domingo, 22 de noviembre de 2015

Mucho más que desiertos y fronteras: Eduardo Antonio Parra

22/Noviembre/2015
Confabulario
Vicente Alfonso

Una pequeña muestra de una tradición amplia. Así, con apenas siete palabras, describe Eduardo Antonio Parra el volumen Norte. Una antología, compilación que reúne relatos de cuarenta y nueve autores del norte del país, y que incluye tanto a escritores consagrados como a narradores de generaciones muy recientes. Él mismo aclara por qué la brevedad de su definición: “Quienes crecimos en el norte no nos tardamos demasiado tiempo describiendo, ni nos fijamos en preciosismos. El norte es un ámbito muy simple, desnudo: las cosas están para servir, no para adornar… y creo que en el lenguaje se puede ver eso”.

Corre el tercer jueves de octubre. En la capital, en la calle de Mérida de la colonia Roma, un puñado de lectores y escritores se ha dado cita a las siete y media de la tarde para brindar por este libro publicado por Ediciones Era en coedición con el Fondo Editorial de Nuevo León y la Universidad Autónoma de Sinaloa. En el patio, los chirrines desempolvan el acordeón y el bajosexto. Suenan “Flor de Capomo” y “El corrido del viejo Paulino”. A falta de sotol circulan cervezas, y más de un asistente ha llegado pensando que en lugar de bocadillos encontrará platos de aguachile, cabrito y lonches de adobada.

Hasta aquí el lugar común. Ese que, como bien señala Eduardo Antonio Parra en el prólogo a esta antología, ha instalado al norte “como un imaginario que se desenvuelve en líneas fronterizas, desiertos, cadenas de montañas, planicies, riberas y urbes populosas”.

Una vez más: hasta aquí el lugar común, porque una de las conclusiones de esa noche, si las hubo, es que resulta imposible hablar de un solo norte: es norte la población de La Rosilla, Durango, donde no es raro que en invierno el termómetro descienda a veinte grados bajo cero. Y también es norte el desierto de Altar, en Sonora, donde en verano la temperatura rebasa los cuarenta y cinco grados. Es norte Los Mochis, Sinaloa, fundada en 1872 por socialistas utópicos, y también es norte el casino de Agua Caliente, abierto en 1927 para que los gringos pudieran apostar y beber en Tijuana cuando no podían hacerlo en su país.

“El norte no es sólo desiertos, líneas fronterizas o planicies interminables: es muchísimas cosas más”, afirma Parra, quien desde que comenzó a darle forma a este proyecto sabía que, para que el libro quedara completo, tales diferencias debían verse reflejadas: “era importante insistir en las distinciones regionales. Allá se desarrolla una vida cultural tan compleja como la de cualquier parte del mundo. Cada región tiene características propias que son muy claras, y que dejan una marca indeleble en quien se cría allá, en quien respira ese aire y en quien vive esa tierra”.

Y lo deja claro: si bien es verdad que en algunos de los cuentos hay trocas y botas viboreras (por ejemplo “Cualquier altibajo” de Daniel Sada), la antología incluye muchos otros relatos que, sin dejar el terruño, prefieren hablar de extraterrestres (“El hombrecito del plato”, de Alfonso Reyes), de fantasmas (“Los miedos” de Ignacio Solares) o de aparecidos (“Los relámpagos” de Luis Jorge Boone). Hay otros que dialogan de tú a tú con obras del boom latinoamericano (“En este pueblo no hay cabrones”, de Juan José Rodríguez), con la llamada literatura detectivesca (“El caso de Marlene Stamos” de Élmer Mendoza y el ya mencionado de J.J. Rodríguez) e incluso con las tradiciones bíblicas (“Señor de Señores”, de Miguel Tapia).

Además de reflejar la diversidad del habla y las costumbres norteñas, este libro de 329 páginas fue armado a partir de un criterio inicial: buscar textos para lectores que tuvieran alrededor de 15 años, dos tres años para abajo, dos tres años para arriba: “Busqué textos que les resultaran atractivos, invitantes hacia el resto de la narrativa norteña, mexicana o universal. Quería un libro que se repartiera en bibliotecas escolares de secundaria y sobre todo de prepa. Por eso de muchos autores no están sus cuentos más emblemáticos, sino los que más se enfocan en este tipo de lector”.

No obstante, cuando la antología comenzaba a tomar forma, los editores observaron que resultaba adecuada para todas las edades: “A partir de ese momento mi intención principal fue crear un libro cuya lectura fuera disfrutable por cualquier lector. Un libro de esos que emocionan, que se pueden quedar un muy buen rato en la cabecera de tu cama y de que fuera el punto de partida para que el lector buscara más de los autores incluidos. Quería un libro gancho”.

Un árbol genealógico

Otro de los propósitos de Norte. Una antología es desmentir la idea, repetida por muchos, de que la narrativa del norte es un suceso reciente que aparece ligado a fenómenos como la violencia y el narcotráfico. En palabras del compilador “la narrativa norteña forma parte de una tradición sustentada en una genealogía de autores que, por lo menos desde los albores del siglo XX, reflejan en sus relatos no sólo las obsesiones literarias personales, sino también las características de su ser norteño”.

El cuentista y novelista va más lejos: menciona que la lista de fundadores de esta estirpe del norte coincide en varios nombres con la de los fundadores de nuestra literatura nacional, y menciona a tres miembros del Ateneo de la Juventud: Martín Luis Guzmán, Alfonso Reyes y Julio Torri: “Desde un punto de vista nacional no se les percibe como autores norteños, sino como las piedras fundamentales de nuestra literatura contemporánea. Pero nosotros sí podemos decir que son nuestros. Nosotros leíamos de todo, pero los leíamos con más atención a ellos porque venían del mismo lugar que nosotros, y hablaban con el mismo lenguaje y las mismas referencias”.

