sábado, 20 de marzo de 2010

“El periodismo es una pasión devoradora”

20/Marzo/2010
Suplemento Laberinto
Víctor Núñez Jaime

En más de una hora de conversación, Miguel Ángel Bastenier fuma cuatro cigarrillos DucaDos y bebe una taza de café. En algún momento comenta:

—Para mí un gran periodista es un hombre o una mujer del Renacimiento.

Y enseguida refuerza su afirmación:

—Para ser periodista en el siglo XXI hay que ser capaz de defenderse en todos los campos. Luego ya tendrás tu nicho particular… Pero el gran periodista es aquel que trata de explicar por qué pasan las cosas que pasan. ¡Qué cosa tan gigantesca! ¡Qué ilusión tan luciferina! Cierto. Pero el gran periodista es alguien que trata de abarcar la totalidad aunque, obviamente, muchas veces, sea derrotado”.

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Miguel Ángel Bastenier Martínez era un adolescente cuando comenzó a formar su biblioteca personal. Primero con novelas y luego con libros de historia y de política.

—Tengo ahora —dice— una gran biblioteca de unos seis mil volúmenes. He regalado y he perdido muchos libros. Me he casado tres veces y en esos matrimonios se han ido perdiendo libros por el camino. No obstante, tengo una biblioteca de unos seis mil volúmenes, donde la historia es más importante que la novela. Pero he pasado horas extraordinarias leyendo libros a los que debo varios momentos de realización personal, de satisfacción íntima.

Momentos de aprendizaje los ha tenido no sólo en la universidad, donde estudió Periodismo, Derecho y Literatura inglesa, sino de manera muy especial en la práctica de la profesión periodística. De entre todos sus maestros, el que más destaca es el catalán Josep Pernau al que, por cierto, le dedicó su libro El blanco móvil. Pernau, galardonado apenas el pasado jueves con el premio de honor de la Comunicación Local de la Diputación de Barcelona por su trayectoria profesional, ha dirigido cinco diarios, ha fundado asociaciones de prensa y escribe la columna “Opus Mei” en el El Periódico de Cataluña. Pronto cumplirá 80 años y para Bastenier es el “mayor fabricante de periodistas que haya conocido”.

—Pernau —cuenta— es un maestro sin saberlo, que es la mejor forma de ser maestro. Nunca dictaba cátedra, nunca dictaba teórica. Yo sí doy teórica. Yo, de repente, empiezo a decir y decir… Junto a él aprendías por ósmosis: viendo cómo hacía las cosas, viendo sus reacciones ante los hechos, ante las circunstancias. Su serenidad, su conocimiento, su dignidad… Lo conocí cuando yo era un jovencito y él era mayor y ya todo un gran periodista. Y tuvo siempre la amabilidad de mantenerme cerca, de preocuparse por mí, de ver cómo hacía las cosas. Y una palabra suya equivalía a una clase entera de quien sea, mía o de quien sea. Los periodistas no tenemos un corpus de conocimiento para defendernos, pero hay una práctica. En otras carreras hay una teoría que se desarrolla. En el periodismo hay una práctica sobre la que se teoriza. Es al revés. No existe el saber académico del periodismo. Y la realidad nos presenta casos a las que hay que responder de manera diferente. Hay que reaccionar genéticamente. Hay una biología del periodismo que se nota, sobre todo, en los países anglosajones. Una biología de generaciones que han leído buenos periódicos y, como han leído buenos periódicos, no saben hacerlo mal. El periodista ha de genetizar sus herramientas de trabajo. Ese es el oficio.

Muchos años después, ya como encargado de Relaciones Internacionales de El País, Bastenier trabajó con el sociólogo francés Pierre Bourdieu.

—Es una gran satisfacción haber trabajado con Pierre durante dos años, hasta poco antes de su muerte. Fue una casualidad, como pasan esas cosas. A fin de cuentas yo sólo soy un periodista y él uno de los grandes intelectuales de la modernidad. Recuerdo que en un momento dado se decidió hacer un suplemento cultural entre cinco periódicos: uno italiano, uno alemán, uno francés, uno británico y uno español. Y el director de esa obra era Pierre Bourdieu. Yo era representante de El País. Nos veíamos cada mes, yo iba a París… a su casa, hacíamos cincuenta mil cosas. Y él siempre me trató con un gran afecto, con gran simpatía. Pierre estaba muy interesado por España, hablaba castellano muy bien, aunque entre nosotros prácticamente siempre hablábamos en francés. Siempre tuvo la gentileza que tienen los sabios. Porque los sabios son generosos siempre.

—Otro hombre generoso —continúa— fue Tomás Eloy Martínez, alguien que tenía el dominio total del territorio que pisaba, que verdaderamente se sentía dueño de lo que hacía. Y también era un tipo generoso. Sus artículos, aparte de estar escritos muy bien, son imbatibles. El conocimiento, la dignidad…. Lo grande no es presuntuoso. La gente talentosa no tiene que demostrar nada. ¡Le da igual, no vive para eso! La novela de Perón es genial. Nada explica mejor a Argentina que ese libro… Yo he tenido suerte de conocer a los grandes, ¿sabes? En un momento dado El País me pone como agente de ventas mundial, por decirlo de alguna manera. La otra versión sería decir que yo era el “Embajador de El País”, pero es una versión demasiado positiva. Pero eso me sirvió para conocer a mucha gente en Europa y América Latina.

Su interés por los temas internacionales tiene dos orígenes. En primer lugar, el entorno en el que creció.

—Mi padre era belga, en mi casa se hablaba de cosas que no se hablaban en otras casas, como la Segunda Guerra Mundial, como de De Gaulle… Yo oía hablar de todo ello y me parecía natural que todo mundo se preocupara por De Gaulle. Y eso te marca. Lo “otro”, lo que nos decían que no era de nosotros, lo tenía más presente que muchos de mi generación, que eran menos abiertos a otras realidades. Mi padre, que murió en 1966, era gaullista y lo oía hablar de eso con sus amigos… Además, en mi casa había mucha prensa francesa, novelas en francés. Mi madre, Palmira Martínez, que murió en 1992, leía muchas novelas francesas. Yo no había cumplido los diez años y creía que todo el mundo leía novelas en su casa y encima en otro idioma. Pero tardé tiempo en darme cuenta de la suerte que tenía de vivir en una casa con libros y periódicos. No es que hubiera un tipo de comunicación muy intelectual. No, no es eso. Mi padre era ingeniero y se dedicaba a sus cosas, pero sí hablaba de política europea. Y mi madre era una loca de literatura, pero sin pretensiones. Por diversión, porque le gustaba, porque entraba a otros mundos. Pero no había pretensiones de intelectualidad, era lo natural… No obstante, tardé años en darme cuenta de que eso no era tan común.

