora!
¿Qué pasa, chicos? ¿Están empezando a pelearse?
Cierra la puerta, hijo. Esto no te concierne.
Cada vez que un hombre entra en esta casa te pones como energúmeno. El plomero, el de las cortinas, el del gas.
Ah, ¿pero acaso ese tipo es un verdadero hombre? A mí se me hace terriblemente joto. Con esa colita de pelo blanco y esas manos pequeñitas. ¿Y qué tenía que decir el putarraco ese?
Tiene un doctorado y es poeta.
Dios mío, debí imaginarlo.
Renunció a su trabajo como profesor para viajar por el país. Su libro está en la mesa del comedor. Nos lo dedicó.
Un trovador errante en su Ford Falcon.
¡Eres tan horrible!


En lugar de tener sexo, discutimos.
Ya había pasado un rato.
Esto es mejor.
Sí.
No sé por qué me enojo tanto.
Sólo eres el típico hombre defectuoso.
¿Así que todos somos así? Gracias.
Sí. Son un género imperfecto.
Siento haber dicho lo que dije.
Estoy pensando que, con los tres niños en la escuela, debería conseguir trabajo.
¿Haciendo qué?
O quizá estudiar algo. Hacer algo útil.
¿A qué viene todo esto?
Los tiempos cambian. Los niños cada vez me necesitan menos. Tienen sus amigos, sus entrenamientos. Yo me dedico a hacer ronda con las mamás. Llegan a la casa y se encierran en sus cuartos a jugar videojuegos. Tú trabajas hasta tarde. Me siento sola muy a menudo.
Deberíamos ir más al teatro. Pasar la noche en la ciudad. Trabajo para pagar la hipoteca, las tres escuelas, los dos coches.
No te estoy culpando de nada. ¿Podríamos prender la luz un momento?
¿Qué sucede?
No hay luna. En la oscuridad esto se siente como una tumba.


Esto es muy vergonzoso.
¿Qué estaba haciendo ahí a las tres de la mañana?
Durmiendo, eso es todo. No estaba molestando a nadie.
Sí, bueno, la policía está un poco sensible últimamente. Sobre todo con la gente que duerme en sus coches.
Antes eso era un campo de softbol. Yo jugué ahí cuando era niño.
Bueno, ahora es el centro comercial.
¿No le molesta que les haya dado su nombre?
Para nada. Me encanta que piensen que soy amiga de un criminal. ¿Por qué no se hospedó en el Marriott?
Quería ahorrar dinero. El clima es agradable. Por qué no, pensé.
Agradable. Sí, definitivamente agradable.
¿La policía acostumbra incautar coches? Porque si piensan que soy traficante o algo así, sólo van a encontrar libros, mi computadora, maletas, ropa, cosas para acampar y algunos recuerdos que sólo significan algo para mí. Es muy inquietante eso de que unos extraños estén hurgando mis cosas. Si me hubiera quedado en un hotel ya estaría de camino. Siento mucho abusar de usted.
Bueno, para qué están los vecinos.
Qué gracioso. Me gusta el humor en una situación así.
Me parece perfecto.
Pero sólo seríamos vecinos si el tiempo hubiera implosionado. De hecho, seríamos más que vecinos. Viviríamos juntos, el pasado y el futuro se movería entre nuestros espacios.
Como en una pensión.
Si así lo ve… Sí, como en una especie de pensión.


Así que ahí está. Qué, ¿ligándose a tu esposa?
No, eso no va a pasar. No anda en eso. Estoy seguro.
Entonces, ¿cuál es el problema?
Se aparece como un poeta remilgado, sin agallas, maneja una carcacha, dice que renunció a su trabajo pero seguramente lo corrieron. Con todo eso, sabes que es un gandalla.
Sí, conozco a los de su tipo.
Sus problemas trabajan a su favor. Consigue lo que quiere.
¿Qué es lo que quiere de ti?
No estoy seguro. Es raro. ¿La casa?
Entonces, ¿por qué lo dejaste entrar? Podía haberse ido a un Starbucks en lo que revisaban sus cosas.
Bueno, él nos llamó. Yo le colgué pero entonces ella empezó a mirarme. Y de pronto sentí que tenía que demostrarle algo. ¿Ves lo que está pasando? No puedo ser como soy, decirle al tipo: No te conozco. ¿A quién chingados le importa si viviste aquí o allá? Te regresan tu pinche coche y te puedes ir. Pero no, él lo hace de tal modo que entonces yo soy el que tiene que demostrarle algo a mi esposa: que puedo ser caritativo.
Supongo que lo eres.
Entonces ahora es como si fuera un pariente nuevo. Y eso toca una fibra sensible de nuestro matrimonio. Ella es muy inocente, le perdona todo a todos. Siempre disculpa a la gente, siempre encuentra una explicación para las pendejadas de los demás. Si un cajero le da mal el cambio, ella piensa que seguro se distrajo y lo hizo sin querer.
Bueno, ésa es una cualidad encantadora.
Lo sé, lo sé. Su filosofía es que, si confías en la gente, la gente se vuelve fiable. Me vuelve loco.
Pero en cuanto le regresen su coche se va a ir.
No. No si conozco a mi esposa. Lo va a llevar para que lo recoja. Se va a hacer tarde y le va a decir que se quede a cenar. Y luego va a insistir en que no podemos dejar que maneje de noche. Y yo la voy a mirar y me voy a quedar sentado mientras acepto. Y ella lo va a llevar al cuarto de huéspedes. Te lo apuesto.
Estás un poco alterado. Tómate otra.
Por qué no.


