martes, 8 de junio de 2010

El estado de las artes Literatura

Mayo/2010
Letras Libres
Rafael Lemus

La joven becaria. El temible tutor. El dócil poeta que, debajo de la fotografía que ensucia la solapa de su libro, presume sus demás obras, el par de premios esforzadamente trabajados y, ay, las becas obtenidas. El jodido miembro del jurado. El querido miembro del jurado. La vieja luminaria que, al fin, alcanza los sesenta años, la docena de libros publicados y el cuarto homenaje nacional (agradezco, señor subsecretario, su presencia) –y todo ello sin haber producido una obra de peso, creado un público propio, sacudido el mundo que pisa. El escritor-funcionario. El consejo consultivo. La gente del Sistema. Etcétera.
A casi veintidós años de la fundación del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, una nueva especie se pasea ya dentro de los confines de la literatura mexicana. Entre sus hábitos: la redacción maestra de currículos y planes de trabajo, la escritura apresurada de una tercera obra (requisito obligatorio para optar a una beca del Sistema Nacional de Creadores), la astuta manufactura de libros premiables, la ensayada facilidad para apoltronarse en las categorías que el Estado propone: o narrador o poeta o ensayista o dramaturgo, rara vez una y otra cosa. Además: el cuidado con que se anda por los pasillos literarios, al tanto todos de que el pobre diablo de hoy podría ser el decisivo jurado de mañana. Incluso: una rara noción del tiempo que, cosa curiosa, coincide con el calendario de Conaculta. Se es joven hasta los treinta y cinco –porque entonces se acaban las becas de los jóvenes y empiezan las de los adultos. Los grandes libros se escriben en tres años –porque eso duran, o duraban hasta hace unos días, los apoyos oficiales. Las generaciones y afinidades estéticas son anacronismos –porque ahora uno pertenece a una añada de becarios o no es parte de nada.
Esto no quiere decir: que el desobligado Estado mexicano renuncie a sus obligaciones culturales y que Conaculta –que debería reducir sus gastos de operación– disminuya el monto de su inversión. Por el contrario: ya se va viendo que la iniciativa privada mexicana, más bien privada de iniciativa, invierte apenas nada en la cultura y que la literatura, como las otras artes, es una materia de interés público que debe ser fomentada por el Estado. Esto sólo quiere decir: que las relaciones entre el Estado y la cultura son necesarias y necesariamente conflictivas; que uno sería un ingenuo si creyera que ambas esferas pueden convivir tersamente. Digamos, para no ir lejos, que no hay manera de que el aparato cultural mexicano crezca y engorde y otorgue, como anunció Consuelo Sáizar el 13 de abril, cientos de becas ¡vitalicias! a los creadores mexicanos sin afectar de paso la vida literaria, sin deformar de algún modo la producción artística.
El mayor riesgo: que se invierta tanto en los creadores, se procure tanto su subsistencia, que al final se termine por aislarlos. Puede pasar: que con el pretexto de protegerlos de la inercia mercantil, obstinada en hacer de los productos culturales una mercancía más de la civilización del espectáculo, se les margine no del mercado sino de la sociedad. Hay que ver ya a esos autores, tutelados y subsidiados, que producen mezquinamente: para justificar el próximo subsidio y tutelaje. Hay que imaginarlos –o evitar imaginarlos– ahora que las becas podrán renovarse año con año: escribiendo no para turbar a los vecinos ni para cerrar la brecha abierta entre el mundo y la literatura sino para seducir a los miembros del jurado. Qué peor escenario que este: no la muerte sino la vida artificial de la literatura mexicana. Un grupo de autores subsidiados, felices en su burbuja, pero desactivados. Un montón de obras inofensivas, desatendidas por el público, pero protegidas por las instituciones.
Se sabe que las comunidades, cuando empiezan a vaciarse de sentido, comienzan a saturarse de gestos y ceremonias. Algo así está ocurriendo con la literatura mexicana: a la vez que los intelectuales son desplazados de la arena pública, y las capas entre los ciudadanos y las obras literarias se espesan, se multiplican las ceremonias literarias financiadas por el aparato cultural. Ya no se piense en las desiertas presentaciones de libros o en las incombustibles lecturas de poesía. La moda hoy son los homenajes que el Estado rinde a los autores: desayunos porque publicaron un libro, comidas porque ganaron un premio, cenas y simposios y óperas porque se llaman Carlos Fuentes. Desde luego que al hacer eso, rendir homenaje a unos escritores y no a otros, las autoridades violan sus fronteras: cometen un juicio estético. Porque lo saben, han optado por la solución más complaciente: homenajear a todo mundo. ¿Cómo explicar a los funcionarios, alérgicos a la crítica, que tanto aplauso y protocolo acaba reblandeciendo la discusión intelectual? Los escritores deberían saberlo. Entonces ¿por qué tan pocos siguen el reciente ejemplo de Francisco Toledo y dicen no a los agasajos? Así de fácil: NO
Ablandar el debate: ese mismo efecto tiene, a la larga, el tentador paquete de becas y premios y estímulos que se ofrece a los escritores. Para aspirar a algo de ello, hay que ser bueno: no con el gobierno, que ni nos mira ni nos oye, sino con los demás autores, que ahora concursan por unos juegos florales y ahora ya los conceden. Sinceramente: ¿para qué temer hoy a los críticos literarios, tan desoídos, cuando las figuras más imponentes son aquellas que deciden, quién sabe con qué criterios, los apoyos económicos y los concursos literarios? Suele olvidarse, además, que todo esto –premios y estímulos– es y seguirá siendo lo de menos, meros paliativos, mientras las autoridades culturales no cumplan con su objetivo primario: crear público. Esa, fomentar la lectura, es la tarea. Ese es su fracaso.
¿Entonces? Curiosamente, la respuesta es más y más inversión y más inteligente. Gastar, primero, en el lector: publicando libros, auspiciando editoriales, animando revistas, organizando talleres. Gastar, después, en los proyectos de los autores (sobre todo en los de los jóvenes, como se ha hecho con eficacia) y no en sus vitalicias personas. Apoyar, sobre todo, aquello que los acerca al mundo –publicaciones, traducciones, becas para estudiar y residir en el extranjero– y no lo que los recluye en la culturita mexicana. Suspender las fiestas. Abrir espacio. Dejar libre ese espacio. ~