Eran los años de la dictadura franquista y en España la información nacional tenía un férreo control. A los censores, en cambio, no les preocupaban mucho el análisis de lo que ocurría en el extranjero.

—En lo internacional, a partir de la segunda mitad de los sesenta, se podía decir de todo y nadie te reprochaba nada. Daba igual. Preocupaban los temas nacionales, que Franco estuviera bien visto, que no se atacase al régimen. Y lo internacional fue mi refugio.

Desde entonces y hasta hoy, se ha ocupado, por ejemplo, del conflicto árabe-israelí y ha escrito dos libros sobre el tema: La guerra de siempre e Israel-Palestina: la casa de la guerra.

Pero al principio, Miguel Ángel Bastenier estudiaba con otro propósito.

—Para serte inmensamente sincero, todo eso tenía un sustrato: el de ser novelista. Bueno, no lo he sido, no lo seré, no funcionaba, no lo hacía suficientemente bien. Alguna cosa escribí y luego la rompí. Nunca publiqué eso. Ni falta que hace. Sobre la marcha me fui encontrando a gusto en el periodismo y estoy muy satisfecho de ello por una cosa: a mí me han pagado durante muchos años e, incluso, bastante bien, por divertirme. No por trabajar. Por divertirme.

La diversión comenzó en el Diario de Barcelona, luego en Tele-Exprés y en El Periódico de Cataluña hasta llegar a El País, en donde se jubiló hace dos años, aunque sigue escribiendo una columna cada semana y redacta la mayoría de los editoriales sobre asuntos latinoamericanos. También es profesor de Reporterismo y Géneros Periodísticos en la Escuela de Periodismo UAM/El País y del Taller “Cómo se escribe un periódico” de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) que preside Gabriel García Márquez.

—Con todo eso te sientes útil —puntualiza—. Piensas que aquello que estás discutiendo, que es lo que yo hago porque no deben dar por bueno algo sólo porque yo lo diga, sirve para aprender. Todo eso es gratificante desde el punto de vista humano.

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Desde hace una década, cada verano, Miguel Ángel Bastenier imparte el “curso largo” de la FNPI en Cartagena de Indias, Colombia, al que acuden 16 jóvenes reporteros latinoamericanos que están iniciando su carrera profesional. Durante cuatro semanas, el profesor y los alumnos trabajan unas ocho horas de lunes a viernes y unas cuatro o cinco los sábados. Los dos o tres primeros días Bastenier hace una exposición teórica y luego los talleristas salen a reportear por las calles de Cartagena. Revisan y corrigen sus textos y, finalmente, analizan y discuten las técnicas y formas de los contenidos de las publicaciones donde trabajan.


Como producto de ese curso-taller, el año pasado se publicó Cómo se escribe un periódico. El chip colonial y los diarios en América Latina. (FCE-FNPI, Bogotá, 2009). Se trata de un libro destinado a formar parte de la bibliografía básica de las escuelas de periodismo. Son 345 páginas de lecciones que tienen el propósito de mejorar los periódicos de América Latina, mediante un diagnóstico de los errores más comunes en las publicaciones de la región y una serie de propuestas para erradicarlos.

El libro abre con una profesión de fe: “Nuestra lealtad primera como periodistas profesionales ha de ser a la lengua castellana, la materia prima con la que nos ganamos la vida, interpretamos la realidad, facilitamos un producto más o menos digerido al lector y, en definitiva, existimos”.

Para el autor, ante las nuevas tecnologías, la prensa latinoamericana ha de transformarse sin haber llegado a su plenitud, como ha ocurrido en el resto de Occidente. Sólo sobrevivirán los diarios perspectivistas y los de proximidad. Es decir, aquellos que ofrezcan un panorama general y sólido sobre lo que pasa en el mundo y los que informen sobre lo que sucede en una zona en particular o local y les sean útiles a los habitantes de ese lugar.

Dice que los diarios de la región padecen el “síndrome de la complicación”: se adorna la información, son repetitivos, tienen un lenguaje protocolario, verboso, que da muchas vueltas a las cosas, reproductor de los boletines de prensa, como si el periodista se sintiera muy importante “y nadie a quien le paguen tan mal puede serlo.” Es el lenguaje del poder hacia los súbditos, herencia de la Colonia, o sea: “el chip colonial”.

En los impresos latinoamericanos hay un exceso de declaracionitis, “sustitución de la acción por la declamación”, y la agenda informativa se centra en lo que dicen los políticos y se descuida a la sociedad. Por eso, dice, “hay que hacer periódicos útiles, que le sirvan de algo al ciudadano, que sean el nuevo electrodoméstico de la casa”, porque la declaracionitis es “periodismo de sobras y agujeros negros, sin luz, movimiento ni personalización”.

Se ocupa, también, de los editores. “Una publicación sin editores o con malos editores carece de estilo, criterio y sentido”. Pero especifica que un editor no sólo debe corregir y controlar, sino sobre todo crear una agenda propia, procurar trabajar temas que no se puedan leer en ningún otro diario. Procurar que los textos respondan al interés del lector.

Además, dedica un apartado a los elementos con los que deben contar los buenos periodistas: conocer la lengua, tener posibilidades económicas, leer libros periódicos y revistas, estudiar una carrera (no necesariamente periodismo), saber idiomas, viajar, tener buena salud, tener conocimientos de informática, ser capaces de trabajar en condiciones mucho menos que óptimas, dudar, aprender de los mejores, estar conscientes de que nunca se terminará de aprender. “Si tuviera que reducir a una frase aquello que debería ser un buen periodista, diría: suspicaz, perspicaz, pertinaz y algo mordaz”.

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Bastenier comienza a hablar ante un auditorio compuesto por periodistas y aprendices de periodista dentro del Primer Encuentro Nacional de Becarios de la Fundación Prensa y Democracia en la Universidad Iberoamericana.

—Con esta cara de uva mala que tengo, ya podrán saber que soy portador de malas noticias: no está garantizada la existencia de los periódicos de papel —dice al comenzar su exposición—. Todos los días disminuyen los compradores. No nos hagamos ilusiones: ya sólo la inercia los impulsa a comprar el diario. Es cierto: llegó la radio y no desaparecieron los periódicos. Llegó la tele y no desparecieron los periódicos. Pero es que esos medios no ofrecen la profundidad que ofrecen los impresos. Internet sí. Y las ediciones digitales se están comiendo a sus propios diarios de papel y todavía no hay un buen plan para recuperar en lo digital lo que se pierde en el papel.

