miércoles, 10 de julio de 2013

El merodeo siempre está

Julio/2013
Nexos
Myriam Moscona

Me cuesta dejar esa burbuja en la que estamos metidos tantas horas. Y aunque no los recuerde a diario, los sueños suelen afectarme más de la cuenta. Una ex pareja solía impacientarse: “¿Qué te pasa, Myriam? ¿Cómo puede ser que te pongas así solamente por un sueño? ¿Qué no te basta con las broncas de la realidad?”. Ante tal empatía, me fugaba a garabatear en un cuaderno palabras sueltas, a veces dibujitos, a veces la palabra trazada como si estuviera pintándola. Y eso me traía de regreso al mundo de la vigilia. Ah. Y un café. Eso jamás falta en mis mañanas. Sobrevuelo y vuelvo a sobrevolar. No aterrizo nunca en directo. A veces produzco en una jornada lo que no pude hacer en semanas, pero el merodeo siempre está. Difícil hablar de una preferencia de horas: que si escribo de día, que si mejor de noche. Me he amanecido, eso sí. Lo que jamás he hecho es escribir a las siete de la mañana, recién levantada. Además, al menos por gusto, nunca madrugo.

Lo que suele decir mi gremio de la escritura, me harta. Y entre poetas sí “se leen la suerte”: a ver quién es el más ungido y a ver quién se eleva mejor. Hay algo indescriptible en la naturaleza de la poesía, sí, pero se ha abusado hasta la náusea y ahora resulta que todos somos antenas de la tribu.

De muchacha escribía en libretas con espiral. Llevaba como una bitácora de viaje porque escribía más cuanto más de vaga andaba. El viaje a mí me pone en estado de escritura, pero no soy de las que se encierran en los hoteles a escribir por gusto. Lejos estoy del Tao cuando dice, y es una idea hermosa, que puedes conocer el mundo sin asomarte a la ventana. Soy buena compañera de viaje aunque me acompañe sólo a mí misma y también dispersa como en esta reflexión. Leer y viajar me afectan de una forma parecida aunque requieren concentraciones opuestas.

Y de pronto algo me focaliza y puedo pasarme horas o días corrigiendo un texto, buscando una palabra. Cuando ya se logra un avance, parece como si todo se fuera pegando al remolino, incluyendo el tiempo que perdí. Después, al estar ya fuera, puedo tardarme días en volver y a veces me asusto pensando que quizá ya no podré continuar. Dudo muchísimo.

Por celebratorio que sea, cuando termino un libro ando de capa caída. Me cuesta despedirme, separarme de ese mundo en el que estuve metida por años. No finjo al decir que con el tiempo los procesos de escritura se vuelven más misteriosos, cada vez les entiendo menos. Lo que pueda decir al respecto no es sino un rodeo lleno de nimiedades.

A últimas fechas, pongo a mi perro de tapete y escribo descalza mientras me acaricio los pies con su forro de pelos. A veces, cuando escribo, se me aparecen mis padres. Mi hermano me mandó un mensaje en la mañana: “un día le pregunté a la abuela qué hacía antes de parir y me dijo que estaba viendo a los soldados regresar de la guerra”. La que iba a ser parida es mi madre. Hoy, podría estar en el mundo celebrando su cumpleaños. La frase de mi hermano sirvió para completar una pieza que me faltaba, pero al final, tampoco sé bien a bien qué demonios estoy garabateando en esta transición. Los principios son turbios y las fronteras de la poesía y la prosa me resultan cada vez más atractivas. Lo que me ayuda en la prosa es lo que a través de la poesía he aprendido. Me gusta saber cuánto demora una palabra en la boca, cómo se oye cuando resuena con la siguiente. A veces dos palabras se estorban juntas. Detesto las rimas involuntarias. Digo esto y volteo a ver las persianas. Están polvosas. Escucho unos pajaritos sobre las hojas de bambú, tejen allí sus nidos. Cantan. Como decía William Carlos Williams “y no escriben poemas”. La vecina me echa bronca porque el bambú le tira basura. “Qué tonta eres —le digo en mis adentros—. ¿Por qué no agradeces ese muro tan oriental?”.

Sueño con tener una biblioteca mucho más pequeña, purgar a todos los que se han ido quedando conmigo sólo por inercia. Me asquea la acumulación. Miro al misógino de Baudelaire aquí a mi lado, a Rilke, el más mujeriego; a Rimbaud que me mira de frente con su trajecito de escolar y su cara de ángel diabólico. Veo un dibujo a lápiz de san Juan de la Cruz y una foto de Simone Weil. A falta de santos, siempre, mientras escribo, les pido cosas.

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