Con la edad puedes ver qué tanto de todo esto es inventado. No sólo lo que es invisible sino lo que está a la vista de todos.
Creo que no entiendo.
Bueno, aún es muy joven.
Gracias. Ojalá me sintiera joven.
No estoy hablando de la imagen que uno se hace de sí mismo. O de la forma en que la vida puede ser igual día tras día. No estoy hablando de la infelicidad.
¿Yo soy infeliz?
No soy quién para juzgarlo. Pero digamos que la melancolía parece sentarle bien a la dama.
Oh, querido, eso es tan obvio.
Pero, de cualquier forma, cualquiera que sea nuestro estado de ánimo, por lo general la vida parece una ocupación constante —mantenerte atareado, competir intelectualmente, físicamente, nacionalmente, buscando justicia, demandando amor, perfeccionando nuestras instituciones. Todas las modas de la supervivencia. Todo lo que hacemos para hacer historia, el archivo de nuestra inventiva. Como si no hubiese contexto alguno.
Pero, ¿lo hay?
Sí. Una vasta —cómo llamarla— indiferencia que trepa lentamente sobre ti con la edad, que se vuelve más insistente con la edad. Eso es lo que estoy tratando de explicar. Me temo que no lo estoy haciendo bien.
No, no, es realmente interesante.
Me pongo muy voluble con una sola copa de jerez.
¿Quiere más?
Gracias. Pero estoy tratando de explicar el extrañamiento que te aflige con el paso de los años. A algunos les pasa antes, a otros después, pero es inevitable.
¿Y a usted le está pasando ahora?
Sí, supongo que es una especie de desgaste. Como si la vida se convirtiera en un harapo y la luz se colara por él. El extrañamiento empieza por momentos, en pequeños y filosos veredictos que sacas de tu cabeza de inmediato. Te retraes aunque te sientes fascinado. Porque es el sentimiento más sincero que una persona puede tener, así que regresa una y otra vez, colándose por tus defensas, hasta que finalmente se clava dentro de ti como una luz fría, muy fría. Quizá ya no debería hablar de esto. Hablar es casi como negarlo.
No, aprecio su sinceridad. ¿Tiene esto que ver con el hecho de haber regresado aquí, a su antiguo hogar?
Usted es muy perceptiva.
Este extrañamiento quizá sea su forma de llamar a la depresión.
Entiendo por qué dice eso. Usted me ve como la imagen de un fracaso colosal —viviendo en un coche destartalado, siempre en el camino, un poeta oscuro, un académico de tercera. Y tal vez sea todas esas cosas, pero no estoy deprimido. No estoy hablando de una cuestión clínica. Es un claro reconocimiento de la realidad. Déjeme ponerlo de esta forma: creo que se parece a lo que sentiría un inválido crónico, o alguien al filo de la muerte, cuando el extrañamiento es protector, una forma de abatir el sentimiento de pérdida, el remordimiento, cuando el deseo de vivir ya no importa. Pero si sustraemos esas circunstancias aparezco yo: sano, autosuficiente; quizá no el tipo más impresionante del mundo, pero sí alguien que se las ha arreglado para cuidarse y vivir con libertad, haciendo lo que quiere sin mayor problema. Y aun así, el extrañamiento está ahí, la verdad se ha asentado sobre ese tipo, que de hecho se siente liberado porque ahora se encuentra afuera, en el contexto, donde ya no puedes creer en la vida.


¿Por qué alguien querría venir a Nueva Jersey a morir?
¿Disculpe?
La casa no tiene nada de especial; al menos concédame eso. El típico estilo colonial, revestida de vinilo blanco, el estacionamiento para un coche, las alcantarillas atestadas con la mierda de no sé cuántos otoños. De hecho, a esto quería llegar.
Señor, por favor. Nosotros preguntamos, usted contesta y luego nos vamos. ¿Puede decirnos algo más del difunto?
Bueno, verá, prácticamente lo conocí como cadáver en el pasillo. Ah, es usted escéptico. Y cómo no, si mi esposa está llorando como si nuestra relación fuera cercana.
Estaba diciendo…
Difícil de creer, ¿no? Ni siquiera es un antiguo novio, ni siquiera.
Usted no tiene corazón.
No, no, es una experiencia interesante: un completo extraño cayendo muerto, en calzones, mientras iba camino al baño. ¡Y ver cómo lo sacan de aquí en una bolsa de plástico! No me lo perdería por nada del mundo. También es algo bueno para los niños, una experiencia vital antes de ir a la universidad. Su primer suicidio.
Señor, el hombre murió a causa de un infarto al miocardio.
Según quién.
Según los paramédicos.
Bueno, tienen derecho a dar su opinión.
Es más que una opinión, señor. Ellos ven cosas como ésta todos los días. Ni siquiera intentaron resucitarlo.
No, seguro fue él; era un tipo astuto. Por eso vino aquí: lo tenía planeado.
Por qué estás siendo así. Él vino hasta aquí porque… Fue una especie de…
De qué.
De peregrinación.
Sí, claro. Vino aquí para jodernos la vida, para eso vino. Vino aquí como un perro a levantar su pierna y marcar su territorio. ¿Y eso dónde nos deja a nosotros? Viviendo en la casa de un muerto. Pensé que mi casa era mi castillo.
No sabía que estuvieras tan apegado a la casa.
Bueno, amigos, ya nos vamos.
¡No lo estaba! Me bastaba con tener un lugar donde poner a mi esposa e hijos. Pero, por Dios, lo pagué con mi trabajo. He hecho todo lo que debía. Te di una casa, en un vecindario gris pero seguro, tres hijos, una vida razonablemente cómoda. ¡Para hacerte feliz! ¿Y acaso lo has sido? ¡Qué otra cosa más que tu insatisfacción pudo llevarte a invitar a este muerto viviente a nuestra casa!
Bueno, amigos, como dije, ya nos vamos. Puede que más adelante tengamos algunas preguntas.
¿Y qué van a hacer con ese pinche Ford que está estacionado en mi banqueta?
Ya lo revisamos. Hicimos un inventario de su contenido. Encontramos su identificación. Y a su pariente más cercano.
Él mencionó que tenía una hija.
Sí señora, lo tenemos anotado.
¡Pero el coche!
Ya no nos interesa. Ahora es parte de la herencia del fallecido. La hija decidirá qué hacer con él. Mientras tanto, le voy a pedir que lo deje ahí. Está más seguro aquí que en la ciudad. Las llaves están puestas.
¡Dios mío!
Señor, existen procedimientos para situaciones como ésta. Estamos siguiendo esos procedimientos. La causa de fallecimiento será confirmada por el especialista, el acta de defunción será firmada por un administrativo, el cuerpo será trasladado a la morgue, esperando instrucciones del pariente más cercano. En este caso, la hija.
Oficial, me gustaría escribirle.
Tan pronto como la contactemos, señora. No veo por qué no pueda hacerlo. Estaremos en contacto.
Gracias.
Y, oficial…
¿Señor?
Déle las buenas noticias. Papi ha regresado a casa.