Todos escuchan y toman apuntes en sus libretas.

—En América Latina no hay gran periódico internacional. Ni uno solo. Y el periodismo latinoamericano no logra desprenderse de cuatro lacras: el oficialismo, la declaracionitis, la sobrepolitización y el desconocimiento de lo exterior. Es una prensa que parece el Palacio de Superman: no hay alguien dentro. No hay historias personales, sólo declaraciones huecas. ¿Cómo debería ser un buen periódico? Pues con menos páginas, porque hay que verlos los domingos: con todo el papel que nos venden ese día, a lo mejor un bosquecillo desaparece. Deben tener más periodistas que escriban para una “marca informativa” historias que contengan las tres D: drama, dinero y diversión; un tiraje más corto y enfocarse a un público específico. Tener una agenda propia para no ser igual que la competencia. Explicar por qué ocurren las cosas. Renovar a los editores, paulatinamente, no de un día para otro. No le teman a los diarios gratuitos. Esos son trapos sucios, estropajos.

Al final del día, en la afrancesada Casa Lamm, durante la presentación de su libro, hará un llamado para crear una masa crítica en cada periódico y dejará claro que el mejor periodismo es el que no acaba los textos, el que deja al lector el último tramo del camino, “porque yo no creo en las conclusiones”.

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Miguel Ángel Bastenier tiene, además de la española, la nacionalidad colombiana.

—Simplemente me enamoré del país. Me enamoré de una mujer y, lógicamente, por ahí entra todo. Y sigo enamorado de Colombia. La persona que me indujo a ello estará en su sitio, en su casa, haciendo todo lo que tenga que hacer. Y da igual, ya estoy introducido en el contexto colombiano. Y es más: me he comprado una casa en Cartagena de Indias. Y como no me quedan muchos años de actividad, pienso pasar gran parte de esos años en Colombia. Ya tengo 67… probablemente me queden seis, siete, ocho años productivos. Más no, seamos realistas. Progresivamente me voy retirando, hasta que me instale en Cartagena para ver el mar, que es lo más bonito que puede haber. Como soy de Barcelona, el mar lo he tenido siempre muy presente. Llevo 30 años viviendo en Madrid, me gusta, pero falta el mar. En cambio, en Cartagena me acuesto todas las noches con el sonido de las olas y me levanto cada mañana con ese mismo sonido. Es como resucitar. Además me gusta para nadar. Y Colombia es un gran país.

Hace un ejercicio de autocrítica y comenta que, en algunas ocasiones, se ha sentido decepcionado de sí mismo.

—Yo he querido ser un periodista completo y no lo he conseguido. Mi formación es, excesivamente, enfocada hacia lo internacional. Hay áreas en las que no me siento cómodo. En la Economía, por ejemplo. Y la puñetera verdad es que he tratado de ocultarlo a los demás. Soy realista, sincero. Como dice un amigo, “hay que ser senciricida”, es decir, suicidarse por la sinceridad... O sea: me refugio en lo que creo que saber y no acepto el reto fuera de mi terreno. Además, yo me he sentido inferior con algunas personas. Una de ellas es Juan Luis Cebrián. La otra es Antonio Franco, director y creador de El Periódico de Cataluña. La otra es Josep Pernau, mi maestro. Y en América Latina, Tomás Eloy.

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El patio es cuadrado, lleno de sillas y mesas de madera con sombrillas azules. Todas están vacías. También la alberca. Y, más allá, el jardín. Aquí, en este hotel de cinco estrellas, el silencio sólo lo rompe Bastenier. La tarde es nublada y esta es la recta final de un maratón de entrevistas para promocionar su más reciente libro (“toda la mañana me han preguntado tantas generalidades”). Llegó de España apenas la noche anterior, pero el cansancio no ha logrado opacar su generosidad: “unos cigarrillos y un cafelito siempre ayudan a seguir”, asegura.

No quiere concluir la entrevista sin dejar claro que:

—Ser periodista es una pasión devoradora que, al mismo tiempo, debería ser una pasión humilde. Y no es fácil, ni digo que yo lo sea. El periodismo es el camino. No la meta. El periodismo es una road movie, es una carrera en la que no hay final. Lo que importa de la carrera es el trayecto. El periodista es un señor o señora que a lo largo de los años se va cargando de conocimientos inútiles, como haciendo una joroba de caracol, hasta el día que le sirven para algo. Y el Dios de los periodistas hace que luego todo sirva para algo. Si tienes la paciencia suficiente llegará el día en que emplearás todo aquello que aprendiste y que tenías medio enterrado en la psique, florecerá el día que haga falta y te servirá para algo.

—¿El Dios de los periodistas?...

—Sí. Yo creo en el Dios de los periodistas. Es un Dios que no olvida nunca a los que le han servido bien, a los que se han entregado con dedicación, con interés, con sacrificios… y nunca te queda mal. Yo he sentido, desde jovencito, el vértigo positivo de la página en blanco. Eso siempre me ha hecho sentir que, mal que bien, mi artículo funcionará. Yo he mirado desde siempre las páginas en blanco con el convencimiento absoluto de que Dios Nuestro Señor conseguirá que yo logre hilar las palabras y las frases para que el resultado sea, como mínimo, aceptable. Alguna vez no lo habrá sido, claro. Pero el vértigo de la página en blanco es lo que nos pone en funcionamiento. Es algo vital para los periodistas. Ahora ya no hay página en blanco, lo sé. Hay pantalla en blanco. Pero se entiende… Pues eso: el vértigo de la página en blanco y el Dios de los periodistas son una misma cosa. Si tú crees en ello, la página en blanco te echará una mano, te inspirará y dará sentido al vértigo que sientes.


lunes, 15 de marzo de 2010

Letras

15/Marzo/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

“¿En quién confiar?” Es la pregunta que las personas se hacen a menudo después de vivir la experiencia de una constante decepción política. Esta desconfianza va seguida de una duda evidente: ¿cómo se forman las personas una opinión no manipulada y certera acerca de lo que sucede a su alrededor? No es sencillo hacerlo pues los humanos se han atado a mundos que desconocen por completo y pocas veces saben de donde vienen incluso los alimentos que consumen. Trabajan en ordenadores acerca de los cuales conocen sólo el funcionamiento superficial y cuando se enferman acuden a hospitales en donde su palabra carece de valor a la hora de enfrentar la palabra del especialista. Para saber acerca de un tema desconocido escuchan a un experto o se informan a través de periódicos, noticieros o desde las infinitas parábolas que se reproducen en la red todos los días. La formación técnica se valora más que el conocimiento humanista (son los números, no las letras lo que importa en estos días) y por ende la concepción que vamos formando acerca de la buena convivencia, la moral o de las instituciones públicas no es el desenlace de la reflexión ni del conocimiento histórico, sino un acuerdo esquemático sin raíces que puede manipularse en cuanto su consistencia es endeble. Yo sigo bostezando cada vez que la tecnología da lugar a una nueva estrategia de comunicación. No creo que sea necesaria más comunicación, sino más sentido.

