sábado, 8 de mayo de 2010

Alfabeto de las esfinges / Ensayos transatlánticos, de Adolfo Castañón, La brújula hechizada, de Mauricio Montiel Figueiras y El sueño no es unrefugio

Mayo/2010
Letras Libres
Fernando García Ramírez

Tres autores, tres formas de encarar la literatura –Adolfo Castañón, Mauricio Montiel Figueiras y Geney Beltrán Félix: tres ensayistas mexicanos. Llama la atención, en primer lugar, que ninguno de los tres haya escrito un libro ex profeso, ya que las tres obras que comento son recopilaciones de ensayos, reseñas, entrevistas y prólogos. Tres formas de concebir la literatura: para Castañón se trata de un conjunto de signos que hay que descifrar para darle sentido a la vida; para Montiel, de una pasión que es necesario transmitir, mientras que para Beltrán la literatura debe ser un medio para la expresión de un propósito. Vamos por partes.

Alfabeto de las esfinges
de Adolfo Castañón es un libro desigual. En él su autor alojó desde notables ensayos de interpretación literaria (como el dedicado a María Zambrano) hasta reseñas descuidadas (como la que escribió a propósito de la edición en La Pléiade de la obra de Montaigne). Sus capacidades críticas, pese a ello, son evidentes: dueño de un vastísimo conocimiento literario, Castañón va de la hermenéutica a la anécdota trivial, lo mismo descifra una idea compleja de Iván Illich que paladea un verso de José María de Heredia. Castañón se mueve a gusto por su rica biblioteca. Ahora lo vemos con un tomo de Ovidio en formato mayor, ahora hincado con un libro de Monterroso en las manos. No grita ni se exalta; conversa, suelta ideas, consulta de continuo el diccionario en busca de una etimología o para descifrar el sentido de un texto arcano. Su padre fue un gran bibliófilo; Adolfo Castañón, por tanto, nació entre libros, jugó entre pilas de ellos, su horizonte es libresco. Ve el mundo desde la atalaya de su biblioteca. Vive una contradicción, y él lo sabe: entiende que la alta cultura es obra de pocos pero que debe rendir fruto a muchos. No es casual que haya dedicado casi treinta años de su vida a la labor editorial. Castañón ha escrito cuentos y poemas, nada notables; lo suyo es el ensayo y la crítica literaria. Frente a la obra literaria Castañón se planta como Edipo ante la Esfinge: la interroga, la descifra. ¿Para qué? Para librar a la ciudad del monstruo, claro está, del monstruo de lo informe, de la barbarie y la incultura, para hacerla un espacio habitable y noble. La conciencia de la contradicción que lo posee es generacional: nacido en 1952, fue “educado sentimentalmente, por desgracia, en la sensibilidad de 1968”. Una generación romántica que considera que la difusión de la cultura es sobre todo un asunto moral. Una generación, también, desencantada. Castañón es un lector conservador, horrorizado, como Marcel Schwob, “por las máquinas infernales del progreso”. Considera, con George Steiner, que la cultura es un santuario de la humanidad y que ese santuario tiene pocos custodios, y que él es uno de ellos. Y como conservador venera a los clásicos: a Montaigne y a Cervantes, a creadores como Borges y a críticos como Connolly. Ve con desconfianza empresas literarias como la de Breton y el surrealismo, aunque, desde su perspectiva, el surrealismo ya pasó a ser “una memoria clásica, memorable y escolar, seductora y formativa”. Castañón interroga a la Esfinge, descifra sus enigmas y los transmite a la ciudad de los lectores, porque la crítica para él es un asunto de responsabilidad, de civilidad.

A Mauricio Montiel, en cambio, no lo anima un espíritu clásico. El suyo es un talante explorador. Más que un crítico que busque descifrar claves, es un escritor viajero, y su libro –La brújula hechizada– es una bitácora de sus exploraciones, “una pequeña guía para el lector inquieto”. No le interesa establecer un Norte, porque su brújula, hechizada al fin, apunta hacia todas direcciones. Le interesan los narradores japoneses contemporáneos (Haruki y Ryu Murakami, Koji Suzuki), los holandeses (Tim Krabbé, Cees Nooteboom), los ingleses e irlandeses (Martin McDonagh, J.G. Ballard, Christopher Priest, John Banville y Kazuo Ishiguro), los norteamericanos (Michael Kimball, Paul Auster, Barry Gifford, James Ellroy) y sudamericanos (Bolaño, Saer, Piglia), y le interesan sobre todo porque son narradores, contadores de historias. Sin método analítico evidente, lo suyo es la intuición, la visión personal, la interpretación subjetiva. Montiel es un narrador (Los animales invisibles y Edificio así lo confirman) interesado en otros narradores. No busca extraer de ellos una verdad filosófica o literaria, mucho menos sociológica; lo que busca, y encuentra de continuo, es el placer de la aventura, el gusto por las buenas historias, y más específicamente: a Montiel le atraen las estrategias narrativas de los novelistas contemporáneos. Montiel está buscando senderos que le servirán más adelante para transitar con sus propias historias y personajes. Para él, en cuanto lector, lo importante es transmitir el entusiasmo por la obra leída. Se ve a sí mismo como un incurable viajero que regresa a casa con las maletas llenas de libros y de paisajes narrativos nuevos. Montiel es un apasionado de la novedad. Cree a pie juntillas en las propuestas de Italo Calvino para este milenio, sobre todo en cuanto a la levedad y la velocidad. De cada uno de los autores que aborda brinda información valiosa, hace un repaso de su vida y sus libros, se detiene en varios de ellos, disecciona con claridad y soltura su pasión. He dicho que Montiel más que crítico es un narrador, pero ahora doy un paso atrás y me desdigo: Montiel es un crítico en el sentido en que lo concibe George Steiner en Tolstói o Dostoievski: “La crítica debería de surgir de una deuda de amor.” Montiel es un viajero agradecido que paga sus deudas de amor con ensayos entusiastas que conforman una cartografía original y envidiable, orientada por una “brújula hechizada”.A diferencia de Castañón, que nació rodeado de libros, el joven crítico Geney Beltrán (El sueño no es un refugio sino un arma) nació en un pequeño pueblo de la sierra de Durango colindante con Sinaloa: “en casa no había libros ni más lecturas que las historietas o los semanarios políticos o de nota roja”.