Poder, intelectuales y opinadores

Mayo/2010
Letras Libres
Roger Bartra

Mientras en otras partes del mundo la intelectualidad parece convertirse en una especie en peligro de extinción, en México la caída del antiguo régimen autoritario ha impulsado una enorme expansión de los espacios intelectuales. La época de las capillas de escritores y de los caudillos intelectuales ha terminado, para dar lugar a una extraordinaria ampliación del número de voces que expresan sus ideas, sus interpretaciones y sus predicciones. Los diarios, las revistas, la radio y la televisión aceptan en sus espacios a una multitud de intelectuales que, siguiendo una vieja tradición, están convencidos de que tienen algo que decir sobre cualquier cosa y que todo puede someterse a sus inclinaciones y gustos. Desde luego aquellos que se consideran “expertos” en algún tema ven con angustia cómo sus tradicionales dominios especializados –en la academia o en los espacios tecnocráticos– son invadidos por una avalancha de opinadores que se cuelan por todos los resquicios. Ciertamente esta masa de opinadores –ha sido llamada despectivamente “opinocracia”– es muy heterogénea y variada: hay allí escritores con ambiciones académicas, periodistas intelectualizados, políticos escribidores, profesores politizados, artistas desplazados y toda clase de gente que alimenta su fama y su vanidad mediante su presencia en los medios masivos de comunicación. Mal que bien, configuran una gran multitud de intelectuales públicos que anima con sus discursos la vida política.
Me parece que esta masa variopinta de intelectuales es una criatura de la transición democrática. Por un lado (el lado optimista), constituye el embrión de la saludable masa crítica que todo Estado democrático requiere. Pero, por otro lado (el lado pesimista), este grupo social integra una peculiar picaresca propia de las democracias que carecen de una tradición histórica. Encontramos allí toda clase de personajes, una verdadera corte de los milagros compuesta por escapados de la academia, periodistas con ínfulas, prófugos de la literatura, ideólogos desahuciados, tecnócratas desempleados, políticos insensatos, burócratas exquisitos, y muchos otros especímenes que son vistos con alarma por una clase media timorata frente a los retos de la democracia y con desprecio por las nuevas élites políticas de derecha. Es cierto que, estrictamente hablando, no todos pueden considerarse como intelectuales. Pero, si no lo son, al menos forman parte del enjambre mediador que siempre ha rodeado a quienes por su actitud reflexiva ostentan el título.
Uno de los problemas más graves de la cultura mexicana es que muchas de estas pícaras criaturas de la democracia desprecian o desconfían de la madre que las parió, y se sienten abandonadas en un México melancólico, cargadas de penas y pecados. Quiero decir que diez años después de que la alternancia política marcó con fuerza una era de transición, una gran parte de la intelectualidad cree que la democracia no ha llegado aún, que ha nacido malformada, que es meramente formal, que se ha paralizado, que es de baja calidad, que está bloqueada, que cobija a una oligarquía o que está anclada en el pasado.
Esta peculiar melancolía se manifiesta de muy diversas maneras, desde la más elemental queja contra la democracia porque no nos saca de la miseria y el atraso, hasta las alambicadas propuestas de reforma política diseñadas para volver a una situación en la que el señor presidente tenga mayoría en el Congreso, como en los viejos tiempos del régimen autoritario. Desgraciadamente esta melancolía está teñida de una vaga añoranza por un pasado en el que, supuestamente, un benevolente Estado protector y un comprensivo partido oficial hegemónico velaban por la salud de los ciudadanos.
Muchos creen que hemos transitado de una intelectualidad nacional acarreada, oportunista, mafiosa y sólida a una intelectualidad posmoderna, marginada, depresiva, fragmentada e incoherente. Acaso sea una exageración, pero esta visión refleja aspectos de la nueva realidad. Ahora surge la pregunta: ¿cómo se relaciona esta nueva intelectualidad con el poder?
La forma más evidente ya la he descrito: de esta intelectualidad emana un flujo de opinadores que a través de los medios masivos de comunicación derrama ideas sobre una parte de la sociedad y sobre la clase política. Se trata de influir en las instancias del poder, directa o indirectamente. Pero ahora se agregan problemas nuevos: las peculiaridades de la lucha electoral democrática vuelven muy incierta la función política de los intelectuales, que cada vez más tienen que sustituir las viejas intrigas y grillas por definiciones públicas más o menos claras. Esto obliga a muchos a mantener una relación más descarnada y abierta con el poder político. Un intelectual de izquierda ya no puede simplemente hacer crónicas en clave, llenas de guiños y señas, o publicar sesudos análisis llenos de logogrifos estructuralistas sólo comprensibles para los iniciados. El escritor de íntimas inclinaciones derechistas ya no puede como antes soltar discursos nacionalistas y revolucionarios para, por debajo del agua, cobrar por los servicios de asesoría y acarreamiento. Además, los viejos mecanismos de cooptación están estropeados o anquilosados, aunque han revivido en el entorno de muchos gobiernos regionales. Ciertamente, hoy los intelectuales críticos más autónomos gozan de mayores espacios, aunque tengan que sufrir las tradicionales cuotas de marginalidad y ninguneo.
En estas nuevas condiciones hubo un fenómeno significativo que ha provocado consecuencias que todavía no podemos medir. Me refiero al hecho de que en las pasadas elecciones presidenciales una gran parte de la intelectualidad sufrió una irresistible atracción por acercarse al poder político. El imán del poderoso gobierno del DF y la fascinación por arrimarse al que se consideraba como seguro ganador de la elección presidencial provocaron un gran remolino que se tragó a un importante segmento de la intelectualidad. Este extraño fenómeno puede atribuirse a que la intelectualidad se hallaba sumergida en tristes humores negros que la llevaron a tratar de repetir lo que la vieja intelectualidad hacía en tiempos del régimen autoritario. Pero ahora ello tuvo que ocurrir a la luz del día, en público y bajo los reflectores de los medios de comunicación. En lugar de, como anteriormente, establecer conexiones soterradas y discretas con el poder, ahora era necesario incluso plantarse en el Zócalo a apoyar a quien todos veían como el futuro presidente.
La dificultad de entender la derrota, combinada con el descubrimiento de que los había deslumbrado el populismo rancio de un cacique, ha sumido a muchos intelectuales en una desesperada tristeza política. Ha sucedido lo peor: atraídos por el poder, quedaron con las manos vacías después de haber sacrificado sus ideales en el altar de un mito marchito. La amargura del fracaso se ha ido imponiendo sobre la cólera de un fraude electoral cuya existencia nunca fue probada de manera convincente.
Me parece que esta amargura es uno de los motores que bombea un denso flujo de decepción y melancolía hacia un sector importante de la opinión pública. A ello se agrega el malestar creado por la confrontación espectacular con los narcotraficantes, por la inhabilidad de los gobernantes y por la incongruencia de los partidos políticos. La crisis económica agregó más amargura al panorama.
Debido a todo esto puede parecer extraño que alguien se atreva a decir que la intelectualidad ha incurrido en una seria irresponsabilidad al no impulsar un orgullo, o al menos un gusto, por el hecho de que el país logró escapar de las redes autoritarias en que se mantuvo preso durante casi todo el siglo XX. Gran parte de la intelectualidad –que en buena medida impulsó con su actitud crítica los cambios democráticos– ha renunciado a colaborar en la construcción de una nueva cultura política democrática. El miedo se ha apoderado de muchos: un terror a ser asimilados a la derecha que encabezó los primeros gobiernos de la alternancia ha paralizado a quienes deberían impulsar racionalmente un orgullo democrático en sustitución del patrioterismo autoritario. El impulso racional ha sido muy débil y por ello demasiados intelectuales siguen mirando hacia atrás. Presiento que no se comunican con las nuevas generaciones y que quedaron varados en el siglo pasado. ~