Las estadísticas se han convertido en religión para quienes tienen pereza de pensar y éstas sirven a cualquiera que las interprete según la orientación de sus propios intereses. Estamos saturados de estadísticas vacías, movedizas, alejadas de cualquier acepción de lo complejo. Cada década los asombrosos datos de pobreza mundial se repiten como un vals en el salón de palacio sin que se perciba en el horizonte un alivio en el dolor humano que estas cifras ocultan a causa de su común permanecer desligadas de lo real. ¿Cómo entonces echar una mirada por los alrededores sin sentirse perdido? ¿Qué clase de conclusiones se obtienen de toda esta confusión?

Me dirán que soy un cobarde, pero yo me he refugiado en la literatura. Son las palabras las que dan vida a las cosas, la mano de obra que fabrica objetos, no porque los nombra sino porque los inventa. De las buenas novelas he aprendido a conocer, no a acumular máximas, y este conocer no descansa en un método y sí en un desorden que uno administra como puede: con mesura o con miedo. El conocimiento es incompleto por esencia y eso se muestra en la literatura. Lo que ocurre es lo que ocurre más la palabra.

La literatura es conversación y es también un convivir del pasado con el presente. Las novelas no progresan (aún gozando de una refinada técnica literaria) porque son consecuencia de la tierra donde fueron escritas: son la cultura más el genio propio de quien las escribe, más el azar que se entromete. Y al ser relatos de un pasado que vive en el presente (o de un presente que descansa en el pasado) ofrecen por medio de la conversación entre lector y escritor conocimiento del mundo en que vivimos. Es justo esta razón la que me hace afirmar que la literatura nos puede dar algunas pistas para comprender nociones de justicia que ayuden a las personas a comprender la realidad y a convivir sin violencia en sociedades lanzadas como zombis hacia un futuro que se anhela sólo por mera y pura pulsión irreflexiva.

Leyendo novelas obtengo también nociones éticas sin tener que acudir o someterme a jergas técnicas especializadas en temas que me conciernen en la vida cotidiana. De allí que si la literatura crea mundo a través del lenguaje, entonces también puede ser un campo propicio para comprender las distintas caras de la justicia, la maldad o el carácter moral de la política diaria. Y no me parece absurdo pensar que -sin transformar en dogma ningún género literario- sea posible crear una crítica de las costumbres o una utopía moral que forme horizonte y permita saber en quién confiar dentro de las instituciones políticas.

P.D. Me he enterado hace unos días que la policía puede detener tu auto, catearte y tratarte como un sospechoso de robar autos. Carajo, pero si ellos son los principales sospechosos de la ciudadanía. ¿Cómo pueden determinar sus sospechas? ¿Están capacitados para hacerlo? Y la desconfianza continúa.

sábado, 13 de marzo de 2010

“Reinventarse es un ejercicio de libertad”

13/Marzo/2010
Suplemento Laberinto
José Luis Martínez

Jacobo Fitz-James Stuart creó Ediciones Siruela en 1982. Tenía 26 años y era —lo sigue siendo— un apasionado de las novelas artúricas, de la literatura olvidada de la Edad Media, que fue la base de su proyecto editorial. El éxito, lo dice él mismo, fue fulminante. En diciembre de 1985 publicó el primer número de El Paseante, una revista que durante trece años se dedicó a explorar con rigor las ideas estéticas de los ochenta y noventa. En 2004, en uno de los mejores momentos de su editorial, decidió venderla para irse a vivir al campo y continuar una de sus grandes pasiones: la lectura. Un año después, con su esposa Inka Martí, fundó una nueva empresa: Atalanta, que dirige desde su finca en Ampurdán, en la provincia de Gerona, cuya promoción determinó su reciente visita a México.

Conde de Siruela, de ahí su nombre de batalla, el editor habla con Laberinto sobre su experiencia en el mundo de los libros y de su relación con algunos de los más grandes escritores del siglo XX.

¿Cómo se inicia en la edición?

Soy autodidacta, aprendí en las imprentas, cometiendo errores. Habría sido magnífico tener un guía, un maestro, pero no lo tuve.

¿Qué es lo primero que hace como editor?

Un volumen de bibliofilia, de quinientos ejemplares. Era una novela artúrica con grabados de artista, un libro caro que ganó el premio al mejor editado del año en España. Fue una locura. Gracias al premio, se vendieron todos los ejemplares.

Yo tenía 26 años, durante dos o tres había estudiado literatura medieval y leído todas las obras que giran en torno a la vida de Arturo, el último mito creado en Occidente. Estaba fascinado y me pregunté: ¿Por qué a otras personas no les van a gustar estas historias? Por eso fundé Siruela y el éxito fue fulminante.

¿Qué significó para usted abandonar Siruela?

No fue fácil dejar a los autores. Por otro lado, reinventarse es un ejercicio de libertad y de vitalidad muy grande, uno rejuvenece. Ahora estoy haciendo lo mismo que hacía a los 28 o 30 años. Es un reto nuevo.

¿Cómo se define como editor?

Soy un artesano. La labor que realiza un editor es una especie de artesanía intelectual, paciente, con gran dedicación.

¿Sigue alguna rutina en su trabajo?

Leo muy temprano o por la tarde. Las mañanas se las dedico a la editorial; todos los problemas de Atalanta se resuelven por la mañana —al vivir en el campo, me he vuelto un poco gallina para armonizar con la naturaleza.

¿Qué opina de la relación entre autor, editor y crítico?

Históricamente, siempre ha sido una relación conflictiva. Es un conflicto necesario; si cada cual cumple su cometido, la cosa va bien. El autor debe de escribir y no promocionarse, para eso está el editor.

¿Qué piensa de la autoedición que se da en internet?

Por un lado están surgiendo cosas interesantes, pero por otro puras bobadas. Eso de hacer novelas por celular, me parece una majadería. En cuanto a la crítica, la agilidad y perspicacia de la que se realiza en los blogs me parece mayor que la de los suplementos culturales, que ciertamente es más reposada. El placer de la lectura, La tormenta en una vaso, Encuentro con los libros y En un bosque extranjero son blogs que tienen entre 20 o 25 mil usuarios amantes de la literatura; en ellos se hace una crítica todos los días que no está nada mal. Cuando los suplementos culturales están en la cuerda floja, los blogs están cumpliendo una labor importante en cuanto a la crítica; yo soy partidario de ellos.