Así que, al final, estoy de acuerdo contigo.
¿Sí?
No podemos seguir viviendo aquí. Camino por el pasillo y me pego a la pared como si él siguiera ahí tirado, mirándome. Es espeluznante. Me siento desposeída. Me siento desplazada.
No es el mejor momento para vender, cariño. Y qué hay con la escuela de los niños. Estamos justo a mitad de año.
Tú dijiste que nunca podríamos sacarnos esto de la cabeza.
Lo sé, lo sé.
Los niños no quieren subir. Ahora duermen en el cuarto de juegos. Y abajo hay mucha humedad.
Okey, está bien; quizá podríamos pensar en rentar algo. Quizá subarrendar hasta que encontremos otra cosa. Vamos a ver. ¿Quieres otra copa?
Media.
Lo siento. No te culpo. Hablo sin pensar.
No, supongo que debí saberlo. La forma en que hablaba. Pero era interesante. Sus ideas… qué extraño tener una conversación filosófica. Que alguien se abra tanto y de esa forma. Aunque pensé que era un hombre deprimido, me sentía fascinada con la novedad de que alguien pudiera hablar así, como si fuera lo más normal del mundo.
Sabes, es curioso…
Qué.
La hija es igual. Una apostadora.
Sí, es extraño.
No diría que tenían una relación cercana. ¿Y tú?
Apenas.
No le podría importar menos. Sabes, me di cuenta —cuando Goodwill se llevó todas sus cosas—, me di cuenta de que el coche en realidad estaba muy limpio. La tapicería en buenas condiciones. Miré bajo el cofre. Necesita un cambio de aceite, y el ventilador se ve un poco traqueteado. Le di la vuelta a la cuadra y brincaba un poco. Quizá necesite amortiguadores nuevos.
Te gusta el coche, ¿verdad?
Bueno, con una buena mano de pintura, quizá unos detalles… Sabes, hay gente que colecciona estos Ford Falcon.
Era su hogar.
No, querida. Esta es su casa. Eso es sólo un coche.
Nuestro coche.
Parece. Deberíamos enmarcar su carta. O enterrarla en el jardín con las cenizas.
Oh, pero ella quería que las esparciéramos.
¿Qué las esparciéramos? ¿Dijiste que las esparciéramos?
¿Qué las dispersemos?
¿Espolvorearlas?
Sembrarlas.
Sembrarlas, está bien. Me quedo con sembrarlas.

Texto publicado originalmente en The New Yorker.
Copyright © 2010 E.L. Doctorow.

Traducción de César Blanco

Daniel Mordzinski: un mago de salón

10/Julio/2010
Suplemento Laberinto
José Luis Martínez

El nombre de Daniel Mordzinski (Buenos Aires, 1960) está relacionado con el de los más importantes escritores hispanoamericanos: Cortázar, Borges, Bioy Casares, García Márquez, Vargas Llosa, Paz, Monsiváis y muchos otros.

Radicado en París desde 1980, Mordzinski presentará una nueva muestra de su particular atlas literario el próximo jueves en Zacatecas dentro del Hay Festival (que se llevará a cabo del 15 al 18 de julio), con el que colabora desde 2007.

Llamado “un mago de salón” por Guillermo Cabrera Infante, en esta conversación el fotógrafo habla de su relación con los escritores, por los que dice sentir “un respeto casi sagrado”.

¿Cuándo nace de su pasión por los escritores y los libros?

Creo que en la adolescencia, cuando se empieza a conformar el mundo de los sueños. No sé a qué edad, pero me recuerdo muy joven huyendo mentalmente de la dictadura militar argentina con un poema de Juarroz en el bolsillo, leyendo con ansiedad a Cortázar y a Vargas Llosa y también mucha literatura francesa. En ese momento no tuve el valor de muchos jóvenes de mi generación para comprometerme políticamente y opté por militar en la ficción para luchar contra la parte horrible de la realidad argentina.

¿Por qué comienza a retratar escritores?

Digamos que mi asombro por el mundo en general se fue perfilando en una fascinación más precisa por el mundo de la ficción. Gracias a la literatura y al arte en general he podido indagar en otros mundos mucho más interesantes y sugerentes que los que la sociedad evidencia directamente.

¿Cómo era Cortázar? ¿Sintió algo especial al retratarlo?

Cortázar era grande, en todos los sentidos, y retratarlo, y conocerlo —y después tener el privilegio de su amistad— fue una oportunidad única de conocer de cerca de uno de los autores más verdaderos, menos “artificiales” del mundo literario.

¿Cómo ha creado su relación con los escritores?

Lo primero que se me ocurre es el respeto, casi sagrado, con el que los trato y retrato. Pero ahora que lo pienso también puede que sea importante la dedicación y el cariño con muchos de ellos, que son grandes y fieles amigos, y que me han ido permitiendo una humilde existencia en el seno de la comunidad literaria. Sin duda, el mérito es de todos esos escritores que me quieren y saben que hago mi trabajo movido, ante todo, por la admiración y el afecto, no por dinero o ambición.

Jorge Edwards ha escrito que la literatura es un asunto de familia. ¿También lo es la fotografía? ¿De qué manera lo es?

Imagino que en la medida en que todos los que participamos en el mundo de las ficciones somos miembros de ese clan de difícil definición, donde todos “pintamos algo” aunque los principales protagonistas sean los autores. Pero no debemos olvidar que el resto de la familia es necesario para que el invento funcione: editores, lectores, críticos, traductores, cineastas, cantautores… A mí me llena de orgullo pertenecer a la familia y el hecho de que en mi “atlas” de las letras están presentes todos los “grados de parentesco” de esta familia…

Guillermo Cabrera Infante lo definió como “un mago de salón”. ¿Qué piensa de este calificativo y cómo recuerda a Cabrera Infante como modelo?

Cabrera fue otro grande y me siento honradísimo con el epíteto. Yo creo que es simple producto de su generosidad pero lo valoro mucho y siento un especial interés por Cabrera como autor y como retratado en el sentido de que planteaba las situaciones (las ocasiones, o “atmósferas” de los retratos) con un espíritu brillante, desenfadado pese a su aspecto severo, nada vanidoso. Yo valoro mucho la humildad de los personajes que retrato y estoy convencido de que Cabrera Intante fue un tímido humilde y lleno de virtudes, lo que, unido a sus cualidades de narrador, lo convierte en uno de mis escritores más queridos.