La política cultural y sus reyertas

Mayo/2010
Letras Libres
Armando González Torres

La política cultural es la parte de gestión de gobierno que se orienta a preservar el patrimonio cultural y fomentar las artes de un país. No parece haber mayor problema para justificarla: se supone que el arte es significativo para el solaz, la formación y la sociabilidad del individuo; que el patrimonio cultural común y determinadas creaciones refuerzan la cohesión social y brindan orgullo a los ciudadanos, y que la producción y el consumo cultural pueden contribuir al desarrollo económico. Este consenso aparente se complica por diversas razones: ya sean las discrepancias que generan los diferentes conceptos de cultura, ya sean los cuestionamientos desde distintos enfoques a los recursos destinados a este rubro, ya sean las demandas excesivas a las que se ve sometida la política cultural. Así, bajo el acuerdo idílico que genera la palabra “cultura”, existe un enconado debate sobre la legitimidad y las orientaciones de la política cultural.

La política cultural se inscribe en los organigramas y adquiere valor estratégico en el siglo
XX. Dicha política cumple diversas funciones que van desde la simple afirmación de la especificidad cultural de un país hasta el proselitismo y se vuelve relevante en los regímenes autoritarios, o en las naciones en formación, donde se utilizan los poderes persuasivos de la historia y de las artes para inducir lealtades en torno a un proyecto político. Después de la Segunda Guerra Mundial, la política cultural adquiere mayor importancia en los esquemas de gobernabilidad interna, diplomacia y seguridad de las naciones; refleja el equilibrio geopolítico de la Guerra Fría y el clima de la descolonización y es utilizada como instrumento en la lucha ideológica al interior y entre los países. Por ejemplo, en Estados Unidos la política cultural llega a concebirse como una defensa de la democracia frente al totalitarismo; en Francia, como una defensa de la cultura clásica europea no sólo frente al totalitarismo sino frente a la cultura de masas norteamericana; y en muchas naciones del entonces llamado Tercer Mundo, como un instrumento para combatir el imperialismo y promover cohesión en torno a proyectos nacionalistas.
En México, después de la Revolución, el Estado encarnó como el protagonista mayor de la cultura y la usó como un medio de cohesión social, legitimación y proyección del régimen. Con la impronta del discurso vasconcelista, que combina el activismo educativo, la movilización y la propaganda con el fomento a las artes, la política cultural posrevolucionaria tuvo logros importantes. Es de pensarse que si el concepto de cultura no hubiera adquirido un papel tan importante en la generación del consenso y la construcción de imagen no se hubieran logrado la edificación de instituciones e infraestructura culturales sin paralelo en otros países de desarrollo similar. Durante mucho tiempo subsistió la retórica vasconcelista en la política cultural: el Estado era el regenerador del alma nacional, el gran productor de cultura y el único empresario cultural que no aceptaba competencia (lo que sin duda influyó en la atrofia de las empresas culturales privadas). Esto se refleja en la longevidad del discurso nacionalista, en la filia por los proyectos faraónicos y por las dinámicas farandulescas y en las fallas en los circuitos más modestos de promoción, difusión y creación de públicos. Por lo demás, como política pública, la cultura fue mucho menos racional y sujeta a escrutinio que otras, lo que implicó arbitrariedad en la asignación y ejercicio de los recursos, falta de dirección de los esfuerzos y formación de leyes de hierro burocráticas.

Después del 68, el discurso cultural comenzó a fragmentarse, y frente a las grandes síntesis culturales que se esbozaban en pos de la unidad nacional, se consolidó la tendencia a representar la pluralidad y diversidad de identidades, nacida de la nueva realidad de la urbanización, los movimientos étnicos y los cambios poblacionales. Igualmente, hacia los ochenta, en parte por las crisis económicas, tiende a instaurarse gradualmente una perspectiva de las posibilidades del consumo y la inversión cultural en el desarrollo económico. Adicionalmente, la evolución de las industrias culturales y el auge de las nuevas tecnologías introduce nuevas prácticas y agentes en el medio cultural. Actualmente, por la diversidad cultural del país, por la profusión de grupos de interés, por la emergencia de nuevas expresiones y prácticas artísticas, la política cultural mexicana está sometida a demandas múltiples y muchas veces contradictorias.