En sus entrevistas usted se ha referido con frecuencia a la imaginación y a la memoria…

En Atalanta he querido desarrollar tres ideas: la brevedad, la imaginación y la memoria. ¿Por qué la memoria? Porque el ejercicio de la memoria es necesario. La actualidad, debido sobre todo a los medios de comunicación, está absorbiendo todas las categorías de la cultura: hoy en día la cultura tiene que ser noticia y los lectores, en general, no van más allá de los siglos XIX y XX, cuando la literatura es una.

Para el buen lector toda la literatura es contemporánea. Eso sí: hay que saber elegir, no se pueden seleccionar reliquias, obras para exponer en los museos, sino símbolos vivos de diferentes épocas, que tengan actualidad. Como la mitología griega, los presocráticos, el I Ching o una novela como La historia de Genji, de Murasaki Shikibu, la más antigua escrita por una mujer. En la época en que fue escrita, a las mujeres se les negaba el acceso a la cultura; debido a esa prohibición, ella escribió una novela de mil páginas para sesenta personas de su corte.

Otro campo que me interesa explorar es el de la imaginación. Siempre he estado interesado en la imaginación, empecé haciendo literatura artúrica y ahora soy también un especialista en literatura fantástica. En Siruela publiqué La biblioteca de Babel, una colección de 33 títulos dirigida por Jorge Luis Borges, y muchos libros más del género fantástico en la serie El ojo sin párpado.

En Atalanta he querido llevar la imaginación a un terreno más extremo, más filosófico, más experimental. Como sucede con los libros El fuego secreto de los filósofos y Realidad daimónica, en los que Patrick Harpur nos hace ver que la realidad, vista a través de la imaginación, está mediatizada. Si una persona se enamora, es su imaginación la que proyecta a la persona amada y la trasforma. La realidad no es literal, es un proceso que se elabora en la mente. Es por eso que la imaginación lo envuelve todo.

¿El editor es un historiador de la imaginación?

De alguna manera. El proyecto de Atalanta en sus tres colecciones: Ars Brevis, Memoria Mundi e Imaginatio Vera, es lo que pretende: una historia de la imaginación. En ellas tendrás la mitología de la India, de Egipto, de Grecia. Libros como Armonía de las esferas, donde Joscelyn Godwin reúne textos de Platón, Plinio el Viejo, Ptolomeo, Pico della Mirandola y muchos otros autores. O bien las Tres novelas en imágenes de Marx Ernst (La mujer de cien cabezas, 1929; Sueño de una niña que quiso entrar en el Carmelo, 1930; y Una semana de bondad, 1934) que son obras fundamentales del surrealismo, con imágenes potentes, profundas.

Usted ha dicho que la belleza es lo más difícil y lo más democrático. ¿Cómo explica esta paradoja?

La estética no me interesa, porque puede ser instantánea o artificial, pero la belleza —ese invento de los griegos— la entiende un niño, una persona muy simple y una persona muy cultivada. La belleza tiene una especie de inmanencia. Todo mundo la percibe. La estética es una reproducción artificial y cultural de la belleza, en cambio, la belleza en sí es un misterio…

Usted ha tenido relación con tres escritores preocupados por la imaginación y la memoria: Borges, Calvino y Cioran…

Cuando tenía 27 años monté un curso de literatura fantástica en la Universidad Menéndez Pelayo de Sevilla. Con esa temeridad de la juventud, llamé a Borges y me dijo que aceptaba participar; llamé a Calvino y también me dijo que sí. La verdad es que con ellos logré un curso fabuloso.

Me gustaba visitar a Cioran en su casa en París; no era su editor, pero me gustaba verlo. Yo era muy joven y él me aceptaba. Luego lo publiqué en El Paseante, una revista muy interesante en la que no tenía cortapisas con los derechos: podía publicar a quien me diera la gana, si autor accedía a ello. El primer texto de Olivers Sacks que salió en España su publicó en El Paseante.

¿Qué recuerda de Borges?

Era una persona con un sentido del humor a flor de piel. Es curioso: era una persona muy sencilla, nada pretenciosa. Lo mismo que Calvino. ¡Cuanto más importantes son las personas más sencillas se vuelven!, aunque, claro, hay de todo. La vanidad es algo consustancial al arte; incluso me atrevería a decir que una diva de la ópera, si no es vanidosa me produciría sospecha.

¿De qué hablaba con Calvino?

Calvino era una persona de una sensibilidad extraordinaria, era tímido. Cuando hablaba le costaba mucho precisar su pensamiento, quizá por eso escribía: para precisar sus ideas. Era un hombre bastante hermético, cuando yo le conocí no hablaba y yo estaba horrorizado, lo conocí más manteniendo la amistad con Chichita —su mujer—. Cuando Calvino conoció a Borges tampoco habló…

¿Y Cioran?

Era un hombre con un enorme sentido del humor, nos la pasábamos muy bien. Yo creo que la gente trágica es humorista. Por ejemplo, Kafka se reía muchísimo con Max Brod cuando contaba sus cuentos. Cioran lo mismo: era un hombre que se reía mucho. Si bien el humorista tiene un fondo trágico, el trágico sin humor no viviría más de un mes.


Linchemos a Gabriel Orozco

13-03-2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Gabriel Orozco, primer artista mexicano global y odiado en México, el país del pedo atorado.

Después de su exposición de media carrera en el MoMA de Nueva York, el antiorozquismo arreció. Si hacemos caso a la crítica reciente resulta que Orozco es el gran problema del arte nacional y su retrospectiva, sepelio.

A Orozco aquí se le tilda de falso profeta, mercadadaísta, vendido a Televisa, conceptualista sin ideas, en suma, momada.

¿Qué hay detrás de este repudio? Una idea romántica del arte, en donde la obra es tomada como reflejo del ser moral del artista. Y que en México la crítica es católica: condena o canoniza.

El no-es-para-tantismo mexicano busca “desenmascarar”. En este caso, denunciar los “engaños” de Orozco.

Todo mexicano que tiene éxito en el extranjero se vuelve impuro. Como María Sabina y Frida Kahlo, una vez queridas por Los Otros fueron hechas las peores pirujas.

“Todo mexicano que tenga relaciones extranjeras es un traidor”, reza la malinchefobia.

Sentimos la necesidad de desprestigiar el éxito paisano y convencer al mundo de que, en realidad, no vale nada.

“Extranjeros, entiendan, ¡Orozco es una mierda!”

Lo que sucede en torno a Orozco poco tiene que ver con su calidad artística. Se trata de un síndrome nacional: linchar a la pinche Malinche.