Después de tantos años trabajando con ellos, ¿qué es lo que más le interesa de los escritores?

Sin duda su lado humano, su humanidad, su capacidad de ternura. Y al mismo tiempo su fascinante sabiduría, algo que va más allá del oficio o la mera experiencia —para darse a los demás, para prestar su voz y su dignidad a quienes en algún momento la perdieron, la reivindican y la sueñan. Creo firmemente en la moralidad del escritor y me fascina que exista la posibilidad de reflejar sentimientos sobre hojas de papel o sobre papel fotográfico.

¿Como nació su colaboración con el Hay Festival?

Todo comenzó en agosto del 2007 con la invitación de Cristina Fuentes y Ana Roda a participar en ese gran evento que fue “Bogotá 39”, el primer día Juan Gabriel Vásquez me recibió con un texto en El Espectador que titulaba “39 + 1...” Más allá de la anécdota numérica, fue un símbolo del momento mágico e inolvidable que viviría. Bogotá 39 es la prueba que el espíritu de grupo puede no anular ninguna individualidad, allí quedó claro que lo que pomposamente llamamos Movimiento/ Banda/ Grupo a veces tiene pleno sentido y se puede ejercer de forma útil, creativa, original y atractiva para los protagonistas (los escritores) y sobre todo para el conjunto de la sociedad. Ése fue el comienzo, desde entonces participo en todos los Hay.

Cómo obsequiar una Secretaría de Cultura

10/Julio/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Se discute una Ley General de Cultura para transformar el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) en una Secretaria de Cultura.

De arranque hay que preguntarnos: ¿ha democratizado Conaculta la política cultural mexicana?

Desde su nacimiento —oh Salinas—, Conaculta no ha querido extender los servicios culturales a la población que más lo necesita: las zonas marginadas del país.

Y el primer acto de la actual cabeza de Conaculta, Consuelo Sáizar, fue declarar que no investigaría la malversación de fondos de su antecesor, Sergio Vela.

Aunque ella parece tener una imagen intachable de sí misma, desde la llegada de Sáizar la impunidad ha crecido en el sector cultural.

Además, si revisamos la propuesta para crear una Secretaría de Cultura, socialmente carece de sustancia.

En la práctica consolidaría el control vertical sobre INAH, INBA, Fonca, Cenart, Centro de Capacitación Cinematográfica, Educal, Tierra Adentro, Cineteca Nacional, Estudios Churubusco Azteca, Canal 22, Radio Educación, Biblioteca Nacional José Vasconcelos, Dirección General de Bibliotecas Públicas, Dirección General de Culturas Populares e Indígenas, Dirección General de Comunicación Social, Dirección General de Publicaciones, Coordinación Nacional de Medios Audiovisuales, Coordinación Nacional de Desarrollo Cultural Infantil, Sistema Nacional de Fomento Musical, Coordinación de Asuntos Internos, Festival Internacional Cervantino, Centro de la Imagen, Centro Cultural Helénico y el Sistema Nacional de Fomento Musical, además de los niveles municipales y estatales que se busca formalmente subordinar a “Secult”.

La creación de una Secretaría de Cultura aumentarían el centralismo y el autoritarismo que ya caracterizan a Conaculta.

Conaculta ha soslayado sistemáticamente la democratización de los servicios culturales. No puede siquiera asegurar el correcto funcionamiento de sus convocatorias y programas actuales, entonces, ¿cómo podemos confiar que podrá convertirse en una Secretaría benéfica para la población más necesitada?

Una Secretaría de esta clase implica mayor control sobre la política cultural —como la propia iniciativa solicita— en los tres niveles de gobierno —busca alinear recursos y propósitos— y, como ya ha sido señalado, la iniciativa facilita el uso mercantilista de patrimonios culturales y, en general, hace más piramidal la estructura, en momentos en donde, precisamente, se requiere lo contrario: ciudadanizar y hacer horizontal la política cultural.

Crear una Secretaría de Cultura, a final de cuentas, terminaría siendo una segunda secretaría “Maestra” —oh aviadores—, una Macro-secretaría de Cultura Turística —oh Chichen Itzá— y, sobre todo —oh Althusser— implica crear un nuevo aparato ideológico que, al parecer, el PAN quiere heredarle al PRI.

Por qué sí leer

10/JUlio/2010
El Universal
Álvaro Enrigue

A 90 años exactos de la llegada de José Vasconcelos a la Rectoría de la Universidad Nacional, la preocupación central de los editores, los escritores, los profesores, los funcionarios encargados de gestionar asuntos de educación y cultura en México, sigue siendo que haya más lectores.

Esta semana estuve en una presentación de libro en la que el Secretario de Educación Pública comenzó su participación reconociendo, con sorpresivo realismo, que es en ese empeño en el que más rumbosamente han fallado las sucesivas administraciones del Estado nacional moderno.

Los 90 años de experiencia y conocimiento acumulados desde el momento en que Vasconcelos se propuso un primer gesto de colonización masiva de la forma de pasar el tiempo libre de los mexicanos, mediante la edición masiva de clásicos griegos y latinos, ha modificado hasta cierto punto -aunque no el deseable- los hábitos de entretenimiento de los ciudadanos de a pie: no leemos como alemanes o ingleses, pero nuestro mercado de libros es correspondiente por primera vez a nuestra aportación demográfica a la lengua. Los que nos dedicamos a cosas editoriales seguimos teniendo pesadillas con el promedio fatídico de 2.5 libros al año por lector, pero la encuesta Nacional de Lectura en que basamos ese mal sueño ha envejecido: García Canclini ha hecho notar, por ejemplo, que, por el año en que fue hecha, no midió los hábitos de lectura en Internet, que tal vez supongan hoy el mayor porcentaje de lectoría en el país.

Y hay otros signos: la industria editorial mexicana ha dejado de ser artesanal y empírica; ya no depende de los cerebros fugados de países que sufrieron el maltrato de la Historia; representa un ecosistema muy saludable en el sentido de que es diversa a pesar de las desdichas que supone el problema de distribuir libros en México: la Feria del Libro Independiente de este año aglutinó a 50 editoriales, muchas de las cuales compiten en su campo de especialidad honrosamente contra los grupos trasnacionales que tanto temíamos hasta hace pocos años. Y es esa industria editorial independiente la que trae al canon por el cuello: los escritores y los lectores duros hace años que abandonaron, en general, a los trasatlánticos del libro para buscar sus lecturas entre sellos -locales y extranjeros- que se mueven a vela: Yuri Herrera publica en Periférica, Emiliano Monge en Sexto Piso, los libros de Gonzalo M. Tavares o Rodrigo Rey Rosa nos llegan a través de Almadía -para señalar poquísimos ejemplos.