La creación del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) en 1988 implica un pacto institucional que nace, paradójicamente, del intento de un régimen cuestionado para promover una nueva visión de la cultura y generar un acercamiento con el estamento intelectual. El Conaculta surge para coordinar las políticas y los organismos culturales y administrar los patrocinios que otorga el gobierno federal en esta materia. El actual Conaculta coordina un emporio cultural formado por instituciones como el Instituto Nacional de Antropología e Historia (
INAH) y el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) y su amplio patrimonio arqueológico y artístico. Además, coordina la televisión y la radio culturales de Estado, estudios y escuelas de cine, sistemas de bibliotecas, una dirección de publicaciones y una red de librerías, festivales, centros de educación artística y otros espacios culturales.
El Conaculta ha servido para mejorar la coordinación y actualizar el discurso del Estado en materia de instituciones culturales; fortalecer la descentralización; establecer una administración menos discrecional de los apoyos y subvenciones a la creación a través del Fonca; avanzar gradualmente en la profesionalización y modernización administrativa y crear nuevas modalidades de política cultural en conjunto con otros actores privados y sociales. Sin embargo, muchos de los añejos lastres de la política cultural aún no han logrado superarse. Más allá de errores monumentales, como la Biblioteca José Vasconcelos, persisten problemas para la preservación e investigación de los patrimonios; los rezagos en la sistematización y competitividad de la educación artística; la concentración de la infraestructura y oferta cultural y la carencia de esquemas modernos para estimular e incorporar la actividad cultural al mercado. Así, disciplinas y tradiciones creativas (el cine, la actividad editorial) pierden presencia y se estancan, en parte por la falta de reglas de competencia e incentivos para su autosustentabilidad en el mercado; se estrecha el espectro de oferta de propuestas y disciplinas y se reducen públicos culturales. Por supuesto, estos fenómenos no pueden atribuirse únicamente a una política cultural y responden a las sucesivas crisis económicas, al impulso avasallador de las grandes empresas culturales y a las deficiencias generales de la política educativa. Sin embargo, un mejor diseño de la política cultural podría mitigar el impacto de estos hechos sobre la cultura. A continuación, cabe mencionar, sin ánimo de exhaustividad, algunas de las que considero las principales tribulaciones de la política cultural.