Su condición, de “bastardía intelectual”, lo define. Avecindado en la ciudad de México, el ambiente lo oprime: “este país tan lleno de ubicua mierda [...] de un visceral desaliento y desasosiego”; su presente, para él, para su generación, la de “los nietos de Rulfo”, es de total desaliento: frívolo, vacío, indiferente. No hay comunidad, no hay “raíz válida”. En esa situación sólo existe una salida: “El escritor debe ser inclemente con su mundo.” E inclemente se trata de mostrar Beltrán. Grita, se exalta, insulta, pela los dientes, se muestra rabioso. “Muy adolescentemente” intenta proponer definiciones, buscar salidas, acomplejado como está por su “bastardía intelectual”. Detesta al “escritor tópico”, como Mario Vargas Llosa, dedicado a redactar novelas “sobre un dictador dominicano o un pintor francés”, o Fernando del Paso, al que considera un escritor vacuo y vano. Desde su posición iconoclasta, Beltrán vocifera, habla de parricidios y de desgarramientos, escribe desde las vísceras. ¿Y qué es lo que propone este joven furioso? El hilo negro. Dice que el escritor debe ser “auténtico al mentir”, debe escribir para la posteridad (los lectores que importan son “los que aún no están”), debe escribir para transformar el mundo (y para sustentarlo se vale de una cita de Gabriel Zaid, que es, como todos saben, un escritor revolucionario). Detesta Beltrán a los escritores experimentales, ya que el auténtico escritor debe escribir de lo que preocupa al hombre, de su verdad interior; debe escribir sobre la “Condición Humana”. Para Beltrán el escritor y la literatura, sobre todo, deben de. Nada de juegos, nada de experimentación, nada de frivolidades, la literatura debe ser puesta al servicio del Hombre. Así las cosas. Tanto pataleo y berrinche para venir a salir con esta novedad. Pero no se detiene ahí: dice Beltrán que el escritor contemporáneo debe dedicarse a narrar y que los investigadores universitarios deben dedicarse a escribir ensayos. Tremenda cosa. Amparado en George Steiner, Beltrán también propone una apasionada defensa de la tradición –sin embargo, en su ensayo sobre Musil y la literatura del conocimiento ignora olímpicamente a Juan García Ponce, el autor que más ha profundizado en nuestro idioma sobre el autor austriaco. El crítico embiste y embiste duro contra... molinos de viento. Por eso sorprende que la única vez que el crítico utiliza la frase “obra maestra” sea para designar a Óscar Liera, dramaturgo sinaloense, su paisano, y que su apuesta (“figura mayor de la literatura del siglo xxi”) sea Nadia Villafuerte, narradora muy cercana al crítico.
Tres experiencias literarias (Castañón, Montiel, Beltrán) que van del clasicismo al exabrupto, del rigor al desvarío. Tres ejemplos magníficos de la vitalidad del ensayo literario que hoy se practica en México. ~

“Lo importante no es el éxito pasajero, sino la obra”

8/Mayo/2010
Suplemento Laberinto
Alicia Quiñones

Un paseo íntimo entre los mundos de Joyce y de Beckett. “De la existencia, a lo sagrado”. La historia de una crisis: un editor, Samuel Riba, se mira derrotado por no encontrar a ese genio que ha esperado durante su trayectoria profesional. “Es el último editor literario —de raza— y se siente hundido desde que se retiró. Riba oculta a sus compañeros dos cuestiones que le obsesionan: saber si existe el escritor genial que no supo descubrir cuando era editor y celebrar un extraño funeral por la era de la imprenta, agonizante ya por la inminencia de un mundo seducido por la locura de la era digital.”

Dublinesca es un juego de espejos: Enrique Vila-Matas escribió esta novela a partir de un sueño que tuvo en un hospital; algo semejante le sucede a Riba, quien una noche tiene un sueño premonitorio que le indica que su vida debe cambiar. “Es una crisis que puede suceder a cualquier edad. El problema de él es que no sabe qué hacer. Está arruinado.” Se arma entonces de todas las herramientas posibles para ir al Bloomsday y recorrer el alma de la escritura de James Joyce.

Dublinesca es el libro por el que el autor barcelonés visitó en días pasados nuestro país. Además de esa novela, Vila-Matas habla en esta entrevista de la crítica y de la posición mediática de los escritores. Se sabe —él mismo lo asume— que es un escritor exitoso, y que la crítica literaria, por lo menos en Iberoamérica, lo ha tratado bien.

¿Le importa la crítica?

Siempre he leído crítica literaria. Me parece un género muy interesante cuando está bien hecho, cuando está hecho por alguien inteligente, cuando se es alguien creativo. La crítica la he seguido y actualmente hay críticos muy interesantes.

¿Como quiénes?

En México, Cristopher Domínguez Michael me parece un crítico importante. Quizás el más importante de Latinoamérica. En España hay críticos como Ignacio Echeverría, Juan Antonio Masoliver Ródenas, José María Pozuelo, o como Mercedes Monmany. Es un mundo interesante el de la crítica. Bueno, he nombrado demasiados críticos españoles y dejé fuera a muchos, luego se molestan… Lo que le quiero decir es que leo mucha crítica.

¿Cómo le ha ido con Dublinesca?

Me he encontrado con muchas decepciones. Se ha escrito mucha crítica sobre el libro, la gran mayoría es muy favorable, pero también me he encontrado con críticas muy planas, tanto que me parecen mentira. Un libro ofrece muchas posibilidades para comentar y me he topado con críticos de bajo nivel. Al mismo tiempo, encontré críticas magníficas estilísticamente hablando. He tenido el tiempo para comprobar el bajo nivel de muchas críticas, es decir, son planas y no captan ni siquiera la mirada del autor o las posibilidades que tiene un libro…

¿Qué piensa de la figura del crítico literario?

Acabo de terminar un texto muy largo —no sé cuándo se publicará— en el que el protagonista es un crítico literario. Es decir, después del editor he ido a parar a un personaje que es un crítico literario; parece que estoy tocando estos personajes que están dentro de la literatura y que no son escritores o novelistas como yo.