Pero la pregunta persiste: ¿Todo esto para qué? ¿De qué nos va a salvar leer? El poder de la lectura, desde la masificación de la industria editorial a principios del siglo XIX, es discreto pero preciso: leer no hace millonario a nadie, pero sí reivindica a una clase media que es el garante de estabilidad en los países; nadie se ha vuelto mejor porque leía, pero una visión crítica de la realidad sí aumenta los puntos de vista a partir de los cuales se pueden administrar los recursos morales propios de una manera más inteligente; la lectura no garantiza la civilidad, pero sí gramaticaliza al mundo: le impone jerarquías útiles; la lectura no nos hace más libres, pero sí afirma los valores ilustrados que fortalecen la sensación de ciudadanía del que emana nuestra voluntad de ser soberanos en lo privado y tolerantes en lo público. La lectura, en fin, no desemboca en una persona buena, pero sí en un buen ciudadano.

Leer novelas -si debería yo ser específico sobre mi oficio- es importantente porque por la vía positiva o por la negativa, una ficción es siempre un relato moral: una historia en que existe un correlato entre acto y responsabilidad. Lo que se cuenta está ordenado y eso implica la puesta en el centro de los valores liberales -tan de bajada en un país que, como el nuestro, libra una sorda guerra civil-: el que las lee reconoce la importancia de la igualdad de oportunidades, de la libertad cívica o del sostenimiento de un régimen legal vigoroso, porque de lo que se tratan las novelas es de lo humano a pesar de la variedad y la diferencia.

viernes, 9 de julio de 2010

Literaturas condenadas

Julio/2010
Nexos
Enrique Serna

En una alusión sarcástica a los teólogos políglotas de su tiempo, versados en griego, latín y hebreo, pero incapaces de tener ideas propias, Sor Juana declaró en la Respuesta a Sor Filotea que “un necio grande no cabe en sólo la lengua materna”. Su frase se puede aplicar a los árbitros del gusto que pretenden condenar a muerte a las literaturas nacionales en nombre de un cosmopolitismo excluyente. Los pedantes del mundo globalizado ya no caben en un solo país y en su afán por reafirmar una ilusoria superioridad intelectual que no han demostrado con obras, ahora luchan con denuedo por instaurar una preceptiva literaria en la que los visados del pasaporte sustituyan a los premios y a los diplomas. La adquisición de una cultura cosmopolita es en gran medida una cuestión de status. Pasar largas temporadas en el extranjero, ver la propia nación con los ojos de un europeo, pronunciar correctamente el francés son privilegios culturales de las clases acomodadas, de manera que expulsar del Parnaso a la chusma que se limita a escribir sobre su terruño significa crear un coto de poder cultural a prueba de nacos.
Desde hace 20 o 30 años se ha repetido hasta el hartazgo en congresos y mesas redondas que las literaturas nacionales pronto dejarán de existir para integrarse con mayor o menor fortuna al concierto de la literatura universal. En México, el más porfiado enterrador de las literaturas nacionales ha sido Christopher Domínguez, quien reprueba la “obsoleta noción romántica” de vincular la creación literaria a los avatares de una cultura nacional (idiosincrasia, historia, peculiaridad lingüística, etcétera). Según Domínguez, al escritor latinoamericano posterior al boom le corresponde “cancelar la identificación romántica entre cultura y nación, misma que lo convertía en una suerte de embajador ontológico de su país, destinado a explicar los misterios esotéricos de México, de Perú o de Colombia al público europeo. Es hora de asumir que la fiesta terminó y que el precio de haber ganado un lugar en la literatura mundial se traduce en el fin de nuestra excepcionalidad y de los fueros que el realismo mágico, falso o verdadero, conllevó”.*

Antes de poner en duda la pertinencia de esta prematura acta de defunción, escrita en el tono categórico de una autoridad suprema, debo aclarar que el nacionalismo literario, entendido como un encierro en la propia cultura, me parece lamentable y empobrecedor. Pero creo que en México los últimos nacionalistas de esa laya fueron, quizá, los novelistas de la Revolución, que acusaron a los Contemporáneos de hacer una literatura apátrida y descastada. Desde entonces para acá, incluso los narradores más anclados en la cultura autóctona, como Rulfo, Yáñez, Revueltas, Ibargüengoitia, Garibay, Monsiváis o José Agustín, han sido lectores cosmopolitas con un amplio conocimiento de las letras extranjeras contemporáneas, es decir, ciudadanos del mundo que tratan de abrevar en lo mejor de la literatura universal para expresar mejor el alma de su país. Se puede escribir una literatura profundamente arraigada en la propia cultura sin ser, necesariamente, un xenófobo o un partidario del aislamiento cultural. Aclaro lo anterior, porque si bien el nacionalismo literario murió en México a principios del siglo XX, las literaturas nacionales siguen vivas y coleando en todo el continente, no porque sus autores quieran circunscribirse a un público local, o pretendan ser embajadores de su país ante el extranjero, sino porque han preferido escribir de lo que mejor conocen y reflejar su circunstancia sin complejos de inferioridad, a pesar de que, en algunos casos, su confiada y audaz apelación a la curiosidad intelectual del lector extranjero, generalmente reacio a sumergirse en culturas marginales o periféricas, les cierre las puertas de la difusión internacional.