Patrimonio.
De acuerdo con las visiones más radicales de los estudios culturales, el patrimonio sería la porción selecta de un conjunto de monumentos, obras, lenguas y costumbres que el Estado escoge para que represente una idea de nacionalidad. El patrimonio cultural mexicano comprende múltiples herencias, no pocas veces conflictivas, y su rescate mismo genera dilemas y polémicas e implica una obligación de reconocimiento, apertura y tolerancia. El patrimonio cultural, tangible e intangible, aparte de su importancia histórica y política, es un recurso intergeneracional muy rentable. Si se atiende a las cifras, el país cuenta con un considerable acervo del activo llamado patrimonio y, por ejemplo, México posee el sexto lugar en la lista de patrimonio mundial de la unesco. A ello se suman los más de mil museos, los más de 100 mil monumentos con valor histórico y artístico y el amplio catálogo de lenguas, tradiciones, músicas, gastronomías, artesanías, indumentarias y otras expresiones de diversidad. Con todo, el anacronismo y la maraña jurídica de la organización cultural, propician un inconcebible atraso en tareas de inventarios, registros, investigación, difusión y promoción del patrimonio. El propio Conaculta reconoce la dificultad del INAH para resolver conflictos de territorialidad, protección jurídica, sustentabilidad ecológica, conservación técnica y actualización museológica. Igualmente, el INBA enfrenta problemas para consolidar su tarea de registro y catalogación y para proteger el patrimonio histórico y artístico, sujeto al ritmo y los intereses de un desarrollo urbano acelerado.
Patrocinios
. ¿Cómo justificar, en una sociedad con altos índices de pobreza, el apoyo a un gremio y a una actividad determinada? ¿Cómo elegir qué actividades apoyar? Para muchos, los subsidios implican un paternalismo que restituye la relación privilegiada entre intelectual y Estado y trastoca el proceso de “selección natural” del artista. El papel de los patrocinios se justifica para promover esas obras para las que no existen incentivos privados, dada la poca redituabilidad inmediata de muchas actividades culturales exigentes o experimentales. El Fonca surgió como una instancia para administrar con mayor orden y nitidez los apoyos otorgados por el Estado a la creación y utiliza una porción no menor del presupuesto del Conaculta para apoyar a unos millares de becarios, lo que implica una alta proporción de recursos que debe legitimarse con transparencia y resultados. En sus primeros años, el Fonca, debido a la falta de reglas, funcionó con opacidad y hubo notorios abusos y cuotas de poder. Esto ha ido subsanándose en parte por la protesta de la comunidad cultural (una protesta que, desgraciadamente, muchas veces se limita a la rabieta del que no fue recompensado y a su silencio aquiescente cuando le toca ser reconocido). Es importante que, como ha ocurrido, el apoyo al arte se determine por la propia comunidad artística, pero con una serie de candados que eviten arbitrariedades y garanticen su imparcialidad. Además, los patrocinios deben legitimarse ante la sociedad como una inversión estratégica en la investigación y el desarrollo creativo y deben acompañarse de una corresponsabilidad del beneficiario en la generación de resultados. Si bien la asignación de becas y apoyos es cada vez menos controvertida, aún puede mejorarse la transparencia y la rendición de cuentas, por ejemplo poniendo a disposición de cualquier interesado los informes y resultados concretos de cada beneficiario de un apoyo.
Infraestructura y oferta cultural.
Para las grandes mayorías, la vida cultural se encuentra circunscrita a los medios y en particular a la televisión abierta, pues la infraestructura y oferta culturales se concentran en unos cuantos espacios. Al respecto, es importante lograr una extensión de la infraestructura cultural que extienda las oportunidades de formación y entretenimiento a públicos más amplios. En particular, conviene equilibrar el fomento silencioso de largo plazo (mediante infraestructura, capacitación y educación artística) que genera gradualmente públicos y talentos, con el impacto y notoriedad de corto plazo que producen los festivales, ferias y grandes exposiciones. La utilización de encuestas de consumo cultural, consultas culturales, censos y otro tipo de indicadores pueden contribuir a diseñar una oferta pertinente para diversos segmentos. Ampliar los perfiles del público (que es mayoritariamente urbano y de clase media) enriquece la apreciación y favorece una recepción más crítica y plural de los productos culturales. Además, la formación de nuevos públicos, particularmente en la población de bajos recursos, abre perspectivas inusitadas para el individuo y significa una forma concreta de inclusión. Particular atención merecen los fenómenos de la lectura y el libro, pese a la extensión masiva de la educación y los esfuerzos de promoción, el consumo de libros es mínimo y no existe una familiaridad con la lectura, aun en los círculos letrados. Acaso, como algunos sugieren, más que formar un hipotético lector masivo, se deberían concentrar esfuerzos en mantener y ampliar gradualmente el segmento de lectores. Ello implica reforzar el mercado del libro más allá de la actual concentración y facilitar la existencia de editoriales y títulos alternativos, librerías, bibliotecas y puntos de lectura. Por lo demás, pese a la desconfianza del canon, preservar en las publicaciones del Estado una oferta que asegure la diversidad y que haga disponible aquello que el “hábito inteligente” ha sancionado permite contrastar la actualidad con el peso de la tradición e introducir matices de oferta que el mercado no está dispuesto a incluir.
Empresas culturales.
La cultura tiene un potencial económico significativo y su usufructo puede aportar a la producción y exportación de bienes, a la generación de empleo en el sector cultural, a la atracción del turismo y a la regeneración urbana y rural mediante barrios artísticos, clusters culturales y otros espacios de encuentro cultural. La imaginación y creatividad en el diseño de medidas fiscales, de derechos de autor, de regulación y de competencia son básicas para avanzar en la tarea de promover empresas culturales, bajo la filosofía de incorporar y no apartar del mercado.
Modernización administrativa.
El rezago administrativo genera dudas sobre la eficiencia en el ejercicio de los recursos, resta legitimidad y vuelve más vulnerable la política cultural ante las tendencias antiintelectuales del entorno político. En general, la administración y producción cultural requieren de personal especializado, y en el caso de México este costo se eleva por las inercias patrimonialistas que se formaron a lo largo de muchas décadas. Durante mucho tiempo, la administración cultural ha enfrentado situaciones de gran rigidez en los contratos laborales, lo que resta flexibilidad y eficiencia y genera fenómenos de extracción de rentas. La difícil operatividad del aparato implica que gran parte de los recursos destinados a la cultura se orienten al gasto corriente, particularmente en el rubro de los salarios. Una eventual gestión en favor de la eficiencia se enfrenta no sólo a intereses poderosos largamente enquistados, sino a un mayor costo político, dado el ámbito tan sensible que constituye la cultura. Por eso, la gestión en este campo requiere de un peculiar talento político para concertar intereses, generar nuevos incentivos para los trabajadores e incorporarlos, sin demérito de sus derechos, en una administración más eficiente que genere beneficios para todos.
Una política modesta
. Los políticos tienden a buscar en la política cultural una rentabilidad inmediata en materias de imagen, prestigio y gobernabilidad, y estas suelen tener una orientación natural hacia las actividades de gran proyección o a favorecer grupos de presión particularmente influyentes. Sin embargo, la solidez institucional (que no es enquistamiento de una clase administrativa) puede establecer límites a estas tendencias, mediante la claridad jurídica en el estatuto y función de las instituciones culturales; la dotación de facultades y responsabilidades concretas, la transparencia operacional y administrativa y la rendición de cuentas. De cualquier manera, no deben alimentarse ilusiones excesivas: una política cultural puede preservar más eficazmente el patrimonio, utilizar más adecuadamente la infraestructura cultural, facilitar empresas culturales y promover una mayor derrama social y económica de estas actividades; sin embargo, sus potencialidades en la ingeniería social son más bien limitadas. No se puede crear un país de lectores ni se puede generar mágicamente un público masivo ávido de espectáculos culturales. Estas aspiraciones, siempre presentes en la retórica, no dependen sólo de una política cultural sino de niveles mínimos de ingreso, buena oferta educativa y formas concretas de integración social. Quizá la mayor aportación de una política cultural sea garantizar el respeto a la pluralidad y la libertad en este ámbito, mejorar las reglas del juego para agentes, creadores y empresas de la cultura, aumentar la equidad de oportunidades en materia cultural y, sobre todo, ensanchar la amplitud y la vitalidad de ese segmento del público que conforman los lectores, los asistentes al teatro, los que gozan una exposición, los que rescatan una tradición, y que constituyen una serie de núcleos críticos capaces de establecer un contrapeso a las inercias del mercado y la política. ~

Así escribo (Daniel Sada)

Mayo/2010
Revista Nexos
Daniel Sada

1. En lo posible trato de no ser un autor de ideas fijas ni incurrir en monólogos autocomplacientes sobre arte y literatura; estoy dispuesto a aprender siempre de todo y de todos. Sin embargo, en mi opinión, hay asuntos esenciales y una inmensa gama de sutilezas que necesito distinguir cuanto antes. Sobre estas últimas hago constantes modificaciones, al grado de no permitir que disminuya mi capacidad de asombro; por lo común quisiera ver las cosas como si se tratara de una primera vez. En cuanto a los asuntos esenciales, no tengo más remedio que defenderlos durante toda mi vida, incluso a contracorriente y aun cuando estén amenazados por eventualidades de toda índole. En este sentido, me asumo como un personaje trágico o como un romántico incorregible.

2. Para escribir prefiero las mañanas porque siento que puedo imaginar más cosas, también porque experimento mayor frescura, además de que me concentro de mejor manera y con un ánimo creciente. Cuando era burócrata ejemplar escribía de cuatro a siete de la mañana. Así pude acabar dos novelas y un libro de cuentos. Por contraste, en lo relativo a la escritura, odio las tardes y las noches. Ese tiempo lo dedico a la lectura y a la convivencia. Pero tampoco soy tan determinista: puedo pasarme horas entretenido en una sola página y sin ningún sentimiento de culpa. Cuando siento que escribo por desesperación o angustia, o por mero oficio, suelo bloquearme y prefiero hacer otra cosa. Para mí escribir es un acto gozoso, lleno de matices y hallazgos, porque el total entusiasmo se me impone aun cuando tenga que abordar situaciones siniestras o ideas perversas. Si he de sufrir con la literatura, opto por una actividad más terrenal y concreta. En un tiempo fui comerciante en La Merced. Fui muy feliz

3. No envidio a nadie, solamente admiro o ignoro. Cuando siento que me corroe la envidia, procuro hacer un acto de contrición y arrepentirme de inmediato. Si un libro no me gusta, no hay razonamiento en el mundo que me convenza de lo contrario. En literatura nunca he sido democrático porque —de todos modos— estoy convencido de que el gusto personal no determina la calidad de un libro. Hay gente que prefiere a Los Tigres del Norte por encima de Mozart o Bach, o gente que prefiere a Carlos Cuauhtémoc Sánchez por encima de Miguel de Cervantes. Todo es legítimo en este mundo plagado de confusiones, de ahí que la admiración deba ser absolutamente sólida y a prueba de todo.