Habla sobre un crítico que está inquieto por la posibilidad de juntar una literatura radical, como podría ser la de Joyce, pero no la del Ulises sino la del Finnengans Wake, y desea mezclarla con el mundo de la narrativa tradicional, especialmente bien hecha, por ejemplo, Simenon.

El crítico intenta mezclar a Simenon con Finnengans Wake, y hacer un tipo de literatura radical que llegue a todo el mundo. Es como Dr. Finnengans y Monsieur Hire, el personaje de Simenon.

El personaje intenta, en una noche, en Turín, encerrado en su habitación, hacer una mezcla explosiva de ambas cosas para crear una literatura radical que llegue a todo el mundo.

El crítico pensando en lo que necesita el lector…

Intenta hacer un experimento que sólo hace falta que le salga humo…

Otro punto, junto a la crítica, que al escritor probablemente le atañe son los medios…

Sí. Si se está en el mercado, se está en el mercado. No puedes estar en el mercado, querer editar un libro y no querer conceder entrevistas y no participar de esto, si no se participa, lo único que tienes que hacer es no estar en el mercado. Y si no estás en el mercado, no existes… Esa es la cuestión —que no la decide el escritor—en un sistema capitalista. Uno puede escribir en su casa, pensar que es el mejor escritor del mundo, pero si no publica nadie se enterará; ése es otro tema muy interesante.

En su último cuento, que dejó inacabado, Dostoievski habla de un violinista de provincias que se considera el mejor del mundo, y creyéndolo se va a Moscú, pero ahí no lo contratan nunca. Él acaba coqueteándole a una pobre criada que le da dinero y a la que le convence de ser el mejor violinista del mundo. Lo que le pasa a este personaje es que no se ha constatado que lo sea, él cree que lo es, pero a la hora de compararse con los otros, de confrontarse con los demás violinistas, no lo escogen para la orquesta de Moscú, porque hay mejores que él.

El mundo de la literatura está lleno de estos personajes, de escritores que creen ser mejores que los demás, pero que no entran en una competencia, porque creen que no tienen que demostrarlo.

¿Usted ha luchado por eso?

Luchar es más interesante que ser competitivo. Hay escritores mejores que yo y peores que yo, lo que cuenta para mí es que lo que yo haga, sea lo mejor que pueda hacer. A partir de ahí, la competitividad queda anulada. Toda mi vida he escrito independientemente de lo que escriben los demás. Cada vez que me enteraba de que había un escritor mejor que yo, me limitaba a seguir escribiendo, porque a la larga tu obra, si es buena, es buena. Si no lo es, pues mala suerte. Lo importante no es que tengas un éxito pasajero, sino “La Obra” y después, si tiene valor, lo decide el tiempo y los lectores. Puede suceder que los lectores estén equivocados y mi obra tenga mucho valor ahora, y después de 300 años no se reconozca, pero yo habré hecho mi trabajo. Es lo importante, y mi obra me acompaña.

Hay críticos que pueden ocultar una obra…

Yo me acuerdo que cuando comencé, a varios críticos no les gustaba lo que yo escribía, porque lo mío lo consideraban vanguardista. Un día, en una cena, conocí a esos críticos de golpe y me bastaron dos minutos para saber que eran unos idiotas. Había estado años preocupado por unas firmas que me parecían de personas solemnes e importantes, resultó que el problema era suyo, que no sabían leer…

En su obra ha abordado la “microliteratura” en relación con los nuevos soportes de edición…

Lo importante es que sobreviva el contenido. Lo demás es el envoltorio. Los autores escribimos de la era de la imprenta y después de la era digital, pero antes se escribían en papiros, grandes textos de la antigüedad escritos con dificultades desconocidas para nosotros. El asunto es que la prensa mueve mucho la idea de la llegada del libro digital, porque hay intereses comerciales para lanzarlo al mercado, pero todos son problemas envoltorios, no de contenido, el problema está en saber si resistirá el pensamiento, el lenguaje. Si no se transformará en una idiotez más grande que la actual. Flaubert lamentó la idiotez a la que llegó su generación, pero jamás imaginó la idiotez en la que nosotros estamos ahora, de modo que uno acaba siendo optimista, y pensamos que estamos en un mundo mucho mejor del que vendrá…

Llueve sobre mojado: la crítica y los críticos

8/Mayo/2010
Suplemento Laberinto
Héctor González

La crítica literaria en México vive un mal momento. Lo dicen los mismos críticos y lo corroboran el desdén de los lectores y los pocos espacios dedicados a ella. Las revistas, las secciones y los suplementos culturales son cada vez menos y no parece que en el futuro esta situación vaya a cambiar.

Consultados por estas páginas, varios críticos exponen puntos de vista al respecto. El primero, es David Miklos: “La crítica literaria está un estado paupérrimo, me temo. Si bien hay una proliferación súbita de narradores (algunos muy buenos, otros tantos muy malos), la crítica escasea, lo mismo que los espacios para publicarla. El problema de fondo es la ausencia de formadores de críticos. Todo se hace desde una espontaneidad carente de rigor”.

Razones puede haber varias, Geney Beltrán destaca el tema de los lectores. “Primero habría que acotar lo que sería la crítica de novedades, porque es un género que también aplica a la historia literaria. Respecto a la crítica de novedades, faltan espacios y hay poco aliento para el ejercicio crítico imparcial —muchas veces se publican textos por encargo para presentaciones o para ayudar a los amigos—. Las revistas no consideran fundamental tener un ejercicio continuo, duro, de crítica, porque la demanda parece ser muy baja. No hay un público lector que exija o espere que haya esa continua crítica sobre novedades literarias”.

Para Gabriel Bernal Granados, el dilema atraviesa por la formación de propios críticos: “No contamos con críticos capaces de ubicarnos en el contexto en el que nos encontramos, no hay alguien capaz de desarrollar una perspectiva crítica histórica. La mayoría de la gente que escribe crítica lo hace sin haber tenido la experiencia de publicar un libro. Se escribe a ciegas y para posicionarse en la escena de la literatura mexicana. La reseña o el texto seudocrítico se ha convertido más en un peldaño que en una forma de ejercer el pensamiento crítico”.

