domingo, 25 de octubre de 2015

Héctor Manjarrez: “He seguido una fórmula a la que llamo la falsa autobiografía sincera”

24/Octubre/2015
Laberinto
Silvia Herrera

La contracultura forma parte de la obra de Héctor Manjarrez (Ciudad de México, 28 de octubre de 1945), pero no tanto como para considerarlo un escritor de la Onda como lo quería José Joaquín Blanco. Y si no fue ondero a la manera mexicana, se debió a que básicamente se formó en Europa. Belgrado, París, Londres, son sus ciudades de aquel continente. El amor, el arte, la política ocupan un sitio importante en su escritura. Al menos tres de sus libros han enriquecido nuestras letras: No todos los hombres son románticos(cuento, 1983), con el que obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia, La maldita pintura (novela, 2004) y París desaparece (novela, 2014). También ha escrito poesía —El golpe avisa(1977) y Canciones para los que se han separado (1985)— y ensayo —El camino de los sentimientos (1990)—. Ha sido traductor (Siete manifiestos dada, de Tristan Tzara, 1972, yLlámenme Ismael, de Charles Olson, 1977) e incluso se ha involucrado en la lexicografía con el curioso Útil y muy ameno vocabulario para entender a los mexicanos (2011). En esta conversación hace un recuento de su producción narrativa y recuerda una faceta poco conocida de su trayectoria como hacedor de suplementos.

Acto propiciatorio (1970) y Lapsus (1971), tus primeros ejercicios creativos, se ubican en una zona experimental. En el primero priva la imaginación sobre la realidad, pero siento que en ambos hay una relación especial con el idioma.
Yo salí de México a los 17 años y me fui a Europa. Y como a esa edad mi padre me dijo “intenta durante un año ser escritor y luego ya veremos si lo eres o no”, en Acto propiciatorio tenía prisa por demostrar y demostrarme que había nacido para escritor, pero no podía escribir sobre la familia, que era el único material que tenía. Tampoco podía escribir sobre mis experiencias en los países donde viví precariamente. Lo que me sirvió fueron estos personajes un poco mitológicos —el chavo que sale de la pantalla de la tele, el millonario que acopia carteles de películas— porque ahí no se necesitaba realidad, no se necesitaban personajes concretos. La pregunta sobre el lenguaje es importante, porque si había algo que yo no oía era el español, al menos el español mexicano. Había amigos españoles, peruanos, chilenos y mexicanos que llevaban tiempo fuera de su país. Eso se nota en el libro. Luego está la fascinación de cómo hablan el francés los franceses y el inglés los ingleses. Porque es fascinante cuando descubres un lenguaje utilizado por aquellos a quienes es natural hablarlo. Creo que en Lapsus es donde más se explota el español, aunque también escribo en inglés y en francés.

En tu segundo etapa, que para mí incluye narrativamente No todos los hombres son románticos (1983), Pasaban en silencio nuestros dioses (novela, 1987) y Ya casi no tengo rostro (cuento, 1996), estás de regreso en México, pero la fuerza del lenguaje de No todos los hombres… nace de que la realidad está más presente, al igual que los elementos autobiográficos.
En cuanto a la autobiografía, creo que en No todos los hombres… encontré una fórmula que he utilizado, a veces más, a veces menos, a lo largo de todo este tiempo; no tiene nombre pero ahora le pongo uno que sería “la falsa autobiografía sincera” o “la legítima autobiografía mentirosa”. Creo que tienes razón cuando dices que Casi no tengo rostro es parte de ese ciclo. No me había dado cuenta, pero ya que lo dices me parece evidente.

