martes, 26 de noviembre de 2019

La tenacidad del fracaso

23/Noviembre/2019
El Cultural
Eduardo Antonio Parra

Acaso por casualidad, quizás por destino, mi primer contacto con la producción del peruano Julio Ramón Ribeyro fue con “Sólo para fumadores”. Digo destino porque, fumador empedernido como soy, incursionar en este relato me provocó esa impresión tan conocida por lectores de cualquier época y latitud de estar ante un texto escrito sólo para mí. Al recorrer sus páginas y adentrarnos en esa experiencia humeante que se inicia en la adolescencia, Ribeyro nos conduce por un viaje a través de la memoria —suya y nuestra—, cuya ruta inicia con el entusiasmo ante el tabaco, pasa por la justificación del acto de fumar, cruza el largo trecho de la empatía, se despeña en el miedo a las consecuencias físicas y, al final, termina en la aceptación resignada. Pieza anfibia, a medio camino entre la crónica autobiográfica, el ensayo y la confesión, “Sólo para fumadores” tal vez sea, paradójicamente, el texto más célebre de un gran cuentista cuya obra, el resto, resulta poco conocida por lo menos en nuestro país.
En reuniones con colegas, en talleres literarios, al preguntar si alguien ha leído a Julio Ramón Ribeyro casi todos responden que “han escuchado su nombre” (no falta quien pregunte a su vez si me refiero a un escritor brasileño). Algunos dicen conocer “su texto sobre el tabaco”, pero casi nadie recuerda otros cuentos escritos por él. Entonces los más interesados apuntan su nombre y, cuando volvemos a encontrarnos, me dicen que lograron leer en internet tal o cual relato pero que no encontraron ningún libro suyo en librerías. No sé si esto se deba a que, como afirman los editores, “el cuento no vende” y por lo tanto no se publica, ni siquiera cuando se trata de un clásico del género. Lo cierto es que en mis primeras dos décadas como lector apenas tuve referencias de sus títulos, y después de leer en copias fotostáticas “Sólo para fumadores” y tres o cuatro relatos más, tras buscar sus volúmenes durante años logré ubicar en una librería un olvidado y solitario ejemplar de Prosas apátridas, que tampoco es un libro de cuentos, pero que me llevó a acercarme un poco más al estilo del autor.
PENSAMIENTOS, REFLEXIONES, microensayos, aforismos, estampas callejeras, apuntes que se quedaron sin desarrollar ni alcanzar forma narrativa acabada, estas prosas pueden por momentos iluminar el camino de cualquier escritor, o de quien intente serlo, señalándole sin dogmas ni didactismos el camino espiritual de la pasión por la literatura, las maneras de contemplar lo cotidiano y definir sus significados ocultos, o incluso los amargos descubrimientos que se hacen del oficio por medio de la lectura:
Literatura es afectación. Quien ha escogido para expresarse un medio derivado, la escritura, y no uno natural, la palabra, debe obedecer las reglas del juego. De ahí que toda tentativa para dar la impresión de no ser afectado —monólogo interior, escritura automática, lenguaje coloquial— constituye a la postre una afectación a la segunda poten-cia. Tanto más afectado que un Proust puede ser un Céline, o tanto más que un Borges un Rulfo. Lo que debe evitarse no es la afectación congénita a la escritura, sino la retórica que se añade a la afectación.
Pero también, en ocasiones, revelan fragmentos de biografía del autor, sus reacciones ante los embates de la vida, o incluso lúcidas y pesimistas observaciones sobre el sentido de la existencia:
Somos un instrumento dotado de muchas cuerdas, pero generalmente nos morimos sin que hayan sido pulsadas todas. Así, nunca sabremos qué música era la que guardábamos. Nos faltó el amor, la amistad, el viaje, el libro, la ciudad capaz de hacer vibrar la polifonía en nosotros oculta. Dimos siempre la misma nota.
Al expresar, de modo fragmentario, el ars poetica de Ribeyro, Prosas apátridas viene a ser reverso y complemento de su obra narrativa. En este libro destacan, además de las observaciones mencionadas, un modo particular de ver la realidad, de pensarla y de transformarla en palabra escrita, y una habilidad para detectar personajes vencidos por las circunstancias o atrapados en situaciones opresoras para las que no hay salida. Como lector, lo supe luego de unos años de haberlo leído, cuando al fin conseguí el primer volumen de cuentos del autor, publicado en 1955, cuando tenía veintiséis años de edad.
LO PRIMERO que se advierte en Los gallinazos sin plumas es un absoluto dominio del género, raro en un escritor tan joven. Todas las piezas son cuentos redondos, contundentes, bien acabados. Y si a eso se añade el lenguaje transparente, ágil y directo, poético sin ser pretencioso, a veces reflexivo sin resultar moroso, su lectura resulta una experiencia literaria cabal y agradable, más allá de que los temas pongan frente a los lectores la crueldad desnuda de la vida contemporánea, sobre todo porque el conjunto del libro se centra en las tragedias de las clases marginales de Lima. A pesar de ser un trotamundos desde muy joven, y de haber vivido gran parte de su vida en ciudades europeas, en especial en París, Julio Ramón Ribeyro nunca dejó de explorar la realidad de su terruño por medio de la escritura. Sus relatos, no importa dónde hayan sido escritos, son peruanos.
Los protagonistas de Los gallinazos sin plumas son seres marginales que nunca pudieron integrarse a la sociedad limeña, o que sí lo hicieron pero están a punto de ser expulsados de ella, en plena caída. Hombres y mujeres atrapados en situaciones deses-perantes, se debaten, sin éxito, por escapar; buscan rutas de salida que por momentos lucen francas, pero al tratar de tomarlas vuelven a cerrarse sin remedio. Así le sucede a Paulina en el cuento “Interior L”, quien tras haber sido violada por un albañil y tomar la decisión de abortar el producto de esa violación, ve que su miseria se vuelve peor cuando su padre bebe completo el dinero que le entregaron como “reparación del daño”:
Hacía de esto ya algunos meses. Desde entonces iba haciendo su vida así, penosamente, en un mundo de polvo y de pelusas. Ese día había sido igual a muchos otros, pero singularmente distinto. Al regresar a su casa, mientras raspaba el pavimento con la varilla, le había parecido que las cosas perdían sentido y algo de excesivo, de deplorable y de injusto había en su condición, en el tamaño de las casas, en el color del poniente. Si pudiera por lo menos pasar un tiempo así, bebiendo sin apremios su té cotidiano, escogiendo del pasado sólo lo agradable y observando por el vidrio roto el paso de las estrellas y las horas.
Ya sean los niños, a quienes el abuelo obliga a trabajar en los basureros pepenando desperdicios para engordar el puerco que va a vender (“Los gallinazos sin plumas”), o el hombre que sabe que será asesinado en el mar por el pescador que desea a su mujer (“Mar afuera”), o la mujer que ve la muerte de su marido como el único camino para salir de la miseria (“Mientras arde la vela”), o el recluso que debe darle una golpiza a otro para que lo dejen salir de prisión a ver a la mujer de la que está enamorado (“En la comisaría”), o la sirvienta que escapa de un patrón abusivo sólo para ser abusada por su salvador (“La tela de araña”), los protagonistas de Los gallinazos sin plumas esperan una oportunidad que no aparece, y si aparece es llena de obstáculos que se ciernen sobre ellos como una telaraña desgastándolos, doblando su voluntad, hasta que sus ansias de huida devienen rendición absoluta. La vida nos vence de manera irremediable, parece afirmar el autor a través de sus historias, no hay nada que hacer para defendernos de ella. Y la esperanza es un elemento que recrudece la tortura; quien se aferra a ella, encuentra aún más sufrimiento.
