sábado, 7 de abril de 2012

Operación Tarumba

7/Abril/2012
Laberinto
Hernán Bravo Varela

Hace dieciséis años, dos amigos y yo formamos un grupo destinado a alcanzar, al mismo tiempo, la adolescencia y la poesía. Una noche de octubre de 1996, durante nuestra primera sesión en el Sanborn’s de Plaza Coyoacán, le declaramos formalmente la guerra a la literatura mexicana. Fungieron como testigos Javier, un gerente cacarizo, y Maricruz, una mesera que cada diez minutos llenaba nuestras tazas de café, cambiaba los ceniceros y soportaba franciscanamente nuestros manotazos al aire.

Mano Negra de Almas Blancas, el grupo tramó aquella noche su primer atentado contra Octavio Paz. El esplendor mediático del Premio Nobel nos parecía suficiente pretexto para justificar nuestro ataque. Había que acabar con su elocuente monopolio y garantizar aquella “libertad bajo palabra” para los presos poéticos que soñábamos ser —y no los menores infractores que éramos—. A partir de entonces, cada acto en el que Paz figurara nos tendría ahí, en primera fila, listos para el abucheo y el escarnio. (Desconocíamos que los infrarrealistas habían llevado a cabo con éxito un boicot parecido en los años setenta.) Pero, dado que éramos incapaces de ir a una librería —no fuera a ser que nuestra delicada inteligencia se rasgara al tocar los estantes de libros—; dado que, por principio de cuentas, no se nos había ocurrido leer a Paz para conocer al enemigo, decidimos emprender una discreta retirada.

Nuestro siguiente personaje en la mira fue José Agustín. Aborrecíamos su ninguneo de la cultura libresca —vaya contradicción de estos silvestres— en favor del rock y la contracultura. Ambiguamente canónico y acapulqueño, Agustín terminó pareciéndonos un candidato tan inútil como imposible, elevado a paraísos artificiales que tardaríamos varios años en conocer y que lo alejaban de nuestros propósitos, algo más sobrios y apocados. Bajo el lema que amparaba el título de su mejor novela, Se está haciendo tarde, abandonamos de inmediato la causa de Agustín.

Jaime Sabines fue nuestro siguiente y desesperado prospecto. De él habíamos leído ya algunas páginas y su candidatura nos pareció la más viable de todas. Varios poemas suyos habían llegado a nuestras manos sin esfuerzo —a través, generalmente, de amigos y enamorados en proceso de alfabetización—. Sin embargo, dos rebeldías opuestas entre sí me obsequiaron, gracias a Sabines, la primera de muchas contradicciones que ejercería hasta bien entrada mi juventud: serle infiel a mis principios literarios, por sólidos o incipientes que fueran.

El lector excepcional que es mi padre nunca tuvo al chiapaneco en su biblioteca. De las Bucólicas de Virgilio a la obra de López Velarde, su paréntesis moderno lo abría y cerraba Neruda. La lectura de Sabines no estaba prohibida, sino soslayada, así que tuve que hacerla por mí mismo, acudir a una librería de viejo y comprar su Nuevo recuento de poemas con la celeridad de un acto vergonzoso. Primera rebeldía: leer con fervor (no importa si impostado o auténtico) a un poeta desconocido por mi padre y saborear el orgullo de poder compartírselo. Segunda rebeldía y gran aprieto: tener que conspirar contra ese mismo poeta por su “detestable” popularidad. Razones no me faltaban para asumir el compromiso que tenía enfrente: el éxito de Sabines exhibía su propia descomposición. “El arte sólo es popular entre artesanos”, sentenciábamos autistamente a los dieciséis.

Varios meses después oímos hablar de una lectura que Sabines ofrecería en la Sala Nezahualcóyotl del Centro Cultural Universitario, a fines de septiembre de 1997. De inmediato nos citamos en el café y el pleno de nuestro grupo, reunido un viernes por la noche, aprobó por unanimidad los siguientes dos puntos de acuerdo: no bien transcurran los primeros diez minutos de lectura, A. y M. se levantarán de sus butacas y gritarán a voz en cuello: “¡Muera Sabines!”. Aprovechando la confusión del público asistente, cundido el pánico, H. —es decir, yo— se compromete a ser el “animador moral y espiritual” de la afrenta colectiva.

Llegado el día, A., M. y yo hicimos en silencio una fila kilométrica para entrar a la Sala Nezahualcóyotl. Después de cuatro horas, ingresamos al recinto y subimos corriendo las escaleras para ocupar tres asientos en la sección del coro. Repasábamos mentalmente nuestras obligaciones cuando Sabines, antecedido por un estruendoso aplauso, apareció al centro del escenario en silla de ruedas, sentado frente a una mesa con mantel, un micrófono y algunos libros. Después de acariciar con el pulgar y el índice de ambas manos las puntas de un cigarro electrónico, el septuagenario poeta tomó uno de los libros y comenzó a leer con impecable y reposada dicción:

Lento, amargo animal
que soy, que he sido,
amargo desde el nudo de polvo y agua y viento
que en la primera generación del hombre pedía a Dios.
Amargo como esos minerales amargos
que en las noches de exacta soledad
—maldita y arruinada soledad
sin uno mismo—
trepan a la garganta
y, costras de silencio,
asfixian, matan, resucitan.
Amargo como esa voz amarga
prenatal, presubstancial, que dijo
nuestra palabra, que anduvo nuestro camino,
que murió nuestra muerte,
y que en todo momento descubrimos.
Amargo desde dentro,
desde lo que no soy,
—mi piel como mi lengua—
desde el primer viviente,
anuncio y profecía.
Lento desde hace siglos,
remoto —nada hay detrás—,
lejano, lejos, desconocido.
Lento, amargo animal
que soy, que he sido.

Tardé algún tiempo en recordar el primer punto de la agenda. Cuando lo hice, me estremecí al pensar en las heroicas consecuencias que traería nuestra provocación. Cuando volteé a ver a A. y M. en busca del más mínimo arrepentimiento, los dos lloraban ya a moco tendido. A aquel poema le siguieron “Tía Chofi”, “Habría que bailar ese danzón…”, fragmentos de Adán y Eva y otros grandes éxitos. Repantigado en mi butaca, comencé a corear a Sabines, incapaz de saber si mi actitud encerraba un gusto culpable, un profundo alivio o ambos a la vez.

A., M. y yo salimos de la Sala Nezahualcóyotl con los ojos hinchados y en completo silencio; lentos y amargos, pero no lo suficientemente animales. Esa noche, Maricruz nos sirvió más café que de costumbre y hasta nos obsequió una orden de bolillos tostados con mantequilla. No sé si fue por su esmerado servicio o por su amorosa consternación que recibió la primera y última propina que jamás le daríamos.

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