En alguna declaración que hiciste en aquella época, decías que aunque se hablara de un hecho que sucedió, de todas maneras la literatura aparecía con sus leyes.
Como dice, creo que Vila–Matas, se trata de recuerdos inventados. Antes de escribir No todos los hombres… yo estaba embarcado u obsesionado con la idea de la novela y entonces una y otra vez me estrellaba con esa forma. Lapsus es novela porque así le puse, no porque propiamente lo sea. Yo me estrellaba repetidamente con esa forma porque era muy importante en América Latina y en Europa aún más. Al mismo tiempo, tenía una vida que me interesaba mucho: tenía una hija con la que yo vivía la mitad del tiempo y tenía que ser mamá y papá cuando me tocaba; vivía en comunas y me metí en todo tipo de cosas. Y cuando me sentaba a escribir mis novelas, no me salían. Hasta que en algún momento escribí el cuento “Historia”, que le dedico a David Huerta, que comencé en inglés. No porque pretendiera seguir escribiéndolo en inglés, sino porque el escribir los primeros párrafos en ese idioma me permitió encontrar la forma de hacerlo después en español o lo que fuera. Yo pensaba mucho en inglés, y lo sigo haciendo aunque ya no tanto. Luego lo traduje al español y me di cuenta de que lo que yo quería era escribir cuento. A partir de eso, me dije: “Puedo escribir un libro y ese libro será de cuentos”. Después hay un libro que sí es una novela, Pasaban en silencio nuestros dioses, pero es una novela que se impone porque me lo estaba pidiendo mi vida. Es una novela en la que mi vida tiene algo que ver con la vida de México, con la muerte de Pepe Revueltas.

En esa vida loca que mencionas, eres el primero en ver la muerte de Revueltas como un símbolo de la caída de un mundo: el de la militancia de izquierda.
La novela coincide efectivamente con el fin de una época, con el fin del 68 como mitología. En la tumba de Revueltas la gente cantaba “La niña de Guatemala” y vituperaba a Bravo Ahuja. Al salir del cementerio de La Piedad, recuerdo haber tenido la sensación de que no había vivido eso, sino que lo habían vivido ellos, los que estaban ahí conmigo, y que eso se había acabado. Es decir, yo lo había vivido vicariamente. A Revueltas lo vi una vez en mi vida y no me cayó muy bien, pero esa izquierda, ese 68, era lo que yo había vivido vicariamente con mis amigos al regresar a México en 1971. Mi regreso fue después del Jueves de Corpus; es más, pospuse el regreso por el Jueves de Corpus, preguntándome “¿a qué regreso a ese país?”, pero ya no podía detener las cosas. Tenía a la familia preparada y Londres me asfixiaba.

Para entrar a El otro amor de su vida: esa generación de la que hablamos termina sus sueños y comienza a buscar otra cosa. Me parece que eso es lo que está en la novela, con la que comienzas otra etapa de tu escritura. Además, eliges como protagonista a una mujer.
Con este libro estoy encadenando otra forma de escribir. En cuanto a la elección de una mujer como protagonista, lo que pasa es que en esos años en que mi vida me apasionaba mucho, e incluso desde mis días en Londres, la causa social que más me interesaba era el feminismo, así que no me sorprendió que la protagonista de El otro amor de su vidahaya sido una mujer. Otra vez, todo parte de una anécdota de mi vida. Lo que sucede después ya no sucedió en la vida real. Y fue una ocasión para retomar a algunas amigas feministas y poner en escena a Tlalpan, donde llevo muchísimos años viviendo, para poner a un viejo y querido amigo (Ludwig Margules) en el papel del músico que aparece inopinadamente en medio de lo que está sucediendo. Me divertía mucho lo que estaba escribiendo desde el punto de vista de  ella y de la voz de Ludwig en su español–polaco. Era un hombre al que adoraba y siempre teníamos planes para filmar alguno de mis cuentos.

De ahí saltamos a Rainey, el asesino, tu novela noir, más psicológica.
El comienzo fue una frase con la que me desperté: “A las 10:34 el rubicundo y esbelto sir John Rainey llegó en primera clase a Kings Road Station”. Y dije: “¿quién es John Rainey?” Después de darle vueltas me di cuenta que no era nadie, que no conocía a ningún John Rainey, salvo a una gran cantante de blues, y entonces puse entre paréntesis lo que está en el libro: “Para quienes no conozcan las islas británicas será útil señalar que, como buena parte de la aristocracia hereditaria nativa, sir John era un imbécil y un fatuo”. Y de ahí empecé a inventar la historia de un imbécil y un fatuo que se involucra por error en la muerte de un soldado argentino en las Malvinas.