A partir de su primer libro de cuentos, Julio Ramón Ribeyro planteó algunas de las directrices que siguió en su obra posterior. La mayoría de sus protagonistas son seres marginales, muchos pertenecientes a las clases proletarias, otros tan sólo inmersos en un universo circular del que se han resignado a no salir, es decir, doblegados, vencidos. Hombres y mujeres habituados a la espera de algo, lo que sea capaz de arrancarlos de esa existencia doliente, aunque muy en el fondo saben que ese algo nunca llegará, y si llega los someterá a mayores sufrimientos. Este tipo de personajes y situaciones se repetirán en sus siguientes libros, pero conforme el escritor domine aún más el género del cuento y gane en conocimiento vital aparecerán junto a otros, los que se desdoblan de la propia vida y experiencia de quien los escribe —los intelectuales—, y aquellos que atraviesan situaciones absurdas o fantásticas, como puede verse en su segundo volumen de cuentos, publicado tres años después.
ECUENTOS DE CIRCUNSTANCIAS Ribeyro extiende sus intereses temáticos, así como sus técnicas y estrategias narrativas. Diversifica los puntos de vista (aunque da preferencia a la primera persona), el modo de construir las atmósferas y, sobre todo, cambia el tono de la narración dejando espacio para el humor y la ironía. El libro abre con un cuento que se ha convertido en clásico, “La insignia”, donde un hombre encuentra en un basural un objeto brillante y se agacha a recogerlo. Como el título lo indica, se trata de una insignia. Aunque no sabe de qué es, le gusta y decide usarla. De inmediato la gente a su paso comienza a tratarlo con deferencia, algunos se identifican con él y es invitado a la reunión de una cofradía, donde recibe encomiendas cada vez más importantes hasta llegar al puesto más alto, sin enterarse nunca de qué representa la insignia ni a qué se dedica la cofradía. Historia que roza lo fantástico pero que permanece en el ámbito del absurdo para desplegar una incisiva crítica de los comportamientos sociales, “La insignia” es tal vez el primer cuento del autor que le dio prestigio internacional.
Otro comportamiento social absurdo en sí mismo se refleja en el relato “El banquete”, donde Ribeyro se burla del ridículo al que se exponen, debido a su ambición, los arribistas. Aquí un hombre adinerado arriesga sus propiedades y su capital con tal de ofrecer un festejo para el presidente de la república, con la esperanza de obtener una canonjía para acumular mayor riqueza, pero no toma en cuenta los vaivenes de la política en países como los nuestros. En “La molicie”, el narrador y un amigo son derrotados por el clima veraniego de París, a pesar de que lucharon heroicamente por no sucumbir ante él. “La botella de chicha” y “Explicaciones a un cabo de servicio” son francas comedias de equivocaciones. “Páginas de un diario”, “Los eucaliptos”, “Scorpio” y “Los merengues” recurren a las memorias de infancia para establecer un tono nostálgico que se mezcla con la tragicomedia, y “El tonel de aceite” narra los intentos vanos de un joven asesino para huir de la justicia.
Pero, además de “La insignia”, los dos relatos que más llaman la atención de Cuentos de circunstancias son “Doblaje” y “El libro en blanco”. Ahora sí instalado por completo en el género fantástico, el primero aborda un asunto clásico en la narrativa universal, el doble. Al tener como antecedentes en el tema a autores como Dostoyevski y Edgar Allan Poe, Julio Ramón Ribeyro toma distancia de ellos (y tal vez, de modo inconsciente, se inclina por un autor como Jorge Luis Borges), por lo que su narrador-protagonista parte de un supuesto libro hindú de ocultismo donde lee: “Todos tenemos un doble que vive en las antípodas. Pero encontrarlo es muy difícil porque los dobles tienden siempre a efectuar el movimiento contrario”. Frases que actúan como detonantes y lo hacen localizar en un globo terráqueo el punto más alejado del planeta, antes de emprender el viaje en busca de su doble, en un periplo que lo llevará de ida y vuelta hasta un final por demás sorpresivo. Aún más cercano a Borges es “El libro en blanco” (pienso en “El libro de arena”) donde, siguiendo la línea del objeto mágico, el narrador recibe como regalo un libro sin páginas impresas para que escriba en él sus próximos textos. Al tenerlo en casa, las desgracias se abaten sobre él. Lo regala, y quien lo recibe también sufre sus reveses, hasta que a su vez también lo entrega como obsequio y la historia se repite…
CON SUS DOS volúmenes iniciales, publicados antes de los treinta años de edad, Julio Ramón Ribeyro dejó claro su lugar preponderante en la tradición del cuento en lengua española, estableció los alcances temáticos de su escritura y planteó las obsesiones que se repetirían, siempre con formas e historias distintas, a lo largo de su obra. De la fantasía al absurdo, de la crítica social a las historias de familia, de los recuerdos de infancia donde la nostalgia se impone al registro de la evolución de una gran ciudad como Lima, de la exploración de los bajos fondos al retrato social de su país, Perú, en los cuentos de este autor siempre nos toparemos con solitarios que viven en los márgenes, luchan hasta la rendición por trascender las circunstancias que los mantienen en el lado gris de la existencia y son, casi siempre, vencidos por la tenacidad del fracaso.
Pero si circunscribiéramos más el objeto narrativo del autor, éste tal vez sería Perú y los peruanos, como puede advertirse en su cuarto libro, Tres historias sublevantes, escrito en plena madurez creativa, cuyo epígrafe, extraído de un texto escolar, reza: “El Perú es un país grande y rico, situado en América del Sur, que se divide en tres zonas: costa, sierra y montaña”, lo que da pie a Ribeyro para entregar a los lectores sus primeros relatos largos y situarlos en esas zonas geográficas de su país. “Al pie del acantilado” es la conmovedora historia de un hombre que junto con sus hijos levanta su casa en una playa diminuta, literalmente “contra viento y marea”. A estos hombres siguen otras familias, hasta que se construye una verdadera ciudad perdida en las orillas de la capital peruana. Por unos años todos llevan una vida con carencias, pero libre, casi feliz, hasta que llega gente del gobierno y todo se desmorona. “El chaco” es un western en el que los hacendados de la región serrana persiguen por las montañas, con el fin de ejecutarlo, al único hombre rebelde que se ha atrevido a mostrar su independencia desobedeciendo a uno de ellos. Y “Fénix” es una tragicomedia donde el autor, además de adaptar las técnicas del monólogo interior al estilo de Faulkner en Mientras agonizo, mezcla con gran sentido irónico dos grupos humanos que no parecen tener nada en común, y sin embargo actúan de modos muy similares: los cirqueros y los militares.
ULIO RAMÓN RIBEYRO escribió hasta el final de su vida seis libros de cuentos más, en los que siguió desarrollando sus obsesiones y ampliando sus horizontes técnicos. En ellos hay varias obras maestras a las que los lectores debería tener acceso. En esta época, de vez en cuando aparece en librerías el volumen La palabra del mudo, que reúne sus relatos completos. Si un lector consigue localizarlo, será para él una suerte, porque se trata de la obra de un cuentista formidable, inolvidable, que nunca decepciona. Un clásico.
Referencias
Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas, Seix Barral, Biblioteca Breve, Barcelona, 2007.
La palabra del mudo, Seix Barral, Biblioteca Breve, Barcelona, 2011.