Los escritores del primer mundo pueden incurrir en localismos o en regionalismos con la seguridad de que el lector extranjero quiere adentrarse en el contexto cultural de sus ficciones. Philip Roth escribe con la certeza de que las peculiaridades regionales, musicales, lingüísticas y políticas de Estados Unidos, o para ser más precisos, de la vida norteamericana en los centros urbanos de la costa Este, le interesan a sus lectores extranjeros tanto como a él. A pesar de la difusión internacional que han tenido los autores del boom, la mayoría de los escritores latinoamericanos no gozamos de esta ventaja. Los conocimientos del lector común europeo o estadunidense sobre la geografía, la historia y la cultura popular de Perú, Argentina, Chile o México, son vagos o francamente nulos. Lo peor es que ni siquiera los primos hermanos de la región estamos dispuestos a hacer el esfuerzo de asomarnos al patio del vecino. En la actualidad, una novela histórica venezolana, chilena, argentina o mexicana, aunque sea de calidad excepcional, sólo llegará al público lector de su país de origen, porque la mercadotecnia editorial, basada por desgracia en hábitos de lectura reales, ha decidido que esos temas no le interesan a ningún otro lector hispanohablante. De manera que muchos autores de valía quedan adscritos al marco de una literatura nacional, incluso los que más se han esforzado por borrar en sus obras cualquier huella de costumbrismo.

Quizá algunos escritores de América Latina puedan “cancelar la obsoleta identificación romántica entre cultura y nación” sin quedar flotando en el limbo, porque una mente poderosa puede inventar países, geografías y hasta planetas desconocidos. Pero cuando la renuncia al cordón umbilical está determinada por la búsqueda de relumbrón y no por una necesidad expresiva, resulta forzada, pretenciosa y, por consecuencia, más provinciana que la abundancia de localismos. Algunos narradores jóvenes de México parecen creer que borrar las notas de color local, o ubicar sus ficciones en los fiordos noruegos, les confiere valor universal, o cuando menos, un sello de prestigio cosmopolita. Otros, más ávidos de fama que de prestigio, se han plegado servilmente a los cartabones de la mercadotecnia editorial española (que son, a su vez, una mala copia de las fórmulas exitosas del bestseller norteamericano). Quienes anhelan entrar a la literatura globalizada por la puerta de atrás, luchando contra el estigma nefando de haber nacido en la colonia Narvarte, deberían tomar en consideración que ningún escritor valioso del primer mundo aceptaría jamás una abjuración tan vergonzante.

El “fin de la excepcionalidad” que Domínguez festeja (tomando partido por la uniformidad cultural en contra de la diversidad) está muy lejos de haber llegado a nuestros países y a nuestras literaturas, pero nunca llegará, tampoco, a las literaturas de las potencias culturales. Los mejores novelistas ingleses, franceses, alemanes o suecos también creen, con justicia o sin ella, que sus culturas y sus países son excepcionales. Toda la obra de Günter Grass, por ejemplo, es un intento por definir la particularidad alemana, histórica y filosóficamente. De hecho, uno de los desafíos más estimulantes para un escritor de cualquier nacionalidad es hallar los rasgos excepcionales de su pueblo, de la misma forma en que la creación de un personaje memorable consiste en resaltar lo que distingue al individuo del tipo. Ahora bien, el realismo mágico no es el mejor ejemplo para ilustrar la búsqueda de excepcionalidad latinoamericana, porque sus mejores exponentes han logrado más bien lo contrario: mostrar las similitudes y afinidades que hay entre el universo mágico de nuestros países y la irrealidad fantasmagórica de todos los pueblos premodernos.
Haber tendido ese puente fue una enorme hazaña poética, pero el realismo mágico no explica realidades nacionales: recupera la visión alucinada del mundo que existió entre los pueblos de la Edad Media europea, en las provincias sureñas de Estados Unidos durante la época del esclavismo, en los relatos de Las mil y una noches y, por supuesto, en las pequeñas comunidades rurales del tercer mundo. Por eso ha tenido una repercursión internacional tan fuerte: cualquier lector del planeta reconoce en él algo familiar y entrañable, porque todos sentimos nostalgia por la infancia del género humano.

Tal y como están las cosas, para cualquier escritor latinoamericano ávido de difusión internacional es más fácil incursionar en el exotismo de exportación que tomarse la molestia de explicar la evolución histórica o los conflictos sociales de su país ante un público desinteresado en las naciones modestas o pobres. Tuve la oportunidad de constatar la escasa popularidad internacional de nuestras identidades patrias en un reciente viaje a la India, donde el agregado cultural de México, Conrado Tostado, me invitó a dar una conferencia en las universidades de Nueva Delhi y Calcuta. Suponiendo ingenuamente que los hispanistas hindúes, como los de Estados Unidos o Europa, conocían la tradición literaria de mi país, preparé una charla sobre el humor en la literatura mexicana, desde Sor Juana Inés de la Cruz hasta Ibargüengoitia. Había escrito la conferencia en mi rudimentario inglés, pero en Nueva Delhi el jefe del Departamento de Español me pidió que la diera en mi lengua. A juzgar por los rostros impávidos del auditorio, creo que nadie entendió una palabra de lo que dije. Cuando terminé de hablar se abrió un espacio para preguntas y comentarios.
—La charla que nos ha dado es muy interesante —dijo el jefe del departamento— pero, ¿podría hablarnos un poco de Márquez?
—¿Qué Márquez? —pregunté con extrañeza
—Se refiere a García Márquez —me aclaró Conrado Tostado.

Nadie en esa universidad sabía que García Márquez es colombiano. Les aclaré que por desgracia Gabo no era mi compatriota, pero su ignorancia de ese detalle no me escandalizó, pues comprendí que la separación política y las diferencias culturales entre dos países tan próximos son imperceptibles para los lectores de una gigantesca nación con mil millones de habitantes, en la que se hablan más de 15 lenguas. La diversidad lingüística y cultural de la India es mucho más compleja que la de Hispanoamérica. México y Colombia son países distintos para la gente de nuestro continente, pero contemplados desde la India, ¿lo son de verdad? ¿Con qué derecho podemos exigirle a los lectores hindúes que estudien por separado la historia de 15 o 20 repúblicas inoperantes y ridículas? Los escritores de América Latina quizá esperamos demasiado del lector extranjero cuando pretendemos que se interese en los avatares políticos y en la diversidad cultural de nuestros jóvenes países. Pero el genio literario de algunos narradores notables, como Mario Vargas Llosa o Jorge Amado, ha logrado que los lectores del mundo entero se ubiquen dentro de esas coordenadas incómodas. Su ejemplo demuestra que no es imposible despertar en el lector extranjero el interés por la excepcionalidad de un país remoto y desconocido: todo depende de la destreza del escritor para universalizar la vida de su aldea.