Ahora llegamos a La maldita pintura. En su brevedad te das espacio para establecer una toma de posición ante el arte conceptual.
Yo puedo decir que es un libro que admiro. Y aunque, como observas, una parte es un ensayo sobre el callejón sin salida al que nos llevó la pintura del siglo XX, también es un libro que se escribió por sí mismo. Lo empecé antes que Rainey… pero lo publiqué después porque en algún momento me daba mucho miedo seguir escribiendo. No sabía adónde me estaba llevando este libro venenoso, enloquecido. Eso le dio, curiosamente, fuerza a Rainey…. De esa frase inicial que ya comentamos me agarré para comenzar la historia de una locura, una historia que también ocurre en Londres. Es decir, algo dentro de mí me decía que tenía que escribir esos libros. Tenía que aprovechar Londres como lugar. Al escribir Rainey…, al mismo tiempo podía tener La maldita pintura controlada, decirle: “No te estoy escribiendo a ti, estoy escribiendo esto y esto me está saliendo muy bien”. Si te fijas, Rainey… tiene un español impecable, hay un deleite en su uso. Cierto, al final está la locura del doctor Rainey, pero esa locura no era la mía, yo podía verla de lejos. Mientras tanto tenía a La maldita pintura esperando, pero cuando terminé Raineytuve que volver a enfrentarme con ella y escribir esas páginas difíciles. Por eso puedo decir que admiro ese libro, porque es un poco como si yo no lo hubiera escrito.

Ahora quiero conectar dos libros diferentes, esa mezcla de diario y crónica que esEl bosque en la ciudad (2007) y Anoche dormí en la montaña (cuento, 2013), unidos por una especie de búsqueda espiritual.
Escribí El bosque en la ciudad con problemas de salud, además de una necesidad de imponer orden en mi vida, no un orden férreo sino placentero. Decidí limpiarme los pulmones saliendo al bosque de Tlalpan, donde antaño corría kilómetros y kilómetros. Era ir y observar y luego, al regresar a casa, apuntar lo que había visto y oído. Eso me obligaba a ir los días en que tenía tiempo suficiente para una caminata larga y apuntarla; no tomaba notas, y no sé por qué tomé esa decisión, pero quizá fue buena porque me obligaba a ejercitar la memoria. Luego tuve una crisis de salud y lo interrumpí por más de un año. Salí de esa crisis, volví a caminar y a los diarios. Un día, al regresar, hice el apunte y dije: “ya, se acabó”, y dejé la libreta. Pasó el tiempo, uno, dos años, saqué los apuntes y me di cuenta que ahí había un libro aunque no sabía lo que había escrito. Quité dos o tres frases demasiado personales y lo pasé a la compu.
Fue un texto que me desbloqueó de muchas cosas, pues estaba escribiendo la segunda parte de Anoche dormí en la montaña, una novela en cuentos, algo que siempre quise hacer y casi nadie ha logrado. Leí lo que llevaba escrito, donde aparecía Concha, el personaje de El otro amor…, y me gustó mucho y escribí tres cuentos más. Regresé a la época en la que estuve en el desierto en Semana Santa, comiendo peyote. Le agregué otros rasgos al personaje, inventé cosas de ella y completé esa parte. Me di cuenta de que tenía otros cuentos acerca de mujeres y que sucedían en Londres, Nicaragua y otros sitios, y salió un libro en torno a las mujeres.

