sábado, 7 de abril de 2012

Salutación por Guillermo Fernández

7/Abril/2012
Laberinto
Enzia Verduchi

En noviembre de 1990 empecé a traducir la correspondencia de Giuseppe Ungaretti a Enrico Pea. Vicente Quirarte me sugirió mostrarle los borradores a Guillermo Fernández. Pasaron varios días antes de animarme a marcar el número telefónico. Había leído su versión de Mamá morfina de Eros Alesi así como 4 poetas jóvenes italianos (Material de lectura). Me imponía su registro en el lenguaje y el ritmo. Nos citamos en el antiguo café del Fondo de Cultura Económica de avenida Universidad. Así inició una amistad macerada por el tiempo.

Primero en la heladería Capri y después en el café del Fondo, durante algunos años coincidimos cada viernes por la tarde junto con Ernesto Lumbreras, Jorge Fernández Granados, Armando Oviedo, Pedro Guzmán, Ignacio Padilla y Joel Mendoza; intercambiamos lecturas, conversamos sobre pasajes del neorrealismo italiano y la nouvelle vague francesa, compartimos nuestros gustos musicales. Una época joven y efervescente.

Guillermo Fernández tenía ojos de niño, vivos y traviesos; su mirada lo expresaba todo. Su nariz lo delataba más como un beduino que como un jalisciense. Tenía la vitalidad de un adolescente: a los 60 años nos retaba a echarnos unas carreritas a pesar de que en ese entonces fumaba casi una cajetilla diaria de cigarros. Nunca he visto a nadie que bailara con tal energía, horas y horas brincando, “Soul kitchen” de The Doors. Tampoco sé de alguien que escuchara a Leo Dan al finalizar una fiesta. Fue fiel a las Chivas, su equipo de futbol.

Usaba camisas de algodón y pantalones de lino bien planchados. La loción no debía ser cítrica o dulzona, sino del fresco aroma del espliego. No gustaba de las traducciones de Aguilar. En cambio, apreciaba un libro impreso en linotipo al que se le pudiera “tocar las nalguitas a las ‘a’ ”.

La mujer de su vida fue María Grubbe, el entrañable personaje de Jens Peter Jacobsen. No aprendió danés como Rilke para leer la novela pero sí pasó varias horas en las librerías de viejo en Donceles para conseguir ejemplares de Cultura SEP XXI, de 1982, y regalarlos a la menor provocación. Durante un tiempo tuvo un affaire: en su habitación colgaba un póster de Riso amaro donde Silvana Mangano mostraba la más sensual de las tristezas, virgen impía que veló sus sueños.

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Los años mediterráneos no fueron fáciles. Quizás alguien pueda distinguir en una acartonada producción sobre la antigua Roma a Guillermo Fernández, detrás de alguna columna fabricada en los estudios de Cinecittá, en medio de una turba rodeando a un César sobreactuado. Fue extra de cine en Italia para conseguir un plato de sopa caliente y una edición de segunda mano de Pavese. Veta poco conocida del traductor y poeta que nos remite a su infancia como equilibrista en un circo ambulante por Michoacán.

Fernández sabía bien que caminar es oficio de solitarios. En Piazza Navona, la Galleria degli Uffizi y Via Nazionale se escucharon sus pasos. Una tarde, después de perder la apuesta con un cantinero a que en la cava no tenía tequila El caballito cerrero, recorrió con Julio Cortázar el silencio romano. Se aventuró hacia el sur, entre Bari y Brindisi, cerca de San Vito dei Normandi, llegó a la curva donde perdiera la vida su amigo José Carlos Becerra y recordó las conversaciones que sostuvieron sobre Charles Dickens cuando trabajaban en un despacho de publicidad en la Zona Rosa.