En el lado opuesto se encuentra Christopher Domínguez Michael, quien argumenta: “El estado de la crítica debe medirse por dos cosas que, aunque se relacionan son diferentes: por un lado está la actividad periodística, lo que se escribe en las revistas literarias y los suplementos sobre la narrativa reciente es algo importante, pero los libros de ensayo que hacen los críticos sobre nuestra narrativa lo son aún más. En el primer caso veo que hay nuevos críticos interesantes como Geney Beltrán o Rafael Lemus, que empiezan a hacer su propia obra ensayística”. Rafael Lemus aborda el problema desde una posición relacionada con el quehacer creativo del mismo crítico: “Es curioso pensar que el crítico sólo tiene dos sopas: fijarse en los autores o sumergirse autistamente en la obra. Desde luego que puede atender otros asuntos: la escritura de su propio texto, la recepción de la obra, el punto en que la obra y el mundo se tocan, por ejemplo. Ahora, sigo creyendo que el mayor problema de la crítica mexicana no es el amiguismo sino, en la mayoría de los casos, el complejo de inferioridad, esa certeza de que la crítica es, o sólo debe ser, el comentario de un texto. No otro género, no una discusión teórica, no una reflexión sobre el estado de las cosas a partir de distintas escrituras: un comentario. ¿Y el amiguismo? Claro que jode, y es a veces parte del mismo problema: el crítico se acerca a los poetas y narradores como para buscar en su amistad la legitimidad que no cree encontrar ejerciendo su propio oficio”.

Con pies de plomo

Para Ignacio Trejo Fuentes, el objetivo primordial del crítico es “privilegiar a los lectores, porque el crítico es un intermediario entre éstos y el autor; se espera que con su trabajo dé noticias al lector de autores, obras, tendencias, y en un grado más ambicioso que aclare y dilucide para aquéllos la significación e importancia (o lo contrario: su intrascendencia) de los libros que comenta”.

No obstante, en México esto no siempre es posible porque el medio literario está dividido en grupos y, además, los reseñistas o críticos tienen que andar con pies de plomo pues el autor revisado hoy, puede ser jurado en algún certamen mañana. “Más que criticar tal o cual obra, se critica a tal o cual escritor, más por actitudes particulares que por su escritura en sí —afirma Miklos—. De pronto, hay que dar un plumazo y acabar con la generación creadora en turno (los nacidos en los setenta y en los ochenta), vilipendiar a la generación previa (los nacidos en los sesenta) y, hasta donde se pueda y por conveniencia, porque ocupan escaños de poder y tienen voz, ensalzar a la generación progenitora (la de los cincuenta). Es la actitud predominante, muy de una República de las Letras no iluminada ni altruista. Nada nuevo bajo el sol, pues: priismo literario”.

Bernal Granados toma una postura similar, para él la crítica ha devenido en una forma para escalar puestos: “Se ha convertido en una forma de conseguir algo y, en el mejor de los casos, una manera de llamar la atención a través del vituperio, el exabrupto o la mera majadería. Los grupos literarios, las mafias, se encuentran en este momento en un proceso de reconfiguración. No existen propiamente grupos, en el sentido que antaño pudo tener este término. Existen casos aislados de escritores que quieren llegar ‘alto’, y la mejor manera que han encontrado para conseguirlo es a través del ejercicio falsamente crítico”.

Ante este fenómeno surge el tema de la credibilidad. Actuar en función de un escalafón o encaminado por intereses prederminados resta rigor y confianza, sin embargo para Geney Beltrán pensar en una actividad crítica alejada de circunstancias como éstas, obedece a un mundo ideal. “Es una cuestión de supervivencia. No lo justifico pero entiendo que ante la falta de una demanda de crítica literaria, no hay mucha posibilidad de que el crítico sobreviva de manera independiente. La lógica de las ediciones, las becas, los espacios de publicación se manejan desde tiempos del priismo literario con base en ese intercambio. Sin embargo creo que sí hay críticos, evidentemente que no en la situación más cómoda y ecuánime frente al lector, porque la crítica de novedades en México se publica teniendo en mente al autor criticado, y el crítico debe escribir dirigiéndose al lector sin importarle absolutamente nada más. Pero como este es un medio literario muy autófago y endémico —todos se conocen, todos en algún momento se cruzan, pueden ser jueces unos de otros a la hora de un concurso—, esto hace que ante tanto incesto, los críticos se vayan con cautela. La situación debería cambiar desde los mismos medios, es decir, que las revistas y suplementos consideren que es importante un ejercicio crítico y ecuánime ante las novedades”.

“No hay de que sorprenderse”, argumenta Domínguez Michael, quien aclara que esto no es privativo de México. El autor de Diccionario crítico de la literatura mexicana (1955-2005), explica: “Así ha sido la crítica literaria desde que empezó en el siglo XIX. Es un espacio donde están, por naturaleza y por fortuna, en conflicto los grupos literarios, las revistas culturales, las personalidades artísticas y los temperamentos políticos. Una de las cosas que habla de la vitalidad de una crítica literaria es este espacio de conflicto.

“En el caso mexicano hay ciertas características que siempre salen a discusión cuando se habla de este asunto, por ejemplo, la importancia que tiene el financiamiento público de la cultura. ¿Las becas son buenas o malas para la crítica?, ¿los escritores son más o menos dependientes con estos apoyos? Esta particularidad tiene sus virtudes y defectos. El hecho de que en México el medio literario sea endogámico propicia una convivencia literaria muy encarnizada y promiscua. Pero eso no es particularidad de la literatura mexicana, se da en otros lados. El otro modelo es el anglosajón, de críticos encerrados en las universidades. Pero ese escenario no corresponde a México, donde la situación no es la ideal, pero es la que tenemos”.

Del papel al blog

En México no son demasiados los críticos que se dedican exclusivamente a esta labor, la mayoría son narradores, poetas o académicos.

Rafael Lemus ejemplifica el caso de un crítico que ha experimentado con la novela: “Hace poco Javier Marías señalaba, en su columna de El País Semanal, que no era elegante practicar al mismo tiempo la crítica y la narrativa. Pero ¿quién diablos quiere ser elegante cuando se puede ser, digamos, brutal o complejo o improbable? No sé si de un tiempo para acá muchos críticos escriban narrativa, pero sí creo que todos, en algún momento, deberían hacerlo. No es sólo que uno aprenda a leer narrativa mientras la escribe. Es también que en el paso de un género a otro —de la crítica a la narrativa, de la narrativa al aforismo, del aforismo a la crítica, por ejemplo— uno va ganando ciertos elementos y perdiendo otros y contagiando el género siguiente. Y al menos a mí eso es lo que me interesa: la contaminación de los géneros, la escritura informe, y no la pureza. ¿O hay algo más aburrido que ver a un cuentista intentándonos demostrar que, en efecto, sabe escribir un cuento?”