En Yo te conozco (2009), el protagonista es un niño. París desaparece no deja de ser un regreso a Lapsus. Sería como una ciudad que se te impone igual que Londres.
En Yo te conozco, el barrio que se me impone es el de mi infancia, el de la Condesa–Roma, periodo en el que estoy trabajando. Estoy leyendo libros para niños y cuentos de hadas, porque un escritor siempre está buscando su camino. Durante años, algunos de mis amigos me dijeron que tenía que escribir mis memorias porque, ya sabes, cuentas cosas en la cantina y te dicen “¡sensacional!”, pero cuando tratas de escribirlas son aburridísimas. He escrito cien cuartillas de memorias, de las cuales sobreviven diez en el libro de los niños que estoy escribiendo, y algunos apuntes que yo tenía sobre París. París desaparece empieza con una historia verídica, que es la del chavo muerto de hambre en un hotel de mala muerte con dos amigos homosexuales que discuten en la cama mientras él está buscando un franco en el suelo, un pedazo de pan o una fruta mordida porque se está muriendo de hambre. Esa anécdota es cierta y cuando terminé, dije: “es un buen cuento”, pero no le veía parentela con alguno de los libros en preparación. Luego sucedió algo dentro de mí y empecé a conectar mis recuerdos de París con una trama totalmente falsa. Y así fui inventando, me inventé un París no a la medida de la verdad, sino de las mentiras.

Hay una parte de tu biografía que me interesa de manera particular y que es poco conocida y reconocida: tu participación, junto con David Huerta y Jorge Aguilar Mora, en La Cultura en México a principios de los años setenta.
Hubo un momento en el que Fernando Benítez se cansó de dirigir La Cultura en México deSiempre. Vicente Rojo también se cansó y debo decir que, según mi experiencia, Benítez sin Vicente no era Fernando. Yo tenía amistad con Monsiváis desde Londres, así como con Rolando Cordera, que estudiaba allá y que es otro de los personajes del suplemento. No mencionaste a Carlos Pereyra ni a Paloma Villegas, que no aparecía en los créditos pero que era fundamental.
Cuando regresó de Londres ya habían sido directores José Emilio Pacheco, Gastón García Cantú... Hubo una crisis. José Emilio no quería dirigirlo y Vicente, a quien traté en Ediciones Era donde yo trabajaba, estaba dispuesto a seguir en la lucha si estaba alguien en quien confiara y ese personaje era Monsiváis. Al llegar, Monsiváis dijo que se hacía cargo pero no como director sino con una dirección colectiva y propuso a sus cuates Rolando Cordera, Carlos Pereyra y David Huerta; yo propuse a Jorge Aguilar Mora. Estaban otros, desde luego Paloma, Evodio Escalante y José Joaquín Blanco, que llegaron después. Monsiváis nos manipulaba, pero era necesario que así fuera. Estábamos en 1972 y era el post 68 en su auge, con todas las dudas y contrastes: gente yéndose a la guerrilla o súper pacheca. Ese equipo funcionó muy bien. Ya después nos peleamos pero fue una experiencia agradable. Todos bajo la dirección de un personaje extravagante, el jefe Pagés, que nos llamaba “Los putitos del hoyo negro”, del cual no sabíamos nada. Monsiváis era quien nos transmitía informaciones espeluznantes o esperanzadoras sobre él. Vivíamos en la luna, de verdad. Mezclábamos política con literatura. Éramos de izquierda pero no pendejos.

¿Te sientes satisfecho de esa experiencia?
Sí, ciertamente. Yo era un extranjero que no entendía nada ni sabía nada. Para mí, México era muy raro. Aprendí mucho, estaba viendo mi país a través de un consejo de redacción muy variado; ninguno era sectario y trabajábamos en común. Cierto que algunos lo hacíamos más que otros, pero era porque se nos daba la gana. Estaban los intereses políticos, literarios, filosóficos de cada uno pero se armonizaban. Además era la época en que nos fusilábamos todo; traducíamos de todas las revistas del mundo y no se pagaban derechos. Yo me fui indignado, pero no enojado. Otros sí se fueron enojados. Tengo muy buenos recuerdos de esa época.

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