Probablemente, una de las misiones históricas de la narrativa en lengua española sea exhibir el origen espurio de nuestros nacionalismos, surgidos en la mayoría de los casos para enriquecer a una camarilla de militares corruptos. Bolívar no pudo cristalizar su proyecto unificador porque se topó con una enmarañada red de intereses y mezquindades. Detrás del nacimiento de una patria suele haber siempre un caudillo oportunista y cínico, o varios bribones de la misma ralea, como bien sabían los contemporáneos mexicanos de Iturbide y Santa Anna. Pero una vez que el sentimiento de pertenencia a una comunidad echa raíces en la conciencia colectiva, ningún escritor que aspire a reflejar el mundo en que vive puede pasarlo por alto. Cuando el intelectual anarquista Antonio Díaz Soto y Gama pisoteó el lábaro patrio en la convención de Aguascalientes, tachándolo de “inmundo trapo”, los generales revolucionarios se apresuraron a sacar sus pistolas, porque ese atentado los condenaba a la inexistencia. En La marcha Radetzky, uno de los frescos históricos más importantes del siglo XX, Joseph Roth convirtió la desaparición del imperio austrohúngaro en una tragicomedia intimista, pues aunque él observara con sorna los símbolos del imperio difunto, comprendía que para muchos seres humanos tenían un enorme valor sentimental y ontológico. Ser un chileno bajo el régimen de Pinochet, un venezolano en la época de la demagogia bolivariana o un mexicano durante el imperio del narcoterror son experiencias que determinan de distinta manera el comportamiento social y hasta la vida privada de un personaje.

Romper el vínculo de la literatura con la cultura nacional significaría privar a millones de seres del mejor espejo ficticio donde pueden contemplar lo que son y lo que anhelan ser. Si desapareciera la “obsoleta noción romántica” que vincula a los escritores con sus culturas vernáculas, millones de seres en el mundo dejarían de ser material novelable. Por las condiciones del mercado editorial, actualmente guardar fidelidad a esa “noción obsoleta” equivale a condenarse a escribir para un público muy restringido. Pero una literatura ajena a cualquier circunstancia histórico-social, que borrara del mapa a todos los seres vulgarmente nacionales para celebrar el extranjerismo delicioso de una elite, no necesitaría los servicios de un sepulturero arbitrario, porque estaría muerta desde el vientre materno.

Así escribo (Eliseo Alberto)

Enero/2009
Nexos
Eliseo Alberto

Una ventana. Necesito tener delante una ventana para sentarme a escribir. Prefiero hacerlo temprano, aún a oscuras —sobre todo si estoy trabajando en una nueva novela. Los amaneceres me tientan más que los crepúsculos. Suelo llegar cansado al atardecer, con la mirada fastidiada por las malas noticias del día y con un saco de palabras vagas al hombro: voces de piedra, vocablos rocosos, adverbios derretidos. A la noche, sólo tengo fuerzas para decir . “No tomes decisiones por las noches”, me aconsejaba mi abuela paterna, que era una anciana sabia y sorda. Cada ventana es, para mí, como una pantalla de cine donde voy proyectando obsesiones, una a una. Hay algo en el paisaje citadino que me seduce, me tranquiliza. Tal vez sean las otras ventanas, siempre cerradas a esa hora. ¿Quiénes viven detrás de aquella persiana? ¿Estarán dormidos o desvelados? ¿Se aman? ¿Qué desayunan? ¿Verán mi lamparita encendida en el cuarto piso del edifico azul, el de los balcones largos? ¿Mi silueta encorvada, a contraluz, la candelilla del cigarro, mis bostezos? Jamás pienso en las respuestas: sólo formulo las preguntas —que se van disolviendo en el ascendente humo del tabaco. Hago café negro, caliente. Me abriga el silencio de mis vecinos. Repaso los titulares de los periódicos, gracias a internet. Las frívolas crónicas de la farándula van acomodándome, preparándome de atrás hacia delante, de la risa a la mueca, hasta que comienzan a estallar los bombazos de primera plana (en El Edén y en mi terraza) y ruedan los cráneos humanos por los boliches de Michoacán (rebotando entre mis macetas de flores) y se desprenden tajadas de Polo Norte en la descongelada nevera del Planeta y salta, corre, vuela, huye, deserta, escapa el último o penúltimo o antepenúltimo guepardo de la Humanidad, perseguido por un cazador desconocido que acabo siendo yo mismo —al apagar mi tercer cigarro de sobrevida. Sólo entonces me siento a escribir.

Escribo. Mis personajes acuden al llamado: son altivos y obedientes. Algunos vienen desnudos, temblando de frío; otros se atornillan sus cabezas en las tuercas del cuello o mascan panes viejos: también son criaturas en peligro de extinción, como el veloz y mudo guepardo, que nunca aprendió a rugir. Han pasado la noche en el disco duro de mi computadora o en el borrador de su novela, que ya no es tan mía o sólo mía sino también de ellos, que me dictan la historia. Yo no entiendo una novela sin personajes memorables, singulares, lo cual no quiere decir que no disfrute con la lectura de libros herméticos, difíciles, de erudita hondura, donde la palabra misma es la protagonista principal de la trama, de tal manera que el autor acaba atrapándonos en sus redes de oraciones bien tejidas: insecto en telaraña. Los disfruto como lector pero no los redacto. Yo necesito tener a mi lado una tropa de seres malolientes gozadores dadivosos atomistas intrigantes virulentos pitonisas mercenarios panteístas aprendices presumidos caraduras altaneros botarates criticones lechuguinos alfeñiques proxenetas vitalicios prestamistas gillipollas litigantes anarquistas comunistas vocalistas papanatas holgazanes perspicaces delirantes cometrapos atorrantes remolones nauseabundos dictadores cabecillas asesinos ventajistas vergonzosos casasolas pelagatos adivinos vendepatrias ermitaños mandamases meretrices prostitutas vivarachos mataperros fatalistas vacilantes clericales demagogos miserables circunspectos testarudos cascarrabias buscavidas burlamuertes compañeros compatriotas ¿ciudadanos o animales? Ellos, mi manada, van conmigo a todas partes. Me acompañan durante un tramo del camino: me cuentan sus vidas en intensas y no siempre amenas confesiones. Les creo verdades y mentiras, sin distingos —que a fin de cuentas, todo cuenta: la realidad y la fantasía, lo evidente y lo oculto, lo legal y lo prohibido, el resplandor y lo sombrío, el valor y el miedo, la bilis y los suspiros. Antes, hace siete novelas atrás, todos eran cubanos, habaneros y habaneras. Será acaso que yo también lo era. Con el tiempo, y el exilio, fueron tirando las banderolas y (despeinados, hambrientos) tocaron a mi puerta rusas pianistas e italianos tenores, españoles marineros, mexicanos extraviados, un búlgaro con su contrabajo, gringos pacifistas, mendigos bolivianos, y puestos a hablar nos entendimos por señas, en extraño lenguaje de mudos. Me gusta escucharlos con atención, seguir el hilo de sus aventuras. Y si se dejan, si me dejan, prestarles mi silencio o mi discurso. En verdad, todo sucede mientras sueño: desde allí los voy conociendo. Luego desaparecen, se van a lo suyo, a sus guaridas —cementerios de elefantes. Agujero negro en el cosmos de una página en blanco: una salpicadura de tinta. Sombras risueñas, en retirada. Me dejan molido, vacío, más solo que nunca. Los extraño. Los busco desde mi ventana y sólo encuentro a mis vecinos, que se van avivando, recién se despabila la mañana. Se encienden las claraboyas de los baños, las luciérnagas de los tragaluces. Las noticias. Por el cristal cruza el destello de un guepardo. Así escribo: me cazo.