El otro típico argumento anti-orozquiano es que su obra es una serie de ocurrencias —tapa de yogurt o ballena colgante—, ocultando así que sus obras son jugadas dentro de un contexto complejo.

Otro cliché indica que nada puede causar escándalo en el arte internacional y quienes lo dicen, sin embargo, se escandalizan por la desvergüenza de Orozco.

Se le acusa de farsante o mercachifle. No se critica su técnica sino su perdición moral: Orozco, el Facilote.

Junto al ninguneo compatriota, crece la antipatía foránea: ha dejado de ser un mexicano periférico para ser central.

El diario New York Times malencaró su retrospectiva porque ya no es Zorro, el underdog romantizable. He’s not what he used to be, the nice Mexican on the left corner. Deborah Sontag quisiera que Orozco fuese aún el jovenzuelo outsider brincando entre charcos, naranjas y palomas. Como artista internacional protagónico ya no le gusta tanto. Lo prefiere chamaquito.

Podríamos celebrar a un mexicano que es tan inteligente que hizo de una caja de zapatos vacía una obra emblemática de las últimas décadas, pero mejor le encontramos toda clase de peros, Nosotros, Los Buenos.

Propongo, pues, que linchemos a Gabriel Orozco.

O, al menos, le cortemos los huevos.

Así quedaremos contentos los puros Puros, los Verdaderos Mexicanos, los Ignorados, los Sin-éxito, nosotros, la visión de los vencidos invendibles, porque, como sabemos, no estar de moda es la única prueba concreta de la existencia de los mexicanos.


lunes, 8 de marzo de 2010

Médicos sin fronteras

08 de marzo de 2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

Cuando me deprimo me tiro en la cama y veo televisión. Y entonces me doy cuenta de que toda depresión está justificada. Me imagino que cuando me acose la primera enfermedad importante no sabré qué hacer, acaso esperar que todo termine lo antes posible sin molestar a nadie. No es pesimismo, sino pudor. La semana pasada estuve muchas horas frente al televisor cambiando de un canal a otro sin reaccionar a casi nada de lo que pasaba ante mis ojos. Y no obstante mi abulia me di cuenta de que casi toda la publicidad de la que fui testigo tenía que ver con la venta de medicamentos. Durante horas un ejército de adustos doctores colmó la pantalla hasta convertirse en una desesperante alucinación (curaban desde un cáncer hasta las almorranas).

Cuando afirmo que los médicos tendrían que considerar tu cuerpo como una excepción y no como un caso más de la comunidad, es porque antes de curar lo primero que se debe hacer es conocer lo que va a ser curado. En cambio, lo que promueven estos personajes de bata blanca es que para curar se debe eliminar a las personas, es decir, “se puede curar sin mirar el rostro de los enfermos”. Aprovechándose de que los espectadores forman parte de un pueblo desprovisto de una educación básica suficiente y además son víctimas de un sistema de salud deteriorado y secuestrado por la burocracia, los laboratorios venden ilusiones y obtienen ganancias siderales y mal habidas.

No se ha progresado nada en los aspectos más importantes de la salud pública. Ha escrito H. G. Gadamer que un médico -si lo quiere ser en verdad- necesita ofrecer confianza a su paciente y al mismo tiempo limitar su poder como profesional. Tiene que evitar que el enfermo dependa de él, y sólo “obtendrá la perfección como médico cuando se repliegue sobre sí mismo y deje a los demás en libertad”. Ser libre ante un médico no significa desterrarlo de nuestra vida, sino demandar su complicidad y construir entre ambos el diagnóstico y los posibles caminos hacia la solución.

La escandalosa y efímera preocupación reciente por la obesidad y mala alimentación de los mexicanos es para mover a risa. Como si los obesos hubieran aparecido de la noche a la mañana y no fueran consecuencia de una degradación paulatina de los hábitos alimenticios de la población. Y todos esos médicos virtuales que sostenidos en su autoridad nos venden chucherías medicinales por televisión, son la más merecida contraparte de una sociedad que desconoce el significado de cuidarse a sí misma. El conocimiento de uno mismo pasa por las raíces de la educación pública en cuanto es necesario ofrecer no sólo un buen sistema de salud nacional, sino armas a las personas para que puedan defenderse de esta obscena andanada de mercaderes con bata blanca. En su libro Una receta para no morir, Arnoldo Kraus escribe: “Volvería a ser médico porque en muchas ocasiones los doctores pueden ser tan ‘buenos’ -me refiero a la bondad del corazón y no a la inteligencia-, como son los magos para los niños”.

Las palabras del doctor Kraus son esclarecedoras porque pese a lo que nosotros podamos saber acerca de nuestro propio cuerpo o de nuestra salud la cura siempre nos parecerá un milagro. Y un agradecimiento íntimo, sumado a la sorpresa de una súbita salud nos convierten en niños nuevamente. Volvemos a nacer. ¿Pero qué sucede cuando la relación entre un paciente real (es decir alguien que piensa por sí mismo y a quien no se puede engañar fácilmente) y un médico se erradica y se traslada a un espacio virtual donde lo único que importa es que el paciente carezca de rostro y que el galeno de carne y hueso sea sustituido por emporios, laboratorios y comerciantes que ofrecen sanidad al momento y al menor costo? Entonces el médico deja de ser un mago, para transformarse en un embaucador.

Comencé este artículo (o como quieran llamarle) diciendo que el día que me enferme seriamente seré pudoroso y no molestaré a nadie. No iré a los grandes Centros Comerciales de la salud privada porque allí si no tienes tarjeta dorada te dejan morir en la calle. Tampoco iré a las clínicas populares porque no me gusta que me traten como a una mosca. ¿Entonces? Me quedaré tranquilo en casa y a la espera de que un milagro suceda.


sábado, 6 de marzo de 2010

¡Qué hueva ser intelectual!

06-03-2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

La muerte de Carlos Montemayor exige meditar la literatura mexicana que, aparentemente, sigue respirando.

Montemayor era atípico. Del norte y, sin embargo, su obra no podría etiquetarse “norteña”. Su órbita fue más amplia.

Noveló, versificó y labró cuentos. Tradujo del griego, latín, maya y portugués, y elaboró estudios de etnopoética mexicana, además de indagar la guerrilla. Era un escritor-investigador, un creador-crítico, la única forma admisible de hacer literatura hoy.

En México, mientras los debates sobre la literatura comprometida seguían con Sartre como sastre y lastre, Montemayor era un escritor que no buscaba excusas para no comprometerse. Tenía la elegancia de escribir con miras a un mundo con mayor justicia, propósito final —como ya dijo Horkheimer— de toda teoría crítica.