Con más de treinta años alternando entre la narrativa y el análisis de textos literarios, Ignacio Trejo Fuentes argumenta que no es necesario decantarse por una actividad: “Siempre es bueno que un crítico predique con el ejemplo, aunque no es necesario ser novelista para criticar novelas. Recuerdo que alguien reclamó a un crítico que cómo podía juzgar novelas si él no había publicado alguna; el cuestionado respondió: ‘Tampoco sé hacer sopa, pero sé cuando está buena’”.

Pese a los escollos del oficio, la tradición de crítica literaria mexicana es amplia. Al preguntarles al respecto, cada entrevistado enlista nombres. Las respuestas lejos de ser canónicas, reflejan la posición teórica y literaria personal. “Sigo a quienes me enseñaron a hacer crítica literaria, algunos son amigos, otros no. Adolfo Castañón, José Joaquín Blanco, Guillermo Sheridan o Tomás Segovia. Los críticos nunca somos demasiados, en cualquier literatura los críticos siempre seremos menos que los poetas”, dice Domínguez Michael.

Geney Beltrán pone énfasis en las generaciones recientes: “Del horizonte de la nueva generación, arbitrariamente considerada de los nacidos de los setenta en adelante, destaco a Gabriel Wolfson, Ignacio Sánchez Prado, Rafael Lemus, Nicolás Cabral y Heriberto Yépez. Ellos han estado publicando crítica de diferentes formas, la mayoría son de novedades, pero en el caso de Sánchez Prado y Yépez, han escrito libros de crítica que dejan de lado el presente y miran hacia atrás”.

Miklos se decanta por Nicolás Cabral, director editorial de La Tempestad: “es un crítico riguroso y fiel a determinadas lecturas, poseedor de un aparato crítico congruente y nunca veleidoso. Otro es Juan Villoro: es un lector portentoso y es una pena que no reseñe literatura viva. Me gusta, también, la postura de Gerardo Piña, un crítico ortodoxo en apariencia, que rescata la necesidad de incluir el contexto dentro de la reseña. Otro gran reseñista crítico, no muy presente en nuestros escasos espacios críticos desde hace tiempo, es Aurelio Asiain. Finalmente, mencionaría a Gabriel Bernal Granados, que se apega a las enseñanzas de Guy Davenport, crítico de ánimo victoriano e iluminado al que me parece imprescindible leer si uno decide dedicarse de verdad a la crítica”.

Los espacios perdidos

En un texto publicado en marzo de 2009 en Laberinto, Evodio Escalante escribió: “La crítica radical brilla ahora por su ausencia. Quizás no sea exagerado del todo hablar de un declive creciente del género. ¿O es que sólo está cambiando su modalidad? Un dato que me parece significativo: la paulatina desaparición de las reseñas, verdadera escuela de iniciación en los trabajo de la crítica. En otras épocas, toda publicación cultural digna de ese nombre, incluía de modo obligado una más o menos nutrida sección de reseñas de libros. El periodismo cultural empieza a prescindir de esta sección. No me resigno a pensar que éste sea un signo de los tiempos. En dado caso, lo califico como una pérdida”.

Sobre esta pérdida de espacios, Domínguez Michael dice: “Estamos en un momento malo. Para mi generación el espacio de la crítica literaria estaba en las revistas y suplementos. Sin embargo, actualmente hay menos publicaciones impresas que cuando empecé a escribir hace treinta años. Ahora hay un mundo que para mí es relativamente nuevo: el ciberespacio, los blogs donde se compensa lo que hemos perdido en letra impresa. Yo desde luego, por razones históricas, prefiero la letra en papel, pero a lo mejor todos tenemos que trasladarnos a internet”.

Más radical es Bernal Granados: “No existen espacios para la crítica, en el sentido abstracto del término. Existen foros donde publicar reseñas o comentarios de libros. Pero México podría definirse como un país acrítico, que carece de las herramientas intelectuales y morales para el ejercicio de la crítica”.

Si a esto sumamos que en ocasiones se hacen pasar por críticas, textos leídos en presentaciones de libros, que más que analizar privilegian el elogio, los espacios para la crítica —comenta David Miklos— “son cada vez menos y cada vez más cerrados y exclusivos. Vivimos un momento terrible: la muerte (o la banalización) del suplemento literario y cultural.

“Es la ley del mínimo esfuerzo: aprovecho la presentación (casi siempre adulatoria), por la que no me pagan, para colocarla y cobrar por ella. Gajes del oficio”.

Ante la búsqueda de independencia y la reducción de páginas en medios impresos, la red se ha convertido en una alternativa para publicar, aun cuando no se remunere el trabajo del crítico. Habla Geney Beltrán: “Lo ideal sería que desde las revistas y suplementos se buscaran a los críticos más independientes, honestos e íntegros en lo que es el juicio literario, y que no se les diera espacio a quienes usan la crítica para escalar posiciones y ganarse becas. Si no sucede esto, se hará en los blogs. Las páginas en internet serán las que reciban esas voces críticas, incluso cuando los autores no obtengan una remuneración económica. Mauricio Salvador ha hecho su ejercicio crítico en la revista virtual Hermano cerdo, que ya apunta el camino a seguir. No sé si será la crítica el primer género que se aloje por completo en la red, pero quizá sea ésta la única manera para que se transforme de cara al lector”.

Los detractores de estos foros cibernéticos argumentan que sólo la minoría de lo que se publica en los blogs, es “profesional”. Sobre esto, Lemus revira: “Primero habría que decir que no hay o apenas si existen espacios para la crítica literaria, que los suplementos culturales son pocos y tambaleantes. Pero luego hay que decir que sí, desde luego que existen espacios, que allí está internet, y hay que hacer, por ejemplo, el elogio de los blogs para luego, claro, también criticarlos. Por lo pronto ya sé que es verdad que allí, en la blogósfera, conviven y convivirán comentarios amateurs y profesionales, ideas y chispazos, textos y maquinazos, escritura e imagen, y que no hay ni habrá jerarquías ni control editorial alguno. Lo que no entiendo es qué tiene eso de malo. Mejor eso que esto: la respetable culturita mexicana”.