4. Para mí es importante adquirir un ritmo en la prosa. No me perdono la torpeza auditiva por más brillantes que sean las ideas. El ritmo ayuda a la concentración del lector. A veces puedo tardarme varias semanas o varios meses en encontrar un ritmo. Si a lo largo de un año no hallo lo que busco, me satisface quemar lo que he escrito. Ese procedimiento destructivo lo he realizado con inmenso placer. Se han convertido en cenizas avances significativos de novelas y cuentos. Quemar lo que no sirve me pone casi en estado de gracia para luego arremeter con fe y encontrar un equilibrio plausible entre frases largas, medianas y cortas, además de incidir con precisión en el punto de vista narrativo. En los cuentos doy preponderancia al aspecto anecdótico, mientras que en las novelas hago un minucioso análisis de personajes, sobre todo de los protagónicos, porque de ellos debo saber mucho más de lo que escribo.

5. En lo referente a estructura, como método de composición dramática, voy de atrás hacia adelante. Siempre me gusta vislumbrar un final posible, aun cuando en el proceso de escritura lo enmiende por completo. Quiero saber siempre a dónde voy, de modo que imagino lo que antecede a los hechos. La narración es un devaneo entre causas y efectos. Si tengo un final hipotético ya no me siento metido en un callejón sin salida.

6. Huyo de las vanguardias como también huyo de todo lo que huela a tradicional o canónico. Intento que mi territorio narrativo sea fértil, pero estrecho. En literatura no me interesa la libertad absoluta como tampoco la rigidez timorata. Es en esa línea delgada donde transito sin ningún miedo. De hecho, el único terror verdadero que siento es caer en la solemnidad: ese padecimiento histórico que caracteriza a la literatura mexicana. Toda suerte de impostación no es más que reflejo de un temperamento acomplejado. Tampoco caigo en el extremo de la vulgaridad ni en el énfasis de la expresión zarrapastrosa. Repito: mi territorio estético es estrecho. Me impongo esa visión para no sentirme un semidiós antipático. Nadie me aparta de la idea de que lo peor que le puede pasar a un autor es reconocerse como conservador y convencional.

7. La literatura está hecha de talento y laboriosidad. Nada más y nada menos. Eso me lo repito como si tuviera que hacer una penitencia diaria.

8. A lo mejor nada de lo que he dicho es cierto y lo más certero es ser un grillo maravilloso. También se vale.

lunes, 7 de junio de 2010

Una lista detestable

7/Junio/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

Uno de los libros más malos que han llegado a mis manos últimamente lleva por título Me acuerdo, y que es una lista de ocurrencias escrito por el artista Joe Brainard, un libro que quizás tuviera interés para el sicoanalista del autor, pero dudo mucho que tenga un valor más allá de eso, aunque Paul Auster se haya referido a él llamándolo “obra maestra”. “Me acuerdo de los cinturones muy finos”, “me acuerdo de los bolsos de cocodrilo”, y frases similares rebosantes de vacío llenan estas páginas. En todo caso, me inclinaría por leer la lista de las ciento una cosas que más ama el cineasta John Waters, publicada en Crackpot (fue traducido como Majareta). Waters comienza su lista diciendo que ama recordar las pesadillas que ha tenido la noche anterior y saborearlas con placer durante el día entero hasta que llega la noche siguiente. La breve lista que haré a continuación es desordenada y dudo que cause interés. Lo hago porque de ese modo pondré un poco de orden en mis rencores. Un orden en el caos del rencor es cosa buena.

Escribo de manera automática conforme se me ocurren algunas cosas que me desagradan. Primero están las parejas que muestran su amor en todo momento y no pierden oportunidad para prodigarse camelos ante los demás (su fracaso amoroso será inevitable). Y luego están las mujeres que van por la calle con un hermoso perro y en cierto momento deben recoger la mierda del can con un guante de plástico, yo no sé qué pensar. Opino mal de los padres que piensan que sus hijos pequeños son simpáticos. Los dejan correr por los restaurantes como si eso nos infundiera alegría a todos: yo siempre llevo una dotación de tachuelas por si los niños se acercan demasiado. Me irritan las personas que se aprenden datos de memoria y los arrojan en la mesa con semblante docto: son una monserga. Las mujeres de tus amigos que aguardan a que sus hombres estén borrachos para coquetearte son tan nocivas como la rabia. La misma impresión me despiertan los borrachos necios, quienes con los ojos inyectados de sangre te declaran su admiración o su simpatía.

Excepción hecha de uno que otro erudito, me irrita que alguien diga que ha leído a los clásicos. Los políticos que citan a escritores me repugnan (cierta vez un diputado me recomendó leer a Suetonio y para corresponderle le aconsejé leer la constitución mexicana). ¿Y las mujeres que cuentan chistes o dicen majaderías sólo cuando se hallan con otras mujeres? ¡Qué plaga! Los abstemios que piensan que no beber los hace personas virtuosas son intratables. Y quienes se emocionan cuando ven o conocen a una persona famosa son en verdad ingenuos y desagradables. Yo he tenido la mala fortuna de conocer a personas que se creen inteligentes cuando sabemos que considerarse a uno mismo inteligente es el símbolo más honesto de la imbecilidad. Detesto a quienes hacen un comentario y dan por sentado que estamos de acuerdo con él. Los vegetarianos que no saben cómo curarse la cruda y sueñan con albóndigas son seres, por lo menos, extraños. A los que te cobran puntualmente la renta (lo hacen hasta en domingo) se los chupará pronto el diablo. Todos los que bailan y se mueven realizando una representación del coito me hacen bostezar tanto que me despiertan el vómito: es verdad, los hombres duros no bailan. El joven futbolista en su carro deportivo es un lugar tan común como las caries. Los manteles rojos me recuerdan la sangre derramada en el ruedo. Abomino a los perros Rottweiler: sus dueños regularmente poseen el mismo semblante timorato y amenazante. Si algo me despierta una seria animadversión son esos automovilistas que hacen sonar el claxon por cualquier motivo. Detesto que las mujeres no puedan usar minifalda en las calles porque un ejército de patanes las amedrenta y acosa en todo momento. En fin, como se verá, mi amargura se extiende como una nube negra sobre mi vida. Termino citando a un escritor polaco, Jerzy Pilch, que dice que a los verdaderos borrachos les da vergüenza beber, pero les da más vergüenza no beber. A mí me ha sucedido lo mismo al hacer esta clase de listas, me embarga cierta incómoda vergüenza (y no tengo sicoanalista), pero me ha sido imprescindible para limpiar un poco el oscuro cuarto de las fobias y los rencores.