¿Qué pasa en la literatura mexicana? Después del 68 se dio por vencida.

Sólo hay algo peor que una literatura izquierdista: una literatura sin izquierda. Los marxistas mexicanos, paulatinamente, se derechizaron o se desencantaron. Sin la URSS, se sintieron solitos. Y las generaciones que siguieron fueron descerebradas por la Virgen de Guadalumpen mezclada con Lady Gaga.

Temerosos de ser impopulares les dio hueva ser intelectuales. Unos, hundidos en el formalismo hueco (los farabeufes que siguen sin enterarse que las mejores ideas de Elizondo son de Bataille); otros, en la contracultura pachorra.

Y unos y otros, ¡nihilistas!, como perfectos posmodernosaurios, que, para colmo, no saben siquiera que lo son, porque las últimas generaciones, como son conservadoras de ideas y energía, le hacen fuchi a la teoría. (“Eso es académico”, dicen para excusar la analfabestialidad).

La despolitización del discurso literario nacional es prueba de su depre.

La mayoría de los escritores y artistas nacionales dicen no creer en nada: los partidos les rompieron su corazoncito.

Si bien los intelectuales históricamente han querido contraponerse a la sociedad a la que pertenecen, en México, en cambio, la cultura se las arregló para que intelectuales y teenagers tengan las mismas posturas ante la vida.

(Quizá se debe a que todos tenemos el mismo salario).

Un país desanimado y cínico con intelectuales desanimados y cínicos: combinación letal.

Montemayor ya murió. No debemos sentir nostalgia. La nostalgia es reaccionaria.

¿Cuál es la solución para la literatura nacional?

Los actuales intelectuales no necesitan editoriales, reseñas, becas, fama o drogas, sino lectores, terapia, salarios reales, sexo y posgrados.

Si alguien no está de acuerdo, ¿podría decirme el nombre de un solo escritor mexicano que no sea un guango?

O, para decirlo más claro, ¿alguien podría decir el nombre de un escritor mexicano que esté VIVO?

La industria del deseo

06-03-2010
Suplemento Laberinto
Enrique Serna

Desde el punto de vista del hedonismo ateo, el deseo satisfecho es un bien, pero el deseo frustrado es un mal que puede tener consecuencias funestas desde la amargura hasta los arrebatos de violencia. Todos los días estamos expuestos a un bombardeo de tentaciones que serían estimulantes y gozosas si el público a quien van dirigidas las hubiera imaginado por sí mismo y pudiera sucumbir a ellas. El problema es que la industria del deseo no excita sino embota la fantasía del espectador involuntariamente sometido al diluvio de imágenes lúbricas. La sobreoferta de tentaciones nulifica su poder perturbador, de manera que si el demonio quisiera pervertir a los santos de la actualidad (anticipándose al rector pederasta del seminario) ya no podría recurrir a las imágenes lascivas, que ahora son un componente inocuo del paisaje urbano. El periférico está lleno de espectaculares con modelos semidesnudas, a cualquier hora podemos ver en internet mujeres que se masturban frente a una webcam, los cuerpos perfectos exhibidos en las portadas de las revistas compiten por llamar la atención de los peatones que pasan frente a los kioscos, pero toda la energía libidinal fabricada en serie difícilmente puede traducirse en felicidad o satisfacción. Mucha gente ya ni siquiera puede distinguir sus deseos genuinos de los deseos inducidos por la avalancha de provocaciones mediáticas. Infinidad de mujeres deforman su rostro y su cuerpo con tal de tener nariz respingada, nalgas equinas y senos neumáticos, aunque parezcan travestis, para ceñirse al modelo canónico de belleza que sus galanes autómatas les exigen como requisito para excitarse. Por este camino podemos llegar muy pronto a uniformar el anhelo de posesión que mejor debería expresar nuestra sensibilidad individual.

En El alma del hombre bajo el socialismo, Oscar Wilde hizo una apología del pecado que no ha perdido vigencia: “Lo que se llama pecado es un elemento básico del progreso —escribió—. Si nadie pecara, el mundo envejecería y perdería su color. Con su curiosidad, el pecado enriquece las experiencias de la raza humana. Gracias a su intenso individualismo nos salva de la monotonía del tipo. Al rechazar las normas corrientes de moralidad instaura una ética superior. El pecado es más útil a la sociedad que la continencia, porque no reprime al ser: lo expresa. Cuando llegue el día de la verdadera cultura, pecar será imposible, porque el alma convertirá lo que para el común de la gente sería innoble y vergonzoso en la materia prima de una experiencia más rica, de una sensibilidad más fina y de un nuevo modo de pensar. ¿Esto es peligroso? Claro que sí, todas las ideas lo son”.

La profecía de Wilde se ha cumplido a medias, pues el ideal de vida de la sociedad moderna es gozar el cuerpo con una curiosidad traviesa y abierta a la experimentación. Pero la mercadotecnia siempre ha tenido presente esa búsqueda de sensaciones intensas al diseñar sus estrategias de persuasión masiva. Los dueños del capital se han montado en el carro del liberalismo hedonista para utilizar en su provecho el ansia de placeres. Lo que ningún publicista proporciona son los medios para satisfacer los deseos inoculados a la masa inerme y embrutecida, pues su tarea es torturar al público ofreciéndole goces inalcanzables. La tentación más dañina no es la que induce a pecar, sino la que frustra irresponsablemente al espectador excitado. A semejanza de las mujeres coquetas y crueles que llegan a las citas de amor ligeras de ropa, bailan con voluptuosidad en la discoteca y se permiten algunos escarceos en el coche, pero a la hora de la verdad dejan con las ganas a sus galanes, las grandes corporaciones utilizan la promesa del frenesí para vendernos coches, cremas y baratijas. Sus dueños practican a escala industrial el ruin oficio de las mujeres que los españoles llaman “calientapollas”.