El lector, ¿qué es eso?

8/Mayo/2010
Suplemento Laberinto
Roberto Pliego

No son buenos tiempos para la crítica literaria. Sus espacios de acción natural —revistas, páginas y suplementos culturales— han caído aplastados bajo el peso de la inmediatez editorial. Mejor la nota roja, los deportes, los

automóviles, el mundillo televisivo y los restaurantes con una estrella Michelin que esos objetos a quienes algunos apocalípticos ya declararon en fase terminal: los libros.

El enemigo verdadero, sin embargo, está en casa. Contra la crítica literaria conspiran los críticos que pontifican mientras se miran con autocomplacencia al espejo. Me refiero a esa modalidad del egoísmo que es la nota o el ensayo que no tiene al lector como destinatario, sino al

mismo crítico, el autor-amigo de toda la vida, la camarilla o una idea —digamos— estética. La crítica como servicio o guía de lectura no goza de buena reputación. Priva el onanismo,

la escritura concebida para armar un libro propio, suficiente y germinal. Y privan, sobre todo, una suerte de dictadura de los sentimientos y un desdén por lo que hay detrás, por la noción de canon.

Se supone que los críticos leen, y mucho, y que tienen algo que decir. Pero a qué destinan sus palabras. No, desde luego, a trazar una cartografía útil para el lector-viajero sino un registro de caminos que no conducen a ninguna parte. Hace diez, doce años, Carlos Fuentes lanzó uno de sus cada vez más escasos gritos de guerra: “Me desayuno a mis críticos”. Algunos críticos no se dieron por enterados pero remedaron su declaración y, desde sus trincheras, ahora declaran: “Nos desayunamos a los lectores”.

jueves, 6 de mayo de 2010

Pacheco, Monsiváis y yo vimos en la literatura nuestro mundo: Pitol

6/mayo/2010
La Jornada
Mónica Mateos-Vega

Para fortuna de nosotros los lectores, la literatura es un movimiento perpetuo que no se rige sólo por generaciones, sino por la literatura misma, afirma el escritor Sergio Pitol (Puebla, 1933) al hacer una reflexión acerca de su obra y de la labor literaria de algunos de sus entrañables amigos.

En entrevista con La Jornada, el autor de El arte de la fuga (1996) explica que no considera que José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis y él sean una generación, sino tres amigos que desde los años 50 vimos en la literatura nuestro mundo.

Pitol, desde su casa en Jalapa, Veracruz, puntualiza que es un deber recordar la espléndida obra de Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, Juan Manuel Torres y José de la Colina, entre otros, y entonces sí podríamos hablar de una generación, la conocida como la de medio siglo.

Más que hablar de relevos generacionales, el también ensayista y Premio Xavier Villaurrutia 1981 considera que la literatura es un flujo continuo y como muestra de ello tenemos la obra de Juan Villoro, Álvaro Enrigue, Jorge Volpi, David Toscana, Eduardo Antonio Parra, Mario Bellatin, entre muchos otros.

Quehacer en cuatro etapas

–¿Se siente satisfecho con su obra? ¿Existe algún asunto o tema que le falte abordar, mirar, soñar?

–Cuando releí mis libros para realizar la edición de mis obras reunidas para el Fondo de Cultura Económica, confirmé la relación orgánica, los vasos comunicantes que subterráneamente hay entre las diferentes etapas que conforman mi escritura.

“Desde el principio aparecen temas e intereses que se siguieron entretejiendo hasta Una autobiografía soterrada, última obra que he escrito, que no por nada tiene como subtítulo Ampliaciones, rectificaciones y desacralizaciones.”

En ese libro, editado por Almadía, Pitol reconoce: Escribir ha sido para mí, si se me permite emplear la expresión de Bajtín, dejar un testimonio personal de la mutación constante del mundo.

También se incluye un diálogo con su amigo Monsiváis, con quien recuerda lo mismo a los personajes excéntricos que conocieron en su adolescencia que a aquellos escritores destinados a convertirse en clásicos.

Es la carpintería literaria la que también apasiona a los amigos en la charla. Monsiváis señala: “Entre otros textos, El mago de Viena contiene la síntesis de la novela del mismo título, que narra la conspiración delincuencial que localiza herederas amnésicas y las pone a la disposición de gigolós internacionales, de nacionalidad estrictamente priápica. Y sin embargo, esta novela dentro del libro es sólo una sinopsis. Me gustaría leer la novela en su jubilosa integridad, y debo resignarme a enterarme de fragmentos o rumores. ¿Por qué esa invención de tramas tan delirantes que al quedarse en bosquejo frustran al lector?”


Pitol responde: “El mago de Viena iba a ser un conjunto de artículos, de prólogos y textos de conferencias. Pero al ordenarlos en un índice me pareció muy fastidioso. Comencé a retocarlos, buscar una estructura narrativa, hacer de esos materiales algo como una novela o una narración autobiográfica, con un tono celebratorio y levemente extravagante. Mis viajes, mis lecturas, mi escritura, mis amigos y aun personas que conozco casualmente se me convierten en personajes. Y anunciar una novela es también, y con humildad, un ejercicio borgiano.”

En charla con este diario, el premio Cervantes 2005 explica que su obra “tiene cuatro etapas bien definidas: los primeros cuentos dan paso a las dos primeras novelas (El tañido de una flauta y Juegos florales), que preludian el Tríptico del carnaval (El desfile del amor, Domar a la divina garza y La vida conyugal) y éste, a su vez, anuncia lo que vendrá en la Trilogía de la memoria (El arte de la fuga, El viaje y El mago de Viena).

Respecto de la publicación de Una autobiografía soterrada, Pitol añade que “en realidad la autobiografía está presente desde mis primeros cuentos y en la Trilogía de la memoria (2007) lo que busqué fue una forma distinta de abordarla, convirtiéndome en el personaje que deambula por todas sus páginas. Releerme significó revivir experiencias de mi relación con la música, la ópera, el cine, el teatro y, por supuesto, la literatura”.