De juegos y fuegos florales: tradiciones literarias que se niegan a la extinción

24/Noviembre/2019
La Jornada Semana
Juan Domingo Argüelles

Todo poeta, alguna vez, especialmente en su juventud, ganó algunos juegos florales. La gloria, poca, y la recompensa económica, muy útil, es parte de una tradición antiquísima que se remonta al siglo xiv en Francia.
Los juegos florales, en su época moderna, han servido –para quienes no los convirtieron en una burda industria del laurel y el peculio– como apoyos oportunos a los poetas jóvenes: como impulsores de vocaciones y ayudas económicas. Ya se sabe que los poetas, para su subsistencia diaria, tienen que trabajar en cualquier cosa porque la poesía, como el crimen, no paga.
Al referirse al poeta juvenil que fue, el querido y admirado Hugo Gutiérrez Vega le dijo lo siguiente a su entrevistadora Yolanda Rinaldi: “Hasta gané unos juegos florales, los de Sahuayo.” La confesión no es frecuente, porque, para un poeta ya consagrado, los triunfos en los juegos florales no dan lustre ni son para andar presumiendo. Los presumían, nada más, quienes, hoy olvidados, los coleccionaban como (dudosa) prueba del talento lírico: comenzaban con una “flor natural” y luego ganaban cinco cada año, durante décadas,
hasta montar un inmenso invernadero donde duraron más los trofeos que los poemas.
En 2007, en su “Bazar de Asombros”, al recordar que los Juegos Florales de la Feria Nacional de San Marcos son el origen del Premio de Poesía Aguascalientes, creado por el poeta y promotor Víctor Sandoval, Hugo nos entrega un trozo de invaluable memoria al referirse a aquellos poetas coleccionistas de “flores naturales” que las recibían no
por ramilletes, sino por kilos. A propósito de haber encarnado alguna vez la figura de “mantenedor” juegofloralesco en Zacatecas, refiere que el ganador, un poeta campechano para más señas, le cantaba en su poema ganador a una ciudad con palmeras, a causa de haber enviado, por equivocación, el canto a Zacatecas a los Juegos Florales de Mazatlán. Cuando Hugo le hizo notar que sería muy extraño que leyera, en la premiación, un poema tan tropical, “me dijo que no me preocupara: ‘La entrega del premio será dentro de tres horas. Tengo tiempo suficiente para escribir un canto a Zacatecas’. Salí admirado ante tamaña facilidad y le dije que me llevara el poema por lo menos una hora antes de la ceremonia. Así lo hizo. Ahora, a muchos años de distancia, creo recordar que el discurso del mantenedor fue casi tan malo como el poema pergeñado por el profesional de los florales”.
Hugo advierte que el velocísimo autor de ese “canto a Zacatecas” (un Aquiles criollo de pluma ligerísima) fue un juegofloralista que, como suele decirse, “hizo época”. Recorrió todo el país, pues, fogoso, ganó juegos florales y cosechó laureles en su estado natal, en Sinaloa, Nayarit, Durango, San Luis Potosí, Sonora, Michoacán, Guanajuato, Hidalgo, Veracruz, Zacatecas, y en todos los sitios donde se convocaban estos certámenes. Y, como él, fueron muchos los que se dedicaron a cosechar, durante décadas, todo un jardín de flores naturales: por decenas, casi por cientos.

Juegos venidos de Francia
La historia de los juegos florales es un tanto nebulosa y, a veces, muy fantasiosa. Los precursores son los poetas provenzales del siglo xiv, y el auge se atribuye a Clemencia Isaura, de Toulouse, entre los siglos xv y xvi, “por su amor a las flores y a la poesía”. Según la Wikipedia, especialmente entre los siglos xv xix, de Europa (Toulouse o Tolosa, Francia, y Aragón, Cataluña y Valencia, España), la tradición se fue extendiendo en el mundo occidental, y en las primeras décadas del siglo xx llegó a Hispanoamérica (Argentina, Uruguay, Chile, México, Guatemala, etcétera), y, a pesar del avance de la modernidad y de internet, sigue vigente en muchos lugares, con instauraciones de ya larguísima historia, como los de Lagos de Moreno, Mazatlán, San Juan del Río y Ciudad de Carmen, entre otros muchos.
Los Juegos Florales de Aguascalientes, que se celebraron de 1931 a 1967, se convirtieron, a partir de 1968, por iniciativa de Víctor Sandoval, en el Premio de Poesía Aguascalientes cuyo primer ganador fue el poeta chiapaneco Juan Bañuelos, con su libro Espejo humeante. Otros poetas importantes en nuestra historia literaria los ganaron también en su juventud. Rubén Bonifaz Nuño y José Carlos Becerra ganaron sus primeros reconocimientos en los Juegos Florales de Aguascalientes, y Carlos Pellicer ganó el Premio de los Juegos Florales Ramón López Velarde, de Zacatecas, cuando Bonifaz Nuño obtuvo mención honorífica por La llama en el espejo, ni más ni menos. Y entre los miembros del jurado calificador, en los diversos Juegos Florales del país, destacaban los nombres de Alfonso Reyes, Xavier Villaurrutia, José Gorostiza, Carlos Pellicer y Enrique González Martínez. ¡Vaya tiempos!
En una entrevista que le realizara Marco Antonio Campos, Rubén Bonifaz Nuño refiere: “En 1945, cuando tenía veintidós años, concursé en los Juegos Florales que se organizaban año con año en abril en la ciudad de Aguascalientes coincidiendo con la Feria de San Marcos. Ese año gané el cuarto premio, un accésit”. Fue así como el joven poeta conoció a Antonio Castro Leal, Agustín Yáñez, Gabriel Méndez Plancarte y Carlos Pellicer, pues de ese nivel, como ya dijimos, eran los miembros del jurado. Recuerda Bonifaz Nuño que, en esa ocasión, “alguien empezó a leer uno de mis poemas de ‘La muerte del ángel’, el poema que me permitió el accésit... Castro Leal se fijó en una estrofa, la cual mereció su elogio. Pellicer me dijo: ‘Muchachito, usted ha recibido un elogio de Antonio Castro Leal; guárdelo en su corazón’.” Para un poeta joven ese elogio era un gran aliciente en su vocación. Un año después, para el joven Bonifaz Nuño no fue el accésit sino el primer premio.
Respecto del apoyo económico que representaba para un joven un premio en los juegos florales, Bonifaz Nuño le dijo lo siguiente a Marco Antonio Campos: “Volví a ganar en 1948 y 1949, y luego, en 1958, cuando se cumplieron los veinticinco años de los Juegos Florales. Convocaron a un concurso especial en el que entraron todos los poetas laureados, y participé, por cierto, y lo gané, con un poema de El manto y la corona. Eran tan bien dotados los premios de los Juegos Florales (no sólo en Aguascalientes) que yo viví mucho tiempo gracias a lo que ganaba con ellos. En ese tiempo era un dineral. Por decirle, en 1946, cuando me dieron los dos primeros premios gané 2 mil 500 pesos. Al enterarse mi padre de eso, se asombró, porque nunca en su vida vio 2 mil 500 pesos juntos. Él era telegrafista y su sueldo debía ser de 250 pesos mensuales; con eso debía mantener a toda la familia. En 1948 gané en Aguascalientes 2000 pesos.”

Las flores del olvido
Al revisar la antología de los Juegos Florales de San Luis Potosí (Universidad Autónoma de San Luis Potosí, 1990), realizada por Pedro Félix Gutiérrez Turrubiates, veo que, de 1904 a 1976, fueron ganadores, entre otros ilustres, Rafael de Zayas Enríquez, Salvador Gallardo Dávalos, Margarita Paz Paredes, Rubén Bonifaz Nuño, Roberto Cabral del Hoyo, Miguel Guardia, Alfredo Juan Álvarez e Isaura Calderón. Cuando los ganó Zayas Enríquez, el presidente del jurado fue Manuel José Othón,
y cuando, en 1951, los obtuvo Bonifaz Nuño, los ganó con el poema “Saudade”, el mismo que incluiría, en su libro inaugural Imágenes (fce1953) con el nuevo y simple título “Liras”, porque,
en efecto, la forma que eligió el poeta es la lira: quince estrofas de quien, pocos años después, nos daría esa obra maestra que lleva por título 
El manto y la corona (1958), en las cuales ya se advierte su maestría formal y su profunda sensibilidad.
Bonifaz Nuño volvería a ganar los juegos florales potosinos en 1953, con sus “Sonetos a Eunice”. Estos sonetos constituyen una curiosidad, pues el autor no los publicaría, en su versión definitiva, sino hasta 1978, en el librito Tres poemas de antes (unam, Coordinación de Humanidades, 64 páginas), ilustrado por Elvira Gascón, y con el título “Cuando caigan los años”. La mayor parte de los poemas de Bonifaz Nuño pasan a sus compilaciones definitivas (De otro modo lo mismo, 1979, y Versos, 1996) sin variaciones importantes, pero los “Sonetos a Eunice” están entre las excepciones, pues no sólo desaparece el título, sino también el nombre de Eunice en el poema. En el primer soneto de “Cuando caigan los años”, leemos, en 1978:
“Cuando caigan los años, y agonice/ sobre el reloj más viejo la insegura/ paz de tu corazón, con ansia dura/ te acordarás de la canción que hice./ Y al escucharla habrás Ronsard lo dice/ de volverte hacia ti: sólo futura/ dicha será el recuerdo, la hermosura/ que entre agujas de insomnio se deslice./ Sube la tarde en ti con cenicientos/ fulgores. En la luz, marchita, crece/ un sospechoso aroma de tristeza./ Estás sola y recuerdas. Pasan lentos/ los segundos. El alma se oscurece./ Y a tu memoria vuelve tu belleza.”
Pero en el poema inicial de la serie “Sonetos a Eunice”, en la versión original de 1953, con el que Bonifaz Nuño ganó los juegos florales de San Luis Potosí, leemos: “Cuando pasen los años, y agonice/ sobre el reloj más viejo la insegura/ paz de tu corazón, con ansia dura/ te acordarás de mi canción, Eunice./ Y al escucharla habrás Ronsard lo dice/ de volver hacia ti: sólo futura/ dicha será el recuerdo, la hermosura/ que entre sombras de insomnio se deslice./ Irá la tarde a ti con cenicientos/ fulgores. En la luz, marchita, crece/ un sospechoso aroma de tristeza./ Estás sola y recuerdas. Pasan lentos/ los instantes. El aire se oscurece./ Y a tu memoria vuelve tu belleza.”
De los juegos florales, en México, han pasado al olvido muchísimos autores que los ganaron por puñados, pero siguen en lo más alto del recuerdo varios de nuestros más insignes poetas que, jovencísimos, fueron animados en su vocación, y ayudados en sus necesidades menos poéticas, más mundanas, crematísticas, por los juegos florales que hoy son una especie de una antiquísima tradición que se niega a extinguirse 