Así escribo (Enrique Serna)

Febrero/2009
Nexos
Enrique Serna

Odio la vida ordenada pero he tenido que sucumbir a ella para encontrar en las palabras una evasión de la realidad mucho más radical y efectiva que el alcohol o las drogas. La escritura es el arte de convertir la tensión nerviosa en estilo, pero esa tensión es tan difícil de soportar que muchas veces derrota a la inteligencia. Hace un cuarto de siglo, cuando empecé a escribir con regularidad, fumaba dos cajetillas diarias, tomaba seis o siete tazas de café al día y después de entregar mi artículo semanal en el suplemento sábado me corría una larga parranda con mi novia, bebiendo cubas sin parar en mis tugurios de cabecera. Necesitaba excederme en todo para aplacar las tensiones, porque nunca he sido un escritor a quien los textos le salgan bien a la primera y cada victoria sobre mis limitaciones ameritaba un gran festejo. En aquellos felices tiempos las crudas sólo me duraban un día, una penitencia bastante benigna comparada con los beneficios que me reportaban mis adicciones.
A principios de los noventa el cuerpo me pasó la factura por la sobredosis de irritantes nerviosos. Comencé a padecer insomnio crónico y tuve mis primeros síntomas de neuritis: inflamaciones dolorosas de los nervios en las articulaciones. Una tarde, cuando luchaba por perfeccionar el primer párrafo de un cuento, tuve una baja de presión con principios de taquicardia. En el cenicero había una montaña de colillas y descubrí con espanto que en menos de dos horas me había fumado una cajetilla entera de Marlboro. Esa noche vi por televisión a Carlos Salinas de Gortari, rebosante de salud, corriendo en Agualeguas con su hermano Raúl. Detestaba a los dos atletas por haber participado en las protestas por el fraude electoral del 88, y al verlos en un estado físico tan envidiable sometí mi vida bohemia a una severa autocrítica. Los truhanes con voluntad de poder cuidaban al máximo su salud, mientras que yo, su enemigo ideológico, estaba hecho una piltrafa por jugar al poeta maldito. A partir de entonces decidí buscar ayuda médica para no malograr mi voluntarioso talento. Un neumólogo me advirtió que si no dejaba pronto el cigarro tendría enfisema antes de los 40 años y un especialista en problemas de insomnio me prohibió el café. Ambos hábitos eran parte de mi rutina creativa y temí que sin ellos no podría volver a hilar tres palabras. Me resigné con relativa facilidad al café descafeinado, pero vencer el hábito de fumar ha sido un calvario, porque padezco una tremenda compulsión oral y no puedo ordenar las ideas sin meterme algo a la boca, como si succionara la teta invisible de la que brota el lenguaje.

Aunque dejé el tabaquismo en 1992, hasta la fecha sigo siendo un fumador virtual y necesito buscarle sustitutos al cigarro cuando me siento frente a la computadora. Durante mucho tiempo masqué chicles Trident con un denuedo neurótico, al extremo de aflojarme varias muelas. Como el dentista me estaba saliendo muy caro, sustituí los chicles por unos caramelos dietéticos brasileños, Splum, que compraba por toneladas en Liverpool. En una jornada de trabajo podía ingerir diez o doce caramelos sin perjudicar mi dentadura. El problema era que el Splum me provocaba gases, y cuando tenía una comida social después de haber escrito por la mañana no me daba tiempo de expelerlos en privado. Mi experiencia más angustiosa en materia de flatulencias ocurrió en casa de María Félix, cuando la entrevistaba para recabar los testimonios recogidos en su libro Todas mis guerras. Después de haber ingerido una docena de dulces tenía los intestinos al borde del colapso, pero ¿cómo tirarme un pedo delante de la Doña, que me imponía un respeto rayano en el terror? Con oportunas toses logré disimular la sonoridad de los misiles. Supongo que a su provecta edad María ya tenía un poco atrofiado el olfato, pues de otro modo me hubiera echado a la calle.

Harto de pasar vergüenzas, hace cuatro años logré vencer la adicción al Splum y desde entonces escribo a capella, tragándome las tensiones con un rigor espartano. No he logrado, sin embargo, vencer a mi peor enemigo literario, el insomnio, a pesar de haber reducido drásticamente mi ingesta de alcohol. Aunque sólo beba tres whiskies cada quince días, el síndrome abstinencia que todo ex borracho arrastra consigo me quita el sueño, y cuando amanezco atarantado después de una noche en blanco la frase más inocua me cuesta sangre. Para salir de ese círculo vicioso escribo sólo por las mañanas. Después de comer procuro distraerme con otras ocupaciones, pues de lo contrario seguiría corrigiendo mentalmente el texto cuando me voy a la cama. Si dejara de beber por completo quizá dormiría mejor y escribiría más. Pero tampoco me entusiasma ser una gallina ponedora que se desvive por abultar su bibliografía, como ciertas glorias nacionales embalsamadas en vida, que tendrían un público más fiel y agradecido si por cada tequila hubieran escrito diez páginas menos.