–¿Existe algún cuento de otro autor que le hubiera gustado escribir?

–Muchos, entre otros: La mujer de Gogol, de Tomasso Landolfi; Una historia aburrida, de Chéjov; Bartleby, de Melville; Diles que no me maten, de Rulfo –y afirma–: Soy hijo de todo lo visto y lo soñado, de lo que amo y aborrezco, pero aún más ampliamente de la lectura, desde la más prestigiosa a la casi deleznable.


lunes, 3 de mayo de 2010

Vino la noche

3/Mayo/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

Un viejo amigo me relató que durante una larga temporada que pasó postrado en la cama de un hospital vio morir a varias personas. Unos segundos antes de marcharse hacia la nada los moribundos se desnudaban, es decir tiraban las sábanas al piso, se despojaban de la bata o la vestimenta que llevaban y morían en seguida. No sé si el relato sea del todo cierto, pero yo lo narré en una novela que escribí hace poco más de una década. ¿Hacia dónde voy? Intento definir: en el departamento en el que ahora vivo en la colonia Escandón casi no existen muebles. Un par de mesas, un viejo sillón y una cama sin cabecera ni estructura y unas cuantas sillas. Me desagradan los muebles: esos bultos que cumplen funciones precisas y que se multiplican por millones en todas las casas habitadas por seres humanos. Me gusta pensar que soy como uno de esos moribundos del relato de mi amigo y que deshacerse cuanto antes de lo que uno tiene es una de las formas más dignas de habitar el mundo. He llegado al extremo de permitir que mis visitas se lleven los libros de mi casa, acción que apenas hace unos años me habría puesto a temblar de rabia. Cuando me percato que durante una reunión en mi casa alguien mira con codicia alguna de mis preciados ejemplares me acerco y le aconsejo: “no te detengas, llévatelo que a mí poco tiene ya que ofrecerme”.

Creo que la mayor parte de nuestros problemas se desvanecerían si dejáramos de acumular objetos. La generosidad y el desprendimiento son acciones que casi nadie practica. Somos ratas codiciosas que llevan mendrugos a su rincón. Por eso detesto el progreso cuando no se ciñe estrictamente a lo espiritual. Alguien se ha comprado un nuevo automóvil o ha añadido un cuarto más a su casa, otro ha obtenido un diploma o puede presumir un nuevo traje con sus vecinos. ¿Qué clase de sociedad es esta? La mesura no es su fuerte. La rubia que sonríe con el vientre se ha mudado a Miami. El político ha adquirido una casa con jardín en un fraccionamiento exclusivo. El intelectual ha logrado finalmente pagar su departamento luego de haber acabado con su vista: su espalda encorvada y sus ojos tristes son la prueba de que él también es capaz de poseer bienes. ¿No es todo esto un estímulo para el llanto? Detrás de esta actitud pervive el deseo de ser eternos. Cioran escribió que después de escuchar a un astrónomo hablar de miles de millones de estrellas renunció a lavarse las manos.

Me dirán que el ascetismo y el cultivo de la humildad son impracticables en una época marcada por la glotonería y el consumo, pero no creo que nadie sea capaz de negar que uno se fortalece cuando menos necesita de objetos para sobrevivir. No es ascetismo, es lógica. No es Proudhon, Cioran, Stirner, Diógenes o filosofía gnóstica sino pura y simple jodida lógica. Una mañana me despierto con la vieja idea de que voy a morir y todo lo que me rodea me parece superfluo. Los objetos poseen ahora un nuevo peso específico. Los bienes que he logrado reunir a lo largo de mi vida me resultan de pronto innecesarios. ¿A eso se ha reducido mi estar en la tierra? Entonces comienzo a lanzar cosas por la ventana. Un acto liberador porque precede a mi propia desaparición. No envidio a nadie, excepto a quienes han muerto con la conciencia de que nunca vivieron. De pronto he recordado un verso de Luis Cernuda. Busco entre las cajas que contienen mis libros, pateo una maceta que mi mujer ha comprado en el mercado que se levanta a unas cuadras de casa. Arremeto contra las paredes y rompo un dibujo que en un instante de desasosiego me parece ridículo. Maldigo a mi madre por haberse dejado seducir por mi padre. Y encuentro el poema: “Hermosa era aquella llama, breve / Como todo lo hermoso: luz y ocaso. / Vino la noche honda, y sus cenizas / Guardaron el desvelo de los astros”.

sábado, 1 de mayo de 2010

El poeta más importante de América hoy

1/Mayo/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Un lector me pidió responder esta pregunta: ¿quién es el poeta más importante del continente?

Pregunta difícil para un continente que por fortuna carece de una tradición poética unitaria. En portugués y español, desde el concretismo y el neobarroco la tradición lírico-romántica —que daba unidad a la “poesía hispanoamericana”— se ha debilitado. Aunque el mito de una “poesía hispanoamericana” sigue vivo.

Con internet, la aparición de microclimas poéticos o escenas autónomas —por ejemplo, la poesía visual— ha estimulado una pluralidad cuya desventaja es la falta de visibilidad y cuya ventaja es la fertilidad de lo que se desvía.

Entre la poesía del inglés y el español, la telefonía tarda décadas. Y la fragmentación interna de cada idioma literario crece anualmente.

En inglés, desde antes de mediados de siglo XX no se puede hablar de una poesía norteamericana. Desde la poesía de ego-verso caucásico hasta la del etno-testimonio, cada poesía estadounidense tiene su cuarto aparte.

Sus propias editoriales, departamentos académicos y segmentos de lecto-mercado. Hoy es imposible unificar la historia de la poesía norteamericana.

La poética en América está descentralizándose. Al pensar quién es el poeta vivo más innovador del continente y, por ende, el más importante, vienen a la mente Nicanor Parra, Charles Bernstein o José Kozer. Pero esas referencias no necesariamente contienen la respuesta.

Una de las rutas más intrépidas que se han abierto en el último cuarto de siglo es la poesía indígena contemporánea.

De ahí proviene el mayor acontecimiento poético del continente, no sólo por su visión poética —tan aparentemente sencilla como histórica y emotivamente densa—: Humberto Ak’abal.