sábado, 5 de junio de 2010

Cómo cambiar las Becas de Jóvenes Creadores

5/Juno/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Las becas para Jóvenes Creadores que otorga el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes deben transformarse.

Actualmente se seleccionan 200 becarios —arquitectura, artes visuales, medios audiovisuales, letras, música y teatro— que reciben 8 mil pesos durante doce meses por un proyecto individual.

Hay reuniones tres veces al año —en ciudades del centro o sur del país— durante tres días de sesiones de trabajo y socialización. Lo que ahí sucede básicamente es tutores y becarios opinando sobre avances de proyectos.

El diálogo —durante unas horas— y el dinero —durante doce meses— son útiles.

Pero la sociedad prácticamente no se beneficia de todos esos millones de pesos. Esas becas son una mala inversión. Son paternalistas.

Además fomentan fantasías acerca del proceso creativo: lo apresuran y oficializan.

¿Cómo transformar esas becas? Hay que convertirlas en una maestría de 2 o 3 años de duración.

Una vez aprobado el proyecto que el becario desarrollará, se le dotará del doble de dinero que hoy recibe —para realmente permitirle desalojar otras ocupaciones laborales— y a cambio, ella o él vincularán su proyecto personal con un servicio comunitario.

Se trataría de una maestría en servicio cultural.

Su trabajo se dirigirá a las comunidades de menor desarrollo en sus respectivas ciudades. Para dar un solo ejemplo: un becario de Letras podría dedicarse varias horas a la semana a trabajar con niños o jóvenes de zonas periféricas para introducirlos a la literatura, es decir, a una nueva oportunidad de desarrollo.

Con un programa de este tipo se cumplirían tres finalidades: apoyar a los creadores jóvenes que lo requieren; vincularlos con la sociedad —en lugar de aislarlos y tratarlos como casos especiales— y dotarlos de un título profesional —una maestría en servicio cultural— que le permita mejor movilidad laboral.

El modelo actual está, por el contrario, pensado desde una lógica del creador como individuo o élite desconectada de su ciudad y una vez terminado el apoyo del gobierno (que puede ocupar hasta tres años de la vida de un creador) lo deja sin herramienta alguna para mejorar su salario habitual.

Para un cambio de esta índole, habría que coordinarse con el sector educativo y comunidades específicas, tanto para el diseño y proceso de este posgrado sui generis como para la prestación del servicio cultural por parte de los becarios.

Pero, sobre todo, esta actualización requeriría dejar de usar las becas del Fonca como subsidio gubernamental insular para volverlas un mecanismo de profesionalización del joven creador y, sobre todo, dejar de pensarlas como privilegio de élites para convertirlas en servicio comunitario.

Esto es lo que sigue en política cultural. ¿Cuándo va a dar el paso Conaculta?


Palabras y polvo /II

5/junio/2010
Periódico Milenio
Ariel González Jiménez

Como en casi nada fui precoz, no supe leer sino hasta pasados los seis años. Sé que hay niños que lo hacen desde los cinco e incluso desde los cuatro, aunque normalmente sus padres nunca se jactan de lo que leen, sino del hecho de que ya sepan hacerlo, como el que sabe andar en bicicleta, pero nunca sale del patio de su casa.

Animales salvajes del oeste fue el libro que mi padre me obsequió para festejar oficialmente este logro. No era una exhaustiva investigación zoológica, pero sí, como se entiende, una primera aproximación a los osos, renos y otras especies de Norteamérica. El libro no me encantó, porque el tema siempre me ha sido ajeno, pero sí el gesto con el que se me reconocía como todo un nuevo lector.

Sin embargo, el gran reto que todo el tiempo aparecía ante mí era acercarme a los libros “para grandes” que había en el departamento donde vivíamos. Mi relación con esa biblioteca se fue haciendo cada vez más cercana e intensa conforme fui creciendo. Al final, siempre suscribiré como si fuera mía la expresión de Borges: «Si me preguntaran cuál ha sido el acontecimiento más importante de mi vida, diría la biblioteca de mi padre. De hecho, a veces creo que nunca he salido de esa biblioteca».

Los autores y obras que se me ofrecían en esos anaqueles me conectaban con una perspectiva generacional que ya por entonces se había encarecido. Juan Montalvo, Enrique Rodó, Rafael Arévalo, Ezequiel Martínez Estrada, entre otros muchos latinoamericanos frecuentemente olvidados, me introducían a ideas, mundos e historias que ahora me despiertan una suerte de doble nostalgia, puesto que siendo los héroes culturales de mi padre también fueron como mis más viejos mentores.

Sobresalían, desde luego, algunas plumas gigantescas, como Rubén Darío o José Martí, dos grandes referencias que mi padre siempre buscó cultivar en mí. De ellos, a pesar de su omnipresencia en la biblioteca y la conversación paternas, nunca me aprendí nada de memoria, ni siquiera las líneas más bellas a las que volvía constantemente; si algo se me quedaba grabado lo consideraba un milagro, puesto que ya presentía que mi memoria era básicamente conceptual: podía decir de qué trataba el poema, por ejemplo, pero no decirlo íntegro. A la fecha, sigo siendo el más pobre de los participantes de cualquier tertulia donde se haga gala de algún ejercicio declamatorio.