La moral judeocristiana condena esta permanente incitación al libertinaje en nombre de la decencia y la fidelidad, pero la verdad es que la mercantilización del deseo perjudica, sobre todo, a los libertinos, puesto que les impone pautas y cartabones para pecar. La gente que sólo aspira a repetir situaciones lúbricas copiadas de un comercial o de una película porno nunca podrá expresarse por medio de sus pecados, como quería Wilde, porque la verdadera manifestación del ser consiste en realizar las propias fantasías, o en cometer trasgresiones nacidas de una necesidad íntima. Sólo hay un camino para “salvarnos de la monotonía del tipo” en materia de tentaciones: identificar si el deseo que nos asalta viene de una fuente interna y por lo tanto intensifica el individualismo, o nos ha sido endilgado por un publicista calientapollas. No se trata de una tarea banal, pues de ella puede depender la felicidad. Schopenhauer, un filósofo que negaba la existencia del alma, y por lo tanto cifraba en el bienestar del cuerpo las escasas posibilidades de ser feliz en la tierra, definió la felicidad como “el tránsito rápido del deseo a la satisfacción”. Ese tránsito no sólo es lento, sino eterno, cuando la libido vuela con alas prestadas, y se adhiere a una fantasía colectiva de origen espurio. Pero ese mismo tránsito puede ser rápido, y una fuente probable de felicidad, cuando un objeto de deseo cercano y concreto nos cautiva con un gesto, una mirada o una inflexión de voz. Quienes han difundido hasta el hartazgo la figura emblemática de la mujer desnuda enroscada en un tubo, o del striper metrosexual con la tanga a medio bajar, nunca podrán falsificar los estímulos sutiles y sorpresivos de los que brota la excitación natural.

Existe un mecanismo perverso para compensar frustraciones, que explica buena parte de las patologías sociales contemporáneas: los insatisfacción sexual crónica exacerba la proclividad a los atracones de comida, a los berrinches violentos, a la acumulación de riquezas, o a la avidez de poder, es decir, atiza los deseos que Epicuro juzgaba innecesarios y antinaturales. Un deseo frustrado aviva otros deseos, pero se trata de una sustitución fallida, porque el deseo original nos sigue aguijoneando hasta volverse un tumor maligno. Ortega y Gasset expresó esta idea maravillosamente en La rebelión de las masas: “Podemos desertar de nuestro destino más auténtico, pero sólo para caer en los pisos inferiores de nuestro destino”. Los pisos inferiores del deseo están habitados por gente que en algún momento renunció a sus verdaderos impulsos y comenzó a desear en vano los fastos de la carne que le prometían las pantallas de video. Pero esa renuncia sólo puede traer frustración y dolor, un dolor helado que ni siquiera encuentra el alivio de la catarsis. La contrapartida de la utopía wildeana en el mundo contemporáneo es la proliferación de pecadores autistas excluidos del placer. Comparadas con el suplicio de un adicto al cibersexo, las penitencias y las mortificaciones de los viejos anacoretas deben haber sido miel sobre hojuelas.

lunes, 1 de marzo de 2010

Vasco

01-03-2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

Uno no puede hablar mal de un país. Eso es imposible. Para empezar ¿qué quiere uno decir cuando se refiere a el país? Elías Canetti escribió que un país es una biblioteca, es decir el conjunto de libros que uno ha leído o que guarda en un estante (o en el disco duro), aunque también podría decirse que un país es la lengua en que uno se expresa o el conjunto de alimentos que se tienen dentro del refrigerador. Yo abro mi refrigerador y digo “esta es mi patria”. No es una mala idea, por cierto. “Donde está la tumba de un serbio, allí está Serbia”. Este es un decir tradicional en el país balcánico que antes se llamaba Yugoslavia. Un país que ahora es otro país. De la misma manera yo podría decir “en el lugar donde mis padres han sido enterrados, allí está México”. ¿Y qué tal si los hubiera incinerado? ¿Dónde carajos estaría mi patria entonces? Un problema grave, sin duda.

Les cuento: cuando me fui a vivir un año a Berlín, el embajador de Alemania en México me invitó a conocerlo. Yo recuerdo a un hombre sonrojado y gentil que me tendió la mano e intentó decirme en un castellano rudimentario que sería bien recibido en su patria. Charlamos un buen rato y le comenté que haría lo posible por hacerme acreedor a tan buen recibimiento. Por el contrario, cuando estuve en Berlín ninguna persona de la embajada mexicana me hizo sentirme bien recibido (simplemente nunca existí para ellos). No lo necesitaba y además sabía que ellos no representaban a un país, sino a un gobierno al que yo me dediqué a criticar duramente, incluso en publicaciones tan importantes como el Süddeutsche Zeitung. ¿Criticar a un conjunto de malos administradores es llevar a cabo un atentado contra la patria?

Estando en Montpellier durante una charla de literatura comenté acerca de la terrible plaga política de la que éramos objeto las personas en América Latina. Al fin de la conversación, una argentina me aconsejó no hablar mal de mi país porque eso afectaría la imagen que acerca de los latinoamericanos tenían los franceses que me escuchaban. Y vuelvo a preguntarme si el origen de la libertad política no consiste justamente en dar las opiniones que le vengan a uno en gana. Los países no existen, sino como convenciones o abstracciones que unos cuantos usan para acusar a otros de no creer en ellas y someterlos a su juicio. Qué ingenuidad, me dirán, pensar de este modo cuando es obvio que existen límites territoriales, una historia, una bandera, una selección de futbol y el mole. Eso no se pone en duda como tampoco que un paisaje o una laguna se vuelvan horizonte, casa, esfera que nos contiene, nos resguarda o nos da vida. Y, sin embargo, no es del país de lo que se “habla” bien o mal, sino de la experiencia que uno tiene cuando a lo largo de su breve vida es amenazado, robado o sometido a una constante tensión.

Mis críticas hacia los gobernantes no se refieren precisamente a un país, aunque sí a una entidad más sencilla: a un conjunto de administradores que no realizan bien sus labores. Si yo dijera “México está jodido”, no me estaría refiriendo a lo que sucede una tarde en cierto merendero de una ciudad poblana, sino estaría llevando a cabo un reclamo a los encargados de impartir justicia y de hacer de ese “país” un lugar habitable o cómodo para vivir. Hace poco más de un año, estando en París, varias personas me preguntaron, durante una conferencia, qué pensaba acerca del caso de Florence Cassez. Yo respondí que si bien no podría afirmar o negar con certeza la inocencia de esta mujer, lo que me parece evidente es que la justicia mexicana no es en absoluto confiable y por lo tanto cualquier suposición acerca de la inocencia de Cassez tendría que ser tomada en cuenta. Como no estoy al tanto de los pormenores del asunto no puedo defenderla ni acusarla, pero conozco perfectamente el rudimentario mecanismo de la justicia en México y en consecuencia poseo todo el derecho de poner en duda una buena parte de sus procedimientos. ¿Esto fue hablar mal de México? Claro que no y quien piense lo contrario es un ingenuo o uno que esconde más de un pecado. Una persona tiene todo el derecho de hablar de su experiencia y criticar lo que desde su punto de vista no le convence (no importa si es entrenador de futbol o vende quesadillas). Es ésta la única manera de progresar y no importa qué tan fundamentada o no sea su crítica, mientras sea honrada será bien recibida.