Ak’abal nació en Guatemala y es un poeta maya-quiché bilingüe. Haroldo de Campos decía que “el arte poético de Ak’abal convierte el español en una lengua que tiene más de oriental que de occidental” debido a su poesía basada en percepciones que contejen paisaje y pensamiento. Pero habría que precisar que lo que Ak’abal sintetiza es la cosmovisión indígena con la poesía moderna.

Si tuviera que elegir un texto suyo, recomendaría “Ausencia recuperada”, una prosa breve suya en que resume su vida —pobreza y persecución— y su llegada a la poesía. Recomendaría esta prosa porque sus poemas, ¡todos son entrañables!

Ak’abal escribe en maya y español: es dos poetas. Entre sus libros destacan Con los ojos después del mar, Todo tiene habla y Ovillo de seda.

A pesar de su grandeza, todavía no ha recibido en Latinoamérica todo el reconocimiento que merece, debido a prejuicios sobre las letras indígenas y a la falta de ediciones de mayor circulación. Además, Ak’abal es un ser extraordinario. A veces es un hombre melancólico, otras un sabio y, en todo caso, un poeta de nuestro tiempo.


Encanto y crítica

1/Mayo/2010
Periódico Milenio
Ariel González Jiménez

Siempre que los críticos se empeñan en mostrar sus categorías y metodologías para abordar una obra literaria, corren el riesgo de alejarse del criterio más válido y universal, que es el del lector. Puede ser que el conocimiento que tienen aquéllos de una obra se traduzca en finas y acuciosas observaciones, en profundos análisis de contexto y estructura del objeto de estudio, pero es un hecho que su sapiencia nunca podrá competir con la frescura y desenfado con que este último es capaz de juzgar una novela o un cuento.

Ahí donde el crítico dice, por ejemplo, de una novela, que es un “deslumbrante ejercicio de estética minimalista”, un lector razonable puede apuntar: “Es una obra bella y sencilla”. O bien, simplemente, “me gusta “. No parece mucho a los ojos del especialista, pero suele ser suficiente para que un autor y su obra trasciendan.

El escritor francés, Julien Gracq, lo dice de este modo: “A partir del momento en que existe un público literario (es decir, desde que hay literatura) el lector, que tiene delante una variedad de escritores y obras, reacciona de dos formas: con un gusto y con una opinión. Cuando se ve cara a cara a solas con un texto le salta ese mismo resorte interior que nos funciona por dentro, porque sí, cuando conocemos a una persona: «le gusta» o «no le gusta»; es o no lo suyo…”.

Apenas ayer leí un texto donde Enrique Vila Matas recupera —de Fernando Savater, quien también se ocupa de ello— la noción de encanto para definir lo que en suma hace que no podamos abandonar una lectura. Si una obra lo posee, todo lo demás parece salir sobrando. Sin embargo, no faltan los problemas en torno de este asunto. ¿Qué pasa cuando nos topamos con un clásico que parece no tenerlo? ¿Debemos abandonar su lectura sin importar que nos estemos perdiendo de algo que ha sido valorado por la crítica como un texto indispensable? ¿O debemos seguir el práctico consejo que no pocos escritores ofrecen: si un libro no te atrapa en las primeras líneas o páginas, déjalo?

Por una parte, muchas obras resultan encantadoras porque contienen una gran ligereza. Leerlas es como escuchar un ritmo pegajoso o saborear algo agradable al paladar que no requiere de mayor capacidad degustativa. Por la otra, hay también obras a las que sólo podremos acceder concentrándonos durante muchos días y noches. Leerlas equivale a escuchar un largo concierto o a poner a prueba nuestro paladar frente a una compleja preparación culinaria.

No obstante, desde hace mucho se acepta que el valor de la sencillez no está reñido en materia literaria con la calidad ni con la maestría en su ejecución. Pero los clásicos, para serlo oficialmente (o académicamente, que es muchas veces lo mismo) no tienen por qué ser sencillos ni complejos. Pareciera de pronto que ganan su estatus a fuerza de la relectura, algo en lo que ya reparó Italo Calvino en su famoso Por qué leer a los clásicos: “Los clásicos son esos libros de los cuales suele oírse decir: «Estoy releyendo…» y nunca «Estoy leyendo…». Es lo que ocurre por lo menos entre esas personas que se supone «de vastas lecturas»; no vale para la juventud, edad en la que el encuentro con el mundo, y con los clásicos como parte del mundo, vale exactamente como primer encuentro”.

Luego vino Augusto Monterroso, quien generalizó (burlonamente) esta definición para todos los intelectuales y gente culta que, efectivamente, nunca están leyendo por primer vez una obra (¡qué va!), sino siempre releyendo. Parte extrema de este bluff son quienes aseguran haber leído (aunque no se les note por ningún costado) todos los clásicos por los que se les pregunta. Son gente de una sabiduría aparte (por ficticia), que finalmente siempre son descubiertos como ridículos farsantes o pequeños estafadores de la buena fe de sus auditorios.

Ahora bien, más allá del legítimo encanto literario que cada uno es capaz de encontrar, y de la incuestionabilidad de algunos clásicos (encantadores o no), corren tiempos en que las grandes editoriales y el marketing nos intentan imponer una percepción acerca de las obras que se supone “marcan nuestro momento” o que de plano ya fueron entronizadas como “nuevos clásicos”, “lecturas imprescindibles” y demás patrañas.

Gracq sabía perfectamente lo que decía, cuando ya desde mediados del siglo XX —sin saber todavía del impacto global de las nuevas tecnologías y medios: “De una semana a otra, las brújulas de los críticos apuntan por turnos hacia todos los horizontes de la rosa de los vientos, vientos que dan ganas de calificar, como poco, de variables flojos. Estamos en una época que, pese a la evidente plétora de talentos críticos (quizás sea ésta su marca más característica), parece más incapaz que cualquier otra para empezar a seleccionar por sí misma su propia aportación. No sabemos si hay una crisis de la literatura, pero salta a la vista que existe una crisis del criterio literario”.

Por eso hay que confiar en el encanto, pero sin echar por la borda la historia y la información puntual de las obras y sus autores. Contra la sensibilidad natural del lector y la pertinaz presencia (a veces de siglos) de diversos clásicos, nada pueden los inventores de genios literarios de ocasión.