domingo, 15 de septiembre de 2019

Ramón López Velarde: del terruño a la patria

15/Septiembre/2019
Confabulario
Eduardo Langagne

A septiembre le ha correspondido la denominación de mes patrio. Patria es una palabra conmovedora, profunda, verdadera. Matria es el terruño, tu lugar de nacimiento, el entrañable territorio de tus padres o abuelos, la matria es el lugar donde vives, donde comen tus hijos, tierra del sentimiento ―desde la antigüedad―. Para la inmensa tarea de construcción del país, luego de la Independencia, Ignacio Manuel Altamirano pensaba que la literatura ayudaría a consolidar el concepto de nación a través de la novela pero también por medio de la canción, género de mayor alcance y cercanía al sentir popular. Uno de los anhelos sociales contemporáneos sigue siendo construir un lugar de equilibrio y paz, un sitio fraternal, equitativo. José Luis Martínez califica a Altamirano como “impulsor de una auténtica empresa nacional de integración cultural”.

Los primeros años de Ramón López Velarde transcurren en el pueblo de Jerez, Zacatecas, en el último decenio decimonónico. Prácticamente todos los países de Iberoamérica habían conseguido su independencia y el paso consecuente era levantar una nación. Desde el comienzo se advertía la dificultad del propósito, se vislumbraba que no podría darse de manera pacífica. Entre los muchos elementos que entraron en juego, la literatura tuvo una especial y muy relevante participación.

El joven abuelo, santo laico o padre soltero de la poesía mexicana, en su reconocido texto “Obra maestra”, escribió: El soltero es el tigre que escribe ochos en el piso de la soledad. No retrocede ni avanza. Para avanzar, necesita ser padre. Y la paternidad asusta porque sus responsabilidades son eternas. Con un hijo, yo perdería la paz para siempre.

[…] El hijo que no he tenido es mi verdadera obra maestra.
Hay algo más de maestría y habilidad en su obra, la construcción de un poema como

“La suave Patria” es un resumen de vida.

La literatura de cada período puede observarse dentro de un contexto histórico determinado, lo que nos lleva a reconocer al mismo tiempo la función extraliteraria que pudo cumplir este oficio de la escritura que asumieron las generaciones precedentes, cuando la creación artística desempeñó un papel significativo en la composición de las identidades nacionales. De ahí viene este poema. La primera publicación de “La suave Patria” se dio en el número 3 de El Maestro, Revista de Cultura Nacional, que tuvo como lugar y fecha de impresión, “México, 1° de junio de 1921”. Su tiraje era de sesenta mil ejemplares y se distribuía de manera eficaz. Ramón López Velarde ya había publicado “Novedad de la Patria” en el número 1 de la publicación, texto que puede encontrarse en la compilación póstuma titulada El minutero. Las reflexiones del poeta expresadas en esa colaboración se habrán de distinguir en el poema escrito apenas pocas semanas después. Es probable que la intención de hacer de El Maestro una revista coleccionable llevara a este tercer número a comenzar en la página 211 y concluir en la 320. “La suave Patria” ocupa solamente cuatro páginas, donde caben sus 153 endecasílabos. Inicia en la página 311 y termina en la 314. Está fechado por el autor el 24 de abril de 1921. El poeta tuvo la oportunidad de revisar personalmente las pruebas, que pasaron casi de inmediato a las prensas. López Velarde falleció el 19 de junio. Si los poemas, en general, no son el género predilecto de los lectores, es habitual que en nuestros días los poemas patrióticos obtengan un rechazo inmediato acompañado de ironías y parodias. Con todo, nuestro siglo xix continental colaboró en la edificación de las naciones con poemas a los héroes, a la bandera, a los lugares simbólicos, a las patrias.

López Velarde sintetiza en su poema de 1921 la búsqueda de la identidad de México en el íntimo decoro de su lírica personal. Las emblemáticas metáforas de su poema contienen significados que pueden ensancharse con las nuevas lecturas. Para trazar los sonidos, los colores y los aromas de su poema prefiere los endecasílabos, tal vez por la posibilidad rítmica, de la que no se excluyen las acentuaciones características de los modelos latinos. Esos cambios de acentuación permiten comparar al poema con ciertas formas musicales que por su complejidad demandan una diestra interpretación. Leer el poema en voz alta requiere desentrañar con cuidado sus estrofas, que presentan versos encabalgados y combinaciones de hiatos y sinalefas con congruencia musical y rítmica.

El propósito de estas palabras no es analizar el poema en su estructura formal, así que dejo hasta aquí los conceptos afines a la hechura del poema, pues pudieran requerir mayores explicaciones para un público no necesariamente adiestrado en leer poesía. Para el lector de López Velarde que escribe estas frases será preferible resaltar y apenas comentar algunas de las imágenes del poema. Para quienes deseen recordar su inicio con el ritmo que propone su autor, lo transcribo sin marcar con diagonales el corte del verso, como haré con los ejemplos de más adelante: Yo que sólo canté de la exquisita partitura del íntimo decoro, alzo hoy la voz a la mitad del foro a la manera del tenor que imita la gutural modulación del bajo. En esta selección de términos podemos encontrar una secuencia de voces latinas que mantienen afinidad fonética con nuestro castellano. Tarsicio Herrera Zapién tradujo al latín “La suave Patria” en una emocionante y lograda imitación rítmica.

El poema de López Velarde nos lleva a caminar por el mutilado territorio o a navegar por las olas civiles, y después de haber recorrido la región por la que no obstante el tren va por la vía/ como aguinaldo de juguetería, nos permite confirmar que cada nueva lectura de Ramón López Velarde hace resaltar los méritos de una de las voces más importantes de la poesía mexicana ―y de la lengua española― del siglo xx. Repito un dato de utilidad para los lectores, inmensos poetas como T.S. Eliot, Fernando Pessoa, Ramón López Velarde, Ungaretti, nacieron en 1888.

Ramón advierte en “La suave Patria”: Navegaré por las olas civiles/con remos que no pesan, porque van/como los brazos del correo chuan/que remaba la Mancha con fusiles. Los autores franceses eran lectura habitual del poeta. La referencia del correo chuan se encuentra en la novela “El caballero Destouches”, de Barbey d’Aurevilly, vuelta a editar en 1982 por Margo Glantz y Sergio Pitol en una colección de la SEP y la editorial Siglo xxi.

“La suave Patria” es una síntesis de los poemas patrióticos que participaron de los dos siglos anteriores. En el momento de su escritura estamos dejando atrás la primera veintena del siglo xx, digamos que para entonces ya concluyó el período más sangriento de la Revolución mexicana. Aunque la época es todavía convulsa ―tal vez todas lo son― continúa la deliberación en el conjunto de la sociedad para edificar un país que —aun ahora— no ha terminado de ser del tamaño y esplendor de sus anhelos. Diré con una épica sordina: / la Patria es impecable y diamantina […] La épica matizada con el lirismo personal.

En el poema aparece otra reflexión que al mismo tiempo vaticina y resuelve, palabras donde se juntan su vocación católica y su reflexión política: El Niño Dios te escrituró un establo/ y los veneros del petróleo el diablo. En el momento de la redacción del poema falta poco, menos de dos décadas, para que Lázaro Cárdenas decrete la expropiación petrolera.