Desde los primeros relatos, la antología refleja la diversidad de temas y tratamientos que ya exhibía la literatura norteña de esa época, pues si bien es cierto que Martín Luis Guzmán y Rafael F. Muñoz hablan de pasajes de la vida revolucionaria, en “El hombrecito del plato” Alfonso Reyes narra un encuentro imaginario con un alienígena que visita nuestro planeta y elige su jardín para aterrizar. Habrá por supuesto muchos lectores que se pregunten cómo refleja ese relato la norteñidad de Reyes. Entre otros rasgos, Parra destaca el que mencionó al inicio de esta charla: el lenguaje directo. “El norteño tiene fama de práctico y eso se ve clarísimo en el uso del lenguaje. Nosotros somos mucho más directos, bastante parcos para decir muchas cosas y esa parquedad nos hace buscar un poco más la palabra precisa, tanto en el habla como en la escritura. Reyes fue uno de los grandes maestros de todo el norte. En Monterrey decíamos que todo el mundo hablaba de Reyes y nadie lo leía, pero no era cierto: sí hay libros de Reyes que circulan en todo el norte. Leer a Reyes es aprender a usar el lenguaje con la precisión justa, sin palabras de más”.

Desterrados en la capital

Hay palabras que solas no quieren decir nada, que necesitan de otras para cobrar significado. Norte es una de ellas, pues habitar al norte de un punto es vivir al sur de otro. Así, al diálogo entre los distintos nortes se añade una relación con el centro del país que no siempre es sencilla. Este vínculo se refleja en varios de los cuentos incluidos en la muestra: el protagonista de “Los miedos”, de Ignacio Solares, es un fuereño de visita en el DF cuya reticencia frente a los capitalinos se traduce en un temor irracional a los temblores. También vemos esa tensión frente a la capital narrada en clave de farsa en “Un poeta local”, de David Toscana: un escritor llamado Hildebrando debe salir de su pueblo para darse cuenta de que la retórica que allí emplean para escribir es caduca.

Eduardo Antonio Parra aprovecha para recordar que, durante muchas décadas, los escritores que deseaban trascender debían mudarse obligadamente a la capital. Casi todos los fundadores “emigraron de su región de origen a la capital del país o a alguna de las urbes mayores con el fin de estar cerca de los núcleos culturales, de los periódicos, de las revistas literarias, de las editoriales”, precisa en el prólogo. Vivir en el norte era vivir en las orillas, lejos del centro: “vivo en un pueblo donde además de los huracanes y los circos no sucede nada nuevo. Ni siquiera las elecciones provocan escándalo. Mis padres dicen que en su juventud era aún más aburrido”, dice el protagonista del cuento de Juan José Rodríguez.

Otros textos, por su parte, evidencian la influencia que la cercanía de los Estados Unidos ejerce sobre los habitantes de los estados fronterizos. Es el caso de “Tijuanenses” de Federico Campbell, “Familia americana” de Cristina Rascón Castro, “Lucio en el cielo sin flash” de Liliana v. Blum y “Jefe de Jefes” de Luis Felipe Lomelí, entre otros.

Esta condición marginal ha sido clave en la formación literaria de generaciones completas, incluida la del propio Parra: “desde el principio mis temas fueron norteños, de Monterrey y fronterizos específicamente. Había una conciencia clara de que era, como mis colegas, un escritor marginal, provinciano, con una cultura y con lecturas distintas de las de los escritores del centro: estábamos atrasados en cuestión de novedades, escaseaban las librerías”.

Como una novela colectiva

Hay otro sentido en el que la aparición de Norte. Una antología va a contracorriente, y es que apuesta por el cuento, un género poco considerado por las editoriales. Al respecto el libro es también un mosaico de estilos: “Tratamos de demostrar que en el norte se escribe sobre cualquier tema. Quisimos incluir todo tipo de estilos y todo tipo de direcciones narrativas. Aunque no soy un adorador de la minificción, el brevísimo relato de Dulce María González que viene en la antología me encanta. A medida que avanzas en la lectura ves cómo se va filtrando el pensamiento norteño, porque insisto: si no se trata de un pensamiento radicalmente diferente, al menos podemos hablar de diferencias respecto al resto del país”.

Y si bien una de las ventajas de cualquier antología es que los trabajos pueden leerse en cualquier orden, la lectura secuencial del volumen revela relaciones subterráneas entre los cuentos, a tal grado que no es descabellado leerlo como una suerte de novela colectiva: “Hay un hilo conductor que fue más o menos saliendo. Por ejemplo, cuando pensamos en Martín Luis Guzmán era obvio que el relato incluido tenía que ser ‘La fiesta de las balas’, mientras que en el caso de Rafael F. Muñoz había otros textos que me gustaban, pero me decidí por ‘Oro, caballo y hombre’ porque es una respuesta al cuento de Martín Luis Guzmán, o en todo caso al karma que se ganó el comandante villista Rodolfo Fierro, a quien apodaban El Carnicero. También traté de combinar los cuentos que ocurren el campo, en el desierto, en la montaña con los cuentos que ocurren en las ciudades. El norte es eso también: urbes grandes, bastante desarrolladas, bastante americanizadas. Un diálogo entre lo rural y lo urbano, entre lo antiguo y lo viejo, entre los autores y sus textos”.

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