Cuando uno tiene, digamos, más de dos mil libros en casa debe estar seguro de que en algún momento enfrentará la pregunta más obvia del mundo: ¿ya los leíste todos? El que la hace es, por lo general, alguien ajeno al mundo del libro; un invitado o un visitante circunstancial que mira hacia nuestra colección con la perspicacia de quien cree imposible —o peor: sumamente ocioso— que nos hayamos abocado a leer cada uno de los textos que observa. Sabe o presupone que no es así, pero lo pregunta igual porque es como un test que él siempre debe aplicar y nosotros responder.

Comparto la respuesta que da Jacques Bonnet (Bibliotecas llenas de fantasmas, Anagrama, 2010), porque yo mismo la he dado en diversas oportunidades: “Es complicado. Hay libros que he leído y olvidado (muchos) y algunos a los que sólo he echado un vistazo rápido y de los que no me acuerdo. Así pues, no todos han sido leídos, pero sí hojeados, gulusmeados, sopesados”.

Más adelante Bonnet entra en algunas precisiones. Libros, por ejemplo, “que un día servirán, no sé cuándo, no sé para qué, pero no están allí por casualidad”. Aunque no puede perderse de vista lo dicho por Alberto Manguel y que el propio Bonnet cita: “Lo cierto es que, para ser útil, una biblioteca no necesita ser leída en su totalidad: a todo lector conviene un equilibrio razonable entre el conocimiento y la ignorancia, entre el recuerdo y el olvido”.

Pero hay libros que sin haber sido leídos guardamos celosamente porque advertimos (es necesario haber leído al menos sus primeras líneas) que nos depararán grandes e inimaginables satisfacciones. Son libros especiales, como para cuando ya no haga falta leer nada antes; libros con los que bien podríamos, de modo muy personal, vivir tranquilamente el final de los tiempos, la madurez, la vejez o el recomienzo de nuestras vidas.

No son los textos que nos llevaríamos a una isla desierta, sino aquellos, más bien, que nos alejan de la posibilidad de estar alguna vez en un paraje solitario.


martes, 1 de junio de 2010

¿Futbol o ajedrez?

31/mayo/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

Veo futbol desde que tenía seis años de edad, cuando la familia entera se reunía los domingos para acudir al estadio o para ver los encuentros en la televisión. Mi padre y su hermano menor jugaron en un equipo de nivel medio y los hijos aplaudimos desde las gradas los aciertos y errores de los jefes de familia. Las esposas bostezaban y se arrepentían de no haberse casado con un buzo. Los árbitros hacían el papel de cristo y durante 90 minutos ponían su mejilla para recibir las reclamaciones e insultos de los jugadores y el público. Hasta los niños lanzábamos de vez en cuando una mentada. Al pasar de los años aprendí a reconocer que el futbol de calidad es un juego complejo de amplias posibilidades éticas y estratégicas, un andar humano que involucra habilidad más saber técnico, además de temperamento, humor, azar y fortaleza física. Y a veces es también entretenimiento. A su lado el ajedrez se antoja una actividad de variantes limitadas que por razones extrañas ha devenido en símbolo de la inteligencia. Quizás se debe a que en el ajedrez son raros los insultos. No he escuchado decir: “A tu reina se la va a llevar el carajo.”

Una vieja amiga me dijo una vez que no había nada menos erótico que un hombre en tenis. Yo añadí que entre una mujer con tenis y una con sandalias prefiero a una mujer descalza. No llegamos a ningún lado en este aspecto, pero coincidimos en que el futbol es una puesta en escena donde los actores reciben críticas según su desempeño. Los jugadores encarnan en héroes, traidores, pusilánimes, astutos y demás personajes dramáticos. En este deporte las pasiones idiotas se abren camino, y también lo hacen la argumentación razonada, la hipótesis, la retórica vacua, la manipulación estadística y también la fe ciega que lleva a las personas a caer al vacío como peras podridas. Las polémicas que se dan en los medios difícilmente llegan a ser polémicas. En buena parte son cháchara para entretenerse y vender pasteles a los públicos cautivos que de pronto se ven arrastrados por una densa marea que en estas fechas amenaza llenar todos los espacios.

Los políticos se ponen la camiseta de la selección mexicana y dan por sentado que esto los hermana con los pobres. Y tienen razón. Las cadenas de televisión promueven la imagen de una selección nacional que no existe. ¿Por qué lo harán? En realidad lo que se tiene es un equipo mediano que camina gracias a un par de excepciones en la cancha. No estoy añadiendo nada a lo que todos sabemos. Y lo sabemos porque el futbol mantiene una estrecha relación con el país de donde procede. El jueves en la madrugada escuché a un taxista decir que, a juzgar por su selección, en Francia todos son negros. Yo estuve de acuerdo porque los franceses tienen el alma negra e inventaron el humanismo. Yo le pregunté al señor taxista: “¿me va a asaltar?” Entiendo el rencor que muchas personas cultivan con respecto a este deporte. Ven en su constante corrupción un espejo de lo que sucede en los gobiernos en turno. Creo que su fobia es legítima y bien fundamentada. A estas alturas del partido incluso la sociología tiene sentido.

Yo casi no sigo el torneo mexicano porque es tedioso y deprimente. Quizás lo hiciera si aumentara mi dosis de antidepresivos. No debe esperarse mucho de una liga cuyos equipos en general se desentienden de la cantera (es decir de la incubadora) para contratar jugadores sudamericanos de medio pelo que además cobran cantidades sobradas en ceros. En el futbol sobran ceros lo mismo a la derecha que a la izquierda. La liga mexicana -controlada por dos o tres empresas- evita los torneos largos (es decir la guerra verdadera), para ofrecer dos finales en un año (es decir ruido y masturbación). De ese modo se crea la ilusión de un deporte emocionante y se acarrean aficionados a los estadios. Son torneos diseñados por comerciantes.

Y pese a ello el balompié de calidad continúa siendo una actividad de buena cepa que en sus mejores momentos da rienda suelta a la imaginación y a la crítica. Tengo un amigo escritor que cuando se emborracha es de izquierda y cuando está sobrio es de derecha: a sus dos personalidades les atrae el futbol. Y entonces coincidimos.