“La suave Patria” se extiende en las divisiones poéticas de la antigüedad clásica, alude a la épica, se expresa líricamente y propone una estructura cercana a la poesía dramática: un proemio, seguido de un primer acto, un intermedio y un segundo acto. El intermedio canta a Cuauhtémoc, el joven abuelo, único héroe a la altura del arte, a quien agrega otras cualidades: al idioma del blanco, tú lo imantas […] La diversidad de lenguas que se hablan en nuestro país ha sido cada vez más objeto de un respetuoso reconocimiento colectivo. El propio Altamirano reflexionaba sobre la lengua náhuatl y su presencia en el Valle de México y en las regiones cercanas, con alcance hasta Guatemala y otros países de Centroamérica, donde las voces nahuas continúan siendo utilizadas en la comunicación cotidiana. Es sorprendente constatar que ríos, montañas, numerosos lugares, pueblos y ciudades conservan el nombre con el que desde los tiempos anteriores al poeta Netzahualcóyotl se les denominaba. Numerosos barrios de la Ciudad de México conservan también sus nombres originales en náhuatl seguido del santo asimilado. Un fenómeno simultáneo de “resistencia y rendición.”

Comparando la biografía del poema (sí, la biografía del poema) con autores cronológicamente cercanos; cotejando las cercanías expresivas que pueden hallarse en un autor tan íntimamente provinciano como Francisco González León y otro dilatadamente universal como José Juan Tablada, se pueden localizar también sincronías con nuestro poeta; contrastes y paradojas del provincianismo de la gran urbe y la vocación cosmopolita del aldeano. Suave Patria: te amo no cual mito/, sino por tu verdad de pan bendito/ como a niña que asoma tras la reja/ con la blusa corrida hasta la oreja/ y la falda bajada hasta el huesito.

En el poema “El sueño de la inocencia”, recogido póstumamente en el Son del corazón, el poeta refiere un sueño vinculado a la ceremonia de comunión del catolicismo y dice: […] Tanto lloré, que al fin mi llanto rodó afuera/e hizo crecer las calles como en un temporal; / y los niños echaban sus barcos papeleros, / y mis paisanas, con la falda hasta el huesito, / según se dice en la moda de la provincia, / cruzaban por mi llanto con vuelos insensibles […] Esa falda hasta el huesito persistirá en “La suave Patria” para mostrar el recato de la provincia en el sentir de López Velarde.

En otros poemas del jerezano pueden destacarse tres puntos cardinales de esa geografía poética: el terruño [Mejor será no regresar al pueblo, /al edén subvertido que se calla/en la mutilación de la metralla.], la provincia [Si yo jamás hubiera salido de mi villa,/ con una santa esposa tendría el refrigerio/ de conocer el mundo por un solo hemisferio], y tierra adentro [Yo tuve en tierra adentro una novia muy pobre/ ojos inusitados de sulfato de cobre], así podríamos circular en el edén subvertido sobre la carreta alegórica de paja.

López Velarde es un poeta modernista. La búsqueda del concepto de nación en la creación literaria de nuestros pueblos independientes consiguió una propuesta creativa en el mismo idioma heredado de la dominación, enriquecido por las voces indígenas originales y hecho propio como lengua materna rica y expresiva. A los intelectuales de nuestra América les corresponde reflexionar sobre su circunstancia continental. Así, con un notable fervor interrogan la tradición poética. El modernismo fue una forma eficiente y puntual de articular sus recursos literarios y revalorizar el idioma. La lengua como patria es un concepto que podríamos reconocer como propio.

Suave Patriavendedora de chíaquiero raptarte en la cuaresma opaca, / sobre un garañón, y con matraca, / y entre los tiros de la policía. En los altares de la época de cuaresma la chía era indispensable y se vendía en los mercados. En un conocido diálogo entre Borges y Octavio Paz, el inmenso argentino recuerda el poema y pregunta qué es la chía. Nuestro Nobel responde “una semilla” y Borges pregunta de nuevo: “¿y a qué sabe?” Paz dice: “a tierra.” Los sabores de la patria aparecen en el poema; los colores también: el relámpago verde de los loros. Por mi parte, los versos de Ramón me llegan a la memoria siempre que respiro el santo olor de la panadería.

Ramón López Velarde se hace poeta en sus años juveniles, y en esa hiperbólica ruta ―del categórico terruño hasta la suave Patria― recorre la tradición para alcanzar la modernidad. Su tránsito poético tomó la huella de las polvorientas rutas y caminos que conducen el centro norte del país a la capital de la república, en un andar que propone la lectura de su poliedro creativo atendiendo los itinerarios trazados por el para siempre joven Ramón en su acotado trayecto por la topografía nacional, hasta su destino final en la Ciudad de México, a la que llegó en 1914 y que lo vio morir en 1921. “La suave Patria” es uno de sus últimos poemas. Es el último que el poeta dejó en su versión final; en el bolsillo de su traje se encontraron todavía algunos poemas en proceso de trabajo. Pero “La suave Patria” merece siempre una lectura.

En el centenario de Zozobra (1919)

15/Septiembre/2019
Confabulario
Ernesto Lumbreras

Después de los multitudinarios funerales del poeta Amado Nervo, inhumado el 14 de noviembre de 1919 en la Rotonda de los Hombres Ilustres, ceremonia presidida por Manuel Aguirre Berlanga, Ministro de Gobernación, Ramón López Velarde toma un libre a las afueras del Panteón de Dolores y se dirige a una imprenta por el rumbo de La Lagunilla. Al llegar al taller, el olor renacentista de la tinta despierta a su corazón, lo pone en estado de alerta. De pronto, se siente un personaje de una novela de Balzac, entre monos tipógrafos y osos prensistas. Camina con pasos de detective entre los corredores que forman las grandes máquinas observado por los obreros que bromean a sus costillas: “Oye mano, y este lagartijo ¿de dónde salió?” “Tiene facha de chafirete de carroza muertera.” “Buenos días licenciado, recomiéndeme a su sastre.” El poeta apenas si se inmuta, a todos les sonríe, incluso, saluda a algunos operarios con un fuerte apretón de mano. En el área de encuadernación están ordenadas en pilas las capillas de su libro en espera del pegado y del cocido. Con curiosidad infantil y cierta timidez, López Velarde toma un ejemplar; antes de hojearlo, se lo lleva a la nariz y lo huele con los ojos cerrados. Aunque el libro está intonso puede leer el poema pórtico que Rafael López escribió en su honor. Repasa la primera cuarteta y cavila un pensamiento: “Mmm, con que he burlado al solemne dios, el lugar común. Veremos Rafail, veremos qué dice la canalla.”

El encargado del local, lo baja de su nube platónica, meciéndole el hombro al tiempo que le entrega, en vuelto en papel estraza un paquete con los primeros 10 ejemplares de Zozobra. El abogado consultor sale de la imprenta como si cargada un pastel con las velas encendidas o llevara en una bandeja de plata la cabeza cercenada de Tórtola Valencia. Está eufórico de felicidad y preocupación. En realidad, en sus manos de pianista, lleva una bomba poderosa y destructora.

Baja al centro de la ciudad, rumbo al Zócalo, caminando por la calle Jesús Carranza, el hermano del Presidente, personaje de infausta memoria. Avanza y medita. Medita y avanza. ¿A quién dedicará el primer ejemplar de su segundo libro? ¿A Margarita Quijano? ¿A Manuel Aguirre Berlanga? ¿Al Dr. González Martínez? Marcha sin prisa por la acera sombreada hasta llegar a la esquina de la Escuela Nacional Preparatoria. Ha quedado de encontrarse en el Salón Rojo con los antiguos bohemios, Pedro de Alba y Enrique Fernández Ledesma, pero todavía es temprano para la cita prevista a las 3 de la tarde. Desciende entonces por la calle de Donceles hasta llegar a San Juan de Letrán y se detiene en la puerta de una casona que tiene un balcón con geranios y agapandos. Como si fuera un santo y seña en clave Morse, toca la aldaba tres veces. Mientras abren el portón, baja el ala de su sombrero para cubrirse el rostro y no ser descubierto infraganti por un conocido al momento de entrar a una casa de mujeres en kimono. Una muchacha recién bañada, con una toalla a modo de turbante, enfundada en una bata azul de oriental zafiro abre la puerta y lo invita a pasar tomándolo de su mano izquierda. El salón de sillones solferinos vacíos, huele a sándalo y anís. Antes de ponerse cómodo, el poeta coloca su paquete en la mesa de centro. Su anfitriona imagina que el Licenciado López Velarde ha traído un regalo para todas las muchachas y se abalanza sobre el envoltorio y lo abre rasgando con sus manitas el papel de estraza. Justo, en ese momento, han bajado por una escalera de mármol y ónix, otras nueve chicas más, vestidas a la moda romana del periodo de la decadencia. Cada una, entre bulla de fiesta, coge su ejemplar de Zozobra y agradece el obsequio plantándole un beso de carmín en la mejilla. Sin reclamos ni objeciones, el poeta recibe en su carne morena esos labios de tulipán y seda para luego, con la estilográfica de firmar acuerdos en el Ministerio, estampar cariñosa dedicatorias a Marlene, Rubí, Sisi, Lola…