Guillermo viajó a Asís, la ciudad del santo Francisco, como en su momento le sugirió su admirado Carlos Pellicer. Ahí cerró los ojos para escucharse. Supo que debía regresar a México. Regresó para traducir a Montale, Pavese, Ungaretti, Manzoni, Pasolini, Campana, Luzi, Saba, Magrelli…

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La elaboración de las salsas de los espaghetti de Guillermo era un ritual. Cortaba finamente el tomate, el ajo y la cebolla, los freía en aceite de oliva, agregaba poco a poco pimienta, orégano, albahaca, romero y salvia, así como un chorrito de vino blanco. Dejaba hervir la olla a fuego lento.

Cuando vivía en la calle de Edzná, en la colonia Independencia, el departamento se impregnaba con el aroma de la salsa. La pasta debía estar al dente; había que esperar en el sillón de la sala ya sea para comer o cenar. Nunca un plato de su pastasciutta fue suficiente para amansar el apetito.

En la sobremesa, Guillermo hablaba de sus poetas preferidos: Luis Cernuda, San Juan de la Cruz y O. V. de Lubicz Milosz. Tenía una memoria privilegiada, recitaba “Lázaro” de Cernuda sin tropiezos. Nos contó de la noche de 1963 en que veló al poeta andaluz, la delicadeza con la que cerró el ataúd en soledad. Sin embargo, olvidaba sus propios poemas, sus “versitos” como los llamaba, o las fechas de las presentaciones de sus libros.

Tal vez no recordaba sus poemas porque era un hombre alegre que, cuando escribía, era triste. Como afirmó Mariano Flores Castro de sus sonetos y alejandrinos, “Su mundo se complica hasta lo indecible, pero si en él se entra dispuesto a desentrañar su misterio, el que lee vive, literalmente, la experiencia luminosa de una poesía que creíamos desaparecida”.

En el momento de escribir a Fernández se le “agolpan las ausencias”, decía. En ese instante escuchaba los címbalos de “La canción de la tierra” de Gustav Mahler.

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A principios de la década de 1960, Guillermo Fernández fue invitado a Campeche para organizar la primera liga de futbol en el Instituto Campechano. Empresa ardua pues la Península se inclina por el beisbol. La paga no era buena, así que el rector le permitió dormir en el actual ex Templo de San José, a un costado del claustro fundado por los jesuitas en el siglo XVI.

En ese entonces el templo fungía como la biblioteca de la institución, en la nave derecha. Ahí Guillermo colgó durante un semestre su hamaca, oscilando sobre la tumba de doña Josefa de la Fuente viuda de Estrada.

A finales de 2004, el poeta comentó que estaba escribiendo sus memorias; dedicó un apartado a su estancia en Campeche. No las he leído. Me pregunto si habrá escrito de su gusto por los nances tanto como por los arrayanes, de los sorbetes de guanábana en la extinta lonchería Puga que se deshacían en la boca y de la horchata de almendra que amainaba los cuarenta grados a la sombra. A veces pienso que la hamaca sigue oscilando sobre esa placa eterna y sus pasos recorren el malecón. Guillermo Fernández nunca regresó al puerto.

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Cuando niño, su madre le mostró un hermoso paisaje en Jalisco. A la distancia, la vegetación se apreciaba minúscula. El horizonte era una finita línea de neón.

—¿Te gusta, Guillermo?

—Sí, pero me gustaría tener la mano grandota para recoger todos esos árboles entre el puño.

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Guillermo Fernández observaba atento a los perros callejeros; siempre tuvo presente el regreso de Ulises. Decía que las nubes blanquísimas no existen en otro cielo más que en el nuestro. Plantó un fresno y estoy segura de que no fue en domingo.

Existen amistades que trazan un destino, subrayan una época de efervescencia y sueños. Afectos auténticos que guían con generosidad, se van tejiendo finamente con afinidades y diferencias, acompañan el paso por el mundo. Esto sólo es un breve saludo a Guillermo, a aquella tarde plácida y perfecta en el lago de Zirahuén donde fuimos islas en la profundidad del silencio, porque “Ya es tiempo que vuelvan todas tus palabras/ las que el olvido ha perdonado/ las que sobreviven al puño del amor/ las sonámbulas guías bajo los párpados/ las mendigas que esperan tras la puerta / las fieles a los sótanos del alma”.

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