*
Con un diseño exclusivamente tipográfico, letras rojas y negras sobre un forro en la gama del rosa coral, la portada de Zozobra luce elegante y sobria. Con número romanos se indica, abajo y en el centro de la caja del libro, el año de la edición: MCMXIX. El segundo libro de Ramón López Velarde comenzaría a circular a finales de noviembre y formaba parte del catálogo de México Moderno perteneciente a la colección de la Biblioteca de Autores Mexicanos Modernos; en esa joven colección aparecieron, ese mismo año de 1919, La existencia como Economía, como Desinterés y como Caridad de Antonio Caso, La fuga de la quimera de Carlos González Peña y Con la sed en los labios de Enrique Fernández Ledesma. Ahora sí, con el libro en las librerías y en las redacciones de los periódicos hay mucha tela de donde cortar. En pocas semanas, la segunda obra velardiana formó grupos antagónicos, simpatizantes de las nuevas audacias líricas y nostálgicos que reclaman la repetición de un bucolismo ingrávido y de balbuceante sensualidad.

En los diálogos imaginarios de Un corazón adicto. La vida de Ramón López Velarde, Guillermo Sheridan pone en boca de Enrique Ledesma estas palabras como para complementar la tesis de Rafael López sobre la búsqueda fúnebre de Fuensanta tras las rupturas con Margarita Quijano y Fe Hermosillo: “Puede ser. Zozobra, que estuvo listo para la imprenta en febrero de 1919, es un libro que da indicios para suponer que así sucedió.” 1 Para remarcar algunos puntos, López agrega: “Zozobra apareció a finales de abril de 1919, si mal no recuerdo. La mayoría de los comentaristas elogiaron los poemas que, a su entender, continuaban la línea provinciana y cargaron la mano sobre los que les parecían impenetrables.”2 Concuerdo con las dos reflexiones de Sheridan, pero insisto, el segundo libro del jerezano salió de imprenta a principios de diciembre y comenzó a circular en librerías y mesas de redacción en el último bimestre del año.3 Las primeras reseñas del libro coinciden con tal cronología: el comentario escéptico y puntilloso de González Martínez apareció el 28 de diciembre en El Heraldo de México y el favorable y consanguíneo de Genaro Fernández MacGregor se publica en El Universal el 1 de enero de 1920. Para añadir un punto más a mi aseveración cronológica, leo el artículo “Poeta en zozobra” de Alan-Paul Mallard sobre un ejemplar autógrafo de la primera edición del libro. La dedicatoria es la siguiente: “A mi querida amiga Luz Pruneda, cariñosamente, Ramón López Velarde, México (sic), 8 de enero 1920.” Nos informa Mallard que esa amiga especial del escritor fue su tía abuela, por el lado materno, y se desempeñaba como su secretaria donde el autor de La sangre devota colaboraba desde 1917. Para multiplicar los bonos de ojo alegre del poeta, recuerda el articulista, que la tía contaba a la familia el cortejo que padecía, entre burlas y veras, de parte de su inspirado y tenaz jefe: “El poeta cortejaba a su agraciada y joven secretaria. Una y otra vez la requería de amores, siempre en vano: ella oía y desoía su pregón embustero. Una vez el poeta, ya desesperado, la tomó por ambas manos y le dijo:


—Bueno, Lucita, ¿cómo vamos a hacer? Me gusta TODA Usted. Me gustan sus ojos, me gusta su boca, me gusta su frente, me gustan sus manos, me gustan sus pies.
Ella se soltó, algo avergonzada. El poeta en zozobra, jugándoselo todo, arriesgó:
—¿Qué de veras no le gusta NADA mío?
Lucita se lo pensó un poco y, esquiva, le respondió:
—Sus manos no están tan mal…4


*
Con la objetividad concedida por el tiempo, varias décadas después de publicado este libro, la visión crítica de Saúl Yurkievich puede describir y valorar el tránsito de la lírica verlardeana:

“Desde el sentimentalismo candoroso de La sangre devota a la agudeza psicológica, a la perspicaz mirada interior de la agudeza Zozobra, López Velarde se especializa en la captación del discorde, disconforme polimorfo que su conciencia desgarrada aloja, se aplica a representar vívidamente su plurivalencia díscola y su dispar movilidad.”5

Aunque esto último es confuso y hasta enigmático, la lectura de Yurkievich subraya el salto cualitativo entre el primero y el segundo libro del poeta, torna más comprensible su poética personalísima y entrañable que el crítico uruguayo identifica en estos términos: “Morada del ser íntimo, la poesía es el espacio de la revelación de sí mismo.”6 En este territorio de la autoexploración, los poemas de Zozobra son exámenes sin reservas, un buceo a las aguas profundas de la conciencia y del deseo, de la ensoñación y de la realidad, del amor y de la muerte. Los paisajes descritos, las escenas relatadas, nos proyectan una representación externa con varios trasfondos y veladuras; la trama y la secuencia de imágenes de estos poemas surgen del interior del lenguaje, desplazamientos de las conciencia en una afán de reordenar provisionalmente, de adentro y hacia afuera, el caos del mundo. El primero que colocó la obra de López Velarde en un lugar de excepción, en un orbe fundacional, fue Xavier Villaurrutia: “En la poesía mexicana, la obra de Ramón López Velarde es, hasta ahora, la más intensa, la más atrevida tentativa de revelar el alma oculta del hombre; de poner a flote las más sumergidas e inasibles angustias; de expresar los más vivos tormentos y las recónditas zozobras del espíritu ante los llamados del erotismo, de la religión y de la muerte.”7

Para un posible cotejo de las consignadas excentricidades y hermetismos del segundo libro de López Velarde, unos pocos lectores mexicanos de la época se toparon con las novedades de José Juan Tablada publicadas en Venezuela: Un día… Poemas sintéticos (1919) y Li-Po y otros poemas (1920). Algunos críticos han abordado la paulatina asimilación del jerezano en torno a la concreción visual de los haikus de Tablada, trasladada por ejemplo en algunos endecasílabos de “La suave Patria”. En ese año de reformulaciones estéticas, el de 1919, el joven Gerardo Diego bautizado ya en las espumas del Ultraísmo, impartió la conferencia “La nueva poesía” en Santander y Bilbao; ciertamente no conocía ni Zozobra como tampoco los dos mencionados títulos, no obstante, en su alegato por una estética novedosa y de avanzada, remarcó elementos de la poesía emergente que también distinguían la obra de este par de mexicanos —lo enigmático, lo simultáneo, lo irónico arbitrario, por ejemplo—, mecanismos de expresión que marcarían un golpe de timón en la poesía mexicana.

Aunque con fecha de 1918, comenzó a circular en Lima a partir de julio de 1919 Los heraldos negros de César Vallejo, un libro que también como el López Velarde despide la estética modernista y anuncia otra. Cuatro años menor que el mexicano, el poeta peruano en su obra inicial recrea aires de familia en común con el mexicano, en particular con La sangre devota. La sintonía espiritual y de paisaje provinciano, entre el Santiago de Chuco y el Jerez velardeano, no obstante sus marcadas diferencias, coincide en varios poemas de los dos autores. Dice Vallejo en “Aldeana” a propósito de las esquilas del campanario: “en el aire derrama / la fragancia rural de sus angustias.” En otros textos, por ejemplo, “Dios”, aparece un afán sacrílego que debe mucho a la moda impuesta por Baudelaire: “hoy / que en la falsa balanza de unos senos / mido y lloro una frágil creación.” El joven López Velarde gustó de estos rituales heresiarcas donde espíritu y carne se reconcilian al llamado de Eros. Asimismo, una lectura atenta nos puede llevar al reconocimiento de cierto gusto por la adjetivación osada e infrecuente, tan cara al mexicano. El autor de Trilce, trama estas asociaciones en su primer libro: “la humana ecuación”, “la gema tempestuosa y zaina”, “el suicidio monótono de Dios”, “la lira enlutada”, “la silueta calmosa”, “panes tantálicos” y otras más. Descarto que el escritor peruano conociera la obra del autor de Zozobra, al menos, antes de 1921. Todavía es más improbable que López Velarde haya conocido Los heraldos negros. Sin embargo, considero necesario y atractivo vincular la literatura lópezvelardeana con la de otros autores coetáneos con los cuales compartió las filias y las fobias de la época, las inercias impuestas por el canon y la estrategias para librarse del pernicioso gusto literario impuesto por el mismo. En esa misma perspectiva, las correspondencias de nuestro poeta con los libros, la vida y la leyenda del venezolano José Antonio Ramos Sucre avivan la curiosidad para llevar un careo, no sólo desde la superficie histórica y de la vida privada de estos dos escritores hispanoamericanos. Desde hace poco más de dos décadas, la obra del nacido en Cumaná en 1890, resultó todo un descubrimiento para los lectores no familiarizados con la literatura de la nación del Orinoco. En las dos orillas del castellano, el autor de Las formas del fuego es ahora una referencia capital para entender una aventura personalísima y solitaria que ya es “otra cosa”, muy distinta de la que los manuales denominan posmodernismo. Como López Velarde, el de Venezuela también nació bajo el signo de Géminis, estudio Leyes, trabajó como empleado público y se mantuvo soltero. Después de la publicación de Zozobra, el mexicano tuvo la perspectiva reunir una colección de prosas, incluso manifestó el título para ese volumen: El minutero. Si la obra del jerezano ha sido leída desde equívocos y limitaciones —poeta católico, vate nacional o canto de la provincia—, el cumanés también ha padecido lecturas reduccionistas. Anota Guillermo Sucre al respecto: “No deja de asombrar que sus textos hayan sido considerados simplemente como prosa.”8

Como en los textos prosísticos del mexicano, en los textos del venezolano hay también una exigencia de la escritura donde ritmo, sentido y visión forman una misma trama, urdida en un sistema de composición muy parecido al de la escritura poética. Pervive en ambos casos, para decirlo con palabras del crítico Sucre, “un tratamiento intenso del lenguaje”, más allá de que las piezas literarias en cuestión tengan una inclinación hacia el relato, el ensayo o la crónica. Me parece que sobre este punto, la crítica velardeana ha separado no sólo con una intención genérica su prosa y su poesía. Prueba de lo anterior es que ninguna antología de la poesía mexicana ha antologado, en la muestra de López Velarde, sus poema en prosa en compañía de sus poemas en verso.


Notas:
1. Sheridan, Un corazón adicto, 196.
2. Ibid., 197.
3. El colofón de Zozobra consigna que el libro se imprimió el 6 de diciembre de 1919 en la Imprenta Murguía.
4. Mallard, Alan-Paul, Letras Libres, 15 de junio de 2010. Artículo en la red: https://www.letraslibres.com/mexico-espana/poeta-en-zozobra (Revisado el 16 de enero de 2019).
5. Poesía de Ramón López Velarde, edición de Saúl Yurkievich, 1992, p. 28.
6. Ibid., 27.
7. Poemas escogidos de Ramón López Velarde, Estudio de Xavier Villaurrutia, Cvltura, México, 1935, p. 32. Esta misma introducción se repitió en el volumen antológico, El león y la virgen, que la Imprenta Universitaria publicaría en 1942 incorporando nuevas piezas líricas a la muestra.
8. Ramos Sucre, Obra poética, 11.


Adelanto del libro Un acueducto infinitesimal. Ramón López Velarde en la Ciudad de México 1912-1921 de próxima publicación bajo el sello de Calygramma, con el apoyo del apoyo del FONCA en su convocatoria 2018.

sábado, 13 de julio de 2019

Eduardo Lizalde en la Babel derruida

13/Julio/2019
El Cultural
Gabriel Bernal Granados

En 1966, después de haber entregado el original a la imprenta universitaria y tenido que esperar cuatro años, aparece con el sello de la UNAM Cada cosa es Babel, el libro de poemas con el cual empieza, por decirlo así, la andadura bibliográfica de Eduardo Lizalde en la historia de nuestra poesía. Se trata de un poema largo (67 páginas en su primera edición) que el poeta comenzó a escribir a finales de la década de 1950. Como el propio Lizalde lo ha reconocido varias veces, el poema era una respuesta a Muerte sin fin de Gorostiza; una respuesta contaminada de lecturas de Mallarmé, Valéry, Eliot y Saint-John Perse; es decir, poetas simbolistas por un lado y, por el otro, autores de poemas largos y devastadores, como La tierra baldía y Anábasis.
Decir que Lizalde tenía presente el poema de Gorostiza cuando comenzó a escribir Cada cosa es Babel es hablar, en primer término, de una ruptura con el periodo poeticista que marcó la juventud de su obra, y de la construcción, apresurada o precoz para algunos críticos, de un poema definitivo. El poema, en todo caso, señala un antes y un después en la obra de Lizalde. En sus versos —“Intenté también al principio que hubiera todas las formas y todos los metros clásicos (…)”—1 es posible rastrear, sin embargo, resabios del periodo poeticista y desde luego, formas, dicciones y dones en general que florecerían en la obra posterior de un Lizalde cada vez más dueño de sí. Cada cosa es Babel, a diferencia de El tigre en la casa (1970), considerado por la crítica como su obra maestra, es todavía un laboratorio, una fragua donde se cocina en peroles la sangre de un poeta en constante observación de sí mismo. Aquí, sin embargo, sangre debe leerse como lenguaje. A lo largo de sus cuatro secciones —un poema largo está hecho de incisiones que particularizan necesariamente su longitud—, Lizalde presta una atención minuciosa al comportamiento del lenguaje.
Si en Gorostiza existe la certidumbre y el aval de la forma en su sentido clásico —“En el rigor del vaso que la aclara, / el agua toma forma”—, en Lizalde esto se resuelve en un cuestionamiento. Porque en la poesía de Lizalde el lenguaje y la palabra son más que un motivo de sospecha o desencanto: son mutaciones, difíciles de aprehender en un sentido histórico concreto. La palabra es lo contrario de la quietud, y el vaso que la contiene debe estar preparado para la recepción de un continuo y ebullente géiser. Ése es el tema medular de su libro: las palabras cambian con el tiempo, se vuelven otras. Bañada por el cauce de un poema, una roca puede nombrar una cosa distinta de la roca sin perder su eficacia, su color, su dureza y en suma, su condición de roca. “El vaso y sus prejuicios de geómetra o frontera”, dice Lizalde en abierta alusión a su maestro, Gorostiza, “se caen como la sopa en su trayecto, / porque la cosa ilímite no es cosa terminada / sino chorro perpetuo sobre el vaso”. 2
La ruptura con la estética de Muerte sin fin también supuso una ruptura con los rigores heredados del poeticismo, a nivel de composición y forma; y a nivel temático inclusive (los temas de los poeticistas tendían a una megalomanía intelectual deformante). Lizalde rompe, a través de un poema extenso y ambicioso, con la tradición de la que provenía: el modernismo finisecular mexicano, y en el centro de sus preocupaciones coloca un hambre: hambre de encontrar en la palabra el sedimiento último de humanidad en el poema.

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“El hombre es lo que llena cada vaso. / Lo que colma”, escribe Lizalde en el tercer inciso de la primera parte de su poema; y después, como si estuviera acumulando las notas de una poética personal y apasionada, escribe:
El hombre es todo bordes sobre
[bordes.
El vino y el cristal.
Pura impureza purificadora,
impureza perfecta,
pura imperfección.
Al “cristal” de Gorostiza añade el vino, la nota procaz y turbadora que acompañará toda su poesía desde entonces.
En Cada cosa es Babel, Lizalde comienza a poner en práctica un procedimiento que habría de observar en poemas posteriores: rebajar la estructura impoluta y estéril del poema bien medido y bien rimado al reservorio democrático de “trastos, armatostes, triques y trebejos”: “los detritus, los trastos, pobres cosas / que sólo son materia degradada…”.
Lizalde, y esto es algo que lo aparta de los modernistas y en cierta medida lo aísla en el panorama de la poesía mexicana, explora desde entonces potencias del idioma que no se encuentran ni en Gorostiza ni en Cuesta y que aparecen a cuentagotas en Paz (la relación de Lizalde con Paz es distante, en el sentido de la prosodia, el lenguaje y el gusto en general). No me refiero solamente al uso de la procacidad o de la ofensa en el poema, sino a ese registro violento, a esa feralidad contenida que se encuentra en sus poemas más significativos. Él mismo acepta esto que podría pasar por una sensualidad degradada y exquisita: “La manzana procaz se paladea; / con nuevas lenguas lame / sus paraísos entrañables”. De los poetas del siglo XX mexicano, Lizalde es quien más recuerda a Baudelaire, por el poema consciente de sí mismo (“y por el lince, vitral, a contralince, / el propio espía se espía”) y por la estética de la inmundicia, elevada a la dimensión de lo sublime.

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En su Autobiografía de un fracaso (1982), un libro concebido para desmarcarse de su formación poeticista, Lizalde reunió una antología de sus poemas juveniles. Lo hizo, según confesión propia, como una forma de autoflagelación: una manera de reconocer públicamente el error de haber participado en el movimiento poeticista. Sin embargo, se antoja significativo el hecho de llamar la atención sobre un rastro de lo producido en aquel periodo.
Desde cierto ángulo, la autobiografía de Lizalde da la impresión de haber sido concebida como un pretexto para vestir de blanco estos poemas. Después de la publicación de Caza mayor en 1979, era indudable el hecho de que en la obra lizaldeana se encontraba una de las voces más significativas de la poesía mexicana de la segunda mitad del siglo XX, de modo que era quizás necesario, para el autor ya maduro y plenamente seguro de sí mismo, hacer un ajuste de cuentas con la prehistoria de su obra. Releyendo esos poemas, ahora que Lizalde se ha convertido en uno de los poetas vivos más importantes en español, sorprende caer en la cuenta de que esos poemas no eran tan malos como quiere hacernos creer, no sin malicia, el mismo Lizalde:
¿Tiene sentido publicar ahora —escribe en 1982—, como mero antecedente artístico personal, una magra recopilación de poemas gestados durante aquellas desesperadas faenas? No lo sé. Pero acaso me sirva, o sirva a otros, para dejar pista de las obsesiones descartadas por un grave enfermo de la literatura en un crítico periodo de formación juvenil.
Lizalde incluyó esos poemas en su Autobiografía de un fracaso porque se arrepentía de facto de su periodo poeticista, pero los poemas no dejaban de gustarle o parecerle al menos significativos, es decir, parte sustancial e irrenunciable de la génesis de sus empresas poéticas mayores. Evodio Escalante, autor de un libro sobre el poeticismo (La vanguardia extraviadaUNAM, 2003), no deja de considerar ese periodo en la obra de Lizalde, González Rojo y Montes de Oca, como un capricho intelectual muy depurado, que habría de derivar en obras de solidez incuestionable, como Cada cosa es Babel, de Lizalde, y en los libros de madurez de los otros dos poetas que conformaron esta célula poético-retórica casi clandestina. Sin embargo, y de forma paradójica, Escalante escribe sobre el poeticismo para la historia, ya que considera que ninguno de esos poemas podría sobrevivir a una criba rigurosa.
Caso por caso, sin embargo, y desoyendo las opiniones de sus futuros críticos, Lizalde consigna minuciosamente la fecha de publicación y la procedencia de cada poema poeticista que le parece indigno del olvido. La intención es evidente: el poeta se vuelve crítico e historiador de su  propia obra y rescata, a los ojos de una posteridad que desconoce por fuerza, puntos nodales, de factura o de concepto, en sus ejercicios de juventud que habrían de repercutir en sus poemas posteriores. Hay momentos sumamente débiles y groseros en los poemas juveniles de Lizalde, pero hay mometos espléndidos, que crean constraste con aquellos y prefiguran al gran poeta de la Babel derruida del lenguaje. Por ejemplo, este poema sin título (76-77), consignado entonces como inédito:
Tu forma no guardaba la hondura
[de las cosas
[…] o el estruendo de filos
de la vitrina alcanzada que
[se desmorona,
rota caída de agua que cesa
[de pronto
y se apiña en escombros
[geométricos de hielo,
o pesados, repentinos fósiles
[de agua.
(El tropo del agua, recurrente en Gorostiza y los demás miembros de Contemporáneos). El mejor Lizalde ya se encuentra contenido en esos tres últimos versos, aquel capaz de decir, por ejemplo: “Rosa, tema difícil / tema de la perfección redonda / de la belleza laminada” (Babel, 104).

IV

Ni siquiera los críticos más generosos de Lizalde se han atrevido a situar Cada cosa es Babel en la órbita de los mejores poemas largos que se han escrito en la tradición de la poesía mexicana moderna. Por una razón o por otra, lo colocan en una liga inferior a la que ocupan Gorostiza, Cuesta y Paz con Muerte sin finCanto a un dios mineral Piedra de sol. Marco Antonio Campos, por ejemplo, escribe en un ensayo de 1984 (“La flexibilidad del tigre”) que el poema le pareció, en una segunda lectura, “correcto y ambicioso”, pero fruto aún lastrado por la aventura poeticista de sus años de juventud; es decir, buen fruto pero deleznable al fin. Evodio Escalante comparte esa opinión cuando afirma, en su ensayo sobre Cada cosa es Babel (La vanguardia extraviadaop. cit., p. 62) que éste le parece el mejor de los poemas poeticistas, es decir, uno de talla menor, aún anclado a la época de formación en las obras de Lizalde, González Rojo y Montes de Oca.3
Es verdad que el poema señala el fin de un periodo y el comienzo de otro en la poesía de Lizalde, y acaso, asimismo, el fin de un periodo y el comienzo de otro en la historia de nuestra poesía. Pero ¿por qué es tan bueno y aun así no ocupa el mismo plano que los grandes poemas de Sor Juana, Gorostiza, Cuesta y Paz? Es verdad que el poema de Lizalde obedece a una estructura fragmentaria y que, cotejados por separado, cada uno de sus fragmentos le resta unidad al conjunto; también es innegable su dispersión, misma que abona contra la unidad identitaria del poema. Pero en su descargo podríamos decir que Cada cosa es Babel trata de la imperfección y el quebrantamiento de una fe que apuntaba a la equivalencia entre la cosa y la palabra. Palabra y cosa, dice Lizalde, están en movimiento constante, unas y otras incluso desaparecen con el paso del tiempo. En este mundo no hay fijeza ni certidumbre, sino desolación y tránsito. Lo que en su periodo poeticista llegó a constituirse en una fe casi religiosa o, si se quiere, una confianza ciega en la ideología política de izquierda, en Cada cosa es Babel esto mismo se resuelve en una pluralidad de significados y en un poema extenso de numerosas compuertas. Nadie nunca había filosofado con tanta visceralidad o tanta sangre; nadie nunca había dicho las cosas con tanta rabia o amargura. El poema de Lizalde no es perfecto como el de Gorostiza porque su tema es precisamente la imperfección, la lenta furia que anticipa al hecho de decir las cosas por su nombre, y la desolación que viene después de haber conseguido solamente avivar el rescoldo de una hoguera.


Notas
Marco Antonio Campos, La poesía de Eduardo Lizalde, Gobierno del Estado
de Puebla / Educación y Cultura, 2012, México, pp. 66-67.
2 Nueva memoria del tigreFCE, México, 1995, p. 89.
3 Cada cosa es Babel dialoga sin complejos con los poemas fundacionales de Sor Juana, Gorostiza, Cuesta y Paz; los apostrofa, los contradice, los interviene y constituye una plataforma que aprovecha Lizalde para deshacerse de su dogmatismo político de izquierda, liberando así la sustancia de su voz personal. Me cuesta ver en este poema una parte integrante aún del poeticismo, cuando lo que significa es una ruptura necesaria con él, envenenado de locura creativa y militancia política. Pero coincido con Escalante cuando observa en él una inflexión anterior a El tigre en la casa, que haría de Cada cosa es Babelparte de esa antología —no confeccionada aún— del poema extenso en la historia de la literatura mexicana contemporánea.